Vivas nos queremos.

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VIVAS NOS QUEREMOS. TESTIMONIOS DE ACOSOS Y ABUSOS MACHISTAS Es este un conjunto de testimonios de mujeres intelectuales y escritoras que han escrito sus vivencias de acoso o de abuso sexual en carne propia o ajena. Muchas, la gran mayoría, opta por el silencio y el miedo de la denuncia o de la manifestación ante posibles represalias o afectación de intereses. Un silencio que en mucho se parece al que las sociedades latinoamericanas, particularmente la mexicana, alimenta ante la extorsión, los atropellos, la corrupción, la violencia, la simulación, el engaño, la mentira.


Verónica Ortiz Lawrenz. Escritora y periodista mexicana Magali Tercero. Escritora mexicana, presidenta del Pen Club de México. Myriam Moscona. Poeta mexicana Ana Clavel. Escritora mexicana Lina Alonso Castillo. Escritora colombiana

Lucía Rivadeneyra. Poeta mexicana Estela Alcántara. Periodista mexicana Francesca Gargallo. Escritora italiana asentada en México Leticia Salazar Castañeda. Escritora mexicana. Rosa Espinoza, poeta y editora, Mexicali, Baja California Odette Alonso, poeta y editora, México-Cuba Teresa Dey, escritora y catedrática, CDMX Maya Lima, poeta, México Ana Zarina Palafox, intérprete, y versadora, CDMX Olga Leticia Valles López. Abogada mexicana Reyna Valenzuela Contreras. Médico odontóloga y cantante mexicana. Socorro Soto Alanís. Poeta mexicana Verónica Ortiz Lawrenz. Escritora y periodista mexicana


El nombre y apellido de nuestros agresores

Después de la marcha Contra las violencias machistas, en México, platicando en una cena con amigas escritoras queridas, le comenté a Ethel Krauze K que para que hubiera un verdadero cambio en este tema, las mujeres necesitan hacer públicas sus historias de abuso y violencia sexual y desde luego el nombre de su agresor o agresores. No está claro del todo qué nos hace guardar por años y años la identidad de estos individuos, que tanto daño nos hicieron. ¿Por qué cuidarlos, si ellos no nos cuidaron cuando éramos niñas o jóvenes; y utilizaron su poder, su fuerza moral o física para lastimarnos? ¿Por sus familias, las nuestras? Me pregunto. ¿Y nosotras y nuestros derechos? El anonimato de los agresores los invisibiliza, negamos decir en voz alta sus nombres por pudor o miedo, no queremos lastimar a otros, pero después de muchos años de guardar sus nombres, algo se libera en nuestros cuerpos al decirlos en voz alta, algo obscuro y denso deja de ser sólo nuestro para volverse un asunto social, externo, compartido que nos concierne a todos. Un agresor suelto, no identificado, puede repetir esta violencia contra otras mujeres y hombres, contra sus propias hijas y nietas. Yo lo acabo de hacer en FB, y créanme, la vergüenza, el miedo, el odio o cualquier otro sentimiento negativo generado en esos años, se diluyó en cada una de las letras del nombre de mi agresor. En la medida que hagamos público este hecho de violencia que se repite a diario en toda la República Mexicana, se convertirá en estadística para necesariamente volverse una política social y de Estado en contra de estos agresores. El numeroso listado de casos y nombres se multiplicaría hasta obligar al gobierno, diputadas y senadoras a discutir la mejor


y más efectiva forma de cambiar, de erradicar los machismos violentos que aumentan todos los días porque nadie los detiene, quedando en la impunidad y en el profundo daño provocado a niñas y jóvenes. . Hay muchos espacios donde nombrarlos, entre ellos las redes sociales. Es importante asesorarse bien legalmente antes de hacerlo. Una agresión sexual nunca se olvida, menos el nombre del agresor. El silencio es cómplice de la perversión de estos hombres, nombrarlos es evidenciar su maldad y destruir el poder que por años les confiere el anonimato. Piénsalo y decide. Si necesitas ayuda, acude a los Cavis, Centros de Atención a Víctimas de Violencia Intrafamiliar, seguro hay alguno cerca de dónde vives, también ADIVAC, tel. 56 82 79 69.

Sobre la marcha de Vivas nos queremos Contar es mi privilegio, como periodista y escritora, mi responsabilidad. Después de la marcha de ayer no pude dormir. Como cadena de pesadillas se me vinieron los maltratos, los golpes de mi padre a mi madre, el abuso sexual del que sería mi padrino de boda, Manuel Mondragón, al que le fui a pedir ayuda porque no me quería casar; los de mi primer marido que me encerró sin dejarme salir más que con él durante tres años de mis 16 a los 19. A esos machos que me lastimaron les gritaba con todas mis fuerzas un "ya basta" acumulado en todo el cuerpo…


La marcha de ayer, conformada por tantas y tan distintas mujeres y grupos de mujeres formó una unidad, un músculo vibrante que una y otra vez gritaba "ya basta", con todo su cuerpo: desnudo, pintado con letreros, de morado, negro, de colores, mujeres adultas y jóvenes niñas. Caminé compartiendo la Plaza de la Revolución y después Reforma al lado de una madre con su hijita de cuatro años, víctima de los abusos sexuales de maestros y conserjes de un kinder, no importa el nombre, hay tantos; junto a una jovencita violada por su padrastro, otra abusada sexualmente durante años por el amante de la madre. Al frente de la marcha iban las madres y familiares de las mujeres asesinadas de Ecatepéc, Estado de México, menuditas, en silencio, con sus cruces color de rosa. Cuando llegamos a la manta de los 43 jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, todas las voces empezaron a contar: uno, dos, tres, cuatro, cinco… cuarenta y tres, ¡Justicia! Sí, soy parte de una unidad de mujeres intensas y plenas que no se conforman con vivir rodeadas de agresores, en las calles, en el trabajo, en los camiones, metro y metrobús, en las escuelas, trabajos, hospitales, consultorios, en la televisión, en las letras de la música; en un mundo que se ha encargado de menospreciarlas, limitarlas, señalarlas, censurarlas, violentarlas, asesinarlas. En el México conservador que somos, de agachados y corruptos, ayer se escuchó por primera vez la voz de las mujeres mexicanas que desde el coraje, la humillación, el orgullo y la sabiduría pisaron fuerte para empezar a romper este grillete ancestral que no nos deja ser libres ni a ellos ni a nosotras.


Magali Tercero. Escritora mexicana, presidenta del Pen Club de México.

