Ciudad Agua

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CIUDAD AGUA Leda Rendón

Me desperté tirada en un callejón del barrio chino de la Ciudad de México después de una larga noche narcótica y genital. La lluvia, que no había dejado de caer durante casi un año, laceraba mi carne. Abrí mi paraguas transparente y comencé a caminar —las gotas del caldo divino producían un sonido sordo al chocar con el plástico—. Prendí un tabaco. Estaba segura de que el lugar se resistía a los laberintos de concreto, deseaba regresar al lodo; al fuego de los animales y las plantas prehistóricas. Las personas que pasaban eran borrosas, juro que el fluido las traspasaba y modificaba sus rostros. La vida pretendía adquirir nuevas formas. Mi falda corta y negra estaba llena de lluvia; mis zapatos de cuero altos y grises abrazaban mis pies rosas; además la blusa estaba completamente pegada a mi abdomen. Mi cuerpo olía a caballeriza. Saqué del bolso un pequeño perfume de manzana verde y me lo unté en el cuello y las muñecas. Mi piel era más morena. Enseguida me revisé el cuerpo: tenía unos cuantos moretones en la entrepierna y un par de arañazos en la espalda baja que sentí con la yema de los dedos. También me faltaban los calzones. “Qué le vamos a hacer, de cualquier forma no me gustaban, me los regaló un poeta obsesionado con el trabajo, que amaba a otra, y que había cambiado el hoy por la eternidad”, pensé. Un coche hizo una ola de agua y apagó mi cigarrillo. Prendí inmediatamente otro. Caminé unos cuantos pasos mientras revisaba mi bolsa. En mi cartera tenía hasta el último centavo, el cuaderno de cuero también estaba allí; de mi falda colgaban hilachos de agua que corrían entre mis pies y 1


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el pavimento. Y me di cuenta que el rostro de la que aparecía, en las que supuse eran mis identificaciones, no era el mío. El nombre sí era igual: Adriana Conde. Pero la cara era completamente diferente: morena con un ojo gris y el otro morado. Observé mi rostro en el espejito del maquillaje y comprobé se había modificado. Además tenía dos piercings, uno en la nariz del lado derecho y otro en el labio superior del lado izquierdo. Eran dos pequeños brillantes que formaban una constelación de triángulo junto con un lunar que tenía bajo la boca. Mientras me observaba en el pequeño cristal, un escarabajo carmesí voló junto a mí, jalé los ojos hacia esa dirección y el animal no se movió. Cerré el artefacto. Supongo que eran los efectos de las sustancias ingeridas la noche anterior, pero estoy segura que la cosa dijo: —Camina. Tiré el cigarro y escuché por un segundo el caldo que hervía bajo mis pies rosas, encendí otro. Comencé a vagar por el barrio y descubrí que la gente me veía con desconfianza. La cabeza estaba por estallarme, moría de hambre y sed. Entonces, me senté en un restaurante porque me pareció hermosa la joven que atendía el lugar, llevaba un vestido rojo con pequeñas flores negras, tenía piernas fuertes y bien torneadas. Su piel era encantadoramente blanca. Arrojé el tabaco del que había sólo fumado una parte. Ella se acercó y puso sobre la mesa una carta de alimentos con un diseño de hojas otoñales en una esquina, tuve la sensación de que se movían y un hormigueo de arrullo, en la parte superior de la cabeza, me invadió. El olor de la muchacha era embriagador, se trataba de una hembra en celo. Imaginé su sexo salivando y sus axilas húmedas. —Llegaste tarde Adriana. —¿Nos conocemos? —pregunté. —Sígueme. Atravesamos el comedero que estaba lleno de espejos viejos con marcos dorados y alfombras rojas raídas que parecían haber sido hermosas. Subimos una escalinata. En las paredes había dibujos de plantas con su nombre científico y de uso común: betel, yopo, opio, peyote, virola, ipomoea, San Pedro, pipilzintzintli, teonanácatl, pituri, ayahuasca y otras. 2


