Kazi Nazrul Islam

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Nazrul, una introducción

¿Cuántos poetas pueden pensarse amados por el pueblo al que pertenecen? ¿Cuántos pueden estar seguros de crear trabajos que inspiren a sus conciudadanos? ¿Cuántos, más aún, pueden anticipar que sus palabras serán repetidas con invariable fervor por generaciones a venir? Pocos, poquísimos vates ascienden a un sitial similar. Uno de esos privilegiados fue Kazi Nazrul Islam. Aún hoy – cuatro décadas después de su muerte, siete desde que un involuntario silencio le impidiese toda creación – la obra y el ejemplo de Nazrul permanecen vigentes tanto en la India como en Bangladesh. El suyo no es un nombre que sea familiar a los hispanohablantes. Lo descubrí un día, en un taxi, en Nueva York. El conductor escuchaba una melodía que no supe identificar, cuya indeleble cualidad continúa a acompañarme. ‘¿Qué escucha usted?’, pregunté. ‘Ah, son las canciones de un gran poeta’, me respondió. Durante el resto del trayecto, tuvo la generosidad de instruirme en los rasgos más relevantes de la vida de Nazrul, y de citar estrofas suyas, de memoria, en su armonioso bengalí original, comentándolas en inglés. Era una poesía distinta de aquella de Rabindranath Tagore – el genio bengalí de mayor difusión en nuestro idioma. Sus preocupaciones tenían ciertamente más de terrenal y de inmediato. Hacía gala de una pasión que resonaba de modo universal. He aquí un hombre que quedó huérfano de padre a los diez años de edad y tuvo que emplearse como mozo de salón de té para ayudar a su familia. Un escritor que proclamó la igualdad entre los seres humanos, y condenó los prejuicios causados por diferencias religiosas, de género y de fortuna. Un compositor, cineasta, y activista social de excepcionales alcances. Un reformador en quien la rebeldía no fue una apariencia, sino la realidad más sincera, al punto de ocasionarle castigos y cárcel. En fin, un poeta cuya voz conjuga la experiencia vital de los humildes con la visión más libre e incluyente que pueda imaginarse.


1.

El crisol

Nazrul enfrentó una época excepcionalmente difícil. El subcontinente indio de principios del siglo veinte no era una nación soberana. Desde 1857, se hallaba subyugado al dominio colonial inglés, omnipresente en todo espacio y relación. Esa presencia significaba, en términos prácticos, una profunda desventaja para los nativos de tales latitudes. Bajo otras circunstancias, habrían debido ser los dueños y señores de su destino individual y de aquel de su propio país. El poder británico impedía esa autodeterminación, causando el que se los tratase como ciudadanos de segunda clase, sujetos a la voluntad de la corona y de sus agentes. Las manifestaciones culturales y artísticas no escapaban a tal realidad. Pocos creadores podían sustraerse a los obstáculos impuestos por su origen. Los ejemplos de Srinivasa Ramanujan y G. H. Hardy, en matemáticas, y de Tagore y Yeats, en lírica, demuestran que, en ocasiones el talento acertaba a crear vínculos por sobre los obstáculos coloniales. Ello, sin embargo, era poco frecuente. La vasta mayoría de intelectuales y artistas soportaban un precario estatus, disminuido por los prejuicios. Los idiomas en los que se expresaban eran observados con desprecio, erigiéndose el inglés como la única alternativa respetada. Una estricta vigilancia oficial sobre las publicaciones de todo tipo coartaba aún más las posibilidades de expresión. Los escritores que albergaban aspiraciones nacionalistas se auto censuraban o procedían en la clandestinidad, al anticipar que sus obras serían condenadas como sediciosas. Buena ilustración es la del gran escritor Dhanpat Rai, quien se vio obligado a asumir el pseudónimo de Munshi Premchand para evadir las prohibiciones imperiales. Penas de cárcel, multas y cierres de imprentas y de periódicos eran medidas represivas comunes a la época. Las numerosas encarcelaciones de un autor como Vaikom Basheer no eran la excepción, sino la regla. Paradójicamente, tal severidad apuntaba al conspicuo temor que los agentes de la corona poseían ante la influencia que los intelectuales podían tener en la lucha por la independencia del subcontinente. La poesía, en particular, jugaba un papel preponderante dentro de ese esfuerzo. Los antecedentes líricos de las diversas tradiciones, tanto religiosas como culturales, así lo determinaban. La pervivencia del espíritu nacional se hallaba estrechamente vinculada a la expresión poética. No es de extrañarse entonces que trabajos de poetas como Ram Prasad Bismil, Chinnaswami Subramanya Bharati y Ajit Singh inspirasen gran orgullo y fervor patrióticos. De hecho, uno de los mártires de la independencia del subcontinente, Bhagat Singh, subió al patíbulo cantando una composición de Bismil, la gloriosa ‘Mera Rang De Basanti Chola’ (‘¡Oh Madre! Tiñe mi túnica del color de la primavera’). En idioma bengalí, entre los pioneros de la expresión de contenido patriótico se contaba desde luego Rabindranath Tagore y Bankim Chandra. Tagore concebiría dos poemas que, eventualmente, se convertirían en los himnos de la India – ‘Jana Gana Mana’ (জন গণ মন) “Tu eres


