Del silencio a la esquizofrenia del escándalo

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LA PRENSA: DE LA UNIFORMIDAD Y EL SILENCIO A LA ESQUIZOFRENIA DEL ESCANDALO In memoriam, por Don Julio Scherer.

Nery CORDOVA

Hagámonos de entrada la pregunta: ¿Cómo se relaciona la prensa mexicana con el Estado, el gobierno y la sociedad? En términos generales, aquí llamamos la atención en torno a la función primordial que han desempeñado los medios impresos como legitimadores de los discursos hegemónicos del país, en el que han hecho énfasis en su papel de agoreros de los poderes políticos y económicos. Uno de los resultados ha sido una población de millones de mexicanos desinformados, los que, históricamente, han tenido muy escaso acceso a una prensa que responda con credibilidad y legitimidad a las expresiones, las pulsiones y los hechos hondos, reales y verídicos de la vida nacional.

I En tanto que en sus aspectos cruciales o medulares la historia es escrita por los vencedores de la sempiterna confrontación social de la humanidad, el quehacer de la prensa y del periodismo también es una actividad profesional e intelectual que tiene que ver, en general, con el ejercicio de la visión --y la versión-- de los grupos de poder hegemónicos de la sociedad. Sus noticias, notas, relatos, reportajes, crónicas, historias, artículos, mensajes mercantiles, opiniones y juicios, pero sobre todo su información y charlatanería marcadas por los intereses, las tendencias, la propaganda, la ideología y las mitologías donde los valores supremos han sido casi siempre el mercado, el dinero, las ganancias y el fetichismo de las mercancías, el ejercicio de un periodismo profesional, deontológico y veraz y obviamente distanciado de los circuitos del poder, ha pasado a ser un asunto de la prehistoria o de las tribulaciones y los anecdotarios de los románticos que aún moran escuálidos sobre el mundo. Las excepciones, claro, siempre confirman las reglas de facto construidas por la sociedad.

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De suerte que en la larga gesta, entre la Ilíada y la Odisea, de edificación del país y la Nación, México y su cultura (como un todo con destino incierto) se encuentra hoy como un caos de espanto y esquizofrenia, en donde por supuesto la industria de la prensa ha tenido y ejercido una influencia perversa y desgraciada. Como expresión, reflejo y eco del ejercicio del poder económico y político --“la dictadura perfecta” dijo en alguna ocasión nuestro nuevo Nobel latinoamericano Mario Vargas Llosa-- el sistema político mexicano ha dejado su huella y su impronta indeleble sobre el quehacer y el ser de los ámbitos socioculturales de la Nación. Durante mucho tiempo, durante muchas décadas y sexenios nos vimos en los espejos fatuos y fantasmagóricos de un periodismo enmascarado de arrogancia y desdén, a imagen y semejanza del poder político que transitó y se fortaleció inmerso en la auto enajenación. Fueron así, la prensa y el poder, la cara y la cruz de la infamia y la mentira, o de la manipulación y las medias verdades, vestidas con el lustrado uniforme de la corrupción y la impunidad. Durante los últimos años las estructuras institucionales y nacionales (el Estado, el gobierno, las entidades, los territorios, las regiones) nos han estado revelando y mostrando los rostros, las vestimentas y las entrañas en ebullición, convulsionadas, evidenciando las hondas erosiones tanto de la vida real como de los propios mitos creados tanto por el poder político como por la industria de los mass media. De manera literal, el país sigue supurando desechos y además sangra. Miseria, hambruna; delincuencia, crimen organizado; matanzas en despoblado, genocidio; grupos criminales de santo y seña; corporaciones y financieras legales aliadas a las penumbras y los antros de las mafias; el espectáculo de la guerra real y virtual en las ciudades y el campo que ha terminado por convertir al ejército en un pavoroso títere con poder de fuego; las fuerzas armadas al servicio del gran capital y de fines ideológicos indecibles; el supernegocio de la muerte como filosofía, estandarte y eslogan de los administradores de la vida y la sobrevivencia de un pueblo; el Estado al servicio dispendioso de la corrupción cuasilegalizada y disfrazada de obras de beneficio social (por ejemplo el Teletón y demás programas que le permiten a los monopolios televisivos y a las grandes cadenas de supermercados ser exentados del pago de sus impuestos y que terminan pagando los consumidores); o la nación para beneficio del maravilloso mercado libre que fabrica cada vez más pobres, hambrientos y marginados; pero ahí están orgullosos de sí mismos los cruzados del neoliberalismo con sus sectas, cofradías, estamentos y grupúsculos tecnocráticos, oligárquicos, enmedio del cinismo, la prepotencia y la ignorancia gubernamentales. Son algunas llagas de la modernidad mexicana de estos tiempos. En una de sus publicaciones más recientes, el más grande de los periodistas mexicanos de todos los tiempos, don Julio Scherer García, fundador, símbolo y guía de la revista Proceso, que se nos fue recién en diciembre de 2014 de este mundo, luego de describir “Una boda singular” (el matrimonio del magnate Carlos Slim Domit y María Elena Torruco) y de advertir que México en la actualidad era “La riqueza sin control y la miseria sin alivio” como “signos de un país con la brújula extraviada…”, describió también, como cierre del libro Historias de muerte y corrupción:

