Delirios de Noega

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DELIRIOS DE NOEGA (1981-1984)


Eduardo Garcia Aguilar LOS AUGURIOS DE PALEMÓN EL FILEMITA

Cuando la nao Balthazar atravesaba los peligrosos mares de Noega sintió Palemón el Filemita una nostalgia que lo vació de toda paz y de toda alegría. Desde la proa, a donde fue encomendado por sus superiores, observó las turbulentas olas y los negros nubarrones que amenazaban con destruir la inmensa embarcación. Fue como si una daga hubiera encontrado paz en su corazón. Nunca en tantos años, había sentido deseos de regresar a Noega, la bíblica región de su infancia. Se había condenado al exilio, como una de esas aves perdidas en el firmamento que no logra encontrar el nido iniciático. Fluían en su interior los recuerdos de la plaza, el griterío de los niños reunidos junto al abrevadero y el deambular de mujeres vestidas de blanco, cuyas risas chocaban contra la piedra milenaria de los templos helénicos. En la soledad, aquellas figuras borrosas poblaban los trinquetes y se podían ver estampadas sobre los velámenes como alevosas apariciones. Entre rayos y centellas nocturnas, trataba de reconstruir el pasado, las voces de los caminnates, el vuelo de los insectos y el ventarrón le ayudaba a recordar, construyendo con las nubes fugaces castillos, extraños rostros cuarteados por el tiempo implacable. ¿Quién era era él si no una borrosa imagen adolescente que los suyos invocaban en noches alrededor de la hoguera polvorienta, un nombre sin carne hecho de suposiciones y de falsas coordenadas, de vagas noticias y absurdas adivinanzas?


¿Quién si no el recuerdo de algunos amigos y tal vez la ardiente imploración de unos labios estriados y marchitos, fatigados de tanto cumplir el rito del amor? ¿Quién si no un dios hogareño, cuya voz aflautada de niño se liberaba de sus ataduras para vagar en cabriolas bajo los faldones de las mujeres blancas, muchas de las cuales ya habrían fallecido sobre el desierto ? Recibió su paga y vendió en Sanlúcar de Barrameda algunas medidas de productos exóticos. Luego emprendió el rumbo hacia la lejana Noega, viajando por el Mediterráneo. Regresó para ver la destrucción de la ciudad y embeberse observando desde el monte la lenta humareda del incendio, el húmedo vaho que despedía la tierra pantanosa que comenzaba a cubrir techos, calles, edificios o iglesias de la otrora gloriosa Noega. Tardó mucho tiempo en regresar, pero lo hizo en el preciso instante en que aún estaban calientes las arcillas y los azufres que lo sepultaron para siempre. Se colocó junto al árbol preferido de su infancia y con sus vidriosos ojos, como cubiertos por una tela azulada, trató de distinguir sobre los promontorios de ceniza, las casas, los parques y los recodos que recordó lelo, desde la proa, durante sus interminables viajes mundiales.


BREVE HISTORIA DEL DESCABEZADOR DE NOEGA

Durante treinta años desempeñó el cargo de verdugo en el reino de Noega y fueron incontables las cabezas que durante tal lapso cortó con el hacha legendaria de su abuelo Migdonio. Pese a que no figuraba en la línea directa de sucesión, la súbita muerte de su hermano mayor le hizo depositario de la horrenda profesión de sepulcro. Como su patria atravesaba a comienzo de su periodo por una indefinida y cruel revolución política, no hubo un sólo día durante décadas, en que no fuera llamado para cortar cabezas de revolucionarios, ladrones o adúlteras. Aprendió a soportar la mirada lagrimosa de muchas de aquellas pecadoras condenadas y el llanto que se agudizaba en el instante de hincarse sobre el ensangrentado tronco de su tormentos. También conoció el rostro de valientes idealistas, que entraban al recinto poseídos por un orgullo inconmensurable, gritando vivas a la revolución, hasta que la hoja caía certera sobre sus cuellos. No podía olvidar la voz grave que a veces se prolongaba en los labios de la cabeza convulsa que rodaba por el piso. Una vez, la de Pedro el Rojo continuó gritando vivas a su héroes durante varios segundos y sólo lo callaron asestándole otro hachazo. Despreció el temblor de los cobardes. Al principio no podía borrar de sus sueños tantas desgarradoras escenas. A veces despertaba gritando a causa de las pesadillas, se levantaba y caminaba largos trechos por el campo, tratando de disipar las voces y los gritos, el sonido viscoso de los charcos


