Ciudad Agua

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CIUDAD AGUA Leda Rendón

Me desperté tirada en un callejón del barrio chino de la Ciudad de México después de una larga noche narcótica y genital. La lluvia, que no había dejado de caer durante casi un año, laceraba mi carne. Abrí mi paraguas transparente y comencé a caminar —las gotas del caldo divino producían un sonido sordo al chocar con el plástico—. Prendí un tabaco. Estaba segura de que el lugar se resistía a los laberintos de concreto, deseaba regresar al lodo; al fuego de los animales y las plantas prehistóricas. Las personas que pasaban eran borrosas, juro que el fluido las traspasaba y modificaba sus rostros. La vida pretendía adquirir nuevas formas. Mi falda corta y negra estaba llena de lluvia; mis zapatos de cuero altos y grises abrazaban mis pies rosas; además la blusa estaba completamente pegada a mi abdomen. Mi cuerpo olía a caballeriza. Saqué del bolso un pequeño perfume de manzana verde y me lo unté en el cuello y las muñecas. Mi piel era más morena. Enseguida me revisé el cuerpo: tenía unos cuantos moretones en la entrepierna y un par de arañazos en la espalda baja que sentí con la yema de los dedos. También me faltaban los calzones. “Qué le vamos a hacer, de cualquier forma no me gustaban, me los regaló un poeta obsesionado con el trabajo, que amaba a otra, y que había cambiado el hoy por la eternidad”, pensé. Un coche hizo una ola de agua y apagó mi cigarrillo. Prendí inmediatamente otro. Caminé unos cuantos pasos mientras revisaba mi bolsa. En mi cartera tenía hasta el último centavo, el cuaderno de cuero también estaba allí; de mi falda colgaban hilachos de agua que corrían entre mis pies y 1


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