Federico Silva: El triunfo de la rebeldía

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Federico Silva: El triunfo de la rebeldía Medalla de Bellas Artes 2016

Luis Ignacio Sáinz

Investigador de la forma y ciudadano de tiempo completo, Federico Silva (1923), Premio Nacional de Ciencias y Artes 1995, ha encarado todas las batallas, con talento, valentía y, sobre todo, proveyéndonos de belleza a raudales. En la resistencia luminosa de sus días, el Palacio de Bellas Artes ha sido un escenario íntimo en su trayectoria. Melómano incorregible, ha fatigado todos los rincones del recinto en su apreciación acústica; lo hizo desde muy joven sin imaginar tal vez que aquí se revelaría su vocación plástica y escultórica. El inmueble diseñado por Adamo Boari para festejar, con boato y derroche, la fiesta porfirista del Centenario de Nuestra Independencia, cuyas obras iniciaron en 1904, conquistaría su ser con el déco mexicanista de Federico Mariscal, ya en el sexenio de Abelardo L. Rodríguez (29 de septiembre de 1934 con la puesta en escena de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón y María Tereza Montoya encabezando el reparto); y en sus salas ha mostrado, gozosos y azorados, los universos estéticos de nuestro homenajeado, siempre acompañados por los aguijones de la crítica social, el posicionamiento político, la reivindicación identitaria, pero, antes que nada, por su deslumbrante propuesta compositiva, que está en deuda con su delectación por la ciencia y la tecnología. Quizá sin intuirlo, comenzó a escribir su historia con el Instituto Nacional de Bellas Artes, cuando entre 1944 y 1945, a invitación expresa de David Alfaro Siqueiros, lo acompañara en la gesta constructiva del mural Nueva democracia (originalmente, México por la democracia y la independencia,), después acompañado por los paneles titulados Víctimas de la guerra y Víctima del fascismo. Al alimón con Epitasio Mendoza, otro 1


colaborador del maestro de Ciudad Camargo, se dedicaba a mezclar las piroxilinas, lacas automotivas marca Duco elaboradas por DuPont desde 1920, distribuyéndolas en envases de a litro que se ubicaban a pie de andamio, para transformarse, primero, en la conmemoración de la Revolución mexicana y, después, en la celebración del triunfo aliado sobre las potencias del Eje Tokio-Berlín-Roma en la Segunda Guerra Mundial.

En esas andaba quien fuera un habitante del Panteón Español durante una larga temporada, cuando el muralista chihuahuense organizó una exposición antibelicista en el Foyer de este túmulo marmóreo, solicitándole a nuestro creador emérito su participación con algunas obras. Las reacciones de tan positivas detonaron su primera exposición individual en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor en 1946, en cuya presentación elogiosamente Siqueiros afirmara: “En la obra de este artista, la más vital de todas las de los artistas de su generación y de la generación inmediata anterior, hay impulso monumental y heroico, ‘punch’ plástico, enorme inquietud técnica esencial y muy poderosa dramaticidad humana”. Como podrán apreciar, Federico Silva comenzó su carrera con el pie derecho y lo sigue haciendo hasta nuestros días, defendiendo sus convicciones y haciendo gala de su talento, imaginería y calidad de factura. Desde entonces, y habida cuenta que algunos de esos cuadros se exhibieron antes en el Centro Deportivo Israelita, Jorge Javier Crespo de la Serna comentaba acerca del tono del conjunto pictórico: “Impera un magnífico sentido del dolor”. Desde siempre, ha sido un convencido de renovar las tradiciones, de fundar continuidades críticas que actualicen los contenidos y sus representaciones icónicas y volumétricas. Supo, lo sabe, del poder de los muros y de cómo los muros terminaron siendo lenguaje del poder. De allí su relativo aislamiento, uno que lo confina en el agotador y exhaustivo proceso creativo para sacarle provecho y jugo a ese diálogo interior, soliloquio fértil que demanda enorme concentración y disciplina; sus resultados, los productos de la

