Colombia en poemas satíricos

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LA HISTORIA DE COLOMBIA EN NUEVE POEMAS SATÍRICOS Y HUMORÍSTICOS

De una mirada a la antología Colombia en la poesía colombiana: los poemas cuentan la historia

Robinson Quintero Ossa

En las siguientes páginas me detendré en nueve textos satíricos y burlescos que, entre muchos, compilé para la antología Colombia en la poesía colombiana: los poemas cuentan la historia, obra ganadora de la convocatoria “Literaturas del Bicentenario” del Ministerio de Cultura de Colombia - 2010, que acaba de publicar la Asociación Cultural Letra a Letra, bajo el cuidado editorial de Luz Eugenia Sierra. Éstos servirán a mi propósito de demostrar que aquello que oprime y aflige a la Colombia de nuestros días, está anticipado y descrito por esos versos aviesos de los poetas colombianos de los siglos pasados. Considero pertinente, en tiempos de conmemoraciones de una insumisión tan dudosa que nos obliga a pensar en nuestras innegables sumisiones, volver a lo que nos dicen esos nueve poemas para, sin caer en adusteces ideológicas, ni políticas ni estéticas, sentar un signo de conciencia en medio del estupor de las celebraciones.


POEMA 1

El ladrón se subía al árbol de las frutas por un bejuco que colgaba desde arriba. Un día, Iga se subió por el bejuco ese para seguir robando la fruta. Jurama llegó y, como no sabía que alguien estaba arriba, cortó el bejuco; pero tan mala fue su suerte que el bejuco se balanceó y al volver al punto de partida golpeó en el ojo a Jurama.

De golpe se le salió el ojo, que fue a parar en el oriente, convirtiéndose en una estrella de la mañana, que se llama Monalla Okudo, tomando el mismo nombre de Jurama.

En ese instante quedó tuerto.

Fue el primer tuerto que hubo.

El primer gesto de humor inscrito en la poesía colombiana, o por lo menos en la poesía escrita en el territorio que hoy ocupa Colombia, está en este pasaje del mito de la creación del mundo de las comunidades indígenas del Putumayo, que relata la leyenda de la creación de las frutas y que acaba, como lo habrán figurado ustedes, dibujando al sol como “el primer tuerto que hubo”. Este guiño levísimo de humor no es ocurrente en otras piezas de la poesía precolombina de nuestro entorno, dedicadas a cantar asuntos religiosos y cósmicos, a crear atmósferas mágicas y misteriosas; la anécdota divertida, el esparcimiento del espíritu en la risa, no es usual en esta escritura marcada más por el ensueño que por la razón; por la leyenda que por la realidad. Como quiera que sea, esta entretenida alusión al astro rey como “el primer tuerto que hubo” nos pone en alerta sobre el desconcierto con que los historiadores europeos llegados a América comentaban los relatos indígenas de los principios y orígenes del mundo. El padre español José de Acosta, a finales del siglo XVI, en su Historia natural y moral de las Indias, publicada en 1590, transmitía sus dudas sobre la sensatez de los sucesos narrados por los aborígenes del Nuevo Mundo, de este modo: “saber lo que los mismos indios suelen contar no es cosa que importe mucho; pues más parecen sueños los que refieren, que historias”. El misionero añade luego con la misma incredulidad: “va lleno de mentira y ajeno de razón lo que cuentan los indios […] todo lo de antes es pura confusión y tinieblas, sin poderse hallar cosa cierta”.


Hoy para nosotros resulta comprensible lo que para los cronistas españoles fue confusión y tinieblas. La relación entre historia y poesía se ha entendido a través del tiempo como la misma que existe entre ciencia y arte, razón y sueño, veracidad e invención. Evidentemente para José de Acosta, como para su contemporáneo, el filósofo y político inglés Francis Bacon, la historia no podía ser otro asunto que el de la ciencia de los hechos, nunca el de la imaginación de esos hechos; la historia no podía ser otra cosa que el relato comprobado de los acontecimientos, no poesía (ese arte de decir la verdad mediante la mentira).

POEMAS 2

A GUATAVITA

Una iglesia con talle de mezquita, lagarto fabricado de terrones, un linaje fecundo de Garzones que al mundo, al diablo y a la carne ahíta.

Un mentir a lo pulpo, sin pepita, un médico que cura sabañones, un capitán jurista y sin calzones; una trapaza convertida en dita.

El Ángel de ganados forasteros, fustes lampiños, botas en verano; de un ¿cómo estáis?, menudos aguaceros.

Nuevas corriendo, embustes de Zambrano, gente zurda de escuelas y de guantes, aquesto es Guatavita, caminantes.