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“No sólo sentí toda esa presencia, sino que vi a centenares de guaruras atentos a los movimientos y desplazamientos de los personajes a su cuidado. Sentí, también, la férrea escolta del presidente Calderón, cuerpo militar de élite. “Como si se tratara de un relámpago detenido en una larga luz, ese 9 de octubre de 2010 vi a una nueva clase que se consolidaba poderosa. Se trataba de una sociedad consolidada, una aristocracia formada por los hombres y las mujeres sobresalientes en la política y la empresa, cada uno en su sitio. Discreparían por asuntos menores, pero se entenderían en lo sustancial, se apoyarían unos a otros, caminarían juntos, definitivamente rotos los vasos de comunicación con los de abajo. “Tomé una frase de Coetzee, el Nobel sudafricano: “el poder sólo se habla con el poder””1

Es claro que jamás, que nunca fuimos ni siquiera por equivocación conceptual, ese mítico país del progreso, el desarrollo, la paz y el orden social, ni estábamos como se nos insistió hasta el cansancio y durante un siglo entero en los discursos del poder y en las grises y manchadoras páginas de los medios de comunicación. A menos que a México sólo lo represente la corrupta oligarquía privada y los estamentos políticos del poder (Ergo: por ejemplo un peligroso trío público-privado de los Carlos y de cuyos apellidos uno no se quisiera ni acordar). Salvo honrosas excepciones de publicaciones periódicas y más tarde de algunos programas radio-televisivos que en su aislamiento se diluyen frente a la desmesura de la demagogia nacional, el divorcio entre la comunicación pública, simbolizada en el periodismo, y la nación de carne y hueso y pobreza y hambre de los mexicanos, ha sido prueba tangible, más que evidente, de la ausencia de autoridad profesional y moral del periodismo en el país. La propaganda, la publicidad o la autopromoción de los mismos medios impresos hablan en exceso de independencia, libertad, imparcialidad, objetividad. Como en toda acción o panegírico que se presume y se ondea sin mesura ni recato, lo que se exhibe es más bien la evidencia o la prueba de lo que se carece, de lo que no somos o de lo que nos hace falta. Y es que francamente resulta demasiado obvio: el elogio en boca propia es vituperio. Qué lejanas las palabras de las gruesas y crudas realidades. Entiéndase que autoridad, credibilidad, ética y legitimidad son conceptos que van de la mano, al unísono, en el quehacer profesional de una disciplina que, por lo menos en el caso de México, no ha sido expresión genuina de la existencia de un pueblo que ha sufrido impunes y sistemáticos atentados contra sus derechos y su dignidad. Y ahora envuelto, o mejor dicho, padeciendo una guerra real, fiera, esquizofrénica y propagandística que el propio 1

Julio Scherer García (2011), Historias de muerte y corrupción, Ed. Grijalbo actualidades, México, pp. 120-121. Dos párrafos antes, había descrito, entre el azoro y el estupor: “De muchas maneras atraído por la boda, no me podía desprender de las imágenes que en mí suscitaba el acontecimiento. Leí que una señora se había adornado con esmeraldas blancas, que se fabrican en Brasil, según averigüé, y de ahí saltó la imaginación a una señora que lucía rubíes verdes y otra que mostraba esmeraldas con el ardor de un amarillo solar…Qué sería todo aquello, cuánto costarían los vestidos trabajados a mano con seda virgen, los esmóquines con texturas suaves y dulces como la piel, los relojes de colección, los brillantes como botones en los trajes de los magnates y, en ellas, las señoras, los collares, los aretes, las pulseras, los anillos, las flores de invernadero sabiamente enredadas en el cabello” (p. 120).

