Jorge Brash. México, 1949

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JORGE BRASH GUILLAUMIN, Nació en Xalapa, Veracruz, México, el 7 de mayo de 1949. Poeta. Estudió psicología en la Universidad Veracruzana y en la American University, Washington. Ha sido editor y director de la colección Cuadernos del Caballo Verde de la UV. Colaborador de Academus, Dictamen, El Juglar, El Tiempo, La Palabra y El Hombre, y Vuelta.

JÍCARA Al Conde de Puig, Marqués del Llano

El tiempo rompe en olas venideras y nos baña de música. GABRIEL ZAID

Si toda mancha esconde una imagen, todo disparate alienta una lógica.

ORLANDO GONZÁLEZ ESTEVA

PRELUDIO (Allegro ma non troppo)

Cuando mi madre me contaba cuentos o me leía pasajes de algún libro, cantaban tantas voces; su remoto sentido y sus ecos les llevaban un agua transparente


a los regatos de mi corta memoria. Esas palabras nuevas, a golpes de sorpresa, soportan hoy el peso de los años. Me dejan un regusto a cedro, resonancias, aromas vegetales que nimban el recuerdo. Busco a ese niño absorto en el sonido. Quiero verlo estrenando zapatos y canicas. Balbuce el agua murmullos, chapaleos, y rebosa la jícara laqueada. ¿Qué me dice? En un largo descenso me arrastra la atracción de sus raíces.

SCHERZO I

I Como el cielo circula de cabeza y el surtidor fatal de su firmeza al cabo prevalece, dibujo en la portada de mi canto un paisaje de mar y camposanto que la risa estremece.

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II Me sorprendió el invierno acariciando un gajo del otoño. Siempre y cuando estas rachas de frío mantengan su bandada en el dosel sin calar en el trote del lebrel, podré vadear el río. III Y mientras no me borren de la lista, las variopintas huestes de la vista no sabrán al oído imponer el rigor de su patente tan bien ganada a juicio de la gente y algún desconocido.

IV Al sueño le confío la tarea de ir juntando retazos de marea: flor de caleidoscopio trastornada a la luz de la medusa, esquirlas de una música difusa que en seguida me apropio. V Se hace ovillo la noche en el bostezo. El sueño se agazapa como un beso que exalta la figura de la durmiente exenta de cuidado, y un rubor anhelante y espigado el lecho le procura.

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VI Verticales saetas arman jaulas repletas de pasmos instantáneos, de miradas absortas en la misma sucesión que me abisma entre ecos y voces dislocadas. VII ¿Cómo medir el diámetro del sueño? Siempre está más allá. Cuando me empeño en distinguir sus ramas, hace mutis. Me deja en la retina el nítido perfil de una tonina danzando entre oriflamas.

VIII No sé si al fin querrá venir la musa a ajustarme las cuentas. No hay excusa para esta flor callada. Su despiadada ausencia contamina los versos averiados que trasmina mi pluma trasnochada. IX La palabra también, incluso escrita, humo se ha de volver no bien palpita, pero antes ha alentado en la fragua del ojo, en la conciencia, y uno se dice, no sin indulgencia, ¡quién quita lo bailado!

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X Salí a buscar el consonante justo y en mi huerto encontré con mucho gusto azahar de limón. A ver si el viento norte no lo tira y la fragancia que su luz respira lo transforma en pezón. XI No ha de acabar mi canto en una endecha; si acaso, en una silva contrahecha que, al no dar con el tema, atribulada ve cómo se arruina y, terciando los bártulos, termina en puro epifonema.

XII Saliste a caminar en pleno invierno y al punto lamentaste vestir terno de casimir inglés, cuando lo más sensato habría sido llevar abrigo y gorro guarnecido de borrega al revés. XIII Del humus aturdido, el reseco crujido sigue el furtivo paso del anhelo. Al alba te despierta y ahí junto a tu puerta miras sólo las huellas del deshielo.