Este segundo poema es de Hernando Domínguez Camargo (Santa Fe de Bogotá, 1606 – Tunja, 1659). Escrito con las medidas y cadencias propias de la poesía barroca del Siglo de Oro español y con el mismo aliento humorístico de la literatura picaresca europea, su trama se entretiene en contrastar la decadencia y el aislamiento de la colonial Guatavita


con la magnificencia de la Guatavita de la época de la Conquista, cuando los españoles, voraces por los metales y las minerías valiosas, imaginaron sus calles cubiertas de polvo de oro, espejismo que estimuló el rumor según el cual en el fondo de su laguna reposaban los tesoros lanzados por los caciques muiscas en los rituales de sus ceremonias religiosas. En el soneto, Domínguez Camargo resalta los absurdos de dicho mito oponiendo a ese “pueblo de calles de oro” otro en el que la modorra, los embustes, los fingidos abolengos y en fin, la insulsa vida parroquial (“un médico que cura sabañones,/ un capitán jurista y sin calzones…”) es todo El Dorado que relumbra. “A Guatavita” inició un extenso repertorio de textos dedicados a pueblos y ciudades de Colombia, unos en elogio y otros en diatriba. Por el lamento burlón con que se traza a este pueblo venido a menos, el poema se emparenta con aquel soneto del “primer tuerto que hubo” la poesía colombiana, Luis Carlos López, titulado “A mi ciudad nativa”, que pulsa con el mismo mohín irónico la decadencia de una Cartagena que ofreció grandeza en épocas pasadas. Leamos:

Pues ya pasó, ciudad amurallada, tu edad de folletín… Las carabelas se fueron para siempre de tu rada… ¡ya no viene el aceite en botijuelas!

Fuiste heroica en los años coloniales, Cuando tus hijos, águilas caudales, No eran una caterva de vencejos.

En los días que corren, esa tradición del poema que trata con ironía la decadencia de nuestras ciudades, su mala hechura, sus personajes notables y anónimos, sus acontecimientos sensatos y ridículos, permanece. Así describe, por ejemplo, el poeta Henry Luque Muñoz en su poema “Al conquistador Gonzalo Ximénez de Quesada”, a la Bogotá de hoy, con cerro de Monserrate y TransMilenio. Nótese en este pasaje del texto que transcribo a continuación, el mismo gesto burlón, la misma decepción frente a una realidad patética que se aprecia asimismo en los sonetos” de Domínguez Camargo y Luis Carlos López.

Estás en el cielo por haber pacificado, pero no te dejan dormir las almas


que sucumbieron bajo tu espada. En el corazón de Bogotá te hemos levantado el monumento –que estorba el tránsito– y una avenida donde el aguacero orina con inundaciones.

Bogotá, donde Llorente dijo: “Me cago en Villavicencio y en todos los americanos”. Bogotá: donde comenzó la Independencia de Colombia.

POEMA 3

CONGRESO FEDERAL

Aunque electo en verdad no fue ninguno principal ni suplente, a cada puesto vienen los tres, por turno pre-dispuesto para coger tres viáticos por uno.

Un proyecto, además, cada tribuno de auxilio a su sección u otro pretexto, trae para darle un tajo al presupuesto y repartirlo en comité gatuno.

Nadie hace nada, excepto su negocio, y al abrir la sesión, si no hay achaque, responder a la lista de prohombres.

Y los diez meses de pillaje y ocio Se van, para volver pronto al ataque, y esto es Congreso, y Patria, y Leyes, y Hombres.

“Congreso federal” es de Rafael Pombo (Bogotá, 1833-1912). Soneto virulento contra las cabezas de la patria, lo compuso el poeta bogotano –con la misma mano con que escribió sus fábulas y moralejas infantiles– muy probablemente en la medianía del siglo XIX, comentando las resonancias que dejó la Constitución de 1858, sancionada bajo el gobierno conservador de Mariano Ospina Rodríguez (1805-1886), que formalizó la


creación de los Estados soberanos de Panamá, Antioquia, Santander, Cauca, Cundinamarca, Boyacá, Bolívar y Magdalena. En esta pieza insolente, el poeta de “Hora de tinieblas” denuncia la corrupción de los congresistas, su ineptitud y desvergüenza, y su desentendimiento, carácter y proceder que hoy se atisba en la mayoría de los congresistas colombianos, movidos por la indolencia y el oportunismo. En los inicios del siglo XIX, Francisco Ignacio Mejía Vallejo (1753-1833) se adelanta a Pombo en el arte de denunciar los embrollos y tensiones de nuestros convencionistas cuando compone estas dos traviesas cuartetas para acusar la pelea entre bolivarianos y santanderistas en la Convención de Ocaña de 1828, convocada por Simón Bolívar para evitar el derrumbe de la Gran Colombia a través de una reforma a la Constitución de 1821. La contienda irreconciliable entre los tildados como autoritarios y centralistas y los reputados como constitucionalistas y liberales –contienda de “perros y gatos”–, malogró la convivencia y se impuso a Bolívar como libertador presidente. Sumo las cuartetas jocosas de Francisco Ignacio Mejía, muestras de los primeros textos de humor político de la poesía colombiana:

CONVENCIÓN

Dicen que van para Ocaña a hacer la gran Convención, el tigre, el perro, el león, el mico, el mono y la araña.