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experimentación permanente, demuestran cuán acertado es su mecanismo de trabajo. Xavier Moyssén1 rinde cuenta exacta de ello: En 1967 Federico Silva ante un público televisivo atónito, tomó su arco, tensó las cuerdas y la flecha salió disparada hacia el blanco al cual atravesó con certera puntería. El blanco no era otra cosa que uno de sus cuadros, al destruirlo terminaba simbólicamente con un pasado artístico identificado con el neorrealismo comprometido políticamente, dentro de los postulados siquerianos. La destrucción fue un acto de catarsis, de quiebre, provocado por su desengaño al cobrar conciencia de que lo que había pintado hasta ese momento "no comunicaba nada". En una entrevista con Malkah Rabell, en 1971, dijo lo siguiente: "los pintores hacíamos lo que debíamos y no lo que deseábamos. El pintor renunciaba a su propia pasión por un credo. Durante muchos años traté de adquirir y mejorar la técnica que me permitía ser siempre más eficaz ... pero la gente a la que yo suponía iba dirigida mi obra, demostraba una completa indiferencia"1. Años adelante –en 1986- Silva declaró que había llegado tarde al muralismo, "cuando ya se habían realizado las grandes obras y empezaba su decadencia"2. Federico Silva nos tiene acostumbrados, por igual, a su inteligencia y a su congruencia. Por ello, el distanciamiento con las formas del realismo, si bien estilizadas, no constituye un abandono de los contenidos y las intenciones. La suya, es una fábrica con pertinencia social, vigor técnico y armonía artística. Aún en sus primeros murales, de la Escuela Normal de Maestros (1949), la Escuela Margarita Maza de Juárez (1950) o el Instituto Politécnico Nacional (1953), se aprecia su soltura, movimiento y originalidad. Al paso del tiempo, se decanta su vocabulario, adentrándose en la abstracción y la geometría, descubriendo la tridimensionalidad, siendo pionero del cinetismo pleno, con fundamentación dinámica óptica, que expone la banalidad de Julio Le Parc, Jesús Soto o Bruno Munari, quienes, pareciera, siguen atados a la geometría plana, esa que practican “los monitos”. Como Teucro, el arquero de Troya, el magnicida de Héctor, será a partir de las dianas alcanzadas por sus flechas con puntas de campo o cabezas amplias, que nuestro devoto de la

“La escultura de Federico Silva”, en Boletín de Monumentos Históricos, México, INAH, Tercera Época, Número 2, p. 91. Texto publicado póstumamente. Las referencias corresponden a: 1 La cita proviene del libro Federico Silva, México, UNAM, 1979, p. 89., y 1

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En Continuidad. Un acto ritual, Entrevista para un catálogo, por Angelina Camargo, Museo de Arte Moderno, México, INBA, 8 de mayo de 1986. 3