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gobierno desató para beneplácito y festín de la bárbara gula de los señores de la muerte, empresarios y políticos norteamericanos y mexicanos. Pese a los cambios de perfil y rasgos aparenciales en el gobierno federal, los espejos periodísticos han mostrado más bien las imágenes pintarrajeadas de un presidencialismo ególatra, capaz de otorgar dispensas, de fortalecer familias y cacicazgos con obras y programas a la medida, de cancelar políticas y principios a su arbitrio, y hasta de traicionar las propias palabras empeñadas, hasta llegar a los extremos del genocidio, al fin y al cabo que a los sectores rurales, a los sembradores de drogas ilegales, a los marginados y desposeídos, y en especial a los indígenas de cualquier región nacional muy poco les falta para ser definidos --desde las alturas de la tecnocracia-- como infrahumanos que atentan no sólo contra el orden sino también contra la estética del paisaje social. A cualquier precio --y el extremo es la muerte— en la guerra contra el crimen organizado, los guerreristas están incendiando a la sociedad. Pero en esta ruta, los espejos periodísticos cóncavos han terminado por alienar a no pocos estamentos o grupos de los medios de comunicación y a buena parte de la tan llevada y traída sociedad civil, representada sobre todo por quienes reafirman su existencia y su aparente importancia en la constante firma de desplegados en los periódicos del país. Aún no se nos olvida que cuando estábamos a punto de ingresar por decreto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte al primer mundo, en enero de 1994, los olvidados del progreso en tanto preclaros habitantes del inframundo de la prehistoria del sur de la República, hicieron estallar irreverentes e irrespetuosos de las formas, convulsos y compulsivamente la estabilidad social y política. Los zapatistas habían acabado con la euforia de la grandeza y la gloria de la gran Patria mexicana. La ensoñación se volvió pesadilla y la fiesta neoliberal devino cruda tercermundista, que ha intensificado sus síntomas de descomposición y pobredumbre. Sin embargo, tan ufanos y tan fatuos y tan ciegos habíamos estado que hasta el paisaje de la miseria y la vergüenza habíamos soslayado, y también escondido. Nuestra sociedad de veras que no se merecía ese final de siglo y menos esta segunda década de un nuevo milenio como el que se padece. Y mucho menos lo merece un pueblo que ha ofrecido una elevada cuota de sacrificios, millones de muertos, heroísmos y penurias, en su necio afán por contar con un país democrático, libre y justo. Al paso irredento de tantos años, el gobierno mexicano ha tenido el dudoso honor de conducir los destinos nacionales por la vía del control sobre la sociedad, que se tradujo en adocenamiento ideológico, corrupción generalizada de la administración y del ejercicio del poder público y represión de las ansias de justicia social, concepto éste ya sin contenido de la Constitución. Un país como México, decíamos, símbolo de la historia y la cultura prehispánica, dotado de tanto potencial y de tantos recursos materiales y humanos, en verdad que no se merecía llegar en tales condiciones y circunstancias a este Siglo XXI. Ha sido tan fuerte el atentado contra la población por parte de las élites del sistema político, que en aras de la moda de la globalización, la nación como tal, sustentada en su diversidad y su riqueza 4


