Luis García Montero La poesía de Juan Manuel Roca Son muchos los caminos que pueden conducir a las raíces humanas y literarias de la poesía. Se trata de acercarnos al lugar en el que nacen las preguntas de la vida y de conocer los recursos que tenemos para contestarlas. El reto de cada poeta consiste en encontrar su propio camino, el que más se ajuste a su voz, a la necesidad de hacerse y deshacerse, al deseo de configurar una identidad propia que dé sentido a las palabras y las emociones. Antonio Machado, a través de Juan de Mairena, señaló uno de estos caminos: “Nunca, nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última. (Nadie es la personificación de la nada). El hombre, sin embargo, se encara con ellas, y acaba perdiéndoles el miedo… ¡Don Nadie! ¡Don José María Nadie! ¡El excelentísimo señor Don Nadie! Conviene que os habituéis -habla Mairena a sus discípulos- a pensar en él y a imaginarlo. Como ejercicio poético no se me ocurre nada mejor”. Biografía de Nadie es el título que Juan Manuel Roca ha elegido para antología personal, un libro en el que configura su identidad poética. La voluntad de hacer una biografía nos acerca a la vida y a la realidad, dos ejes decisivos en los libros de un poeta de marcada conciencia cívica. Y el protagonismo de don Nadie nos sitúa en una apuesta por el orden de lo improbable, la negación de los lugares comunes y la irreverencia del que quiere mirar más allá de lo otorgado por la
costumbre y el poder. Lo evidente se diluye en los ojos del poeta cuando observa la realidad o cuando se observa a sí mismo. Son tantos los matices, los dobles, los desdobles, las sombras, los fantasmas y las ausencias que cualquier seguridad se diluye en la nada. La memoria de la escritura ofrece a Juan Manuel Roca una larga tradición para su personaje. Nabokov fijó el nacimiento de la literatura en la agitación del niño que gritaba ¡un lobo!, ¡un lobo! al correr, mientras detrás venía Nadie. Podemos recordar después el Canto IX de la Odisea y la declaración de Ulises cuando se borró de sí mismo para engañar al Cíclope: “Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos”. La poesía de Roca asume también el vacío que desatan las palabras de Eliot: “Funeral de nadie, pues no hay nadie a quien enterrar”. Y, por si algo faltaba, le gusta contar el tiempo con las mismas inquietudes de Héctor Rojas Herazo: “Son las dos de la tarde y las diez de la nada”. Los maestros están ahí. Pero el protagonismo de Nadie adquiere valor y vida propia en los poemas de Juan Manuel Roca. Sus libros conforman un mundo en el que algunas claves sirven de enredadera, liana o abrazo. Brotan, crecen, se hacen dominantes y luego se ocultan para regresar más tarde. La terquedad de Nadie, por ejemplo, queda en evidencia y nos interpela a lo largo de toda su obra. Aparece en su primer libro, Memoria del agua (1973), como un fantasma que criba la noche o como un jinete del aire. Vuelve a hacerse presente en el poema “Penélope y el olvido” de Ciudadano de la noche (1989). La aparición de Ulises, fundador de los regresos, supone la llegada de Nadie. En Pavana con el diablo (1990), dibuja con la ayuda de Nabokov el nacimiento de la literatura. Después exigirá un título para él mismo y lo conseguirá en Las hipótesis de Nadie (2005). Y seguimos el inventario. Con el libro Testamentos (2008) asistimos a la fundación “Del partido de Nadie”, mientras las plazas desiertas se hacen rincones de nada. Según la Biblia de pobres (2009), Nadie se balancea en un columpio vacío poco antes de establecer una poética con cartas de dirección equivocada: “Cada palabra, mister Eliot, / Pide asilo en tierras de nadie”. La consecuencia de viajar con el Pasaporte del apátrida (2011) es verse obligado a realizar confesiones como esta: “Llevo años, buenos años, viviendo con Nadie”. Y una