el soberano de la mente de todos” – y de Bangladesh – ‘Amar Shonar Bangla’ (আমার স ানার বা​াংলা) “Mi dorado Bengal”. Ésta última composición contemplaría la necesidad de unidad al momento de la primera partición impuesta por los británicos en India, la que dividiría temporalmente a Bengala en dos regiones artificialmente concebidas. ‘Vande Mataram’ ("वन्दे मातरम"् ) “Madre, yo te saludo”, de Chattopadhyay, se convertiría a su vez en la canción nacional por excelencia, utilizada en los más diversos contextos como declaración de pertenencia patria. Dentro de ese ámbito, la figura de Nazrul irrumpiría para crear un antes y un después para las letras bengalíes. Durante toda su vida intelectualmente activa no cesaría de manifestar sus convicciones con una pureza y una franqueza desmesuradas. En 1922, compondrá así uno de sus más visionarios poemas, ‘Anandamoyeer Agomoney’ (‘El arribo de la diosa Durga’): “¿Cuánto tiempo restarás oculta tras de una estatua de barro? Impíos tiranos dominan el paraíso, los hijos de Dios sufren el látigo, la heroica juventud perece ejecutada India es hoy un degolladero, ¿Cuándo arribarás, oh destructora?” Nazrul no es el primer vate que alude a la patria como a la madre común – metáfora popular en su tiempo. Tampoco es el iniciador de la tradición de identificar esa madre con una advocación femenina de la divinidad. La esencia revolucionaria de su poema reside por sobre todo en la desafiante y totalmente explícita encarnación del espíritu de la India en la diosa Durga en su forma terrible y vindicativa, Chandrika. La historia que el poeta tiene en mente es el ‘Devi Mahatmyam’ (‘La gloria de la diosa’), parte del Gran Purana Markandeya. Instancia literaria y religiosa en que Durga aparece para liberar tanto a los cielos como a la tierra de influencia infernal y, particularmente, del demonio Mahishāsura. La metáfora es cristalina. El poder colonial es identificado con Mahishāsura y sus cohortes, arrogantes y abusivos usurpadores. Como el destino de su prefiguración mítica sugiere, la corona posee temporalmente la ventaja y el dominio. Sin embargo, tal superioridad no puede prevalecer. Va contra el orden natural del universo. Tarde o temprano, las recónditas fuerzas del patriotismo profundo, simbolizadas por Chandrika, se tornarán visibles y actuarán. La lucha será larga y difícil – aquella de la diosa toma nueve agotadores días - pero su resultado es seguro: el yugo inglés será destruido. 2.

