Macondo empieza en Chiapas

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Antonio Moreno Montero Macondo empieza en Chiapas Nací en Finca La Victoria, propiedad de mis abuelos paternos. El historiador Juan González Esponda, en Historia universal de la frailesca, un artículo revelador, publicado a principios de la década de los noventa, detalla el nacimiento de un pueblo y da pistas genealógicas valiosas para mí: “Villaflores fue fundado en terrenos de la hacienda de Santa Catarina la Grande, propiedad de don Carlos Moreno y de su hijo José Antonio Moreno. En 1873, la hacienda fue vendida al general Julián Grajales” (s/p). Mi abuela María (1905-1990) era bisnieta de Carlos, un valenciano que llegó a Chiapas en el siglo XIX, junto con su hijo José Antonio Moreno. Éste contrajo matrimonio con Margarita Corzo, la Mamá Ita, aquella mujer que dio una charla en la Escuela Nacional de Agricultura (hoy Universidad Autónoma Chapingo), a petición de Porfirio Díaz, para explicar la elaboración del queso bola, el blasón familiar de las futuras generaciones. En la capital del país, como una muestra de solidaridad, Díaz giró instrucciones para que la hacienda Zaragoza, de los Moreno Corzo, en medio de la vorágine revolucionaria, no fuera afectada por las tropas carrancistas. De la relación entre José Antonio y Margarita inicia una de las historias de mis líneas parentales. La Victoria se sitúa a casi 300


kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, hacia el sureste del estado, en las estribaciones de la Sierra Madre. Aún sigue en pie la casa grande de mis abuelos. No así la que construyó mi padre, ni las de sus hermanos. Lo anterior es para insistir en una geografía particular; decir de otra manera, estuve ahí, yo lo vi con mis propios ojos, porque ese lugar ya no existe. Sí existe pero ya no es lo mismo, ni es el mismo, la paradoja es que no puedo separarme de él, lo llevo pegado como parte del cordón umbilical. Ese lugar referido posee una riqueza natural extraordinaria. Para elaborar el primer catálogo con nombres de las plantas, árboles, frutas y animales de la región, con todo el esmero posible, tuvo que haber sido una verdadera hazaña. Sospecho que los expertos inventaron una que otra palabra para enriquecer el vocabulario ante esa biodiversidad vasta y riquísima que superaba al idioma. Un mundo reinventado. Como lo hizo Cristóbal Colón. En la carta que escribió para su amigo Luis de Santángel, el navegante usa la palabra maravilloso como le viene en gana, bien por falta de vocabulario, bien por asombro. El adjetivo maravilloso sustituye el no saber, al blanco tipográfico, a la no palabra. De la naturaleza chiapaneca en general, se desprende una dinámica que influye más allá de las personas, es decir, hay un ritmo y un sonido que trastoca en la lengua y en la imaginación. Quizá por eso me subyugó el desierto. Provoca llenar un vacío aparente. Veo árboles no planicies, no arena ni dunas, dibujadas por los caprichos del viento, no cactus sino el ecosistema que percibí de niño: cedros, caobas, helechos, matilisguates, ceibas altísimas y robustas como catedrales. Se sabe que una buena parte de la flora chiapaneca es endémica, una demarcación botánica que no excluye


el idioma. La herbolaria también hace cultura al momento en que el hombre pacta con la naturaleza, asignándole palabras a los brebajes, cataplasmas, fermentos y vomitivos para curar sus enfermedades o mantenerlas a raya. La luz y el cielo abierto del desierto me produce un efecto paleontológico, que invoca aventura. Cuando me desplazo sobre los descampados propios del desierto, a pie, en auto o en bicicleta, imagino que me toparé de frente con un animal del jurásico, de diez pisos de altura y con la fuerza de cien mil toros. Pero no me ataca, al contrario, me hace carantoñas. Me pide, con muecas, que le indique una salida al océano. El desierto es un mar extinto, y la salvaje y colosal bestia que vio nacer a Dios quiere chapotear en el agua. Entonces, levanto la mano apuntando hacia el sur. De la oposición entre el desierto y la selva, dos periodistas mexicanos, uno chihuahuense y el otro chiapaneco, sostuvieron una intensa relación epistolar que, sobre la marcha, tomó un rumbo inesperado, nada relacionado con el oficio y la vocación que los unía mutuamente. El destino no quiso ponerlos frente a frente, la verdadera afinidad estuvo orientada hacia el goce inquietante que les producía la contemplación de la naturaleza. Creció carta sobre carta una profundad amistad desde las antípodas. De un lado, Silvestre Terrazas no tuvo la oportunidad de transitar por la selva chiapaneca, que de haber hecho ese viaje hacia el sur profundo, habría soportado las mismas o peores dificultades que las que pasaba Joseph Conrad para alcanzar el corazón del África. Valente Molina sostiene que viajar de la capital del país a Chiapas significaba pasar miles de penurias (a finales del XIX, principios del XX). Partiendo de San Cristóbal, eran diez días a caballo hasta Tehuantepec pasando por Chiapa, Tuxtla, la hacienda Don Rodrigo (hoy