vez que se acepta que No es prudente recibir caballos de madera de parte de un griego (2014), hay que admitir también que se vive “en las inmediaciones de la nada” y que se mantienen relaciones de vecindad con “la viuda de Nadie” y la esposa de Nadie”. Este Nadie, pues, tiene importancia, no es un don Nadie… o por lo menos está orgulloso de forma consciente de haberse hecho todo un personaje como don Nadie. Son cosas de la poesía y de sus inquietudes. Tiene mucha razón Marco Antonio Campos cuando escribe: “Si hay un personaje que se encuentra en la obra de Roca es Nadie”. Nadie no sólo tiene hipótesis, sino que el mismo es una hipótesis o un conjunto de hipótesis. Por eso se convierte en una buena vía de agua para abrir por dentro el verbo poder, un verbo que tiende a cerrarse y a fijar mundos inmóviles. Ante la cerrazón, parecen convenientes la duda y el tal vez: “Puede ser el viento. / La página en blanco. Puede ser”. Es la perspectiva que le permite a la poesía entrar
de lleno en el territorio de las identidades y del tiempo. Más allá de la pretensión nostálgica de permanecer acomodados en una respuesta única del verbo ser, estamos condenados al cambio perpetuo por culpa del deseo y de los años. Somos muchas personas distintas en el itinerario de la vida y, además, la cosa se complica cuando en la definición de nuestro nombre y nuestros apellidos entran también las opiniones de los otros. Los demás nos hacen y nos cambian cuando estamos cerca y cuando estamos lejos. Incluso viviremos con ellos, abandonados a su voluntad, después de nuestra muerte, como ahora ocurre en nosotros con la presencia de los muertos. Así que en la biografía de Nadie desembocan los ejercicios de conocimiento, la conciencia del tiempo y de la muerte, la permanencia del pasado y las ilusiones de futuro, la observación de la realidad que quiere superar los primeros términos y todos los exilios, desapariciones y desplazamientos propios de la vida y de la Historia. Así que tenía razón Antonio Machado al tomarse muy en serio las tres palabras terribles: nunca, nada y nadie. Buscarlas es aceptar ese filo en el que se sitúan las grandes incertidumbres a las que procura responder la palabra lírica. Los aliados de la poesía de Juan Manuel Roca se llevan bien con la lógica de Nadie: la noche como un espacio borgiano en el que las cosas del día se diluyen y, con igual sentido, los ciegos como figuras de nocturnidad perpetua que se ven obligadas a caminar a tientas, a inventar con su luz más íntima las imágenes del mundo y a reconocer la oscuridad de su propio interior como forma de iluminación y conocimiento. También son buenos aliados los ángeles de vuelo imprevisible y los fantasmas que dejan huellas antes de poner la pisada. Unos y otros cruzan por la memoria y por los espacios que habitamos mientras regresan de cualquier capítulo de la vida o de cualquier experiencia de los libros. La lógica de Nadie es buen cómplice, además, para perderle el respeto a los sumos sacerdotes, las estatuas de los grandes héroes oficiales -que suelen ser grandes asesinos- y los mandatos de la utilidad y del dinero. La lógica de Nadie puede incluso provocar la siempre difícil desarticulación del propio ego. Con humor, una característica por lo demás muy acentuada en la condición de Nadie, se lo toma el poeta al escribir “Episodio del solitario”, una composición de No es prudente recibir caballos de madera de parte de un ciego:
Mis luchas con el ego ocurren en un estadio abandonado, una especie de Madison Square Garden de aldea donde mi poderoso yo se sueña entre grandes reflectores. Con humildad busco huir del cuadrilátero aprovechando un descuido de mi ego. En vano. No soy en verdad un profesional del combate, un peleador fogueado en peleas clandestinas. El demonio de mi ego aprovecha mis dudas y me apalea.
