LA LETRA HERIDA: LAS ENEMISTADES LITERARIAS (Reseña del Libro de los enemigos, de Ramón Quintanas Ostos)
Robinson Quintero Ossa
La dedicatoria es el único gesto amistoso que contiene este ensayo. A Javier Huérfano.
En las bandejas del sistema de información de la biblioteca central de mi ciudad, en la sección Libros Satíricos y Humorísticos, descubrí una obrita que sedujo poderosamente mi atención, Libro de los enemigos, de Ramón Quintanas Ostos, a cuyo rótulo proseguía un subtítulo provocador: la letra herida. La reacción al título fue inmediata, luego me trajo a la memoria otro volumen que leí en mi juventud y que me produjo agradables momentos de lectura, Libro de los amigos, de Henry Miller; éste, claro está, de sentido y compostura contrarios al de marras, que reflexiona sobre los textos memorables dejados por las disputas entre poetas: poemas, fragmentos de diarios, notas críticas, declaraciones públicas.
Fui pues ansioso por el ejemplar a las estanterías. Publicado por un sello editorial sin prestigio, la portada mostraba, limpiamente impreso, un dibujo renacentista (sin señales del dibujante) que figuraba el duelo de dos espadachines cuyos floretes, en las puntas, concluían en plumas entintadas. Pasando la carátula y una sobria portadilla, en la hoja de epígrafes, dos frases daban al lector un adelanto esclarecedor y rotundo del contenido de las siguientes páginas. La primera, de Charles Baudelaire, el poeta de Las flores del mal y de los inquietantes Diarios íntimos, anotaba:
El odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida.
La segunda inscripción, de Lope de Vega, prestada de una de sus comedias, La viuda valenciana, acto I, esc. IV, rezaba:
La envidia astuta tiene lengua y ojos largos.
Lo que sigue en Libro de los enemigos es un inusitado como controvertido prefacio, a modo de ensayo, que marca los motivos que tuvo en cuenta su autor para emprender una compilación de tal naturaleza. Son nueve párrafos, redondos en su concepción y estilo, en los cuales Quintanas defiende la tesis de que el odio, que deviene burla y desprecio, ha sido fecunda causa de creación para los poetas tanto como lo ha sido el amor, en contravía de lo que habitualmente se cree y enseña, en especial — añade—, “en cofradías cristianas y de similares índoles. El odio, el malhumor, la inconsistencia, la envidia, la intriga, la vanidad, la mentira, el desacato, la malevolencia, etc. (ese largo etcétera que son nuestras emociones lóbregas y mezquinas), están en nosotros, pero de modo más sensible y punible en el artista. El poeta más que semejante es un desemejante, un fuera de lo común y de lo convencional, algo así como nuestra propia personalidad vista con la objetividad de la distancia y es, tal vez por ello, nuestro prójimo más equivalente”, se atreve a aseverar Quintanas, añadiendo una frase del escritor estadounidense Kenneth Rexroth a su reflexión: “El noventa por ciento de los peores seres humanos que conozco son poetas”.
El texto del prólogo continúa así: “La frase de Víctor Hugo que señala que ‘cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga’, pierde valor si observamos con detención y justo peritaje los poemas escritos por numerosos poetas impulsados por la aversión para contradecir, insultar o poner por debajo a sus contendientes en sus polémicas literarias. La frase de Hugo transmite un ideal ingenuo; ribeteada de un romanticismo excesivo, desconoce que las llanezas y las asperezas conviven en el alma humana, unas y otras aportando su manantial revelador y sorprendente. Sería necio afirmar que ‘pequeño’ es el corazón de Góngora, de Quevedo, Marcial o Neruda — quienes sostuvieron contiendas de alto tenor y de aversión extrema, pero llenas de ingenio y de tenaz ironía—; o que pequeño es el espíritu de Lope de Vega, quien de sí mismo confesó, con grandeza: ‘Yo nací en dos extremos que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás’.”.
Quintanas, seguidamente, medita sentencias del mismo espesor, entre otras, esta del escritor católico Alphonso Daudet (“el odio es la cólera de los débiles”), la cual pone en entredicho, manteniéndose en sus trece. Anota: “Un escritor que, movido por el resentimiento, responde a los agravios recibidos con inteligencia y punzante lenguaje, y, además, con la ineludible malquerencia que exige toda refriega, toda urgencia de defensa y ataque, comete más que un acto propio de espíritus débiles de espíritus osados. En la agresión al contendor, su odio vale tanto como la defensa de su amor propio (llámese esto dignidad, autoestima, orgullo, conciencia de superioridad), aunque esa defensa le signifique desvelos, iras, desazón, paranoia, malhumor, impaciencia, agresión a sí mismo”.
Después de esto, el prologuista aproxima una categórica conclusión: “El primer arte que debe aprender el poeta, como los que aspiran al poder, es el de ser capaz de soportar el odio y de dar odio”, reflexiones que trajeron a la memoria de este reseñador algún tratado de Séneca. Sin embargo, en el tercer párrafo del prólogo, Quintanas Ostos hace una aclaración perentoria: “la antipatía y el deseo de burla del semejante llega en verdad a ser fecunda cuando estos ánimos se traducen en pieza artística, memorable; lo contrario, que es más notable, es meollo de comportamientos enfermizos y de seres sin imaginación, de sórdidas diatribas donde no destacan los caballeros”. Y cita, para apoyar su pensamiento, el ensayo “Arte de injuriar” de Jorge Luis Borges, que medita sobre los métodos corrientemente utilizados en las denigraciones admirables (el desaire, la exageración, el desdén, la mediación de sofismas, etc.), métodos de la vituperación que —amplía el prologuista— “son escasos o apenas remedos en las más domésticas lidias y en las tropelías de la calaña”. Párrafo seguido, Quintanas allega otra de sus temerarias afirmaciones: “El odio excitado que lleva al poeta a la burla y el desprecio de quien lo injurió, no es un sentimiento que se da en el poema. Todo pensamiento abominable, si se plasma en poesía, se vuelve puro. La escritura limpia por dentro, exorciza, da linimento a la estima, aunque su resorte activador haya sido el odio o cualquier otro de sus malhumorados cortesanos”. Y dedica Quintanas Ostos los restantes párrafos de su prólogo para presentar e ilustrar su teoría de la influencia por reacción en la creación poética.
