Balam Rodrigo
Silencia [fragmentos]
Construimos este pueblo con tu aliento de argamasa: La víspera de tu bostezo reuní los hombres y las tablas: Y
así
nomás arribar el crujir de la tu voz, así nomás venida la arcilla requemada por tu boca, levantamos las casas y los árboles y los perros y murmullos y el camposanto de tus muertos: Tu escupitajo es el llanto de la fe perdida, y acaso el aleteo de anonas que cruza nuestro aliento, esconda el nombre de este pueblo que nos llena los labios con un rumor de niños y fantasmas.
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Íbamos a cortar mangos con la paciencia de los que ya no respiran y nos hartábamos de los pequeños soles hasta escaldar el tiempo y la memoria: Luego nos acostábamos en la arcilla para escuchar cómo la fruta subía de las raíces a las ramas, para sentir cómo la miel se acurrucaba entre los mangos y para saber cómo en nosotros, bajo la misma cáscara, maduraba la muerte su fruta amarga.
He visto el trance de los hombres que asisten a las demoliciones del día.
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He visto crecer la sombra magnífica de los mangos igual que un verde liquen en el lomo de las bestias y el rumor de la luz en retirada cuando la tarde muerde al cielo desde el astro jaguarino: He visto la vigilia de los zopilotes la víspera del tiempo de aguas, cuando los remolinos atarrayan sus muertos nuevos y las mismas aguas buscan reposo entre las grietas del cielo, allí donde el embrión de nube desata sus recuerdos y entonces llueve, y el agua tañe su canción desde las charcas:
Por eso mueres de callar, porque añoras el pedazo de cielo que se ahoga entre mis labios.
Llueve, y no estamos desnudos: Lenguas de agua recorren el dorso de la tarde y un agua niña mana de tus ojos. Entonces beso tus mejillas y los dos ponemos a morir a la tristeza: Entonces llueve y dos nos despojamos de nosotros y el mundo niño muere a la tristeza para que bebamos del maná de su tarde y la lengua niña recorra el dorso de los desnudos, los aquellos que mueren sin nosotros.
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Latiente, no sé cuantas veces roca, mineral y polvo, si de un siglo a otro nos quedamos palpitando, soñando, porque los perros ladran a las sombras y la hora nos dicta su dolor, su quejido anciano, su aullido de laúdes: Llueve en la tu boca lenguas dentro: Mojar mi alma y quedarte muda en mí tu filo, tu mineral, tu roca, tu polvo.
Agua sorda, agua lengua, agua yerta ahogĂĄndose en sĂ misma, en luengos tragos de aire encharcado, de mojado aire, de neblinosa respiraciĂłn que solo es nube: Lluvia
de
gota
gruesa, de cielo agujereado por goteras, lluvia en el techo de los aires, zurda lluvia, lluvia muerta: Pluvial palabra que ahoga la garganta cuando llueve, gota de cierzo que hunde los ojos y las lenguas en las cuatro letras de su nombre: Agua: Ojo de lluvia segado por agua: Lluvia tuerta:
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Agua:Cero.
De Silencia los cauces desbocados del agua en el agua, ojo cantarino del agua adivinándolo todo, la claridad de la lluvia, la veta de su líquida luz: Voz del agua descifrando agua y sólo agua: Agua descalza, zurda gota cayendo hacia sí misma, eco del agua en el seno del agua, bramido del agua, astilla de agua: Lágrima: Llanto de Silencia por la muerte del agua, llanto de los cauces del agua adivinando la fallecida transparencia de su veta desnuda:
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Húmera: Cántara.
A su paso los pájaros aguardan. No los abedules. No ni la canícula. No ni el oro de los tordos y no ni el silbo aural del petirrojo el que adivina su perfume:
Y sí el azur y las congojas del crepúsculo, y sí la mano ínsula de sol quemadura en horizontes, y sí la ciruela del sestear que rumia el dejo insectil del verano, pródigo cual ningún otro en lustrales topacios: Silencia: Renuevo de brújulas que musita al corazón el acertijado rumbo de los aires.