#MiPimerAcoso no fue acoso ni fue en contra mía. Fue una violación sucedida en casa de una amiga del primero de universidad. Mientras hacíamos un trabajo en la planta de arriba de la casa, muy grande, su hermano mayor violó a una jovencita que trabajaba haciendo el aseo. Oímos llegar del trabajo a los padres de mi amiga, oímos voces en alto. Mi compañera bajó a la sala y luego volvió con la noticia de que la sirvienta había renunciado porque su hermano la violó mientras hacíamos un trabajo. El cuarto de servicio, como se le llama, estaba abajo, escondido hasta el final y no escuchamos nada. No recuerdo la cara de la jovencita violada. Sólo se que esa misma noche se fue. ¿Le habrán dado indemnización los padres? ¿La habrán llevado al doctor? ¿Habrá quedado embarazada? ¿Cómo regañaron al joven violador? Eran buenas personas, ese tipo de buenas personas que creen que los pobres son pobres porque quieren. Mi compañera de estudios y yo dejamos de vernos en su casa. Nos regresábamos juntas de la escuela pero nunca volvimos a tocar el tema. Magali Tercero

Myriam Moscona. Poeta mexicana #ACOSO 1.-Primaria. Un tipo me engañó preguntándome por una dirección. Al darme las gracias se descubrió el pito, ¿Te gusta? alcanzó a preguntarme. Me fui corriendo y tuve pánico de encontrármelo en cualquier esquina. Se convirtió en una pesadilla infantil. No se lo conté a nadie.


2.-Un chofer de autobús, al bajarme, me pasó la mano por la entrepierna. Se carcajeó y yo, que acaba de enterrar a mi madre, me puse a llorar.

3.- Un dentista me metió la lengua en la boca. Habré tenido once años.

4.-Un tío segundo (lo cuento en Tela de sevoya) me metió la mano bajo la blusa. Mi venganza fue escribir la historia.

5.-El peor de todos: Cuando acompañé a mi hija a su escuela a denunciar un abuso . Le pasó en la calle, cerca de donde estudiaba en Barcelona. La directora le llamó a la comisaría. Mi hija relató los hechos con valentía y seguridad. Describió al tipo tal como pudo. Lo más cañón es que al volver a México, unos meses después, salió en el noticiario de México ese abusador que había sido capturado. Y la suerte de haber visto ese noticiero.¡¡¡

No

podíamos

creerlo!!!

¿Cuántas denuncias sin respuesta habrá en México cada día?

Llenemos las redes. Hablemos de esto que amenaza a millones de mujeres en nuestro país, todos los días, a todas horas, a cualquier edad.


Ana Clavel. Escritora mexicana Mi primer no-acoso

Desde que tengo memoria corporal me han sucedido muchas experiencias en el terreno del acoso que, por supuesto, dejaron huella. Sólo que, frente a toda esta marejada de indignación legítima que, a partir de la Primavera Violeta, tiene salida multitudinaria e histórica, me parece importante también recordar que, al menos en mi caso, hubo otros que me respetaron y, al hacerlo, se hicieron cómplices de mi transitar más libre y menos sinuoso por la vida. Así pues mi primer no-acoso se lo debo a un poeta que comenzaba a ser reconocido cuando yo asistía a un taller de narrativa de Bellas Artes. Tenía entonces 18 años, tallereaba mis primeros cuentos; él me llevaba diez años y formaba parte de los funcionarios que tenían a su cargo la organización del taller. Un día me enteré que le habían otorgado un premio internacional y me acerqué para felicitarlo. Platicamos y me invitó a su departamento. Yo lo admiraba y me caía bien, así que acepté. Recuerdo que me leyó a Cavafis y a Seferis. Me puso música portuguesa y abrió una botella de vino. Como acababa de instalarse y casi no tenía muebles, nos tendimos sobre la alfombra. En algún momento en que la música hizo una pausa, se acomodó sobre los codos y me preguntó —su aliento muy cerca de mi boca— : "¿Me das un beso?" Sin levantarme, contesté un honesto "No". Tampoco di ninguna explicación. El hombre era atractivo, pero yo lo veía más como un hermano mayor. Recuerdo que sonrió y se levantó a poner más música. Me habló de sus proyectos,


platicamos de mis cuentos, y al final, cuando salí de su casa, me marché "tan intocada como una núbil ola adolescente". He vuelto a verlo en varias ocasiones. Le dan gusto mis novelas. Yo le celebro los libros de poesía que ha publicado desde entonces. Y ahora que es un alto directivo de cultura, mi recuerdo de esa tarde no envejece, nimbado por la realidad de una masculinidad otra. Y no dejo de reconocer que gracias a que aceptó ese "No", lo mismo que otros hombres y mujeres que aceptaron mi deseo o mi no-deseo, es que en buena medida he podido escribir algunas páginas de sexualidad gozosa. Ahora sí que el respeto al deseo, o al no-deseo, ajeno es la paz.

Lina Alonso Castillo. Escritora colombiana EL MACHISMO DE LAS MUJERES “Para que la mujer llegue a su verdadera emancipación debe dejar de lado las ridículas nociones de que ser amada, estar comprometida y ser madre, es sinónimo de estar esclavizada o subordinada. ” Emma Goldman


Algunas señoras y señoritas de mi ciudad, no se si del país, son la cruda unión de un feminismo venido a menos y de un machismo cada vez más degenerado. Aquí el problema no es el acoso, el abuso o el supuesto machismo de esta sociedad supuestamente masculina, el asunto es que veo en algunas mujeres la razón y la causa de que las mismas mujeres no puedan ser plenamente mujeres. Perdón el estribillo.

Ignoremos la victimización empobrecida de prejuicios y pacatería con la que ciertas féminas aún escudan su relación con los hombres. Ignoremos que en la calle, en ciertos ambientes íntimos o entre muchas mujeres se sigue viendo el sexo como una forma de abuso social en los tratos con los hombres, que si un hombre te invita a comer es porque tu tienes que devolver el favor con sexo y eso se ve mal, en pleno siglo XXI el sexo sigue cargando la mala perspectiva de las cosas ¿Y él que tiene de malo? ¿Por qué el deseo se reviste de tanta carga moral aún en tiempos de “liberación”? Ignoremos que de igual forma se ve mal entre tus conocidas que seas la mujer que saca a bailar al hombre, que cortejas, que hace las declaraciones de amor y a la que le terminan. De paso ignoremos que las que somos hijas de una generación de madres católicas y conservadoras hemos tenido el beneficio, a pesar de todo, de distinguir entre las represiones evidentes a las represiones rebuscadas que buscan algunas para victimizarse sin razón de peso.