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Quintanas piensa que todo es influencia para un escritor: la nostalgia de sus lecturas, las pinturas que observa, la música que escucha, los objetos que lo rodean, el paisaje que lo circunda, los sueños obsesivos, las reflexiones de su vigilia, los amores y desamores, los amigos y, claro está, sus enemigos. Quintanas no encasilla su teoría de la influencia por reacción en aquéllas que son eminentemente de tipo literario, manifestadas como imitación, recreación y hasta plagio de un estilo; esos ascendientes que ponen al joven escritor en el dilema de la tradición o de la originalidad, en la inquietud de descubrir la presencia del poeta mayor en su obra de poeta menor, en la zozobra de aceptarse hijo de un padre literario, predominios sobre los cuales reflexionó Harold Bloom en La angustia de las influencias. Tampoco acerca Quintanas Ostos su teoría de la influencia por reacción a esos influjos que recibe, en su obra como poeta, el traductor del traducido, ni de esos que imprime el traductor, que es poeta, en la obra del traducido. Y excluye también a esas supremacías que ejerce sobre algunos escritores una obra maestra que el tiempo hace mítica, a tal punto que se convierte en modelo de composición de algunas de sus obras, en las cuales prolongan trazos de su trama y sentido, como acontece con los libros robinsoneanos: Robinson Crusoe de Daniel Defoe, Escuela de Robinsones de Julio Verne, Robinson suizo de Johann David Wyss; o con los libros faustianos: Fausto de Espies,
Historia del doctor Fausto de Christopher Marlowe, Fausto de Goethe y
Doctor Fausto de Thomas Mann. La creación literaria impulsada por la reacción la encuentra Quintanas esbozada en ciertos casos, casi siempre como signo de resistencia a un poder que pretende avasallar; como gesto de necesidad natural, en el que será posiblemente influido, de un pensamiento y proceder a contracorriente, como sucede en el tema del joven poeta con la obra de su padre, que es también poeta (se citan los ejemplos Pablo de Rokha y Carlos de Rokha, Eduardo Carranza y María Mercedes Carranza, entre otros), en la relación de un matrimonio en el que ambas partes son escritores (casos Robert Browning y Elizabeth Barret, Silvia Plath y Ted Hughes) o en la correspondencia entre hermanos que escriben versos (caso Antonio y Manuel Machado). Pero lo que el autor de Libro de los enemigos llama influencia por reacción es de otro carácter y alcance. Esta es una atribución que se transmite mediante la letra
cáustica que, leída, hiere de muerte al escritor ofendido, que sabe que lo que lo ofende al mismo tiempo hace reír a otros, en su detrimento; una atribución que altera en comienzo sus órdenes mentales desatando su indignación e ira, estimulando su envidia por cualquier afecto o bien que sea disfrutado por el autor de la infamia, excitando su soberbia, su codicia por humillar así como fue humillado y el deseo apremiante de represalia, lo cual se convierte para él en cargante obsesión. A este caos de eventos — agrega Quintanas—, “parece seguir en el ofendido un estado de pausa, una suerte de forma callada de su odio, en la que idealiza y pone en práctica una fina y malajosa trama para la conjura, que es la que llevará al poema, influenciado por la virulencia de los versos de su contendiente, trama que elabora con la misma morosidad y delirio con que compone un texto amoroso o de elogio. “Los poetas no se leen, se vigilan, suele decirse. El hecho de ser diferente estéticamente —motivo que impulsa la mayoría de las escaramuzas entre escritores—, implica ya el odio hacia lo opuesto; su omisión, su negación. La conciencia excitada de esta diferencia es causa, en muchos casos, de celo obstinado y feroz, a tal punto que la consulta de la obra de un poeta convierte al poeta-lector, más que en un leedor desprevenido, en un espía, cuya misión es la de inventariar todo defecto detectado, a la vez que de encontrar argumentos anticipados para desvalorizar todo poema afortunado, ese que, precisamente, despierta más su recelo y encono contra el bardo opositor; eso pasa mientras que el poeta que es leído sobremuere en un estado de turbia expectación, atento a la reacción de ese lector intratable”. A propósito de lo que escribe Quintanas, recordé una máxima anónima que endosa ese celo entre musagetas: “el poeta, como la puta, mira a su colega como a su peor enemigo”. La cita no es textual; mi memoria no es fiel. En mi trabajo de reseñador de libros las referencias son numerosas pero muchas veces imprecisas. Cuando la trifulca literaria se da —suma Quintanas precisando su teoría—, “es en ese momento en que obra la influencia por reacción; en ese intervalo en el que el poeta, mientras tantea el papel en blanco, ya no es él solo sino también el otro, el contendor activo, vehemente, corrosivo que lo ofende, que lo mira con desprecio por encima del hombro, escamoteando sus palabras, incidiendo en el poema por escribirse. Surge, entonces, una discontinua serie de desdoblamientos: el poeta difamado carga su propia ojeriza, pero también la del contendiente, y esa doble carga, casualmente, entre más conflictiva y enfadosa sea, más abonará en las excelencias satíricas del poema que está por componerse.