de sangre, al rodar en borbotones sobre las frías planchas del nefando recinto. Durante muchos años suavizó su pena leyendo libros decomisados a los reos y así degustó viejas bibliotecas raídas por la humedad, cuyos volúmenes estaban marcados por notables ex libris. Para el descabezador de Noega cada uno de los supliciados era la símbolica representación del género humano y al cortarles sus cabezas, pensaba que le cortaba la testa al destino. Y así hablaba a su vástago, el próximo verdugo del reino: «Debes saber, hijo mío, que un mendigo que hoy duerme bajo un puente, puede tal vez mañana ser un príncipe y un príncipe que hoy degusta los más delicados almíbares, puede mañana morir leproso en una cueva de Yakutia. Sólo hay algo cierto: es preciso subir para caer y mientras más alto el ascenso, más fastuosa la caída. La ambición de poder o de gloria sólo se deposita en seres escogidos cuya sangre parece cargada por una extraña energía que secretamente invade la atmósfera. Quien nunca ambiciona, nunca cae. Quien no actúa, no yerra. Los hombres buscan la gloria y el poder para robarle el tedio de vivir sus ominosos látigos ». Meses después, el día en que varios alguaciles lo condujeron hasta el fatídico tronco que fatigó con sus hachazos, se escuchó un terrible murmullo en la plaza de armas. «¡El descabezador también será descabezado¡» Los curiosos huyeron de la plaza y después una nube de golondrinas cruzó por el firmamento azul del reino de Noega.


DE JAYANES CENTÁURICOS

Febril es la mirada de quien reza, rojos son sus ojazos cautivos por la fe, por el cielo imaginado y deseado. Gigantes son sus ojos, redondos, inusitados como viejas linternas apagadas después del combate. Son ojos de hiel y de miel, sangre y vino, amor y odio. Febril, irisada, total, es la mirada de quien reza a los viejos altares y a los nuevos. Tembloroso su pulso. Sus manos tiemblan, están listas a estrangular a quien disiente. Qien reza no teme al verdugo. Quienes tienen fe en los paraísos obligatorios sueñan con sepulturas negras, gozan cavando sepulturas, son endemoniadamente necrófilos. Allá, por el valle, vienen las guillotinas caminando. Son miles, como mantas religiosas, guillotinas que brillan por el impúdico sol de la tarde tropical. Vienen por la línea del Ecuador y rezan y oran a los crédulos que daran sus nucas al escalofriante filo de sus láminas. Vienen las guillotinas, arrasan como hormigas tambochas el prado, el cultivo del trigo o la humilde sementera de frijoles y zanahorias verdes. Vienen las guillotinas sin gritos ni aspavientos, caminando como chapulines caoba. Vienen adormecidas por el trópico. Son conducidas como borregos por valerosos jayanes centáuricos : ved como corcovean sus jamelgos y cómo brillan las serpentinas líneas de sus látigos. Ved como mansamente y en filas de a cien, reptan las guillotinas sobre los recios potreros y cómo impávidas, sudan y mojan sus mortales sarcófagos de ébano.


Observadlas y callad como gozques : sólo se os solicita la nuca. No se os pide nada, opinad, sin embargo. Arreglad el mundo, ya poco importa, vuestras gargantas serán pronto tajadas. Aquí abajito están las guillotinas. Están reposando sobre la planicie. El verde de los héroes se riega como bilis y se adosa a las botas de los guerreros y a las alpargatas de los montañeros. Es un verde coloidal, negro casi, el que inunda la planicie de los sueños; verde frontal, aleación de sangre pútrida. Se ha mezclado al barro y al fango acechado por zancudos y su pegajosa masa detiene la marcha de las sedientas guillonatinas. Beben sin embargo estas criaturas el licor amargo que otrora protegiera las sanas vacas del virrey, o junto a la piedra labrada por los precolombinos, se recuestan durante la tregua. El río verde también esta cargado con la mueca coloidal. Sus piedras no suenan; el río sólo lleva cadáveres, cadáveres de piedras ; hasta las piedras murieron y lucen los ojos apagados de la muerte. El río ya no suena. Río que no suena no lleva piedras. Sí, lleva piedras, pero están silenciadas. Callan hasta las piedras. El huracán se detiene e intenta pequeñas tolvaneras en el desierto coloidal de las guerras. Es un viento de acero, plateado, translúcido. Viento de ráfaga. A lo lejos de la cordillera cruza sus líneas certeras sobre el azul profundo salpicado de nubecillas blancas. Son líneas como cresta de un animal que duerme encorvado sobre la planicie.


