¿CÓMO SUENA LA POESIA?
1. Alfredo Fressia. El sonido interior 2. José manuel recillas. Sonnerie 3. Vanessa Droz. Isleta de San Juan 4. Álvaro Ojeda. Resuena 5. Rosario Andrada. El rugido
6. Fernando Pérez Villalón. Santiago Rewind (12 pistas)
EL SONIDO INTERIOR
ALFREDO FRESSIA
Mi abuelo español, el Castro de mi madre, murió en 1968, sordo como una tapia. Venía sordo ya desde los años ’50, cuando la abuela sucumbió a la esclerosis múltiple y él se vino a vivir con su hija, su yerno y los niños. Fue la compañía silenciosa de mi infancia y de mi adolescencia, el abuelo. Había que hablarle de frente y muy alto, si no, no entendía. Nunca se acostumbró a los aparatos para la audición, decía que sólo llegaba a oír un ruido informe, un barullo. Sin una audición nítida, parecía a veces intuir lo que le decían, o inducirlo por la posible lógica de las situaciones, pero sobre todo, se quedaba en silencio. Su silencio era un retirarse del mundo, ese repliegue en el que viven de hecho casi todos los sordos. No sabré nunca en qué pensaba el abuelo, sentado en silencio a la puerta de casa, en aquellas ya silenciosas tardes de la calle Marsella, la del barrio montevideano del Reducto, o en la noche, cuando todos oíamos la radionovela y él se retiraba a descansar. Lo que sí sé es que debía oír, con una fruición potenciada por el secreto, el sonido interior, el que todos tenemos “por dentro”. Y ese sonido no es el del cuerpo, el que efectivamente emana de las articulaciones, de los movimientos intestinales, del latir cardíaco. El sonido íntimo es inaudible para los otros y, pienso, cada uno tiene el suyo, de tono, dimensiones, melodías diferentes. Sin duda, en manos de un artista puede volverse una sinfonía (imposible no pensar en Beethoven), y los poetas saben que hay siempre una “petite musique” que precede a la creación del poema. Al menos esa es mi experiencia. Puedo escribir en
lugares estruendosos y en situaciones esdrújulas con la condición de estar oyendo bien mi sonido interior. Es a partir de él, de su ritmo, agitado, sacudido, o melodioso, que nacerá el poema. Es ingenuidad imaginar que el poema nace de una idea –o sólo de una idea. El poema nace de un sonido, que toma unas formas primeras, que obsede, que puede ser la “petite musique” o enredarse en sus volutas, y sólo después “la idea” se prende a él, atrapada como el insecto en la telaraña. Pienso que Proust situó ese sonido íntimo en la “petite sonate” de Vinteuil. Sólo así se explica que esas cinco notas lleguen a ser “el himno nacional del amor de Swann por Odette”, y que la frase musical reaparezca, tomos después, en el septeto compuesto por la amante de Mademoiselle de Vinteuil, la hija del modesto músico de Montjouvain, esa amante que escupía en la imagen del viejo Vinteuil como paradoja de la ofrenda y del respeto. El Narrador dice que la “petite sonate” ampliaba las dimensiones del alma. El sonido íntimo, el que no tiene siquiera cinco notas, las amplía de un modo casi sobrenatural para que el poema surja. Es la misma “petite musique”, aun si a veces resulte más grito agónico que “sonate”. Y es claro que las grandes obras del fin de la vida de Beethoven surgieron de ese sonido interior y tomaron la proporción que sólo el silencioso trabajo de un artista puede garantizar. Ignoro, claro, el sonido íntimo de mi abuelo. Es que nadie conoce nunca el sonido íntimo de los otros, incluso de los seres más próximos. Región inaccesible a todos, ese sonido interior es una marca de identidad en la que cada uno se reconoce, inconfundible. Acostumbrados a ella, la olvidamos a veces, pero ella nos reencuentra siempre, en el silencio de las tardes en la calle Marsella, en la construcción de un poema, en los “himnos nacionales” de un amor, en horas de hastío también, o en la
ansiedad de una espera. Y en todos los casos será el consuelo íntimo, ese que acompañó a mi abuelo español, que murió sordo como una tapia en la primavera de 1968.