La visión patriótica

La composición de Nazrul fue publicada en la revista Dhumketu (El cometa), que el poeta había empezado a editar pocas semanas antes. La respuesta de las autoridades coloniales no tardaría. Nazrul sería apresado y sometido a un juicio por subversión. El siete de enero de 1923, días antes de la audiencia en la que se le condenaría a un año de prisión, escribiría un texto que


complementa y avanza las ideas expresadas en ‘Anandamoyeer Ajamoné’. Su ‘Rajbandir Jabanbandi’ (‘El testimonio de un prisionero político’) es una pieza oratoria de una limpidez y de una audacia remarcables: De un lado está la Corona Real, del otro, la flama del Cometa. En un lado se encuentra un rey, portando un cetro en la mano; En el otro, la Verdad, empuñando el cetro de la Justicia. A favor del rey se hallan los burócratas pagados por el estado. En mi favor está el Rey de Reyes, el Juez de Jueces, la Verdad, el Dios Resurgido. Nadie ha designado a mi Juez. A ojos del mismo, todos son iguales: los reyes y los súbditos, los ricos y los pobres, los felices y los infelices. La totalidad del texto refleja las cualidades ya evidentes en esas líneas: la voz del poeta es firme, confidente y, por sobre todo, altiva. No hay rastro de deferencia alguna por la corona o por sus agentes. Tomando por punto de partida las circunstancias específicas al subcontinente, Nazrul busca demostrar las verdades universales a su argumento. En un extraordinario párrafo, se atreve incluso a entregarse a un juego de suposiciones de superba temeridad: Si Inglaterra fuese subyugada por la India, si la gente oprimida y desarmada de Inglaterra luchase por alcanzar la independencia, si yo fuese juez y el hombre que me juzga en esta corte fuese un prisionero político acusado de rebelión, quien en este momento es mi juez diría lo mismo que yo afirmo hoy. Se puede imaginar el efecto de esas palabras en los arrogantes representantes del imperio británico, educados para pensarse superiores. Para apreciar totalmente la asombrosa valentía de Nazrul y el simbolismo que emplea, es necesario recordar bajo qué circunstancia se escriben esas líneas. La corona británica ejerce, en esos momentos, un control total sobre el subcontinente. En 1919, miles inocentes, oprimidos y desarmados, han sido asesinados en Amritsar, durante una reunión patriótica pacífica, por orden de un oficial británico. El movimiento pro independentista se ha intensificado desde entonces, igual que la represión. En 1922, el propio Gandhi ha sido condenado a seis años de prisión; el número de patriotas encarcelados se incrementa día a día. Nazrul es a la época un joven de veintitrés años. Carece de fortuna personal y de la protección que podría brindarle una familia acomodada e influyente. Sus estudios formales – en los que se ha destacado - han sido frecuentemente interrumpidos. No ha conocido otro sistema político y social que aquel impuesto por la dominación colonial. Al momento de redactar su discurso, ha soportado por meses las estrecheces y abusos de la cárcel – años más tarde, en su ensayo ‘Amar Sundor’ (‘Mi belleza’), aludirá a como, al protestar por las condiciones que se imponían a los prisioneros comunes entre los que se hallaba, fue mantenido en diversos tipos de grilletes. Todo ello importa poco: su talento es elocuente y su ánimo firme. No teme expresarse sin reparar en consecuencias:


Mi Dios, eterno y grácil, me respalda. En cada época permanece de pié, detrás de los buscadores de la Verdad que han sido aprisionados. El juez a sueldo del estado no puede juzgar a la Verdad. Fue así cuando, después de simulacros de juicios, Cristo fue crucificado o Gandhi fue arrojado a la prisión. La conciencia del juez no puede percibir a Dios, porque ha enceguecido en virtud de su temor al rey. El juez colonial está ciego, pero el poeta posee una visión privilegiada, aguzada por la Verdad que invoca. Se trata también de hombre de acción, puesto que la suya no es tan solo una opción contemplativa. El vigor del impulso que se manifiesta por su intermedio no recae en tan solo en su voluntad personal. Responde a un poder sobrenatural que excede cualquier otro, terrenal: Soy la veena en la mano de Dios. La veena puede quebrarse, pero ¿quién quebrará a Dios? […] Soy tan solo un instrumento que expone la verdad. Otro poder puede intentar obstaculizar o destruir tal instrumento, pero ¿quién obstaculizará a aquel que toca el instrumento y lo torna elocuente? ¿Quién disminuirá al Todopoderoso? La elección de la veena – antiguo instrumento de cuerda, emblemático de Sarasvati, diosa hindú del conocimiento y de la música, – no es casual. Nazrul posee un talento multifacético, que incluye la música, la que practicará como intérprete y como compositor. Uno de sus instrumentos favoritos es, precisamente la veena. Esa familiaridad se ha expresado cuando, a principios de 1922, publica su primera colección poética, intitulándola ‘Agniveena’ (‘Veena de fuego’). El libro, que marcará época dentro de la literatura de lengua bengalí, no tardará a ser prohibido por las autoridades británicas. La razón de esa censura estribaba en lo osado de su contenido. Lo revolucionario del mismo está prefigurado en la alegoría del título: el sonido de la veena es esencialmente distinto de aquellos de raíces occidentales. La evocación patriótica, potenciada por la alusión a la flama, es ineludible. Explícita en esa metáfora se encuentra también la oposición entre el sutil ethos nativo, que resiste, y aquel propio del poder colonial, que impone. Una imagen que será utilizada por Rabindranath Tagore en su pieza teatral ‘Raktakarabi’ (‘La Adelfa Roja’, 1923): "Cuanto lo contrario a la Belleza intenta forzar una respuesta, las cuerdas de la veena se niegan a sonar - de hecho se rompen." 3.

La visión humanística

Las palabras de Nazrul representan un desafío a la violencia diaria, expresa o implícita, inherente al colonialismo. Poseen además una virtud adicional. Esencial a la imaginería de sus poemas y de su prosa se halla un llamado a superar diferencias religiosas. Un poeta musulmán no posee reparo alguno en utilizar símbolos tomados de la tradición hindú para expresar la necesidad de luchar por la independencia del subcontinente. Tal demostración de unidad era particularmente perturbadora a ojos de las autoridades británicas. Las mismas habían aplicado provechosamente la máxima ‘divide y vencerás’ al gobernar, como uno de sus principios, desde los primeros días de su dominio sobre la India.


Nazrul comprendía que la discordia entre comunidades debía dar paso a la unidad. Esa noción no solo le era cara, sino que correspondía perfectamente a sus convicciones. Gozaba, por su ancestro, de un profundo conocimiento del Islam: pertenecía a una familia de kazis (jueces). Cursó sus estudios primarios en una maktab, escuela de carácter religioso, en la que adquirió y perfeccionó firmes fundamentos de su credo, junto con aquellos de las lenguas árabe, persa y urdu. Su padre, de muy modesta fortuna, había servido como muecín en la mezquita de Churulia, el pueblo donde habitaban. A su muerte, Nazrul tomaría a su cargo ese trabajo por algún tiempo, demostrando su competencia. En sus poemas se percibe a menudo la simbología cosechada en las páginas del Corán. Numerosos de entre ellos están dedicados a Allah y a Mahoma, su profeta. Otros rememoran las glorias del Islam, como el estupendo ‘Khalid’, escrito en 1926, también de intención patriótica. Concurrentemente, Nazrul se había familiarizado con la tradición hindú. Ello, no solo por la convivencia diaria de ambas comunidades, sino, de una manera mucho más directa: siempre atraído por lo artístico, participó en su juventud de una compañía de teatro itinerante, establecida por su tío, Kazi Bazle Karim. El repertorio del grupo, perteneciente a la tradición bengalí del teatro letō, incluía piezas enraizadas en textos sacros hindúes. La precocidad e inteligencia de Nazrul le permitirían iniciarse como autor en tan entorno, con varios sainetes. Absorbería de la experiencia el simbolismo hindú, de modo a convertirlo en un acervo del que se serviría, con soltura, en sus composiciones. En Nazrul, como en Kabir y en Ghalib, la búsqueda espiritual llega al punto en que el poeta es capaz de admirar la infinita belleza de Dios y encontrar su verdad por sobre requerimientos religiosos formales. En Kabir, esa inspiración crea una relación con lo divino, que deja de depender de elementos externos para consumarse: ¿Me buscas? Oh, estoy a tu lado. No en el templo ni en la mezquita ni en la Kaaba ni en Kailash: ni en los ritos y en las ceremonias ni en el Yoga o en la renunciación. Una noción similar inspira versos de Ghalib cómo estos: Se debe ser constante hasta el fin, la esencia de la fe es ésta; Si el brahmán muere en su templo, ¡déjese que la Kaaba sea

su tumba!