Lo que si no vamos a ignorar es que en Colombia, la huérfana de juicio y originalidad legal, la pena máxima para un violador es de 14 años y recapacitando que si las penas fuesen mayores nuestro sistema penitenciario colapsaría. Que los feminicidios y los ataques con


ácido aumentan y se buscan crear leyes y más leyes (Ley Natalia Ponce, por ejemplo) que den una aparente solución al problema. No, atiborrarnos de leyes no es la salida, creería que en lugar de ello, podríamos comenzar a redistribuir y visibilizar las actitudes que dañan la actitud, el afecto y la disposición entre hombres y mujeres en la cotidianidad es una mejor opción.

Ahora, el otro asunto aquí es que hay un temor a no tener lugar en el mundo, se reafirman como ídolos de mármol actitudes y posiciones que intentan sustentar a la mujer entre las otras mujeres. Afirmar su gozo por las compras, por su vida sexual agitada o nula, por su forma de vestir, de lucir o de hablar, por parecer lo más anormal (fuera de la norma) esa necesidad de plantearse en un lugar para ser reconocidas desde donde fuese reina en el panorama ético actual ¿Me equivoco? Tal vez y aún así no podría dejar de pensar en lo patético que me parece que todavía se hagan festivales de poesía femeninos, antología de poesía de mujeres, concursos de poesía para mujeres como si ese “ser mujeres” fuese una sola cosa y esa “poesía” fuese algo diferente y determinado cuando está en manos y bocas de ellas, es algo así como volver a separarse y aún así reclamar unión. Soy de las que cree que la poesía, ni mucho menos la escritura, es cuestión de género; la poesía no necesita reivindicarse en un lado u otro para poder tener más valía estética.

No trato de condensar nada, solo pienso, ahora, que el rencor, la competencia, el sabotaje y la falta de hermandad no dejan plantear los verdaderos problemas a los que tiene que enfrentarse la mujer en el siglo XXI, y con ello me refiero a la mujer obrera, empresaria,


lesbiana, hetero, blanca, negra, a todas con todas sus variantes. No hablo de lucha ni de integridad, que a la final deriva en espectáculo para algunas damas. Hablo que actitudes como verse entre mujeres como enemigas y causantes del mal trato hacía ellas mismas, hablo de seguir pensando que la amistad entre hombres y mujeres no puede generarse, que la entera comprensión entre unos y otros solo es posible si el uno es el amuleto o la muletilla del otro. Sólo quiero plantear una falencia muy latente en las relaciones humanas, una falencia que sobrevive en muchos espacios y en diferentes situaciones.

Frágiles y perecederas como toda la humanidad, fluctuantes en el deseo y el miedo como toda la humanidad, así creo que deberían entenderse un poco las cosas, desde su total naturalización y no desde su recalcitrante exclusión. No entiendo el afán de las mujeres por reclamar y hacer ruido por un lugar que perfectamente tienen y podrían mejorar. Como agente económico e ideológico, más empoderado en algunos continentes, la mujer ahora no podría arriesgar las luchas pasadas por la pobre actitud de no sustentarse unas y otras, y con sustento hablo de las condiciones materiales y éticas con las que unas se manifiestan ante otras, un ejemplo: dejar la actitud inquisitiva y represiva entre las mismas y fortalecer espacios de debate, integración y crecimiento de la producción intelectual y cultural de las mujeres para el mundo.

Sabemos que en estos tiempos de difícil colectividad ya no se rastrean luchas en común, el “nosotras también podemos” está más que claro, solucionado y reforzado; el reto es dejar de lado la quimera de la igualdad ¿Por qué pretender que hombres y mujeres somos


iguales? ¿Es necesario que seamos iguales? ¿Cuál es el temor a confrontar esa diferencia y respetarla? ¿Se debe asumir un rol masculino para validar e integrar, como mujeres, más discursos a la formulación de un pensamiento sobre las asuntos que nos interesen?

Solo me resta terminar con quien empecé esta nota: “Antes de que podamos perdonarnos unos a otros, tenemos que entendernos” Emma Goldman.

Lucía Rivadeneyra. Poeta mexicana Acoso Tenía quince años. Empezaba a moverme sola por la ciudad. Iba por las tardes a la colonia Roma a tomar un curso, para hacer mi examen a la prepa de la UNAM. Quizá era octubre. Un día regresaba a casa en el metro. Un sujeto de piel blanca, complexión delgada, bigote y pelo chino me dio el asiento, el individual, junto a la puerta. Empecé a leer, pero el tipo me distraía porque se movía mucho, se recargaba en los tubos, se ponía cerca de mí. En algún momento se sentó. Un par de estaciones después, de reojo vi que se preparaba para bajar. Se mantuvo de pie frente a la puerta, junto al lugar donde yo estaba. De repente, me apretó el seno izquierdo. Vi cómo se bajó corriendo. Segundos después caminó, mientras se arrancaba el metro. Se reía. Por primera vez en mi vida supe lo que era que un “hombre” me violentara físicamente. Recuerdo cómo enrojecí. Volteé a ver a la gente que había en el vagón. No sé si alguien se dio cuenta, pero yo moría de vergüenza. Llegué a la estación que me correspondía. Se me salían las lágrimas. Y trataba de no llorar para que no se notara mi malestar, al entrar a


casa. No dije nada a nadie. La sensación de su asquerosa mano en mi seno me duró semanas. Me generó inseguridad, rabia, impotencia. Desde entonces, cuando me toca ese asiento siempre me cubro los senos con la bolsa o con los brazos. Fue la primera de muchas agresiones, sobre todo en el metro, independientemente de las decenas y decenas y decenas de agresiones verbales; todas indignantes, unas más, otras menos. Al escribir esto, me causa horror darme cuenta que, más de cuarenta años después, no olvido la cara del tipejo.