Alfredo Fressia (Montevideo, Uruguay, 1948). Reside en São Paulo, Brasil. Enseñó letras francesas durante 44 años. Es poeta.
SONNERIE JOSÉ MANUEL RECILLAS
I
No sé de qué sonido vengo, de qué sonido soy, no sé con qué palabra Mahler o Beethoven alguien dirá mi nombre cuando ya no esté cuando sólo la palabra escrita quede de qué madera saldrá el sonido que nos bese el aura del silencio o de los sueños, no sé con quién diré los nombres que nos nombren en la voz ajena de la noche, si algo en la tierra que nos vio
será un sereno trino de violines en cascada...
No alces la voz, que todo sea recuerdo un lento oleaje que nos lleve hacia el silencio y en ti me quede reposando como el Nimrod que Elgar dejó entre brumas
Algo perdimos juntos hace muchas noches, algo que suena a niebla y a lejanía, al eco intermitente de Mercurio y de Orión en noches que a nostalgia y a Vivaldi llevan como esa carga leve que a todo nacimiento da dejándonos desnudos y temblando de palabras.
II
De calle en calle los recuerdos, el aura de un origen que es distancia y es aromas frescos es memoria que en la piel nos abandona su dolor.
El eco de una flor que se abre paso hacia la tarde, el primario verde en mi memoria y también la niebla descendiendo desde el bosque
mirando desde su evanescente reino la infancia en que viví como entre dos amaneceres que se besan de tanto estar lejanos, todo el sonido que en algún rincón de mi memoria se resguarda como de un frío primigenio agazapado entre ese bosque intemporal por el que el verde fue antes que yo y es el color que el bautismo claro del alba deja cada mañana como una melancolía sin palabras y sin besos nombrando todo apenas sale el sol.
Y así quiero creer que fue el primer sonido que, amaneciendo, a mis oídos besó, entre la noble madera centenaria que todo lo registra y vuelve respirable, inmemorial, dejando un nombre en holandés temblando entre los labios, entre estas manos colectoras de noches y palabras en vez de frutos y de granos, y en vez de altar y muerte, una frontera entre canto y medianoche.
Y el transcurrir de las arenas y de un mar conduce hacia una aurora de palomas y a la muerte a la vera del camino, e inevitablemente surge el ruego: ¿a qué suena una palabra si no lleva en el alma, como un violín o un piano imperecederos,
el amargo aroma de lo perdido, el lento tránsito de lo visto entre un noche más entera y el regazo interno de los sueños, la materia evanescente que nos nombra y en silencio nos prolonga?
III
No sé de dónde haya venido el primer acorde, qué nota habrá notado mi oído en su primer andar canoro por el mundo. Hay afables notas que recuerdo, o prefiero hacerlo, cuando no tengo más que hurgar en mi propio fango, en ese límite del que oscurecida materia surge y en sueños o en sonido se transforma, dotando a la memoria de un halo casi escaso, casi ocaso, casi azar, casi besar, volviéndose abandono el recordar, un eco improvisado de silentium interruptus bajo la sed intermitente de los árboles y su aleteo improductivo al firmamento.
Escucho atento a veces al silencio, por ver si pesco, de improviso, en mí algo que me revele
como el perfecto buscador de sinfonías que mi padre quiso que fuera, o al menos eso pienso mientras busco y busco la justa nota combinada que me otorgue la firma en música de tu nombre, Lillian, y en algo como canto, como ceniza entre las manos, buscando hallar el sueño que en posible vuelva el plomo de la tarde y en las manos el trigo del ocaso se vuelva letanía del viaje postergado hacia Ítaca, la tierra que resguarda cantos y murmullos y el coro alado con que se despide el sol frente a la noche.