Ay, Dios, y qué malos ratos anuncia la Convención: ¿tendremos paz, habrá unión entre los perros y los gatos?

Como anoté en renglones anteriores, muchos de los males actuales de la política colombiana están ya tramados en estos dos poemas del siglo XIX: la podredumbre moral, las disputas partidistas y regionales, la avaricia, el clientelismo y la retórica proselitista. Muchos años después, Luis Carlos López pondría tintas sobre ese espíritu espinoso y revanchista de los sectores políticos tradicionales del país en “Perspectiva halagüeña”, soneto bisojo que nos sitúa en la tercera década del siglo XX y ante la


muerte en Roma de Enrique Olaya Herrera (1880-1937), presidente de Colombia durante el período 1930-1934.

PERSPECTIVA HALAGUEÑA

Aún está caliente el cadáver del doctor Enrique Olaya Herrera y ya se barajan muchos candidatos para ocupar el solio presidencial. GABRIEL TURBAY

Con la muerte de Enrique Olaya Herrera no vamos a pasar muy buenos ratos, ya que pronto vendrá una gazapera fenomenal de perros y de gatos.

Y en la enorme trifulca venidera tendremos que correr como pazguatos, pues hasta nuestra humilde cocinera nos tirará a la crisma ollas y platos…

Porque todos en esta tremolina, verbigracia, el tendero de la esquina y el tinterillo aquel de faz risible,

querrán subir al solio entre pedradas, tiros, bayonetazos, puñaladas y mil ajos… “¡Oh gloria inmarcesible!”

¡Oh júbilo inmortal!

POEMA 4

DESPLAZADO

Yo a la verdad no me enojo


pero tampoco me alegro, al ver que en todo Rionegro tengan el rabo en remojo. Yo no soy manco ni cojo para ponerme a esperar. Vengan a hacerme pelar, porque aunque estoy algo viejo para escapar el pellejo lo mejor es emigrar…

Rionegro, patria querida, con cuánto dolor te dejo, tienen menos un pendejo que lo ha sido de por vida. Te dieras por bien servida, si yo solo fuera pero, patria mía, considero que es tanto guanabanismo (majadería) que faltarte yo es lo mismo

que quitarle un pelo a un cuero…

Este cuarto poema, también de Francisco Ignacio Mejía Vallejo, denuncia uno de los trastornos que asolaron a Colombia durante el siglo XVIII, el desplazamiento forzado de campesinos. No está en sus versos el testimonio lastimero de mucha de nuestra poesía política y social; al contrario, en su arenga está el sabio humor de quien se burla de su propia causa y desventura. “Desplazado” avisa sobre el fenómeno del desarraigo impuesto sobre los millones de despojados que en los días que corren, como en el pasado, prefieren emigrar para “escapar el pellejo”. Un largo siglo y medio después del poema de Mejía Vallejo, un poeta costeño, Héctor Rojas Herazo, devela un retrato conmovedor de la llegada de los campesinos desplazados a las ciudades. En su texto, el autor de Las úlceras de Adán detalla con ineludible asombro a la tropa de desheredados que hacinan las esquinas de las urbes. A diferencia del poeta antioqueño, quien grabó su experiencia con una desolación


salpimentada por la ironía, Rojas Herazo la expone en su poema “Los desplazados” con dolor y dramatismo, con desesperada impotencia:

Llegaban en montón duros y solos. Con harapos de sueño, con quijadas de vaca bramando entre sus ojos. Llegaban en montón y estaban solos. La mujer con su esposo entre las uñas. El hombre con su madre y con sus hijos nadando en su saliva y en su vientre y el niño sin saber de sus pupilas entre tanto estupor desmemoriado. Sentían, sin mirar las azoteas, las múltiples ventanas, el ovillo de luces, el camino que olvida su terrón y se vuelve oficina y puerta seca, cemento, sin sabor y policía.

No con otro temperamento podía Rojas Herazo describir la impresión que le produce el desplazamiento obligado de aldeanos a las ciudades capitales. Por los tiempos que se escribe el poema, alrededor de tres millones de campesinos, en su mayoría indígenas y afrodescendientes, eran sacados de sus tierras por grupos guerrilleros y paramilitares –muchos de ellos en connivencia con narcotraficantes, terratenientes y poderosos grupos económicos– que les despojaron de más de 5.5 millones de hectáreas de tierra. Rojas Herazo finaliza su poema así:

Llegaban desde atrás, desde ellos mismos: de la siembra quemada, del monte que se hunde hoja por hoja, madera con estruendo, piedra con llaga y diente con blasfemia y se vuelve con rabia contra el hombre y le muerde la casa y le arranca el cabello


y le rompe su atrás y su delante y le llena los dedos de preguntas, de furor y preguntas degolladas. Cada uno era un grito, un terrible silencio que miraba lleno de toro y sol crucificado cada uno estaba solo, sólo con él, sin nadie entre sus huesos. Todo lo que fue día, siembra, abrazo, lecho y fatiga, lámpara y amigo, estaba entre sus pechos destrozado.

