La rosa y el tiempo en la poesía de Ana Enriqueta Terán
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La rosa y el tiempo en la poesía de Ana Enriqueta Terán La imagen de la flor es aire breve cruzando el aire de la niña triste. Ella es la flor, el llanto, el tiempo leve. A.E.T.
Una de las características más notables en la poesía de Ana Enriqueta Terán (Trujillo, 1918) es el sentido de elegancia y perfección que contiene su obra. En la antología poética publicada por Monte Ávila Editores en 2005 1 hallamos una selección de su producción lírica desde la aparición de sus primeros textos en 1930 hasta Casa de pasos (1981-1989); más de una docena de libros que publicados a través de todos estos años revelan la persistencia y solidez de una poeta ejemplar. Una poeta que sin rendir tributos a las modas o caprichos literarios ha ido diciendo lo esencial y deslumbrante en la más pulcra expresión de la poesía contemporánea. De los clásicos del siglo XVI y XVII de la literatura española e hispanoamericana nos revela el gusto por las formas, por la confección métrica del verso o el uso del verso libre o suelto en el que desarrolla con igual maestría gran parte de sus composiciones. De los varios temas que trata su poesía, el tiempo constituye uno de fundamental interés: el tiempo que sacude la existencia humana mostrándonos la transitoriedad de la vida. El tiempo, que hiere la fortaleza del cuerpo dejando una dolorosa sensación, se presenta en estas composiciones como lo sintiera el hablante de aquellos famosos versos gongorinos: “Aprended, flores, en mí / lo que va de ayer a hoy, / que ayer maravilla fui / y hoy sombra mía aun no soy”. Pero la “maravilla” del cuerpo que sostiene la pasajera belleza de lo que somos apenas dura lo que dura un relámpago. El esplendor de la juventud, esa plenitud de lo que un día fuimos, se nos revela en esta poesía a través de la rosa como un símbolo de belleza fugaz. 2 Un símbolo que proyecta la finitud del ser en una dimensión de la que no puede liberarse. Este concepto del tiempo y de la vida nos recuerda también aquellas
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Ana Enriqueta Terán: Antología poética, Ira edición en Colección Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, Monte Ávila Editores Latinoamericana, C. A., 2005. Prólogo de Enrique Mujica. Cronología, Enrique Hernández D’Jesús. 2 La casa, otro símbolo importante, aparece “como asidero de emociones” y como imagen recurrente. Véase Juan Joel Linares Simancas, “Ana Enriqueta Terán: sin ataduras de palabras”, en Memoria de la Primera Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares, Trujillo, 16-20 de julio, 2003. Coordinación Trujillana de Cultura, Fondo Editorial “Arturo Cardozo”, 2005, pp. 37-40. Ver además el ensayo de Julio Rafael Silva Sánchez, “Secuencias, efectos y espejos en el oficio poético de Ana Enriqueta Terán”, pp. 57-67. Silva Sánchez señala (mencionando al crítico Frank Ortiz Castañeda), la lumbre y la sangre como dos imágenes recurrentes que serán el “leit motiv” en toda su obra. Ver también el trabajo de María Eugenia Bravo, “El Adán de sangre y la presencia de la melancolía erótica en un terceto de Ana Enriqueta Terán”, pp. 25-30.
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sabias palabras de Jorge Manrique: “No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio, / pues que todo ha de pasar / por tal manera”. Pero en Ana Enriqueta Terán el tiempo se expresa como profundidad, como conciencia y contemplación de un entorno que encarna en la rosa lo bello y perfecto dentro de una realidad temporal. Esta visión de la vida asociada a la rosa, se consume en la experiencia misma de esa contemplación. Es decir, se consume en el proceso de la escritura y en la “condición de tránsito palpable”, de ese “nombrar las cosas”, como lo ha llamado acertadamente el crítico Linares Simancas. Por eso el hablante celebrará la rosa como la plenitud fugaz donde convergen la belleza y las circunstancias de su estar en el mundo. Así, el cuerpo sometido al importuno paso de los días, trazará desde su imagen misma las cosas que dominan su existencia: el dolor y la dicha, la esperanza y la soledad, la vida y la muerte. Al instalarse en esa realidad de instantes fugaces el hablante poético hurgará en sí mismo la relación temporal de las cosas que nombra, pero sin recurrir a la lamentable y desgarradora desesperación de quien teme la muerte. En “Canto a la madre en paz” se siente ese destierro del ser, esa partida indefinida, con la gallardía de quien acepta en serena contemplación la pasajera condición de la vida. Así se reconoce al final del poema: […] Laurel hasta su nieve y ceniza y olvido hasta su aliento. La rosa se conmueve y por su cauce lento se desangra la rosa del momento.