energía, y sobre todo de sus vestales, la luz y el movimiento, pueda mezclar aguas provenientes de pozos muy diversos. Este moderno tlaminqui, cazador de signos y representaciones, desconfía de los arrebatos fantásticos, y a sus continentes pintados o esculpidos les dota de contenidos profundos, filosóficos e históricos, aunque también matemáticos, físicos y topológicos. Sus piezas, dada su perfección, evocan los ejercicios del Hueytlatoani Moctezuma Ilhuilcamina (de ihuicatl, cielo; mina, flecha), cuando disparaba hacia la bóveda celeste saetas como rayos, cobrando presas raras y portentosas: los astros heridos, esos luceros divinos, blanco de proyectiles que no reconocen el panteón sagrado. Nuestro fabulador sin parangón declaraba en una entrevista: “Antes viví sumergido. Ahora, en la luz de mis flechas. Pinto en libertad y con alegría”. Guardián de la tradición, siempre y cuando ésta se abra a la interpretación presente, actualizándose y resignificándose. Renovación, lectura acumulada de los ciclos solares, búsqueda de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl. Detonador de un libro ilustrado de 1948 que sirviera de argumento para el grupo de teatro de la Universidad Obrera: Uno Caña, Profecía; después revisado y editado por la UNAM en 1989 y por el Gobierno del Estado de Puebla en 1990, en el marco conmemorativo del Quinto Centenario del Encuentro de Dos Mundos (1492-1992). Hacer el fuego, luego el sol, crear el pez-cocodrilo Cipactli de dieciocho cuerpos adornados cada uno con una boca voraz, puerta del tiempo sagrado; fundar la tierra, forjar al hombre y la mujer; entregar insólitos granos de maíz capaces de sanar, lanzar profecías y presagios, armar embrujos y sortilegios o plantear adivinanzas; desplegar el calendario (“trescientas sesenta jornadas, repartidas en dieciocho meses de veinte días”), construir el inframundo en su diversidad y los cielos, amén de establecer sus señoríos y dominios, iniciando en el trece y retrocediendo…en fin, todo para desatar el nudo del año Uno Tochtli, la trampa del conejo, cuando cielo y tierra quedaron paralizados, inmóviles, en espera del advenimiento del Quinto Sol. La herencia de los antiguos mexicanos se convirtió en la agenda de Federico Silva, y con equivalente complejidad y entusiasmo creador, a lo largo de siete décadas, se ha propuesto saciar sus ansias y las nuestras, abarcándolo todo, planteándose la más nimia inquietud, porque todo lo resiste menos la tentación, -glosando a Wilde y su “I can resist anything but temptation”. En cualquier caso, ya lo sostenía José Revueltas desde 1953 cuando escribió, a propósito de La técnica al servicio de la paz (Escuela Superior de Ingeniería y 4


Arquitectura del IPN): “Nada más alejado de la miope vulgaridad del arte ‘para las masas’ que el mural de Federico Silva…Silva no se ha dejado seducir por el canto de esas sirenas de sacristía dogmática”. Libre pues, de sectarismos, continúa subyugándonos con su inteligencia sensible y gracias a esas epidermis, tersas o rudas, que mitigan los dolores del mundo. Entusiasta como pocos, una constante de su personalidad reside en su capacidad de reconocer, con amplitud y generosidad, el talento de otros creadores, y en consecuencia sumarse a su valoración y difusión. Un ejemplo excepcional lo tenemos en el empeño que pusiera para convertir la Sinfonía India de Carlos Chávez en ballet, involucrando a Amalia Hernández en la coreografía, y asumiendo además del libreto, la escenografía y el vestuario; la puesta en escena ocurrió en diciembre de 1949 justo en el Palacio de Bellas Artes. Con posterioridad redoblaría su compromiso con la música, siendo proverbial su colaboración con Manuel Enríquez y Alicia Urreta. Su trayectoria ha tenido varios puntos de inflexión, pero valdría regresar a 1959 y el Primer Salón Nacional de Pintura, organizado por Miguel Salas Anzures, en la gestión malhadada de Celestino Gorostiza al frente del INBA, cuando con una obra titulada Argumentum Baculinum (en rigor, Argumentum ad Baculum: argumento que apela al bastón o, en nuestra oralidad popular, al “garrote”) denuncia el autoritarismo del régimen, encarnado en la figura del entonces procurador general de la República, Fernando López Arias, haciéndose acreedor a una Mención Honorífica por parte del Jurado, integrado ni más ni menos que por Paul Westheim, Antonio Rodríguez, Justino Fernández, Inés Amor, Luis Cardoza y Aragón, Enrique Gual y Rafael Anzures. Pese a lo cual fuese descolgado como un acto de censura del director en funciones, generando el escándalo correspondiente y el retiro masivo de sus cuadros por sesenta artistas participantes2.