POEMA 5

BOLÍVAR

A su estatua en Bogotá por Tenerani

¿Qué miras? Ya no hay pábulo de gloria Que tu mirada fulminante encienda. ¿A quién hablas? No hay alma que te entienda Ni quien guarde tu acento en la memoria.

¿De qué planeta o cumbre de la historia Caíste aquí, descaminada prenda? ¿Qué hallas en esta universal merienda De tu ideal de lucha y de victoria?

Torna a dormir, y el bronce de tu manto Esconda de la alteza de tus sueños Realidades que excitan asco y llanto…

Mas ¡ay! tú mismo, en tus amargos ceños, Viste tu centenario… Ese es tu canto. Padre tan grande de hijos tan pequeños.


“Bolívar” fue escrito por Rafael Pombo mientras contempla la estatua del libertador que, hecha por el escultor italiano Pietro Tenerani, fue situada en la plaza mayor de Bogotá en 1846. En sus endecasílabos el poeta habla, más con sorna que con humor, más con acidez que con ánimo jovial, de la incomprensión que rodeó el proyecto político del guerrero independentista, de lo fútil de su gloria de paladín y de lo inútil de su lucha. “Bolívar” es otro de los muchos perfiles que sobre héroes de la Independencia pululan en nuestros álbumes poéticos. Sobre el mismo Bolívar, de hecho, pero contra su figura, se conoce un epigrama atribuido a Luis Vargas Tejada (1802-1829), enconado contendiente del libertador y reconocido seguidor de Francisco de Paula Santander (1792-1840), principal opositor al poder de Bolívar. Vargas Tejada fue señalado como conspirador en la noche septembrina de 1828, que tuvo como propósito el asesinato del que entonces actuaba como presidente de La Gran Colombia. Obligado a huir, desde su aislamiento parece haber divulgado estos versos:

Si a Bolívar la letra con que empieza y aquella con que acaba le quitamos, oliva, de la paz símbolo, hallamos. Esto quiere decir que así al tirano la cabeza y los pies cortar debemos, si una paz duradera apetecemos.

La invitación a cortar la cabeza y los pies del “tirano” es resuelta y belicosa; sin embargo contiene, al mismo tiempo, el calambur mordaz, el chiste malvado que caracterizó a muchos de los textos políticos y clandestinos de aquélla época. En nuestro pasado siglo XX, un poema de Óscar Hernández Monsalve (1925), canta a otra escultura de bronce de Bolívar, tal como lo hiciera cien años atrás Rafael Pombo. En este texto también es notable el verso amargo e hiriente que lamenta el sueño malogrado del libertador. Contemplemos este monumento:

Simón, hijo del padre y de su espada, dando albergue a los pájaros. Simón Batalla que envainó los gritos en todas las cubiertas de los árboles


se nutre ahora de un silencio metálico. Simón universal, Simón América, guarda como una plaza fuerte la sombra de sus parques, sus invisibles puertas y su hierro. Conquistador de estanques y de araucarias, te hemos cambiado el llano por los peces, los Andes por una niebla oscura, te cambiamos la espada por los pinos y los estribos desbocados por una piedra muerta sobre el césped.

Dejé escrito unos párrafos atrás que la estatua de Bolívar por Terenani fue situada en 1846 en la Plaza Mayor de Bogotá. Pues bien, una anécdota que tiene como trama este mismo monumento, sucede en dos cuartetas de las que algunos ponen como autor a un poeta anónimo, y otros a Clímaco Soto Borda (1870-1919), integrante de la tertulia La Gruta Simbólica, quien a comienzos del siglo XX dio tanto que hablar por sus apuntillas humorísticas contra políticos y escritores. La anécdota cuenta que a instancias del Congreso de la República, la susodicha estatua miraba hacia el norte de la plaza mayor, donde estaban situados los almacenes comerciales, entre ellos el del afamado “indio” Rodríguez Nieto. Un día cualquiera se ordenó girar la orientación de ésta hacia el capitolio; entonces una nota jocosa apareció al pie de la estatua:

Bolívar con disimulo Y sin faltarle al respeto, Resovlió voltearle el culo Al indio Rodríguez Nieto.