Dicha obsesión por menoscabar la integridad moral y artística del adversario, por someterlo al escarnio público, puede manifestarse no sólo en el poema sino también por fuera de él, en la vida diaria; hasta allí llega el alcance de esta porfiada influencia, concluye Quintanas Ostos. “¿O qué espíritus —resalta— son los que mueven a Lope de Vega a escribir una carta a Luis de Góngora, que residía en Córdoba, avisándole de la publicación en Madrid de un librillo desafortunado que se le atribuía, aconsejándole darse prisa en deshacer el entuerto porque la obra era tan mediocre que su fama de poeta podría verse disminuida? El tal libro, que Lope describía como ‘un cuaderno de versos desiguales y consonancias erráticas’, era en realidad la enseña de la poesía culterana, Soledades, que Góngora consideraba su obra maestra”. Anota después Quintanas: “Claro está, estas pasiones, igualmente exacerbadas y dañinas, se observan asimismo en las pendencias entre integrantes de diversas sociedades: banqueros, médicos, académicos, artistas, clérigos, periodistas, científicos, bandidos, prostitutas… Pero a la hora de la reyerta —enfatiza—, el poder semántico que posee la palabra y el óptimo uso de sus recursos de expresión, valías que conocen al dedillo los buenos escritores, le da un componente especial, muchas veces sorprendente, a los textos que relatan sus altercados. El utensilio principal del escritor es la palabra, que puesta en la riña mediante símbolos, alegorías, alusiones, hipérboles, elipsis, en fin, finísimas o despojadas sugerencias, produce en la persona puesta en entredicho por ella un daño moral letal, en especial si ésta alcanza perspicacia y alta acrobacia literaria, pues impresa en libros, menoscaba la dignidad del ofendido más allá de la disputa, con lo cual el oprobio puede ser perpetuo”. Para proporcionarle peso a su alegato y darle a entender al lector las causas que mueven a los escritores a conducirse en las controversias con tales conductas, Quintanas transcribe las reflexiones de varios científicos y escritores sobre el tema. La primera reflexión es de un psicólogo colombiano, Adolfo de Francisco Zea, de su ensayo “La metamorfosis de Kafka: ¿autobiografía o poesía?”, publicado en 2009 en la revista Casa Silva”; ésta explica el origen de la autoestima y del anhelo de reconocimiento en el ser humano, y revela también el por qué de su denodado afán por defenderlos:
El hombre aspira a guardar para sí las cosas que ha logrado obtener con su esfuerzo, al paso que el poder le incita a dar cumplimiento cabal a todos sus deseos, sus metas y sus aspiraciones. Pero el hombre ambiciona
también lograr metas mucho más elevadas, como la de contar con el afecto de los demás y ser reconocido plenamente como ser humano…
Ese anhelo de reconocimiento, que equivale al “thymos” de los griegos antiguos, se sustenta en el valer que el hombre cree alcanzar por sus méritos. Poder y valer son entonces valores de la persona humana que abren al hombre amplios espacios en donde poder desempeñarse para alcanzar los logros que pretende en su vida. La pérdida del poder, sentida como una disminución de los espacios en donde se actúa, y la del valer, como un empobrecimiento o pérdida de la autoestima, dan origen en el hombre a situaciones existenciales peculiares que inciden de modo decisivo en sus maneras de ser y conducirse…
La vejación de su obra y de su persona, la pérdida de poder y de valer, el desprestigio de su nombradía entre lectores y críticos, según Quintanas, es lo que teme mayormente el poeta cuando un colega enemigo, lanza en ristre, desde una bien urdida injuria, lo acomete, poniendo al descubierto sus yerros y fragilidades, esos vicios que, paradójicamente, tiene él por aciertos y fortalezas. La segunda cita en que gravita Quintanas su teoría de la influencia por reacción es de Charles Baudelaire. Del ensayo del poeta francés “De la esencia de la risa y en general de lo cómico de las artes plásticas”, presenta el siguiente aparte:
El Sabio, es decir, el que está animado por el espíritu del Señor, el que posee la práctica del formulario divino, no ríe, no se abandona a la risa sino temblando (…) Se detiene al borde de la risa como al borde de la tentación (…)
Quintanas se une a esta afirmación a la que el mismo Baudelaire da otra vuelta de tuerca: “la risa es uno de los más claros signos satánicos del hombre y una de las numerosas pepitas contenidas en la simbólica manzana (…) La risa proviene de la idea de la propia superioridad. ¡Idea satánica si alguna vez la hubo! ¡Orgullo y aberración!... La risa es patrimonio de los locos (…) ¿Conocéis un loco humilde?”. Desde estas sentencias explica Quintanas otro elemento de su teoría: “Hay en el poeta injuriado, en su ánimo de venganza, una inclinación natural por la caricaturización
del disputado, así como él fue caricaturizado; una tendencia por menospreciar, así como él fue menospreciado. Al poeta hecho ascos le complace el diablo, le complace la sátira, ese humor que pierde la paciencia; ‘la poesía es el vino del diablo’, rezaba San Agustín”.
