Geologia y traducción

Page 1

GEOLOGÍA Y TRADUCCIÓN* UNA LIGA ÍNTIMA CON LA LECTURA Jorge Bustamante García


Supongo que escribir es una manera de volcar el mundo interior, eso inenarrable que cada quien lleva dentro y que lo acompaña como una sombra a lo largo de la vida. Tal vez esa inspección del sentir inefable es, en última instancia, lo que mueve a hilar palabras, a tejer elucubraciones acerca de uno mismo, a contrastar la experiencia más íntima con la experiencia de los demás, en un mundo que siempre está ahí en permanente cambio y movimiento. Todo lo que escribe una persona que escribe va, quizás, en pos de esa iluminación. De ahí nace también, tal vez, el interés por la lectura. A través de ella, quizás, pueda uno descubrir cómo le han hecho otros para desenredar la madeja de sus vidas y desentrañarla en un relato, en un poema, en un ensayo, en una novela. Entre los veinte y treinta años de mi vida leí y respiré temiendo siempre que todo se escapara, que no quedara nada que realmente me ayudara a desenredar mi propia madeja. Todo lo que hice en esos años fue escribir muchas cartas desde lejos, llevar un diario y estudiar geología. ¡Ah, la geología, la geología!, todo un campo del que quiero hablar. Por más que ocupó gran parte de mi tiempo, no logró apartarme de la lectura literaria, porque yo acudía a esa lectura con el único fin de sentirme menos solo, procurar aclararme lo que me ocurría y lo que ocurría a mi alrededor. Tenía la inexplicable sensación de que sería joven por muchos años más, que aún tendría todo el tiempo del mundo y todo lo dejaba al extenso futuro, esa porción de la vida que en realidad no existe, porque todo lo que nos sucede ocurre en un múltiple e interminable presente. Somos muchas historias, memoria, pensamiento y muerte en el único hoy que nos pertenece.


La geología permite leer de otras maneras lo que no habíamos tocado todavía. Pararse frente a un afloramiento, tratar de distinguir las diversas rocas entre sí, identificarlas, clarificar sus relaciones, esclarecer las características de los estratos o de las masas rocosas,

dilucidar

sus deformaciones, sus

estados

tranquilos,

sus

afectaciones tectónicas

por

fallas

o

plegamientos, imaginar

lo

que

ocurrió a través del tiempo

geológico

es asistir a todo un acto de lectura y de ficción. La historia no sólo de la tierra, sino de los planetas, las estrellas y todo el universo es la representación de la tan anhelada e inalcanzable novela total. Una novela donde no se tiene una sola historia, sino todas las historias posibles, cada una con su propio espectro de posibilidades. Ese afloramiento contiene todas las aristas de la construcción del mundo y, como ante un relato infinito, es un privilegio estar ahí parado, leyéndolo. Leer un afloramiento así es traducirlo. Con frecuencia me enfrentaba, como geólogo, a ese ejercicio de interpretación. Si algo fallaba de pronto en mi lectura de lo que veía en el afloramiento, si algo no encajaba, entonces se derrumbaban los modelos que pretendía alcanzar. Y construir un modelo en geología es algo muy importante. Si uno omite, por ejemplo, la presencia de ciertos minerales, si no los detecta, si no capta ciertas alteraciones y deformaciones, el modelo puede cambiar vertiginosamente. Lo mismo puede ocurrir con la traducción de poesía. Si no percibes ciertas maneras de decir, ciertos sentidos recónditos de las palabras,


ciertas resonancias de los vocablos ambiguos, la traducción se enfilará hacia otros rumbos. A menudo me gustaba traducir poesía en los campamentos geológicos, después del trabajo de campo. Era una manera de relajarse un poco y continuar interpretando tanto los signos, los vocablos, como las rocas y sus relaciones. Así lo hice en las montañas del sur de Colombia en 1979. Durante varias noches traduje y pulí en un campamento

geológico

algunos

poemas

de

Alexander Blok, tendido sobre un catre y alumbrando el papel con una linterna, en total silencio, para no despertar a mis compañeros exploradores. Algunos de ellos se alegraron mucho cuando un tiempo después leyeron mis versiones en el suplemento Lecturas Dominicales de El Tiempo, sobre todo un poema blokeano que en acento colombiano sonaba así: “La noche, la droguería, la calle, el farol,/ Mundo absurdo e insípido./ Vive aunque sea un cuarto de siglo más/ Y todo será lo mismo. No hay salida”. Cuatro años después, en 1983, me encontraba en Sonora en otro campamento exploratorio buscando yacimientos minerales. Por las noches, cuando todos dormían, me ponía a traducir poemas de Anna Ajmátova. La casa que nos servía de campamento en el poblado de Rosario de Tesopaco parecía estar poseída a esas horas: se percibía todo tipo de ruidos, chirreaban las puertas, se movían, se escuchaba como si arrastraran algo por el piso y las paredes,

en

el

techo

se

oían

estruendos que parecían rasgar las tejas, se sentían ciertas presencias que

se

sentaban

densas

en

los

taburetes y los catres. Era difícil dormir al principio, nos daba pavor, después todos nos acostumbramos, convivíamos con las extrañas presencias y no prestábamos atención. Anna Ajmátova llenó muchos de esos momentos, me distrajo olímpicamente, no dejó que me consumiera el miedo. Traduciéndola me distraía tanto, que los fantasmas se me olvidaron.