Estela Alcántara, periodista mexicana, UNAM. El último acoso Tardó muchos años en reconciliarse con la imagen de las tijeras. De aquella tarde, cuando ese hombre le tocó sus pequeños senos, sólo recordaba aquellas enormes tijeras de jardín. Ella había ido por curiosidad a ver como se afilaban las tijeras para cortar el césped. El hombre la miró, se acercó y le dijo: déjame revisar cómo van creciendo tus senos, tengo que ver que todo vaya bien. Sólo tenía nueve años, pero sabía que nada de eso estaba bien, aunque aquel hombre fuera tan cercano a la familia. Esa tarde descubrió lo que significa sentirse emboscada. En cuanto pudo se liberó, y salió corriendo, pero por años paso los días huyendo de aquel tipo, alimentando un enorme desprecio por el individuo y un deseo de justicia. Cada tanto repasaba la historia en su cabeza y no pocas veces pensó que tenía una gran responsabilidad en ello. Se lo había buscado por metiche, por esa curiosidad infantil de saber cómo se construye una familia, cómo son las familias felices. Estuvo tentada a decir lo que había ocurrido, pero quién era ella para arruinar la vida de su hermana mayor. Años después, cuando tuvo el coraje suficiente gritó a su madre y a su hermana que había sido acosada por ese hombre a quien le tenían tantas consideraciones.


La respuesta a su confesión fue de lo más doloroso de su vida. Ambas mujeres desestimaron aquel abuso. ¿Pero no te violó?, dijeron. Con los años y la terapia, aprendió a poner las cosas en su lugar. Aprendió a amar a su madre con todos sus claroscuros, a pesar de que ella le había dado siempre las peores respuestas en la vida. También entendió las limitaciones de su hermana, pero nunca olvidó el doble agravio, ni las enormes tijeras para cortar el césped. De algún modo sabía que esas tijeras de jardín habían cortado algo. Esa enorme confianza que tenía por los hombres. Desde pequeña su abuela solía decir: "no hay como Dios y hombre". Lo decía cada vez que hacía énfasis en la necesidad de tener un hombre en casa como figura de fuerza y protección. Sin embargo, a ella la vida le decía todo lo contrario, cada vez que hilvanaba nuevos capítulos en la historia familiar. La abuela, que aludía a la presencia del hombre como un Dios, había logrado liberarse del abuelo sólo después de pedir a su hermano que lo matara porque ya no aguantaba las golpizas. Su madre, otro tanto, lidiaba con la celotipia paranoide del padre, un Otelo contemporáneo de psiquiátrico que solía reproducir las patologías del personaje de la cinta El castillo de la pureza. En más de dos ocasiones pudo ver como su padre intentaba ahorcar a su madre, a quien acusaba siempre de tener múltiples amantes. Años de análisis, le permitieron encontrar la raíz de tanta locura en esa absurda idea de la posesión que alimenta la cultura machista, tan soterrada en lo más profundo del inconsciente de hombres y mujeres. No sabía entonces si de algún modo o en algún momento había decidido "no ser de nadie", y sólo pertenecerse a sí misma. Y, sobre todo, había aprendido a no ser nunca la víctima de la historia. Ella no se quedaría ahí a esperar como un hombre rodeaba su cuello con las manos, con esta complacencia masoquista y teatral. Así que, muchos años después, cuando la vida la situó de nueva cuenta frente a un hombre poderoso que tuvo el mal tino de acosarla, ella tuvo el coraje para desactivar el acoso. Sintió mucho miedo. El hombre era


su jefe, un funcionario universitario, poderoso y arrogante, un escritor mediocre, pero encumbrado por su gran entramado de relaciones públicas. Ya la había sorprendido con un beso en los labios que ella no esperaba, porque sólo se había acercado a saludar. Aprendió entonces que no tenía que acercarse a saludar. También se percató de que había aparecido otra vez esa sensación de sentirse emboscada. Y esa sensación de amenaza. Algo le decía que el tipo atentaría contra lo que más apreciaba. Su trabajo era lo más valioso que tenía, era su zona de seguridad y confort. El funcionario fue más allá, en una fiesta de fin de año fue a buscarla para sacarla a bailar. Le dijo, al final, que le diera un beso en la boca para que quedara todo arreglado entre ellos. ¿Qué es lo que tiene qué quedar arreglado? Contestó ella. El error que cometiste, le dijo él, mientras la sujetaba por la cintura y el cuello. Ya no era una niña de nueve años, y ya no estaban ahí las enormes tijeras para cortar el césped. La vida le había enseñado a no darse como víctima, a no "vivirse" como su madre, con esa sensualidad dolorosa que sucumbe ante el poder del otro. Había tanta fuerza interior y tanto coraje, que sabía bien cómo desarmar la treta de un cínico macho. "Fíjate que no te puedo besar en la boca ahora porque estoy saliendo con ese hombre que ahora mismo nos está viendo", le dijo. Y así, por mucho tiempo capoteó el acoso hasta convertir al tipo en un ridículo viejo verde al que, de tanto en tanto, burlaba con frases como: "por Dios, péinate primero" o "no tengo esas costumbres rusas". En su fuero interno deseaba grabarlo y denunciarlo. Pero ni ella, ni ninguna otra mujer de las muchas que acosaba, lo denunciaron. La vida se encargó de darle una lección, aunque sigue siendo un personaje que vive con bajo perfil, pero protegido por la burocracia universitaria que tiene el poder. Ella se prometió que nunca más se permitiría


ser esa niña emboscada. Y ahora sabe con toda certeza que las enormes tijeras de jardín sólo sirven para cortar el césped

Francesca Gargallo, escritora italiana asentada en México Acoso en la casa. Miedo, terror a que vuelva a suceder, a que te puedan descubrir, como si la culpa fuera tuya, como si a ti te fueran a regañar. Terror. No decir nada. Intentar esconderse, intentar hacerse invisible. Un beso ¿qué es un beso? Algo asqueroso si no lo quieres, si es húmedo, si te fuerzan a soportarlo. Tenía 12 años. Acoso en la calle. Acércate niña, explícame bien hacia dónde debo dirigirme. Y esa mano asquerosa agarrándome por el pelo, obligándome a ver cómo se masturbaba. Grité y grité. Se acercaron más niñas y niños. El acosador huyó. Lo denuncié con todas mis fuerzas. Mi padre salió a buscarlo para llevarlo a la policía. Mi abuela me dijo que la culpa era mía por andar en camiseta. Hacían 33 grado, un calor enorme. Tenía 13 años. Acoso en la escuela. Acoso en el transporte público. Acoso en la discoteca, la biblioteca, la hemeroteca, y otras tecas. Del miedo a la rabia. Acoso en el trabajo. 50 años: una patada en los huevos al cabrón. Nunca más lo intentó. Me doy cuenta que he recordado (con cierta angustia, en un principio) el acoso en casa, en la calle, en el transporte, la escuela y el trabajo, pero no me he atrevido a recordar hasta ahora el acoso en la militancia. Ese compañero que ahí por 1978 te decía con voz perentoria: Si no quiere acostarte conmigo es porque no eres una mujer liberada, el macho de izquierda que en 2016 te suelta que si eres bicicleta es porque todavía no has probado un macho como él, el sindicalista que da a entender que a final de cuentas apapacharlo


sexualmente es una forma de apoyar la lucha.... No hay nada más parecido a un macho de izquierda que un macho de derecha: son la misma mierda de doblemoralistas autoritarios. La prueba está en la UACM donde Enrique González Ruiz, héroe de los derechos humanos, ha acosado un sinnúmero de colegas, 4 de las cuales se han atrevido a denunciarlo y sufren por ello las agresiones del establishment sexista de la universidad