Que mi voz la acompañe y no ceda a la boca que consuela; que mi lengua no dañe el círculo que hiela: allí donde la madre se rebela. (pp. 20-21). La rosa aquí, en conformidad con el mundo interior, personifica esa estoica conmoción ante la muerte. El peso emocional que sostienen estos versos representa ese limitado horizonte de ausencias infinitas. En este sentido la rosa será además un signo que proyecta más de una manera de percibir el paso del tiempo y de reconocer su presencia en la vitalidad del cuerpo. Será el signo inequívoco que proyecte el límite entre el ser y la nada o entre las cosas que conforman el 3
mundo del hablante poético. Pero también representará la presencia del amor por el que se consume o es consumida como ocurre, por ejemplo, en el poema “Canto I”, de Verdor secreto (1949). Poema significativo por lo que implican las imágenes de la naturaleza y del cuerpo en esa visión solemne y fugaz del amor y del tiempo: “Por detener la rosa / supe de tus delfines sigilosos / ¡oh tulipán! Dichosa, / contuve presurosos / paraísos de tintes silenciosos”. (p. 30) Hay en esta expresión más de una connotación del significado de la rosa. Este poema, dedicado a un árbol, encierra un sentimiento amoroso no sólo por lo que sugiere sino también por lo que evoca su lectura. Una experiencia que, como en los versos de San Juan de la Cruz, pasa por una mística conmovedora a través del lenguaje: “El peso de los ríos, / el de la nube ya de niña intensa / fueron, en tus umbríos / tactos, hoguera inmensa, / fueron sustancia clara, sombra densa”. (p. 31) Por eso, en varias de estas composiciones percibimos algo más que la actitud del hablante ante el fluir del tiempo. Notamos un vivir que refleja la intimidad del ser en afinidad con una naturaleza que le recuerda siempre el sentido de su transitoriedad. De ahí que el mundo de la infancia sostenga como una fuerza invisible las experiencias de ese pasado en conformidad con el presente de esta visión poética: fugacidad del tiempo que transforma el mundo y la vida en la mirada. No para despojar la esencia de las cosas que son, sino para evocarlas nombrándolas en la más profunda y conmovedora intuición. En “Canto III”, aparece la rosa como un recuerdo fundido en la niñez de la persona poética: Niña que fui, dichosa visitante nocturna de mis sienes; la espuma silenciosa de la ausencia sostienes y por la alondra consumida vienes. […] ¿Qué hiciste con la lluvia que trizaba las sienes de la rosa? ¿Qué de la tarde rubia que en hosca mariposa iba tornando su color hermosa?
(pp. 34-38)
La rosa representa una imagen que sintetiza la condición humana de todos los seres. Es obvio que también proyecta una imagen estética, pero aquí representa, como le ha asignado la 4
tradición literaria, una imagen fugaz de la vida. Una metáfora cuyo breve esplendor nos recuerda lo que somos: el carácter de nuestra transitoriedad. En el poema “Canto V” dirigido a un adolescente y en “Joven del espejo”, ambos, marcados por la impresión de esa belleza que refleja la juventud, responden a esta concepción de la vida y el tiempo: ADOLESCENTE Mirad la fuerza azul que se adelanta del contenido torso, se diría mármol que en dulce canto se levanta. Mirad el pie, la flor de cada día, y la cabeza altiva sosteniendo de los cabellos la contienda umbría. Mirad las sienes palidez gimiendo, el muslo henchido, la silente nieve del costado y los hombros padeciendo, de juventud y cincelado leve. Mirad el jazminero de la pura cintura que el adiós hace tan breve. (“Canto V”, p. 39)
Más que describir, ésta es una exhortación fundada en un lenguaje que nos recuerda la fragilidad de la vida. El uso del imperativo para enunciar esa imagen emotiva, enfatiza esa dimensión temporal en el paralelismo anafórico de las estrofas (“Mirad la fuerza… / Mirad el pie… / Mirad las sienes…”), y de este modo reproduce también la actitud del hablante en la intención de su mirada. En otras palabras, copia un sentimiento del fluir del tiempo en la percepción estética que encarna el objeto contemplado. Por eso, la mirada que nos remite el esplendor de esa juventud, refleja a su vez el peso de la vida cotidiana. Destaca, en conformidad con las cosas que lo rodean, la hondura de esa contemplación. Así ocurre también en el poema “Joven del espejo”, pues marca una conciencia de lo temporal en la “flor” y el “espejo”, la “nieve” y la “brisa”, “el aire breve” y el “llanto”, al proyectar en el espejo la presencia de lo perecedero:
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El espejo devuelve la figura con una flor prendida de la brisa que rodea la clara vestidura. La mano viaja desde la sonrisa hasta el cabello del encrespado aroma de la reciente joven insumisa. Recuerda la cadera dulce poma y el pecho aguza sensitiva nieve y calladas distancias de paloma. La imagen de la flor es aire breve cruzando el aire de la niña triste. Ella es la flor, el llanto, el tiempo leve. Y digo en alba pura: “Sé que existe”.