No te ocultes, la tú nombrada siempre en imperativo, la que abonas mi nostalgia y mi silencio con ese gotear inmarcesible de palabras que en sed y llanto intento perseguir sabiendo de antemano que estoy frente a una condena que tú escribiste en los muros de esta ciudad la que me conoce desde hace tanto y a la que amo y odio casi tanto como a ti que en todo me dominas y en arandelas impasibles me sujetas como a un Ulises que en la proa se perpetúa sin sirenas, sin el canto que libere a los demás marinos y sólo a un eterno navegar conduzca de sargazos y caderas,
de un eterno aguardar al timbal preciso y al barítono que finalmente libere a la tripulación.
IV
Nicht diese Töne! resuena en el empíreo en mi cabeza nuevamente, y me pregunto si no sabes tú, la imperativa, la emperatriz de esta nostalgia, cuál es ese cantar que no debemos ya cantar o si ya callaste tú por mí también.
Y si por algo habré de besarte es para probar tu lengua, para hacerla mía en su holandesa desnudez, para perderme en esas aguas asolando gélidas los muros que a tu Ítaca protegen del arribo pedregoso de náufragos perpetuos cuya sed no tiene patria y sólo buscan otros labios para encallar, otro silencio para poblarlo de palabras, de sonidos bárbaros y de violines celebrando la huida de Charleville y el imposible viaje a Marruecos que nadie explica ni entiende como el eternamente postergado a Ámsterdam y el crisol que a Europa la cansada vio perderse sin remedio.
Pero en Comala, lo sabes tú, hay otra espera, otros silencios que acompañan la memoria,
un eco de horizontes desmedidos, despoblados, un aura que anticipó esa otra noche que en la frontera entre Durango y las estrellas mis pasos y su cansancio cubrió frente al desierto y el híkuri invencible frente a la eternidad.
Allí también volví en la niebla a sumergirme, como en Xalapa desde el Macuiltépetl y su frondosa asonancia, y en esos extravíos que son preludio y son exilio momentáneo, sé que ese O Freunde! nuevamente nos convoca y quiere hacerse boca y canto y un fugato de maderas en que se encuentren nuestros cuerpos hechos ya un coral y un tema en desarrollo en medio del olvido y Mendeléiev.
Así han sido mis oscuras melodías ocultadas por el recuerdo y un constante regresar hacia la noche, hacia un sonido que lo abra todo como la luna o el espacio entre el delirio y la memoria, ese Urlaut que nos descubre en desnudez y en armonía, en los seguros labios de quien nos diga y nos pronuncie. Así te llamo y te conjuro, y en algo más desnudo y más de labios, más de noche y de amapolas, nos condene, como a Francesca y Paolo,
y al leernos otros labios, nos salven al salvarse, porque olvidaron cómo callar.
14 de enero de 2016
José Manuel Recillas (Ciudad de México, 1964) es poeta, ensayista y traductor. Ha publicado los libros La ventana y el balcón (1992), El sueño del alquimista (1999; segunda edición, 2015) y Mahler (2015). Ha traducido a Gottfried Benn, Hermann Broch, Walter Alexander Raleigh y Lafcadio Hearn, entre otros.
ISLETA DE SAN JUAN (DESDE SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZIS)
VANESSA DROZ
Isla sobre otra isla, ciudad sobre otra ciudad, este ataúd navega hacia el poniente. He asistido a su degüello, al trueno del navajazo en su garganta. He prometido mi mudez para que pueda hablar sonámbula (que así nació) a pesar de la herida.