Ha dejado de crecer vegetación sobre sus mohosos lomos y entre sus rugosidades fluye el agua verde. Arriba, en la cima de la montaña, aparece el héroe, y dice : « ¡La felicidad futura es directamente proporcional al número de degollados¡ ¡El paraíso es científicamente necesario!». El héroe deglute viandas sin fin, inusitados perniles de iguana. Roe los residuos que se adosan a los huesos como sanguinolentos jirones de bandera. Suena el himno del paraíso. Come sin cesar el héroe. Respira con dificultad, no anda, sólo escucha, escucha las voces de sua viles cancerberos. Escucha sus versiones y ordena matar como ordena subir a su mesa una nueva bandeja repleta de comida : codornices, conceptos justos, pavos rellenos de consignas, calamares en su salsa, pozole, cocoa de Burundi, postres mil, piernas de ninfa, tratados de Economía política, poemas. Los cancerberos del héroe lo rodean humildes y murmuran palabras inaudibles, señalando con el dedo las nuevas víctimas. En las mazmorras, los héroes derrotados fraguan una nueva revolución. Los héroes gananciosos se aprestan también a ser derrotados.

DELIRIO DE NOEGA


Escucho el rugido de las olas cuando se quiebran contra el acantilado. Veo el mar penetrar en la bahía, cortejar al crepúsculo. Escucho el movimiento del monstruo salino ; sus garras arañan el tiempo detenido. Oscuras sombras recorren el firmameneto soleado. Son viejas hilachas de huelo gaseoso, extrañas barcazas de agua condensada que arrastran aves, insectos, ramas, viejos árboles. Contemplo en el ocaso la destripada hiedra, el árbol caído, la inútil marea que erosiona las extensas costas de Noega. Ya viene y su rugido sobrepasa el del mar o el del relieve cuando encalla en una cordillera… Quiero vivir aquí, sobre esta roca que pronto quebrará su silencio para lanzar mi cuerpo hacia el precipicio. Quiero vivir aquí, en las alturas, ondear como jirón de una bandera o como palabra sola, liberada de las terrestres ataduras. Quiero pernoctar entre la piedra, junto a las rocas húmedas que huyen de la mohosa pesadumbre. Quiero vivir aquí, observando la cordillera y el lento y vano deslizar de las aguas; quiero gritar a todos mi decisión, mi inútil destierro. Quedarme aquí, desnudo, abierto de par en par como una estrella, poseído de olores, de mil codicias nocturnas, cubierto de líquenes y musgo. Mil palmeras se mecen a lo lejos y yo quiero lanzarme desde el hosco rugir hacia las calles secas, perderme, solo perderme en un incesante trasiego y no volver a huir sino de regreso, como sombra, difuminado espejo. Hay en mi sombra algo, un no se qué como llama de antorcha o desnucado grito mientras las aves se acercan en