(p. 40)
El libro Presencia terrena (1949), cuyo título sugiere una percepción terrenal de la vida, continúa esa visión evocadora de la rosa, junto a algún secreto salvado por la memoria que busca retener las experiencias más hermosas de la vida. El poema “Infancia” consolida esa visión que nos acerca a ese mundo donde se fijan las experiencias del pasado:
Apenas rosas, apenas tallo leve de buen vivir, apenas mariposa por la corriente del samán umbrosa o por la rosa de tranquila nieve. Jazmín en la cintura por lo breve y en los ojos comarcas silenciosas y derramado cuervo en la espaciosa cabellera que el hálito conmueve. Luminosa presencia sustituida por desatados ámbitos vitales, ausente al verde oscuro sometida,
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el frágil pecho de incipiente nieve, el pie con su pequeña flor lejana y la sonrisa por el aire leve.
(p. 43)
Los elementos que configuran el tema del soneto revelan la imagen de la rosa como un contrapunto de ese pasado luminoso. Y es allí donde torna el hablante para buscar la temblorosa presencia de su yo. Es en esa memoria de la niñez en la que se apoya su espíritu para evocar su deslumbrante realidad. Por eso la rosa transferirá el sentido de ese pasado no como un artificio, sino como una realidad auténtica en la vida del hablante. Se mantendrá como un símbolo central, pero en algunos textos adquirirá distintos matices. Sin embargo, ni su “luminosa presencia”, ni los elementos que buscan fijar su imagen (“rosa”, “mariposa”, “nieve”, “frágil pecho”, “sonrisa”, “aire leve”), podrán contenerla en el sutil verso “y la sonrisa por el aire leve”, que cierra el poema. Pero ¿no sugiere acaso esta expresión una victoria sobre el sentido de lo pasajero? Otra referencia a la rosa, ligada al sentimiento amoroso y la fusión del ser con los elementos de la naturaleza, la hallamos en “Oda” (pp. 48-50). Poema donde el protagonista poético funde su voz con la naturaleza creando así la atmósfera y los elementos que le salvarán del olvido: “Quiero dejar constancia de mi sangre, mi sangre / que ama las tierras altas y las tierras dormidas; / quiero dejar constancia de mi cuerpo en las sales / de los futuros cuerpos erguidos en la brisa”. (p. 48) Este querer “dejar constancia” del cuerpo, hace de la rosa una metáfora (“la rosa es la estatua de fuego”) que conlleva una connotación erótica del verso. Y no es que la rosa se oponga al concepto del tiempo, como hemos venido señalando, sino que ahora refleja una variación ligada al erotismo del cuerpo. 3 Vemos cómo contrastan esos sentimientos que absorben y exponen la realidad del hablante frente al mundo. Se habla de una realidad mucho más profunda de lo que busca intuir la mirada. Una realidad unida a una visión metafísica de la vida. Una realidad que sólo puede sentirse a través de la inquietud del espíritu. En el libro De bosque a bosque (1970), se profundiza esta inquietud. Encontramos varias composiciones donde la rosa pasa a ser una extensión íntimamente unida al cuerpo del hablante. Una rosa que se convierte también en una imagen amortiguadora de la soledad:
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Para el tema del amor y cómo se manifiesta en esta poesía ver, por ejemplo, el extraordinario soneto “A un caballo blanco”, y otras composiciones en las que la concepción del amor exige otro acercamiento.