Llegamos a una pequeña habitación. Que a diferencia del restaurante, tenía un mobiliario exquisito. Bajo una ventana yacía un sillón de terciopelo azul para tres, que chillaba “acuéstate”, había también en el centro una mesa de mármol. Crucé el umbral de la puerta. Tuve la impresión de encogerme. —Puedo fumar aquí —dije. La muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras asintió con la cabeza. Me coloqué en el sillón y el terciopelo, su cutis azul, me acarició las piernas, las nalgas, la espalda y el cuello. La mujer del vestido rojo con pequeñas flores negras me acercó un cenicero de cristal con un diseño que hacía pensar en las manos de una mujer casi transparente. Y me sirvió un té en una jícara de porcelana que tenía pintada una flor anaranjada. Bebí: languidecí en un abismo placentero. Sobre un plato, la muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras, colocó tres hongos café claro; reptilescos. —Son hongos teonanácatl, nosotros les decimos “florecillas de los dioses”, ¿los has probado? —Alguna vez —dije. Me los comí. Y recordé el sabor picante y fresco. Observé, después de hundirme en las caricias del sillón, que al final del lugar había un marco pequeño, como era transparente se mimetizarba con el espacio, el dispositivo flotaba por encima del suelo aproximadamente un metro. La muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras cruzó el marco y desapareció. Su olor era más intenso y me obligaba a seguirla. Prendí otro cigarrillo. Yo era un animal enajenado. Después, escuché su voz jadeante que decía: —Ven conmigo. Caminé hacia el marco transparente y lo crucé. Hubo un destello de luz. Floté por unos segundos. Escuché hervir agua: mi tabaco se había apagado en el espejo líquido. Después, un agujero largo lleno de raíces diversas estaba frente a nosotras. Los rizomas se movían al compás de una corriente ilusoria y me mordisqueban los tobillos y las muñecas, sentía un dulce golpe en el estómago y cosquillas en la lengua y las palmas de las manos. Caminábamos en las entrañas de una giganta, tuve la certeza. El hoyo llevaba a un valle plomizo, lleno de cráteres y altos edificios. A mis pies 3


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estaba una ciudad basura, más adelante había grupos de casas iguales y pequeñas. El sol era una peca anaranjada en el horizonte. Le rompí los tacones a mis zapatos de cuero gris y me unté un poco más del perfume de manzana verde en el cuello y las muñecas. Encendí un tabaco más. “Vete con cuidado Adriana Conde”, dijo la muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras, y de su boca salió el escarabajo bermejo que hacía un rato había flotado junto a mi oreja. Ella hizo una mueca de susto, yo volteé un segundo a ver aquel valle reseco, de edificios cadáver y la muchacha ya no estaba. Bajé por unas escaleras de piedra, eran alrededor de cien metros hasta el suelo. Cuando pisé el terreno sentí cómo crujía bajo mis pies la inmundicia. Escuché rugir la tierra mientras el escarabajo escarlata seguía volando junto a mi oreja. Sentí una gota de agua sobre la nariz. Después cayó agua sobre la tierra, algunos bichos saltaban. Abrí mi paraguas transparente. El líquido era un poco más denso de este lado del espejo. —Camina —volvió a decirme el escarabajo rojo, que movía con dificultad sus alas entre la lluvia espesa. Instantes después, el animal desapareció frente a mis ojos. Me senté en la banca herrumbrosa de un parque y cerré los ojos para ver si lograba oír algo además de la lluvia, cuando los abrí, un niño de aproximadamente cuatro años estaba sentado a mi lado. Nos miramos largamente. —La esperan en casa —dijo el pequeño al tiempo que señalaba una cúpula blanca que se avistaba a lo lejos. Sentí mi baba seca en la comisura de los labios, “el agua tibia nunca es suficiente”, pensé. —¿Quiénes me esperan? ¿Por qué todos se esconden a mi paso? —pregunté. —Saben quién eres y lo que harás de nuevo —dijo el chiquillo, que movía sus brazos a una velocidad pasmosa. El último rayo de sol rozó al niño que dejó caer una lágrima de tierra sobre su impermeable de rayas color aceituna, lo abracé con fuerza. Instantes después vi cómo de sus orejas salían dos escarabajos púrpura mientras el cuerpo del infante se volvía barro entre mis brazos. Tuve la impresión de perder a alguien muy

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amado. Los bichos se adhirieron a mis orejas, mis lóbulos eran vírgenes, así que la sangre pintó mi cuello y el principio de mis senos. Tomé un poco del agua que colgaba de mi paraguas transparente y lavé el plasma. Los bichos rojos repetían a coro: “El sueño es la antesala del infierno, el sueño es la antesala del infierno”.

