Alfredo Fressia, Poemas del libro Poeta en el edén, editorial Lisboa, 2016.
La edición será presentada en Bueno Aires por la poeta Rosario Andrada en los primeros días de diciembre. Acompaña a esta muestra el texto de prefacio del poeta mexicano Hernán Bravo Varela
POETA EN EL EDÉN
No, Señor, nunca huiré del Paraíso, tengo en mí la leche eterna de los padres y los hijos, y escribo poemas para la nostalgia. No, Señor, nunca seguiré el rumbo imprudente de los cuatro ríos, el que impele a los nautas hacia el mar de monstruosas criaturas. Habían podado las ramas de oro que brillaban en el árbol de la vida. Y ahora me llaman como almas. No, Señor, nunca comeré del árbol prohibido. Apreté tantas veces en mi mano las frutas suculentas. Aspiro los perfumes seductores, —Et d´autres, corrompus, riches et triomphants— Nada sabes de mis íntimos paraísos artificiales, y te ofrezco las costillas húmedas y turgentes para que sigas modelando al mundo mientras duermo. Soy un niño inmenso escribiendo dócilmente en el barro del Edén. Tengo un muñeco de porcelana blanca. Balbucea.
ABEL
Juegan los dos niños. Hermano mío tan exacto será el crimen, a ti cabrán estas ciudades y los hijos, y nos reiremos casi mareados del carrousel. Dimos vuelta a los ríos del Edén y vimos girar el globo terrestre en el pupitre, un ecuador obeso crujía sobre la esfera, el calambre en la costilla de Adán. Era como un vértigo, como un viaje de regreso obediente rumbo al vientre. Yo rumiaré con gratitud el pasto de los nacidos para morir. Tú trazarás con el compás ese círculo donde otra vez me hundo. Hermano mío, guardé el borrón de sangre prometida en los lentos cuadernos de la infancia, o eran pergaminos, piel mortal, versos. Sólo quedó la bóveda del cráneo y esa estrella solitaria. ¿Qué mira?
VERSO OCIOSO
Combino con distancia y con recuerdo, existo poco y mal en el presente. Vengo de lejos, pero sólo en sueños, de cerca mi presencia se disuelve.
El sol que me ilumina es de topacio, y en mi carta la luna es de papel en áspero cuadrado con el astro más opaco: mis tonos son pastel.
Escribo versos en endecasílabos los días lluviosos (como es hoy) y llego casi al presente donde me deslizo recto hacia atrás en busca de sosiego.
Visto de cerca yo me desvanezco. ¿Música en mí? Sólo de las esferas. Por la línea del tiempo huyo del duelo de ese abismo en el hoy que nos acecha.
Lo aprendí en el camino del exilio: duele el país real de la memoria y nace como un hongo en otro sitio, envenenado y que también acosa.
Y por eso hoy combino con distancia. Cuando casi estoy vivo casi muero, y casi escribo, torpe de añoranza, un verso ocioso, ausente y con defectos.
GULA
Porque amo y porque admiro yo devoro. ¿Los otros no acumulan libros, mapas, sellos, muñecos, fotos sin decoro, amuletos, santos de porcelana?
No soy mero glotón que por su inri consume en alimentos toneladas ni soy el sibarita inverosímil buscando una delicia innominada.
Mi deseo es el mundo en mis entrañas, ostras vivas crispadas al limón, el verde deslizarse de las plantas, los peces venenosos del Japón.
Trago la selva en cada fina hierba y se me entrega dócil un antílope: de noche en el regusto de una cena me apodero del sol en la planicie.
Quiero que el centro de mi cuerpo sea túnel del mundo y fluya en él la vida. La obra de Dios se expulsa en polvareda pero antes la ensalivo y me acaricia.
Desamparado y vil, tan breve el cuerpo, no busco el alimento, busco paz, por dentro estoy vacío y es obeso el pecador, el goce y el manjar.
PARÉNTESIS
Cuando nací el sexo fue un destino. No se puede elegir ser poeta.
De las mujeres nunca amé a ninguna sin duda porque las amé en bloque. Fue un amor largo y sin alegría. Ellas también me amaron sin deseo y sin gozo.
Las miré con la nostalgia de una vida más bella. Cuando quise ser mejor quise ser mujer.
Después me olvidé. Devoré la costilla de Adán en la travesía del desierto. Fui hombre, poeta, amé a otros hombres. Tuve hambre.
Llegué a la playa de este mar eterno, al sur del Brasil. Mi olor es de sal virgen y de yodo azul. Sé que una mujer devolverá al mar el pez con una moneda en la boca.
