Ciudadano Mambrú. Felipe Orozco

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Ciudadano MambrĂş. Felipe Orozco


PRÓLOGO

Los libros que se escriben contra la guerra suscitan el repudio y la compasión. El repudio contra esa gigantesca manipulación de los poderosos que atraviesa la historia, y la compasión por la criatura humana que siempre la ha padecido. Ciudadano Mambrú de Felipe Orozco pertenece a la tradición de aquellos libros que corren el albur de ser considerados inútiles. Pero esos mismos libros son escritos con la certeza de que ante una circunstancia tan sólida, constante y triunfal como la guerra, la palabra literaria puede hacer algo. Lo que sucede, de todas formas, con este tipo de obras es singular: están imbuidas de crueldad y de podredumbre, en ellos vemos cómo el mal planea orondo sobre la geografía de los hombres y algo de luz encontramos en sus páginas. Y esa luz no es más que el trasunto de la misericordia y el consuelo. Ciudadano Mambrú desde su perspectiva, al igual que Cándido de Voltaire o Viaje al Fondo de la noche de Céline, nos informa sobre la obsesión asquerosa y seductora que ese bípedo implume tiene por la guerra. Como ellos, Orozco se apropia de las viejas armas de la ironía y la burla para desenmascarar a la bestia que se ha trajeado con los valores épicos, religiosos, patrios, nacionales o imperiales. Apertrechado en el cuento breve, que Orozco maneja con impecabilidad, este libro nos lleva de un lado a otro, espacial y temporalmente. Así, terminamos haciendo un recorrido en el que el engaño y la miseria, el horror y el crimen siempre son los mismos. Solo cambian las regiones y los nombres de las personas. Ahora estamos en la antigua Grecia y luego en la Rusia stalinista; aquí en la Camboya de Pol Pot y allá en la Alemania nazi; ora en el imperio del tío Sam, ora en el paramilitarismo colombiano; acá en el polvorín de los Balcanes, acullá en la desmembrada Siria. Y entre tanto, de la mano de estas historias desgarradas y desoladas, que se acompañan con epígrafes contundentes y fotografías dolorosas, el lector concluye lo que ya se sabe desde los tiempos de Homero: la guerra no es más que un tremendo equívoco espolvoreado de gloria; una farsa en la que pobres y ricos, buenos y malos, ingenuos y sabios terminan abrazados en medio de la mierda y la sangre.

Pablo Montoya


PRÓXIMA FUNCIÓN

Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo. Franz Kafka

El cielo tiñe de rojo el último atardecer, que ya mira con nostalgia. Ha luchado como un verdadero Sioux contra el carapálida. Contra ese extraño hombre que en el bosque solo ve leña y en el río, una cloaca dónde arrojar su basura. Que dispara por puro placer a los bisontes y deja que se pudra su carne en la planicie. El que maltrata la tierra como si no fuese sagrada. Como si no fuese única. Ha sido un buen guerrero: sabe que la sensibilidad es fuerza, la integridad es poder, el rito es diálogo y la magia, sabiduría. Ha estado atento a su alrededor, porque en la búsqueda, cada cosa puede ser una señal. Muere defendiendo a los suyos, que mastican cueros viejos dentro de una miserable reserva donde más que el escorpión, anidan la rabia y el abandono. Con un hombro destrozado por una bala y derribado de un culatazo, espera de rodillas el tiro de gracia de algún soldado de los que -riéndose- le apuntan. Espera volar pronto con alas de águila a las praderas siempre verdes del Wanka Tatanka. En vano. Está condenado a repetir esta humillación una y otra vez. En cinemascope. Matinée, vespertina y noche.