cultural, está siendo cada vez más una utopía. No es casual, hoy, que grupos aventureros jueguen y le apuesten a "la chispa que encenderá la llama", para "voltear al revés" valores y edificaciones fundamentales de por lo menos un par de siglos. ¿Qué se avisora? ¿Cuál y cómo es el horizonte de expectativas si es que todavía está limpia la mirada? ¿Qué se ve para el país, qué futuro es el previsible? Entre los escarceos electorales, entre la difuminación de los lindes ideológicos de izquierda, centro y derecha, en realidad la población respira y exuda un ambiente de incertidumbre, con temor no sólo a un presente pletórico de inseguridad y pudrición, sino también al futuro que más que esperanzas ofrece amenazas. En el ambiente nacional, acaso se padece una extraña "nostalgia" por los sueños de una nación que pudo haber sido fuerte, noble y soberana, y que simplemente no lo fue; y resintiendo la vergüenza de haber tocado fondo en materia de civilidad y derechos humanos, además de haber ensanchado, multiplicado y expandido el hambre a unos cincuenta millones de mexicanos; de éstos y más seres que, reconocería un politécnico ex presidente, ya no tienen recursos ni ánimos ni voluntad ni vocación, por ejemplo, ni para leer un periódico. Acaso ésta sea o haya sido una suerte de fortuna para ellos, puesto que no han tenido la desdicha de hacerse adictos a un periodismo fanfarrón, vociferante, pero hueco, vacuo, huero, superficial y transmisor fundamental del discurso mercantil y del discurso del poder político transformado por las supercherías del establishment también en propaganda y mercancía. A una prensa sin rubor que, haciendo eco acrítico del discurso oficial, ha dibujado a la mexicana como una población a la que se le podría dar siempre, aviesa y eternamente, gato por liebre. Un consuelo es que --curioso refrán, pero vaya consuelo--, no hay mal que dure cien o mil años ni analfabeta o marginado premoderno que lo aguante.

II En fin, los congresos, coloquios o seminarios académicos de política y comunicación, donde hemos tenido el dudoso honor de compartir estrados, micrófonos y pretensiosos y sesudos análisis con representantes de las televisoras y los medios impresos nacionales, en realidad son un pretexto ateo para confesar ante la feligresía y los colegas universitarios nuestra perspectiva teórica en la que impera, sin embargo, la desazón personal. Pero siguiendo por la ruta del lado amable, nos permitimos reflexionar en torno al lecho de postración de un país enfermo para que, ante el riesgo que ello entraña, la posibilidad del contagio por lo menos nos agarre confesados. Aprovechamos para echarle un vistazo al famoso espíritu del tiempo y de los medios y hasta al no menos famoso sueño por buscar una comunicación que exprese con profesionalismo la existencia social, y que la misma coadyuve en la edificación, como diría Jürgen Habermas, de un horizonte de expectativas donde el futuro pueda preverse como potencial y factiblemente democrático y humano. Empero, en lo que concierne al mundo de la vida actual, junto a las relaciones perniciosas (entre la prebenda, la concesión y el franco amasiato) forjadas entre los medios y el Estado, fue asimilándose una cultura político periodística que llegó a 5


