Mitad Doble nº 15 "pelos"

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pelos

nĂşmero 15 invierno 2014 mitaddoble.com 2,95 â‚Ź



Tris-tras, al suelo caen tus caracolitos; yo me los guardo.

Foto: Carlos BolĂ­var | Texto: Laura Naranjo mitad doble | 3


Editorial Pelos

Hace poco, leyendo un libro del célebre antropólogo Marvin Harris, me enteré de que los seres humanos tenemos menos pelo a lo largo del cuerpo porque caminamos sobre dos patas en vez de cuatro. El pelo viene a ser un amortiguador de los rayos solares y por eso lo conservamos prácticamente solo en la cabeza, la superficie más expuesta al amigo Lorenzo. La reminiscencia del pelo en el pubis y en las axilas (tan castigado por la moda actual de la depilación total) obedece a motivos de prevención de gérmenes. Así pues, el pelo, desde un punto de vista biológico, es protección: recuerdo vivo de épocas pasadas donde íbamos más expuestos a las inclemencias.

–¡Camarero, hay un pelo en mi sopa! –Claro, señor, es cabello de ángel. –¿Seguro? –Ángel, ¿puedes salir un momento de la cocina? Hay un señor que quiere conocerte.

El pelo es también cabello, es melena, son trenzas. Desde la famosa historia de Sansón y Dalila al pelo punkorro de Johnny Rotten, el vocalista de los Sex Pistols, podría seguirse la historia de la Humanidad a través del pelo. Los caballeros rescataban a princesas de torres inexpugnables gracias a las larguísimas cabelleras de sus damas (caballero y cabellera, qué feliz asociación), y los amantes guardaban celosamente en joyitas hechas a tal efecto un mechón de cabellos del ser amado.

Al igual que el pelo, esta revista sigue creciendo: desde estas líneas le doy la bienvenida a Amor de Pablo y a Laura Cerezo, que se unen al equipo mitadoblero formado por Mon Magán, Jonatan Santos, Juanjo L. Gallego, Malú Porras y el abajo firmante; a personas tan especiales que se roban tiempo que no tienen para hacer realidad este sueño de tinta y papel, muchas gracias. A los colaboradores, mil gracias (y una revista). Mención especial a Sandra Lara, que ha realizado la primera portada de la revista protagonizada por una fotografía: preciosa, impactante.

No todos los pelos son tan románticos: también está presente el pelo de forma delatora, como el que ayuda a resolver el caso de El misterio del cuarto amarillo; o el pelo contestatario, protagonista absoluto del musical Hair. ¿Y qué decir de las barbas y los bigotes? Los hay siniestros como los de Hitler o Stalin y cómicos como el de Charlot. Barbarroja, Barbazul, Barbapapá, Bob Marley: desde aquí un saludo, gran maestro rastafari. 4 | mitad doble

Esta revista se va a presentar dentro de unos días en una peluquería, la del gran artista Boris Soler, que en el acto de presentación me irá pelando mientras leo este texto. Boris tiene un ingenioso lema en su web: “No tenemos tiempo de hacer las cosas con prisas”. Metáfora pura del pelo, que crece lento, como si fuéramos un poco árboles rubios, morenos o pelirrojos.

Y a las personas que nos leen e incluso nos coleccionan, qué les puedo decir... Pues que donde hay pelo, hay alegría. Y este número de mitad doble nos ha salido muy alegre. Así que a disfrutarlo. Augusto López


Menú Haiku | Laura Naranjo, fotografía Carlos Bolívar Editorial | Augusto López Menú Tricoma Arabidopsis | Texto y microfotografía, José Reina Pinto 8-9 Corto, por favor | Alfonso Zúñiga Muñoz, fotografía Ana Mª Domínguez 10-11 Nadie me avisó | Augusto López, fotografía Ana Mª Domínguez 12-13 Nudos | Cristina Consuegra, fotografía Ana Mª Domínguez 14-15 Nieve | Fernando Gª de la Cruz, fotografía Ana Mª Domínguez 16-17 Del color de la plata | Inmaculada Astorga, fotografía Ana Mª Domínguez 18-19 Bigote de nostalgia | Inma del Moral, fotografía Ana Mª Domínguez 20-23 Haare | Daniela Graf, fotografía Ana Mª Domínguez 24-25 Cabellos sagrados | Miguel Ángel Jiménez Guerra, ilustración de Aintzane Cruceta 26-27 Insomne | Malú Porras, ilustración de Alejandro Blocdeesbozos 28-29 Muñecas de trapo | Texto y fotografía, Juanjo L. Gallego 30-31 Tu cabello | José Luis Rosas, fotografía Carlos Bolívar 32-33 Me enredo en ti | Mavi Tomé Merchán, fotografía Carlos Bolívar 34-35 Rosa | Carmen Ramos, ilustración Chiolé 37 Tricoma Arabidopsis fluorescente | Texto y microfotografía, José Reina Pinto 38-39 Haiku | Laura Naranjo, fotografía Carlos Bolívar 2-3 4 5 6-7

Créditos || mitad doble nº 15 || especial pelos || portada y contraportada: Sandra Lara || texto contraportada: Gabriel Vargas Zapata || invierno de 2014 || 2,95 euros || © de los autores || director: Augusto López || director de arte: Mon Magán || director de comunicación: Jonatan Santos || editoras: Amor de Pablo Inurria y Laura Cerezo Cobos || envíanos colaboraciones a revista@mitaddoble.com || depósito legal MA-1137—2005 || ISSN 1888-380X. || www.mitaddoble.com || mitad doble no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores. mitad doble | 5