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XIV Para pasar del tiempo a la distancia no es menester sino una circunstancia por demás baladí: que el metaplasmo aún indefinido quieto se esté o verde haga el zumbido de breve colibrí. XV Ven a pararte aquí, que la alegría inaugure su tienda y que este día se recueste a tus pies. Podrás ver la sonrisa arborescente de la luna que mira el sol poniente acunando la mies.

XVI Verás cómo la historia en la ceniza define su perfil cuando agoniza al cabo del incendio y concierta los gustos, las edades, al designio que une voluntades sin pena ni estipendio. XVII No hay nada como el gozo de quien sueña que de pronto, parado en una peña, ingrávido extravío lo levanta a los ámbitos del cielo y lo proyecta en la espiral del vuelo de un ánade bravío.

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XVIII Según predica el mirlo ya embriagado de su agitada pluma ‒un tornado cerniéndose al socaire‒, bien haya quien aviva y se hace cargo: jamás el gavilán pasa de largo ni oteando con desaire. XIX Si a luz sabe la poma del invierno será que Gorostiza en su cuaderno dejó para el estío fruto más delicado que rindiera, en la dulce sazón de primavera, su mosto más umbrío.

XX Meditar a la luz de la conciencia, ver al instante espacio y diferencia; el tiempo reducir al puro movimiento del molino de las horas vacías: el camino de aprender a morir. XXI Cuando niño, jugando a la amargura buscaba la querencia de una oscura covacha sosegada, allá en mis apartados pensamientos, escuchaba murmullos, voces, cuentos para burlar la nada.

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XXII La experiencia entrañaba ciertamente algún desasosiego. Y de repente, la voz advenediza cuyo rumor oí detrás del muro no encontraba expediente más seguro que salvar la cornisa. XXIII Mi tío nos juntaba tras la cena; era tersa su plática y serena como un pozo artesiano. Entonces emprendíamos el viaje, a través del oído y el lenguaje, a la zaga del piano.

XXIV Risoria entona su romanza leve y los cristales mismos de la nieve en torre se levantan hasta tocar el vientre de la nube. Despierta Melopea... ¡Al cielo sube y pífanos le cantan! XXV Anda, párate aquí y en un chasquido de la lengua verás un estallido de ola gigantesca. No habrá humor ni pasión de íntimo albergue que la mar no conmueva cuando yergue vorágine grotesca.

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XXVI Oirás cualquier modulación del habla en el coloquio que la noche entabla; cantarás madrigales y cruzarás desiertos ateridos que poblaban antaño los gemidos de anémicos chacales. XXVII Si bien se nos antoja de momento que armonía tan solo es un invento de los sabios cantores, ¡cuántas veces airosa se presenta asumiendo el perfil de una osamenta de cándidos rubores!

XXVIII Cuando llega a ser música la idea y acechante en el ámbito se otea imagen repentina, delirante armonía en las alturas, espejo de algún sueño de figuras, lo inmenso me ilumina. XXIX En la música el tiempo se desliza para expresar de forma más precisa la intención del autor, y cuando Dios pensó hágase el mundo sería que a su hastío errabundo le hizo falta clamor.

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XXX Me gustaba poner esa partita en alguna versión muy bien transcrita, pero ocurrió que un día, ya con Gould, pude oírla muchas veces hasta apurarla a fondo y sin dobleces, como una epifanía. XXXI Esa voz que aguzada en el falsete ni historias ni motivos nos promete fulgentes, en su acento ‒corpúsculo de un ocio sublimado‒, a más del fuego, tiene de su lado las razones del viento.

XXXII De espaldas al silencio, la ocarina se ha calado una túnica ambarina. Bisnieta del carrizo, cuelga del aire su canción herida, oscilante entre el sueño de la vida y el ocio manumiso. XXXIII De Mussorgski me lleva la carreta parsimoniosa, lenta e inconcreta. Destilado de uva que unos belfos dibuja, besa y tiñe, como el sueño que luego se desciñe al amor de la tuba.

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XXXIV Claudio Arrau inventó cierto teclado que música le vuelve lo pensado y, si al aire lo fía, exhala en el verano los aromas del mango, la guanábana y las pomas, en perfecta armonía. XXXV Por momentos, con Mozart, reflexiona los trinos y las pausas. Todo entona y explica su contento cuando no la tristeza. Se ensimisma, contiene su dolor, baja la crisma, recupera el aliento.