identificar al discurso del poder como sinónimo de la vida auténtica y genuina de la nación. Las palabras y los hechos fueron, más que fórmula, baluarte de un eslogan indivisible. Para la prensa y para los gobiernos sexenales, federales y estatales eran tales palabras y hechos el reflejo pulcro y ensamblado de los mayúsculos esfuerzos de los padres y héroes de la patria, que se regodeaban así, en el cumplimiento de los más nobles postulados de la Independencia, la Reforma y la Revolución. De modo que desde el discurso del poder, y por ende el discurso de la prensa, no hubo nunca, en la vida nacional, contradicciones ni graves ni mayores. En todo caso, se argüía, los conflictos propios de toda sociedad en realidad podían verse como escaramuzas y rencillas simples, casi familiares o internas, curiosas, leves y anecdóticas, que no trastocaban la grandeza nacional ni el orden monolítico de la sociedad; historias y anécdotas comunitarias, con diferencias pasajeras, sutiles, de malos entendidos provocados las más de las veces por equívocos y errores sin mala fe; o bien intentonas minúsculas, siempre fallidas, de grupos antinacionales influidos por ideologías extrañas, ajenas, marcianas o marxistas que buscaban --irresponsable, dolosa y extranjerizantemente-- la desestabilización de la sacrosanta armonía de los gloriosos y grandiosos gobiernos emanados de la Revolución. Ufff. Durante sexenios las desigualdades sociales y los desequilibrios económicos fueron asuntos vistos o justificados sin recato como calamidades y fatalidades del destino, y hasta de la geografía. Los asesinatos de líderes obreros, populares y campesinos han sido narrados en la prensa como incidentes de nota roja y sensacionalismo; o en todo caso como actos de descuido y de la propia irresponsabilidad de los infortunados seres que llegaron a cruzarse en la ruta de las balas de caciques o policías a su servicio, o que insistían en vivir y amontonarse en los inseguros rumbos de Tlatelolco, San Juanico, Netzahualcóyotl, Acteal, Ciudad Juárez, Ayotzinapa, o cualquier población de Sinaloa, Durango, Michoacán, Tamaulipas, Guerrero. Nuestro inmenso Carlos Monsiváis hizo clásico el sarcasmo aquél de que sólo lo insólito merecía ser considerado noticioso, de manera que noticia sería "que un campesino mate a una bala y no a la inversa". Los criminales sucesos del 2 de octubre de 1968 fueron evidencia paradigmática de cómo ensamblaron las afinidades de los medios y el poder. No sólo se trató del control de la información por parte del gobierno. Los estudiantes fueron tratados con saña por toda la prensa mexicana, que jamás podrá quitarse de encima la desvergüenza y el oprobio, no sólo de ocultar y sesgar información sino de aplaudir, elogiar y hasta gozar a los asesinos. Más de cuatro décadas después de esos amargos años, se han desvelado responsabilidades diversas y la magnitud misma del crimen masivo. Pero los criminales del gran gobierno mexicano, decentes ellos, jamás fueron castigados. Entre otros, el libro Parte de guerra, de Scherer y Monsiváis, ofreció datos, pelos y señales sobre ese lapso terrible, lastimoso y sin madre de la vida nacional. La escena: la prensa elogiando el genocidio, el acto brutal de un gobierno asesinando a mansalva y con sadismo a sus hijos, a sus estudiantes y maestros.

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Casi cincuenta años después, una sociedad más exigente, con medios impresos también distintos --algunos pocos de ellos--, hemos podido ver muy de cerca la fuerza surgida del "callado dolor de los tzotziles" (Ramón Rubín) y de otros mexicanos mancillados, que nos han restregado en los ojos y en la conciencia las legendarias formas del racismo, la marginación y la injusticia social. Además, como cloaca interminable, el poder exhibe sus menudencias mayúsculas. Las esferas del poder exudan sus excesos, desde los "simbólicos" sueldos de los funcionarios hasta los increíbles rescates financieros de los banqueros muertos de hambre del país. Y en este pantano social hemos podido también atisbar a la "cosa nostra", el crimen organizado o los cárteles que dominan los territorios de la producción de las drogas ilegales, mercados y violencia desde sus antros u oficinas financieras, incrustados en los altísimos ámbitos del status quo. ¿Este es el país moderno en la era de la globalización? Lo cierto es que nunca la población, el país, ha vivido en el paraíso propagandizado por el sistema y sus agoreros publicitarios. Ambos han sido cómplices y copartícipes del estallido de la violencia. En el silencio, el ocultamiento y el disfrazamiento de las realidades, se halla una parte importante del sentido para entender el viacrucis que ahora padecemos. La prensa, satisfecha en el halago putativo del poder, nunca expresó (no pudo o no supo expresar) acerca de la compulsión social acicateada por las carencias de alimentos y satisfactores materiales básicos; de modo que se fueron gestando los torbellinos sociales, delictivos, violentos, que anidaban como larvas en el seno de las comunidades largamente despreciadas, tanto por la sociedad política como por franjas de una magna clase media comodina y mediatizada y una sociedad civil con escasez de solidaridad y efectiva civilidad, que sin embargo, en tanto esferas sociales, establecieron su hegemonía en la concepción y la visión de lo que supuestamente éramos como colectividad nacional. Así, prensa y periodistas al servicio del poder, difícilmente podían aventurarse en un ejercicio que tuviese que ver con la responsabilidad social, o con el servicio público a las necesidades educativas, culturales e informativas de la población. De ésta que, para empezar, está atrapada entre grandes índices de analfabetismo y sobre todo analfabetismo funcional, marginación y penurias sin fin. Amén de que las plumas periodísticas se hicieron, e inventaron, en el ámbito contextual de una cultura ligada a las omnímodas emanaciones y prebendas de la administración política y gubernamental. No quisiéramos mencionar los casos de una prensa de otro tipo, comprometida con la sociedad y no con el gobernante o la empresa en turno, para no caer en injusticias de nombres precisamente olvidados, pero el ayer del periodismo mexicano ha sido sobre todo el pasado y el presente de la voz de los poderosos (como protagonistas de la historia, del ejercicio del poder y del banquete de las ganancias económicas mientras arrasan, se tragan y acaban con los recursos materiales) y no los ecos, las voces o las respuestas sustanciales de sus antagonistas sociales. Sin embargo, sí hay que decir que otras voces tenemos hoy, las cuales pueden referenciarse quizá en la juventud ultrajada en 1968, y que llega a canalizarse a través del 7