Encontré la casa de la cúpula con los muros invadidos por una hiedra frondosa que daba flores moradas; tenía enormes ventanas y sin duda era la más grande de toda la zona. Toqué el timbre, me abrió una niña de aproximadamente once años. Tenía el pelo negro, la piel blanca y los ojos rasgados y azules. —Pase, ya está preparada su habitación. Cruzamos la sala enorme llena de magníficos muebles de madera y pisos de mármol cual pinturas abstractas. De las paredes pendían cuadros de mujeres hermosas, con cabellos de todos los colores humanamente posibles y pieles brillantes de diversas razas. Había también esculturas de chicas dormidas, sus cuerpos latían al compás de mi respiración. Algunas plantas abrazaban las esculturas y crecían sobre los cuadros. Se escuchaba el sonido sordo del agua que parecía correr entre los muros y bajo el piso. También la música de un piano se escuchaba a lo lejos. —La cena estará servida a las nueve de la noche —dijo la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. Mi habitación tenía un jardín privado: con un techo traslúcido y dos árboles de manzanas —unas rojas y las otras verdes—. Un espejo de agua me miraba al fondo del edén interior. Una tortuga chapoteaba en el pasto delgadísimo. Sobre la cabecera de la cama sólo había un cuadro vacío. La niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados colocó en la cómoda, a la derecha de la cama, una llave y dos pastillas. —Le recomiendo que deje cerrada su recámara cuando salga y cuando duerma. Tómese las pastillas, le ayudarán a relajarse y evitar los sueños. La niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados se sentó junto a mí y comenzó a hablarme.

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—He tenido el mismo sueño desde que tengo memoria. Todo ocurre bajo el agua en un océano verde, inmenso. Dentro de él me despierto y camino por la casa, me siento atraída por un olor dulce que descubro proviene de una planta con flores anaranjadas. Me enamoro: ella me desea. Descubro la necesidad de estar con un ser así. Quiero flotar; vivir hipnotizada. Hacemos el amor la planta. Ella tiene filamentos de todos los tamaños que se incrustan en los poros de mi cuerpo, las hebras son como los pistilos de las azucenas. La planta me penetra también por los orificios mayores: el culo, la vagina y la boca, pero donde más siento es en la nariz, las orejas y en los lagrimales. Después agregó: —¿Cree que tengo una vida interior pornográfica; una imaginación auto complaciente? ¿Cómo puedo hacer que el sueño desaparezca? Yo sé que usted lo logró. Dígamelo, las pastillas no son suficientes para mí. —No sé de qué me hablas —dije. La niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados me miró con tristeza y salió de la habitación. Tomé cuatro vasos de agua. Encendí un cigarro y lo fumé sentada en la parte techada del jardín junto a la tortuga que tenía algo escrito en la espalda. Supuse que era su nombre: Medea. Esa noche tuve un sueño que había sufrido años atrás cuando me separé del poeta obsesionado con el trabajo y con otra mujer. Yo estaba enamorada y deseaba poder estar más tiempo junto a él, después descubrí que él deseaba que lo controlara, ¿cómo podría yo hacer eso si no era dueña ni de mí? El poeta obsesionado con otra mujer se fue de mi casa y soñé que regresaba, y se metía a la cama. Me despertaba en el sueño. Él me acariciaba mientras decía “Terminé mi trabajo, ya olvidé el pasado” y una gran sonrisa iluminaba su rostro y mi rostro. Yo era absolutamente feliz. Podía sentir su piel húmeda en mis manos: estaba segura de tenerlo junto a mí con su aliento fresco. Esa vez fue diferente al primer sueño: el hombre sí estaba conmigo en el lecho al despertar, pero no era él, supe después se trataba del dueño de la casa que me acariciaba el pelo, y era exactamente igual al poeta obsesionado con otra mujer, que había regresado con ella después de algunos meses de inyectarme