XXXVI Si la desdicha amarga se cuajara en un brazo de mar, si trasegara el infinito del dolor, se formaría un banco de corales que a Gesualdo dictara madrigales dignos de su rigor. XXXVII En la siesta pautada de ladridos vinieron a buscarme los sonidos nocturnos de la tierra. Dormir a trechos tiene sus ventajas, sobre todo en el sueño que desgajas al lado de tu perra.

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XXXVIII El día no comienza hasta que siento la frialdad de su hocico, el tibio aliento en la mano que pende amodorrada a un lado de la cama. Cruzamos las miradas, se encarama y a mi lado se tiende. XXXIX ¿A importunarme vienes a estas horas, solemne, adusto ceño que enamoras a la casta verdad para luego empañarla con sofismas que pasto son del moho y de lepismas propios de la humedad?

XL ¡Payahás! te diré, como el del cuento de Cortázar ‒inspiración y aliento de palabras aladas. Ponte un poco de sábila en la frente y al fondo escucharás desfalleciente un júbilo de hadas. XLI Cuando Platón escribe sobre Sófocles acaso el aludido sea Androcles, y no está en nuestras manos desentrañar los móviles de Esquilo, ya no digamos qué intentó el tlacuilo con pinceles ufanos.

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XLII ¿Que qué quiero decir? ¡Pues lo que digo! La adivina diría que su amigo, con líneas oscilantes, va enhebrando palabras en teoría que sueñan con tener la gallardía de un grupo de elefantes. XLIII Trasponer del silencio la pendiente; en seguida vadear aquel torrente de versos a pie enjuto y, evocando esos grupos de palomas, honrar a Pellicer, remontar lomas hasta un vértigo hirsuto.

XLIV De argumento y recaudo se hace el guiso sensible al aderezo y tornadizo al vino más amable. No juzgues la eficacia del poema por su mera andadura ni por tema o argucia deleznable. XLV Risoria y Melopea, bien barruntas, no bien se ven o se pasean juntas, desfallecen de risa. Su venturosa alianza es tan antigua que doble rostro Jano les santigua ‒ordenada y abscisa.

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XLVI Dejaría sin duda esa luna desnuda, entre hojas de acuyo, dulce ofrenda frutal como su boca y, en cristales de roca, podría sosegarse mi contienda. XLVII Quieto se queda el río un instante para no desmentir ese semblante que tormentas serena. Viste Ehécatl túnica de viento, alborada de nácar, y su aliento anima la colmena.

XLVIII Una mañana vino Mayahuel hasta la ceiba, a recoger la miel. Sus fluidas guedejas confundían al pájaro y al pez. Tal cual, así será, pues ya lo es según dicen las viejas. XLIX El reloj de la sala las horas descabala pensando en la clepsidra desdeñosa y acorta los minutos en suspiros enjutos mientras el agua impávida rebosa.

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L Párate aquí, contempla la mañana a la luz que tamiza la ventana: galería de pluma, concierto para el ojo y el oído que en la espesura concibió el zumbido preciso de la bruma.

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TRIZAS (Interludio. Adagio un poco mosso.) para O. G. E.

a Casa del sol, dame sรณlo silencio para mi voz.

b No pasa el tiempo en el rincรณn oscuro del viejo templo.

c Un comentario a la lluvia que cae: el viejo cรกntaro.

d Al pie del agua, piedra labrada, el sapo; hoja, la rana.

e Cuenta dormido las escamas del aire el abanico.

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f Ante la luna tiende su sombra el gato, cuando maúlla.

g Sueño olvidado. Vaga luz que devuelve silencio blanco.

h Doblé la esquina y mi sombra perdí. Hallé su brisa.

i La cola humilla ‒tablero de ajedrez‒ el cuco ardilla.

j Todo el silencio cabe en la soledad del viejo cuenco.

k Feliz el agua que al caer presta al aire húmeda calma.