periodismo desde principios de los años setenta, y que se solidifica paradójicamente a raíz de un golpe presidencialista al ejercicio crítico de la prensa a mediados de la misma década, y que luego se amplía y diversifica hasta nuestros días. Nombres: el diario Excélsior de don Julio Scherer y su amplio equipo de intelectuales; el surgimiento de los diarios Uno más Uno y La Jornada y por supuesto el nacimiento de Proceso. Más tarde fueron apareciendo otros medios impresos en algunas provincias del país, que han contribuido con sus granos de arena en la diversificación y ampliación de las voces críticas en el ámbito de la información. Pese a la valiosa y significativa aportación que pudieron haber generado tales medios, para un país de tan enormes desigualdades, se trata de ínsulas que difícilmente pueden contrarrestar la amplia cobertura de los mass media al servicio del sistema y del poder, así como las décadas de omisión o silencio y para apreciar y valorar las honduras de los engendros con poder que se establecieron en la República, y mucho menos para entender los hoscos pesares de un pueblo y su condición humana. De esas órbitas donde --lo vean o no los medios públicos y oficiales-- anidan los escarceos y murmullos del alma, de la protesta o de la crítica y que subsisten, perseveran y hacen eco histórico y cultural en la vida de los pueblos, y que se reiteran generación tras generación vía los mecanismos de la comunicación interpersonal. III Con las maneras claras y sencillas del Mahatma Gandhi --por supuesto, sin que él fuera un especialista en los menesteres del periodismo, aunque sí en la comunicación con su pueblo-- nos atrevemos a recordar: “estos son los objetivos de la prensa: interpretar el sentimiento popular y darle expresión; otro es despertar entre el pueblo ciertos sentimientos deseables; el tercero es expresar, sin miedo, los defectos populares”.

Cargados de subjetividad, pero también de sabiduría, tales principios de responsabilidad social han tenido poco que ver con el caso mexicano. Aquí, la prensa ha estado ocupada en su obsesión interesada de vanagloria de la exquisitez dionisiaca de las élites, o en su defecto en la explotación morbosa de la delincuencia, del crimen y lo policiaco, o en su defecto de las vanalidades y venialidades de la farándula. En especial, en la suma atención hacia el escándalo del amarillismo y la reiteración y explotación mercantil de los "defectos populares" han encontrado, los medios, una mina de altos rendimientos económicos. Ah, pero eso sí: ese tipo de prensa, ha colocado y ubicado a los medios no como informadores, sino en realidad como jueces plenipotenciarios que dictaminan culpabilidades a su arbitrio, basados en la impunidad que les permite el usufructo del poder decir, bajo las anuencias del poder político y de los poderes del mercado y del capital. Por otro lado, a contracorriente de la premisa, corriente, escuela o tendencia que supone que el periodismo se constituye simplemente con base en hechos puros, duros, descarnados y punto, nosotros nos vamos por los rumbos conceptuales de lo que es acaso 8


