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Lo andino como patrón cultural
los primeros años de existencia institucional de la disciplina. Morote Best en Elementos de Folklore (1950:34), determinaba que el folclor no hacía referencia solamente al bagaje cultural tradicional de los pueblos agrarios subalternos, sino también a las tradiciones de los sectores citadinos.
El desarrollo posterior del concepto acabaría, en cambio, asociándolo con la población rural altoandina, entendida esta como la heredera directa del proceso civilizatorio prehispánico. Otra vez el concepto no hacía referencia a las diferencias étnicas dentro de esta población subalterna, como no sea viéndolos como subáreas culturales, por ejemplo el área ayacuchana (Arguedas 1958) y el valle del Mantaro (Arguedas 1953). En estas áreas se hace referencia al sector subalterno, pero también al sector dominante de los mistis locales.
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Por la misma época que este concepto comenzaba a inspirar una serie importante de ensayos e investigaciones, la sociedad altoandina se iba transformando. Aquella población representada por el Indigenismo y la Antropología salía de su entorno rural y entraba en una nueva dinámica signada por una serie de procesos: movilización social, cambios en la estructura agraria, migración, escolarización, aparición de una industria de música andina, asociaciones de provincianos en las ciudades costeñas y el surgimiento de una estructura económica, tardíamente formalizada, que se valía de las redes sociales y los mecanismos de maximización de recursos vigentes en los pueblos originarios para insertarse en la economía de las ciudades. Esta nueva coyuntura ayudó mucho a difundir el término andino para denotar al gran contingente que protagonizó tales procesos y fenómenos, pero en la mayor parte del análisis este contingente fue subsumido bajo las denominaciones genéricas cholo o popular. El estudio de lo andino se orientó, con escasas excepciones (Golte 1980, Golte y Adams 1987, Degregori 1986, Lloréns 1983), al análisis del poblador rural y su cultura, manteniendo el tropo que identificaba lo andino con lo rural y lo indígena. Esta actitud fue refrendada por el grueso de la investigación social que, al relegar el tema cultural, identificaron el tema andino con lo rural-tradicional –la población migrante es llamada en cambio popular–, y terminaron por convertirlo en un sinónimo de población rural subalterna del área altoandina.
Dentro del grupo de académicos interesados en el estudio de lo andino, un sector proveniente de la Antropología y la Historia, inspirado
en la teoría estructuralista francesa, se desmarcó de los estudios sociales para concentrarse en el análisis del mito y la organización social con el fin de dilucidar lo que se consideraba la estructura mental del universo cultural del Ande, llevando el paradigma cultural de lo andino a sus últimas consecuencias. Trascendiendo (y, en su mayor parte, minimizando) consideraciones de tipo histórico, estos trabajos han partido de los datos proporcionados por las crónicas de los siglos XVI y XVII sobre la organización y las concepciones espaciales y temporales el universo mítico y social andino, y plantearon una comparación con conceptos del mismo nivel existentes en las poblaciones rurales más tradicionales, consideradas por ello más andinas. Una amplio número de autores peruanos y un importante grupo de extranjeros (Zuidema 1989, 1995; Urton 2006; Ossio 1973, Ortiz 1973, Isbell 1974 y Randall 1982) produjeron una serie de trabajos interesantes en este aspecto, pero en lo que nos interesa este fue otro factor que reforzó el tropo de identificación de lo altoandino con lo rural-tradicional. La política del Estado bajo el régimen velasquista realizaba una asociación similar al sustituir los términos indio o indígena por el de campesino, al tiempo que reivindicaba algunas de las características más notorias de lo andino en la plástica, la música, la danza o la narrativa bajo el membrete popular o como sinónimo de lo folclórico, sea cual fuere su origen. En ello se cuentan la oficialización (nominal y no efectivizada) del idioma quechua, la difusión del folklore por los medios de comunicación oficial y la entrega del Premio Nacional de Cultura a Joaquín López Antay, maestro retablista de Huamanga, en 1975.