Leticia Salazar Castañeda. Escritora mexicana EL NIVEL DE LA BALANZA

Hoy en día, y mi intención no es generalizar, cuando sabemos de una mujer maltratada, armamos revuelo de palabras y hasta de acciones a causa de nuestra indignación. Los tiempos son otros, necesario aclarar que tengo sesenta y seis años, y el pensamiento de la humanidad ha cambiado radicalmente desde entonces, por lo menos en algunos sectores de la sociedad; no obstante, desafortunadamente el hombre machista aún no se extingue, es decir, su generación, aún

perdura y, valga la expresión, aunque no lo confesemos,

deseamos que los machos golpeadores y egoístas, alcohólicos y desobligados acaben de morir, incluso si algunos familiares pertenecen a esta generación. Repito que no generalizo, pero creo que todos deducimos la forma de pensar y actuar de la mayoría de los hombres del presente. Algunos son incapaces de maltratar a su esposa e hijos, nuestros hijos, si son hombres, son responsables, amorosos y complacientes; si son mujeres, son luchadoras en todos sentidos y aman a sus hijos como, ni por asomo, nos amaron a nosotros: los nacidos en los 50’; la mayoría de los matrimonios tenía entre ocho y quince hijos; así pues,


generalmente no supimos del cariño maternal, mucho menos del paternal, ello quizá nos formó algo fríos para educar a nuestros hijos. ¡Ah! Pero también vimos el maltrato, físico y psicológico de nuestros padres hacia nuestra madre, y claro que los hijos también fuimos víctimas de ese hombre rudo, golpeador y desobligado. En el presente, las mujeres que aún son maltratadas, sustentas dos sentimientos: vergüenza e indignación; en nuestro tiempo eran tres: vergüenza, indignación y miedo, mucho miedo al padre, a los hermanos mayores y al que era padre de nuestros hijos; además, social y familiarmente, estaba prohibido divorciarse, y como no se le daba mucha importancia al civil, un gran porcentaje se casaba sólo por la iglesia, y si dejabas a tu esposo en tu casa materna no te aceptaban, y el sacerdote te excomulgaba y, bueno, nadie quería estar condenado a los infiernos desde antes de morir; por tanto, influía también la ignorancia. Con semejante cultura, uno prefería aguantar golpes, hambre, traiciones, tener los hijos que dios le diera y todo tipo de humillaciones. Hoy se le da un nuevo valor positivo a la mujer, existen derechos para ella y su agresor es castigado con cárcel; además, la mujer actual conoce sus derechos, la mayoría trabaja y hasta tiene una profesión y no trae una cultura de miedo a su pareja ni teme a la sociedad. El hombre que no acepta esta nueva forma de matrimonio, se encuentra en un dilema: está desorientado, azorado; claro, si él recuerda los azotes que su padre propinaba a él y sus hermanos y a su madre cuando no se cumplían los mandatos de aquel capataz frustrado. ¿Entonces, por qué él ya no puede hacer eso, y además se le obliga a proveer el hogar con rodo lo necesario? No, no lo entiende pero, poco a poco el tiempo hará su trabajo. Poco a poco la igualdad irá adquiriendo más importancia hasta que, como dice Julieta Hernández, hombre y mujer ocuparán el mismo nivel de la balanza.


Rosa Espinoza, poeta y editora, Mexicali, Baja California

En #MiPrimerAcoso nadie vio, nadie supo, lo único que hice fue sofocar el grito y la denuncia. Mi madre lo hubiera notado, sabría pronto de qué se trataba la expresión en mi cara, y el miedo que se ocultó tras de una sonrisa perturbada. Pero ella ya no estaba. Todos, hasta la abuela festejaban. ¿Cómo arruinar el jolgorio con una queja? ¿Quién escucha a una niña cuando apenas alcanza el apagador? ¿Quién puede explicar que no todos los abrazos son iguales? Sus manos se acercaron suaves y cordiales al principio, cuando me elevaron para tocar el cielo de la sala con la punta de mis manos. Miraba el candil encendido y de cerca por primera vez, sus lagrimitas repetían la escena, reflejaban mis ires y venires un millón de veces. Pero pronto la risa se trasfiguró en sofoco y quise detener el vaivén, desee que entendiera mi risa sin complacencia, mi miedo. Pero no se detuvo y sus dedos empezaron a clavarse en mi espalda, a hundirse en mi cintura para perder su gesto amable. Me llevó al sofá de un salón vacío con polvo y humedad. Y supe a mis cinco años lo que no era amor. No era amor sino su lengua con sabor a ron. No era amor sino su mano recia apretando mi entrepierna. No era amor porque no escuchó mi voz hecha una queja. No era amor y como pude me solté, salí corriendo a esperar que todo terminara. Nadie vio, nadie supo, lo único que hago es sofocar el recuerdo y la denuncia.


Odette Alonso, poeta y editora, México-Cuba

#MiPrimerAcoso lo perpetró un respetable padre de familia, progenitor de unos compañeritos de la primaria, que me mostró sus genitales y se masturbaba; yo tenía 8 años y él estaba de visita en mi casa porque era "amigo de la familia". Ésa fue la primera agresión (que recuerde), de una infinita sucesión de penes expuestos, frotados en nuestros cuerpos, eyaculadores y violadores, de tocamientos, agresiones verbales, "piropos" y de actos similares y peores recibidos por mí, mi hermana, mis amigas, en la escuela, en los trabajos, en las casas familiares y sí, especialmente en la calle y en el transporte público, en Cuba y en México, porque el acoso y el abuso sexual no son circunstancias excepcionales sino la realidad de cada día.