una necesaria obviedad: el periodismo es una especialidad demasiado compleja, a la que no basta concebir sólo como copiadora y transmisora de los hechos aislados, en tanto que sucesos que no son ínsula y que por lo demás son resultado y expresión simbólica y significativa de múltiples factores y contextos socioeconómicos, políticos y culturales. Al ejercicio periodístico no es suficiente verlo, y trabajarlo, únicamente desde el ángulo de la veracidad; o desde la incierta óptica de la neutralidad; o desde el enfoque deontológico de la moral; o desde las normas técnicas, estructurales, estilísticas y sintácticas de los géneros, así como de los modelos y enfoques metodológicos con que se distingue de otras especialidades y oficios; ni tampoco desde la mitológica idea del "cuarto poder". "Conciencia de la sociedad" que cada individuo califica de acuerdo a su ideología, vocación, o de acuerdo a como nos haya ido en la feria, el periodismo, sin embargo, reúne varias vertientes cognoscitivas a las que hay que atender con rigor. Lo que parece inevitable es que los enfoques aludidos confieren al oficio una categoría de profesión real; y en este sentido merece ser estudiada y ejercitada en relación con sus fundamentos, ramificaciones y proyecciones de cientificidad. Como consecuencia, se trata de una profesión auténtica --y no de charlatanes que por disponer de recursos, medios y espacios medran a nombre del periodismo--, que se ha constituido en una carrera profesional y que ha sido asumida como oferta educativa en más de un centenar de instituciones universitarias. En suma, estamos hablando de una profesión formalmente construida y hecha, aunque la mayor parte de las veces no derecha, la cual se encuentra a debate, crítica y cuestionamiento. Pese a la idea central que supone que los asuntos relacionados con el periodismo son asuntos de objetividad, lo cierto es que en los encuentros académicos nacionales e internacionales en realidad nos atrevemos, más bien, a dialogar sobre cuestiones pletóricas de subjetividad. Estamos inmersos en el tenor de los deberes, del deber ser, sobre la base de los haberes presuntamente objetivos, sobre el sustento de qué hay y cómo estamos y cómo somos. La única certeza que se nos viene a la mente, que compete al método periodístico básico, es la de que no es tan sencillo mirarse, describirse y diagnosticarse. La imagen o las imágenes que nos regresa el espejo no resultan, muchas veces, tan diáfanas, precisas y claras. Hasta para vernos necesitamos aprender y estudiar más, tomando en consideración que el periodismo no trabaja con materia inerte, como cosas, metales, energía o piedras. Es la complejidad de los sujetos el objeto y el sentido de su existencia como oficio y profesión. El material con que trabajan los medios está constituido por imágenes, fenómenos y hechos sociales. Y aunque el periodismo es diagnosis, su registro se encuentra condicionado por la historia, por el contexto y por la trascendencia de los actos sociales. Entre esos factores está el país o el mundo que se vive, que se disfruta o que se sufre; y uno más es, precisamente, el de los métodos (intuitivos, empíricos, científicos) con que se miran y estudian las diversidades sociales y humanas, con el agravante de los valores que atribuimos a los hechos. 9


Durante mucho más de cincuenta años, el periodismo fue, sobre todo, la conciencia fragmentada y feliz de grupos económicos y políticos, cobijados por un Estado benefactor y gobiernos corruptores y corruptos, con los que las empresas periodísticas han mantenido un largo amasiato. Una travesía de constancias plebiscitarias de ambos polos, con omnímodos sexenios en los que se fue ensanchando un estilo de información uniforme y gris, que variaba según la cantidad de elogios y alabanzas a los mandarines en turno. Ha sido una abyecta postración de los medios al servicio de las esferas del poder burocrático y administrativo: los tiempos de la uniformidad de la desinformación. Gobierno y medios generaron un profundo daño a la cultura nacional, y concretamente al ámbito periodístico. Como siempre, o casi siempre, las excepciones terminan por confirmar reglas. La herencia o el legado difícilmente ha podido erradicarse y los modelos de la uniformación informativa continúan vigentes. ¿Qué es lo que otorga autoridad moral? ¿Cómo se gana o se construye? ¿Cuáles son los fundamentos éticos del periodismo? En tanto actividad que da cuenta de las más visibles expresiones de la vida pública, que depende y se alza sobre la base de las acciones notorias de la sociedad y de los miembros que actúan individual y grupalmente dentro de sus respectivos ámbitos, el periodismo existe y por ello se debe, gracias al interés público que es precisamente el interés de la sociedad, condensada en el concepto Nación. Dado el poder que llegó a concentrar el Estado mexicano, dirigido por gobiernos absolutistas que dictaminaron las directrices de la vida política, social, económica y cultural, y que llegaron a autoinvestirse en encarnación del propio Estado, las actividades propias de las esferas de lo político padecieron y resintieron también los usos de tal abuso. Estado y gobierno fueron, durante décadas, asumidos como sinónimos. O como las dos caras de una moneda, con políticos-empresarios plenos de fervor posrevolucionario en el camuflaje. En consecuencia, los principales involucrados en el quehacer de lo público: la clase política, integrada por hombres de dirección, relaciones e influencia, y ligados a los organismos de vertiente empresarial, llegaron a identificar el interés del gobierno y de las élites con el interés público, y así anexaron por vía de sus facultades y prerrogativas los intereses políticos y económicos de la administración a los intereses de la sociedad en su conjunto; y, en suma, identificaron intereses más o menos públicos y más o menos privados con los intereses plenos de todo un país. Pero sin los intereses reales de las inmensas mayorías nacionales. En el engranaje que fue ensanchando la estructura del Estado, los medios masivos de comunicación --por los influjos de la hegemonía o por razones de supeditación interesada-, terminaron por difundir los hechos de acuerdo a una especie de "interés público" con dedicatoria, y que era el suyo; era una suerte de "interés público interesado" o manipulado, expandido además por la propaganda política y las conveniencias de los grupos y las familias "revolucionarias". En no pocos casos la falacia de que los intereses de la administración eran los mismísimos intereses de la población, fue un recurso utilizado como "prueba" para ondear que se cumplía la fórmula de las palabras a los hechos. O se argumentaba, por lo menos, que tales intereses eran los que convenían a los 10