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l El tlaconete va del agua a la luz junto a la fuente.

m Fines de marzo, el agua vuelve al sol: loa de pájaros.

n También la niebla ha olvidado ese rostro que me desvela.

ñ Callar un poco y que la noche misma lo diga todo.

o Hacen rondín oscuro las tepehuas por el jardín.

p ¡Ay, Tláloc, Tláloc, tu jícara se agota al son del cántaro!

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q Frente a la uva una hormiga se peina trenzas de luna.

r Un verso náutico ha prendido la vela. Sigo bogando.

s Si día y noche no caben en el ojo, entonces dónde.

t ¡Ay, este espejo! ¿dónde se mirará si yo me muero?

u Cabe un ladrido lejano, en el silencio, junto al olvido.

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v Párate aquí. El aire está temblando: el colibrí.

w Quedó preñado un frasco del silencio en el armario.

x Cuando no hay luna la luz fluye del ojo de la lechuza.

y Temblor de estrella. Rauda cruza la araña sobre su tela.

z Párate aquí, es la vida que pasa. Déjala ir.

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SCHERZO II

LI Vuela aprisa el zanate en la neblina, va venteando el dosel o lo adivina, remonta la penumbra y la fresca en ensueño delicioso. ¡Honda inminencia y soledad del gozo, el recuerdo me encumbra! LII Todo olvido es recuerdo de la nieve y a la mitad del pasmo el seso atreve no más que su temblor. Tiene la noche dulces recovecos donde suelen medrar sueños entecos pero en tono mayor. LIII El falso tulipero se levanta y a su incendio la luz llega a ser tanta que el aire queda quieto, inflama los rincones del follaje, dispuesto siempre a remprender el viaje sin carga ni amuleto. LIV ¡Cómo eleva sus preces sosegada, verde faro que cuida su morada al giro de la testa! La campamocha tiende su petate y al cónyuge despacha en el dislate de esa tarde funesta.

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LV ¡Aquí, marchante, venga, pase y vea! Barato y, aunque usted no me lo crea, genuino de Acatlán: chichicuilote fino y matizado, por los sabios de Pénjamo aclamado. Él sólo come pan. LVI Sí, señora, pan sólo, no se apure. De pan se mantendrá hasta que madure y, luego, de agua pura. Estos bichitos viven muchos años. Hace tiempo anidaban travesaños de niebla a gran altura. LVII Tuvo uno de mascota Tycho Brahe. Vive aún y se admira cuando cae la sombra de esa antena ‒a la luz de la luna de Difuntos‒ sobre los dos laureles que ve juntos a un lado de la almena. LVIII Se dice que hace mucho, por ejemplo, se descubrió en el ábside de un templo trazado con sextante una elipse muy amplia que escondía, esgrafiado con prístina maestría, chichicuilo rampante.

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LIX El cual, a diferencia del venado que ebrio sucumbió descerebrado, el tiempo desafía y el recuerdo de Kepler perpetúa, jubiloso cual una cacatúa que la luz extasía. LX El pato buzo frecuenta en la tarde los pliegues del espacio, y en su alarde irisado ‒de pronto voluble y submarino‒ se revela la pericia profunda con que vuela sobre la faz del ponto. LXI Al norte de la flama hay un cielo de grama donde peces dibujan horizontes al carbón. Se oye un grito, confirmación del mito de la cueva –mamut, ciervos, bisontes. LXII Silogismos aparte, se diría que la intuición desmiente la miopía de este tiro de dados. Aquel punto de luz también fue estrella expulsada del mar. ¿No será ella la voz de los ahogados?

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LXIII Los hechos del presente son olvidos o recuerdos del todo confundidos mañana. Y por eso la nube es afán puro de silueta definida, aunque frágil e inconcreta como su propio peso. LXIV El mundo tiene forma de elefante, dijo aquel paquidermo y al instante profirió su barrito. Y de pronto fue el sol, y la sequía estrenó su aguijón en aquel día bajo un domo infinito. LXV Las nubes adelgazan de momento y una luz quebradiza trae el viento: se oye una canción al pie de la ventana de un castillo. La acuarela se enmarca de amarillo para una exposición. LXVI Entre los folios de un himnario intonso encontré el manuscrito de un responso galés en hoja suelta: Apiádate, Señor, de mi mascota fiel, diligente y por demás devota. Esperamos tu vuelta.