busca de su presa, sombras fugaces, inútiles repeticiones seculares, cayendo como espantapájaros sobre el agua. Hay también mil palmeras al borde de mis sueños, cabelleras de una misma e irresistible mujer. La montaña explota sobre el horizonte, explota como estómago dolido, atragantado de viandas inútiles. Se esponja, se hincha y toda la montaña se rompe sin líneas, sólo fugaces llamaradas de un fuego abrasador y sin sentido. Llamas que ruedan desde el volcán y se vierten hasta la playa inmensa, hacia el atardecer, cuando las aves han partido. Las rocas, los azufres. Las flores de la chambrana, el amor de dos ciegos, se deslizan sobre la arena… Hay mil palmeras aquí, en esta intersección de calles, mil palmeras lagrimeantes que se mecen sin ganas y dejan caer sus ramas marchitas, como se deja brotar un olor meditabundo. Hay mil palmeras en el parque : se reflejan en las vidrieras de los bancos, en las ventanas de los edificios y en los vidrios de los cien automóviles que cruzan la avenida. Se hallan impregnadas de paredes y puertas, las pueden encontrar derruidas de amor en una esquina solitaria, reflejándose en el aceite vomitado por un camión volátil. Hay mil palmeras meciéndose entre el ruido, sin cielo, sin tierra, en la total aridez de los espectros. Mil palmeras junto a mí, aún viviente ; mil palmeras que gimen y gritan sin ser escuchadas por el hielo, por nada, por el bloque de concreto; piedras. Las veo caminar sobre el plano vertical de mis recuerdos, cruzan precipitadamente para evitar atropellos, caminan ocultas cuando todos dormitan, pero yo las veo mirarme desde lejos, penetrando sus ojos en el vidrio, en el grito de la máquina vieja, en los papeles; ellas están ahí junto al silencio, escuchando la música que escuchan los últimos amantes, los perdidos, los perversos, los amantes nocturnos.


Son testigos de un largo y febricitante ajetreo. Testigos mudos del amor que se enciende en el parque y que fenece en la puerta de un viejo edificio urinario. Allí han estado simpre y estarán por un tiempo bastante largo, un tiempo que trasciende la esperanza del mortal que aquí medita y del que conduce un bus hacia la amdrugada. Ellas están ahí sabiendo quiénes mueren, quiénes nacen, quiénes viven. Mil atardeceres las han desnudado y violado sobre el espejo de la tarde naciente. Mil lunas las han acariciado, las han volteado, las han babeado con besos abyectos. Un millón de soles fogosos y viriles las han dejado en jrones sin savia ni raíces. Pero ellas están ahí y me nutren con sus besos; la cabellera riega su rizo en mi regreso, poco antes de que le semáforo se ponga en rojo y atrape o detenga mi locura. Locura: ideas vagabundas. Idea: extraña textura de un tejido inconsútil e impoluto. Impoluta: la sangre. La sangre: bebida carmesí alveolada, contenida en circulares y cilíndricas cárceles. Cárcel: tus ojos, tu cuerpo, el suave placer de tocarte y de morder tus carnes. Carne, precipicio. Precipicio : Noega, febril continente.

DELIRIO EN MONTE ALBÁN


« Algunos emisarios del pueblo de Noega viajaron durante los primeros siglos de nuestra era hacia lejanas tierras del norte, donde existían poderosos imperios caracterizados por inmensos templos cercanos a los dioses. Ciertos arqueólogos contemporáneos desentrañaron con sus hallazgos pruebas de ese comercio hipotético, pero para los sabios es hecho consumado, aunque se desarrolle en el gracioso y fluido mundo de la imaginación. No es difícil viajar en aventura hacia lejanos confines, como loco no es suponer que extraños orientales, fabulosos judíos, inusitados fenicios, guerrreos romanos descarriados o bárbaros vikingos, trastocaron las leyes de la historia para perderse en mares desconocidos. La historia registrada es sólo la punta de un iceberg, el destello dorado de algún tris de oro, la luz moribunda de una estrella inexistente. Muchos aconteciminetos revolucionarios en imperios inéditos se perdieron en la carroza de un injusto anonimato. Viajeros, reyes, historias secretas, se convirtieron en lagunas ignotas para nosotros, contemporáneos de otra nueva era, que yacerá atrás en el tiempo, inexpugnable, pétrea, entre las ruinas de un desastre inesperado que no tendrá memoria. En los más lejanos años de la cronología, hombres de carne y hueso bebieron licores y gozaron la dulce caricia de la amistad o el amor. En extrañas chozas, mujeres de ojos vidriosos parieron ante la luz de lejanas tormentas. En truculentos senderos, cruzados por barrizles viscosos, bajo la capa fosforescente de relámpagos, hombres anónimos oraron a los dioses. Bajo el volcán en erupción, o sobre la tremebunda grieta legada por un sismo, hijos contritos gimieron, lloraron sin encontrar respuesta.