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Arabidopsis thaliana es la planta modelo por excelencia en investigación de vegetales. Algunas células de la epidermis de la superficie de sus hojas, tallo y sépalos reciben señales de las células circundantes que las hacen sufrir un cambio en su destino durante una fase temprana de su desarrollo, y evolucionan hacia una estructura que se eleva por encima del resto de células epidérmicas y cuya forma recuerda bastante a las astas de algunos cérvidos. Estas células reciben el nombre de tricomas y otorgan a las hojas de esta especie una apariencia más o menos «peluda». Su función en esta especie es aún motivo de debate, ya que, al contrario de lo que ocurre en otras especies vegetales, como el tomate cultivado (Solanum lycopersicum), estos tricomas no producen ningún tipo de sustancia que pudiera actuar como repelente de insectos. Parece ser que su función en este sentido es más bien mecánica, impidiendo que distintos invasores de la superficie puedan caminar, ovopositar o alimentarse de forma correcta en la planta. La figura corresponde a una microfotografía obtenida mediante microscopía electrónica de barrido, y muestra uno de estos tricomas de la superficie de una hoja de Arabidopsis thaliana. Además aparecen estomas (aperturas formadas por dos células epidérmicas por las que las plantas llevan a cabo el intercambio de CO2 y O2 durante la fotosíntesis) distribuidos entre el resto de células epidérmicas. La barra que aparece en la parte inferior de la microfotografía tiene un tamaño de 0,1 mm.

Tricoma Arabidopsis Texto y fotografía: José J. Reina Pinto

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Corto, por favor –Buenos días. –Pase y siéntese. Ahí tiene un sitio libre. Eché un vistazo a la sala. Nada había cambiado desde la primera vez que me trajeron mis padres siendo un niño. “¿Seguro que no duele? No te dolerá nada”. Las mismas sillas, el mismo perchero, las revistas y periódicos dispersos por aquella pequeña mesa que nació coja, la vieja espiral tricolor que ascendía (o descendía) en un movimiento sin fin. La espera. De chaval jugaba a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar mi turno. Recuerdo que siempre llevaba la cuenta por debajo y acababa decepcionado, fruto de la ansiedad por que pasara ese tiempo que amenazaba con ser eterno. –Son ocho euros. ¿No los tendría usted sueltos? El problema del cambio, ya me entiende. El siguiente fue el anciano que estaba a mi lado. Había aguardado estoicamente escuchando las noticias locales, sostenido por cuatro patas de metal de aspecto quebradizo, como aquellos elefantes dalinianos. El resto de quienes esperaban leían con las piernas entrecruzadas en postura de guitarrista, uno pasaba al tuntún las hojas de manoseados catálogos de coches y dominicales de semanas pasadas, y otro se entretenía absorto en sus pensamientos, mirando al techo, con la esperanza de distraerse viendo a alguien franquear la puerta siempre abierta. Me fijé en el protagonista del lugar, aquel al que todos en el barrio acudíamos con mayor o menor puntualidad. Se movía con la agilidad de la práctica de años y parecía bailar en semicírculos alrededor del anciano, esqui-

vando los espesos mechones aventados por azar de la gravedad. –La juventud está fatal. Las chicas de la edad de mi nieta se pasean por la calle con medio culo al aire. Mano dura es lo que hace falta, ¿no cree? El hombre seguía a su tarea. Danzando de un lado a otro, escuchando los pareceres de todos sin expresar nunca su opinión. Su bigote fino y perfectamente recortado le daba apariencia de galán de cine de los años cincuenta. –¡Cuánto libertinaje! Únicamente entendemos de derechos… Chas, chas, chas… El sonido metálico y filoso como respuesta. Cinco cabezas más y por fin llegó mi turno. El mismo ritual de cada mes: acceder a mi puesto con el pie derecho, respirar hondo y ver mi imagen reflejada en el espejo, recortada por los botes de espuma y agua de colonia desperdigados sobre el mostrador. La misma imagen que había ido envejeciendo mes a mes sin la conciencia temporal de la que todos carecemos. La mullida sensación del acogedor contacto del viejo sillón, la infantil importancia de quien allí se sentaba, la incómoda percepción de todos aquellos ojos fijos en mi cogote, el olor a loción de masaje, el delicado paso por el cuello de la cincha de velcro de aquella bata mil veces usada, como si fuera la soga de un verdugo santurrón. –¿Cómo va a ser? Presto para empezar. Un último cruce de miradas y la inquietud del folio en blanco en forma de melena. –Corto, por favor.

Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Alfonso Zúñiga Muñoz mitad doble | 9


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Nadie me avisó Nadie me avisó del movimiento sutil de tus cabellos. Melena de miel negra, ola feliz, mis manos quieren surfear por ella. Imposible: llegas tarde al trabajo. No hay champú capaz de eliminar tus ansias de puntualidad. Tendré que conformarme, como todos los lunes, con esos pelos que aún sueñan que duermen en la almohada.

Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Augusto López

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NUDOS Doblas la esquina y el peso de tu cuerpo parece duplicarse. La cristalera carbón que adorna la puerta de la entrada del edifico oficial devuelve un rostro de ti con sonrisa desencajada y piel translúcida. Saludas a la vigilante de seguridad y al conserje. Ellos también ofrecen esas miradas de cuencas vacías. Compartes ascensor con trabajadores de diversas plantas. Sobre tu mesa esperan varios informes a los que tendrás que dar salida a pesar de incumplir la normativa. A pesar de que esos documentos llenarán los bolsillos de las hienas con traje y corbata, y harán saltar por la ventana los sueños de muchos y la vida de alguno. Al otro lado del ventanal, el cuerpo herido de un gorrión yace sobre la cornisa, entre restos de papeles y colillas. Intentas subir el cristal. Empleas todas tus fuerzas pero no puedes. Farfullas algo a tu compañero de mesa. Sin mirarte, contesta que no. Haces lo propio con los de las mesas periféricas y obtienes el mismo resultado. Miras el cuerpo del pájaro, sus ojos negros abiertos hacia el cielo, las frágiles patas. La voz de una de las hienas solicita tu presencia en su despacho. Hay nuevas subvenciones. Mueve la boca con avidez, acumulando saliva en las comisuras, relamiéndose mientras imagina el número de ceros. La alimaña te observa con desprecio, midiendo la distancia, preparando el asalto. Como en una coreografía, te

acompaña hasta la puerta y tú tragas saliva. Sales del despacho con ese picor en la garganta que te acompaña ya desde hace meses. Te dices que mañana irás al médico. Y mañana te volverás a repetir lo mismo. Tu compañero de mesa regresa a su puesto con el tabaco bien agarrado a la camisa. Te mira. Poco más. Vuelve el picor, con voracidad. Miras por la ventana, el gorrión ya no está. Miras a un lado y a otro. Te falta el aliento. Preguntas al resto de personas por el animal. No se molestan en contestarte. Entras en el cuarto de baño. Rascas el cuello, lo estiras como una tortuga. El picor hace que cierres los ojos. Apoyas tus manos en el mármol del lavabo. Te cuesta respirar. Tienes la cara ahogada en sudor y las mejillas ligeramente hinchadas. Te acercas al espejo y abres la boca, con dificultad. Entrecierras los ojos para poder observar mejor la imagen. Te aproximas. Respiras a duras penas. Antes de caer al suelo, observas algo parecido a una maraña de lana negra que sale por entre tus labios, una mata de pelo que brota de tu lengua y crece, con ferocidad, hacia el suelo.

Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Cristina Consuegra mitad doble | 13


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Al igual que le ocurría a Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka, John Blan despertó una mañana convertido en otro. Su cuerpo no presentaba un abdomen abultado, ni ante sus ojos temblequeaban numerosas y enclenques patas oscuras. Incluso John, a diferencia de Gregorio, pudo levantarse de la cama sin que le supusiese un gran esfuerzo. Pero cuando llegó al baño y se lavó la cara, vio que al otro lado del espejo era otro. Y es que su rostro se hallaba coronado por una mata de pelo blanco, blanquísimo. No eran unas pocas canas surgidas en la noche, tampoco unos improbables mechones nacarados provocados por el terror exudado en algún mal sueño, dicen que el pánico puede alterar la pigmentación del cabello. Nada de eso, se trataba de una auténtica sublimación cromática. El pelo de John, castaño en la víspera, se había teñido de un blanco albino y ahora su cabeza parecía un gigantesco copo de nieve. Durante unos instantes, Blan trató de hallar la causa de aquel cambio. Pero no la encontró y, como era un hombre práctico, el foco de su atención pronto se dirigió a preguntarse cómo actuaría en adelante: ¿usaría gorro para ocultar su cabello? ¿Sombrero? ¿Gorra tal vez? ¿Quizá se raparía al cero? ¿A lo mejor podría teñirse? Pero John jamás se había teñido el pelo en sus veintitantos años de vida. Así que optó por no hacer absolutamente nada.

Nieve Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Fernando García de la Cruz Ávila

Miró el reloj. Ya llegaba tarde. Se dirigió hacia el trabajo. No lo dejaron pasar de la puerta. El guardia de seguridad no lo reconocía. Tuvo que sacar su credencial para acceder al interior del edificio. Enseguida, apenas se había sentado en su silla, uno de los jefazos le pidió que lo acompañase hasta su despacho. “Lo siento, John, pero no puedes seguir en esta compañía”, le dijo el jefazo sin ningún miramiento. “¿Y eso por qué?”, preguntó Blan. El jefazo, muy serio, contestó: “Esta empresa comprende mejor que ninguna otra tu accidente capilar y sabe Dios que te apoyamos, nos sensibilizamos contigo y te deseamos lo mejor, pero nuestro negocio son las redes sociales, el marketing electrónico, la esfera del 3.0; por tanto, los empleados han de responder a un perfil joven, desenvuelto, moderno, ¿entiendes? Y ese cabello tuyo, tan blanco… Lo siento, John, pero no nos has dejado otra opción”. Boquiabierto, Blan abandonó el despacho, recogió sus pertenencias y se marchó de la oficina en silencio. Nadie se despidió de él. Ese mediodía John fue a comer a casa de sus padres. Era tradición familiar almorzar

todos juntos una vez por semana. El pelo de John fue el tema de conversación alrededor de la mesa. Sus hermanos parecían no poder hablar de otra cosa. Lo miraban con pena, con verdadera lástima. Durante los postres, se llegó al acuerdo de reducir los encuentros familiares de forma considerable. “Ay, mi pobre John, ¿cómo te has hecho eso?”, sollozó la madre de Blan mientras se despedían en el zaguán. Aquella vez su madre no lo besó, tan solo le posó una mano, la derecha, sobre uno de los hombros. John anhelaba encontrarse con su novia, Martha. Sabía que ella lo comprendería. Fue a recogerla a su trabajo. Junto a una farola esperó a que saliese. Cuando por fin lo hizo, él alzó un brazo. Martha tardó en reconocerlo. Se acercó hasta John, andando con lentitud. Sus ojos ya lloraban cuando llegó a su lado. “No te lo vas a creer, cariño…”. Ella lo interrumpió: “Te quiero, John, lo sabes, pero esta relación tiene que acabarse, no puedo seguir, no en tu situación”. Martha echó a correr. Blan permaneció de pie, en mitad de la calle. Ansiaba gritar y expulsar ese miedo que lo atenazaba, pánico a una vida deshecha de la noche a la mañana. Blan pensó que de sordo terror su pelo se tornaría blanco como la nieve. Pero enseguida se calmó. Aquella fatalidad cromática ya le había ocurrido. Y esto fue un consuelo. Un problema menos, murmuró. mitad doble | 15