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Estoy en mi vivir como sabiendo el destino de gentes y ciudades, las hoscas gentes de mis soledades que en mi secreto ayer van padeciendo. Mi despojada sombra voy siguiendo sobre números, puertas y ebriedades de anaconda ceñida a las edades inconsoladas de algo persistiendo. Algo de mí que cruza, se atraviesa, se vuelve silla azul, tacta el aroma donde estuvo el color y hace la rosa. La rosa de mis huesos que no cesa; exacta, tumultosa, prediciendo algo de mí que besa a quien no besa.
(“Soneto intuitivo”, p. 56)
Estas imágenes captan el sentimiento de soledad que condiciona la travesía de esa imagen poética: la vida, las ciudades y las gentes vistas dentro de esa concepción poética del tiempo. La reiteración de la rosa marca el sentido de lo real y lo irreal, esa claudicación entre lo que permanece dentro del yo lírico y lo que se desvanece como un enigma en la imagen del verso final: “algo de mí que besa a quien no besa”. En el soneto, “Ella es letra inicial en cada mano” (p. 59), vemos la rosa como una expresión palpable de lo que siente el yo lírico, como si lo nombrado lo poseyera. Las primeras tres estrofas sugieren la posibilidad de que lo que allí se dice pudiera convertirse en una realidad para el hablante poético: “Si las flautas recogen la dichosa / huella del colibrí (…) / si crece hasta tocar el pensamiento (…) / si la noche modula en el manzano…”. Y ocurre así por el sentido dubitativo de la expresión y por lo que ésta pudiera revelar de sí misma en la imagen que cierra el poema: “Ella es letra inicial en cada mano, / y pulso abierto del panal nocturno”.
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Pero es
necesario reconocer que la rosa en Ana Enriqueta Terán no representa un desengaño. Su visión nos acerca más a una angustia existencial por las cosas que ya no son y han quedado fijadas en la 4
Me tomo la libertad de poner una coma entre ambos versos, en vez del punto final con el que aparece en el poema. Presiento que así fue como la poeta lo redactó de primera intención, el punto final quebraría la fluidez y armonía del verso. Ver página 59 de la antología que hemos venido comentando.
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memoria. La rosa personifica esa imagen temporal de una realidad que actúa continuamente sobre la vida: una metáfora cíclica del tiempo, una presencia que nos relaciona a las cosas que se corresponden con nuestra cotidianidad. Y de una realidad que se acepta en reflexiva contemplación. En “Elegía a un samán” (pp. 60-61) 5 no se menciona la rosa directamente, pero el samán se convierte en el centro de esa imagen de donde irradia todo el sentido del poema. Su apariencia se hace aprehensible por la profunda emoción del lenguaje y por lo que el samán mismo refleja como presencia reveladora del yo poético. Esta experiencia sublimada (“Recuerdo cómo fuiste y dónde fuiste / mezcla de viento y cielo enfurecido / y entresoñado silabario triste”), plasma en el poema esa relación humana entre el hablante y la naturaleza: “A más tiempo se acorta la distancia / entre el hoy y un ayer como de olvido / construyendo tu noche y tu fragancia”. El evocado esplendor de la apariencia física del samán quedará retenido en la cálida impresión de esa imagen que recorre la estructura del texto: […] Aun después de ti mismo sigue alerta tu inmensa sombra de ángel desvestido, tu verano, tu lámina despierta, tu enmarañado traje florecido como el umbral de un aire que presiento avergonzado, fiel, sobrevivido; suerte de ausencia, copa en movimiento cuando del cielo fuiste desprendido esparciendo tu cálido argumento de follaje quebrado, malherido ya para siempre en alto pensamiento. (p. 61)
En ese “alto pensamiento” que lo salva del olvido, queda toda la esencia del samán como una ofrenda de su presencia en el tiempo. Ya en la distancia, el yo lírico vuelve del samán a la rosa que gravita sobre su resplandor, reapareciendo con otros matices en el “Soneto cincuenta”: “Digo y lo dicho me asegura el paso / que atraviese la rosa y la convierta / de creatura perenne y 5
Según se explica en Wikipedia, el samán es un “árbol de hasta 20 m, con un dosel alto y ancho, de grandes y simétricas coronas (…) Su etimología Samanea, es de su nombre nativo sudamericano saman, uno de los árboles emblemáticos de Venezuela.