intereses de ese ente mágico llamado pueblo, por el que en su nombre se cometen —y cometemos con cinismo— tantísimos pecados públicos de lesa gravedad. Bien sabido es que el llamado periodismo mexicano ha vivido supeditado al sistema político. En la medida de lo estrecho de sus vínculos con la administración radica también la medida de su fuerza, su prestigio o su debilidad frente a la sociedad y los lectores; de éstos que de antemano, más por intuición y creencia que por certeza, le tienen una gran desconfianza a los colores y olores de la prensa. Los datos de la circulación de los diarios ofrecen un panorama desolador. Y esto no hace más que confirmar cómo, para qué y por quiénes existen, en general, los medios impresos en el país. Por lo pronto, entre la violencia política, los crímenes políticos y los rituales electorales, podrían mirarse los destellos de una probable reanimación de los lectores, pero que está lejos aún de involucrar a los millones de habitantes del país, en virtud de que un periodismo con autoridad moral, verosímil y legítimo, está aún en vías de edificación y expansión. Así, parece inevitable que el periodismo profesional, objetivo, y por tanto comprometido con la sociedad, se fortalecerá con un país democrático en el sentido más amplio del concepto, que obligadamente incluye justicia, libertad y desarrollo genérico del hombre. Frente al país que se nos ha venido encima, fraccionado, dividido, con espasmos de rencores viejos y actuales; frente al presente que nos abruma en la crudeza de la muerte y de la increíble guerra del sur; en el barbarismo moderno del crimen político; los bombazos y las vendettas y las acciones aviesas de las narco mafias que han invadido las esferas públicas; frente a la pobreza que se multiplica, al periodismo mexicano no le queda más remedio que registrar y testimoniar lo que realmente ocurre en la dramática cotidianeidad. Piénsese (y multiplíquense por ejemplo), en el duelo, el dolor y en los ácidos y profundos rencores de los familiares, amigos y conocidos de los miles y miles de ejecutados y asesinados durante la infamia de la “guerra contra las drogas” del régimen de Felipe Calderón. Hayan sido culpables o inocentes, fueron, las de los caídos, voces y/o exposiciones y descripciones que en general no tuvieron ni han tenido cabida en las páginas de la prensa. El soslayo o el silencio de ésta, por supuesto que no ha sido de inocentes, sino de coparticipación en el destino nacional. Pero podemos decir que a través del prisma de la cultura pueden delinearse aspectos valiosos en torno a la credibilidad, que es el corazón del periodismo como expresión pública de la sociedad. A través de este sentido básico o fundamental de la prensa, y respondiendo a la voz soterrada de los pueblos, pueden hallarse las rutas para construir un periodismo más cierto, más genuino y más profesional.

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