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–Lee demasiado. Ese fue el diagnóstico que le ofrecieron a Juan Delgado. Desde el homeópata hasta el psicólogo, pasando por el acupuntor, el cura, el panadero, el del kiosco, la familia, y por supuesto el librero. Todos coincidieron. Cuando Juan Delgado volvía a casa exhausto del habitual paseo en círculo de su mente, no le quedó otra que aceptar este epitafio como conclusión a su problema. Como solía hacer, pasó antes por el centro comercial; una vez allí, cogió varias prendas al azar y se coló en uno de los probadores de la planta joven; se sentó completamente desnudo y observó su imagen como si lo hiciera por primera vez. Las luces del probador, pensadas para hacer parecer más y mejor, a duras penas conseguían dar un poco de vida a su desmejorada figura. Allí donde antes se retorciera una espesa mata de cabello, el brillo de la epidermis envolvía el cráneo a modo de mascarilla de belleza para un cerebro que hacía mucho discurría sin rumbo, perdido. La pronunciada curvatura de lo que fueran sus cejas coronaba el recuerdo de una profunda mirada, ahora deshojada de todas y

cada una de sus pestañas. El rostro, reducido entre imberbes mejillas, acusaba la ausencia del color y el trazo con el que se dibuja un mapa de besos. La piel del pubis, antes cubierta de recio pelo negro desde donde emergía su tensión, recordaba ahora a la de las esculturas prematuras, desconocedoras del placer carnal, marmórea y frágil. Alzó los huesudos brazos y los anudó tras la nuca, buscó sin éxito algún rastro de vello en las recónditas axilas. Todo su ser, antes suave y mullido, era ahora solo piel transparente y quebradiza a punto de desprenderse, sin huella alguna de caricia. La imagen se nubló y reapareció tras la lágrima. Bajó entonces la mirada y una mueca de algo parecido a una sonrisa se pronunció: allí donde solo las letras pueden enraizarse con fuerza, allí donde solo ellas pueden llegar, un agujero se abría en el pecho, dejando paso a una especie de torrente de pelo, del color de la plata.

DEL COLOR DE LA PLATA Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Inmaculada Astorga mitad doble | 17


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Bigote de nostalgia Reco r cano daba el bigo so, b t lar e i l de en recor e de su p Dalí cioso tado a y co dre. Era p desto . Despué ero no quet un b ll o s sonr emplead de todo egaba a . Quería igote e , s brad ído poca o de ferr era el bi er tan p emuaah ocar gote reten s ve r a c hom bre blar lo ju es sobre il. Ese b de un mo auste igote iban sto y una r a b h Su b tono co o, fruga necesari oca aco abía l, so n él. i brio. o. Su due stumsalpi gote le ñ hací carse Y su a a un s ca o era bello hom de sopa. cosquill padr s bre c as, l Ella e e ha Pero ”, había on bigot juró qu c ía re e e p el bi era la m ensado ; “estarí nunca b ír al e a e g o arroz ote era da. Ent n más de besando saría re lo tan h u e am n n a s ho M que mbre ocasión i salía aría An abitual . c s de ador tonie bara omo n t P taba arse con o. Y en ta. Un a los polv arís, é d d o apar e una b lo que f pocas po orno org s de uese ente u b á e nic r n es a do s. . Su p sis d La real había q o adre id e big u Junt muri otes ad nece e o sicoqu más al ataúd ó con su etos p pelo einaría ella llor bigote b y s qu esos a l a ba s nco, e ha ción p a e b p l ien os bí rís l Sent a cara d an confi tan ord do que tino. enad e un gura ía ta nunc do o n p sión a evoc ta nosta adre abn hasta l s y fiele s l y ro a a e g , ba u gado ia a idea m de u anticism na imag l record y buen lizan bis a o. e o, co rlo q n me o sina de fo ñé olvid n un ha zcla de ue su v lo ide ad togra fía d o en un decaden solación a som e Do te pr isnea op brere u. ría p io ariFotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Inma del Moral mitad doble | 19