En Nazrul, ese reconocimiento se torna extremadamente explícito en lo inclusivo de su intención, que adquiere un substrato tanto espiritual como político:


Yo canto a la igualdad Donde toda muralla y toda diferencia Entre los hombres se desvanezca, Donde hindúes, musulmanes, budistas y cristianos Compartan juntos, si. A la igualdad yo canto. ¿Quién eres tú? ¿Un parsi, un jain, un judío? ¿Un santal, un bhil o un garo? ¿Un confuciano o un seguidor de Chárvaka, el ateo? Sigue tu camino en paz, no digas más. Nazrul aplicaría esas ideas en su vida diaria, al conceder su amistad a personas merecedoras de la misma, sin importar su credo. Elegiría también por compañera de vida a Pramila Devi, una mujer de tradición Brahmo Samaj – vertiente reformada del hinduismo. Su matrimonio, tan poco convencional incluso en nuestros días, causaría el rechazo de ambas comunidades, sin que ello diera pábulo a inquietud alguna de parte del poeta. Éste, a pesar de los pedidos de sus amigos, no exigiría que su esposa se convirtiese al Islam, rechazando al mismo tiempo toda sugestión de su propia conversión al hinduismo. En gesto de similar naturaleza, daría a dos de sus hijos nombres en los que se combinaban apelativos musulmanes con hindúes: Krishna Muhammad / Azad Kamal, al primogénito, y Arindam Khaled al segundo. Esas acciones y miríada de otras apuntan a la causa primordial de Nazrul: la humanidad en su conjunto. La diversidad inherente a su naturaleza no lo angustiaba; hallaba en ella evidencia de los designios divinos. Designios que consideraba particularmente irrespetados por quienes fomentaban la discordia entre grupos religiosos como instrumento de fácil ascenso político y social. Su inconformismo no se limitaba, sin embargo, a ese mal: abarcaba todo síntoma de opresión, incluyendo los prejuicios de casta y de clase social, el desprecio hacia la mujer, y el abuso de autoridad ejercido en función de mezquinos intereses: Los sabios abundan, igual que sus reglas. ¿A qué autoridad te someterás? ¿A cuántos de ellos podrás complacer? Si de un grupo aceptas los cánones y leyes El otro, seguro, te rechazará. ¡Trabas y cadenas brotan por doquier! El precio que esa pasión por la libertad conllevaría para Nazrul sería muy alto. Se había ganado la enemistad de los opresores de su patria; la animadversión de no pocos de sus conciudadanos lo perseguiría también. Le habría sido infinitamente simple conformarse a una existencia convencional, medrando sin confrontación de su talento. Eligió, por el contrario, la vía más difícil, aquella que conducía a su verdad sin compromisos. La que le garantizaría pobreza, enfermedad y penurias, salvaguardando al mismo tiempo la integridad tanto de su genio como de su conciencia.


4.