OBEDIENCIA Tantos meses de dura instrucción militar, no han borrado de sus ojos la ternura que invita al abrazo más que a la confrontación. Aún conserva la apariencia reposada del pastor de ovejas que fue hace poco. En este tiempo ha aprendido a responder con valentía y determinación las ordenes de sus superiores. Oportunos premios y merecidos castigos le han hecho comprender la disciplina del ejército. El destacamento se ha convertido en su hogar y sus miembros en su familia. Una vez más está agazapado en la trinchera, pero ahora va en serio. Lleva una mochila en su espalda. Se siente cómodo. Pesa menos que una de entrenamiento. Debe reptar en torno al campamento enemigo, a ras de suelo y en silencio para pasar inadvertido. Lo ha hecho muchas veces y esta no será diferente. De vez en cuando levanta un poco la cabeza para ubicar a los guardianes de la garita y sigue avanzando sigiloso entre las alambradas. Se acerca al parque de vehículos enemigos y sabe que tiene muy poco tiempo para correr en zigzag los 50 metros que lo separan de allí. Vuelve la cabeza para ver una vez más la sonrisa cómplice de su instructor y a sus compañeros que esperan turno. Quiere que estén orgullosos de él. Estudia el entorno, espera unos segundos, respira profundo y corre. Al colocarse bajo el tanque, acciona -sin saberlo- la espoleta de su carga. Pero antes de explotar en mil pedazos con todo lo que le rodea, alcanza a ladrar reclamando otra galleta.

REFLEJO Tranquila y feliz ha sido la niñez de Anita. A sus cinco años no ha visto otra cosa que las exuberantes montañas del Quindío. Verde y más verde punteado por los colores vistosos de los pájaros de los que ya distingue más de cincuenta. Y en Salento, la niebla lenta y ceremoniosa, esconde las palmas de cera un poco aquí, un poco allá, para darle solemnidad al paisaje. Sola en casa, espera a su madre que tarda demasiado. Pero antes que preocuparse, Anita piensa que la tardanza será compensada con algún dulce regalo y muchos besos, mientras ella gimotea, fingiendo sentirse abandonada.


Escucha lejanas explosiones allá en lo que debe ser el centro del pueblo. Anita las relaciona con las fies-tas patronales y la pólvora que anuncia un paseo por las calles, helados, galletas y regalos. La niña entusiasmada espera que esta algarabía sea el preludio de la procesión de algún santo. Decide desde ya, que de ninguna manera se pondrá el vestido rosa que tanto le gusta a su madre. En cambio, exigirá llevar el vestido amarillo que le va tan bien con sus zapatos nuevos. Escucha ahora voces de mando del otro lado de la valla de su jardín. Las explosiones se sienten cada vez más cerca cuando es ya frecuente el paso firme de botas arriba y abajo de las empinadas calles. Detonaciones aisladas, quizá de jovencitos lanzando bengalas. Se escuchan las voces de mujeres llamando a gritos a sus hijos y maridos. Pero esas quejas de dolor de algún hombre, acompañado por el llanto lastimero de una mujer, comienzan a parecerle fuera del guion habitual de unas animadas fiestas de provincia. El perro de la casa se cuela por una de las rendijas de la verja y entra al patio mostrando un temperamento muy extraño. Ya es sorprendente que no llegue con su madre, de la que nunca se separa. El perro remolinea frente a la niña y gime con desespero mientras la mira. Anita ha vivido siempre con su mascota, han crecido juntos y hasta ahora conocía todas las señales del animal. Cada ladrido, cada gesto era un guiño, una invitación para el juego o para el reposo. Llegó a creer que podía leer su mirada. Ahora no comprende qué quiere decir con un comportamiento tan poco habitual. El perro va y viene dentro y fuera de la casa, una y otra vez, dejando a su paso rastros de orina. No es el juego de cada día en que el perro finge huir para ser alcanzado. La niña no entiende el proceder errático y nervioso de su compañero de juegos. ¿Cómo preguntarle qué ha pasado? ¿Qué ha visto? ¿Por qué ha regresado solo? La niña entra a su cuarto al ver que el animalito rasca la puerta con sus patas mientras no para de gemir. Sigue al peludo que se esconde debajo de su cama y tal como ha hecho muchas veces, se refugia con él en su escondite secreto. Anita no sabe qué ha visto su perro ni porqué tiene esa mirada de espanto. Se abraza a él. De los ojos de la niña, brotan abundantes, las lágrimas del perro.