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„Du hättest mir nichts Schlimmeres antun können!“, hätte sie diesen Satz auf ein Blatt Papier geschrieben, wäre ihre Aussage mit mindestens drei Ausrufezeichen unterstrichen und der Buchstabe „s“ des Wortes „nichts“ durch das Auftreffen einer Träne ein wenig verwischt worden. Enttäuscht pfefferte sie die Teller auf den Tisch und schmiss den Eintopf hinterher, während ich mit besänftigender Geste das Besteck da neben legte. Im selben Moment kam er zur Tür herein und lächelte fragenden Blickes süffisant in ihre Richtung. „Hätte ich mir auch denken können!“ Wortlos setzten wir uns alle an den Tisch und begannen zu essen, besser gesagt, darin herum zu stochern. „Mimi wird sich von Andreas scheiden lassen, dabei haben die beiden erst vor kurzem ihr drittes Kind bekommen.“ „Aha.“ „Er wollte sich ein paar Tage Urlaub nehmen, aber ich fände es an seiner Stelle besser zu arbeiten. Den ganzen Tag vor sich hin zu vegetieren macht die Sache auch nicht besser.“ „Wie auch immer!“ „Warum bist du eigentlich sauer auf mich?!“ „Weil du es gewusst und mir nichts gesagt hast!“ „Na davon geht die Welt auch nicht unter.“ „Meine schon!“ Beide verdrehten die Augen und gingen ihren üblichen Ritualen nach. Während er die Zeitung las, räumte sie das restliche Essen vom Tisch. „Ich wollte niemanden damit beleidigen!“ „Wie lange schon?!“ „Zwei Wochen.“ „Herrgott, erst verliert Laura ihren Job, Bernd sitzt wegen schweren Raubes im Knast und DANN DAS!!! Geh mir einfach aus dem Weg!“ Energischen Schrittes lief sie aus dem Zimmer und schlug die Tür hinter sich ins Schloss. „Sie beruhigt sich schon wieder.“ Zugegebenermaßen hatte ich wohl den falschen Zeitpunkt ausgewählt. Das Telefon klingelte, eine Woche später. „Hey, bitte entschuldige, dass ich vielleicht überreagiert habe. Wir wohnen eben auf dem Dorf. Und kein Mensch hat pinke Dreads. Was sollen die Leute denken?!“ „Aber Mama, es sind doch nur Haare!“

Haare Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Daniela Graf

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Haare Fotografía: Ana Mª Domínguez | Texto: Daniela Graf

“¡No podrías hacerme nada peor!”. Tenía la frase escrita en una hoja de papel, subrayada su declaración con, al menos, tres signos de exclamación, y la letra “d” de la palabra “nada” estaba un poco borrosa por el impacto de una lágrima. Frustrada, puso los platos en la mesa con brusquedad y sirvió en ellos el cocido con desgana. Mientras, yo iba poniendo los cubiertos al lado de los platos, tratando de aparentar tranquilidad. En ese momento, él entró por la puerta de la cocina sonriendo con suficiencia; señaló en mi dirección: “Lo que imaginaba”. Todos nos sentamos a la mesa sin hablar y empezamos a comer, o mejor dicho, a hurgar en la comida. –Mimi va a divorciarse de Andreas, ¡ahora que acaban de tener su tercer hijo! –Ajá. –Quiere tomarse unos días de descanso, pero yo, en su lugar, pienso que sería mejor trabajar. No creo que vegetar todo el día sea lo que más le convenga. –¡Como siempre! –¿Por qué estás enojado conmigo? –¡Porque tú lo sabías y no me lo has dicho! –Bueno, no se acaba el mundo por ello. –¡El mío sí!

Los dos pusieron los ojos en blanco y siguieron con sus ritos habituales. Mientras él leía el periódico, ella quitaba los restos del almuerzo. –¡No quería ofender a nadie! –dije. –¿Desde cuándo? –Hace dos semanas. –¡Por Dios! Primero Laura se queda sin trabajo, Bernd está en la cárcel por robo a mano armada y ahora esto. ¡Quítate de mi vista! Con pasos enérgicos salió de la habitación dando un portazo. –Se le pasará pronto–. Probablemente había elegido el momento inoportuno. El teléfono sonó una semana después. –Eh, por favor, discúlpame si reaccioné de forma exagerada. Nosotros también vivimos en el pueblo y nadie lleva rastas rosas. ¿Qué va a pensar la gente? –Pero mamá, ¡si no es más que pelo!

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CABELLOS SAGRADOS Cuando llegué a la adolescencia me sucedieron dos hechos notables: me enamoré de una chica pelirroja y me apunté a una cofradía. Era primavera y no pude evitar rendirme a los encantos de la muchacha, cuyos cabellos olían a cerezas maduras. Una tarde nos besamos, y esa noche no pude dormir. Al día siguiente, buscando olvidarme de ella, me presenté a solas ante el Cristo que veneraba mi cofradía. Lo peculiar de este Señor era su cabellera, oscurísima, que no estaba tallada en madera, como era lo habitual. Sus pelos eran de origen natural: habían sido donados por una beata del barrio que murió joven y en olor de santidad. A su paso cada año en la procesión del barrio, los fieles se arrancaban secciones de cabello y las lanzaban a la imagen como ofrenda. Su oratorio estaba repleto de exvotos de calvos y tiñosos de todo el mundo a los que les había vuelto a salir vigorosamente el pelo gracias a su intercesión. Le pedí que mis pasiones se dirigieran a él en exclusiva a partir de ese momento. Aquello no funcionó: un día la chica me pidió una prueba de amor definitivo. Se cortó un mechón de sus hermosos cabellos y me pidió que lo llevara a la capilla; no para colocarlo allí como exvoto, sino que me exigió que me quedara a solas con la imagen y los

mezclara con la milagrosa cabellera de la beata que adornaba la cabeza del Cristo. No esperé demasiado para cumplir los deseos de mi dama. Me acerqué a la capilla con manos temblonas. El Cristo seguía allí, con la mirada indiferente de siempre. Lo que sucedió a continuación aún me sigue avergonzando y la escena todavía se me representa ocasionalmente en pesadillas: me moví con tanto ímpetu, por acabar cuanto antes, que tropecé con el escalón de acceso a la capilla y me precipité sin remedio sobre la sagrada talla, provocando un estruendo impresionante. El sacerdote y los fieles que entraron a continuación me encontraron abrazado al Cristo, entre una lluvia de pelos de un intenso color carmesí. A partir de ese momento, para mi eterna deshonra, en la parroquia comenzó un tiempo de tribulación. La talla tuvo que ser restaurada urgentemente, y se informó en un escueto comunicado de que había sufrido diversas heridas de pronóstico reservado. A mi amiga pelirroja jamás volví a verla. Desapareció con las últimas lluvias del otoño. Nota de la redacción: este texto es una versión reducida del original, puedes leer la versión íntegra en http://www.mitaddoble. com/cabellos-sagrados/ Ilustración: Aintzane Cruceta | Texto: Miguel Ángel Jiménez Guerra mitad doble | 25


