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La etnicidad, rasgo prohibido

tipo étnico en el pensamiento social peruano planteado sobre un modelo de sociedad nacional. Es una muestra, además, de la medida en que tal nacionalismo reproducía los antiguos estereotipos negativos sobre los Andes que reseñamos al inicio de este capítulo.

El caso más extremo de la asociación de la etnicidad con estereotipos negativos de la región andina lo constituye el diagnóstico realizado por la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay en 1983. A la comunidad campesina de Uchuraccay, cuyos pobladores se atribuyeron el asesinato de ocho periodistas que fueron a cubrir el caso de masacre colectiva en enero de 1983, la opinión pública (compuesta por miembros de la intelligentzia urbana de élite) le asignó el papel de arquetipo de los cientos de comunidades campesinas dispersas en la geografía andina. Tras una investigación in situ que duró un día, las conclusiones de la Comisión Investigadora se fundaron en la certeza sobre la culpabilidad, sin tomar en cuenta las condiciones concretas en que se había presentado el caso. Los orígenes del crimen, según dicha comisión, eran las alteridades étnica y cultural de los pobladores, caracterizadas como compuestos irracionales e inconscientes, marcados por la superstición y el odio al sujeto moderno occidental y urbano –identificado con el conquistador español–. Este esquema mental habría permanecido inalterado por una situación de abyecta pobreza y aislamiento geográfico, y daba como resultado una actitud de rechazo a cualquier agente externo.

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La celosa preservación de un fuero propio, que, cada vez que se siente transgredido, los arranca de su vida relativamente pacífica y huraña, y los precipita a luchar con braveza y ferocidad, aparece como una constante en la tradición iquichana y es la razón de ser de esa personalidad belicosa e indómita que se les atribuye en las zonas de abajo, sobre todo en las ciudades (Informe de la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay 1983:39; citado por CVR 2003:152).11

11 El texto hace referencia a los iquichanos, definidos cono una etnia de origen prehispánico, caracterizada por una atávica actitud de rechazo a las influencias externas que se manifiesta en ocasionales explosiones de violencia contra los foráneos, actitud supuestamente heredada por sus descendientes, los pobladores de Uchuraccay entre ellos. El reciente estudio histórico de Cecilia Méndez, El poder del nombre, o la construcción de identidades étnicas y nacionales en el Perú: mito e historia de los iquichanos,documento de trabajo Nº 115 publicado por el IEP en el 2002, refiere que la etnia iquichana es en realidad una creación de las élites locales ayacuchanas hacia el tercer decenio del siglo XIX, como parte de su oposición a cualquier presencia independentista. Como un canal de identificación, se definía de esta manera (iquichano) a los pobladores rurales de altura, considerados descendientes de los belicosos grupos prehispánicos de la zona que habían resistido la conquista inca (CVR 2003).

Según la Comisión, el ataque a los ocho periodistas habría sido el resultado de este esquema mental, en tanto estos actuaron como representantes del mundo occidental en un momento de crisis. Bajo esta perspectiva, el poblador andino no era solamente el “otro Perú”, sino el Perú “atrasado”, su lado más oscuro y marginal.

Las comunidades de altura no tienen una clara conciencia del Estado peruano y, en cambio, viven intensamente su propia identidad étnica constituyendo verdaderas nacionalidades dentro de la Nación (Informe de la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay 1983:152; citado por CVR 2003:153).

La Comisión no tomó en cuenta las condiciones que rodearon al crimen –la agresiva incursión de Sendero Luminoso y la militarización del área– y empujaron a los habitantes a cometer este acto como una forma legítima de autodefensa, considerando que contarían con el aval del Estado, dado que el Ejército les había indicado matar a todo extraño que llegara a la comunidad a pie (CVR 2003:132). La Comisión también ignoró los siguientes datos concretos sobre la población de Uchuraccay: la escolaridad, la experiencia de migración y vida urbana, el servicio militar y la accesibilidad a la zona, comparativamente más sencilla que la de otros pueblos andinos. Todos estos datos hubieran cuestionado la descripción de los pobladores como gente radicalmente ajena al resto del país. Al contrario, la alteridad del poblador de Uchuraccay fue entendida por la comisión como una distancia ya no solo cultural sino histórica, y por lo tanto expresión de atraso. Así, la alteridad era poco menos que una tragedia para la sociedad nacional:

El que haya un país real completamente separado del país oficial es, por supuesto, el gran problema peruano. Que al mismo tiempo vivan en el país hombres que participan del siglo XX y hombres como los comuneros de Uchuraccay y de todas las comunidades iquichanas que viven en el siglo XIX, para no decir en el siglo XVII. Esa enorme distancia que hay entre los dos Perú está detrás de la tragedia que acabamos de investigar (CVR 2003:151, énfasis nuestro).

El etnocentrismo que revela el sujeto enunciador (evidente en el pronombre nosotros) tiene como consecuencia política el cuestionamiento de la ciudadanía de los pobladores de Uchuraccay:

¿Es posible hacer aquellos distingos jurídicos, clara y precisamente establecidos por nuestra Constitución y nuestras leyes, ante hombres que viven en las condiciones de primitivismo, aislamiento y abandono en Uchuraccay? (Informe de la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay 1983:34; citado por CVR 2003:154, énfasis nuestro).

El Estado integrador

A lo largo del siglo XX, la actitud dominante del Estado peruano ante las poblaciones indígenas o étnicamente diversas ha oscilado entre la política del Estado-nación moderno –la integración de los habitantes del territorio bajo el signo de una ciudadanía común– y el abandono práctico de estas poblaciones. Aunque puede trazarse un continuo de las políticas del Estado en este rubro, su efectividad real ha sido hasta ahora menor y ha dependido, en buena medida, de la actitud más o menos abierta a las necesidades y demandas de la población por parte del gobierno de turno. Hay que considerar que a lo largo el siglo XIX esta población perdió progresivamente derechos hasta ser virtualmente inexistente a finales de ese siglo, cuando se decretó que la votación se limitaría a la población alfabeta. El lento camino para su reconocimiento fue propiciado por los reclamos del Indigenismo, ante los cuales el Estado respondió por primera vez en 1920, con el reconocimiento de las comunidades de indígenas como sujetos jurídicos que debían, por tanto, acogerse al sistema de administración formal. La ley cobró su forma definitiva en 1936.

Las leyes sobre comunidades campesinas de 1920 y 1936 pusieron condiciones cuyos efectos en las organizaciones rurales han sido muy diversos. La implementación de una estructura formal desplazó a las autoridades tradicionales, llamadas de vara, originalmente aparecidas con la reorganización colonial de la población indígena sobre el modelo español. En un alto número de casos, estas autoridades fueron reducidas a un papel ritual en las fiestas del ciclo productivo o religioso católico; en otros casos los atributos de estos cargos fueron asumidos por autoridades locales del sistema municipal. Esta condición ha diferenciado notablemente el desarrollo de las organizaciones rurales en el Perú respecto de Bolivia, por ejemplo, donde la legislación sí mantuvo las formas locales de organización.

El reconocimiento formal de la comunidad rural no implicó necesariamente que esta fuera considerada una jurisdicción integrada en la

demarcación política oficial. Ejemplos de ello abundan en la geografía andina, donde la antigua distribución étnica, alterada pero no eliminada por las políticas coloniales de reducciones de indios, la encomienda y la hacienda ha sido heredada por la demarcación territorial de las comunidades rurales, pero no coincide necesariamente con la demarcación territorial dispuesta por el Estado. Es el caso de la comunidad campesina de Chopcca, cuya circunscripción territorial se extiende en las áreas colindantes de dos distritos, cada uno dependiente de una provincia distinta. Esta invisibilidad en el aspecto territorial se condice con la falta de acción política de las instituciones del Estado y la sociedad civil, incluso tratándose de una comunidad campesina reconocida formalmente. En muchas regiones se optó por la distritalización de la jurisdicción comunal, tal como se observa en la sierra del departamento de Lima, procedimiento que eventualmente redundó en la implantación de un poder externo a la comunidad local.