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¿De dónde soy, Silencia, si desde que nací nunca termino de irme, ni siquiera en ti, si desde que vino el hombre las horas crecen y no cesan de alargar su rama? ¿De ti soy, Silencia, de ti? Porque yo vengo en ti como a la tierra prometida y de tus muslos de crótala enroscada no tengo más que una furiosa resaca de mar, vaivén de rabiosa ola. ¿De dónde soy, Silencia, si en ti tan solo sé la naufraguez y la errancia, si en ti más ya no sé de dónde mar yo vengo si aquí ya ni siquiera náufrago me soy?
¿Para qué las libaciones del ojo, para qué beber daguerrotipos y paisajes, para qué la inmensidad del mar y la infinita hondura de las aguas si el hórrido pez de los abismos no es sino un gambito ciego en un apocalíptico mar ciego? ¿Qué es lo que escribes en el agua, Silencia? : «Verdadera luz es la del tacto, verdadera luz es la del tacto...»
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Higos de lumbre, mordíamos higos de lumbre: Elegíamos siempre al fuego, a la llama que habitaba debajo de la carne: Y yo agotaba la boca en los tus pechos porque pezón era tu brasa y aluego la tu lengua se agataba en el mi pecho y así los dos los juntos habitábamos los sitios elegidos por el fuego, y ya debajo de la llama y de los higos dos los que moríamos de lumbre, dos los que tan hijos éramos de carne que lumbre la mordíamos.
Una vez entrado en sueños, Silencia anotaba aquello que moríamos: No la bitácora sino El Diario de los Sueños: La recuerdo claramente empuñando el emplumado lápiz: Un zopilote renegrido cuyo pico le servía para garrapatear sus rúnicas, para cifrar sus gándaras, para enunciar estas señales que en leve tránsito de oropéndolas rescribo.
Silencia o el deseo de la perversión Juan Cristóbal Pérez Paredes
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Tu escupitajo es el llanto de la fe perdida… Balam Rodrigo, Silencia
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n un artículo reciente, Enrique Serna analizaba lo que, en cierto sentido, puede ser concebido como la pugna entre “la poesía abstracta con raíces aéreas” y “la poesía terrenal”. Aunque desconfío de las clasificaciones, en este caso puede resultar útil. El primer modo poético tuvo su más alta expresión en los textos de Octavio Paz, mientras que Jaime Sabines ocuparía, sin que nadie ose disputárselo, la cúspide del segundo modo poético. Según Serna, la opinión que Sabines expresó sobre Paz nunca fue muy condescendiente, dando a entender que, en todo caso, ambas poesías son por lo menos irreconciliables. Obra de ideas, dirigida como un dardo a la inteligencia del lector, muchos poemas de la obra de Paz son verdaderas excursiones mentales; por su parte, Sabines jamás abandonó su profuso sensualismo, y algunos de sus mejores poemas se disfrutan como se disfruta una buena comida o un buen vino.