Berriozábal), para entrar al valle de Cintalapa, de ahí a las haciendas Llano Grande y Macuilapa, de los Farrera, luego iniciaba el ascenso a la empinada y selvática cuesta de la Jineta con su peligrosa montañ a hú meda y arbolada hasta bajar al airoso istmo, donde se descansaba para seguir seis días a caballo hasta Tecomovaca, Puebla, ahí había diligencias de un día hasta Tehuacán para esperar el ferrocarril a la ciudad de México (18). Del otro, Ángel Pola Moreno anheló poner un pie en el desierto chihuahuense, contemplar los atardeceres y conocer la fauna. No puedo decir más porque no he tenido la fortuna de leer las cartas entre Pola Moreno y Terrazas, resguardadas por la biblioteca Bancroft, de la Universidad de California en Berkeley, sino glosar los comentarios que me compartió Pedro Siller, historiador, novelista y cazador de archivos, responsable de ese hallazgo inestimable. Ante la imposibilidad, la resignación siempre propone lenitivos. Terrazas y Pola Moreno le dieron rienda suelta a una imaginación ecológica vibrante y expansiva, se solazaron en la búsqueda de adjetivos exactos para pintar postales rotundas, saciando así la curiosidad que les devoraba por un lado, imaginar la fronda chiapaneca y, por el otro, suspender el tiempo sobre la tenue línea del desierto fulgurante. En un hábitat de espesa verdura, en Chiapas las palabras terminan siendo sometidas. La flor de pompuchuti se usa como desinflamatorio y es un remedio efectivo para la tos. La flor de niluyarilu sirve de adorno en las festividades religiosas; la bromelia, para los altares, tiene el aspecto de un maguey transparente y diminuto, crece en el tronco de los árboles. La espadaña es caprichosa y pagada de sí misma, sólo crece en esa parte del mundo, además tiene la forma del penacho de Moctezuma. Busqué sin éxito en el internet el nombre común de la laelia, speciosa,


gouldiana, tres variedades de orquídeas endémicas. Hombres prácticos y poéticos sin saberlo, los campesinos las conocen por fresca de día, no te vayas nunca, halago de mujer, respectivamente, y ellos pueden diferenciarlas sin equivocarse. Las metonimias no son accidentales, surgen como una necesidad de la vida diaria. A sabiendas, me obstiné en querer suplir esos lindos nombres creados por los campesinos por otros más pomposos. Sigo teniendo la certeza de haber leído un poema del poeta mexicano Eduardo Casar, publicado poco después de las agitaciones cívicas por el levantamiento armado del EZLN. La voz poética detalla el ascenso de Tuxtla a San Cristóbal, observando y pormenorizando los diferentes tonos del follaje circundante. Elabora una lista de verdes, mismos que les adjudica un estado de ánimo, algo semejante a lo que hacen los esquimales en Alaska para poder diferenciar más de veinte tonalidad del blanco de la nieve. Al poeta Casar me lo topé en una librería de Ciudad de México muchos años después. Le pregunté por el título de aquel poema que yo le adjudicaba. No lo reclamó como suyo porque no lo recordó en ese momento, aunque estoy seguro que el poema es de su autoría. Finca La Victoria forma parte de la Frailesca, una región que fue administrada en la época de la colonia por los codiciosos frailes dominicos, quienes desde 1620 empezaron a obtener abultadas ganancias por las intensas actividades agrícolas y ganaderas: “el cultivo del índigo, café, tabaco, algodón, arroz, garbanzo, caña de azúcar, maíz y frijol, así como la crianza del ganado vacuno y caballar” (González Esponda s/p). Con el paso del tiempo se convirtieron en los padres fundadores del latifundio. El historiador Antonio García de León explica que la


Frailesca, mucho antes de la llegada de los dominicos, era conocida como el valle de Cutilinoco (33). A 130 kilómetros de distancia se localiza San Pedro Buenavista, un pequeño pueblo fundado en el siglo XIX, alrededor de la casa grande de una extensa finca del mismo nombre. En ese poblado pasé parte de mi infancia y adolescencia. En aquel entonces prefería perderme por los bosques, cruzar el río a nado, pescar y recorrer en bicicleta los caminos circunvecinos. El pueblo vivía bajo el régimen del perifoneo comercial. De los techos de algunas casas se alzaban, rígidas, largas astas con una bocina pegada en la punta, como si fuese la torre elevada del almuecín que convoca a la oración. Escuchando esas voces que ofrecían el día entero todo tipo de viandas, productos agrícolas, alertas comunitarias, noticias buenas y malas, incluso la película del día en el cine Imperial, recibí las primeras lecciones de lo que podría llamarse estética literaria: 1) Santo y Blue Demon, contra la legión del mal. Esta noche en su cine Imperial. Una película de lucha libre, romance y trancazos. Para toda la familia. Esta noche es la premier, única función. 2)En la casa de la señora Esperanza Hernández le ofrece chicharrones calientes y menudencia hervida. También, caldo de res con bastantes verduras. Y para la tarde, sabrosos tamales de bola, con suficiente carne y suficiente manteca. 3) En la casa del señor Óscar Nandayapa acaban de sacrificar una elegante res, bien gorda, propiedad del señor Jesús Castillejos. Ahí mismo conocí oblicuamente parte de la tradición que proviene de los bestiarios del mundo antiguo, muy adulterada si se quiere. Los apodos femeninos para los hombres revelaban querencias aparentemente ocultas en el contexto de un


