Buenos amigos Carlos Fonseca
La mañana del sábado, mientras leía el periódico sentado en una banca en el centro de Coyoacán, vi pasar a Ricardo. Le grité y se acercó con paso tambaleante; usaba unas sandalias de baño, el pantalón arremangado, la camisa sucia. Era un oficinista recién naufragado, todavía en peligro de ahogarse. Me saludó con efusividad y al momento se puso a contar su aventura de la madrugada anterior. Lo invité a almorzar. Comió poco, se bebió un par de cervezas y no paró de hablar. Además de narrar tres versiones distintas sobre la pérdida de sus zapatos, me relató toda su semana, con nimiedades del tránsito y chismes laborales incluidos. No mencionó nada referente a Natalia, y yo no quise sacar el tema. He estado en situaciones similares, y es odioso tener que dar explicaciones y detalles a cada persona conocida que te topas. Al salir de la fonda se veía más lúcido. Pareció darse cuenta de que su charla me aburría, porque fue quedándose callado poco a poco. Caminamos un rato en silencio por esas calles empedradas del centro de Coyoacán que son más bien como un gran estacionamiento. Yo curioseaba en los aparadores de las librerías y de las tiendas de piedritas de colores. Él iba cabizbajo; a cada paso, sus sandalias hacían un ruido chicloso, desagradable. Una anciana que pasó a nuestro lado lo miró de forma humillante; ni siquiera pensé en reclamarle. El aspecto de Ricardo era lastimoso. Siempre había sido un poco extravagante; todavía lo era, los dos lo éramos, un par de provocadores capaces de usar los atuendos más ridículos u ofensivos por el simple placer de sentirnos censurados, pero armados de una dignidad que imponía respeto. Esta vez, era algo distinto.
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