Teresa Dey, escritora y catedrática, CDMX

Tras leer algunos testimonios de mujeres, amigas, pares, prójimas, me puse a reflexionar por qué yo no recordaba ninguno, ¿de veras viví una vida tan protegida? ¿De veras me salvé de la violencia? Y de pronto, sin desearlo, comenzaron a agolparse recuerdos de acoso... ¿Por qué no los registré como tales? Y la única respuesta que puedo darme, con la garganta apretada por un sollozo contenido, es que daba por hecho que era normal, quienes deseaban naturalizar la violencia, iban ganando... Y lo peor, yo me sentía culpable, cómplice, seguro algo había hecho... Pero no... Ese hombre que se paraba en el terreno baldío con una gabardina y nos mostraba el pene mientras veía un grupo de jovencitas


púberes caminar hacia su casa a mediodía... Recuerdo que cuando lo vi, no entendía, ¿qué era esa cosa que le colgaba? Sólo un peso, un malestar, se fincaba en mi espalda y miedo, no sabía de qué, pero mi corazón se enloqueció... Corrí hacia mi casa... Luego supe que entre varios lo habían golpeado. Los comentarios de los adultos iban de "muy merecido, cochino", hasta "pobre, ese hombre está enfermo"... Agradezco esta conciencia que está surgiendo, y no, no es una reacción feminista, es la elemental exigencia de respeto y dignidad que merece cualquier ser humano. #Vivasnosqueremos

Maya Lima, poeta, México

fue cuando tenía 9 años. En aquellos tiempos nos dejaban ir solos a la escuela, salir a jugar a la calle. Junto a mi casa había un lote baldío que llegaba hasta la calle de atrás, por ahí me cruzaba para ir a jugar con las y los chavillos de la cuadra. Un día el hijo del periodoquero de la colonia me topó, me dijo vamos a jugar tú y yo y me aprisionó contra la pared para frotarse contra mi cuerpo. Yo me zafé y corrí. Por años dejé de pasar cerca del puesto de periódico por terror a encontrarlo. Nunca le dije a nadie nada, no sé por qué. Una vez, ya mayor, venía caminando y ahí estaba él muy sentado atendiendo el negocio familiar, no pude contenerme y lo encaré, yo tendría entonces unos veinte años, le di dos zapes y una gritoniza cabrona. Nunca más lo volví a ver, ni por casualidad. En la época de la prepa me pasaron muchas cosas, nalgadas, arrimones, "piropos". Todas las veces que sucedió los enfrenté, cachetié, solté puñetazo o de menos los exhibí. Una vez a un tipejo le pegué con mi tubo de PVC donde transportaba unos planos de la clase de dibujo industrial. Ahora me


sucede menos, (por fortuna) seguramente por mi edad, pero ahora me da miedo enfrentarlos a madrazos, supongo que también por la edad. Pero una debe defenderse, las mujeres y los hombres debemos ser solidarios ante estos acosos y agresiones, cuidar a las chavitas, darles confianza para que no se queden calladas y re educarnos para que la violencia sexual no exista.

Ana Zarina Palafox, intérprete, y versadora, CDMX

"El hierro del pene-violador es un cetro de poder que se introduce para lacerar un corazón blando y someterlo".

#MiPrimerAcoso. Yo tenía 12 años. Mi escuela tenía un jardín grande y una cancha de básquet de buen tamaño con gradas de cemento y, tal vez para hacernos cambiar de aires, nos llevaron un tiempo a Ciudad Universitaria para la clase de deportes. Cuando entré a un curso de verano, en 1972, donde empecé a aprender guitarra, cocina francesa y artes plásticas, dejé la actividad física y engordé. Entonces, como será fácil suponer, la clase de deportes no era mi favorita, y encontraba variadas formas de escabullirme, algunas exitosas. Entonces, un día convencí a una de mis amigas cercanas de alejarnos de los deportes, e ir a una zona baldía dentro de Ciudad Universitaria a buscar plantas e insectos. En eso andábamos cuando nos empezó a seguir un hombre. Mi desconfiada amiga se alertó, pero yo no. El hombre se acercó y nos hizo plática, yo le comenté lo que andábamos haciendo y él se ofreció amablemente a llevarnos al área del Jardín Botánico que estaba cerca. Lo empezamos a seguir, mi amiga iba bajo protesta.


Este hombre de pronto me atacó. Sentí algo metálico, de punta más bien roma, en la espalda. El primer impulso de mi amiga fue ayudarme a quitármelo de encima pero, al ver que no podía, se alejó corriendo para buscar ayuda. Él, dándome golpes en la cara, me aventó al suelo y me empezó a quitar la ropa. Con sus piernas en cuclillas, tenía prensados mis hombros contra el suelo rocoso. Cuando me tuvo desnuda, comenzó a masturbarse – ahora, al paso de los años, deduzco que él sufría cierto grado de impotencia, lo que hizo que mis genitales fueran lo menos lastimado en mi cuerpo-. De todas formas me penetró. Yo sólo atinaba a decirle que no me matara. Él me insistía en que no gritara, y yo seguía, a media voz, pidiéndole que no me matara. Después de un rato –no tengo idea cuánto –cejó en sus intentos, tomó mi ropa y empezó a alejarse. Todavía como soñando, le pedí mi ropa, y él la arrojó algo lejos, tal vez para darse tiempo de escapar. Me había empezado a vestir cuando llegaron elementos de seguridad de la UNAM, acompañados de mi maestro de deportes. Y es que, cuando mi amiga dio aviso, el maestro y mis compañeros hombres emprendieron mi búsqueda dejando a las mujeres en una zona segura. Uno de mis compañeros encontró mi sostén en el área, seguramente se había atorado en la ropa del agresor y cayó en otro punto. Mi maestro me preguntó si quería denunciar, explicándome lo que ello implicaba. Si ahora es difícil el papel de víctima de agresión sexual, en 1976 era peor. En ese momento, decidí que él iba a ser el único que supiera que la violación se había consumado. Mi peor miedo era a las reacciones de mis padres, sabía que mi papá iba a salir con la pistola a matar a cualquier hombre que encontrara en la UNAM, y mi madre me iba a echar la culpa de todo tachándome otra vez de puta, porque ya había decidido que yo no tenía remedio. Como además sufría de bullying, pensé que se iba a poner peor la cosa con mis compañeros. Y si informábamos a la directora, pensábamos que ella les iba a decir a mis papás. Entonces, en una amorosa complicidad, entre ambos diseñamos una versión


creíble: que el agresor me estaba empezando a desvestir, cuando llegaron los de seguridad, y huyó. Que me había alcanzado a quitar el sostén y que, al huir él, yo me volví a acomodar el leotardo. Después, invirtió un par de horas ese día, y muchas más durante los días siguientes para decirme que el único daño que ese tipo me había hecho era físico, que los moretones iban a desaparecer pronto, que la virginidad no hacía diferencia alguna en la vida de una mujer, que yo no era culpable ni siquiera por haberme puesto en una zona de riesgo, porque aquí la única verdad es que los hombres no deben violar a nadie.