BRUJA ¿Volveré a escuchar alguna otra vez el susurro del trigal? Maria Garachuk, artillera

Ekaterina a sus 19 años ya es bruja: una “Nachthexen” -brujas de la noche- como todas las del 588 del Regimiento de Aviación que son el quebradero de cabeza de las tropas alemanas. Después del entrenamiento de la mañana se dedica a decorar de manera infantil su espartana barraca del aeródromo y organiza su limitada dotación. Una caja de cartón con ositos impresos que lanzan corazones al aire alegra la cabecera de su cama. Relee una vez más la última carta de su madre: “Sé bien, Katia querida, lo importante que es para ti esa partitura, pero la hemos buscado en vano”. Desea regresar después de la guerra a su piano, a terminar aquella pieza que evocará la lluvia sobre los manzanos en su Crimea natal. Y no logra recordar el lugar exacto en que guardó con tanto mimo aquellas páginas amadas. Ekaterina es voluntaria como todas las de su unidad, adolescentes que han de aprender en unos meses lo que otros tardan años. Los recursos son escasos y su misión se considera suicida. Esta noche, ha de volar un anticuado biplano Polikarpov U-2 sobre el frente, sin paracaídas y casi sin instrumentos para hostigar los campamentos enemigos. Más que de la peligrosa misión, la novel aviadora está preocupada por su incipiente obra musical, a la que ha dedicado tantas horas sin resolver los compases de entrada. En esas notas ha puesto -sin que nadie lo sepa- la dulce sonrisa de Alexandr. De acuerdo con su plan de vuelo se guía por las bengalas, apaga los ruidosos motores, planea sobre su objetivo para arrojar su carga explosiva sobre los aterrorizados soldados que nada habían escuchado, e intenta retornar a la base. Los motores no encienden. Planeando, intenta recordar sus prácticas y el procedimiento apropiado para salir de este contra-tiempo. Acciona varias veces el contacto e incluso corta una y otra vez los magnetos. Corrige la actitud del morro para estabilizar la gradiente, planear mejor y tener más tiempo de recordar el libro de instrucciones del aparato. Ya lo tiene nítido en su cabeza, lo abre en su re-cuerdo pero tan solo ve en él las notas de un pentagrama. Surge del fondo de su memoria el escondite exacto de sus textos y una a una, como si alguien le dictase, las notas aún inéditas de la obertura. Tararea en una densa noche del Cáucaso, mientras nota el gusto salobre de sus lágrimas.


SIRIANA Riega la tierra de Aleppo mientras la habitas. Luna llena, de ti soy preso pero mi corazón allí se queda. Abu Firas al-Hamdani

El humo de los incendios es agitado por el mismo viento que peinaba las palmeras de la otrora bella ciudad de Aleppo. El diestro reportero de guerra se agazapa en la terraza de un hotel en ruinas y observa a través de su cámara por los agujeros abiertos a morterazos. Ha descubierto, por casualidad, un francotirador a sus espaldas, que enfoca con la mirilla de un fusil. Quizás un M40 americano o un PSG alemán. Se gira instintivamente, le apunta con su cámara pero no dispara. Sabe que la foto del miliciano no interesa a nadie: los tabloides están saturados de soldados sin nombre y aún más, ha dejado de importar de qué lado luchan. Como el tirador, el fotógrafo está al acecho de una buena oportunidad. Al igual que él, ha de apuntar con su cámara sin parpadear, casi sin respirar, para que la presa no denote su presencia hasta el momento del disparo. Su objetivo ahora es un niño que juega con un desvencijado balón en otra terraza y que caracoleando, celebra una y otra vez un gol que nadie ha visto. La cámara lo sigue hacia un lado y hacia el otro, corrigiendo permanentemente el enfoque, la velocidad y exposición. Y recuerda allí las palabras del francotirador serbio a las puertas de Sarajevo: Es difícil disparar sobre un niño. “¿Por qué? ¿Tiene hijos?”. No es por eso. Es que se mueven mucho. El reportero confía en su olfato de veterano corres-ponsal y como si de otro tirador se tratase, espera en tensa calma. Su silencio ignora los cohetes que silban y retumban a lo lejos. Cuando suena el clic de la Nikon, el mundo entero y la guerra parecen haberse detenido.