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LXVII Ahab cifró su vida en singladuras no por más ilusorias menos duras; sorteó tempestades, a la furia del mar le plantó cara y en pos de aquella blanca sombra avara, se sumergió en el Hades. LXVIII Acecha el gato en su rincón discreto el punto de inflexión en que el secreto abandona el regazo, y en su piel una selva sigilosa se despereza y abre ya la rosa del certero zarpazo. LXIX El frío es un violeta desleído que toca en el celaje entelerido suaves aires de sol. Anida el viento en álabes, cortezas, y en las raíces mismas de las huesas ensaya su arrebol. LXX Viento en la cumbre; en la cañada viento. El aire anda buscando su aposento y da un fruto lirondo, una drupa en sazón iluminada que deja la ventisca trastornada en el ruido de fondo.

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LXXI Ha vestido la tromba falda gris porque nadie descubra su desliz; más allá, en la escollera, junto a un tejo de mar que el sol desnuda, plantó un balandro la sirena muda, bajo el agua somera. LXXII Triscaba tu contento la caricia del viento, murmullo de hojarasca en el boscaje. Comenzaba a hacer frío y a la orilla del río arrullaba su sombra el oleaje. LXXIII Será amarga la grama. Ares asiste a matanzas sin cuento. Viejo y triste, se ha quedado mirando la escena confundido: dos marinos y multitud de ojos, ya opalinos, no supieron ni cuándo. LXXIV Ya encendió el tecolote sus zafiros; los números reales trazan giros de cociente inaudible. Junto al túmulo escueto de Alexandro sienta plaza, vigila el palisandro, canta un treno imposible.

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LXXV Los apuntes en cifra que Medina guardaba en el baúl de la hornacina ya suman cien legajos. Letra fina, guarismos, integrales, fulgentes desarrollos siderales: sus áridos trabajos. LXXVI Buscaba en su cuaderno un rincón de lo eterno, un pliegue del espacio incomprendido, un atisbo, una huella de luz como centella que trocara el fulgor por el sonido. LXXVII Interrumpe su diario algún problema de ajedrez y, embozando su sistema con paciencia monástica ‒sus confesiones íntimas aparte‒, va aclarando sus dudas sobre el arte cisoria y la filástica. LXXVIII Sucumbe en ocasiones al embrujo del sonido que intuye como un lujo del delirio verbal, y he aquí que su discurso asume trepas a fuerza de equilibrio y machincuepas con fondo musical.

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LXXIX ¿Osará hozar el cerdo saleroso, o pesaroso sesteará en el pozo que el oso descuidó para solaz de su osa untüosa que, tras poner los pies en polvorosa, al cerdo convidó? LXXX Quiso seguir el orden alfabético por ser mucho más fácil, no por ético. El otro, el aleatorio, para empezar, no es orden, y sospecha que será como tierra que barbecha su fruto promisorio. LXXXI A buscar consonante delicado entregarme fogoso, gobernado, harto iluso, jovial. Kamikaze ligero mas nocivo, ñoñecente, obcecado, pensativo, querendón radical. LXXXII ¿Son meros trabalenguas sin sentido, o verdades ocultas que el sonido, como carta robada, expone a la mirada confundida por señuelo patente que liquida la sombra de la nada?

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LXXXIII Que Lacan lo averigüe y su teoría. Yo soy aquel que ayer no más decía un verso flojo y manco cual pecio del Pequod que a Ismael rescató del naufragio ‒y sólo a él‒ en ataúd estanco. LXXXIV Hasta la voz antigua de la escarcha ascienden las alondras y a su marcha se incorporan vencejos trizando serpentinas en la bruma que, agobiada, se abate y luego esfuma el sol de sus reflejos. LXXXV El aire se hizo nudo y luego quedó mudo. Al fragor de estampida o de cascada la luz ha congelado sus perlas sobre el prado: desove de una nube trastornada. LXXXVI El tiempo, si bien miras, no se entiende sin algo en el espacio que se extiende tal flor de movimiento; en la quietud, cual rosa deshojada, será sólo un atisbo de la nada, oquedad del aliento.