En un artículo titulado “Figuras en el paisaje. Actualidad de la poesía colombiana”, Juan Manuel Roca propuso llamar a su generación “poetas del inxilio”. Fue una generación adiestrada en los naufragios. Los escritores que empezaron a publicar en los años 70, después del movimiento nadaísta, recibieron las consabidas denominaciones de origen como “generación sin
nombre” o “generación de golpe de dados”, en recuerdo de la revista del maestro Mario Rivero. Pero se pueden buscar otras perspectivas más cuestionadoras. Las obras de Juan Manuel Roca, Elkin Restrepo, Raúl Gómez Jattin, María Mercedes Carranza o Darío Jaramillo Agudelo aparecieron en los años de mayor desplazamiento en Colombia. A esa realidad histórica, convertida en experiencia de cultura, se refiere Roca:
El inxilio sería una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, movedizos, de familias desplazadas a las que le han usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión -paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal, delincuencia común- han sido atrapados por el negocio de la guerra, por un negocio muchas veces auspiciado por el narcotráfico y por los políticos venales. También la poesía se ha visto desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes sellos editoriales. Así que, inxiliada en su propia búsqueda, esta generación que empezó a publicar en los setenta sabe que el desplazamiento humano es el mayor drama colombiano actual.
Hay razones generacionales para una sentimentalidad marcada por el vacío, el desplazamiento y la rebeldía que sostienen el carácter de don Nadie. Un carácter que invita a tener presente la otra orilla, el otro lado de las cosas. Rimbaud esperaba la aparición de una poética así en su esquina de la modernidad. Se trata de tomarse en serio esta declaración: Je est un Autre. Y se trata de entender la poesía como un esfuerzo de iluminación en el caos de la realidad, como si hiciera falta asumir la oscuridad con el deseo de empezar a ver aquello que pasa desapercibido en la prosa del mundo. La confusión de Babel exige una tarea de acercamiento a las otras verdades para encontrar sentido. También estaba esperando allí otra de las referencias decisivas de Juan Manuel Roca, el amigo César Vallejo. De su llamada quedó testimonio en Ciudadano de la noche gracias al poema “César Vallejo invita a una cena”, en la que la figura del maestro peruano aparece junto a su sombra, en un mundo de soledad y frío, de verdad humana que llega hasta los huesos y de atenciones a lo desapercibido y lo no convencional. Esto supone todo un reclamo para Nadie:
César Vallejo Invita a sus amigos a una cena. Se pide ser puntual, Traer también al desconocido y su señora. El desconocido es uno de los disfraces transitorios de Nadie. También lo será la soledad que habita los poemas de Teatro de sombras con César Vallejo (2002). Es la soledad de un ser llovido de sí mismo, cargado de lejanía y procedente de un reino sin orillas. Tan escindido está que puede incluso separarse de su sombra: “De sus viajes llegaba primero la sombra que su cuerpo”. Esta tradición poética define una sabiduría del “no saber” que se abre a la perplejidad y la incertidumbre. El primer verso de “Los heraldos negros” vallejianos, “Hay golpes
en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!”, marca un ámbito de insatisfacción frente a la realidad que luego se hace también rebeldía ante las formas previsibles del lenguaje. La incertidumbre habitada por Nadie desestabiliza las palabras en César Vallejo y en la poética de Juan Manuel Roca. Los poemas de Roca procuran con los años ser más depurados, más certeros, pero no pierden nunca la necesidad de convertir el lenguaje en un ámbito de discusión con las evidencias: Tras escribir en el papel la palabra coyote Hay que vigilar que ese vocablo carnicero No se apodere de la página, Que no logre esconderse Detrás de la palabra jacaranda A esperar que pase la palabra liebre y destrozarla. Son versos de Temporada de estatuas (2009). En su estado de alerta ante las complicidades de las palabras están presentes las lecciones de Rimbaud y Vallejo, pero también la estirpe patibularia de François Villon, educada en el desacato. El argot callejero de los tangos y de otras formas de canción popular sale de los lupanares y las tabernas en busca de un autor cómplice. “El poema”, el verdadero poema, como sabe el apátrida, debe sobrevivir al cortejo de escribanos, damas blancas, académicos, idiotas, párrocos y sacristanes que quieren ordenarlo como un perro de lujo, o colocarlo en un ojal como una violeta, o enviarlo al limbo por el correo certificado de Dios. Ningún poeta puede olvidar que el lenguaje es un bien social. Las consecuencias de esta inevitable realidad son múltiples. Hay voces que intentan purificar el lenguaje para huir de las manchas y los contagios a través del hermetismo, la irracionalidad o la pulcritud. Hay voces que aceptan el orden y confunden la decencia con las costumbres establecidas y el aseo doméstico. Y hay voces que asumen el conflicto y escriben desde la herida, sin acomodarse, pero sin renunciar tampoco a la realidad. A esta última tribu, habitante del conflicto y la frontera, pertenece Juan Manuel Roca. De ahí la “Antioración” de Biblia de pobres, una perplejidad vivida y sufrida que tiene el peso de las preguntas mayores: Ni por un caballo negro Que chapotee en la lluvia Y piafe bajo un cielo de olivos, Ni por la dignidad del viento O de un gran señor en las viñas de Baal, Ni a cambio de un próspero comercio De toneles de vino y bosques de olor, Lograré entender, Señor, Que en la lengua de John Donne, En la misma de tu hijo William Blake, Se sigan ordenando las matanzas.