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Lector, antes de referirme a las conclusiones finales del prólogo de Libro de los enemigos, pasaré a los ejemplos que son para su autor los textos y comentarios más célebres inspirados bajo la influencia de la reacción. No son numerosos. El compilador dedica unas palabras a las Fábulas literarias de Tomás Iriarte, a las diatribas a quemarropa entre Lope de Vega y Góngora, entre Cervantes y Lope de Vega; a los escasos párrafos conocidos de la controversia en el siglo XVII entre Christopher Marlowe y Ingram Frizer, a los careos de W. H. Auden y Philip Larkin y a las apostillas de Saki sobre Ralph Waldo Emerson, una de las cuales cito: “Waldo es una de esas personas que serán enormemente mejoradas por la muerte”. También trata someramente Libro de los enemigos la confusa relación, con fondo político, entre Pablo Neruda (autor de Canto general) y Leopoldo Panero (autor de Canto personal), los comentarios cáusticos de Ralph Waldo Emerson sobre Emily Dickinson (“Señora campanita”, la llamaba), los mínimos comentarios de Borges sobre García Lorca (de “andaluz profesional” lo tildaba, por su abuso del estilo folclórico), la energúmena tirria de Neruda por Juan Larrea, a quien dedica una de sus Odas elementales (“A Juan Tarrea”), en la que reseña al español como ladrón de reliquias precolombinas en sus viajes por Latinoamérica: “Sí, conoce la América,/ Tarrea./ La conoce./ En el desamparado/ Perú, saqueó las tumbas./ Al pequeño serrano/ al indio andino,/ el protector Tarrea/ dio la mano/, pero la retiró con sus anillos/. Arrasó las turquesas./ A Bilbao se fue con las vasijas/. Después/ se colgó de Vallejo;/ le ayudó a bien morir/ y luego puso/ un pequeño almacén/ de prólogos y epílogos…”. Nos detalla Quintanas que Larrea, en “Carta a un escritor chileno interesado por la ‘Oda a Juan Tarrea’”, comentó sobre la oda: “Ese dizque poeta de palabras largas pero de humanidades cortas, había sido siempre un quejumbroso y crepuscular "desalmado" que, si me echaba en cara haberle ayudado a Vallejo a bien morir, era a causa de su envidiosa calidad de retórico de mala muerte”, observaciones estas sobre
Neruda que, para este reseñador, son absolutamente verificables, aunque este comentario suene aquí impropio. La compilación de Quintanas también dedica párrafos a controversias de la poesía colombiana, por ejemplo, la que se dio entre José Asunción Silva y los imitadores de Rubén Darío, de la cual nació el poema “Sinfonía color de fresas en leche” como burla, dedicado a los colibríes decadentes. “Silva —nos aclara Quintanas— pensó que estos colibríes rubendariacos mostraban las peores amaneramientos del Modernismo parnasianista como lo son la musicalidad afectada (el llamado burlonamente rin tin tin modernista) y el abuso de los efluvios y colores, de los pajes y princesas, tics que caricaturizó así:
¡Rítmica, Reina lírica! Con venusinos cantos de sol y rosa, de mirra y laca y polícromos cromos de tonos mil, oye los constelados versos mirrinos, escúchame esta historia Rubendaríaca, de la Princesa verde y el paje Abril, rubio y sutil.
Es bizantino esmalte do irisa el rayo las purpuradas gemas que enflora junio si Helios recorre el cielo azul del edén, es labial albura que esboza mayo en una noche diáfana de plenilunio cuando las crisonidas nieblas se ven a tutiplén!
En lasa víridas márgenes que espuma el Cauca, -áureo pico, ala ebúrnea- currucuquea, de sedeñas verduras bajo el dosel, de las perladas ondas se esfuma glauca: ¿es paloma, es estrella o azul idea?... Labra el emblema heráldico de áureo broquel, róseo rondel.
Vibran sagradas liras que ensueña Psiquis, son argentados cisnes, hadas y gnomos, y edenales olores, lirio y jazmín y vuelan entelechias y tiquismisquis de corales, tritones, memos y momos, del horizonte lírico nieve y carmín hasta el confín.
Liliales manos vírgenes al son aplauden y se englaucan los líquidos y cabrillean con medioevales himnos al abedul, desde arriba Orión, Venus, que Secchis lauden miran como pupilas que cintillean por los abismos húmedos del negro tul del cielo azul.
Tras las cordilleras sombrías, la blanca Selene, entre las nubes de ópalo y tetras surge como argentífero tulipán y por entre lo negro que se espernanca huyen los bizantinos de nuestras letras hacia el Babel Bizancio, do llegarán con grande afán.
¡Rítmica Reina lírica! Con venusinos cantos de sol y rosa, de mirra y laca y polícromos cromos de tonos mil, ¡estos son los caóticos versos mirrinos, esta es la descendencia Rubendaríaca, de la Princesa verde y el paje Abril, rubio y sutil!
El autor de Libro de los enemigos tampoco quita el ojo a las controversias entre Eduardo Castillo y José Eustasio Rivera y a las diatribas de Rafael Gutiérrez Girardot contra Guillermo Valencia, Julio Flórez, Porfirio Barba Jacob, Luis Carlos López, los piedracielistas y los cuadernícolas, y de León de Greiff contra los piedracielistas, a quienes reseñaba como gregarios de Juan Ramón Jiménez, pasionistas pueriles y “narcisos poetillos de aguachirle”, agravio que uso siglos atrás Quevedo contra Góngora:
¡Abur! ¡Abur! Narcisos de hojalata, Juan Ramonetes de algodón y acera. “¿Cómo era, Dios mío, cómo era?” ¿Cómo sería diablos, esa chata?