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Como una joya hemerográfica debe calificarse el análisis y la crónica que hiciera el artista zacatecano, él mismo participante en el concurso, que sin detenerse en la polémica que generase el cuadro de Federico Silva, revisa los términos del enfrentamiento plástico entre realistas y abstractos, ponderando la neutralidad e inteligencia del jurado. Felguérez, Manuel. "El primer Salón Nacional de Pintura: Pintura: Política y otros primores", en México en la cultura, suplemento cultural de Novedades, México, septiembre 20, 1959. Véase, International Center for the Arts of the Americas at the Museum of Fine Arts, Houston, Documents of 20th-century Latin American and Latino Art, A Digital Archive and 5


Color, monumentalidad, densidad intelectual, originalidad, articulan un continuum en el discurso objetual de Federico Silva. Emergen rotundos o se esconden en veladuras sutiles, pero siempre nos seducen por esa su peculiar capacidad de cohesionar belleza y reflexión, cultura y sensualidad. Viene desde lejos, sus ansias se alimentan de lo antiguo, renovándose sin cesar; pasan de las miniaturas y los formatos discretos hacia lo descomunal, fusionándose con la arquitectura, clamando por un espacio vital, expansivo, que se apodere del entorno y permite la interacción con los espectadores, el diálogo en movimiento, su capilaridad; teniendo a la sociedad como origen y destino, eje vertebrador que combate la vulgaridad del mercado y sus modas en tanto disfraces especulativos. Cada hecho y todo objeto de su creación es, por esencia, público en su naturaleza, su significado e intención. Así, composiciones exquisitas y únicas como el Mural escultórico, exterior, y la Historia de un espacio matemático, interior, trazado con rayo láser, de la Facultad de Ingeniería de la UNAM (1980), demuestran que para él no existen planos diferenciados, sino matices en una concepción integral, holística, que consciente ignora las convenciones del dentro y el fuera, del bulto y lo liso, apoyándose en una geometría rigurosísima que parió una abstracción contundente. Apoteosis de la materia, de su transformación en flujo, ya sea eléctrico, acústico, de luz o visual, que considera la experimentación permanente y el acecho de la geometría hiperbólica o imaginaria de Nikolai Lobachevsky. La geografía de Ciudad Universitaria cuenta con otras señas de identidad de nuestro alterador de percepciones, que definen en mucho el perfil territorial y simbólico de nuestra máxima casa de estudios: las Serpientes del Pedregal (1986), colosales herederas de nuestra imaginería precolombina, progenie de Cihuacóatl y Coatlicue las mujeres-diosas que abrazan y contienen al mundo, facilitan la senderización del espacio mediante el recorrido de sus lomos, invitándonos a jugar con sus fauces y escamas, gracias a la feliz comunión del hormigón y la piedra volcánica. Al cumplir sus primeros veinticinco años de vida (2011), Javier Barros Valero escribió una deliciosa crónica que registra cómo se integró tan magna obra con el paisaje, conquistando el favor de

Publications Project at the Museum of Fine Arts, Houston. Registro ICAA: 793207. Por cierto, el primer premio le fue concedido a Pedro Coronel por La lucha. 6