También en la lengua de Rubén Darío, Borges y Aurelio Arturo se ordenan matanzas. O en la lengua de Gonzalo Rojas, un maestro que saludó la poesía de Roca de este modo: “Poeta mío entre los míos, lo que más celebro en él es la fiereza, esa amarra entre vida y poesía que llega a lo libérrimo, el tono, el tono, como dio Vallejo, el epicentro de decir el mundo”. Existen la crueldad y la injusticia. La realidad no se puede negar aquí y no sólo por un asunto de conciencia, sino también de poética amarrada en libertad. La fantasía puede volar, escaparse, llevar a mundos inexistentes. La imaginación, sin embargo, parte de la realidad y se queda con ella, buscando un nuevo orden, una alternativa, una disidencia en la mirada y en el trato con las cosas, la rebeldía de un ajuste de cuentas. Y la libertad de Juan Manuel Roca pertenece a la imaginación. Ni siquiera el cloroformo de La farmacia del ángel (1995) consigue que llegue a olvidar la tierra que pisa en sus viajes. Por eso, detrás de los desacatos, en su orden de lo improbable, aparece siempre la realidad y se impone el cuerpo, el olor, la presencia mutilada o ciega de sus víctimas. La palabra del poeta está en lucha consigo misma, cargada de ironía y tensión, porque participa del mismo lenguaje que usan los mercaderes para hacer negocios con la industria de la guerra o para provocar los desplazamientos. Son la cara y la cruz de la vida cuando baja a las orillas de lo cotidiano. En la “Epístola” de Rubén Darío a la señora de Leopoldo Lugones, el poeta presenta unos paisajes llenos de fecundidad y maravillas, pero en los que también se saborea el ácido saco de las penas. De esta epístola se acordó el poeta Juan Carlos Galeano al leer “Una carta rumbo a Gales” que Juan Manuel Roca incluyó en País secreto (1987): La entero a usted: Aquí hay palmeras cantoras Pero también hay hombres torturados. Aquí hay cielos absolutamente desnudos Y mujeres encorvadas al pedal de la Singer Que hubieran podido llegar en su loco pedaleo Hasta Java y Burdeos, Hasta Nepal y su pueblito Gales, Donde supongo que bebía sombras Su querido Dylan Thomas. Esta mirada hacia la realidad hace que Nadie se identifique también con el sentido social de los explotados. “Al pobre diablo”, un poema sin libro con el que cierra Juan Manuel Roca su Biografía de Nadie, extiende la denuncia social que se encontraba ya de forma clara en sus primeras publicaciones, recuerda a las víctimas de la hora del terror que anunció en Señal de cuervos (1980) y convoca a una numerosa saga de amigos de Nadie en la que se agrupan los jubilados de sí mismos, los muchachos humillados, las ovejas negras de la familia, los herejes, los que desafinan en el coro, los perseguidos y los desplazados. La miseria económica es sólo un aspecto de una explotación que, entendida de forma más amplia, afecta a los que sufren las cadenas de los himnos, las derrotas, los dogmas y la violencia. La hospitalidad de la poesía se abre, pues,
a los locos del pueblo, los desobedientes y los gatos escaldados para que formen parte del pellejo de Nadie. Formar parte del pellejo de Nadie, esa es la cuestión. La tarea de la nada implica un ejercicio de poética que tiene que ver con la hospitalidad, la forma de compromiso que atiende no sólo a las coyunturas, sino a la raíz de la poesía. El poeta Eduardo Chirinos lo explicó de esta manera refiriéndose a Las hipótesis de Nadie: “El poeta, hastiado de las demandas de su nombre civil, se libera de la necesidad de ser alguien para albergar a los muchos Nadies que rondan los valles del poema. Pero esa libertad, obtenida tan arduamente, supone el compromiso con otra libertad aún mayor: la de las palabras”. Quien invade el poema de manera excesiva con su biografía no deja huecos para que ocupe su lugar el lector, ese Nadie fundamental para la poesía, ese inabarcable número de experiencia, identidades, memorias, opresiones, cicatrices, vidas que es