En una ocasión que fui al DF me llevé un par de esos poemas traducidos, los pulí, los mecanografié y por consejo de un amigo escritor, se los dejé a Carlos Monsiváis en la redacción de la revista Siempre. Regresé a Sonora a los trabajos de campo, a la casa con los fantasmas ruidosos e inofensivos de Rosario de Tesopaco y me olvidé del asunto. El trabajo y los ruidos nocturnos me sumergieron en otras preocupaciones. Al siguiente descanso llegué a la estación del tren en Ciudad Obregón, compré un boleto para México y me acerqué a un quiosco donde vendían periódicos y revistas. Ahí estaba la última edición de Siempre. Lleno de ansiedad la compré, la abrí, me fui directamente al suplemento La Cultura en México, de pronto me sobresaltó descubrir en sus páginas la publicación de los poemas y la nota sobre Ajmátova que le había dejado a Monsiváis. Fue una alegría inmensa que celebré a solas durante el viaje. Releí mis versiones y sentí que ahí había algo que me gustaría seguir haciendo, las releí hasta aprendérmelas de memoria: “Mi camino no es ni recto, ni curvo,/ Llevo conmigo el infortunio,/ Voy hacia nunca, hacia ninguna parte,/ Como un tren sobre el abismo”. Si los fantasmas de Tesopaco no habían logrado distraerme en el empeño de traducir a la Ajmátova, ahora sabía que ya nada impediría que siguiera traduciéndola, a ella y a otros poetas. Durante años seguí en esa labor, en la noche leyendo a los poetas rusos, en el día descifrando afloramientos. Rusia fue a mis veinte años, y lo sigue siendo hoy, un continuo diálogo, una permanente revelación. La geología y la literatura fueron dos ventanas que se me abrieron allí para siempre. Gracias a la primera, viajé estrepitosamente por ese país extenso y enigmático. Las prácticas estudiantiles nos llevaron a los lugares más recónditos. En un koljoz de Moldavia, a orillas del río Dnieper, entre perales y manzanos y baldes repletos de vino que nos costaban apenas un rublo, aprendimos el uso del teodolito. En Daguestán, al sur del mar Caspio, entre dos poblados

de

nombre

lejano,

Gergiebel y Kikuní, y a orillas del Karakaisún,

Paraje en Osetia del Norte

confeccionamos

un


mapa geológico que, antes que de realidad, estaba hecho de nombres extraños y sueños perdidos. Y me acompañaron también libros extraños. Leí “Memorias de un opiónamo” en la cima de una montaña del Cáucaso, sobre vetas de plomo y cinc en un paraje perdido de la república de Osetia del Norte, donde los atardeceres parecían tranquilos, pero lo lanzaban a uno de cara y sin remedio al vasto sueño sin respuesta del universo. Un librito maravilloso, “En el país de los cuentos” de Knut Hamsom, me acompañó durante una estancia en el poblado de Orsk, en los Urales. Geología y literatura se me volvieron indisolubles. Allí a donde fuera leía minerales y libros. Convivo con eso hasta la fecha. Leí Años de fuga de Plinio Apuleyo Mendoza mientras realizábamos cartografía geológica en el sur de Colombia en 1979; cohabité en 1991 con Maqroll el Gaviero cuando se volvió minero en Armibar, mientras realizábamos

exploración

minera en San Diego de Curucupaceo

en

Michoacán; en octubre de 1990, en un viaje de inspección geológica de varios días entre Morelia y Arcelia, en Guerrero, leí El general en su laberinto. La terminé en

esta

última

localidad,

encerrado

en

un

San Diego de Curucupaceo

hotelucho sórdido y sofocante, lleno de mosquitos y zancudos que no daban tregua. Me imaginé que así, cercado por un mísero ambiente, iba Bolívar de regreso por el río Magdalena hacia la costa, traicionado y decepcionado, directo a la muerte, después de liberar cinco naciones. No me pesa haber dedicado tanto tiempo de mi vida a la geología y la traducción de literatura rusa. Al contrario, me entusiasma. Ambas disciplinas me mostraron el andamiaje sobre el que está construido el mundo: tiempo, materia, silencio y olvido. Los seres vivos somos apenas consecuencia de esos factores, y sólo los humanos estamos supeditados a la traducción, a la interpretación, para discernir los estratos telúricos no sólo de nuestro planeta, de todos los confines infinitos en que se despliega el universo, sino también de nosotros mismos, de nuestra alma sin término.


El ejercicio de la geología y la traducción va ligado íntimamente a la lectura. Desde mis primeras experiencias de campo elaborando con compañeros de estudio mapas geológicos, aprendimos a poner sobre un papel nuestra lectura de las rocas y sus relaciones mutuas en un lugar específico. Levantamos mapas entre Sinferópol y Bajshisarái, en Crimea, en el verano de 1973. Las prácticas de yacimientos minerales las pasamos en Ucrania, en los Urales y en el Cáucaso profundo, en Osetia del Norte, un país pequeño en los bordes de Chechenia. En las minas profundas de minerales polimetálicos caminábamos por los niveles de las minas recolectando muestras, documentando las paredes y la frente de los socavones, descifrando el significado de los distintos minerales y sus aureolas de distribución a lo ancho y profundo de los yacimientos. En cada uno de esos lugares pasamos largos meses husmeando, inventándonos a nosotros mismos y a los demás, pues como leímos en una pancarta en el aeropuerto de Orsk, una pequeña ciudad al sur de los Urales, “nacimos para hacer el cuento realidad”.

*Del libro inédito Apuntes del rumor del tiempo


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.