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fantasías bajo las mesas de los restaurantes y de impregnar mi cama con su olor a leche materna. El poeta, me dejó cuando le leí un cuento que hablaba del triángulo amoroso entre él, su ex mujer y yo. —Ya casi es hora de la cena Adriana. Báñate, te esperamos abajo Eugenia y yo —me dijo el doble del poeta y salió de la habitación con paso apresurado. Encendí un cigarro más, lo dejé a medias. Fui a la sala de baño. Mientras me secaba el pelo tocaron a la puerta: era la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. Llevaba una arcón café. —El señor quiere que se ponga esto —dijo. Abrí el arcón que contenía unos zapatos de cuero negro, con tacón de aguja que simulaba un cierre, también había un vestido corto que estaba hecho de lo que supuse eran miles de alas de libélula que estaban incrustadas en una tela muy fina. Me puse el vestido que besaba mi cuerpo como una segunda dermis. Medea alzó su cabeza arrugada y me miró. Bajé al comedor con mi cajetilla de cigarros. El mellizo del poeta obsesionado por otra mujer, estaba arrellanado, todo vestido de negro, en un sillón de piel verde que devoraba su cuerpo esbelto. La vestimenta le daba un aire de sacerdotal. Detrás del él había un ventanal que daba a un jardín lleno de árboles diversos que tenían el tronco envuelto por enredaderas. En el lugar, salpicado de fuentes de muchos tamaños, había también un estanque. Una niña pelirroja tocaba el piano y sonreía ligeramente. —Toma asiento chiquita —dijo el mellizo del poeta. Me acomodé en un lugar frente a él, así podría ver el bosque interior mientras las gotas de agua resbalaban por el cristal henchido de los reflejos lumínicos de la casa. Enseguida entró en la estancia una mujer rubia, de aproximadamente cincuenta años, flaca, los huesos de su cuello resaltaban más por un collar muy fino con un diamante. Me besó en la frente. “Cómo hubiera querido que mi madre me besara así de amorosa por lo menos una vez en la vida”, pensé. Eugenia se sentó junto al mellizo del poeta, mientras su pie derecho rozaba ligeramente el pie izquierdo de su marido. El hombre daba la sensación de ser hermoso, aunque no podría definir bien por qué. La mujer, aunque era más joven que él, parecía ser su madre. Era una dama que lo manipulaba todo, no hacía ni decía nada para hacerlo. De inmediato sentí envidia. Yo hubiera querido ser de esa manera, pero 7


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no era parte de mi personalidad, o quizá sí. No lo sé. Tal vez no había aprendido cómo hacerlo, o lo hacía de una forma propia. Insignificante. El hombre levantó la mano y entró la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. —Señor —dijo inclinando la cabeza. —Trae mi whisky y el vino para la señora. —Sí señor —la niña me volteó a ver y estiró su boca en una mueca ambigua al tiempo que selló sus labios con el dedo índice. La niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados volvió a aparecer, después de un rato de silencio incómodo, con dos vasos, una copa y las dos botellas. “Te va a encantar”, me dijo el gemelo del poeta y sirvió el whisky. Sus manos le incomodaban, yo veía cómo se multiplicaban por la velocidad a la que se movían. Descansó un momento sus ojos sobre mi cuerpo. Eugenia le puso los hielos al vaso y, antes de darme el trago, metió ligeramente uno de sus dedos en él, después lo posó en la punta de su nariz y cerró por dos segundos sus espléndidos ojos pardos. Y jaló su boca hacia ambos lados en una sonrisa seductora. Él chupó la punta de su pequeña nariz y me dieron el veneno. La niña pelirroja seguía tocando el piano como hipnotizada. Desde el primer sorbo sentí que me elevaba. Los muebles se movían de lugar después de cada parpadeo: estaban vivos. Pude apreciar el olor que desprendían las jóvenes de los cuadros. Era como oler cientos de veces a la muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras que me sedujo en el barrio chino. Estábamos en un establo. Advertía la respiración de las mujeres dormidas de mármol. Ellos parecían no advertir nada. La pelirroja seguía tocando el piano, por unos segundos volteo a verme y contemplé sus ojos esmeralda, se levantó, caminó hacia mí, el piano seguía emitiendo sonido. La pelirroja que tocaba el piano era transportada por las enredaderas adheridas a los cuadros, vivía suspendida apenas unos centímetros arriba del piso, se sentó junto a mí, puso su mano sobre mi pierna y me dijo, al tiempo que las muchachas dormidas de mármol repetían en canon:

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—Esta es tu casa, ya has encontrado tu casa. No permitas que Eugenia y Octavio ganen de nuevo — y se fue flotando hacia el piano. Eugenia bebía vino blanco. El mellizo del poeta tomaba whisky como yo. Él y ella no dejaron de observarme en silencio. Me sentía como un mueble recién comprado. Posiblemente habían colocado whisky sobre mi rigidez de madera. No era dueña de mi voluntad, si es que la voluntad existe. —No entiendo nada —dije. Eugenia hizo una mueca terrorífica y dijo: —No hay nada que entender, las cosas simplemente son así. El doble del poeta levantó la mano y apareció de nuevo la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. La pelirroja seguía tocando el piano hechizada. —Síguela —me ordenó Eugenia, refiriéndose a la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. La seguí, ¿por qué?, no tengo la menor idea, —yo era un mueble nuevo con ruedas, al servicio de una mujer que parece un insecto palo albino; un sol desgastado—. Y recordé que quería escapar. Nada de lo que pasaba en mi vida me daba satisfacción. De hecho pensar en la muerte era uno de mis juegos favoritos. Había escrito, hacía ya años, el cuento de una mujer que se veía a sí misma morir cada día de forma diferente. Era un texto vomitivo, dejé que mis perros jugaran con el manuscrito, se lo comieron, al día siguiente pude ver entre la mierda pedazos de papel con cosas que podrían parecer letras. Yo hubiera aceptado casi todo, pero la falta de imaginación, la esterilidad creativa. No. Algunos escritores tienen la idea de que es necesario vivir una vida desenfrenada para conseguir inspiración: creen absorber el espíritu de las personas y las sustancias. Siempre me había parecido un poco falso ese juicio, pero llegó un momento en que necesité drogas y sexo para crear. Estoy atrapada y anhelo escapar de ese mundo de tinieblas. Pero en ocasiones pienso que ya es muy tarde. Me decía todos los días que dejaría las drogas, saldría a hacer ejercicio, vería al mundo de forma positiva y no cedería a los impulsos de la carne. Siempre volví a caer. La sobriedad es una mierda. Dicen que con ciertas drogas dejas de soñar: prefiero renunciar a los sueños antes que enfrentar la monotonía de la vida.

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Y ese día me dejé llevar por la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados, era muy joven y la imaginé chupando mis pezones y mi sexo. Noté que la habitación tenía todos los muebles en una disposición completamente diferente. Vi a Medea sobre la almohada de mi cama y pensé en lo que me decía un novio biólogo al que quise mucho y que murió incrustado en el guano cuando cayó de trescientos metros de altura en una expedición: “Las tortugas no tienen muerte biológica programada, es decir, son inmortales”. Los ojos de Medea me recordaban a alguien, pero no sé a quién. Me quedé completamente dormida. Unas horas más tarde, o minutos, no lo sé, la niña pelirroja que toca el piano golpeo mi puerta para decirme que la cena estaba lista, eran las nueve de la noche. —La están esperando —dijo. La niña pelirroja que tocaba el piano traía una caja de cartón, cruzada por un moño amarillo que la cerraba. Esta vez no era transportada por enredaderas, aunque daba la sensación de flotar unos centímetros por encima del piso. —Gracias. La caja contenía un hermoso vestido de seda con flores blancas sobre un fondo verde. Los brotes eran suaves como los capullos de las azucenas. Me di rápidamente un baño y me quité varias alas de libélula que se habían adherido a mi piel. El nuevo regalo era rígido y mostraba el principio de mis senos, se ajustaba perfecto a mi cintura y me permitía enseñar las piernas. Me puse las zapatillas de terciopelo negro con tacón transparente que también estaban en la caja. Bajé a cenar. Eugenia estaba lánguida y hermosa, llevaba puesto un vestido blanco con flores tiernas. Las zapatillas eran blancas con tacón transparente. —Tenemos el mismo vestido, pero al revés —le dije. —Siéntate, no te preocupes de nada —me dijo sonriendo—, me da gusto poder conocerte por fin. —Pero cenamos ya una vez —dije.

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—Imposible, Adriana Conde —dijo Eugenia. En seguida me enteré de sus actividades, él era entomólogo y ella experta en ciencias genómicas. Eugenia había heredado una considerable fortuna. Eso les permitía hacer sus investigaciones. Tenían un equipo grande de personas que estaba dedicado enteramente a sus proyectos. Como entrada devoramos un plato grande de escamoles. Eugenia y yo los comimos con fruición, mientras Octavio nos veía extasiado y tomaba tragos largos de su whisky. Él no probó nada del platillo. Enseguida devoramos los tres un filete casi crudo. —Tenemos un proyecto ambicioso en el que tú juegas un papel muy importante —dijo Eugenia. —Te veo cansada querida, deberías ir a dormir —le dijo Octavio a su esposa. —El principal problema es cómo exterminar a los habitantes de la ciudad —exclamó Eugenia. —Por qué quieres exterminarlos, bastaría con convencerlos de hacer lo que tú quieres —le dije, sin saber exactamente a qué se refería. —No es fácil —dijo él, mientras metía su mano bajo mi vestido. —Aunque podríamos fabricar algo que los convenciera —murmuró Eugenia con la mirada perdida. Al decir esto, Eugenia se retiró extasiada. Después de la conversación parecía aún más bella. Nos quedamos solos Octavio y yo. —Cuánto tiempo llevan juntos —pregunté. —Toda la vida —contestó. —Supongo que tendrán hijos. —Sí, tres hijas, todas muertas. —Cómo hacen para vivir sin niños. —Es algo que simplemente pasó —dijo Octavio.