quienes allí transitan, para hacer de la danza de los ofidios pétreos el sitio de encuentro preferido de la comunidad. En este sentido, El espacio escultórico es una renovación de nuestra herencia, de singular potencia y belleza que, abrevando en el pasado indígena, concebido como un origen posible y una referencia útil, alcanza un esplendor contemporáneo insuperable desde el 23 de abril de 1979, cuando fuera inaugurado para conmemorar el medio siglo de la autonomía universitaria. Suele afirmarse y con razón que: “El éxito tiene muchos padres, mientras el fracaso es huérfano”; ningún dicho popular mexicano más acertado para explicar los debates y los reclamos de autorías varias, narcisismos mortales que revelan el pecado de hýbris o la desmesura por pretender emular a los dioses, respecto de la intervención artística más relevante en nuestro territorio en los últimos cien años. Allí están las fuentes y los documentos oficiales que rinden debida cuenta de tan asombroso proceso, coincidiendo en la atribución a Federico Silva del diseño de la iniciativa, de su desarrollo, puesta en marcha y coordinación efectiva. Lo cual no demerita los aportes de los otros escultores involucrados, pero sí los confina a su exacto nivel de participación. Su vínculo con la UNAM es fuerte y generoso, otras piezas de su autoría diseminadas en el campus de CU así lo confirman: Pájaro C (1976; Torre II de Humanidades) y Dino (1981; Biblioteca Nacional). Por si fuera poco, en 1988 tuvo lugar en el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) su exposición Nahuales, soberbio itinerario por sus últimas aportaciones, con museografía de Rodolfo Rivera, textos de Gillo Dorfles y Antonio Rodríguez, que contó con el auxilio de Ranulfo Hernández, tlaxcalteca, cantero extraordinario de Xaltocan. Muestra que en sus sólidos se montase en el doliente Tlatelolco, espacio que conserva y atesora (1990) Alux matemático (Eje Central en esquina con Ricardo Flores Magón) y Alux de la muerte (Plaza de las Tres Culturas). Marcadores significativos de su empeño por revitalizar nuestra identidad cultural. Sin duda de ninguna especie, la trayectoria de Federico Silva deviene tan intensa, trascendente y diversa, que obliga a pensar en ella a través de un recorrido elíptico; parecido a esos juegos de serpientes y escaleras que parecieran gustarle. Así las cosas, regreso en el tiempo. El Museo de Arte Moderno albergó en 1970 su exposición Experiencia lumínica 2 y láser, un auténtico parteaguas en materia museológica y artística en nuestro país, que permitió una notable interacción con compositores de primer orden como Manuel Enríquez 7


y Mario Lavista. Por eso, sin vacilaciones, Luis Cardoza y Aragón declaró: “El arte cinético no imagina el movimiento. Realiza el movimiento”. Previo a la inauguración y como resultado de su visita al taller de Taxqueña 34 en Coyoacán, Raquel Tibol condensó: Confrontando pintura y arte cinético, Silva llegó a la conclusión de que el cinetismo le entregaba a la pintura posibilidades que antes había desconocido, porque no es lo mismo el movimiento virtual (predicado por los futuristas y practicado por Siqueiros) que el movimiento real. Lo importante del proceso de Silva frente al cinetismo es que en ningún momento hizo a un lado su condición de pintor. Aprendió lo que necesitaba de física, electricidad y electrónica con un espíritu semejante al que había tenido cuando se adiestró en el manejo de pinceles, acrílicos, aplanados, espátulas y telas. La luz en movimiento como una entidad cromática factible de dialogar y componerse con una riqueza no menos compleja ni menos profunda que los colores de una paleta. Posteriormente, en el Palacio de Bellas Artes (1976), convidaría Objetos del sol y de otras energías libres, una nueva incursión en el ámbito de la desmaterialización y la suspensión de las formas, donde se recreaba incluso su laboratorio-taller de investigación (Sala Diego Rivera, conocida popularmente como “Sala Verde”), calificado por Fernando Gamboa como “el gabinete de estudios de un alquimista del siglo XXI, de un artista de la era atómica”. Y resumía en unos cuantos trazos su sentido último: “La obra de Federico Silva descuella por su combinación estética de ciencia, tecnología, naturaleza y arte; que origina acordes plásticos ópticamente bellos que combina en una fusión”3.

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Este es un pasaje del texto que leyera el gran curador mexicano del siglo XX, durante la inauguración de la muestra el 8 de diciembre de 1976. Sin embargo, y tal como suele acontecer en diversos momentos de nuestra historia, la política se impuso a la cultura, pues al poco tiempo de su apertura fue suspendida por la urgencia del entonces presidente López Portillo por exponer la colección del empresario petrolero norteamericano Armand Hammer, notoria por el gran número de lienzos impresionistas, algunos de ellos de dudosa autenticidad, misma que en efecto fuera “estrenada” el 27 de febrero de 1977 con la presencia del Ejecutivo federal. Ahora bien, hasta aquí la anécdota; empero, el trasfondo resulta inconcebible, aún para nuestros estándares, ya que los costos fueron cubiertos por el gobierno, mientras que la recuperación en taquilla (boletos de 10 y 5 pesos) se destinó a la naciente institución cultural y educativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana, quien se asumió como la promotora del préstamo de dicha colección. Claro está que, hasta la fecha, un bien nacional está comodatado en favor de particulares, quienes, por casualidad, eran parientes del propio Jefe del Ejecutivo, encabezados por su hermana Margarita a la sazón directora general de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación. Para la época, la muestra recibió más de 170 mil espectadores en sus apenas 21 días de exhibición. Sin comentarios. 8


