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Lilia Hernández Vergara

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Marcela Cortés

Marcela Cortés

Hernández Vergara

Lilia Hernández Vergara (Santiago, 1971) Licenciada en Educación y Profesora de Castellano en Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.

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Ha cursado estudios de Psicología en Centro de la UNED en Buenos Aires; Pintura al Óleo en Centro Cultural de Curicó; Pintura en Acrílico en Santiago; Terapeuta de Chi Kung en La Serena.

Publicaciones:

La Carta Póstuma. Ensayo sobre las voces chilenas del suicidio, Dunken, Buenos Aires, 2008.

[Distinción de Sociedad Argentina De Escritores de San Juan. REPORTE DE INVESTIGACIÓN en 1° Jornadas Latinoamericanas sobre Prácticas del Conocimiento, Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Caleta Olivia, Argentina]

Ficciones detrás del espejo, Ilustre Municipalidad de La Serena, 2011. [Primer Lugar en Premio Fondo Editorial Manuel Concha 2010, Género Cuento. Distribución por E-booksPatagonia y Biblioteca Digital de Chile].

Kathartes. El cóndor que soñó con encontrarse a sí mismo, Editorial Forja, Santiago, 2012. [Declarado de interés en educación].

Las doce agujas del reloj, Autoedición, Santiago, 2016. [Primer Lugar en 23° Premio Municipal de Literatura de San Bernardo, Género Cuento, Obra Editada].

Entre rieles, Caligrama Penguin Random House, España, 2018.

HACIA LA ARCADIA

Curioso este deseo de recuperar el tiempo pasado, pensaba –hace un tiempo solo meditaba, ya no hablaba, un silbido nasal aparecía, entre palabra y palabra, y no me atrevía a pronunciar nada–, entretanto conducía por la sima de la cordillera hacia arriba, por un angosto pasadizo. co; sino más bien una pregunta intuitiva e intrigante que me surgía desde hace algún tiempo, acerca de si la humanidad –mamíferos que se han diferenciado de los demás primates por tener pies y manos bien diferenciados– fue siempre igual.

En tanto la naturaleza apenas daba muestras de su descontento, empezaba a llover y sabía que cada gota podía ser fruto de nuestra irracionalidad. En qué momento despertó la tierra, nuestra casa. Cuando dejó de sentir aquella atracción con la energía solar, dejó también de ser sustanciosa; simplemente por falta de energías calóricas; en ese momento, tal vez, comenzó a alimentarse de descargas histéricas y sentimentales de animales y seres que obraron como autómatas –dijeron llamarse humanos, pero en realidad fueron mediadores o mediatores entre el bien y el mal– y así, dieron inicio a su evolución hacia la adquisición de poder. Entonces se desataron grandes epidemias imperialistas, (Quién iba a imaginar que descubrimientos los antropoides, con cráneo voluminoso, gran desarrollo mental y facultad de hablar. ¿Sabrían los esposos Curie que el polonio o la radiación –que tanto bien haría para combatir el cáncer–, serían la fuente de energía nuclear y de la bomba atómica o, en qué manos pararían?)

Bajo un puente consumado en lágrimas. Suenan sirenas en el aire y como joven voluntario con solo un ideal en la mente, por la raza inmejorable y la poli-religión, me levanté lidiando con posturas xenófobas. En nombre de Dios, peleé en la cruenta guerra y aprisa apreté el detonador. Veinte, diez, miles de imágenes me asaltaban. Niños llorando, mujeres usurpadas por sus amantes, mis ojos nublados, desorbitados por los gases. Y fui quedando ciego bajo el holocausto; luego, lejana, vislumbraba la luz que alimentaba mi espíritu.

Llovía torrencialmente, llevaba la calefacción encendida para que no se empañara el vidrio y me quité el gabán. De tiempo en tiempo, miraba mi rostro en el retrovisor; desde algunos días que –extrañamente– mis cabellos se habían emblanquecido y mi barba crecía blanquecina. Ya iba en la segunda galería subiendo hacia la sierra y la inquietud me carcomía el alma. ¿En qué momento el género humano comenzó a evolucionar para mostrarnos la fuerza del progreso?, ¿cuál sería mi siguiente misión? Iría a Egipto a buscar un nuevo hallazgo, un aerolito que despertara la polémica de la potencial

vida fuera de este planeta – ¿existente desde cuándo? –. Peregrino en mi terruño me sentía. Ya no podía seguir en vehículo; los montes me cerraban el viaje.

– Buscaré refugio hasta que termine la tormenta y seguiré mi rumbo a pie, ese es mi destino –me decía a mí mismo. Vi un resplandor a lo lejos y me dirigí hacia él. Pero este se alejaba cada vez que me acercaba.