El carácter generalizador del término andino como área cultural tuvo como consecuencia la puesta en discusión de su carácter originario. Según orientación y tendencia del autor, el origen del patrón cultural andino se ha datado en los orígenes de las sociedades sedentarias o de la civilización en la región andina; o, por el contrario, en la Colonia, dada la fuerte presencia de componentes de tipo hispano en el universo cultural de las poblaciones de hoy. Gracias a la relación continua que la población indígena mantuvo con Occidente, la impronta de este contacto se volvió parte consustancial del universo andino en diversos niveles de su existencia. La ambigüedad de la concepción base (andino) permite que su universo sea definido como indígena o como mestizo, según el peso que se dé a sus componentes, pero tal definición tiene un error fundamental, que es la confusión de los planos cultural y étnico. Como se ha dicho antes, lo andino es ante todo un concepto cultural, cuyo grupo de referencia puede ser la población
subalterna altoandina, pero también la población mestiza; sin embargo, indio, indígena o mestizo son términos de definición étnica, por lo tanto de sectores delimitados no solamente por su bagaje cultural, sino por su posición social (regional o nacional), criterio a su vez determinado por una serie de factores de otros órdenes: económico, geográfico, etcétera. La adopción voluntaria o forzada de elementos de un patrón cultural externo no convierte, por tanto y automáticamente, a un grupo indígena en mestizo, toda vez que su posicionamiento social, apoyado de todos modos en un bagaje cultural originario, siga definiéndolo como indígena.
El acento en la definición étnica del patrón cultural andino tiene otra consecuencia en la definición del sujeto indígena: si la cultura andina es exclusivamente de los sectores más tradicionales, en la medida que es un patrón que ha perdurado por siglos a lo largo de su historia, el poblador andino no podría alterar sus expresiones y procedimientos sin perder su identidad. Toda variación se considerará una mutación del esquema. Considerar que el patrón cultural andino no es indígena por mantener elementos de origen hispano u occidental parte del mismo supuesto del patrón cultural inalterable, pero supone además la imposibilidad teórica (y por ende política) de definir a la población del área altoandina como indígena, con lo que ninguna reivindicación étnica tendría sustento. A su vez, la idea de una cultura andina mestiza proviene de otra noción de uso común, que es la idea del mestizaje como raíz de la cultura peruana, concepto que se ha pretendido extensivo a todas las poblaciones del territorio nacional.
Del mestizaje a la choledad
El mestizaje parte de la hipótesis de que los universos culturales indígena e hispano se han fundido en una especie de síntesis cultural, paralela a la fusión racial que afecta a toda la población entendida como nacional. Esta fusión se entiende como la solución armónica y no conflictiva entre estos universos, subsumiendo la inacabable diversidad de expresiones de los pueblos que componen el país bajo el manto de una identidad común, que se pretende nacional, y por tanto integradora de todas ellas. La tesis del mestizaje se ha impartido prácticamente como una doctrina oficial en los espacios educativos y medios de comunicación y ha inspirado una importante bibliografía dedicada a sustentarla. Está demás decir que esta
visión resulta históricamente irreal pues obvia, en primer lugar, la historia de los pueblos que actualmente componen el país: historia de conquista e imposición colonial, heredada por la República como relaciones desiguales de poder y expresiones sistémicas de discriminación sobre las poblaciones con ascendencia indígena. Es claro que el primer efecto de esta noción es la invisibilización de estas relaciones de poder y discriminación. El segundo es no considerar indígenas a las poblaciones andinas, incluso si su ascendencia y características originarias son más marcadas, bajo la explicación de que toda influencia exterior las hizo perder su carácter original. En efecto, estas han sido las funciones de la idea del mestizaje al referirse a las sociedades indígenas, dado que al definir como mestizos el origen y el destino de la trayectoria cultural de la sociedad nacional, esta definición se extendió a todos los grupos existentes en ella.