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—Yo, por ejemplo, he decidido no tener hijos. Siento que no me lo merezco. Aunque acepto que hay ocasiones en que me gustaría tener uno, pero siempre lo imagino ya caminando y hablando. Creo que lo que me da pánico es el embarazo, tengo la impresión que una especie de sanguijuela estaría chupando mi sangre y que poco a poco se apoderaría de mi cuerpo. —Quizás vayas a tener muchos hijos y no lo sabes —dijo Octavio mientras me metía el dedo en el culo. —No lo creo, simplemente soy cobarde. Sentí su respiración caliente y agitada sobre el cuello. Me metió los dedos por los dos agujeros y me dijo: —Mi esposa ya no quiere hacer el amor conmigo desde hace más de un año. Vamos a mi recámara. Cuando desperté seguía entre sus brazos. Me fumé tres cigarros al hilo mientras veía la lluvia caer. Revise su armario y vi que estaba lleno de muchos vestidos diferentes, incluidos los que yo había usado. —¿Y Eugenia? —pregunté. —No te preocupes está trabajando. Espera la gran inundación. Ambiciona criar plantas de agua, quiere hacer jardines flotantes de los que broten cascadas. Siempre ha deseado vivir rodeada de agua. Cuando era niña su padre le regaló una jarra de barro negro. Todos los días iba a llenar la jarra a un pequeño estanque que estaba frente a la casa para regar con ese líquido sus plantas preferidas. Comenzó a notar que el agua decrecía y se lo comunicó a su padre. El viejo pasaba por una crisis económica y no pudo hacer nada. Poco a poco el agua del lugar fue desapareciendo. Un día ya no quedaba más que un raquítico charco con una hermosa flor anaranjada incrustada en una piedra, es una flor que provoca alucinaciones, su leche te lleva a una especie de paraíso terrenal. De la piedra apenas brotaba un poco del líquido. Un insecto volaba en torno a la flor. Le dio algo parecido a un beso y comenzó a montarla. Eran seres prehistóricos copulando. Eugenia metió al insecto y a la flor en una caja de cristal, la piedra está en el centro de su invernadero. Un

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día los vio copular de nuevo y sintió un fuerte escalofrío y el miedo y el deseo se apoderaron de ella. En ese momento supo que sólo quería agua a su alrededor y plantas e insectos. Octavio y yo nos despedimos con un largo beso. Al día siguiente caminé por los jardines de la casa cubierta por mi paraguas transparente y me di cuenta que estaba llena de pequeños ojos de agua y de fuentes extraordinarias, de piscinas llenas de animales de agua dulce. Vi cómo Eugenia trabajaba sin parar. Muchas personas iban y venían. Era nuevamente la hora de la cena: las nueve de la noche, yo traía puesto un vestido encarnado con lunares blancos, Eugenia uno nevado con lunares granate. De nuevo el mismo vestido, pero al revés. Eugenia dijo algo que me desconcertó: —Te espero en mi recámara a las diez cuarenta de la noche. “Acaso querrá acostarse conmigo como su marido, seguro es un juego que tienen. De alguna manera mujeres como yo caen en sus redes y se vuelven sus esclavas sexuales”, pensé. Él me metió una mano bajo el vestido, yo le acerqué mis nalgas. Ella hizo como que no se daba cuenta. Él me metió los dedos en los dos orificios, Eugenia tomaba traguitos de su copa de vino blanco. Él se chupó el dedo que hacía unos segundos había estado entre mis nalgas. Ella se levantó de la mesa y me dijo: —Adriana te espero en mi recámara, usa la prenda que está en tu cama y los zapatos que dejaron sobre el descansa pies. Fui a mi habitación e hice lo que me ordenó. Me senté por unos minutos en la mecedora del pequeño jardín de mi cuarto y vi cómo Medea se comía lentamente un pedazo de lechuga. Sólo comía el mismo trozo porque la hierba crecía al mismo ritmo que su hambre. Una fuerte curiosidad me empujaba a ir a la recámara de Eugenia. No me molestaría en lo más mínimo acostarme con ella. Si hago el amor con ella sería como haber copulado primero con mi padre y después con mi madre: me doblaban la edad. Toqué dos veces la puerta del cuarto de Eugenia. Nadie me contestó durante varios minutos. Estaba a punto de irme cuando la puerta se abrió sola. 13