Tenebrosas oscuridades platearon las sienes de ciertos moribundos ; luminosidades extrañas, los cristalinos ojos de los esperanzados. ¿Y nosotros, al fin, nosostros, los de ahora, qué podemos decir sino un grito de luz y de esperanza, un alarido de blanco, una caricia sobre la rugosa tez de una iguana ? Suceden tormentas a la calma sequedad de los desiertos y nunca es más oscuro que antes del amanecer. A veces, junto a una arboleda o un cañón tronante, podemos alegrarnos de saber que un siglo después, vertientes y planicies serán pobladas por seres que no han nacido todavía y que tal vez no nazcan de nuestras carnes heridas y marchitas como ciertas hojas de otoño. Hay cierta lucidez en las rocas, en las piedras destinadas a vivir una eternidad sin fin, igual a la existencia del ámbito que las produjo. Nuestra existencia, vana, polvorienta, entretejida de hilos débiles, es como un inmerecido premio y tonto es el que amarga tan corto paso por un continente de maravillas inagotables. Nosotros somos viajeros sin otra patria que la humanidad, cuya libertad es a veces un látigo duro sobre pieles desoladas. » Esto dijo el maestro ayer, junto a una piraámide de Monte Albán y confirmó frente al altar churrigueresco de San Felipe Neri, en Oaxaca, a donde los emisarios del lejano y febril pueblo de Noega llegaron hace siglos. Todas estas ideas le fueron inspiradas por un cielo lleno de dioses y de ángeles, al encontrar por fin la iglesia perfecta, la iglesia que todos llevamos adentro y de la que renegamos a pesar de que puebla nuestra sangre. Todos lo hombres construyen iglesias cual felices hormigas.


Nadie puede arrogarse el derecho de no creer, de no luchar por vagas nubes flotantes y desgajadas sobre las pirámides, como sobre los altares que la dicha mos prodiga. El maestro es sabio. El triunfo, que sólo es un triste maquillaje sobre marchitas esperanzas, no le ha cubierto sus sienes de canas, ni la gloria, poblada de trompetas, ha cantado inútilmente sus combates sobre planicies plateadas. Es sólo alguien como nosotros, que ha visto brillar la luz sobre los horizontes y que sin odios ni espadas comprendió que es necesario mirar sobre extensas planicies y perláticos acantilados de plata. El maestro puede surgir reptante de una vieja pirámide, o alado, como una revelación querubínica, del más absurdo altar, entretejido de vanas, pero impresionantes florituras, cuyas líneas no conducen al infinito, sino al centro de su propia procreación. El maestro, que sabe captar los rayos de luz matutina sobre los centros históricos de las ciudades y que vibra de emoción al ver hombres iguales y eternos revoloteando sobre las calles en busca de pan, como hace tantos milenios, nos dice todo lo necesario sin dar vueltas. En las esquinas de los barrios su voz se escucha nítida, impresionante como la melodía de cuerno divagando sobre una sabana. En los portales de inesperados templos suele silbar preciosas melodías de flauta. En ciertos riachuelos trina o mueve una hoja haciendo desprender una doradad naranja. Sobre las banderas y los himnos refulge. Desde los sótanos, como pirámides descubiertas, pero aún escondidas bajo la maleza, comunica una fuerza extraña, íntegra de paz y de tersura.


Pero es sólo un hombre este maestro que hoy nos ilumina. Después de conocerlo, comprendemos que no es necesario introducirse en oscuras cavernas o robar la secreta tertulia de los acantilados. Sólo falta observar el sol, a mañana y tarde, comer una naranja, dar un beso y cantar, para entender el más incomprendido mensaje de los dioses perseguidos…