Sin embargo, este debate olvida lo esencial: ya sea aérea o terrenal, la poesía es, fundamentalmente, lenguaje, o mejor todavía, la esencia del lenguaje. Aquí el filósofo alemán que escribió Ser y tiempo tendrá siempre razón: la poesía no es un efecto del lenguaje, ni siquiera, como quería Jakobson, una función poética; la poesía es, justamente, aquello que se sustrae al poder gravitacional de la funcionalidad lingüística. En tener el poder de despojar al lenguaje de sus estructuras referenciales y pragmáticas radica, efectivamente, el poder sorprendente de la poesía. A partir de aquí me parece que se puede realizar una lectura honesta de la poesía de Balam Rodrigo. Su libro Silencia nos remite a la inocuidad del debate redescubierto por Enrique Serna. En principio, habrá que conceder que entre la poesía abstracta y la poesía terrenal los poetas ya han inventado la poesía terrenal profundamente metafísica, o la poesía abstracta que canta los abismos del cuerpo. Por eso los críticos jamás comprenderán del todo a los artistas. En los poemas de Balam hay aire puro y aéreo, pero también una sensualidad casi inefable; digo casi porque, como sabía ese metafísico mundano que era Leibniz, el individuo es irremediablemente inefable, lo que da al traste con una poesía de aspiraciones abstractas. Silencia recupera el lenguaje del origen en la medida en que es una poesía original, es decir, evocadora de una atmósfera que, en momentos, recuerda lo mismo el Génesis bíblico, en realidad todos los mitos fundadores, y la atmósfera edénica de Cien años de soledad. En esta epifanía verbal, realidad y sueño, el ser y el silencio, no se confunden: como espejos, uno remite al otro. Silencia es la mujer, y el poeta llega a serlo cada vez que sus versos recrean a Silencia. La poesía, al final de cuentas, también plantea el tema de la otredad, que en Heidegger, a través de Hölderlin, redescubre como el tema del diálogo. Las referencias bíblicas son inconfundibles, pero en Balam adquieren una nueva levedad: Íbamos a cortar mangos con la paciencia de los que ya no respiran y nos hartábamos de los pequeños soles hasta escaldar el tiempo y la memoria: Luego nos acostábamos en la arcilla para escuchar cómo la fruta subía de las raíces a las ramas, para sentir cómo la miel se acurrucaba entre los mangos y para saber cómo en nosotros, Silencia, bajo la misma cáscara, la muerte maduraba su fruta amarga.
Extraña paradoja: de pronto, en el corazón de un tiempo eterno que evoca la inmensidad homogénea de los muertos, capaz de hartar soles y desesperar al tiempo mismo, irrumpe el oscuro presentimiento de la muerte. El poeta y su “hermusa” habitan el mundo como la pulpa habita la fruta, que en su redondez
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no es sino una imagen de la muerte, e incluso del sueño, lo que hace de este edén primigenio el punto de tensión entre la inocencia y la perversión. La recurrencia al barro y a la arcilla no se corresponde con un falso aliento bucólico que, de hecho, no se encuentra nunca en estos poemas: son metáforas de Adán, de la fecundidad y la semilla, de la maduración y los frutos, en definitiva del amor carnal. Veamos el siguiente poema: Allí misma, largamente boca y dulcísima canela, muerdo así la bragadura y la provincia de tu piel en bruma: Hedónico y Adán que recomienza las taxonomías del no mundo: Habrás de ser de ti para venir a ser conmigo, y ya muertos los dos de flor hacia los labios nos vendremos.
Porque el mundo deviene mundo por efecto de las taxonomías, y acaso ser flor y convertirse en fruto es ya ir muriendo. Así, el fruto es el fruto de la muerte pero, por eso mismo, la posibilidad de la suprema experiencia de lo sensual: irse a los labios y madurar para dejar de ser flor (morir al no mundo) y convertirse en fruto (vivir el mundo fugaz de las experiencia carnales, en una palabra: del deseo). Pero vivir para el deseo es afirmar el deseo mismo hasta sus consecuencias últimas. Rota la inocencia, el deseo no remite a su perversión (la perversión del deseo) sino al deseo de la perversión. Esta es una inocencia más diáfana. Tomar conciencia de que deseamos desear supone una pureza más profunda que la ignorancia de un deseo que, sin más, continuará siempre deseando. No se trata de la conciencia racional, sino de la conciencia del cuerpo, ese espíritu corporal que tanto inquietó a un filósofo como Gilles Deleuze. El deseo es polvo, sí, pero que se convierte en ethos, lugar del juego y la eyaculación: Jugabas con el barro y bien sabía yo que tu entrepierna velaba el regazo del deseo, que tú misma eras el filo de la carne y oteabas los rincones del alma y los del viento, que tuya era esa jícara de arcilla en que Dios moldeaba a los hombres y que tú también eras la Casa del Polvo, la Casa del Deseo: Porque morabas y jugabas conmigo en ese tu barro, allí donde tú misma me venías.