Ando de visita por este catafalco que persigue resonancias ancestrales, runrunes de vehículos, el retintín del pensamiento. De día o de noche, forcejeo con ella y me redime exhausta, oído en tierra. Así descubro su pálpito verdadero: a babor, el mudo chasquido del mar contra el muelle, a estribor, el asordinado bramido del Atlántico contra la muralla, en la proa, el distante silencio del ojo que no ve y el de la boya sobre el agua en el instante de un balanceo imprevisto; en popa, mi voz, ésa, la inútil, como escarabajo fijado sobre eriales de espuma. Por más que extiendo el pabellón de la oreja, inaudibles son el zureo de las palomas, el canto de guerra del pitirre, el alarido de la prostituta en medio de la noche, la letanía del tiempo en los tambores batá y hasta el ulular de los huracanes en su época festiva. Tanto silencio, la dormida herida. En medio del sueño, la reverberación del bocinazo del buque que entra a la bahía me recuerda que navegamos bajo tierra, que, al mirar hacia arriba, el mármol nos impide escuchar la luz que duermevela. La garganta de la ciudad solo grita de naufragios,
mi cuerpo sobre otro cuerpo, mi casa sobre otra casa, ciudad sobre otra ciudad, isla sobre otra isla.
Vanessa Droz (Vega Baja , Puerto Rico, 1952). Poeta e investigadora en poesía puertorriqueña.
RESUENA
ÁLVARO OJEDA
I
El sonido de los pies de mi madre cuando pasaba frente a mi cama y la cama de mi hermano con ropa recién lavada. Las cuerdas húmedas, el arco y la flecha del tiempo al sol.
Mi padre armando un cigarrillo con tabaco Puerto Rico: los dedos amarillos, la sombra de las hojillas de papel en la sombra del sonido silbante que se lo llevó.
Mi hermano pasando las hojas de la Biblia Nácar Colunga que lo volvió célibe sin remedio. ¿El sonido de Dios?
Troilo los domingos, Julio Sosa los sábados de tardecita, Angelillo, Miguel de Molina. La resistencia que se llamó Led Zeppelin.
El desfile de las inclemencias puertas afuera y puertas adentro, un barrio, la palabra siempre es árabe. Junio, el viento, julio, el viento, diciembre, el viento. Vaivén, tentempié, tentenelaire, zigzagueo de testigos que son mi escudo de Aquiles. Yo encontré los Ojos Negros de Vicente Greco helando las órbitas que zumban alrededor de Saturno: el mundo se acaba en un gemido.
Sonido goteante de bolsa rota, aguas tibias, Leandro, pulmones nuevos. La respiración vicaria de un hijo en la sacristía del corazón. El dolor de lo inevitable. Manrique. Eliot. Cernuda. Borges. Y con Leandro, Maiakovski. Salve su pronunciación las aduanas del tiempo, Leandro.
II
si la penumbra acrece el silencio ilumina larvada piedra quieta en el espejo solo añicos trozos restos el sobresalto hiere como ruidosa dentición
III
sobrevienen los otros nadie los ha llamado allí están como botes que navegaran hule salido de la nada balbucea el espejo
IV
ensanchado el camino el camino desgasta abluci贸n de la grava orina de los ojos mi gobierno es sonido y el sonido es el mundo
V
he pasado esta tarde -mi vida y sus enseresolvidando el recuerdo de un sonido borroso: el roce de la arena que se comi贸 la esfinge y transform贸 sus garras en trincheras flamencas
el sonido inaudito de la ceguera es romo
VI
El corazón de la lluvia en cierta claraboya de la calle Consulado; el bisbiseo de las válvulas de la radio en el furioso arcano de la onda corta; los jadeos de la siesta; la aserrada ingravidez en las cadenas de las bicicletas; las duelas del atardecer en el adufe del sol; el ruido inútil de estos versos; las dilaciones de los lunes lluviosos; las duelas de los sábados invernales incrustadas en una estufa a querosén; toda la imposibilidad que se agrega a cada enumeración, a cada inercial enumeración, a cada magnética enumeración; hueco de las palabras, de estas palabras: lector, deseado amigo, susurrante hermano.