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LXXXVII ¡Tanto tiempo este sitio abandonado a la erosión ‒sin rastra, sin arado‒, parvo lar del llantén! Fue cosa de abonarlo con mantillo y esperar que sembrara un pajarillo mi bosque de belén. LXXXVIII Dame nubes y viento despeinado, no quiero ver el cielo desolado en pleno resistero, ni que la luz, desnuda y sin guarida, padezca olvidos de agua confundida en el resumidero. LXXXIX Esos días sin nubes ni humedad hacen mella en la voz; la voluntad, reseca, se adelgaza; pero cuando una nube se perfila a lo lejos, el ánimo rehíla y sale de su casa. XC Será que el agua tiene sus secretos. Impuesta como está a los vericuetos, hendiduras frecuenta. Del peñasco más alto hasta la sima más profunda, ¡torrente que arracima su dicha turbulenta!

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XCI Alexandro vivía en Zimpizagua. Por las noches dejaba cuenco de agua con leche a sus gazapos. Cuando éstos cansados se dormían, la mañana siguiente aparecían en el cuenco dos sapos. XCII Viento y nubes, vinieron los relámpagos, el estridor confuso de los cántaros, jícaras, palanganas con armónica base de goteras, y todo terminó a las primeras canturrias de las ranas. XCIII Viento y nube, luz, piedra; guija y agua, sol, yedra; bruma, follaje, luna y horizonte; la brisa y el velero, respiración del mar en el estero; la duna, el roquedal. El llano. El monte. XCIV Todo esto ha soñado mi versario. Por lo que hace al recuento de mi diario, tal se asienta en las fojas, la vida, este mester, mis coordenadas: anécdotas, historias estampadas entre verdes y rojas.

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XCV Entre los ocres que el follaje arrolla nos oculta aquel árbol una joya de plumas, un destello: la sorpresa fugaz de un cuco ardilla por cuya levedad flota la arcilla y se corta el resuello. XCVI Una vez que bajé a la biblioteca, tan grave me asaltó una voz hueca que por poco me tumba: el mantra inconfundible de un osezno que, adusto, meditaba junto al fresno donde el sueño se arrumba. XCVII Me estuve quieto para no romper su íntima burbuja de placer, mientras él, extasiado, mordisqueaba una tira de corteza batiendo su compás con la cabeza y viéndome de lado. XCVIII Yo me dejé llevar por el instinto y lo invité a probar el vino tinto que tenía en un vaso. El oso me miró sin desconfianza, aceptó el trago, le rasqué la panza y leí a Garcilaso.

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XCIX La cadencia del verso lo arrullaba y de pronto sintió que le faltaba probar la miel hiblea. Jarabe canadiense de arce puro obró de sucedáneo a buen seguro, con toque de ajedrea. C La Égloga primera de memoria recitó con cadencia promisoria de danza tarahumara, pero nunca perdió la compostura. (Todavía recuerdo su figura bajo la luna clara.)

INTERMEZZO

1 las lluvias de septiembre? La primavera canta en una rama variaciones que anidan en el ámbito preñado de esta luz amanecida, y deslizadas rocas de serpiente abren un surco de memoria vaga, confluencia de la riada a medio campo. ¿QUÉ ME DIRÁN

Mientras el gavilán la pluma alisa, el viento en la cañada se convierte en tenue vaharada y ya las sombras se tienden junto a mí. ¡Cuánto silencio entre mis manos ávidas de agua! Así se hace la noche en la escritura. ¿Qué me dirán las lluvias de septiembre?