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La habitación estaba completamente inundada. Eugenia yacía recostada en el centro de la cama hecha de manglares que brotaban del agua, la recámara era de cristal, afuera un jardín frondoso daba a todo reflejos verdes. No había piso; solo un abismo. El techo estaba cubierto de hojas, un follaje muy cerrado. —Camina sobre el agua —dijo Eugenia —No. —No caerás, vamos. Eugenia hizo rodar sobre el líquido una canica plateada. La tomé y confié. El fluido parecía cristal líquido, y a cada paso veía las ondas que se formaban al contacto de mis pies: sentía el frescor del fluido en mis plantas rosadas. Tuve vértigo. Me senté en la orilla de la cama y Eugenia dijo: —Qué te parece. Es el primer paso de mi experimento para poblar la ciudad de agua y de insectos y plantas. Todos estarán bajo mis órdenes, serán como autómatas a mi disposición. —Te voy a enseñar mi laboratorio y mi invernadero, hasta ahora sólo los has visto desde fuera. Nos levantamos del lecho que se movía al compás del agua y nos dirigimos en una pequeña balsa, conducida por la niña pelirroja que tocacaba el piano, hacia una entrada como un ojo. Una corriente enérgica nos arrastró hacia él. Nos metimos en una especie de caño gigante. Después de unos minutos caímos en un invernadero colosal todo inundado. Había pequeños islotes de tierra y jardines flotando de los que escurría un jugo parecido a la miel, pero no era pegajoso. Continuaba lloviendo fuera del domo de cristal transparente. —Debajo está todo lo que antes fue —dijo Eugenia.

Ya en mi habitación pensé en Eugenia en la cima del mundo, con un ejército adorándola, y recordé que yo estaría a su lado. 14


Eran las nueve de la noche. Estábamos sentados los tres observando la comida que parecía tan apetitosa. Octavio me miró con más deseo que antes. Me acarició por debajo de la mesa. Eugenia era una reina: llevaba un vestido rosado y unos zapatos del mismo color. Él siguió jugando debajo del mantel con mis nalgas como un ritual. Eugenia comió un pedazo de carne con cierto desdén y bebió pequeños sorbos de vino blanco. Eugenia se acercó y me dio un beso en la frente. Tuve la impresión de quererla. No podría decirle que no a nada. —Te espero mañana en mi laboratorio. —Sí. De nuevo él y yo solos. Se acercó, me abrió las piernas y me dijo: —Aliméntame. Esa vez tuve un orgasmo pensando en Eugenia. Hay personas como yo que viven permanentemente enamoradas. “Cómo escaparme de mi propio cuerpo, quiero volverme otra cosa” pensé. Al día siguiente me presenté muy temprano en el laboratorio de Eugenia. Uno de sus asistentes me dio una bata blanca. —Mira —dijo Eugenia. Hizo una seña para que me acercara al microscopio. Escuché gemidos. —¿Qué es? —pregunté. —Con esto en el drenaje contaminaremos toda la ciudad. Se propaga muy rápido y produce un hermoso efecto parecido al amor. —Y de quién se enamorarán las personas.

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Me mostró a un hombre en una jaula, su rostro me parecía tan familiar, estaba viejo, tenía quemaduras en el cuerpo. Sus manos se movían rápidamente. Al ver a Eugenia le brillaron los ojos. A mí me pareció como poseído. Cuando Eugenia lo tocó creo que fue feliz, se frotó el cachete derecho en el brazo de Eugenia. Ella cerró la puerta y el hombre envejeció más. “Son las plantas que gimen las que provocan eso en él”, pensé. —Una vez que la planta se adhiere a las paredes del recto, sólo basta con dormir un par de horas para que el receptor quede totalmente bajo mis órdenes. Serán como una comunidad de abejas que siguen a su reina. —Lo que no logro entender es por qué me quieren a mí —le dije. —Tú eres la única que puede caminar entre los portales, mis otras hijas son incapaces —dijo Eugenia.

No para de llover. Yo guardo mis pestilencias para que Octavio y Eugenia piensen que las cosas están bien, lo cierto es que todo está a punto de derrumbarse. Me masturbo todos los días varias veces. Soy como un gusano de seda. En el cuadro vacío que está sobre mi cama aparezco yo sin ojos. En mi delirio, no dejo de recordar las palabras de la muchacha del vestido rojo con pequeñas flores negras: “Vete con cuidado Adriana Conde”. Ahora estoy aquí atrapada con esta pareja de locos, quizá me quieren convertir en una de sus estatuas de mármol. Recuerdo a la planta placentera de la que me habló la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados. Para por fin la lluvia. Me asomo a la ventana: y el cielo es cristal de agua; mar de luz suspendido; es lago frío estático. Tocan a mi puerta, son las dos niñas blancas que me han estado atendiendo. Yo tengo fiebre. Me llevan de la mano al estanque grande del jardín. Están Eugenia y Octavio tomados de la mano. Los escarabajos encarnados se desprenden de mis orejas y se adhieren a Octavio, se meten en sus orejas. A él le 16