bestialismo discrepante: La yegua, La cocha (se oye mejor que La chancha, La cerda o La puerca); La gallina, La chucha (se oye mejor que La perra); La vaca, La jolota; La becerrita, La cabra (se oye mejor que La cabrona); finalmente, La burra. Lo entendí después: mediante una misteriosa sensibilidad libidinosa y totémica, el hombre puede conocer su lado animal, dejándose llevar por un arranque de pasión desenfrenada. En Albedrío (1989), de Daniel Sada; y en Señales que precederán al fin del mundo (2009), de Yuri Herrera, se confirma que los apodos no se ponen, se clavan; y por extensión, la mejor manera de incorporar el habla de la gente a un texto es literaturizándola; para lograrlo se necesita de un oído prodigioso, un oído absoluto, como el de Charly García, competente para musicalizar hasta un pedo. En Chiapas, que es Macondo, que es Tarumba, el tiempo se disloca y el significado de las palabras se invierten. El vocabulario y la sintaxis son plenamente endémicos como las orquídeas y las espadañas. Quizá exagero tanto como los juegos hiperbólicos de los hablantes de Ciudad Juárez: el tacotote, la trocototota y el viejorrononón, sin exceptuar la miscelánea maravillosa del Espanglish fronterizo. El regionalismo echa a andar un sofisticado juego de creaciones verbales, derivado de la gente común y sencilla. No todas las expresiones corren con la misma suerte, muchas de ellas se estandarizan, otras se vuelven endémicas. Los significados pasan a formar parte de un entendimiento exclusivo de las sociedades secretas: 1) iday, ¿por qué tardaste tanto?; iday, ¿cómo estás?; iday, ¿qué horas son esas de llegar? 2) el niño dio arrinquín cuachi. 3) voy a jueriar.


4) la muchacha de pelo largo tiene un jonís fenomenal. 5) no confundan, por favor, Jonís no es el hermano menor de Jonás, el bíblico. Jonís y Jonás son personajes totalmente opuestos, aunque tienen algo en común. 6) la primera y única antología de la literatura mampa. 7) Mampa vida se titula el poemario de Martín Campos. 8) una vez que rompió la relación con Alberto, Luisa no resistió los efectos de un flato que la devastó emocionalmente; su madre tuvo que solicitar ayuda siquiátrica. 9) me hicieron bochi en la tienda de abarrotes. Este brevísimo ejemplo corresponde al Atlas lingüístico de La Mancha cervantina. De allí se esparcen otros universos de ficción como el Macondo de Gabriel García Márquez, Santa María de Juan Carlos Onetti, Mágina de Antonio Muñoz Molina, Tarumba de Jaime Sabines, Castaños de Daniel Sada y Placeres de Jesús Gardea. Tienen en común la noción de una identidad rural con sus convenciones, leyes, ceremonias, tradiciones, pasiones, formas de hablar y de imaginar únicas. La secularización de una estructura sintáctica que está dentro y fuera del tiempo. Las personas, las voces o los personajes que habitan esos universos, fortaleciendo la communitas de la tribu, moldean un territorio sobre la base de una relación armónica y una zona de estar común, donde el mundo como referente es aprehendido al momento de emplear determinadas palabras para comunicarse; igualmente, para ordenar la realidad o inventar otra que corra paralela; es lo que hacen los ensimismados al momento de abrir un libro.


Como somos palabra, porque estamos hechos de palabras, cada quien a su manera construye su propio polígono: geográfico, humano y lingüístico. Las palabras que escuchamos en nuestra etapa pre-adánica, no se olvidan nunca; puestas en un carcaj, nos acompañan siempre y las usamos, o las recordamos, en el momento más oportuno. Como la fauna silvestre, las palabras también nacen de la tierra.


Bibliografía

García de León, Antonio. Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas, durante los últimos quinientos años de su historia. Ciudad de México: Era, 1997. González Esponda, Juan. "Historia universal de la frailesca." Este Sur [Tuxtla Gutiérrez, Chiapas] n.f.: n. pág. Molina, Valente. La colonia chiapaneca en el Distrito Federal 1888-1950. Tuxtla Gutiérez: Conaculta/Coneculta/UNACH, 2014. Fotos: Carlos Moreno


Margarita Corzo (sentada, con el nene en el regazo)


Carlos Moreno (1913-1992)


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