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Paulina Correa

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Marcela Cortés

Marcela Cortés

Correa

Paulina Correa es gestora cultural y escritora, trabaja el cuento, la poesía y teatro. Formó parte del taller literario de Pía Barros y publicó en las sucesivas versiones de la antología Basta contra la violencia contra la mujer y contra los niños.

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Escribió una obra de teatro, Princesa una historia de sangre para niñas tristes, que es montada en el teatro el Puente en una temporada.

Participa en el taller del escritor y crítico Camilo Marks, también participó en el taller de la poeta Carmen Berenguer y del narrador Jorge Calvo. Entre los años 2014 a 2020 organiza actividades literarias bajo el alero de la Sociedad de Escritores de Chile, especialmente lecturas, festivales y mesas redondas. Durante este último período publica sus libros de cuentos Signo de los tiempos, Gente en tránsito (ambos del año 2018), Historias de hombres demasiado comunes, Historias de locura urbana, Cuentos para familias Normales, Cuentos Incorrectos (2017), el libro de poesía Viaje marítimo para dos

HUIDA

Tenía cáncer, lo sabía hacía una semana. No era que se diera por vencida, pero quería hacer una pausa, darse permiso para no ser racional, hacer justo lo que no debía.

Había puesto en la maleta ropa, que quizás después de ese viaje, mundo, el de su propio mundo.

En el taxi leyó al descuido la portada del diario que insinuaba la proximidad de la pandemia.

los últimos meses habían dejado huella en los muros, una primera ola que había remecido la ciudad desde la movilización de la gente, la ola que venía era invisible, pero la sentía en la piel.

El aeropuerto estaba medio vacío, el vuelo lo habían pasado a un avión más pequeño y sintió el miedo de siempre en el estómago.

Sin embargo, no era momento de cobardías, se sentía como un animal que corre en sentido contrario en una estampida, y así y todo quería hacerlo.

Él estaba ahí parado en el hall con su maleta, esa complicidad íntima en este momento de locura. Mientras todos pasaban cubiertos con mascarillas se besaron como siempre. Ella sabía que era el último viaje.

Se lo merecía, ni por buena ni por ningún mérito, solo porque quería seguir viva, viva a su manera hasta Las turbulencias parecían eternas, él, cariñoso, trataba de calmarla, continuaron incluso cuando la ciudad ya se veía por la ventanilla.

La gente caminaba relajada por el borde de la playa, salieron del hotel y se dirigieron al mar de inmediato, con esa urgencia que se había instalado en todo.

Al caer la noche se quedaron ahí sentados, con la ilusión de que nada podía perturbarlos.

Hacer el viaje era también hacer la romería habitual por lo lugares de rigor, pasaron ese primer día tomando fotos, sonriendo, jugando a la normalidad.

Al atardecer como en cuento de hadas y brujas un vendedor les comento que cerrarían las playas al día siguiente.

Había querido estar con él en algún lugar que tuviera aún aroma a vida, así al día siguiente fueron a una playa aislada.

El mar, las sonrisas, una caricia en el pelo de él y había valido la pena.

En el celular entra un mensaje de la línea aérea, anticipan el vuelo de vuelta, así sin más en tres días, acepta, llena el formulario y vuelven a la ciudad, ahí ya la gente no es la misma.

escudo, no hay blindaje.

Comen en uno de los pocos lugares que siguen abiertos, ella mira sus ojos y sabe que la vida es hermosa, aún en medio de todo.

Los vendedores pasan y los turistas ya no compran recuerdos, el miedo a no tener futuro.

La última noche se sientan en un lugar frente a la playa, los dos sienten la presencia del otro, ella sabe qué hace años que no tendría vida sin él, simple y directo.

Como una película que se rebobina vuelven al aeropuerto, esta vez está casi vacío, salvo por un grupo que protesta, porque no tiene vuelo para dejar el paraíso y volver a su país. Por primera vez ella ve el riesgo, más bien ve que para él no es justo quedar en el limbo, que él merece ver los capítulos siguientes y que para eso tienen que volver.

El aeropuerto fantasma se los va tragando, llegan a una puerta de embarque en que se agolpan los únicos viajeros de ese día, pasan las horas y el vuelo se atrasa.