Jícara-vientre, Jícara-seno, Silencia es la mujer que nos abisma y nos resucita: naturaleza caída. La carne, que para Pablo el apóstol se convierte en la evidencia suprema de la corrupción del cuerpo místico, aquí resplandece en su total e ingenua lubricidad: Higos de lumbre, mordíamos higos de lumbre: Elegíamos siempre al fuego, a la llama que habitaba debajo de la carne… Ahora bien, la vuelta al origen también implicaba una vuelta al habla original, ese que solivianta el espíritu de las palabras porque cada nombre retorna a su sonido original. El problema de los sustantivos es que ya no recrean a la cosa designada, sino que la suplantan y, aún, la diseminan. El sustantivo
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inmovilizó en el espacio geométrico del concepto el acontecer de las cosas, su lenta y maravillosa agonía. La poesía recobra la fuerza del acontecimiento: –Verbalizando los sustantivos: Y ya las gladiolas y las grillas y las hormigas bajo nuestra lecho nubecían. –Haciendo posible lo imposible: He de besar tu mejilla, he de frutar… –Haciendo imposible lo posible: Corolas caen desde tus pechos: Lascas de sol moreno, uvas de nieve negra, sangre de ciruelos… –Perturbando la serenidad de los adjetivos: Agua sorda, agua zurda, lluvia tuerta. –Transformando lo visible en lo invisible: Jícaras de láctea luna derramando sábanas de ósea mar en mi garganta. –Transformando lo invisible en lo visible: ¿Y la palabra? ¿Qué marchita la palabra? Un puñado de pájaros ahogados en tus ojos. Hay tan sólo un peligro latente en la poesía de Balam Rodrigo. Esa tendencia, casi instintiva, de dar primacía al juego de los significados sobre el juego de los significantes. Es cierto, la distinción de forma y fondo en la obra de arte no sólo es ficticia sino inverosímil. El tema determina la sustancia misma de las palabras, pero esto no quiere decir que el ritmo poético quede supeditado a la intención comunicativa del poeta. Vuelvo a Enrique Serna, para quien “…no hay mayor esclavitud que vivir atado a las palabras cuando no se tiene nada que decir con ellas”. Disiento profundamente. Los latinos solían recordar que nihil sub sole novum. Acaso no exista mejor testimonio de la soberbia literaria que la presunción de que puede uno decir algo nuevo, algo que no hayan dicho ya los más altos poetas antiguos y modernos. Escribir por escribir puede ser tan inútil como escribir con grandes propósitos y expectativas. Prefiero al dadaísta Tristan Tzara sobre la mayoría de nuestros locuaces “poetas”, de la misma manera que prefiero a Virgilio antes que a Tzara. La perspectiva de Serna está obnubilada por el viejo prejuicio según el cual la esencia de la poesía se determina revelando la esencia del lenguaje. –Esa vana preocupación por lo que se dice, y no tanto por la forma en que se dice, la advertimos en algunos versos de Silencia: –Hasta que la carne y la semilla enmielen el rostro del viento… –Herías el fuego con la pezonez de tu sombra… –…baba de cien pájaros… –…yéndose por ir y chiflando sombras porque sí… Se trata, sin embargo, de nimiedades si nos atenemos al ímpetu artístico que traspasa las páginas de la obra. Pero oigamos una vez más esta poesía vertiginosa, antes de ceder sus propias palabras a Balam Rodrigo: Sol que pace los auríferos y diminutos pastos que crecen en los valles de tu espalda y de mi vientre flama, así la nuestra lengua un solo untar la luz
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contra las llamas, un solo saciar el nos muy desde el fondo del postrado fruto que del árbol nómada –¿y qué más hacer si dos lo somos el perdido bosque?– se despeña en los adentros donde lamíamos los cielos y las ingles muchedumbres de la nuestra euforia: Y erotómano iba el tal deseo porque anhelaba la piel de nuestros médanos y los imberbes pájaros nosotros que esclavizaban al su ojo y a la suya y embramada alma.
(Balam Rodrigo, Silencia, Coneculta-Chiapas, México, 2007, 91 p.)
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