CIERRE LAS PIERNAS QUE USTED ES MUJER Olga Leticia Valles López. Abogada mexicana

Me llamo Carlota, tengo 51 años y en mi mundo, son las mujeres las que tienen el poder. Aquí comienza la ficción. Hagamos el ejercicio invirtiendo los roles entre la mujer y el hombre durante una entrevista de trabajo, una discusión entre colegas o simplemente, caminando por la calle. Yo no me di cuenta realmente del acoso sexual y machista hasta que visité un país árabe, ubicado en el Magreb. Siendo la primera generación de mujeres universitarias en mi familia, pensaba que había navegado, máss bien que mal, entre el ambiente machista mexicano. A las que somos mexicanas no tengo que aclarar nada, pero hagamos un


recuento de un día cualquiera en la vida de una mujer en nuestro país: aprendemos a relegar nuestros deseos (personales, sexuales, emocionales) para satisfacer primeramente los del hombre, llámese hermano, papá, esposo: el “mija, caliéntele las tortillas a su hermano”, el “ayúdame a quitarme las botas“, el “primero comen los hombres y luego las mujeres”, el “cierre las piernas que usted es mujer” nos lo cincelan celosamente en la conciencia. Y qué tal cuando nuestro cuerpo se desarrolla y tenemos que soportar los silbidos y manotazos de los hombres por la calle, así como las miradas lascivas a tu escote (¿podrán creer que en un momento dado, llegué a dudar de mi feminidad cuando la vida me llevo a instalarme en un país donde mirar a los ojos de las personas se considera de mala educación?, nadie me miraba ni silbaba cuando salía a la calle. Llegué a tener una fuerte crisis de identidad en mi cerebro “universitario”). Aconteció que un día decidimos hacer un viaje a un país árabe mi marido y yo. Él iría en barco con sus amigos veleando por el Mediterráneo y yo me adelantaría unos días y lo esperaría en un puerto señalado. Llegué, me instalé en un hotel enfrente de la playa, por las tardes salía a caminar a la ciudad vestida a la manera occidental, es decir, un short y una camiseta de tirantes, ahí comenzó la pesadilla: los hombres no cesaban de acercarse a mi proponiéndome “su compañía” y su “guía turística”, parecían moscas buscando miel, se te pegaban como lapas; al principio intentaba amablemente responderles y cruzarme de acera, el tono fue subiendo, hasta que mis nervios ya no pudieron más y empecé a ser grosera con ellos. Hasta ahí todo era soportable, el colmo de la situación fue cuando El Jefe de ese pueblo, un matusalén de 95 años, a ojo de buen cubero, me mandó llamar para invitar “á la petite dame” a tomar un té con él, no aceptando excusa alguna. Y me veo ahí, sentada en


unos cojines arabescos, fumando chicha y té con ese señor, que ya se lo han de estar comiendo los gusanos. Después de esa experiencia y de vomitar dos veces en el hotel, decidí mudarme a otro cuyos dueños era una pareja de judíos, ordené que no se me interrumpiera por ningún motivo y me encerré a cal y canto esperando la llegada de mi marido dos días después. Y eso fue solo el principio. Llegando mi compañero, y escuchando mis quejas y decepciones, me aseguró que todo iba a salir bien, que ya él estaba conmigo y que me tranquilizara. De ahí decidimos irnos a la capital, lo primero que hicimos al llegar fue sentarnos en una terraza a tomar el obligado café. Lo que observé fue que yo era la única mujer en el restaurante, cosa que me llamó bastante la atención, pero al momento que le hablo al mesero para pedir nuestra bebida, me cercioro que no me escucha, o simuló no escucharme, fue hasta que mi compañero le habló que vino solicito a tomarnos la comanda. Mientras hacíamos lo que se hace en todas las terrazas de un café, mirar a la gente caminar, me parece curioso ver que los hombres se toman de la mano entre sí, con el dedo meñique, y que traen un ramo de jazmín apoyado en la oreja izquierda, como un lápiz, y que de tanto en tanto, lo huelen y se lo vuelven a colocar en su lugar. Hago la observación a mi compañero y me dice que en esos países es normal. Volteo la cabeza, y extrañamente, no veo ninguna pareja caminando, sino solo mujeres en grupo, tapadas con una especie de sábana negra, a pesar de la temperatura de 45 grados a la sombra. Pienso: qué país tan raro, los hombres y las mujeres no se mezclan; no hice ningún cometario más, la “mujer de mundo” en todo su apogeo. Después de nuestra estancia en la capital decidimos ir a la playa y de ahí a los oasis del desierto del Sahara. En la playa, lleno de turistas, se me borra la mala experiencia vivida y


digo: ya todo está bien, henos aquí en un país civilizado. Como mi compañero es un trotamundos, llegamos a un hotel en medio del desierto para una excursión al oasis, en el recorrido el chofer empieza a coquetearme y a hacerme avances bastante fuertes y salidos de tono, y mi compañero me dice que yo tengo la culpa “por la manera en que voy vestida” (short y camiseta de tirantes), empiezo a ver como poco a poco mi compañero “vanguardista, feminista, intelectual” y demás, empieza a contagiarse de esos comentarios machistas y fuera de tono; el ritmo en que se hace es vertiginoso, después de diez años juntos, comienzo a ver el verdadero hombre que hay detrás de ese “hombre moderno”. Después del clásico paseo en camello, la obligada plática con los tuaregs en sus carpas (yo, como buena durangueña, escudriñando la arena para ver si no se aparecía un alacrán por ahí, es un reflejo de sobrevivencia, creo), el paseo por los vergeles del oasis, nos dan a fumar un tipo de hierba bastante aromática, no era marihuana, pero que ayudaba a soportar el calor de 52 grados en el que estábamos, según los dichos del guía turistico. Regresamos al hotel, nos metemos a la piscina y veo que mi compañero empieza a forzarme, física y emocionalmente, a hacer cosas que yo no quiero, de ahí todo sucede como una vorágine y de las palabras pasamos a los hechos, indignada, subo al cuarto en traje de baño, tomo mi pasaporte, mi maleta y mi bolso y bajo a lobby para efectos de salirme del hotel; cual sería mi sorpresa que el portero me dice: Madame, usted no puede salir sin su marido ¿Queeeeeee? Yo soy una mujer libre y voy a donde me de mi gana (se me sale lo norteña, ya se) No en este país, para salir de aquí necesita la autorización de un hombre