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entreabierta / en ave fija de enlutado trazo;” (p. 65). Lo que tiene que ofrecer la rosa, transformada en virtud del sentido metafórico del verso “en creatura perenne” y “en ave fija de enlutado vuelo”, contiene nuevas impresiones. De ahí que el sentido que encierran tales asociaciones no se manifieste tan fácilmente a la imaginación, ni a la interpretación que pudiéramos darle. Siempre es así en la gran poesía, en ésa en la que queda el espíritu como en profundo éxtasis. Esto ocurre con la poesía de Ana Enriqueta Terán. Por eso lo que tiene de enigma la rosa sobrepasa nuestro entendimiento, comienza a adquirir otro matiz por la relación tan íntima que existe entre el yo y la naturaleza. En efecto, sentimos como el yo poético es absorbido por lo que en el poema acontece. En el libro Sonetos de todos mis tiempos (1970-1989) sentimos el tiempo en las cosas que humildemente pasan y no son más que un recuerdo en el eterno vaivén de la vida. Las cosas que siendo íntima presencia de esa realidad física, van dando paso a otra luz más alta y sobrecogedora. Así parece sentirla el yo poético atravesado por el fluir del tiempo: “…que la materia deja de ser vida / y se vuelve de raso con sosiego / de ceniza cayendo en manso riego / sobre una luz humilde y extendida.”
(“XI”, p. 69). Esa “luz humilde y extendida” (“luz
perfecta”, en otro verso) no es acaso ¿el hallazgo luminoso que afirma la victoria del espíritu sobre el sentido material de la vida? Esto posiblemente sea lo que refleja el sentido de ese “madero lavado de algún verso” en el arrobamiento místico de la expresión. Y es que la poesía de Ana Enriqueta Terán presenta ciertas modalidades al trazar el concepto del tiempo. No por lo que ya sabemos que la rosa significa, sino por los elementos que condicionan su presencia. Es decir, en algunos textos la rosa no tiene que aparecer necesariamente como un elemento visual para darnos cuenta de que el poema trata sobre el fluir del tiempo. Esta realidad la notamos en un gran número de las composiciones de esta antología. A pesar de la apariencia de ciertas imágenes, el concepto del tiempo sigue presente. En “Otros sonetos a la rosa” (pp. 77-79) observamos toda esa visión del ser recogida en una imagen subordinada a su presencia. Transcribo abajo los tres sonetos de esta sección para observar el valor de la rosa en el paisaje de este lenguaje poético: III Vuelvo sobre lo mismo y me recuesto en paredes de niebla pues no encaja en tanta palidez rosa que saja y suma lirios donde sólo resto. 10
Para sobre vivir río y apuesto contra mi misma tela que no raja, tela crepuscular que no rebaja el adentrarme solo para esto. Y si resto a la suma un solo lirio es pensando en la rosa y dando sueltas a la risa que hiende mi silencio. Risa y silencio en el vital delirio. Risa y silencio por secretas vueltas donde me hago de nuevo y me presencio.
IV Escogida la rosa sólo queda hablar del aire y apagar el fuego de lo vivido, singular sosiego y en mostradores desdoblar la seda. Sedas de infancia que al silencio entrego, paños de humo que la noche enreda; y noches de ella donde no se exceda al desgarrar las sábanas del ruego. Estoy y soy como final de río no libre pero en ancha fortaleza empujando la luz hacia lo oscuro. Me lleno de fealdad y de belleza y ya no temo el impasible muro hecho de sombra soledad y frío.
VI Los ánimos rompieron la cortina y destrozaron tiempo y lejanía. Luz sobre luz y alma no se fía de la forma del viento en la colina. Los ánimos extienden la resina sobre mesas de pánico y sequía. El ave se desprende de la umbría 11
y lanza pliegos en la sombra fina. La libertad espera tras un muro de actos cumplidos donde el mar no llega. Océano profundo y distraído. Agua cuajada y múltiple en la entrega. Aquélla con la sed de mi latido. Los ánimos se plantan en lo oscuro.