Fue voz popular la cólera del indio Rodríguez Nieto y su promesa de perseguir al autor del anónimo para ponerlo en sus trece. A los pocos días, otra cuarteta invicta y sin firma, asomó al pie del pie de la estatua:

Bolívar con disipeto y sin faltarle al resmulo, resolvió voltearle el nieto


al indio Rodríguez culo.

Las estrofas las recogió Daniel Samper Pizano en su anti-antología Versos chuecos: las mejores peores poesías de la lengua española, y son una muestra de cómo el juego con el vocablo que apunta al chiste sarcástico ha bajado de su caballo, o de su pedestal, a muchos héroes que pululan en monumentos de plazas y plazuelas del Colombia.

POEMA 6

A RAFAEL NÚÑEZ (TRAIDOR)

Núñez murió y de contado tocó a las puertas del cielo. –¡Quién es?, preguntó asustado San Pedro que había pasado toda la noche en desvelo. –Yo soy Núñez. Y el portero dijo con voz varonil: –Si es Núñez el del Cabrero que guarden todo el dinero y escondan las once mil. San Pedro franqueó la entrada a éste, y él le respondió: –Donde no hay plata sellada ni mujer, no existe nada… ¡Me voy al infierno yo! Con voz triste y compungida Núñez llamó a Satanás; Y éste dijo: –Por mi vida que a las puertas en seguida les pongan diez trancas más.

El retrato de los políticos avariciosos y corruptos es motivo frecuente de la poesía satírica y humorística de Colombia. Rafael Pombo, Epifanio Mejía, Ciro Mendía, Jorge Pombo, Clímaco Soto Borda y Hernando Martínez Rueda, Martinón, entre otros,


trazaron soplones y acusones a figuras de distintos bandos políticos en diferentes épocas, legando textos relevantes en este género que, infortunadamente, en el siglo XXI parece desaparecer. Una de esas piezas admirables es el anterior retrato burlón del poeta Rafael Núñez (1825-1894), quien como político, entre 1880 y 1894, ocupó la silla presidencial de Colombia en cuatro ocasiones. Hecho por Manuel Uribe Velásquez (1867-1893), el poema caricaturiza a Núñez como un hombre corrompido y lujurioso. Pero esa nombradía de Rafael Núñez como un individuo deshonesto y libidinoso contribuyó a que un segundo retrato del autor del himno nacional de Colombia fuera trazado por el lápiz de Rafael Pombo. Nótese en este texto cómo la identidad del líder Regeneracionista no es revelada de una vez; está sugerida por la adivinanza. Miremos de cerca este retrato con acertijo. ¿QUIÉN ES?

Alma de envidia, de odio y egoísmo, ruin en todo, en presunción gigante, subió al poder por artes de tunante, y no a servir a la nación –a él mismo.

Dilapidó el tesoro sin guerrismo como eximio patrón “regenerante” y abierto y blando a todo traficante a los probos mantuvo en ostracismo.

Creciendo en apetito, emprendió avaro perpetuarse en el mando, y a sus fieles metió en su albur con cínico descaro;

mas viendo en contra suya aun los cuarteles optó desamparando a la cuadrilla ni un solo día perder de sueldo y silla.

Otro poema ejemplar en este estilo ponzoñoso que desdibuja a los políticos colombianos, entre muchos que escribió a modo de estelas funerarias el poeta antioqueño Ciro Mendía (1892-1979), es “Epitafio de Guillermo León Valencia”,


político conservador que ocupó el solio presidencial en el período 1962-1966 como segundo mandatario del llamado Frente Nacional, acuerdo partidista que buscó poner fin a la violencia de mitad del siglo XX entre liberales y conservadores. Guillermo León Valencia, para más señas, fue hijo del poeta parnasiano Guillermo Valencia (18731943). Mendía, sin fingimientos, traza al Valencia presidente como un gobernante holgazán e inepto. Pongámosle el ojo a este epitafio malvado:

Yace bajo estas desoladas peñas, ya sin bigote –golondrina ausente– el que fue de Colombia Presidente, de la Casa Valencia por más señas.

Cazador y burócrata, en sus breñas cobró piezas de pelo reluciente, hizo un gobierno pálido, indigente, de pereza y de prácticas pequeñas.

Eso fue apenas. Deja aquí vencido, oh, caminante fiel, al bien caído rector soberbio. Que si torna al paño

y le da por discursos y decretos, a la Patria la pone en mil aprietos. Rézale, que dormido no hace daño.

Lo que se aplaude hoy de los epitafios de Ciro Mendía –como bien lo resalta Joaquín Mattos en sus notas literarias a la antología Colombia en la poesía colombiana: los poemas cuentan la historia– es que éstos fueron escritos cuando las personas que eran blanco de su verso burlón estaban vivas. Sus estelas funerarias, pues, anticipaban la gloria o la deshonra públicas para quien era motivo de su aviesa caricatura. No faltan, sin embargo, en sus sonetos lapidarios, el humor zumbón sin apostillas sarcásticas, como cuando imaginó el “Epitafio para Carlos Lleras Restrepo”, presidente de Colombia en el período 1966-1970, cuya reluciente calva fue motivo de burla de poetas y caricaturistas: “Falleció de un resfrío, porque inquieto,/ con su pistola de agua un guapo nieto,/ le perforó la calva a quemarropa”.