De vuelta al cinetismo de Federico Silva, ya Antonio Rodríguez capta en todos sus pormenores, al sostener, pensando en una máquina-pieza concreta montada en el Museo Tecnológico de la CFE en 1971: “Al contrario de la escultura que vale por sí misma, el Kinemascopio concede poca importancia al objeto. Lo que le preocupa son los efectos – lumínicos, sonoros, dinámicos- derivados de su acción”. Años después, el mismo creador explicaba en un texto magnífico sobre La nueva escultura mexicana (1977), porque no se nos olvide que es un teórico de sobrada consistencia y un estupendo escritor: La realidad que incide sobre el arte es muy compleja y no necesariamente pertenece al mundo visual, táctil o sonoro, sino al de la imaginación más abstracta, lo que también puede ser una forma comprobable de la realidad; de hecho en el arte, la forma es la síntesis probatoria de esa complejidad; llegar a la forma es arribar a la esencia del arte, en ella está su verdad, todos los relatos que describen un tema, son coberturas de un fenómeno cuya trama geométrica íntima no es su esqueleto, sino su esencia; la escultura de hoy elimina los ropajes ya inútiles y va directamente a la estructura formal. Incursiones en lo desconocido, disfrute del riesgo, apuesta por la racionalidad móvil de una estética cuestionadora de las circunstancias. Pensar, hacer, investigar, a eso orienta su voluntad y vocación Federico Silva, lustro tras lustro, década tras década. En suma, la pasión por las ondas de materia de Louis de Broglie que jaspean la producción de tan deslumbrante científico-artista, preocupado y ocupado en la topología tetradimensional, así como en el cultivo de los lenguajes materiales de la pintura y la escultura. Gustavo Sainz (1972) daba en el blanco cuando defendía la idea paradójica de que los objetos solares mantenían el misterio y resistían el silencio, pese a la naturalidad de su calidad de artefactos y dispositivos. En la abreviatura de Guillermo García Oropeza: “El arte de Federico Silva alienta la pasión y la nostalgia de los tiempos futuros”. Al modo de un hábito que enriquece a nuestras instituciones culturales, el Museo de Arte Moderno alojaría una vez más otra de sus sumas picto-escultóricas: Continuidad. Un

Véase, Amador Tello, Judith: “El claustro de Sor Juana como negocio familiar”, en Proceso, México, Número 1576, 13 de enero de 2007, y Tibol, Raquel: “A quien corresponda”, en Proceso, México, Número 14, 5 de febrero de 1977. 9