Ha capturado en un bellísimo claroscuro sobre los techos de la ciudad, ese momento largamente esperado, digno del próximo premio Magnum: el instante en que el niño, aún en pie, es fulminado por la bala.

RECUERDOS Barro, sangre y mierda. Eso era la guerra, eso era todo. Santo Dios. Eso era todo. Arturo Pérez-Reverte

Esta, su casa, no es una excepción a los estragos de la guerra. Las habitaciones saqueadas y las ventanas rotas, se adornan con la maleza que se asoma entre las grietas. Descansa el guerrero en el patio de su niñez, donde el cielo ha escrito con nubes un abecedario de nostalgias. Sentado en lo que era una fuente, piensa en las tardes de su infancia jugando a los soldados. Hace mucho tiempo el uniforme perdió el lustre -aquel atuendo con adornos dorados que enloquecía a las jovencitas cuando cruzaba por el parque-. Ahora es un batiburrillo de prendas verde oliva donde la sangre ha dejado manchas que desafían todos los detergentes. Su medalla al valor reposa en un cajón junto con otras muchas. No recuerda cuál es la auténtica. Ni le importa. Este, su pueblo, no es una excepción a los estragos de la guerra. Los impactos de los obuses compiten con el tizne dejado por las llamas en lo que fue su guarnición. Me llamo Kirk y quiero defender mi país, les dijo en ese lugar siendo un muchacho. En el patio del cuartel local, un destacamento de jóvenes soldados se reúne en un corrillo a su alrededor: aquí es una leyenda. Cuando se retira y es aplaudido, gira para expresarles su asco. Los aplausos arrecian ante lo que interpretan como desafío en la cara del comandante. Quiero defender mi país, recuerda. Ahora le da igual quién gane, siempre y cuando se mantenga de una sola pieza. Sus preocupaciones patrióticas se reducen a comer caliente y dormir bien acompañado.


Envidiaba a los militares cuando marchaban recios en los desfiles arrancando vivas a los unos y suspiros a las otras. Ser militar era un salvoconducto seguro para entrar -bayoneta caladaentre las piernas de una dama. Pero ya no hay cenas con velas y vino espumoso. Sabe que en la seducción, favorece mucho apuntar con un arma a los hijos de la afortunada. O haberle pegado tres tiros al marido. Este tipo de cosas ayudan mucho. Ese, su corazón, no es una excepción a los estragos de la guerra porque aquel que fue, ya no existe. Desde que el sosiego fue reemplazado por la convulsión, el altruismo mudó en codicia y la tole-rancia en brutalidad. En ese camino todo honor devino en infamia. Si Kirk fuese un perro, alguna alma caritativa le daría con una pala en la cabeza hasta matarlo. O le hubiesen colgado del cuello entre estertores y espumarajos en la boca mientras le golpeaban con un hierro. Recostado en una pared desconchada, siente pasos en la casa vacía y ve acercarse por el corredor al niño que fue. Burlón, le dice con voz gangosa: Me voy al ejército, padre. Quiero ser un buen hombre. Le escupe.

PARTIDA Es de noche. Las parejas van a la cama. Las mujeres jóvenes parirán huérfanos. Bertold Brecht

Se conocen desde que eran niños y después de muchos encuentros fortuitos, dormirán juntos por primera vez. Le prometió que no lloraría al verlo partir y está decidida a cumplirlo. La guerra es un hecho y el frente lo espera, como a muchos otros jovencitos del pueblo. Esta noche dejará de ser una niña y le queda una guerra entera para aprender a ser mujer. A esperar, a desesperar, a llorar en silencio, a desear que sean ajenos los muertos.