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Quintanas prefiere, para puntualizar las hipótesis de su prólogo, meditar algunos poemas escritos bajo la influencia por reacción. Los primeros son dos sonetos, de los numerosos que se cruzaron Quevedo y Góngora. Antes de transcribirlos, el compilador anota que “las diferencias principales entre los poetas eran de tipo estético (también las había en sus formas de vida y sus visiones del mundo): Góngora culterano (afán por el sentido ilustrado); conceptista (afán por el sentido intelectual) Quevedo. Leamos el primer soneto, bastante renombrado:
CONTRA D. LUIS DE GONGORA Y SU POESIA
Este cíclope, no siciliano, del microcosmo sí, orbe postrero; esta antípoda faz, cuyo hemisferio zona divide en término italiano;
Este círculo vivo en todo plano; Este que, siendo solamente cero, Le multiplica y parte por entero Todo buen abaquista veneciano;
el minoculo sí, más ciego vulto; el resquicio barbado de melenas; esta cima del vicio y del insulto;
éste, en quien hoy los pedos son sirenas, esté es el culo, en Góngora y en culto, que un bujarrón le conociera apenas.
“Góngora —nos aclara Quintanas, demostrando hasta qué escatologías puede llevar la influencia por reacción— es autor del poema Fábula de Polifemo y Galatea, cuyo protagonista, Polifemo, es un cíclope oriundo de Sicilia, Italia, que tenía un solo ojo en el centro de la frente. Este ojo del Cíclope le sirve a Quevedo para arremeter contra el ojo de la posadera de Góngora, haciéndole propaganda negra a su homosexualismo. Por otra parte —amplía Quintanas, resaltando la sutileza perversa de Quevedo—, cuando este escribe “Sicilia”, escribe la raíz latina de ‘ceja’, es decir, ‘Ojo sin ceja’. El segundo soneto, también conocido, es la respuesta de Góngora, en el que ese “ojo ciego” vuelve a ser centro de la trama:
A DON FRANCISCO DE QUEVEDO
Anacreonte español, no hay quien os tope. Que no diga con mucha cortesía, Que ya que vuestros pies son de elegía, Que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope, Que al de Belerofonte cada día. Sobre zuecos de cómica poesía Se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos Dicen que quieren traducir al griego,
No habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego, Porque a luz saque ciertos versos flojos, Y entenderéis cualquier gregüesco luego.
Para el soneto “A don Francisco de Quevedo”, el autor de Libro de los enemigos no suma mayores explicaciones; apenas dos que transcribo: “cuando Góngora llama a Quevedo ‘Anacreonte español’, lo que quiere decirle es imitador, pues Anacreonte era uno de los poetas griegos con más seguidores en el Renacimiento (es más, Quevedo lo tradujo). Y la otra aclaración: “cuando Góngora escribe ‘sobre zuecos de cómica poesía’, alude a que Quevedo es un imitador de poesía cómica cuando escribe en 1609 su “Contra don Luis de Góngora y su poesía”. Nos cuenta Quintanas, además, que Quevedo en los sucesivos asaltos de la pelea llamó a Góngora “capellán del rey de bastos”, “verdugo de los vocablos”, “escoba de la basura de las musas del Parnaso” y hasta “almorrana de Apolo”. Y que más allá de los epítetos que apuntaló en sus poemas, tocó el extremo —cuando Góngora llegó a viejo, enfermo y pobre— de comprar la casa donde el cordobés habitaba, para darse el mezquino placer de echarlo. Después Quevedo, muerto ya Góngora, en un poema titulado “Epitafio al mesmo”, dijo del finado: “Fuese con Satanás, culto y pelado:/ ¡Mirad si Satanás es desdichado!
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El Libro de los enemigos tiene también un aparte para Charles Baudelaire, cuya obra es de mucha estimación para Ramón Quintanas. Allí se habla de sus Diarios íntimos, y de la sección titulada Mi corazón al desnudo, que apunta unos “hermosos cuadros” sobre la canalla literaria, “unos bonitos retratos de imbéciles” en los que se burla con inquina de académicos, magistrados, funcionarios, dramaturgos, directores de periódicos y escritores. En esos diarios, por ejemplo, Baudelaire le da con estopa a Voltaire: “Me aburro de Francia, sobre todo porque aquí todo el mundo se parece a Voltaire. Emerson olvidó a Voltaire en sus Representantes de la humanidad. Habría podido escribir un precioso capítulo titulado: Voltaire o el antipoeta, el rey de los
papanatas, el príncipe de los superficiales, el anti-artista, el predicador de las porteras…”. Los Diarios íntimos son breves notas sobre la religión y la moral, el suicidio y la locura, la política y el arte, la locura, el mal y, por supuesto, sobre la chusma de los hombres de letras; se publicaron después de la muerte del poeta y fueron recibidos con distintos desaires por varios lectores. Algunos vieron en ellos “una mistificación y una banalidad amplificadas” de Baudelaire. El crítico Ferdinand Brunetière lo tildó como “un diario digno de lástima de su impotencia”; Jules Lemaitre, por su parte, lo calificó de “balbuceo pretencioso y penoso”. Los detractores de los Diarios íntimos fueron muchos, tantos supone este reseñador como enemigos tenía Baudelaire, que no eran pocos. Uno de esos deliciosos y ásperos retratos de la canalla literaria trazados por Baudelaire es dedicado a George Sand (1804-1876), la novelista y dramaturga francesa, reconocida en su época por sus escandalosos romances con Alfred de Mussett y Federico Chopin. Ramón Quintanas no suma mayores explicaciones sobre el motivo que desencadenó el rencor del poeta —tildado por muchos como ascético— hacia la fogosa escritora y su obra; inserta que “Baudelaire, además de numerosas enemistades como acreedores, era un dandi que aspiraba a distinguirse por su elegancia y su buen tono, su cultura y su desembarazo en el ocio. Desconfiaba de los gustos populares y de los literatos que escribían para estos. Baudelaire se llamaba a sí mismo un ‘alquimista del pensamiento’ y su credo era para él religioso. Así, llegó a afirmar: ‘Sólo existen tres seres respetables: el sacerdote, el poeta y el guerrero. El que ora, el que canta y el que sacrifica’. En cuestiones políticas, su razonamiento era rotundo: ‘el único gobierno razonable y firme es el aristocrático. Monarquía o república, basadas en la democracia, son igual de absurdas y débiles’. Es razonable, pues, que el poeta francés viera en la vida y la obra de George Sand lo apuesto a sus aspiraciones éticas y estéticas. El primero de los fragmentos extraídos de los Diario íntimos es el siguiente: Sobre George Sand. La Sand es el Prudhomme de la inmoralidad. Siempre ha sido moralista. Sólo que en el pasado practicaba la contramoral. Por eso nunca ha sido artista. Tiene ese estilo fácil tan mentado y apreciado por los burgueses. Es tonta, pesada, charlatana; en las ideas morales tiene la misma profundidad de juicio y la misma delicadeza de sentimiento que las porteras y las mantenidas.