imprescindible para que suceda el hecho lírico. Sólo cuando el lector habita el poema sucede la poesía. Esa es la dinámica que le exige al autor saber borrarse tanto como hacerse presente. Al fin y al cabo se trata de convivir, de plantearse un modo libre para asumir las relaciones entre el yo y la realidad. Lo afirmó Roca en su intervención en la Cumbre de Poesía para la Paz y la Reconciliación celebrada en julio de 2015. La poesía permite “el afincamiento del individuo y a la vez el punto de encuentro con el otro”. En una época dominada por muy poderosos medios que homologan las conciencias, el poeta supone una reivindicación de la mirada personal, del ciudadano dueño de sus propias opiniones y de sus sentimientos. Pero esa mirada personal no es una invitación al egoísmo, sino un esfuerzo de diálogo, un punto de encuentro con el otro. Esta poética asume las correspondencias, los vasos comunicantes, las alianzas secretas de las cosas, la movilización del mundo abierto, las analogías románticas, pero necesita hacerlo sin confundir la realidad con el imperio de un yo único y cerrado. El yo es otro. El alguien es Nadie. Y en este lugar de encuentro fronterizo la mirada propia consigue mantener su libertad sin renunciar al mundo exterior gracias a la imaginación. Es importante destacar el valor de la mirada en la poética de Juan Manuel Roca. No en vano la pintura es su otra gran pasión artística. La relación justa entre el individuo y los otros depende de una dinámica parecida al acuerdo entre la intimidad y la realidad exterior que posibilita el efecto artístico en la mirada. Los cuadros no son una naturaleza muerta, tienen vida disponible si actúa con imaginación la mirada de quien los observa para ordenar su mundo. Siempre se puede agregar más horror al horror y más belleza a la belleza. A Roca le gusta por eso Chagall: Llevo por la calle la luna de azogue: El cielo se refleja en el espejo Y los tejados bailan Como un cuadro de Chagall. Estos versos pertenecen a la “Canción del que fabrica los espejos”, un poema de Ciudadano de la noche que anticipa la apuesta de Un violín para Chagall (2003). En el libro se atiende a la mirada del pintor bielorruso, pero además están
presentes las huellas de Goya, Posada, Bacon, Velázquez o Degas, es decir, la mirada del poeta sobre las obras de estos pintores, cuadros con vida que implican el arte con la realidad para aludir a la soledad, el exilio, el inxilio, las mutilaciones, la muerte, los desnudos o la desigualdad cortesana entre una infanta y sus meninas. Toda corte exige bufones, una extensión del rey. El poeta puede apiadarse de ellos, porque son parte de Nadie, pero en ningún caso, nunca, puede convertirse él mismo en un bufón. La figura de Nadie es un buen eje para seleccionar la poesía de Juan Manuel Roca, un mundo tejido de fantasmas, apariciones y reapariciones. Las características de su obra madura estaban ya esbozadas en su primer libro, Memoria del agua. El paso del tiempo deshace la realidad, le otorga una condición líquida, una ambigüedad que se identifica con la noche en Luna de ciegos (1975), Los ladrones nocturnos (1975) y Ciudadanos de la noche, y nos acompaña como la oscuridad de la ceguera o la niebla a lo largo de los versos. Unos libros se van enredando con otros en una selva cultivada que nos hace partidarios de la vida. Todo lo que se dice está ya anticipado y dejará secuelas en lo que venga después. Como ha recordado Juan Manuel Roca, su interés por la nocturnidad tiene mucho que ver con un libro de José Manuel Arango titulado Este lugar de la noche (1973). Así lo confesó en Galería de espejos. Una mirada a la poesía colombiana del siglo XX (2012): “Allí leí, por primera vez, esta bella imagen de la dulce nocturnidad: Los hombres se echan a las calles / para celebrar la llegada de la noche y tuve el impulso de compartir una especie de festejo por su por su inquietante poesía, por sus