A ella le parece que es tarde para pedirle perdón por llevarlo al borde de la nada.

Llega un grupo grande de pilotos y azafatas, muchos más que los necesarios para ese vuelo, embarcan con ellos, van de pasajeros, el capitán saluda, informa que es el último vuelo que saldrá, ahí quedan como aves gigantes los aviones abandonados.

Ellos se abrazan, se besan, ella llora y descubre que tiene ganas de seguir, de pasar por esto y seguir con él el resto de su vida, aunque eso no sabe cuánto será.

Quedan cuatro horas para llegar a Santiago y a lo que llaman realidad.

HORAS EXTRA

La alfombra era áspera, el roce hería su espalda. pero parece eterno. Piensa en su familia, en su deber, se queda ahí inmóvil. Cada arremetida es más dolorosa que la anterior, siente que el corazón va a reventar. El hombre se mueve sobre ella, está en otro espacio, pero sobre ella. Sus gestos, sus jadeos son de otra historia, una en que lo que está pasando es normal. El olor del hombre le da asco, sobre todo el de su boca, cuando trata de darle algo que no es un beso, es un gesto animal. El hombre le hunde las uñas en la carne, le grita indignado por su inercia. Ella mira los muebles, las carpetas sobre la mesa, trata de no verlo. No hubo preámbulos, la tomó sin aviso, la amenaza fue clara, no había vuelta, en su casa nadie más tenía empleo, era eso o la calle. Cuando el hombre se levanta ella se encierra en el baño, el agua por los muslos, por el pecho, el agua helada, unas gotas de sangre se cuelan de Se viste, la ropa medio destrozada por el forcejeo, se queda ahí inmóvil. El hombre la apura, hay que cerrar, actúa como si fuera otro día, como si nada hubiera pasado, salen a la calle, fuera todo sigue en su ritmo. Ella quiere gritar, pero no puede, él le da a entender que habrá otras veces. le responden, no sabe cómo llegar así a su casa. Mira el teléfono, hay un mensaje de su madre, que pida un anticipo. Siente el bus que se acerca, cierra los ojos y se lanza a su paso.

REJAS

hoy me sirve para no ver la muerte.

Son las siete de la mañana, no suena el despertador, no es necesario, por el ventanal se ve la luz rojiza del amanecer tras la cordillera.

comercios. En otros seguramente hay movimientos imperceptibles, otros seres humanos despertando.

La rutina es fundamental, siempre lo fue.Recuerdo esas mañanas de infancia en que me levantaba para no ir a ningún lugar.

Saltaba de la cama y empezaba las labores del día. La casa no era grande, pero a los cinco años lo parecía, una población de viviendas sociales de los años cuarenta, un lujo hoy, tres veces el tamaño de las que entregan, materiales de verdad.

San Bernardo era aún un espacio rural en cierto modo, el patio alcanzaba para un parrón y lo mejor era salir ahí en la mañana y comenzar a barrer las hojas, observar los árboles llenos de rocío.

en cada rama, las gruesas gotas de resina que brotaban de su tron

Hoy me levanté y regué las plantas del balcón, examine sus hojas, espere a su lado que la luz hiciera visibles todos los rincones.

Luego comencé las minuciosas labores de aseo, desde que todo cia entre contagio y enfermedad, entre vida y muerte puede estar detrás de una mopa con cloro.

Desde niña los pisos me daban grandes satisfacciones, las tablas del piso de la casa eran delgadas y alargadas, seguramente sin pensarlo cada listón tenía un color distinto, natural.

Eran épocas en que lo natural no era un lujo, sino simplemente lo que había, luego de terminar el primer piso iba por la escalera escalón por escalón sacando brillo.

La escalera era un espacio poco concurrido por mis abuelos, cada uno ocupado con sus tareas, así se volvía un punto privado donde llorar.

conciencia de mi situación, simplemente era.

Luego, meticulosa, secaba las manchas en la madera, tomaba la escoba y comenzaba a hacer el aseo de la cocina.

Ya son cerca de las ocho y media, mis hijos duermen, durante la cuarentena no tienen nada que hacer.