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2 Me asomo a la ventana. Palomas o volantes lienzos blancos revolean abajo. Altura nada más, todo está en calma. Un amago de vértigo me asombra. La mar en lontananza apacienta las barcas. Esta hora perfila el horizonte. La sombra que proyecto es cada vez más larga; se extiende hacia la noche, no puede ver mi espalda y debo parecerle, junto a las crestas blancas de las olas, un punto en la distancia. 3 ¡Huitzitzilin, huitzitzilin, ráfaga de luz cuajada en rubí y en esmeralda! Cortas la lluvia como el aire y en un suspiro inauguras la tarde.

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Mientras te sigo con la mirada, tus alas silban espirales y la luz misma queda quebrada. ¡Huitzitzilin, soplo de vida cuajada en rubí y en esmeralda! Ante la campánula oreas el norte, abanicas su falda y al aroma de la albahaca le haces la corte. Los callejones del aire trazan tu mapa, vuelven ascuas las tornas de tu plumaje. ¡Huitzitzilin, huitzitzilin, soplo de vida cuajada en rubí y en esmeralda! 4 El rosario de gotas que tañe la palangana comunica un mensaje tan sólo comprensible al distraído.

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Me basta presentir que esas criaturas de rotundo y efímero dibujo, roto ya el invisible tegumento que las defiende y circunscribe, están en santa paz con mi inconsciencia. 5 Ya no pude encontrar aquel silencio que envolví en la memoria como se arropa a un niño antes de darlo al sueño. Los rumores llegaron y vi como dos árboles portaban su cargamento de hojas y de pájaros. También huyó la noche entonando su aria lunecida; la luz de madrugada se aproximó sedienta como un halo de voces para bullir alrededor del pozo. Dicen que el ruido es blanco pero hace mucho tiempo se vestía de azul, un traje azul de insomnio y un chaleco raído.

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Entre ruinas de estrépito hoy corre enloquecido y lo mismo se instala a medio campo que en la frágil veleta de un convento. Se presiente el latir de su jauría y el áspero atronar de los disparos. Se perdió sin remedio el canto de la noche, la caricia del sueño, pero a veces revive en la memoria el murmullo del agua.

TRENO (Adagio)

I Hoy ha muerto la risa. Nubes grises han tendido las alas sobre el puerto. El sol le ha puesto vallas a la altura y el farallón se arrulla con el viento que viene ya cantando endechas a las olas. Un bostezo de nácar extraviado apaga el horizonte y las gaviotas tejen el silencio en la espesa neblina del pantano. El ciervo, entre sus astas, salvaguarda el destello.

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II Habrá que abrir el tiempo sin cortarlo, acariciando apenas el contorno de sus frágiles muros; encalarlos entonces, procurando un acabado mate pero nunca uniforme; subir hasta la torre donde el cóndor anida y su sombra desgarra los perfiles de las rocas enhiestas; desvanecerse entre las nubes que señorean el campo y desde ahí caer como una pluma que, desnuda de peso, al vórtice se integra y al vacío. III Alba de luz ungida por la escarcha atisban sus ojillos soñolientos y tiemblan los naranjos con el vuelo del tordo azul que a su mirada escapa. Del sol a la caricia se levanta un murmullo de voces que, en el huerto, semejante a una lluvia de recuerdos, impregna con su canto la mañana. Resuelta mocedad inclina el torso y asoma a la ventana convertida en ráfaga de nieve. En ese ámbito prístino la muchacha desgrana repentina su risa floreciente.

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IV Rueda la sombra desde la montaña, refresca el ahuehuete, hace un guiño al relente de la acequia. Austera en su quietud, la chirimía respira un aire adelgazado hasta el suspiro. (Revolar de zanates aturdidos en el espacio terso, transparente.) Afianzando tu vértigo a la roca habitarás un tibio desamparo. V Al mar he consagrado, al mar profundo, este duelo de ausencia y de silencio, sin encontrar la sal entre la espuma perlada de rigor y tempestades. Vuelvo entonces la hoja. Me pregunto si las vocales propias del misterio, en la noche darán siquiera una palabra rota o armonía en clave. Corre el viento del norte hacia confines innotos, diapasón de este instrumento destinado al naufragio. Los petreles van deshojando el libro de su vuelo. Hoces de plata trizan los vocablos que dispersos se pierden en el fondo.