contenidas y evocadoras exploraciones nocturnas”. Luego, claro, encontró aliados en los poemas de Borges y en una larga tradición. Al calor de ella consiguió definir la poesía, su poesía: el arte de vivir la oscuridad como forma de iluminación. Un artículo titulado “Los que encienden la oscuridad” sirvió para prologar La noche en la poesía colombiana, una pequeña antología encabezada por el “Nocturno” de José Asunción Silva. Roca apunta a uno de los ejes de su vocación: Se diría que, aunque el poeta busque la claridad y tantee la luz que se oculta entre las brumas del sueño y de las cosas, su hábitat natural es la nocturnidad. Es en la noche, desde la oscurecida noche del alma de san Juan de la Cruz, donde la poesía, se hace un ámbito para extraer como hacen los mineros en un socavón, las verdades ocultas. Por las tinieblas hacia la luz, solía repetir Van Gogh; de todos los pintores y junto a Paul Gauguin y quizá a Balthus, el más lírico en sus reflexiones sobre el mundo.
La noche se abraza con Nadie o Nadie sale a la calle a recibir la noche en un mundo incierto, pero coherente en sus disidencias. El valor de esta unidad de mundo es decisivo a la hora de fijar el sentido del humor. Porque no es lo mismo el ingenio que la imaginación. Si la disidencia ante la realidad se queda en el ingenio, se limita a jugar con la superficie, a establecer relaciones traviesas entre objetos y a repetir algunos divertimentos con truco. Pero la imaginación intenta reordenar las verdades desde las raíces más profundas y procura el cuestionamiento de la identidad propia. Eso es lo que representa Nadie. La disolución íntima, una disolución afirmativa para el orgullo poético, somete la realidad a un diálogo con los estados de ánimo del propio yo en movimiento. La ironía y el humor de Juan Manuel Roca llueven sobre mojado, provocando en su
calado que la humedad penetre las superficies y llegue a comunicar con los manantiales subterráneos de Nadie. Este es el valor de la unidad de mundo que se despliega desde Memoria del agua y que llega en Biblia de pobres a explicitar el diálogo íntimo del yo con la naturaleza exterior. Un yo cuestionado, una naturaleza interpelada: Me da luna Verte cruzar por una esquina. Cuando se enciende el faro de la isla Y se apagan los barcos del contrabando. Me da río Ver los muertos en los trenes desbocados Que viajan hacia el mar de las Antillas. Me da nube Mirar cómo trepan por el aire Las calladas catedrales. Me da barca Cuando cruzas, sonámbula, Como si empujaras al viento. Y así ocurre la poesía en un incesante fluir íntimo y exterior. En este trazado de puentes es normal que el corazón salga de sí mismo y le reclame a la palabra sus recursos para penetrar en otros cuerpos. Los sentimientos piden una personificación. El poeta mira a su soledad como a una compañera, la invita a pasear por la playa, la lleva a los bailes, a los estadios de fútbol y al sastre para que le tome medidas. Y la soledad tiene la misma talla que su sombra, así que llegados a este punto el interior del poeta puede independizarse del cuerpo, salir de él como los griegos salieron del caballo de madera regalado a los troyanos. Entonces tomamos conciencia de la dinámica de exilios sucesivos que se esconden en el yo y que configuran la identidad de Nadie. Lo que hemos sido va siendo desalojado por lo que somos en el interior de un cuerpo que tampoco cesa de cambiar. Conjunto de exilios ante el cuerpo nuestro que nos persigue: El que soñó con un poema capaz de atrapar el presente. El que creyó en la verdad, en toda la verdad y en nada distinto a la verdad frente a la mosca zumbona de la duda. El que escribía nerviosamente por lo que hacía con la pluma de un colibrí. El que no soltaba el balón llevado en una red hasta cuando dormía. El que escribía la palabra caballo y galopaba en el papel. Exiliados del cuerpo, pronto desaparecerán cuando caiga el bastión de la memoria.