No me lo hubiera dicho, forcejeo con el señor y veo que se me aproximan cuatro hombres más. (Beeep beeep momento de tomar decisiones): dejo la maleta que tanto peleaban en sus manos y corro, en bikini, fuera del hotel, en medio del desierto, veo que me siguen pero logro esconderme entre las penumbras, sé que estoy en el punto del no regreso. Después de caminar aproximadamente cuatro kilómetros logró llegar a un pueblo donde pregunto en donde se encuentra la estación de trenes o de autobuses más cerca, tengo la suerte de encontrar a una mujer española, y me dice: ¿pero cómo se te ocurre andar sola en este país a estas horas? Pueden arrestarte, me informa que el próximo autobús que sale a la capital es dentro de diez minutos, pero que no me dejarán subir como ando vestida y me presta un chal, con el cual trato de cubrirme. Con tan buena suerte, que logro alcanzar el último autobús, el viaje es nocturno, llego al aeropuerto y pido el primer avión hacia Marsella, me compro un vestido, tratando de tapar mi indignidad, mi decepción y mis lágrimas. Yo, que adoro los aviones, ha sido el viaje más amargo de mi vida, incomprensible, doloroso y revelador. En el avión pienso en la fortuna que tengo de haber nacido en un país, donde más mal que bien, se respeta a la mujer en comparación a esas costumbres donde la mujer-objeto es una realidad permitida. Esta demás decir, que jamás he vuelto a un país árabe.


Reyna Valenzuela Contreras. Médico odontóloga y cantante mexicana

Vénganse a festejar

La verdad es que soy bien puta y no quiero llenarme de hijos, es lo que entre balbuceos repetía, apenas salía de su transe medicamentoso luego de una dosis de anestésicos administrados por el joven residente de bata blanca.

Ya en "piso", después de haberle asignado la cama cuatrocientos... no sé qué. Y luego de una noche de agonía en la que las entrañas pretendían abandonarla y media vida se le había ido en el quirófano, con palidez que estremecía intentaba conversar con su compañera de tormento: Una adolescente recién parida que desde la cama contigua permanecía atónita, intentando amamantar a su pequeño y dejando escapar a través de sus ojos, su miedo e inexperiencia. - Ya ni chingan... Mira que pedir autorización de mi marido para que puedan rajarme la panza pa' no llenarme de mocosos, tuve que decirles que soy puta, que soy sola. Ni modo de decirles que el pendejo de mi marido me puso unas patadas porque no le gusto la comida y mira donde acabé, con la panza rajada y la vida a medias, de no ser por el seguro popular, mis criaturas para estas horas serían las nuevas huérfanas en el barrio, obra de Dios que traía para pagar el camión y que llegadito al hospital me metieron directo pa' los análisis, yo digo que ya se me transparenta a la muerte, porque cuando los doctores vieron su montón de

letras

se

apanicaron

y

luego,

luego

me

metieron

cuchillo...


-Cuchillo, cuchillo el que le metieron a la del otro cuarto, dijo la chiquilla, hubiera visto. Yo mejor me hice unos tapones para las orejas con un algodón que me dio una de las enfermeras, pa' no escuchar la lloradera. Estuvo agonizando unos días, pero ya llego tan mala que pos' nomás no la libró. Dicen que el esposo la acuchilló... ¿Usted cree? En la puerta de la habitación y con el rostro despejado, una enfermera de impecable uniforme y sonrisa forzada, luego de un fúnebre "buenas noches" exclamaba el nombre de las dos pacientes, seguido de los diagnósticos, tratamientos y recomendaciones para su compañera que atenta permanecía a sus espaldas, ella sería responsable del siguiente turno por cual, tomaba nota. Ajenas al dolor, y con su propia carga a cuestas, la segunda le comenta a su compañera "Ya lo lleve a todos lados, pero apenas sale de la clínica, busca a sus amigos... y recae, y yo con el turno de noche". Su compañera hace una ligera mueca y continúan con el riguroso cambio de turno, ambas se dirigen a la siguiente habitación. En el pasillo un murmullo de festín de deja sentir... Mientras otra de las enfermeras comenta; "Anden muchachas, a partir el pastel" que es mes de la mujer... vénganse a festejar...

Socorro Soto Alanís. Poeta mexicana En la Frontera

Llegaron de distintos lugares para olvidar el tatuaje de pobreza.


Muchachas que temprano iban a misa expulsadas de su tierra huérfanas como el silencio frontera guardada en la bolsa del mandado.

Una geografía incierta niños quemados en su escuela puentes colgantes que derriba el agua chozas de lámina en plena modernidad extenso país con vómito inconforme voracidad que espanta a los leones más hambrientos.

Los árboles, el río surcos de maíz falda de bugambilia imagen reflejada en el maquillaje sombrío pestañas tristes llegan a la línea.

Aromático café sus ojos tronco del columpio balanceo de risas y burbujas. Guardan a sus hijos del mañana a sus papás del “ahorita” donde los proyectos nunca se acaban


y una corrupción apestosa saluda todos los malos días.

Ellas se van a la frontera del miedo travesía de pesadillas. Si las sonámbulas hablaran cantarían el terror de aquella noche Dedos de lujuria secos por el polvo fantasmas de la turbulencia con la baba y el esperma a carcajadas cortan la flor migrante espíritu de innombrable pena.

Sus madres vienen en su busca con la fe en la virgen por encontrarlas Ellas bordan en las maquilas lienzo de algodón desierto ofrenda de himen ultrajado hamburguesas agrias estadios donde aúllan y torres que dicen derrumbó una maldición musulmana.

No las encuentran.


¿Se fueron en busca de su infancia? Con sus pies mojados de sangre Grito de muchacha violada Angustia que musita piedad sin encontrarla.

¿Dónde están los aguijones? ¿Nadie puede detenerlos? Maldito escorpión bajo la tormenta.

Ellas quieren terminar la pesadilla pero sus cuerpos mutilados perdidos en la frontera mueren otra vez de tristeza.


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