acto ritual, en 1986; que nos sorprendió con piezas de pequeño formato, en nuevos materiales como el mármol negro y el ónix blanco. Innovación constante, divisa de este hacedor de constelaciones mágicas que se afanan en calcular el azar en cero. Volvería del mismo modo a su casa de trabajo, la UNAM, con la serie de gráfica digital Los migrantes, colgada de las rejas del recinto, y la tercia de aceros monumentales Quiebre (2010), en la maravillosa estructura al estilo Jugendstil, sede del Museo Universitario del Chopo. El ritmo de su imaginación reflexiva se mantendría y las ideas encarnadas, como gólems primigenios, regresarían a su matriz natural en la caverna-guarida de Huites (Choix, Sinaloa), adosados en directo a sus cortinas rocosas de cerca de 5 mil metros cuadrados, distribuidos en 84 arcos sembrados cada tres metros, en un túnel de poco más de 250 metros de profundidad, dispuestos topográficamente con láser, en el complejo hidroeléctrico Luis Donaldo Colosio, donde el lujo de su visualidad avanzada está protegida por los vigilantes de piedra que guardan esta inexpugnable fortaleza generadora de electricidad, inaccesible para los simples mortales, intervenida entre 1994 y 1997, dando origen a una gigantesca pintura filo-rupestre llamada El Principio, pero conocida igual como La cueva de los cazadores de la luz. El lugar que solía ser morada de las águilas representa un estímulo a la meditación, siendo ahora la palestra donde los guerreros desafían la noche disparando sus dardos al infinito, emulando a su creador, Federico Silva, el eterno flechador de la belleza. Señalo sin temor a equivocarme, que se trata de un conjunto plástico equivalente en su categoría estética y su peso histórico, a los muros de San Ildefonso, Palacio Nacional, la Secretaría de Educación Pública, el Hospicio Cabañas, el Cárcamo del sistema LermaCutzamala, el Polyforum, Chapingo o la suma de bastidores transportables del Palacio de Bellas Artes. Compositor de universos imposibles, nómada en persecución de sus ideales de siempre, que sentó sus reales bosquejando, levantando y haciendo realidad la primera morada de la escultura contemporánea en México y América Latina: el museo que orgullosamente lleva su nombre en la ciudad de San Luis Potosí, donde se salvaguarda la donación generosa de buena parte de su fábrica de mitos y emblemas, bodega de las ilusiones y cofre repleto de gemas plásticas. Quedo a deber apuntar, siquiera, su impacto internacional, en especial las esculturas que tiene desperdigadas en Francia, Japón, Estados Unidos, España, Jamaica o Suecia; como 10


también su presencia en los estados de la República, y aún en la Ciudad de México (Canto a un dios mineral en el Palacio de Minería o El Vigilante, emblema del Sistema Morelos de Telecomunicaciones, mínimas menciones). Tan agotadora y prolífica trayectoria impide el levantamiento de una bitácora fiel. Imposible abarcarlo todo. Haré una salvedad con una obra altamente simbólica, que incorpora los valores en los que cree nuestro celebrado creador, ubicada en Matamoros, Tamaulipas, y develada el 20 de septiembre de 2011, justo en ese linde donde el vecino nos amenaza con alzar muros, como si con eso pudieran detener nuestro aliento y fuerza vital. En esa oportunidad su autor, al entregarla, sintetizó su acepción plena: “En el extremo noreste de México; en su frontera; se encuentra el monumento Principio, cincuenta toneladas de piedra. El monumento Principio significa: origen; raíz de nuestro pasado precolombino, pasado de la cultura indígena que prevalece en el imaginario del pueblo mexicano. Netzahualcóyotl, en uno de sus poemas escribió ‘que haya paz en la tierra con agrado del pueblo’. Esto es un principio moral que se finca en la libertad, el progreso con justicia para todos; y como baluarte supremo: la soberanía. El arte suele cumplir una función integradora. Espero que aquí eso ocurra”. En este caso, Federico Silva no se limitó a aportar su granito de arena en la defensa de nuestra dignidad nacional; con largueza, se ufanó en montar una sucesión de guerreros de luz que, encaramados unos en los hombros de otros, anuncian, en el desparpajo insolente de su posición, que estamos preparados a toda hora y para cualquier contingencia. En este retrato fallido de sus méritos, por ser yo incapaz de censar las delicias de su pasado, quisiera con él volver al tiempo por venir, ese que todavía no acontece, el de la esperanza, que en mucho le pertenece a Federico Silva, por haberla sembrado amorosamente en todos sus días y en todos sus trabajos, al estilo de un Hesíodo orgullosamente mexicano. Con motivo del Doctorado Honoris Causa que le otorgase la UNAM (2010), nuestro homenajeado resumió en una conferencia magistral: “Si el arte se desentiende de lo que somos, de lo que queremos ser desde nuestra diversidad social, se habrá de contribuir al caos”. Y vaya que tiene la razón.

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