POEMA 7

CRIADA BOGOTANA

Usó primero frisa, después regencia, chaqueta con hombreras y angosta manga; en el blanco pañuelo mucha Kananga, y en la cara burlona poca inocencia.

¡Al principio, un prodigio! ¡Qué diligencia! ¡Cómo sazona y friega, cuál se arremanga! Muy juiciosa, muy dócil, es una ganga con botines: el colmo de la decencia.

Transcurre un mes, al cabo rompe una copa; se tarda cuando sale por la cocina; o un hilo de su trenza deja en la sopa.

Luego, ¡abur!... Y se escapa de la cocina. ¿A dónde irá la pobre sin cama y ropa? ¿Quién lo sabe? El agente que está en la esquina.

El séptimo poema que cuenta con verso burlón no hechos pero sí personajes de la historia de Colombia es la anterior instantánea de un hombre de a pie, de un anti-héroe, de una criada bogotana. Su autor es Julio de Francisco, poeta bogotano que vivió entre 1864 y 1903. El retrato costumbrista del individuo anónimo e ignorado, trazado con desenfado y espíritu divertido, también

ha sido motivo recurrente de la poesía

colombiana de todas las épocas. El lienzo de Julio de Francisco nos lleva a otro bastante cómico de su galería de retratos. Éste, despiadadamente mordaz –que alude a las condiciones de pobreza de campesinos y artesanos del siglo XIX, que obligó a éstos a conseguir préstamos de dinero a altos intereses, en tiempos en que, como en la Colombia del presente, campeaba la usura atroz– es el de un cobrador. Detengámonos un momento en este cuadro:


EL COBRADOR

¡Cazador admirable! No hay esquinas Libres de aquellos ojos buscadores; Conoce los más hondos corredores De pasajes, hoteles y oficinas;

Aparenta creer en las ladinas Patrañas de los malos pagadores; Y se le ablandan ásperos deudores Porque es paciente y de maneras finas.

Nada su afán maléfico distrae; Sobre la presa inadvertida cae en momentos de huelga o de sosiego.

¡Oh, despiadado sér! ¡Cuán bueno fueras Si tu importuno oficio prosiguieras Paralítico, mudo, sordo y ciego!

Gracias a la poesía que hace suyo lo anónimo y lo ignorado del mundo, tenemos los dos anteriores retratos de personajes cotidianos de la Santa Fe de Bogotá de finales del siglo XIX, para algunos despectivos y clasistas con las proles, para otros sencillamente reveladores, documentos de una época. Sea como sea, ellos adelantan los retratos que trazarán luego algunos poetas colombianos en el siglo XX sobre personajes menores de la historia de Colombia. De hecho, Jaime Jaramillo Escobar (1935), poeta nadaísta, remeda en la siguiente prosa a un culebrero jovial, suerte de milagrero callejero, cuya retahíla promete curar con poesía el dolor y el mal vivir. La letanía, en uno de sus apartes, dice así:

Problemas en el amor, problemas de salud, problemas de dinero, problemas de trabajo, la poesía lo resuelve todo, la poesía hace milagros.

Peor sólo la mía, fíjese bien, ¡no se deje engañar de la competencia!


POEMA 8

EN EL SANGRIENTO COMBATE DE AMALFI

Solamente murió una vaca; No hubo otra novedad. PARTE DEL JEFE DE OPERACIONES

¡Salud, oh mártir de la Patria mía! vaca infeliz a quien el hado fiero arrojó de metralla un aguacero en la toma de Amalfi un negro día.

Tú, que llena de ardiente valentía, no pensaste siquiera en tu ternero para expirar con ánimo severo, en frente de la casa de mi tía.

¡Tú, la única víctima expiatoria de aquel duro combate tan reñido, dame un ramo del mirto de tu gloria,

o bríndale a mi numen decaído, para entonar un himno de victoria, tu postrer melancólico bramido!