El Rebelde y la literatura

El inconformismo de Nazrul está memorablemente expresado en sus poemas más personales. De entre ellos, el de mayor fama e influencia es desde luego, Bidrohi (‘El rebelde’). Su temprana publicación, en 1922, causaría conmoción por su heterodoxia. Es un texto sin precedentes en el subcontinente, y para el cual, aún hoy, existen pocos equivalentes en la literatura mundial. Su audacia es extrema y su simbolismo formidable: Di, valiente, Di: por siempre alta está mi frente; Al observarla Las cumbres del Himalaya se inclinan. Di, valiente Di: abriendo de par en par el amplio firmamento del universo, Dejando a un lado la luna, el sol, los planetas, las estrellas Irrumpiendo a través del sagrado trono del Todopoderoso He ascendido, Yo, la perenne maravilla de la madre tierra El colérico Shiva resplandece en mi frente Como un fulgente emblema, real y victorioso Di, valiente, ¡Por siempre alta está mi frente! La voz del poeta en Bidrohi es, a un mismo tiempo, singular y colectiva. Ocupa, a momentos, la individualidad de seres comunes y corrientes, cuya experiencia vital es invocada en todo su recóndito valor. En otras instancias, el espíritu del poeta adquiere proporciones míticas, apropiándose de fuerzas divinas y naturales y superándolas. Por esos y otros detalles, se ha insistido a menudo en la importancia de la influencia de Walt Whitman en el trabajo de Nazrul. Existe evidencia en los escritos del poeta bengalí de su conocimiento y admiración por el estadounidense. Sin embargo, a la luz de la historia de Nazrul, la lectura de Bidrohi deja entrever que Hojas de Hierba debe considerarse una de las muchas fuentes de inspiración del poema, no la más determinante. Resulta imprescindible recordar de nuevo las circunstancias en que Bidrohi fue creado, para mejor apreciar su originalidad. Whitman produce sus versos como ciudadano de un país autónomo, en el que ha llevado una vida en la que los más básicos derechos civiles le son acordados de manera natural. Su óptica es distinta de la de Nazrul. Éste escribe dentro de un contexto de opresión indecible, que implica la imposición tanto de sujeción material como de degradación espiritual por parte de un poder extranjero. Su rebeldía proyecta, por tanto, aspectos inexistentes en Whitman. Está imbuida de una indignación inmensa, de una voluntad


de libertad que no es gozosa, sino lancinante. Una cólera personalísima:

que nace de una experiencia

Yo soy la inundación que avasalla, a veces torno la tierra rica y fértil, otras la arraso en daño colosal. ¡Arrebato las doncellas del seno de Vishnu! Soy la injusticia, soy la estrella fugaz, yo soy Saturno, yo soy el fuego del cometa, ¡Yo soy el áspid venenoso! Soy Chandi, sin cabeza, soy el señor de la temible guerra, sentado en el hoyo ardiente del infierno ¡sonrío con la inocencia de una flor! Yo soy el hacha cruel de Parshurama, he de matar guerreros ¡y he de traer paz y armonía a este universo! Soy el arado sobre los hombros de Balarama, sin esfuerzo alguno, fácilmente, arrancaré de raíz este miserable mundo, Y crearé por fin un universo nuevo, de alegría y de paz. Ninguna traducción puede transparentar el virtuoso uso del lenguaje del que el poeta hace gala en esos y otros versos. Su capacidad de síntesis, su empatía, se combinan este punto con su erudición. Aún hoy, Bidrohi es considerado como una de las cumbres de la lírica bengalí, por siempre popular sin importar el paso del tiempo. Declamado en su idioma original, no es solo un texto de protesta. Es un clamor sonoro, henchido de energía. En su composición, Nazrul emplea una simbología que privilegia lo sobrehumano, en la que aparecen elementos religiosos y profanos de varias tradiciones, utilizados de manera a subvertir las expectaciones del lector. La simbología utilizada en Bidrohi y en otros poemas de corte igualmente heroico y desafiante puede hallarse extraña. No es común incluso en nuestros días hallar pasajes líricos como los siguientes: Sin esfuerzo navego sobre la cabeza de dios El dios del universo, sentado en su trono Tiembla, temeroso de que mi mano ponga En su pálida frente el signo de mi terrible maldición ¡Oh, cómo me hace reír, Y como el sonido de mi risa taladrante Se fusiona con la canción del trueno Y del rabioso ciclón! Esos versos no están infundidos de una irreverencia casual. Se ha aludido ya a la búsqueda espiritual del poeta y al modo en que la misma está vinculada con la tradición de