Ella escribe mi poema. Yo aguardo.
LUJURIA
La chair est triste, hélas, pero ¿y la fantasía?, ¿y es mental un pecado si usamos los sentidos? Por los nueve agujeros del cuerpo, como un guía, un vértigo fue abriendo las llaves del alivio.
No es el apelo mudo de la especie en el tiempo que nos habla de lejos como de un deber último. Ese goce no tiene ni locura ni exceso, es el dios de los hijos, el secreto del mundo.
A ti, vieja lujuria, te conocí tan poco y tanto algunas veces, fui más allá del sexo. Hubo hombres que me amaron, y el amor no es vicioso, pero a ti te entregué la otra faz del deseo
donde se desvanecen Actos contra Naturam (cuando yo me perdía en las nalgas de Eros) y hoy palpo en tus palabras -concupiscencia impúdicay mi vicio más íntimo acaba en desenfreno.
EL AVARO
Atesoro los bienes de este mundo como prendas del otro que me espera. Sé que mi dividendo es infecundo: reboza desamparo mi cartera.
Sudo frío y me toman por astuto, por desprecio persigo la riqueza. Palpo en cada moneda el absoluto, leo en la muerte como en un poema.
Y mido las palabras, cuento sílabas como centavos o como minutos. Almaceno los restos de la vida (guardo una perla en mis dedos enjutos).
Es avidez, es ambición, codicia. Y no es nada, es el miedo diminuto de un Dios que en mí esconde su avaricia y yo, inconcluso, ayuno y acumulo.
Por su culpa y su abuso yo calculo los días que me faltan en la cuenta, la incertidumbre de metal la cubro, y sólo acopio huesos y promesas.
IRA
Es palabra de Dios (verdad o no): “El colérico atiza las pendencias”, Proverbios 29.22, alimenta con yesca las querellas.
Furia de aire, demencia en miniatura, la ira vuela. El odio es melancólico, se enreda su raíz en la cordura. La ira, si en el agua, es maremoto.
El odio no envejece, se renueva, renace cada día en los riñones, no vive de la cólera y la queja, se cultiva en paciencia y urde el golpe.
El exilio es de ira acumulada. Construyes una casa sin objeto. Golpeas a una puerta, está cerrada. Quieres gritar pero no tienes cuerpo.
Y el versículo sigue imperturbable: “el iracundo multiplica crímenes”. Te siegan la inocencia con el sable e indignado y solo, ¿quién te redime?
NO (...) Reverrai-je le clos de ma pauvre maison, Qui m'est une province, et beaucoup davantage? Joachim du Bellay
Ni cuando se olviden todos mis poemas esqueletos del alzheimer, secos como los tamarindos de la playa, el año que los encontramos hechos pasto de termitas, y porque el tiempo hace girar lenta la cuchara en el plato de sopa de los viejos, y son 26 letras impasibles de alfabeto. Y cuando acabe de morir el mártir que me habita atravesado por el venablo cierto del que cambió los años por monedas y registra los segundos que me restan y aunque el ángel pertinaz de mi pobreza vuelva otra vez como los mitos o el perdón y la sangre por la mano extendida con que espero. Ni aun así.
CALLE RONDEAU
Fue cuando descendía por la calle Rondeau, ocupo mi cuerpo como si él fuera un arcano. Supe que entre el exilio y la sinuosa ceremonia del exilio huye el poema, resbala Rondeau abajo y yo lo sigo, lo acecho hasta llegar al mar como a un destino. Le hice tantas preguntas, sentado al borde de los muelles. Me miro los pies descalzos mientras oigo mis preguntas deslizarse a mis espaldas sobre la certeza silenciosa de los rieles y la respuesta de los durmientes. Practiqué muchos años la ceremonia del té y ahora desciendo la calle Rondeau, soy recóndito, llevo los hijos que no tuve arropados bajo el saco. Los protejo de ese viento del mar que hunde en la bruma el viaje persistente de los genes. Sólo después cruzaré Agraciada y tendré que reconstruir la calle Rondeau, como si volviera a los nísperos de la infancia o los del insomnio. Correré sobre el cordón de la vereda y pasarán la zapatería La Molicie, la ferretería La Fuerza del Destino, la marmolería El Pensamiento, y Cecilia me contará de la carbonería La Venus de Milo,
la vez que la asustó el camafeo gigante.