Este soneto, que provoca la hilaridad in súbito de quien lo lee, es de Camilo Arturo Escobar (1874-1906). El lector notará la ironía sugerida en la frase “sangriento combate” de su título. Para el poeta decimonónico, como para los colombianos que coexistían con la violencia partidista de aquella época, era inimaginable registrar una contienda bélica en el que su resultado no fuera la sangre de la matanza. Ese humor desde el absurdo, desde la paradoja distendida, lo agradeceríamos hoy en un texto de alguno de los poetas colombianos. Pero es difícil; la realidad presente de Colombia es macabra e inasible por el humor. La violencia de guerrilleros, paramilitares,


narcotraficantes y delincuentes comunes suma alrededor de 18.000 colombianos asesinados cada año. Pero rasgos de esta realidad criminal están ya anunciados en una juguetona cuarteta escrita bien a finales del siglo XIX o comienzos del XX, muy en el estilo de los juegos con vocablos. Su autor es el ya citado poeta liberal Clímaco Soto Borda, cuya fiebre partidista lo llevó a denunciar del siguiente modo las acciones de los conservadores durante la Guerra de los Mil Días, que tuvo lugar en Colombia entre octubre de 1899 y noviembre de 1902, . Nótese el afán de Soto Boirda por darle sentido y gracejo a un verso chueco, a una rima forzada:

El gran general Pulido en la batalla El Cocuy mató dos mil liberales y se quedó fresco muy.

Esta guerra civil de años y siglos entre colombianos tiene también un cronista en la poesía del siglo XX, siglo ignominioso para Colombia. Hablo aquí de José Manuel Arango (1937-2002), quien no ya con avisado humor sino más bien con signos de vergüenza y a modo de amonestación, casi desde un silencio que exige dignidad y atención, advierte la violencia que sacudió por las décadas de 1980 y 1980 a Medellín, esta vez a causa de la guerra entre el estado colombiano y los narcotraficantes. LOS QUE TIENEN POR OFICIO LAVAR LAS CALLES

Los que tienen por oficio lavar las calles (madrugan, Dios les ayuda) encuentran en las piedras, un día y otro, regueros de sangre Y la lavan también: es su oficio Aprisa no sea que los primeros transeúntes la pisoteen

POEMA 9

Los poemas también han servido de cuadriláteros para las peleas entre los poetas de Colombia, en tiempos anteriores y en nuestros días. Las controversias entre escritores,


además de la anécdota de la enemistad, legaron algunos textos bastante irascibles y divertidos. La envidia y el celo literario tienen a la letra herida como principal instrumento de defensa y ataque, ocurrente en sátiras y difamación. En Colombia es recordada por su enconada euforia la controversia entre José Asunción Silva y los imitadores de Rubén Darío, a los cuales el poeta de “Gotas amargas” despachaba por su afán de acicalar hasta la melosidad el lenguaje de la poesía, parodiando el mundo de pajes y princesas y azules del poeta nicaragüense. Silva se burla de los epígonos de Darío del siguiente modo, en un poema que firmó con el seudónimo de Benjamín Bibelot: Liliales manos vírgenes al son aplauden y se englaucan los líquidos y cabrillean con medievales himnos al abedul, desde arriba Orión, Venus, que Secchis lauden miran como pupilas que cintillean por los abismos húmedos del negro tul del cielo azul.

También son célebres en la canalla literaria colombiana las tropelías entre Eduardo Castillo y José Eustasio Rivera, las diatribas de Rafael Gutiérrez Girardot contra Guillermo Valencia, Julio Flórez y otros bardos piedracielistas y cuadernícolas. Sumemos también las trifulcas de León de Greiff (1895-1976) y de los poetas del llamado grupo Piedra y Cielo, a quienes aquél tildó como pasionistas pueriles y “narcisos poetillos de aguachirle” –agravio usado siglos atrás por Francisco de Quevedo contra Luis de Góngora, en una zambra renombrada–. Leamos sobre este tema el siguiente revoltoso sonetín faceto:

Abur! Agur! Narcisos de hojalata! Juan Ramonetes de algodón y cera. “Cómo era, Dios mío, cómo era?” Cómo sería, diablos! esa chata?

Cómo sería? Imagen, si barata, para la pentadáctila manera de amar de los narcisos de la huera


pasión pueril que en vivo no las cata.

Agur! Abur! Narcisos poetillos de aguachirle, aguasosa y aguatibia! idos a balbucir a esos de Libia

yermos de arena y cielo, Edén de grillos! La de Cabronne os perdoné, parola: más podeísla gustar con coca-kola…

Pero no sólo la sátira a quemarropa virulenta los poemas que los poetas dedican a sus colegas de versos. También está el retrato elogioso, aunque salpimentado por el humor, muy en el trazo de la caricatura elocuente y bromista. De Ciro Mendía, cuyos epitafios mordaces ya hemos citado en este texto, vale la pena sumar este “Epitafio para Jorge Zalamea”, prestigioso traductor de Saint John Perse, pero además poeta, ensayista, narrador y dramaturgo, quien protagonizó junto a otros escritores y pensadores como Luis Vidales, Luis Tejada, León de Greiff y Ricardo Rendón, la revolución cultural de comienzos del siglo XX. La leyenda para la urna del autor de El sueño de las escalinatas reza así:

Bajo este pan de tierra enamorada, se hace el dormido Jorge Zalamea y con su gran silencio se recrea, porque supo que aquello no era nada.

