ALEJANDRA PIZARNIK: LA QUE DEBIÓ CANTAR Mejor hagamos un mundo para que Alejandra se quede Juan Gelman, “Proposiciones”
a Cecilia Romana
Marco Antonio Campos Fue una extraña en la tierra, y lo sabía. Fue y se sintió como “un pájaro abandonado”, una “pequeña olvidada”. Hondamente lúcida, sabía interrogar las grietas que se abrían en su mente, como si supiera que en su vida y en su alma había “una partición de soles negros”. En sus mejores momentos, que fueron muchos, como señalaba Valéry a propósito de la obra poética, se nota que tuvo talento, “y algo más”. Desde el principio la poesía le sirvió como vía y puente para una minuciosa exploración de sí misma que duró cerca de veinte años y que le permitió describir su lenta y feroz autodestrucción. La gran mayoría de sus poemas son breves o brevísimos y parecen o son como veloces cuchilladas de fuego que vuelan en el aire, pero que se vuelven contra ella misma y acaban tasajeándole cuerpo y alma. Por demás, son casi imposible de explicarlos sin volverlos mala prosa. Ultraconsciente del lenguaje, Alejandra Pizarnik a menudo dijo cosas que definirían su Poética. “Hago –se hacen- algunos poemas”, le refiere en junio de 1960 a su psicoanalista León Ostrov1, es decir,
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Cartas: Alejandra Pizarnik/ León Ostrov. Edición de Andrea Ostrov, Eduvim, Buenos Aires, 2012, pág. 43. Escritas casi todas en el período parisiense, sobre todo en 1960 (residió hasta 1964), las cartas son un devastador documento de gran belleza literaria de un caso clínico de miedos, terrores, angustias,