El chico ha dejado de ser niño hace tiempo. De eso se ha encargado el Ejército, que le ha enseñado todas las cosas que un muchacho debe saber para convertirse en un verdadero hombre. Ha aprendido a llenar el cargador de su Beretta M9. A marchar al compás y dar la media vuelta con aire marcial. A masturbarse durante la guardia con una sola mano, mientras sostiene con la otra la culata de su Galil. A calar correctamente la bayoneta. Ha aprendido que todas las mujeres son putas y que aquel que no es soldado, es marica. Ha aprendido que su capitán es su padre, su madre, su abuela, su abuelo, y especialmente, a obedecer sus órdenes por más descabelladas, dementes o sádicas que estas sean. Ha aprendido que debe confiar las soluciones a sus superiores aunque sean quienes han generado los problemas. Que la patria es una madre caprichosa que poco le ha dado, pero merece todos los sacrificios. Que nació para defender una tierra de la que nunca será dueño. Que del otro lado de la frontera viven hombres que pretenden quitarle todo lo suyo aun cuando todo se lo hayan negado los de aquí. Se conocen desde niños. Ensayan todos los besos que han guardado para una ocasión que puede ser la última. Regresaré de la guerra para amarte, dice. Ella sabe que el muchacho miente. Él no. RETRATO Muchos que se adelantaron a su tiempo tuvieron que esperarlo en sitios muy poco cómodos. Stainslaw Jercy Lec

En la avenida, brillan los neones que invitan a la oración a unos o al estupro a otros. En la callecita, ondean llamativos pendones que anuncian la apertura de la exposición. Allí, una joven pintora comenta acerca de la relación entre luz y color, cuidando más la pose que la palabra. Debe lucir bella. Su amiga le ha prometido presentarle un adinerado coleccionista y pretende colocarle alguno de sus cuadros. Pero algo le inquieta.


Interrumpe su diálogo para observar a su alrededor. Encuentra la causa de su desazón y queda helada. Desde una gran fotografía en blanco y negro, desde más allá del allá, un prisionero la mira. Siempre ha buscado llamar la atención pero ahora no se siente cómoda con una mirada clavada en el costado. Le molesta la tenacidad de esos ojos. Cambia de lugar y nada. Sale a la calle y tampoco. Al regresar a la sala ese hombre la sigue mirando. La mira a ella. A su amiga. A cada uno de los invitados. Parece mirarnos a todos desde su bastidor. Entre tantas fotografías de próceres y familias ricas, resalta esa instantánea de un hombre preso y rodeado de soldados en el patio de un cuartel. Detrás de unos desportillados lentes de intelectual, mira directo a los ojos del tiempo y de la historia. De no ser por las cadenas y las heridas se podría decir que es él quien está al mando de la plaza. Se revela como un hombre libre. Aún ligado de pies y manos, no se muestra humillado. No es un forajido o un criminal cualquiera. De serlo, no lo escoltaría el regimiento entero que posa en el retrato. Se nota que era un idealista. Alguien que creyó en algo. Un hombre peligroso. Sin duda. ¿Qué habrá sido de este chico?, pregunta la joven en voz alta. Lo de siempre, responde alguno. Otro le dice el nombre del proscrito. Que su causa era suicida. Que el rebelde la sabía perdida. Pero que aún así y por encima de todas las miserias del ser humano -vete a saber por quéeligió fracasar en el intento de algo quizás más humano. Sonrientes, posan sus captores junto al animal sometido pero no vencido poco antes de los dis-paros. El del fotógrafo, primero. Y el del oficial a traición y en la cabeza, inmediatamente después. Tres personajes. Dos disparos. Una mirada que nos advierte que el reo está atado, sí, pero somos nosotros los rehenes. En la galería el murmullo es perturbador. Su amiga, con sonrisa cómplice, le entrega una llave de habitación con el logo de un conocido hotel. Recoge su abrigo y sale a la fresca noche del otoño que ha dejado para ella un tapiz marrón de hojas secas. Al llegar al hotel, con el rostro iluminado por las luces de otros coches, nota que el taxista ha girado su espejo solo para mirarla. Llegamos, señorita, le dice rato después, al comprobar que ella no se mueve. Aquí es.