Su mente de belleza embanderada puso al servicio de la libre idea: aun por el Viejo Mundo corretea su voz de alto oleaje, huracanada.

Fue del talento nacional la espuma; un carácter, un signo y una pluma, una pluma con naves y con nubes.

La Muerte al verlo caminar –¡qué ceño!–


le dijo: –Pero, hijo, así no subes, ni las escalinatas de tu Sueño.

Otros perfiles en los que volcaron su ánimo bromista los poetas colombianos fueron las semblanzas sobre artistas, algunas de ellas realmente graciosas. Por ejemplo, ésta de Darío Jaramillo sobre Margarita Cueto, la intérprete mexicana de canciones de ópera, danzas, boleros, rancheras y tangos, llegada en 1968 a Medellín, semblanza de la cual quisiera sumar un fragmento que habla por la burla directa que sostiene el poema, entretenido en resaltar, no tanto a la figura artística como al personaje que, aún en vida, ya es un documento museográfico.

A fines del año pasado llegó Margarita Cueto a Medellín. Venía en un gran tanque de formol, y semejaba una de esas imágenes de cera que parecen bañadas en esperma; desde día antes se sentía un insoportable olor a crisantemo y las polillas habían invadido el aeropuerto. (Antes de que Thomas Alba Edison inventara el fonógrafo, doña Margarita repartía sus días entre ensayar Taboga con Juan Arvizu y espantar los diminutos gusanos de la muerte). Fue aquél un espectáculo digno de verse: un oxidado cañón encontrado en Chorros Blancos saludó el aterrizaje del avión, y en ese preciso instante resucitaron siete viejos amantes del bambuco; acto seguido una banda de invisibles instrumentistas, después de los himnos de Colombia y Méjico, interpretó “Corazones sin rumbo” con fantasmal vehemencia y todos pudimos llorar a nuestras anchas: La música se oía del otro lado de la muerte…

El poeta y el caricaturista, como lo dejó escrito Baudelaire, poseen el don de la esencia de la risa, y en general de lo cómico.

EPÍLOGO

LA HISTORIA DE COLOMBIA

Éstas, que alguien llamó Nueva Granada,


tierras entre dos mares comprendidas, las descubrió Rodrigo de Bastidas, las conquistó Jiménez de Quesada.

Fue colonia; por verla emancipada Torres, Caldas, cien más dieron sus vidas. Fue Gran Colombia, un breve instante unidas las hijas de Bolívar y su espada.

Tuvo oidores, repúblicos, virreyes; tuvo oro, tuvo letras, tuvo leyes; hay un cóndor y un istmo en el escudo.

Hoy de esas aves nos espanta el vuelo; huyó el oro; es el istmo ajeno suelo y nos queda una ley: la del embudo.

Este soneto es de Hernando Martínez Rueda, alias Martinón (1907-1977), poeta diestro en el manejo de la parodia, del remedo literario achispado y jocoso de piezas poéticas clásicas y modernas. De pública filiación conservadora, su intratable humor político está impreso en admirables imitaciones de textos de Jorge Manrique, Rubén Darío, Edgar A. Poe, Bécquer, García Lorca, Eduardo Carranza, entre otros, que el poeta utilizó para referirse a presidentes, militares, escritores y gente del común. De su suma de poemas escritos a la manera de… cité “La historia de Colombia”, que resume con una concisión magistral los barullos y laberintos de la crónica pública y política del país suramericano. Lo que llama tristemente la atención del citado soneto es el tono sentencioso de su último verso (“Y nos queda una ley: la del embudo”) para referirse a la concentración de riqueza y poder que mantienen las clases privilegiadas colombianas, y cuyo sentido contrasta con el generoso mandamiento que sugirieron seguir y respetar, hace más de 500 años, los indígenas kunas en uno de los poemas más hermosos y conmovedores de la literatura colombiana, “Canto a la solidaridad”, con el que quisiera cerrar estas reflexiones:

Distribúyase el pescado de mar, distribúyase el sábalo, distribúyase el pez-sierra,


distribúyase el pez-sierra pequeño, distribúyase el sábalo pequeño, distribúyase el tiburón, distribúyase el pargo.

Parece que el camino del pescado Dios lo ha hecho de oro. El flautista llama a la niña y la previene para que ajuste bien el borde de su blusa.

Distribúyase el mero, distribúyanse las conchas que se adhieren a las rocas y a los mangles, distribúyase la langosta, distribúyanse los cangrejos, distribúyase el marisco que vive en las rocas con la boca abierta, como riéndose, distribúyase la carne de las conchitas del río, distribúyanse las conchas más grandes, distribúyanse los camarones, distribúyanse todos los peces del río, distribúyase la iguana que se para en el extremo del guayacán.

Medellín, 20 de septiembre de 2010


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