Yo en cambio ya me he conectado al computador y con eso a mi vida, en minutos otros como yo van a buscar alivio en su teletrabajo, una sensación de que los temas que ahí se discuten son aún relevantes, y que ellos y yo no estamos amenazados de muerte.

La casa de mis abuelos tenía un diminuto antejardín, unos rosales y a veces unos pensamientos que luchaban con el sol y el polvo de cemento que volaba de la fábrica de tubos de enfrente.

Todos aspirábamos ese polvo, la casa, los muebles, las plantas y nadie lo cuestionaba, solo pasábamos el paño por todo varias veces al día.

La reja del antejardín estaba cerrada. No parece importante, pero lo era, eso marcaba una decisión de mis abuelos de no salir y de no dejar a nadie entrar, justo como ahora, una especie de cuarentena personal ante la vida, así año tras año, la reja solo se abría para escasos trayectos.

El almacén de la vuelta, la carnicería, la feria, y mi colegio. Hoy en esta parte de la ciudad los paquetes llegan sellados y en arriesga en el trayecto, al que toca todo y me da una ilusión de normalidad.

Son las once y media, he escrito largos correos, he estado en reuniones virtuales en que todos lucen tranquilos y hablando de planes y metas como si no hubiera pandemia, sigo el juego, luce ya sucia e imagino los pies de los demás, sonrió.

Cuando mi madre se casó a escondidas y dejo la casa, se produjo el primer cierre de la reja, mis abuelos cayeron en silencio, los muebles perdieron sentido, el día a día se lleno de cosas que no se usarían más.

La vergüenza, la pena, llenó los espacios y nunca más hablaron con los vecinos.

Habían hecho todo para que pudiera estudiar, para que tuviera esa salida que ellos no habían tenido, el conocimiento, la profesión, ante esos ojos obreros era el escape a pesares de los que nunca hablaban.

Pero para su hija en ese mundo nuevo no encajaban sus padres y al mirarse en el espejo descubrió que podría con cuidado pasar como otra más, o al menos eso creía.

Estoy en el computador, casi termina mi jornada de la mañana, mando unos archivos y me levantó a la cocina.

Comienzo a picar la cebolla, mis hijos están comenzando a despertar y se asoman a verme, yo pico con destreza, en un momento veo en las mías las manos de la abuela, morenas, venosas, ágiles, manos que convertían todo en cálidos alimentos, preparo la paila, todo se vuelve un ir y venir por la cocina, tengo poco rato antes que deba de nuevo sentarme al computador y dejar de ser mi abuela.

Los niños comen animados, es el momento del día que compartimos, ese que da la idea que nada pasa, el rito del almuerzo

En el último mes los he visto más, he notado matices y hábitos que no había percibido, antes yo llegaba tarde y ellos conectados a sus equipos en realidad no estaban en casa, ahora hemos tenido que hablar.

La reja se cerró de nuevo el día en que mi madre me fue a entregar, en una poca bolsa venía mi escueto pasado y luego de una conversación con los abuelos partió.

Mis padres se habían separado, un raro experimento entre un joven profesional de buena familia que decide ser revolucionario y una joven de clase obrera que decide ser arribista, el revolucionario me dio un beso en la frente y partió tras su causa, mi madre me dejo con los abuelos e inició su vida sola.

El temor a que yo fuera en algo parecida a mis padres cerró también los postillos de las ventanas y corrió los visillos a perpetuidad.

Son ya las dos, lavada la loza, luce impecable.

Tomó un tazón de café y me preparo a escribir un informe, lo esperan para hoy, torrentes de adjetivos, sustantivos, ilativos, conectores, una catarata que concluye, cuando el correo parte para que alguien a su vez en su casa empiece a decorticarlo y pasar su tarde en ese pedregoso texto.

El ropero estaba cerrado hacía años, al abrirlo los libros resbalaron por decenas y sentí que había encontrado un tesoro, olvidados desde la época de universidad de mi madre, ese fue el golpe de suerte de mi infancia.

Ha terminado la jornada, me desconecto de la plataforma de mi mis libros, y como entonces en la escalera de los abuelos me siento en el piso y me pongo a leer, está probado, así cruce rejas y puertas de niña, ahora cruzo a espacios inmunes y distintos, mundos en que los protagonistas tienen otras preocupaciones que una pandemia mortal.

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