Estos tres sonetos configuran una especie de unidad que parte de lo abstracto (“Vuelvo sobre lo mismo y me recuesto / en paredes de niebla…”) para fijar la presencia del yo poético en las cosas que transcienden su naturaleza. De este modo el lirio y la rosa pueden ser vistos como una expresión inseparable de esa fuerza vital que se eleva sobre las circunstancias de la vida, y también en el marco de una sensibilidad cuyas referencias van proyectando unos elementos afines con la personalidad del hablante poético: “Vuelvo sobre lo mismo y me recuesto / en paredes de niebla pues no encaja / en tanta palidez rosa que saja / y suma lirios donde sólo resto”. La rosa adquiere aquí un matiz que en cierta forma justifica su esencia pasajera: “Y si resto a la suma un solo lirio / es pensando en la rosa y dando sueltas / a la risa que hiende mi silencio”. Las referencias a la risa y al silencio sintetizan y contrastan la persistencia del yo en esa imagen final que cierra el poema:
[…]
Risa y silencio en el vital delirio, Risa y silencio por secretas vueltas donde me hago de nuevo y me presencio.
(p. 77)
En el soneto “IV” vemos nuevamente la rosa fundida en un sentimiento que determinan el tono y la estructura del texto. Lo que allí se anuncia abre una ventana al lector para que éste vislumbre un paisaje de distintos matices y contrastes. La visión cotidiana de la rosa retiene la condición del hablante ante el mundo: “Estoy y soy como final de río”, dice en este verso. De ahí, su yo se desliza hacia las profundas resonancias de una naturaleza que se identifica con su infancia. Voces traspasadas por el fluir del tiempo y sentidas como la captación de una realidad que no escapa al sentimiento de la muerte. Una realidad que a la luz del lenguaje poético se le ofrece al hablante como una vía luminosa del ser. De este modo potencia su naturaleza en el verso, “y ya no temo el impasible muro”, resguardándolo de lo perecedero en el ámbito de esa libertad. No de la visión perecedera de las cosas que limitan la existencia, sino de lo que se 12
intuye en las experiencias que nacen de su entorno. Es por eso que en el soneto “VI” la relación con lo exterior se da dentro de un contexto estético que le permite al hablante ir más allá ─como ocurre en la mayoría de estos poemas─ de lo que inferimos en el texto. Por ejemplo, la palabra “ánimos” no es usada aquí por lo que su significado usual representa, sino por una realidad mucho más entrañable poéticamente: “Los ánimos rompieron la cortina / y destrozaron tiempo y lejanía. / Luz sobre luz y alma no se fía / de la forma del viento en la colina”. Ciertamente sabemos que no se habla en el sentido directo del verso, sino de las cosas que confunden y distorsionan la realidad. Esa percepción oscura es la que el hablante rechaza porque se opone a aquella visión libre y humana de la vida. Por eso el soneto conlleva un sentimiento que busca superar lo que el tiempo dejó en un lugar lejano, trascendido ya en la palabra poética: “Agua cuajada y múltiple en la entrega. / Aquella con la sed de mi latido. / Los ánimos se plantan en lo oscuro”. Hay que precisar sin embargo que, a veces, por la profundidad lírica de estas imágenes, lo que allí intuimos se levanta contra toda lógica y puede llevarnos a tantas interpretaciones como sean posibles. Así es la verdadera poesía, esa que nace de la más profunda “palpitación del espíritu” que le viene al poeta “al contacto del mundo”, como quería Antonio Machado. 6 Esta habitual percepción de la cotidianidad, estos actos subordinados al paso del tiempo proyectan la medida del hablante frente al tiempo. Así se irá creando sutilmente la imagen de un espacio traspasado por el resplandor de una rosa que tiembla más allá del horizonte en el que se desvanece. Como ocurre, por ejemplo, en Música con pie de salmo (1952-1964); fundida allí en el transcurrir del tiempo, reaparece la rosa como un horizonte que se enseñorea de nuestro ser: Rosa que revelas el precio de nuestro caminar por el mundo ¿eres la misma que soñó el doliente Nerval?: “The flower which pleased so my desolate heart, / And the trellis where the grape vine unites with the rose” 7 No, seguramente no. Tan callada y distante, la rosa de Ana Enriqueta Terán se mueve bajo otra sensación. En el contexto familiar dibuja el peso de los años: “Hermanas mías, qué bellas fuimos. / Aún son bellas nuestras sombras.” (p. 86), dejando sobre el cuerpo su indeleble huella. Así tan profunda y distinta nos aproxima a lo que apenas podemos
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Gabriel Pradal-Rodríguez, “Antonio Machado: Vida y obra” en Revista Hispanoamericana, Año XV, Núms., 1-4 (enero-diciembre, 1949), pp. 1-80. 7 Versos del soneto “El desdichado”, de Gérard de Nerval (1808-1855): “Las flores que complacieron así mi corazón desolado, / y el enrejado donde se funde la vid de la uva con la rosa”. Este soneto aparece en World Poetry, An Anthology of Verse from Antiquity to Our Time, by Katharine Washbourn, John S. Major, and Clifton Fadiman (N.Y., W.W. Northon & Company, Inc., 1997), p. 751.