Cabe preguntarse si existe algún ámbito sagrado en esta imperiosa conciencia del desplazamiento y el vértigo. No me refiero a un espacio con dioses, sino a un lugar que merezca la pena recordar como paraíso, un escenario que permita una ilusión de retorno y la quimera de que allí se ajustan el ser y el estar, el yo soy y el yo estoy. Al fin y al cabo esa es una de la justificaciones del arte y uno de los cursos centrales de la poesía. Me atrevo a sugerir dos ámbitos que
acompañan al poeta como equipaje de plenitudes, dos ámbitos que merece la pena mantener en el itinerario de la mirada poética: la figura de la madre y el tú amoroso. La madre es la infancia, el inicio del relato, el descubrimiento del mundo, la confianza, la memoria de la poesía. Es otra de las claves de la voz propia que pasa de libro en libro y cose los demás elementos. Como Nadie renuncia a la genealogía, la madre transciende la identidad de los antepasados para situarse en el lugar de la poesía. El recuerdo se fija en Los ladrones nocturnos junto a la ceguera, otra de las insistencias primordiales: “Desde la terraza, a la hora en que el sol cernía picos de pájaros azules, mi madre y yo mirábamos el patio en la casa de los ciegos”. En Ciudadano de la noche, lo trenes pasan con nocturnidad y alevosía junto al niño para iniciar un viaje que se identifica con los cines de la infancia y con la inocencia en la medida en que entonces “nunca entendí que éramos viajeros de los días, que los árboles se diluyen en un tiempo menor al tiempo silencioso de las rocas”. Más tarde se comprenderá que la fuga del paisaje en la ventanilla del tren es incluso menos rápida que el desplazamiento de las horas y las identidades. La luna de aquel ámbito materno era siempre la misma. Y bajo esa luna se sitúa también el inicio del relato que marcará la vida del escritor: Mi madre abría un libro Como dos alas para el vuelo. A orillas de la noche Alguien prendía fuego a los candiles. La tarde descendía hasta el patio Como si oyera un llamado. Mi madre narraba la leyenda negra Del que huye del espejo, Caballero del polen cruzando nocturnas tempestades. La madre cose en Testamentos una capa de raso para que el niño pueda hacer de mago. La música de la máquina Singer fue la banda sonora de la inocencia, el hilo perdido de la historia familiar: “Cuando se rompió la capa y perdí el don de manipular barajas y pañuelos, supe que habitaba un país sin inocencia”. La poesía intenta recuperar la magia perdida, aunque para eso deba jugar con las huellas de la infancia y el mundo de sombras que rodea a Nadie. Lo comprobamos en Luis Vidales en clave de Morse (2010): “Los magos son lectores de sombras. Afirman que ellas son más discretas que sus dueños. Y es verdad. Nadie festeja cuando la sombra del portero detiene en el aire la sombra del balón”. Luis Vidales, el poeta de Suenan Timbres y de la vanguardia colombiana, fue hermano de Clara Vidales, la madre de Juan Manuel Roca. La figura de la madre, convertida ya en lugar de la poesía, tiene incluso la capacidad de situar el tiempo en otro orden y de hacernos convivir con los ausentes, según nos recuerda el poema “La navidad de los muertos”: “Mi madre horneaba un pastel de ciruelas y ponía al descuido un plato para el ausente”. La cena de los ausentes nunca fue triste, quizá porque la madre asumía la voluntad y la energía de la “mujer que lavaba el agua”, otra de las imágenes fuertes de la poética de Roca. Así se anuncia en Monólogos (2008):