Álvaro Ojeda (Montevideo, Uruguay, 1958). Poeta, narrador y crítico literario.
EL RUGIDO MARÍA DEL ROSARIO ANDRADA
Escucho el sonido del agua que viene de la acequia el ladrido de un perro que se pierde es martes y el caudal del río
ha crecido se dispersan los cangrejos por el respiradero de piedras y hojarascas las truchas han cambiado el rumbo y nadan rĂo arriba palos y arbustos flotan los lleva la corriente los cantos rodados rugen rugen como un felino hambriento ya no es agua sino un lĂquido oscuro mugriento y temible
Rosario Andrada (Catamarca, Argentina, 1954). Abogada. Es poeta y narradora.
SANTIAGO REWIND (12 PISTAS)
FERNANDO PÉREZ VILLALÓN
LADO A
1
Los sueños, me dicen, no tienen sonido. Son mudos. Un desfile de fantasmas silenciosos. El sonido imperceptible de mis ojos que se cierran, aleteo de polillas dando tumbos en la oscuridad (chocan contra el papel de arroz de la lámpara, contra las cortinas, contra las personas, contra el muro, me exaspero, me levanto y las aplasto con una pantufla, su cuerpo hace un leve crujido cuando se revienta), o los vecinos que los jueves hacen fiesta, karaoke que rebota por los patios del conjunto de edificios en que vivo. Inútil pedirles que bajen la música, no escucharían, no vale la pena llamar a los pacos tampoco. De vez en cuando, algún auto, a veces los gritos de los travestis de la esquina, discutiendo con algún cliente que quiere escapar sin pagar. Los gatos también hacen de las suyas: maullidos, gemidos, arrullos, furiosos aullidos. A veces el ritmo de mi corazón, de tu respiración que me indica si ya te dormiste o sigues despierta.
2 El ritmo del agua en mi boca, me enjuago, me lavo los dientes, los froto con una escobilla. Orino (escucho al vecino de arriba mear por las mañanas, me pregunto si con el de abajo sucede lo mismo). Las voces de los locutores de los noticieros, la modulación exagerada de una en las noticias internacionales, la voz algo tensa de otra cuando intenta ser aguda y asertiva, al interrogar políticos, el sonsonete satisfecho de sí mismo de su compañero, cada noche. Una pausa y ya volvemos. El sonido de las bocas que mastican, de gargantas cuando tragan, golpeteo de cubiertos contra el plato. El sonido de alimentos que se fríen, el siseo de las carnes o pescados o verduras al sartén. El golpeteo del cuchillo que los corta, burbujea el agua hervida, la canción de la cocina. Alguien escucha villancicos en el patio, invadido por una miríada de lucecitas en forma de trineos, renos, estrellas, pinos, una plétora de puntos que se enroscan en los árboles, balcones, en el pasto, las paredes, a la entrada hay un pesebre.
3 El sonido de tus pasos que, peldaño tras peldaño, llegan hasta el tercer piso, o el sonido de los míos. El sonido de la llave que se traba, que no gira, que requiere un sacudón para que se abra. El sonido de la puerta que se cierra, el sonido de tus pasos o los míos al entrar por el pasillo, el sonido de los labios que se rozan, y dos voces que se cuentan los sucesos relativamente rutinarios de su día.
4 En la calle, lo de siempre, las bocinas, los motores, la campanilla de mi bicicleta pidiendo que dejen pasar, advirtiendo que no me atropellen. Los neumáticos contra el asfalto, cemento, maicillo, adoquines. El girar de la cadena. En ciertas esquinas, gimnastas en malla que gritan, arrojan al aire a una chica vestida con malla de lycra, se aplauden, recogen monedas, o bien las trompetas, trombones, tambores, caderas que se contonean y de las que cuelgan campanas, monedas, un cimbreante tintineo que me atrae cuando paso, les sonrío y no me miran. Son los automovilistas los que pagan.