Yo sabía que alguien me acechaba, alguien me observa frente al mar porque soy y seré sin para qué, soy más allá de la gracia de un Dios y de las obras, como los corales que no existen en la bahía de Montevideo, o como yo mismo que tampoco existo bajando la calle Rondeau por mi cuenta y riesgo sin otra red para saltar los años y la calle Agraciada sino este amuleto que compongo, como si fuera un poema, entre el té y las rosas té, la íntima ceremonia de los rosales hundidos en el mar adonde hoy llego como la noche, como los siglos, como Antonio Luis Cortés Varela y María Angélica Zambroni García llegaron en un tren del 10 de mayo de 1966 para que él la besara, y después mamaba en sus senos antiguos, la asía con sus brazos tensos de obediencia y mundo, apretaba la palanca del tiempo, cavaba con el pene, con los dedos, con la boca como para hundirse en un tiempo sin tiempo en que flotaba,
tal vez el mismo vientre, o aun antes, y lloraba de placer, decía, lloraba frente al cuerpo intransponible y dócil y el coral del semen se le abría para entregar la semilla que si germinara haría nacer al mismo hombre que baja la misma calle Rondeau, siempre el mismo, desde la caverna o antes. O desde las bóvedas de la ciudadela, adonde ahora me refugio, acuno a mis hijos no nacidos y me abrazo a las rodillas de todas las estatuas en la Estación Central para que no me expulsen, ni impregnen mi tierra con sal estéril ni maldigan otra vez mi estirpe por las siete generaciones que vigilan mi poema y vuelva a cumplir mi ceremonia.
VIENTO DEL MAR
Está bien, ganó el viento. Ahora digamos que he caminado por Montevideo y hoy llego en sueños a la calle Jackson esquina Durazno, el portal es ciego.
Portal sin puerta para que entre Alfredo, y a cielo abierto el corredor, me espera la humedad de una pieza donde puedo ver la muerte peinando sus muñecas.
Unos en otros se encajan mis huesos como recuerdos quebradizos, nombres para tantear, medir si son espectros Roque y Esther, Graciela, Juan o Jorge.
Está bien, ganó el viento (siempre gana), no habrá más preguntas al Ubi sunt. Una gaviota grazna, está extraviada, y no sé si soy sombra u hombre aún.
ALFREDO Y YO
Duerme bajo el firmamento la paciente flora del invierno. Yo también duermo en mi cuarto de pobre. Del lado ciego de la almohada otro Alfredo tirita, es un ala o una sombra que prendí al alfiler entre las hojas de herbario, un insomne aprisionado en las nervaduras, mi fantasma transparente. ¿Qué haré contigo, Alfredo? Afuera pasará un dromedario por el ojo de la aguja, un milagro, la larga letanía de tus santos para escapar del laberinto, tocar el infinito herido por la flecha en la constelación de Sagitario y siempre la tortuga en tu poema ganaba la carrera. Sobrevivo a cada noche como un potro celeste nutrido con alfalfa y con estrellas mientras tú, Alfredo, hueles a hierbas viejas en el cajón atiborrado de secretos. Yo te olvido al despertar, sigo mi busca obstinada en el pajar del mundo y te reencuentro en la almohada pinchado al otro lado de mi sueño.
Alfredo Fressia DEL EDÉN SUBVERTIDO Hernán Bravo Varela Primero fue Adán y su expulsión del paraíso. “Formó, pues, Dios de la tierra, toda bestia del campo, y toda ave de los cielos y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre”, de acuerdo con el Génesis. Después de haber nombrado los seres y las cosas —después, sobre todo, de haber probado el fruto del conocimiento: el registro civil de esos bautizos—, Adán fue acusado de corrupción y luego proscrito del Edén. Contrario a lo que suele pensarse en esta época que rinde culto a la operatividad, nuestro primer funcionario público no hablaba en burocrática prosa a aquellos que aguardaban, anónimos y en fila, su turno de ser atendidos. “Según una tradición islámica”, recuerda José Ángel Valente en su Diario anónimo, “Adán hablaba en el Paraíso en verso, es decir, en lenguaje ritmado que es, por lo demás, el de los libros sagrados.” Lo que equivale a considerar a Adán como el primer poeta del mundo y al bautizo de la Creación como la primera lectura en voz alta de sus versos, pero también a Dios como el primer crítico literario y a la expulsión del paraíso como Su primera y desfavorable reseña. Cabe preguntarse si Adán abandonó la poesía tras aquella crítica feroz o si volvió a ejercerla en muy contadas ocasiones — para volver a cortejar a Eva, por ejemplo, o contarles cuentos de cuna a Caín y Abel. ¿Habrán sido Adán y su familia, que padecieron los estragos inéditos de la mundanidad, los primeros y obligados hablantes en prosa? Después fueron los poetas “imitativos”, resucitadores y operarios de aquella primera vocación de Adán, y su expulsión de la República