vates como Ghalib. Nazrul aspira a comprender lo divino más allá de fragilidades y de compromisos: No existen secretarios privados de Dios. Él se revela en todos nosotros. Al observarme, Atisbo al Creador y al Padre invisible. A los veintidós años, Nazrul es ya un políglota abierto a las más diversas influencias, que le brindan material que en sus manos transmuta y se vuelve a un tiempo, personal y cosmopolita. Prueba elocuente de esa virtud es la familiaridad de Nazrul con una pléyade de autores, del ya citado Whitman a Hafiz – de cuya obra, años más tarde, traducirá directamente de los originales persas. Escribirá en su día: [L]os corazones de los literatos, de los escritores y de los poetas deben estar abiertos como el cielo. No debe existir en ellos ninguna enemistad basada en religión, nación o clase. Como corresponde a una opinión de tanta amplitud, el Bidrohi Kobi (“poeta rebelde”), lo es también por su apasionada defensa de la literatura como un arte universal. No duda en escribir que “la literatura es para toda la humanidad, no para una sola persona”. Es un llamado que, proviniendo de la Bengala de principios del siglo veinte, aún suena desafiante – y muy poco aplicado - en nuestros días. De su sagacidad tampoco escapa el señalar lo difícil de la vocación de escritor. Tres citas tomadas de sus ensayos iluminan su pensamiento al respecto: La escritura es la verdadera articulación de la mente del escritor. Si el escritor es honesto, esa honestidad será expresada honestamente en sus trabajos. La literatura es la expresión de la personalidad. Lo que he hecho de mi literatura puede verse en mi personalidad. La literatura es la exposición de nuestra propia naturaleza. ¿Cómo podrá infundir vitalidad a su literatura aquel que no posee vida propia? De entre quienes ejercen la profesión de las letras, ¿cuántos pueden afirmar el comprender y el poner en práctica axiomas tales? La excepcionalidad de Nazrul emerge incluso de su actitud al respecto.

5.

El silencio

En julio de 1942, Nazrul participa de sus actividades de costumbre. Los testimonios de la época, sin embargo, señalan que por algún tiempo, ha mostrado un cambio en su modo de ser, una introspección que, combinada con agitación y sopor, se acentuaba paulatinamente sin


aparente explicación. En julio, al momento de participar en una emisión radial, el poeta se ve afectado de los primeros síntomas de un mal que no tendrá jamás un diagnóstico certero. Durante los meses siguientes, gradualmente, asumirá un estado totalmente ajeno a la personalidad exteriorizada hasta entonces. En vano su familia y algunos de sus amigos buscarán revertir ese proceso. Por los siguientes treinta y cuatro años, Nazrul existirá en el plano físico, mientras que en aquel intelectual su silencio será absoluto. Ese destino, incomprensible y definitivo, trae a la mente desventuras similares, particularmente aquella del poeta francés Valery Larbaud. Larbaud, víctima de un accidente cerebro vascular, perderá la capacidad de expresarse durante los últimos veinte años de su vida. En una de las etapas de ese terrible período, repetirá automática e insistentemente una frase poco común entre los afectados por esa condición: “Adieu, les choses d’ici bas.” (“Adiós, las cosas de éste mundo.”) ¿Experimentó Nazrul similar angustia a la que esas palabras dejan entrever? Imposible saberlo, a pesar de las muchas conjeturas que pueden avanzarse al respecto. Lo único innegable es que el adalid de la autodeterminación del subcontinente jamás pudo apreciar la culminación del gran esfuerzo nacional plasmado en la independencia obtenida en 1947. Le fue dado, sin embargo, sustraerse al conocimiento de la masiva tragedia humana suscitada por la Partición del subcontinente, evento que le habría causado sin duda inmenso dolor. Ignoró además el gesto filial con el que Bangladesh, un estado del que jamás tuvo noticia, lo acogió en 1972, poco después de su independencia: invitado, junto con su familia, a vivir en Dacca, se le otorgó la nacionalidad y se le declaró Poeta Nacional. Sus restos descansan en los predios de la Universidad de Dacca. Es un lugar eminentemente apropiado. Parafraseando lo escrito por el humanista Willibald Pirckheimer sobre Durero, se encuentra allí, entre la juventud, aquello que de mortal tuvo Nazrul. Su legado inmortal le pertenece al mundo. Él mismo lo resumió con honda sinceridad en su carta a Ibrahim Khan: Sin importar lo dolorosa que sea mi vida, voy a contribuir con cánticos de alegría y tristeza, voy a distribuirme entre los demás, voy a sobrevivir entre todos aquellos que estén vivos. Esta es mi promesa, esta es mi devoción, esta es mi austeridad.


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