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VI Tiempo de soledad, agua que pasa sin parar, atenta a su propio decurso. Nada cuenta sino las voces de tu propio afluente. Y en medio de este claro, de repente huye el silencio y un olor a menta es refugio, consuelo y vestimenta. Escurre entre los dedos el presente, cuando menos lo adviertes ya pasado. Y no obstante la música se queda, regalo del cenzontle al sol de la arboleda. VII Las gotas van cayendo en la tinaja: pertinaces, preparan su concierto y urden acordes, notas y silencios según las reglas del cantar del agua. ¿Qué me dicen los remos de mi barca con ese chapaleo balbuciente? VIII Era entonces salir por la mañana, con el ánimo apenas de quien sabe que la vida se apresta a su deslave como el tañido deja la campana. Era entonces el miedo en su temprana manera de inquietud, cuando la nave

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desentrañó la ruta y vio la clave de su rumbo atisbando la bocana y, presintiendo no volver a verla, se dirigió veloz a su fracaso. Así es como era entonces. Sin embargo la mar que a media noche la luz cela me brinda su cobijo y, si cabe, también un aire ya menos amargo. IX ¿Dónde, cuándo, quién viene? Canta el viento, la lluvia en la cañada. El vuelo suspendido de los chejes expande los compases en sordina sobre la cuerda baja y se obstinan las violas encendidas en trémolo apagado como anunciando ya su contracanto. ¿Dónde, cuándo, quién viene? Parece preguntarse el hormiguero y el áspero estridor de las chicharras extiende ya la alfombra hacia la noche. Pasada la tormenta, escurrirá el teclado de la fronda su canto de gorjeos, sus trinos y mordentes. ¿Dónde, cuándo, quién viene? Cuando vuelva la risa ha de elevarse el techo de tu casa.

CODA (Allegro)

Afuera todo es nieve, fulguración, silencio entre sol y ventisca.

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Sellaron mis estrofas sus compuertas y estas líneas furtivas se colaron por los resquicios del insomnio, cantando aún agónicas en tropel de vocales ascendentes. La cafetera de las siete esparce su fragancia como ofrenda votiva, silbando en chorros finos y diáfanas volutas. Se subleva el teclado, pregona sus chasquidos elocuentes y, a un guiño de la barra espaciadora, los voquibles el turno se arrebatan por no privilegiar sus consonantes. Caprichosas y altivas, esas voces sus étimos ostentan con el candor de aquel que reivindica un título enmohecido, solera y abolengo. No así la imagen monda, siempre atenta a los cambios de la luz, cervatilla de morro palpitante, enhiestas las orejas; los sentidos anclados en un roble de raíces danzantes, derroteros de la brisa nocturna. Afuera todo es nieve. Sólo el zorro de astucia deslumbrante sabe borrar su sombra, se ovilla sin perturbar la luz y, en los fractales de su propia blancura, levanta sus murallas.

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Risoria, buena musa, ve en pos de tu delirio y no olvides volver. Te tengo prometido pozol en una jícara. Con el recuerdo blanco de la cumbre, tras sinuoso descenso entre cañadas, recorrerás veredas caprichosas, musitando conjuros y blasfemias como mantras que fluyen en meandros ufanos al ritmo y al tenor de Melopea. ¡Ay, la corriente oscura de la noche acechante! Si acaso ha visto juntamente a Calisto y Nemoroso, no obstante, a medio cielo clava su pica opalescente y un aluvión de ígneos aerolitos se vierte en las entrañas del volcán para incubar ahí sus bendiciones. Ponte el abrigo, el gorro, sal a ver la blancura. Afuera todo es nieve, destellos y ventisca, la caricia indolente del tiempo anestesiado. Y sin embargo el zorro cabrillea, va eludiendo las fallas y los riscos; escala los peldaños del invierno. En lugar del gañido eleva un canto hacia una tibia curva de arco iris. Ha avistado una liebre y juega a ser feliz. ¡Salid fuera sin duelo, salid sin duelo, lágrimas, corriendo! (Solo se oyen al fondo los timbales.)

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