platónica. “[Glaucón], no pierdas de vista que en nuestro Estado no podemos admitir otras obras de poesía que los himnos a los dioses y los elogios de los hombres grandes —le advierte Sócrates—; porque tan pronto como des cabida a la musa voluptuosa, sea épica, sea lírica, el placer y el dolor reinarán en el Estado en lugar de las leyes, en lugar de esta razón, cuya excelencia han reconocido todos los hombres en todos los tiempos.” El poeta vuelve a ser persona non grata en una tierra donde brotará el árbol de las ciencias políticas y reptará la serpiente del derecho. Si Aristóteles define la ley como la razón desprovista de pasión, es improbable pensar en un paraíso legislativo donde los poetas —esclavos de la realidad y caciques del deseo, inspirados anarquistas del lenguaje, malas conciencias de la civilización— tuvieran cabida. La República no puede admitir que el reiterado desafío a la Razón —o, según Carlos Martínez Rivas, “la insurrección solitaria”— por parte del poeta goce de un estado de excepción frente al consenso ciudadano, mucho menos que el dolor y el placer que manan de la poesía lírica (pero también la sorna de la epigramática o la fabulación de la épica) distraigan al Estado de sus neutras y ejemplares ocupaciones. Profeta en tierra ajena —es decir, la suya propia—, el poeta en adelante no poseerá más Edén ni patria que el exilio, ese ubicuo lugar de donde Uriel, blandiendo su espada de fuego, jamás le dejará salir, y en el que estará condenado a comer todos los días los frutos fermentados del autoconocimiento. Alfredo Fressia conoce bien el relato fundacional y autobiográfico de este exilio. Nacido en 1948 en Montevideo, Uruguay, Fressia siguió el mal ejemplo de Laforgue, Lautréamont y Supervielle, que abandonaron tempranamente la República Oriental para mudarse a Francia, y fijó residencia en São Paulo, Brasil, desde 1976. Poeta, traductor, crítico literario y periodista cultural, Fressia ha escrito desde hace cuatro décadas una obra quizá no muy extensa pero sí rigurosa, inquieta e inquietante, que
lo mismo descansa en la voluptuosidad retórica de Herrera y Reissig que en la orfebrería ascética del último Darío, en la armoniosa fealdad y los sublimes ridículos de Baudelaire que en el hambre y la orfandad verbales de Vallejo. Fressia, pasajero en tránsito de un género que comparte “frontera móvil” con la veleidosa realidad, ha elaborado una singular ucronía en el poema que da título a Poeta en el Edén, su más reciente libro: No, Señor, nunca huiré del Paraíso, tengo en mí la leche eterna de los padres y los hijos, y escribo poemas para la nostalgia. (…) No, Señor, nunca comeré del árbol prohibido. Apreté tantas veces en mi mano las frutas suculentas. Aspiro los perfumes seductores, —Et d´autres, corrompus, riches et triomphants— Nada sabes de mis íntimos paraísos artificiales, y te ofrezco las costillas húmedas y turgentes para que sigas modelando al mundo mientras duermo. Soy un niño inmenso escribiendo dócilmente en el barro del Edén. (“Poeta en el Edén”)
Pleno de ironía y elegancia —siguiendo en verso, quizá, los pasos de Mark Twain en su Diario de Adán y Eva—, Fressia propone una relectura del Génesis y de las numerosas “trampas de la fe” poética: Adán y el poeta jamás salieron del Edén porque éste no es un lugar sino una entelequia —y que, como la infancia vista desde la adultez, no es producto de la mitología y la Historia universales sino de la imaginación personal. La condena de tan curioso Arquetipo, mitad primer hombre y mitad último poeta, es no poder abandonar el paraíso artificial que se ha inventado, y si consigue hacerlo tras burlar la estricta vigilancia de su Uriel interior, es sólo para
comprobar que, vaya a donde vaya, lo perseguirá el fantasma de la inocencia y el discernimiento. Por eso vuelve a su “edén subvertido”, como lo llamó López Velarde. La expulsión y el exilio, en realidad, ya anunciaban “el retorno maléfico” del hijo pródigo a su jaula de oro. Desde ahí, Alfredo Fressia lanza la aterciopelada dinamita de este volumen, etiquetado con los versos iniciales de Las tristes de Ovidio: Parvo libro, sin mí —y no te envidio— irás a la urbe, pues ir, ¡ay de mí!, a tu señor no es lícito. Ve, mas inculto, como es bueno que libro esté de exiliado, lleva, infeliz, el hábito de este tiempo.
En Ciudad de México, Hernán Bravo Varela