SUCEDIÓ EN EL VOLCÁN


A lo lejos, el cráter del volcán descendía en arenoso declive colorado. Distintos campos de tono rojo, ocre, oxidado, se extendían suavemente hacia el fondo, para morir en el desierto helado, cubierto por la bruma y la niebla. Miré a lo lejos las placas de nieve blanca, cuyo brillo provocado por fugaces rayos de sol, hacía más nívea la tarde y más gélido el ventarrón, preso entre cañones de piedras golpeadas y caminé lentamente desde el refugio dejando en la arena las huellas de mis botas. Escalé por las faldas del león dormido, aferrado a la bata colorina y tierna de la felina faz. Llegué a la cima poco después y observé el inmenso cráter del tamaño de una plaza de toros gigantesca y desolada, cubierta por el polvo de los siglos, por la incontenible usura del tiempo. Desde allí miré entre hilachas de nubes huidizas el enorme precipicio de kilómetros que comenzaba en las piedras y en los frailejones tiritantes, en las amplias extensiones arenosas cruzadas por arroyos crónicos y fogosos, surgidos del deshielo y que en tiempos de mayor heladez, eran blanquecinas vetas u hondonadas labradas por el tiempo y se perdía en una vegetación intensamente verde, casi negra, de arbustos aplastados por el aire, trascendiendo luego hacia difusas junglas húmedas, en vertientes y en ciudades aferradas al despeñadero de la cordillera. Allí, en la cumbre, me senté a meditar sobre la noche, sobre el vértigo de los hielos, cuyo signo era el espejo neutro que nada reflejaba, sólo la alada costumbre de esconderse en un vuelo interminable de cristales y no comprendí la exagerada blancura de las nieves perpetuas. Grité.


El eco de mi voz creció súbitamente en la redonda hondonada del cráter, a la par que las crepitaciones de un fuego inconmensurable y arrasador. El refugio, de donde huí para meditar, hastiado de las personas allí reunidas, ardía ante mis ojos como una tea de cristianos, pobladores de catacumbas y las llamas constrastaban como sombras móviles en el impoluto lienzo de la nieve. Corrí de regreso por las laderas del cráter, luchando con las arenas y el viento caliente, despojo de feroz atizamiento, corrí sin aliento hacia abajo, en las alturas, quemado por las ráfagas de eolo que inundaban mis ojos de aire. Corrí después por la planicie, siguiendo los sinuosos senderos y observando de cerca la casa refugio, construida como un chalet suizo, de madera, de techo cónico hasta las extremidades de sus cimientos y sus hermosos y amplios ventalanes franjeados de listones caoba. De la aplastante masa nívea que bajaba como bata de ninfa desde el cielo, descendían los invitados y los turtistas de esa tarde en sus esquíes anaranjados, atónitos como lagartijas, formando sinfonía de cauces serpentinos y los vi llegar y cargar en sus manos trozos de nieve que lanzaban como locos a las llamas traicioneras, sin lograr ningún efecto tangible. Al llegar escuché rumores que sonaban en las bocas y vi menguar la llama sobre los despojos del refugio, ahora armatoste calcinado, de vigas desiguales : « Quedó atrapada ella, la única », dijeron. « Atrapada en el baño, como un conejillo de indias, calcinada, indefensa’ Ella era, sin duda. Tenía el cabello negro, esponjado, leonino, y su cara era blanca, de blancura helada, sonrojada a veces por el sol o la pena.


Delgada también, muy delgada y de movimientos suaves, ágiles, como sus palabras de certera inocencia. La sacaron de los escombros calcinada en la tarde moribunda. Los vehículos partían atriubulados y bajaban en espiral, sobre la calzada que llevaba de la primera a la segunda planicie, por donde cruzaba la grieta de un vijeo río de tormentas. Partían uno tras otro. ¿Los vi zigzaguear con sus luces rojas y amarillas, lentos, previniendo el peligro. Pregunté a la nieve por la pepetuidad de los amores, o de la vida, o de la nada, o del hueco, o de la grieta. Cerre los ojos y vi humedas rocas ocultas en la niebla, cubiertas de líquenes silenciosos y los abrí dentro del coche que llevaba los despojos de la ninfa, que en la oscura complicidad de un patio sembrado de flores de Noega consintió las caricias. El coche comenzó, a bajar, de último. A su lado el chofer, espectro atormentado; atrás, un grupo de monjitas vestidas de gris y de blanco, con preciosas cofias almidonadas y en medio un bulto cubierto de blanco. Un rugido espantoso sonó desde las alturasa. Un rugido de mareas azules, insistente y tremendo, abisal, vengativo. La inmensa montaña de kilometros se derretía, un mar entero arrasaba las arenas en una extensión de leguas largas. Chispeaban las nuevas olas onduladas que bajaban a la velocidad de la noche y sobre ellas, como un barco solitario, el coche mortuorio, con la ninfa adentro, refulgente, revivida por el silbido acanalado del buque y por al quimérica luz de un farol encendido en la lejanía inundada del diluvio.



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