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INSOMNE Aquel rojo incandescente se apoderaba de cada una de sus noches y empezaba a hacerlo con sus días. Desde hacía ya algún tiempo no encontraba sosiego, aquella cabellera roja lo dominaba por completo; en más de una ocasión se encontró buscándola por las calles, andando sin destino. No lograba recordar el rostro, la voz o el tacto de la mujer que había conocido y era dueña del objeto de su obsesión, pero de aquella melena recordaba hasta el sonido al enredarse entre sus dedos. Despertó sobresaltado, como otras muchas noches, con un sudor frío y la boca seca, el pánico apoderándose de cada una de sus fibras; palpó en primer lugar el otro lado de la cama, hallando el espacio vacío. Abrió los ojos de golpe, respirando sonoramente, y se llevó la mano al pecho desnudo, acariciando la cadena que, rodeándole el cuello, engarzaba una llave plateada. Suspiró más relajado y volvió a cerrar los ojos dispuesto a recobrar el sueño, con la esperanza de descubrir el rostro desconocido. En ese estado de duermevela, fogonazos de imágenes atravesaban su cabeza; el tacto y olor de los cabellos rojos se hacía más vívido, creía poder acariciarlos

por todo su largor. En ocasiones veía otra mano enredándose entre ellos y la angustia le atenazaba, impidiendo casi la respiración. Necesitaba reencontrarla, necesitaba poseer aquella melena. Se levantó despacio de la cama, los ojos aún entreabiertos, y cogió la llave que le colgaba del cuello. Atravesó el oscuro pasillo en dirección a una puerta negra de madera que permanecía cerrada. En su estado de semiinconsciencia alojó la llave en la cerradura con inquietante lentitud, abrió y encendió la luz mortecina de la estancia. Las paredes estaban recubiertas de fotografías de una mujer con pelo rojo cuya cara nunca era visible o estaba tachada; en el centro de la estancia un tocador antiguo, negro, con patas alargadas y curvadas y un gran espejo le aguardaba, y sobre él la cabeza de un maniquí que sostenía una espesa peluca de cabellos rojos encendidos. –Te estaba esperando, amor. Has tardado esta noche. Escuchó la risueña voz femenina a través de la bruma de la ensoñación mientras se sentaba frente al espejo y sus dedos aferraban la peluca, colocándosela sobre su cabeza.

Ilustración: Alejandro Blocdeesbozos | Texto: Malú Porras mitad doble | 27


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MUÑECAS DE TRAPO Era una mañana gélida. Mujeres y niñas estábamos juntas. Nos habían quitado la ropa y las maletas; ateridas, aguardábamos en fila para entrar en el edificio. Un hombre alto, vestido con un impecable uniforme negro, fumaba en actitud indolente dejando caer la espalda sobre los goznes de una puerta. Controlaba el acceso al tétrico bloque y actuaba ausente, ajeno a nuestra desnudez. De cuando en cuando, daba un grito en un idioma que no conocíamos y un grupo de nosotras accedía al interior del edificio. Cuando llegué junto al él mis dientes castañeteaban de frío. Ni siquiera me dedicó una mirada. Un dedo me señaló con desgana una silla en el interior de una sala. Corrí. Corrí sola y desnuda, con las manos tapando mi sexo y la respiración jadeante. Llegué al asiento sofocada, agaché la cabeza y al momento se inició un chasquido metálico mientras mis cabellos caían en grandes mechones. El suelo estaba cubierto de una espesa pelambrera que formaba una capa de diferentes colores. Pude elevar un poco los ojos y ver una sala sin espejos, muy iluminada, repleta de sillas, con peluqueros de traje caqui que se afanaban en rapar todas las cabezas. –¿Para qué queréis tantos pelos? –pregunté. El hombre gris que cortaba mi melena siguió trabajando como en estado de trance. –¿Para qué los queréis? –insistí, elevando la voz. El guardia de la entrada abandonó la puerta y, luciendo su esplendoroso uniforme negro, encaminó los pasos hacia mí. –¡Por favor! –lloré, viendo caer al suelo mi