han salido unas enormes alas. Es un escorpión volador muy grande; Eugenia también es enorme, además tiene una serie de bulbos que le brotan del cuerpo, son como ramas: es un caballo dragón del mar. Hay muchos hombres y mujeres envueltos en capullos, sólo puedo ver sus cabezas. Las niñas blancas toman unos bebedizos y le dan un largo beso en la boca a Octavio, como el que nos dimos aquella mañana en la que copulamos. A ellas también les salen ramas como las de Eugenia. Eugenia es la flor dominante, se convirtió en la especie anaranjada que recogió hace años en este que era un estanque reseco. Octavio me besa: soy una planta. Me uno a la red eléctrica de ramas. Somos un cuadrante perfecto, las cuatro plantas que sostienen el mundo. Siento a Eugenia, a la niña pelirroja que tocaba el piano y a la niña blanca, de pelo negro y de ojos azules rasgados en todo el cuerpo y la mente. Y todas somos una. Octavio ama a tres, abre los orificios y después nos coge por toda la piel. Hay hombres y mujeres que se adhieren a nuestros bulbos: son alimento. Octavio no toca a Eugenia. Me entierra su falo en un ojo, lo mete también en mis lagrimales; en las orejas. El ritual se repite día tras día así: deliciosa condena. Suspiramos las tres. ¿Lugar del paraíso, o tal vez del infierno? Quizá estoy en el limbo. La niña pelirroja que tocaba el piano y la niña blanca, de pelo negro y ojos azules rasgados dicen: —Mujer detente, para Diosa del Agua, él llega ya. Y las dos se transforman en cientos de escarabajos alados multicolor que gritan a coro: —Detente, para Diosa del Agua, él llega ya. Lloran las entrañas del cielo de agua. Nos moja el cuerpo, Octavio, Dios del Agua y dice al tiempo que brota la lluvia: —Pon la mano sobre el río del aire: preña a la tierra con tu piel, recuerda amor mío, niña mojada: nacer tiene muchos nombres y el agua tibia nunca es suficiente. “Rodeadas de agua tuya, Octavio, nos salen peces de las entrañas. Como árboles de agua tomamos de tu jugo: parimos al universo”, decimos a coro Eugenia y yo: somos de nuevo una. 17


Ciudad Agua

Despierto y estoy tirada en el barrio chino de París. Llueve. Me faltan los calzones, “Qué le vamos a hacer, me los regaló el narrador con el que viví varios años, al que amé, y que murió después de días de abstinencia de alcohol y pastillas. Estaba obsesionado con una novela de un asesino serial en la que había portales en los barrios chinos de todo el mundo. Nuca la terminó. Al final, cumplió su deseo macabro: se unió a la lista de escritores malditos y adictos”, pienso. Camino unos cuantos pasos y abro mi paraguas transparente. Me veo en el espejo de mi minúscula cosmetiquera, tengo los ojos azules rasgados y el cabello rojo. Soy otra. Pequeños puntos bermellón invaden mi cuerpo, “es el daño de las agujas para los estupefacientes”, pienso. Estoy segura de que hoy dejaré las drogas, saldré mañana a hacer ejercicio, veré al mundo de forma positiva y no cederé a los impulsos de la carne. A lo lejos veo a una muchacha rubia hermosa atendiendo un restaurante, a mi nariz llega su aroma de hembra en celo. Me maquillo cuidadosamente mientras observo a un escarabajo esmeralda revoloteando al lado de mi oreja izquierda que dice: —Sigue. Enciendo un cigarrillo, mientras me dirijo a la magnifica dama rubia que atiende el lugar, lo apago con la punta de mi zapato de gamuza negro. Me unto en el cuello y las muñecas un poco de perfume de manzana roja. —Adriana has llegado tarde —dice la joven del vestido blanco con enormes flores verdes. Me siento en la pequeña mesa redonda del recinto, encima está el periódico que dice en su primera plana “La Ciudad de México ha sido invadida por insectos gigantes, sigue rodeada de agua y las plantas no paran de reproducirse, la vida nueva lo transforma todo”. —Sígueme —dice la joven rubia del vestido blanco con enormes flores verdes.

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