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explicar. 8 Su relieve tan perfecto aparece como sutil eco en el tiempo. He aquí otra vez su presencia en el poema “Preguntas y legado final” (p. 95): Con humildad, creyendo, hablando de la rosa y su levitado sarcasmo. Quién despojada de méritos frente a impávidos dioses. Nunca ella hito de tiempo, señal de algo en la suprema expansión. Siempre cercado íntimo niebla que se deshace en regazos de ángel. Y es que el tiempo, evocado en la rosa como reflexión metafísica de nuestros actos, nos pone frente a la desnudez más profunda del ser. La desnudez de una realidad tan cierta y misteriosa como la ansiosa búsqueda de lo que ignoramos “en la suprema expansión” del universo. La poeta Ana Enriqueta Terán lo sabe. Por eso, ha fijado su mirada donde resplandece la pasajera grandeza de la vida. Allí se reconoce, y allí vuelve su voz como una ola que se levanta impotente contra el tiempo. Y en la armonía fugaz de lo perecedero la vemos buscando “reducir la flor al tamaño de lo eterno”… paradoja de infinitas posibilidades donde el tiempo y la rosa se funden como la evocación de un sueño: “Oh! Rosa de tinieblas parada en la imagen de un sueño”, la oímos decir como quien se asoma a la terrible verdad. “Su voz se alza con el coraje y la gravedad de las revelaciones. La poesía es su poderosa aventura”, como dijera de ella Juana de Ibarbourou. 9 Ciertamente en “el coraje y la gravedad” de estas “revelaciones” encontramos la imagen de la vida reflejada como una metáfora donde se unen las coordenadas del tiempo y “las imágenes terribles y sagradas de un acontecer extraño, suyo tan sólo en la memoria de la especie”. 10 Ahora, amigo lector, quisieras entrar y detenerte donde la vida semeja una rosa que cruje contra el tiempo, y leer: Se escribe y la escritura desenreda madejas de lujosa semejanza; barco que nunca llega y siempre alcanza la medida del hambre y no conceda puño de sombra a la reciente seda del bolsillo; la seda a semejanza de piso bien lustrado y alabanza 8
En el poema “Ana, hermana mía” se menciona la Rosa, en mayúscula refiriéndose al nombre de Rosa Francisca, hija de la poeta: “Rosa hija mía y la poquita de ceniza el pan mordido…” (p. 93). Y en otro poema, “Círculo anillando el verbo”, leemos la dedicatoria: “Recados a mi hija Rosa Francisca”. Naturalmente, hago este señalamiento para distinguir estas diferencias. 9 En Prólogo al libro Verdor Secreto (1949), editado por Cuadernos Julio Herrera y Reissig en Montivideo, Uruguay. Ver un fragmento del mismo en las páginas 141-142. 10 Ramón Palomares, Ibid., p. 143.
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de quien debe sembrarse y no se queda. Y no se borra del murar del viento donde la confusión teje y desteje al parecer un válido argumento. Detenerse, buscar algún despeje, algo que abrigue o sólo un pensamiento que desguace la rosa o que la deje.
(“XVI”, p. 70)
por David Cortés Cabán Nueva York, invierno 2014.
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