Pero nada. Solo el taxímetro se impone con su tic tac en el ruidoso silencio de la calle, midiendo el tiempo en céntimos y enteros. Permanece inmóvil. Pensativa. El tiempo se alarga. Se expande. Se desdibuja. Se diluye. Lléveme de regreso, por favor, y así le pide que se dirijan a su modesto estudio. Esta noche solo quiere pintar.

POSTALES DE ESPAÑA ¡Soldados, apunten! En el verano del 36, después del levantamiento mi-litar, las tropas franquistas curtidas en las guerras de África, van conquistando uno tras otro los poblados, batiendo fácilmente a los defensores que suelen ser campesinos analfabetos. La orden del General Mola para los sublevados es avanzar sin dejar enemigos a su espalda. Los fusilamientos se cuentan por millares incluyendo el de su más grande poeta. España entera es un gran cíclope ciego propinando torpes y sangrientos manotazos. En la plaza de un pequeño pueblo del sur, un pelotón de fusilamiento en perfecta formación y bajo el sol del mediodía, espera la orden de disparar. Tienen prisa, pues el sol, a esta hora del estío y de la guerra, apremia. Pero esperan. El condenado es el rector del colegio del pueblo y nadie se atreve a cumplir la orden sin la presencia del superior. El capitán al mando de la plaza, ha encontrado entre los prisioneros una veterana vedette de variedades, y en la casa confiscada al alcalde monta una función privada. El pueblo se ahoga en el silencio. Ya no hay niños, ni perros, ni gatos y parece que hasta el viento ha huido de sus calles. Solo se escuchan las bandadas de estorninos que protestan con estruendo por la carnicería. Arrodillado frente al muro destrozado por las balas, el reo se niega a ser vendado. Ante la tensa espera, el sargento le permite ponerse de pie y recostarse en el muro. A la sudorosa tropa, le permite asumir posición de descanso. Uno de los soldados -hijo del cacique del pueblo, enrolado en el ejército que defiende los privilegios de su familia- fue alumno del prisionero y le hace alguna pregunta. Te refieres, Juanito, a Lope de Vega que escribe: "Pero con una cosa me contento; que aunque pue-dan quitarme la esperanza, no me pueden quitar el pensamiento."


El soldado se dirige a él nuevamente, extendiendo la pregunta anterior. Ese es Quevedo cuando dice: "Cágome en el blasón de los monarcas, que se precian de dar la vida y dispensar las Parcas, pues en el tribunal de los gregüescos, cualquier culo lo hace con dos cuescos." Mucho después, y ante la prolongada contienda amorosa del capitán en la casa del frente, el grupo es un animado corrillo que ríe las cultas ocurrencias del profesor. Las risas juveniles de la tropa llenan el vacío que dejan unos recodos solo habitados por el silencio y unos umbrales cruzados por el miedo. Suben las risotadas por los balcones, oxigenando los patios donde vuelven a florecer los claveles, marchitos por la ausencia de sus caseros. El eco del improvisado jolgorio gira las esquinas a un lado y a otro, por estas calles blancas y solariegas, donde los perros ya hace tiempo que no ladran. Pareciese que vuelven a cobrar sentido todos esos caminos que llegan desde el olivar hasta la plaza, para asomarse una vez más a la certidumbre de la vida. ¡Me lo fusilen, coño!, brama el capitán borracho, desde la ventana, en un grito que resuena contra el muro. El teniente le ruega al condenado vendarse en consideración a los soldados. Acepta. Se gira para no ver al detenido durante la orden de disparar mientras que, fusiles al hombro, los soldados ven tan sólo una imagen borrosa. Avergonzados, tratan de ocultar sus lágrimas en el silencio de un festivo pueblo andaluz, convertido ahora en camposanto. La guerra entonces, vuelve a su cauce.


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