Fotografía y texto: Juan José López Gallego

melena–. ¿Para qué queréis tantos pelos? –Calla –musitó el peluquero mientras las tijeras crujían–. El guardia se acerca. Yo no podía verle, pero escuchaba el repiqueteo lúgubre de unas botas aproximándose. Un escalofrío recorrió mi espalda; en ese instante una señora de hermosos cabellos rubios atrajo la atención de todos. –¡Esto es un ultraje! –chilló la mujer, intentando zafarse de un peluquero–. ¡No podéis hacernos esto! Los pasos cambiaron de dirección al tiempo que el silencio se apoderaba de la sala. Todo fue muy rápido. El guardia, arrebatándole las tijeras al nervioso peluquero, las clavó de un solo golpe en la nuca de la mujer que, ahogando un grito, cayó al suelo agonizando entre convulsiones. Sin expresar ninguna emoción, el guardia retornó al reposo de su puerta acompañado del soniquete de las tijeras. –Es para las muñecas –susurró, a mi espalda, entre el rumor de chasquidos, el hombre gris que pelaba mi cabeza–. Miles de muñecas calvas a las que hay que poner guapas. Sonreí. Antes de lo que esperaba me levantaron de la silla y, junto a las demás, todas desnudas y rapadas, me sacaron de la peluquería. Un guardia, con ojos lascivos, miró el vello de mi pubis. No me importó. Nos llevaron a otra habitación. Yo sonreía y pensaba en las muñecas. Hermosas muñecas de trapo, apiñadas unas contra otras, aterradas, llorando y gimiendo. Hermosas muñecas. La puerta se cerró y llegó la oscuridad. mitad doble | 29


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Tu cabello Una cabellera rubia y lacia ondea al conjuro del viento por la avenida de Andalucía. La acompaña una cara sonriente y un cuerpo atlético. Llega hasta mí con los brazos extendidos. Me levanto de la mesa; con un abrazo, la levanto y la hago girar mientras nos damos dos besos en la cara y uno, profundo, en la boca. Su cabello se desparrama y lo siento alrededor de mi cara, de mi cuerpo, me ciñe como lo hace ella. Me es más fácil separarme de ella, que desenredarme de ese pelo rubio que me enloquece. Es la tercera presencia entre nosotros, en todas partes. Mientras nos duchamos se vuelve sedoso, a veces pegajoso. Se nos enreda entre las piernas, entre las sábanas. Empapado de sudor, de alegrías, de nocturnidad. Hace algún tiempo que nos hemos separado. Algo no funcionó, tal vez fui yo. Le hacía más caso a su pelo que a ella, soñaba con su cabellera. Soñaba que hacía el amor con ese pelo, enmarañándolo con mis dedos, deslizándose con suavidad por todo mi cuerpo, dibujándome entero, cubriéndome todo como con una capa. Ora encima ora debajo. No puedo dormir. Sueño con su cabellera y con ella. Su número de móvil no está conectado. La he llamado día y noche, no contesta a mis mensajes. El otro día cuando iba hacia el centro en bus me pareció verla caminando como siempre, hacia la Alameda. Se me hicieron eternos los segundos que el autobús demoró en llegar a la parada de Correos y el lento siseo de las puertas al abrirse. Salí casi atropellando a una señora que intentaba bajar; con mi abrigo ondeando, corrí hacia el Este. Crucé la vía sin fijarme en el semáforo, supongo que no estaba para mí, por los bocinazos. No conseguí encontrarla entre la gente, tal vez fue solo mi imaginación. Entré en el bar de nuestros encuentros y ahí estaba la camarera que supo de nuestras risas, de nuestras tristezas, de nuestro amor y desamor. La interrogué

con la mirada y negó moviendo la cabeza. Ayer mientras escuchaba música tenía la mano sobre el móvil, me sobresalté cuando empezó a vibrar. No conozco el número que llama. Una corazonada me hace responder. —¿Diga? —contesto mientras bajo el volumen del bolero de Vikki Carr que estaba escuchando. —¿Andrés? Soy Sonia—. No necesitaba decirlo. Mi corazón ha empezado a desbocarse. No puedo hablar, se me ha secado la boca—. ¿Sigues ahí? —Sí—. Es lo único que puedo articular. —Lo he meditado y creo que necesitamos una segunda oportunidad. Tengo una terrible soledad sin ti ¿Podemos vernos? ¿Por favor? —¿En el sitio de siempre? ¿En media hora? —No, no. En una hora sería mejor, estoy en la peluquería—. Pienso en su cabello. En su olor a recién lavado, peinado; ansío su caricia. Siento que el deseo me invade tan solo imaginándolo. —Te esperaré—. Apago el equipo, tomo mi abrigo y en diez minutos estoy sentado en nuestra mesa. La camarera me sonríe mientras me sirve un café. No he podido menos que contarle lo que me ha dicho Sonia. El café ya se ha enfriado y yo he leído un sinnúmero de páginas de la novela que he llevado, Kafka en la orilla, de Murakami. Me desperezo y le pido por señas a la camarera que me traiga otro. Cuando me lo trae, me indica con un gesto y dice: —Allá viene—. Se lleva la taza de café frío. Me levanto y me vuelvo hacia donde miraba la camarera. Debe haberse equivocado. Ella no es la que viene por ahí. Es una persona cualquiera. Parecida a ella, eso sí. Camina como ella. Sonríe como ella. Viene hacia mí con los brazos levantados, como ella. Pero esta otra persona tiene la cabeza rapada.

Fotografía: Carlos Bolívar | Texto: José Luis Rosas mitad doble | 31


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Me enredo en ti Un conjuro secreto nos ha reunido; nuestras almas melancólicas, que se han buscado durante años, pese a tenerse enfrente sin saberlo. Dos cuerpos hambrientos que se buscan, que se beben cual bosque tras larga sequía. Y gritamos. Grito. Ladro… Porque no soy yo, son los instintos de un cuerpo que goza… Que alcanza el éxtasis… Entrelazo mis dedos en tu pelo, sujetando bien esa cabeza, para que no se vaya, para que siga bebiéndome, para que siga dándome ese aliento que se pierde con mis gritos. Mis piernas te sujetan, para que no te vayas, pero tú te pierdes en mi vientre, tus manos se enredan con mi cuerpo, con mis cabellos. No sé dónde terminan tus dedos ni dónde empieza mi pelo. Te enredas, te sigues enredando. Gritamos. Desfallecemos. Y ahí estamos los dos, con nuestros cabellos enredados, nuestros cuerpos húmedos y unas sonrisas que nos delatan. Sonrisas. Sobre todo, sonrisas.