Y tarde, mal y en vano, seguía caminando. Aunque trataba de seguir la ruta que me indicaba aquel faro, el roquerío que me rodeaba y la tempestad desconocían mis huellas. Comencé a correr y me detuve agitado, con la respiración entrecortada por esos molestos silbidos nasales que empezaban a ser más constantes, como si necesitara balitar a los cuatro vientos lo que sentía. Sabía que allá abajo la tierra se defendía del progreso. Aquellas primeras apariciones de una posible manifestación de crecimiento, desarrollo o reproducción en el exterior de ella; hicieron que el benefactor de los animales saciara su incertidumbre.

Después que terminó la guerra, me seleccionaron y conforme con años de prueba, era el elegido junto a otros dos compañeros para viajar a la luna. La posibilidad de encontrar vestigios de actividad orgánica apar sólido territorio –esa probabilidad ha existido desde que Andrómeda o Messier hicieran patente que no éramos la única nebulosa o galaxia en el Universo– quizá aquella incertidumbre embargó al común de los mortales, a partir de que Schuwarzschild o Hawking teorizaran “los agujeros de gusano” (la verdad desde siempre), acaso pensando en lo que sucedería –si destruimos esta, viviremos en aquel cuerpo celeste– claro está, solo los escogidos. Prontamente, los de conocer la genética humana que les permitiera crear un ente puro, conservando y protegiendo este espécimen; pretexto para acreditar –en el más remoto de los supuestos– que era el más inteligente.

Buscaba un alienígena que me dijera cómo preservar la “aparente especie”. Suspendido en el espacio, sin gravitaciones, indagaba incesante. Me hubiera quedado allá de no ser porque debía cumplir una misión internacional. Y lo encontré, era un ser enjuto por el hambre, con ojeras por el cansancio, que me atisbaba con desprecio por el vidrio del casco que, en la absoluta oscuridad, se volvía un espejo. Sin embargo; volví con las muestras de la probabilidad; posibilidades siempre hay y ¿por qué no?, si están en todas partes.

Este trozo de roca que se desprendió de la tierra, hija de poetas y profetas, no me aconsejaba ni guiaba como otras veces. Oculta la luna, también se defendía de nosotros. Era otro destello el que perseguía y con un Hacha iba surcando el camino oscuro, pero la niebla no me permitía avanzar y el viento torrentoso arreciaba vigoroso. De pronto, ágil como

el viento, embestí la pira con la testa, me toqué la cabeza por si me había dañado y noté que me crecían dos protuberancias que la hacían más fuerte, tantas veces arremetí que caí abruptamente al suelo, exhausto, mirando hacia arriba, pendían copos de la nevisca que en seguida se deslizaban por mi rostro. Al día siguiente desperté, sepultado en cristales de nieve –sabía que era otro día no por un haz de sol; sino por mi intuición– me levanté, encogido por el frío.

Examinaba fuera de mí una respuesta, que tendría al analizar aquel desestatismo colectivo y acelerado en que vivíamos, aquel que llamamos progreso y que solamente producía desequilibrio en la capa de ozono. Nuestro agónico mantillo se remecía, protegiéndose de genes nuevos y externos que venían a prolongarnos. Tremere. Y cada placa en movimiento temblaba y rilaba cada partícula nuestra. Parado en el risco, veía como caían rocas con el temblor. Ecuánime. Observé mis pies, tenía patas de macho cabrío. No me molestó –puedo escalar mejor – meditaba y rumiabaa. Esto me alentó a seguir mi búsqueda circular. Cabriolando subía, sabiendo que abajo la tierra se resolvía contra cada creatura suya hasta volverla un estiércol color ocre, podía oler el hedor ardiente –percibía olores nuevos como el de mi celo o el de la hierba mojada– y podía sentir los gemidos de algún espécimen evolutivo.

No era un exterminio; más bien se trataba de un dictamen colectivo. Sí, porque el Homo sapiens sentenció y, llegar al cenit del proceso. Desde ahí, casi en la cima de la cordillera podía ver el polvo suspendido. Tal vez estábamos estabilizados. Corría cada vez más rápido –para no perpetuarme con aquella especie abandonada– como Fauno subía en forma circular hacia la cumbre blanca... blanca...

Antes de entrar en aquella clara sala, debíamos quedar libres de gérmenes y colocarnos unos trajes antisépticos. Así podríamos ser parte del gran descubrimiento del Siglo. Necesitaban no solo de mi experiencia de observador para lograr un avance en la clonación humana; sino también de mi cuerpo para experimentar. Ahora, soy un ser híbrido; no me siento una abeerración porque voy en busca de la Arcadia que, aunque lejana, me espera.

* Mención Especial en Certamen Letras Argentinas de Hoy 2005, cuento “Hacia la Arcadia”. Publicación en Antología II Letras Argentinas de Hoy 2005, Buenos Aires: Editorial De Los Cuatro Vientos (ISBN 987-564356-4)

* Pertenece al libro Ficciones detrás del espejo, Primer Lugar en Premio Fondo Editorial Manuel Concha, Ilustre Municipalidad de La Serena (75 páginas, 500 ejemplares, R.P.I. 206.449, ISBN 978-956-9148-01-9)

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