5 A veces camino de vuelta, los cuarenta y cinco minutos que tardo en llegar a la casa, o hasta el metro Bellas Artes, por los paseos peatonales del centro en que se entremezclan las zampoñas con los tangos y tenores entonando un aria de ópera, en la plaza los peruanos con su acento cuidadoso, delicado, más pausado que el chileno. Los predicadores con su eterna letanía, arderán en el infierno, Satanás es realidad, arrepentíos, escuchad nuestra llamada, venid y vamos todos, todos no, los escogidos solamente, los demás que se achicharren. Mendigos mudos que estiran la mano, que imploran por medio de un cartel, y vendedores
ambulantes que ofrecen en voz baja un parche curita, un peluche, chocolates, chucherías. El tambor infatigable de un conejo a pilas.
6 Batucadas por la tarde, cada día, en las tardes de calor en la oficina. Me retumba en la cabeza su monótona manía, su insistente golpeteo, me exaspera, me impresiona su energía, persistencia, disciplina. A veces las voces de los estudiantes, las marchas que pasan, al ritmo del bombo, seguidas por gritos, sirenas y chorros de agua.
LADO B
7 En el metro, cuando no ando en bicicleta, señores pasajeros, se ruega no traspasar la línea amarilla, permita bajar antes de subir, una quena o un violín de vez en cuando, el otro día hiphoperos inventando rimas, me dijeron algo de mi barba. Como cuando adolescente, camino enfrascado en mi mundo sonoro privado, audífonos en las orejas. Hay músicas que son para escucharlas caminando o en el metro: los ritmos pulsantes de Reich, su mosaico monótono de mutaciones sutiles, el timbre adictivo de Sharon Van Etten, los mantras de Juana Molina, los coros de Adachi Tomomi, la indescifrable aspereza de Iva Bittòva.
8 Por las tardes, el sonido de mi voz haciendo clases, el silencio atento o aturdido, hastiado o un poco entusiasta, de los estudiantes. A veces preguntas o risas, algún cuchicheo, murmullos, algún celular que interrumpe.
9 Al centro de todo, a veces, tu voz, tu voz clara, cortante, cristal que se triza, canción que me encanta o cortante tensión que me quema, me come, me cansa, me calma, me crispa, me colma, deslumbra, me nombra o me deja caer, me acompaña.
10 Por las mañanas tecleo frenéticamente en el computador, interrumpido por los bips de los correos que entran, y que casi nunca me resisto a revisar, de fondo el arrullo más o menos ininterrumpido de los autos que transitan por General Bustamente. En las pausas lavo loza, como fruta, me tomo un segundo café. A veces aporreo el piano, no muy fuerte para no perturbar a los vecinos, aunque el de arriba es algo sordo. Hay otro pianista en el condominio, que toca la claro de luna, la marcha turca, y la sonata en do de Mozart, más rápido que yo. Tengo un zumbido en el oído derecho que a veces me cruje, cuando oigo canciones agudas, aplausos o golpes, cuando expulso gases de la guata a la garganta.
11
Hago desayuno, todavía algo dormido, mientras entras en la ducha. El tráfico va comenzando a espesarse. El borboteo del café que comienza a salir (en esta cafetera hay que dejarlo carraspear para que salga todo, sin que a uno se le pase la mano para que no hierva). Zumba el microondas al final, cuando entibio la leche, al volver a cero el timer hace ting, y salen los panes tostados, un clásico clac. Hay a veces campanas que llaman a misa, no sé quién irá a estas horas. Yo salgo de casa más tarde.
12 Despierto casi siempre un poco antes del despertador, y me quedo un momento escuchando tu respiración, todavía entregada al mutismo del mundo del sueño.
Fernando Pérez Villalón (Santiago de Chile, 1975). Doctor en Letras, es escritor y traductor. Integra el proyecto "Orquesta de Poetas".