Fotografía: Carlos Bolívar | Texto: Mavi Tomé Merchán

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Rosa Rosa vivía en la última planta de un bloque de pisos de la zona antigua de la ciudad. Hacía ya cinco años que vivía allí de alquiler. Era una renta antigua y esa era la única razón que le gustaba de él. Ya no pensaba en su céntrica ubicación, en pleno casco histórico, en los preciosos paseos a los que invitaba la zona: el trabajo no le dejaba tiempo para esas cosas. Por lo que principalmente alquiló el piso fue por el trocito de azotea de veinte metros cuadrados, que le correspondía solo para su disfrute. Había colocado una tumbona para tomar el sol en sus escasos ratos libres. Pero pronto descubrió que tras el muro que la separaba del otro lado de la azotea vivía Tomás, hombre en exceso comunicativo que además tenía un loro que siempre le decía: “hola Rrrrosa, hola Rrrrrosa”. Rosa tomó muy contados días el sol en la terraza sin la conversación de fondo de su vecino Tomás y su loro Pepín. Al despertar por las mañanas, Rosa abría la ventana para ventilar y veía a la perra de su vecina dormida plácidamente en el patio al fresco de la mañana. En el mismo hueco y casi en la misma postura. La dueña era Ana, una mujer muy agradable de unos sesenta años que se empeñaba en repartir entre el vecindario guisos y dulces. Rosa la recibía cordialmente cuando le traía una fiambrera cargada de sabrosos olores, mientras contaba los minutos para que la visita de su vecina acabara. Luego volvía a coger el ordenador para seguir con el trabajo y escuchaba sin

remedio las conversaciones de los vecinos: que si la tal se había quedado otra vez embarazada, que si los políticos todos iguales, que había que pintar, que había que reunirse. Se asomaba a la azotea y le saludaba Pepín: “hola Rrrrosa, hola Rrrrrosa”. Una tarde escuchó mucho más jaleo de lo normal: la perra no paraba de lloriquear, Ana la calmaba. Se asomó y vio una imagen que la dejó impresionada. La perra estaba pariendo cuatro hermosos cachorros de bodeguero. Rosa bajó por primera vez a la casa de Ana, llamó a la puerta y ella la abrió con una gran sonrisa diciendo: “Son preciosos, para comérselos.” Allí estaba la perra, en el mismo lugar donde todos los días la miraba desde su ventana, esta vez con los cuatro cachorros. Oía de fondo la voz de Ana, pero Rosa no la escuchaba. Pidió permiso a Ana para coger a uno de los pequeños que lentamente se aventuraba a salir del calor de la madre. Lo cogió en sus brazos y este, muy despacito, comenzó a lamer sus manos hasta hacerse una bola entre ellas mientras emitía suaves sonidos. Ana entonces se lo ofreció: ella no podía quedarse con los cachorros e insistía en lo bueno que sería para la perra y para el pequeño estar cerca. Rosa aceptó. El día siguiente, por primera vez en su vida, Rosa se lo tomó libre: tenía miedo de dejar a su pequeño solo. Tras barrer el piso, comprobó que en el recogedor empezaban a verse pelos. Se echó a reír a carcajadas.

Fotografía (de una obra de Chiolé) y texto: Carmen Ramos mitad doble | 35


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Tricoma Arabidopsis fluorescente Arabidopsis thaliana es la planta modelo por excelencia en investigación de vegetales. Algunas células de la epidermis de la superficie de sus hojas, tallo y sépalos reciben señales de las células circundantes que las hacen sufrir un cambio en su destino durante una fase temprana de su desarrollo, y evolucionan hacia una estructura que se eleva por encima del resto de células epidérmicas y cuya forma recuerda bastante a las astas de algunos cérvidos. Estas células reciben el nombre de tricomas y otorgan a las hojas de esta especie una apariencia más o menos «peluda». Su función en esta especie es aún motivo de debate, ya que, al contrario de lo que ocurre en otras especies vegetales, como el tomate cultivado (Solanum lycopersicum), estos tricomas no producen ningún tipo de sustancia que pudiera actuar como repelente de insectos. Parece ser que su función en este sentido es más bien mecánica, impidiendo que distintos invasores de la superficie puedan caminar, ovopositar o alimentarse de forma correcta en la planta. La figura corresponde a una microfotografía obtenida mediante microscopía de fluorescencia, y muestra una serie de tricomas sobre la superficie de un tallo de Arabidopsis thaliana. En este caso los puntos blancos corresponden a los núcleos celulares, puestos de manifiesto porque una proteína que se acumula en ellos posee un marcaje fluorescente y emite luz fluorescente roja al ser iluminados con luz verde. Texto y fotografía: José J. Reina Pinto mitad doble | 37


Forma arabescos tu pelo ensortijado sobre la alfombra.

Texto: Laura Naranjo | Foto: Carlos BolĂ­var 38 | mitad doble



Te advertí que lo celebraría a lo grande, saltando como loca sobre el sofá; tal vez con unas copas de más y escuchando alguno de tus discos de vinilo, bailando y batiendo la melena a lo Beyoncé. Te lo advertí, capullo.


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