La visión mestiza de la cultura americana adquiere estatus de doctrina con el libro La Raza Cósmica del mexicano José Vasconcelos (1924). En el marco postrevolucionario de México la intelectualidad urbana planteó un modelo de desarrollo para las poblaciones indígenas, que incluía un proceso dirigido de mestizaje cultural: su occidentalización bajo el modelo urbano nacional. Fue propugnado en la década de 1940 como patrón a seguir por toda América Latina; el Perú se adscribió a esta política en 1946, asumida en un primer momento por un indigenista tan contumaz como Luis E. Valcárcel, quien dejaba de este modo su prédica radical de Tempestad en los Andes.
En realidad, el mestizaje es una propuesta política, planteada por diversos sectores urbanos, cuyo efecto práctico es la minimización del criterio étnico en la definición de los grupos sociales. Esta finalidad se plantea como una necesidad, tanto desde las propuestas de desarrollo social democrático como desde el planteamiento de la desaparición de la diversidad, y el proceso es entendido no solo como superación social sino incluso humana. En el extremo de esta postura, el mestizaje ha escudado paradójicamente expresiones del desprecio manifiesto hacia los grupos étnicamente diversos. Al no concedérsele validez a la diferencia étnica, la conclusión lógica del argumento del nosotros mestizo es que la diferencia étnica es un hecho anómalo que debe ser conjurado.
Como se ha visto más arriba, el proceso de cholificación ha sido una propuesta teórica de evolución social por medio de un proceso de mestizaje
similar, con la diferencia de que este sería un proceso promovido por las poblaciones y no un proceso planificado, como en el caso mexicano o los planes de desarrollo que el Estado peruano implementara en las décadas de 1950 y 1960 con pocos resultados prácticos. La propuesta de la choledad, plenamente instalada en el sentido común del sector medio urbano, ha sido usada como un sinónimo de mestizaje y un argumento esgrimido para demostrar la inexistencia de indígenas andinos en la sociedad peruana (Venturo 2006).
El error básico en la idea del mestizaje es, como en el caso de la cultura andina indígena o mestiza, la confusión de términos de orden étnico y cultural. Indígena es un término de definición étnica que delimita un universo históricamente originario, aunque en el trayecto haya transformado parte de su bagaje cultural, si bien un componente culturalmente originario sea central en su definición. La descripción de la cultura de los grupos originarios, nativos o indígenas, no puede obviar la presencia de componentes de origen externo, como la inevitable influencia hispana en las poblaciones altoandinas. Otra vez, el resultado de esta operación es la imposibilidad de describir un grupo social como indígena, porque solamente los grupos que presentan un bagaje cultural sin influencias externas –condición imposible en el mundo actual– podrían pretender declararse indígenas.
Si la diferencia no puede fundarse en razones de procedencia cultural o étnica, toda vez que no es válido identificar a los sujetos sociales por tales criterios, solo queda declarar la causa última de la diferencia en la desigualdad social. Ya hemos visto cómo la presencia de rasgos no verbalizados de identificación étnica se entendió como el producto del aislamiento y la discriminación, en algún modo un hecho anómalo y propio de sectores subalternos y marginales. Por poner ejemplos, de tal manera han sido consideradas las poblaciones Q´ero de Paucartambo (Cusco) o el distrito de Tupe (Yauyos, Lima), cuyas vestimentas, idioma y costumbres enlazan directamente con sus ancestros prehispánicos. Se ha establecido igualmente una correlación entre postergación social y la sobrevivencia de estos rasgos culturales originarios, como ocurre con la población femenina de zonas rurales, que suele mantenerlos con mayor fidelidad (De la Cadena 1992:181-202). Si la supervivencia de elementos de identificación étnica es producto de una situación desfavorable, no puede ser considerada un tema defendible ni en la teoría social ni como reclamo político.