Lavo el agua, Que es como lavar la liquidez del tiempo Bajo los puentes. Fontanera soy De la secreta grifería del río. Lavo el agua, Que es como tocar el arpa de la lluvia, Como volarle al tiempo las esclusas. La poesía es el arte del tiempo, permite que Heráclito se bañe dos veces en el mismo río o en la misma página. No se trata de paralizar el movimiento, sino de encerrarlo en unas palabras para que siga moviéndose delante de nuestros ojos de lectores. Esa capacidad de trascender el tiempo es lo que le otorga un murmullo de lugar sagrado a la figura de la madre. El otro ámbito es el amor. El lector de Juan Manuel Roca comprobará que no abundan los poemas de asunto amoroso. Se huye del lamento y de las quejas de las pasiones fracasadas. Tampoco se dan detalles sobre la felicidad. Pero el lugar que ocupa el amor es muy alto ya que consigue salvar la escisión y la marca del apátrida. Empecemos por recordar que “El amor es ciego”, un poema de No es prudente recibir un caballo de madera de parte de un griego: “Los enamorados, ciegos el uno del otro, se conducen por las calles del mundo, se apoyan en bastones de aire, no tienen ojos para mirar un paisaje distinto al de sus noches. Ciegos el uno del otro, leen su piel con las leves yemas de sus dedos, se miran con el deseo, son sus propios lazarillos”. El poema que le da título a Pasaporte del apátrida hace un itinerario a través de las identidades latinoamericanas, un viaje sin fin de puerto en puerto, hasta que se descubren las cartas: ¿Me entenderán en la aduana Si les digo que soy del lugar donde te encuentres? El procedimiento había aparecido ya en La farmacia del ángel, en la “Parábola de las manos”, un poema sobre la división de sujeto, su pérdida de unidad, representada por la tensión entre la derecha y la izquierda, entre los límites y los deseos. El tú del amor soluciona al final las distancias: Una mano traza la palabra pájaro, La otra escribe su jaula. Hay una mano de luz que construye escaleras, Una de sombra que afloja sus peldaños. Pero llega la noche. Llega La noche cuando cansadas de herirse Hacen tregua en su guerra Porque buscan tu cuerpo.
En las manos se unen las ideas y los hechos, los deseos y la capacidad de llevarlos a la práctica. Si además hay acuerdo entre ellas, la escisión puede superarse en un lugar que calme con una caricia hasta la fugacidad tiempo. Este es el mundo que funda la poesía de Juan Manuel Roca, los ejes que sostienen su palabra de poeta, la vocación de una ética y una estética que no aceptan los hechos ordenados por las costumbres de los poderes sociales o retóricos. El poeta se atreve a mirar, a ver y a denunciar que los reyes están desnudos. Asume el conflicto para buscar la dignidad en la disidencia. Y conserva, detrás de los desplazamientos, las ruinas, los exilios y los inxilios, un lugar para mantener el deseo y la memoria de la plenitud, un calor de versos que sostiene la biblia de pobres, el pasaporte del apátrida y la biografía de Nadie.
Libros de poesía Juan Manuel Roca:
Memoria del agua (1973), Gamma, Medellín. Luna de ciegos (1975), Instituto de Cultura y Bellas Artes, Cúcuta. Los ladrones nocturnos (1977), Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá. Señal de cuervos (1980), Universidad de Antioquia, Antioquia. País secreto (1987), El caballero Mateo, Bogotá. Ciudadano de la noche (1989), Fundación Simón y Lola Guberek, Bogotá. Pavana con el diablo (1990), El propio bolsillo, Medellín. Monólogos (1994), El Áncora Editores, Bogotá. La farmacia del ángel (1995), Norma, Bogotá. Teatro de sombras con César Vallejo (2002), Taller Arte Dos Gráfico, Bogotá. Un violín para Chagall (2003), Ediciones de Catapulta, Bogotá. Las hipótesis de nadie (2005), Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Testamentos (2008), La otra orilla, Bogotá. Biblia de pobres (2009), Visor, Madrid. Temporada de estatuas (2010), Visor, Madrid. Luis Vidales en clave de Morse (2010), Taller Arte Dos Gráfico, Bogotá. Pasaporte del apátrida (2011), Pre-textos, Valencia. No es prudente recibir caballos de madera de parte de un griego (2014), Colección Letras, Fundación arte es Colombia, Bogotá.