Lo que ha dicho de su madre. Lo que dice de la poesía. Su amor por los obreros. El que algunos hombres se hayan podido enamorar de esa letrina es una prueba clara de la degradación de los hombres de este siglo.
El segundo fragmento es también tajante: El diablo y George Sand. No hay que creer que el diablo sólo tienta a los hombres excepcionales. […] Mirad a George Sand. Es, sobre todo y más que nada, una gran bestia; pero está poseída. El diablo es quien la ha convencido de que se fíe de su buen corazón y de su sentido común, para que luego ella convenciera a todas las demás grandes bestias de que se fiaran de su buen corazón y buen sentido. No puedo pensar en esa criatura estúpida sin un estremecimiento de horror. Si me la encontrara no podría evitar tirarle una olla a la cabeza.
La tercera mención a George Sand es otro cacerolazo a la cabeza: George Sand es una de esas viejas ingenuas que no quieren dejar nunca las tablas. Últimamente he leído un prefacio (El prefacio de Mademoiselle La Quentinie) en el que afirma que un verdadero cristiano no puede creer en el Infierno. Tiene motivos para querer suprimir el infierno. […] A la Sand le interesa creer que el Infierno no existe.
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Otro de los ejemplos célebres que compila Quintanas para demostrar su teoría de la influencia por reacción en la creación literaria es un texto de Huidobro contra Pablo Neruda, publicado en la revista Vital. Nos cuenta: “Volodia Tetelboim, cercano a la banda de Huidobro, opuesta a Pablo Neruda (Volodia Tetelboim escribiría después una de las más completas biografías de Neruda), señaló a este último de plagiar un poema del indio Rabindranath Tagore. La revista
Proa, aparecida el 4 de noviembre de 1934, publicó los poemas, en los que es evidente el parecido, sin comentarios. Los ‘compinches’ de Huidobro alegaban plagio; los de Neruda, paráfrasis. El episodio hace parte de uno de los asaltos de la tropelía Neruda Huidobro. De causantes del escándalo, los amigos del autor de Residencia en la tierra culparon al creador de Altazor, que respondió en la ya citada revista Vital con magnífica ironía, con absoluta displicencia, con afable altanería y con fino sarcasmo, así:
Publicado este plagio, se produce un fenómeno curioso en los Los Compinches: Gran indignación, furia (uterina). ¿Contra quién? ¿Contra Neruda por haber plagiado? ¿Contra Tagore por haber escrito diez años antes un poema bastante tonto y con las mismas ideas que iba a tener diez años después Pablo Neruda? No. La indignación va contra el que descubrió el plagio. Es el colmo. Y por no dejar de equivocarme, los compinches se enfurecen con Huidobro, quien no tenía arte ni parte en el asunto. Es más colmo. ¿De dónde proviene el odio a Huidobro? ¿Acaso porque algún critico ha dicho que Neruda no existiría sin Huidobro? Pero no se enojaría si le dijeran que él no habría podido existir sin Rimbaud o sin Apollinaire. Huidobro es culpable de todo lo que le pasa a Neruda. Huidobro tiene la culpa de que Neruda haya plagiado. Huidobro tiene la culpa de que Tagore se dejara plagiar. Huidobro tiene la culpa de que Neruda leyera a Tagore. Huidobro tiene la culpa de que Tagore gustara a Neruda. Huidobro tiene la culpa de que Volodia descubriera el plagio. Ataquemos a Huidobro, calumniemos a Huidobro. Si los jóvenes no admiran a Neruda es culpa de Huidobro. Si hay un poeta en Magallanes, que encuentra viejo y pasado a Neruda es culpa de Huidobro. (…) ¿Es qué mi presencia, en el mundo es un obstáculo para la felicidad del señor Neruda y sus amigos? Siento mucho no poderme suicidar por el momento”.
“Huidobro pensaba que Neruda escribía para niñas de 15 años. En una entrevista publicada en 1938 subrayó que su obra era ‘fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. La poesía especial para todas las tontas de América’. Palabras semejantes a las que escribió Pablo de Rokha, otro de los irascibles enemigos de Neruda, en un artículo titulado ‘Poeta a la moda’; allí afirmó que Crepusculario era el ‘evangelio de la poesía de pacotilla’ y Veinte poemas de amor y una canción desesperada la ‘biblia típica de la mediocridad versificada’. “Neruda, por su parte, en la recepción del Premio Nobel en 1973 y en respuesta a la socarronería del fundador del Creacionismo, cobró venganza, cuando escribió en su discurso que ‘el poeta no es un pequeño dios’, renegando de lo que Huidobro había dejado escrito en su poema ´’Arte poética’: ‘el poeta es un pequeño dios’. Neruda ya había afirmado sobre Huidobro: ‘No sé cómo un aristócrata puede escribir poesía’, a lo que éste ripostó: ‘No veo como haya que ser hijo de cocinera para escribir poesía’”.