Desde la década de 1940, los Estados de América Latina acogieron el objetivo de integración de las poblaciones indígenas a la sociedad nacional por medio de planes de desarrollo elaborados sobre los modelos del Indigenismo mexicano y el Funcionalismo norteamericano. Para tal fin, en cada país que contara con una proporción importante de población indígena se creó un instituto indigenista, que se integró con sus pares en el Instituto Indigenista Interamericano como organismo supranacional. En su versión peruana, el Instituto Indigenista Peruano (IIP), creado en 1946, pasó por varios vaivenes administrativos: del Ministerio de Justicia al Ministerio de Trabajo y Asuntos Indígenas y finalmente al Ministerio de Agricultura, hasta que fue disuelto en 1996. En este periplo de 50 años, el IIP se desarrolló como una oficina de investigación que elaboró y publicó numerosos diagnósticos sobre regiones y localidades con mayoría indígena, casi siempre de la zona altoandina. Su labor aplicada fue bastante más discreta: coordinación y ejecución de los planes de desarrollo implementados por el Estado, reunidos en el proyecto Perú-Cornell (1950), planificado en coordinación con la Universidad de Cornell y concentrado en la comunidad de Vicos (Ancash), y los planes de integración: el Plan Nacional de Integración de la Población Aborigen (PNIPA) en 1961 y el Plan de Desarrollo e Integración de la Población Aborigen (PDIPA) de 1965, que indicaban cierto cambio en la concepción en la población objeto. Los paradigmas de desarrollo que se sucedieron se valieron de los términos pobreza, desigualdad y subdesarrollo para definir a las poblaciones indígenas y para alentar su integración. Bajo el paradigma de desarrollo que orientaba estos programas,

promociones de antropólogos pasaron por la experiencia del diagnóstico de regiones y unidades sociales. Paradójicamente, uno de los resultados de tal experiencia fue demostrar la futilidad de estos esfuerzos, toda vez que la misma población pasaría por el proceso de integración sin haber atravesado masivamente los canales dispuestos por el Estado.

En 1996, el organismo fue sustituido por el PROMUDEH, Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social, al que fueron trasladados las funciones, personal y recursos del antiguo IIP. Por esta misma época, el creciente peso que las organizaciones indígenas alcanzaron a nivel mundial y la iniciativa de organismos internacionales, incluyendo la Organización Internacional del Trabajo (OIT), empujan a los estados a implementar políticas de inclusión (en buena medida otro sinónimo de la antigua integración) de los pueblos indígenas. A diferencia de tiempos anteriores, las organizaciones indígenas existentes no estaban tan interesadas en este resultado como en el reconocimiento de su diferencia, lo que implicó un cambio en la concepción de ciudadanía, tema que sigue en discusión hoy en día (Kymlicka 2003). La adscripción del Estado nacional a este tema tuvo una accidentada historia que comenzó en 1998, con la creación de la Secretaría Técnica de Asuntos Indígenas (SETAI), la primera que inició el diálogo con la población indígena, y contó con la presencia inicial de representantes indígenas en la institución, llegando a instalar una Comisión Especial Multisectorial para las Comunidades Nativas y una Mesa de Diálogo Permanente para la solución de problemas. Esta experiencia se corta con la creación de la Comisión Nacional de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuanos (CONAPA), que reduce la presencia de la representación indígena en los órganos del Gobierno y causa una división en la Coordinadora Permanente de los Pueblos Indígenas del Perú (COOPIP), institución que había sido creada como una primera iniciativa de confluencia entre organizaciones indígenas y campesinas.

El reconocimiento de la etnicidad como parte del derecho internacional es un proceso relativamente nuevo, derivado de las dinámicas socioculturales de los distintos sistemas nacionales (Lloréns 2002:658) que generaron en las Naciones Unidas una creciente conciencia de la necesidad de establecer parámetros legales sobre la existencia de estos grupos y sus derechos, a la vez humanos y ciudadanos, como grupos diversos. Estos esfuerzos han tenido resultados desde la Declaración de Barbados (1973) hasta la legislación de la OIT sobre pueblos indígenas (1989), a la que se acogen

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