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“La riña Pablo Neruda vs. Pablo de Rokha fue de las más virulentas”, nos adelanta el autor de Libro de los enemigos. “De Rokha siempre tildó a la poesía de Neruda de boba y azucarada y de abyecta al marketing editorial, reacción que tiene antecedentes en el hecho de que cuando de Rokha publicó en 1922 su libro Gemidos sólo vendió doce ejemplares, mientras con Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado por la misma época, pasó lo contrario: las ventas fueron exitosas, dentro y fuera de Chile”. Detalles de esta contienda, nos suma Quintanas, se encuentran relatados en Neruda y yo y en una serie de artículos escritos por De Rokha para la prensa: “Epitafio a Neruda” (1933), “Esquema de un plagiario” (1934). Para De Rokha Neruda es, además de plagiador, un mistificador de los trabajadores y un artista y militante falso. Es “el poeta de lo turbio y de lo pegajoso, y lo vago y lo agonizante del ser, el poeta de la decadencia burguesa, el poeta de los fermentos y los estercoleros del espíritu y de la literatura”. Del mismo modo lo desdibuja en “Tercetos dantescos para Casiano Basualto (Dedicado a Pablo Neruda). Quintanas comenta sobre el pus que supura el texto: “¿Envidia, justos razonamientos, rencor exacerbado, exagerada deferencia? Lo cierto es que el poema tuvo que ser largamente meditado, con ponderada morosidad construido, nutrido continuamente por el odio y la altivez; y por el desvelo, por el deseo de la
venganza en el desvelo. La escritura de sus 92 tercetos, acaballados unos sobre otros, sucesivamente más intensos, más impetuosos en su maledicencia, son signo de su persistencia en su aversión contra Neruda y su obra; signo de su dedicación para que el poema no fuera sólo producto de la animadversión y del desprecio, sino del genio poético; horas incontables para que dichos tercetos fueran memorables e hicieran memorable —lo que para él era asunto principal— la tenebrosa personalidad del autor de Canto general. He aquí algunos fragmentos de los
TERCETOS DANTESCOS A CASIANO BASUALTO
Gallipavo senil y cogotero de una poesía sucia, de macacos, tienes la panza hinchada de dinero.
Defecas en el portal de los maracos, tu egolatría de imbécil famoso tal como en el chiquero los verracos.
Llegas a ser hediondo de baboso, y los tontos te llaman: ¡«gran poeta»! en las alcobas de lo tenebroso.
Si fueras un andrajo de opereta, y únicamente un pajarón flautista, ¡sólo un par de patadas en la jeta!...
Pero tu índole sadomasoquista, un tiburón de las cloacas suma a la carroña del oportunista.
Y si eres infantil como la espuma, eres absurdo Cacaseno oscuro, si el escribir con menstruación te abruma.
Gran burgués, te arrodillas junto al muro del panteón de la Academia Sueca, a mendigar... ¡dual amoral impuro!
Y emerge el delincuente hacia la pleca de la carátula facinerosa, que exhibe al sol la criadilla seca.
Astuto, ruin, tarado, voz gangosa, saqueas a la U.R.S.S, envilecido, con la tremenda mano estropajosa.
Flojo arribista, tonto y bien comido, dijiste de este enorme pueblo ardiente: «Chile, país de cafres», ¡gran bandido!
Eres la negra cabeza de puente de la horrorosa corrupción burguesa en el filo-marxismo decadente.
Ávido como pájaro de presa, refleja tu persona a un mar de idiotas, y es su retrato, en ti, lo que interesa.
Por eso no caminas, y rebotas contra la parte más noble y sufriente de tu partido, y te ladran las botas.
¡Tú, el discriminador impenitente, burócrata y plutócrata racista que insulta a herida, a eterna, a heroica gente!...
Es que tienes costumbres de alquimista de fiambrería, y es que estás vendido,
todo, al gran criminal imperialista.
La baba oscura del hampón, hundido en la maldad oblicua del plagiario, te chorrea del corazón podrido.
Y las pelotas del «estravagario», juegan al campeonato del canalla en el gran orinal «crepusculario»…
Neruda, por su parte, llegó a decir de Pablo de Rokha y de Vicente Huidobro, en un fragmento de uno de sus poemas: “Y me cago en la puta que os malparió,/ Derokas, patíbulos,/ Vidobras,/ … comunistas de culo dorado”.
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En las últimas páginas de Libro de los enemigos, Quintanas inserta una breve miscelánea de comentarios injuriosos sobre escritores, hechos por escritores, ejemplos notables de sentencias influidas por la reacción a la lectura de ciertas obras, opiniones todas ellas llenas de razones como de malquerencias. Leamos algunas:
De Nietzsche sobre Dante Alighieri: “Una hiena que escribía
poesía entre
tumbas”.
De Lord Byron sobre John Keats: Su escritura es una especie de masturbación mental. No digo que sea indecente, sino que lleva viciosamente sus ideas hasta un estado que no es ni poesía ni ninguna otra cosa salvo una visión infernal producida por el jamón crudo y el opio”.
De Walter S. Landor sobre Shakespeare: “Sus sonetos son fogosos y pedantes; hay mucha condensación y poca delicadeza; como la mermelada de frambuesa sin crema, sin crostines, sin pan”.
De Yvor Winters sobre Emily Dickinson: “De todos los grandes poetas, ella es la que más carece de gusto; hay innumerables versos bellos malgastados en el desierto de sus salvajadas; sus defectos, más que los de cualquier gran poeta que yo haya leído, están constantemente en el borde —o adentro— de sus mejores poemas”.
De Thomas Carlyle sobre Samuel Taylor Coleridge: “Nunca he visto semejante maquinaria
preparándose para pensar, y tan poco pensamiento. Monta
andamios, instala poleas, trae baldes, reúne todas las herramientas del vecindario con esfuerzo, ruido, exhibiciones, preceptiva, y alza… tres ladrillos”.
De Wystam Hugh Auden sobre Rudyard Kipling: “Hay algunos poetas, como por ejemplo Kipling, cuya relación con el lenguaje se asemeja a la de un sargento instructor; a las palabras-reclutas se les enseña a lavarse detrás de las orejas, a prestar atención y a ejecutar maniobras complicadas, pero al costo de que nunca puedan pensar nada por sí mismas”.
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Después de transcribir esta suma de ejemplos, volvamos al prólogo de Libro de los enemigos. Quintanas piensa que “la influencia por reacción se manifiesta también en el lector avisado, que escribe bien crítica literaria o reseñas de libros. Frases dignas de compilación se encuentran en magazines y revistas literarios. Ésta por ejemplo, del crítico Max Eastman, tomada del Diccionario de frases injuriosas de Colin Jarman — traducido parcialmente por Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich—, que se burla de la escasa eficiencia de la poesía en nuestro tiempo y que escupe la figura del poeta en cierne: “Un poeta en la historia es divino; pero un poeta en el cuarto de al lado es un chiste”. Y esta reseña aparecida en 1928 en una revista londinense sobre un libro de Chuang Tzé : “Chuang Tzé nació en el siglo IV antes de Cristo. La publicación de este libro en inglés, dos mil años después de su muerte, es obviamente prematura”. Para el prologuista, la influencia por reacción es notable igualmente en el recién llegado a la poesía, que comenta desde otras disciplinas, como los periodistas defraudados por los libros de poemas que llegan a sus manos. Del comentarista Rusell
Baker se transcribe esta esquirla: “El público casi no lee poesía, previendo que casi toda ella será peor que cargar un equipaje pesado por todo el aeropuerto de Chicago”. Y del también periodista Myles Ná Gopaleen, esta diatriba: “La poesía no le deja dinero a nadie, es cara de imprimir por su absurda forma de malgastar papel al no llenar la hoja, y promueve casi siempre conceptos ilusorios acerca de la vida. Pero el argumento definitivo para prohibir la poesía es que casi toda ella es mala. Nadie se pone a fabricar mil toneladas de mermelada con la expectativa de que cinco kilos sean comestibles. Un poema, si se lo disemina ampliamente, puede alimentar no menos de mil copias inferiores”. La influencia por reacción está también en los comentarios de los editores de libros, quienes, según Quintanas, han dejado sentencias inolvidables, producto de su decepción ante el escaso marketing de las colecciones de poesía que publican. Se cita esta, por ejemplo, del editor Henry de Vere: “Un editor de hoy tiene tantas ganas de ver a un poeta en su despacho como de ver a un ladrón”. Y una más, de otro editor desamparado: “Publicar un libro de versos es como dejar caer un pétalo de rosas en el Gran Cañón del Colorado, y quedarse esperando el eco”. Y esta adicional, del editor Eugene Field, que es malvada: “Misiva de rechazo devolviendo un poema titulado ‘Por qué vivo’. Porque tuvo el buen tino de enviar su poema por correo”. El ensayo-prólogo de Quintanas Ostos dedica también unas líneas a los frecuentes lectores de obras satíricas y humorísticas, y por derecha, a los reseñadores de ellas, como es mi caso. Nos dice: “La polémica entre poetas no sería lo mismo sin la asistencia del lector. Toda contienda, toda carnicería, como en el circo romano, se aviva con la presencia de espectadores. No basta el odio secreto, compartido apenas por los oponentes; es necesario el escarnio público, la burla compartida, la incriminación de la masa. El lector es el que azuza la llama ya encendida, el que aviva la discordia ya pactada; el que propaga la pasión de la letra herida. Está en la mitad, entre el poeta injuriado y el poeta que injuria, captando su atención. Los lectores son casi siempre, en estos casos, concurrentes morbosos, voyeristas en constante excitación; como los poetas en discordia, voraces comedores de odio, celos y envidia: letra herida”. Quintanas concluye su prólogo afirmando que esos poemas, notas de diarios y declaraciones satíricas compilados por él, son en todo caso de género menor: “no alcanzan a igualar las grandezas de las mejores gestas épicas, de los más apreciados poemas amorosos y eróticos, de los más ilustres retratos líricos, de las más hermosos salmos, elegías y cantares. El arte es un estado del alma, nos han enseñado, y en ese
variado espesor que es el alma, la literatura satírica humorística no ha sido para el hombre más asombrosa que la que le habla del enigma de la muerte, de la perplejidad ante el tiempo, de la locura por el amor y el desamor, del elogio de las artes, las ciencias y los oficios”. Baste aquí, para terminar mi reseña de este libro imaginario de autor imaginario, transcribir la sentencia que el editor de Libro de los enemigos insertó en el colofón, después de la fecha de impresión. Del Diccionario del diablo, de Ambroise Bierce, el significado de la palabra “Amistad”, que cabe como anillo al dedo para la amistad entre poetas: “Barco lo bastante grande como para llevar a dos con buen tiempo, pero a uno solo en caso de tormenta”.
Medellín, junio 18 de 2009.