e l b l ue s de san vicente JesĂşs Montalvo
Departamento de mostros perdidos 3
Algunos de los cuentos que dan vida a este engendro se publicaron anteriormente en donde se indica: "El asombroso comportamiento conyugal" (Tijuana es su centro, Kodama Cartonera), "Bicho" (Cuadernos de sangre, El lobo y el cordero, 2011), "Mi casa es mi casa" (Revista Penumbria, 2013), "El blues de San Vicente" (2014) y "Chak Muuch" (Revista Ánima Barda, 2015).
El blues de San Vicente Edición digital, 2015 D. R. © Jesús Montalvo D. R. © Monomitos Press Tijuana, B. C., México http://monomitospress.blogspot.mx Twitter: monomitospress Diseño y edición: Néstor Robles Ilustración de portada: Jesús Montalvo Colección Departamento de Mostros Perdidos
Hecho en Tijuana / Impreso en Mexicali Made in Tijuana / Printed in Mexicali
Para Guadalupe Hernández, mi madre, con amor. Para Berenice Benítez Camou, mi motivo. Para Raúl, Josué y Noé Montalvo, mis hermanos, por nuestra infancia disfrutando los terrores de Tales from the Crypt.
contenido Bicho 9 Hijos de Dios
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El blues de San Vicente
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Suo tempore 45 Una jornada y una maleta
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Mi casa es mi casa
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Hugo Camou
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El asombroso comportamiento conyugal 89 Un libro, un violĂn y algunas referencias literarias Chak Muuch
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EpĂlogo 135
Bicho
Q
Distintos gremios lo buscaban. El gobierno, magnates, ocultistas, corporaciones criminales. Ofrecían millones de dólares por su captura, de preferencia vivo. Conocían su historial completo, lo cual le dejaba escasas probabilidades de salir ileso. Su don fue descubierto accidentalmente; un grupo de asaltantes mediocres, al querer desvalijarlo, descubrieron mortalmente que se habían metido con el tipo equivocado. Quién imaginaría semejante anormalidad en aquel muchacho enclenque. La noticia se difundió hasta llegar a oídos de los grandes dirigentes. Bicho ya no pudo regresar a la universidad, ni al empleo de repartidor de pizzas, ni a su departamento. Tampoco volvió a ver a su familia. Minaron de espías y cazadores cada sitio frecuentado por él. Pronto se convirtió en prófugo. No confiaba absolutamente en nadie. Tener 19 años y saberse perseguido por medio mundo es razón suficiente para enredarse en las telarañas de la paranoia. Se vio orillado a pernoctar bajo frías noches 9
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de lluvia, compartiendo colchón con las ratas. Buscaba refugio en las iglesias, andenes del metro, basureros, catacumbas de podredumbre. Dolorosamente, lleno de miedo y vergüenza, aprendió a mimetizarse entre la escoria de la sociedad, ganándose el respeto de pordioseros y canallas de variadas índoles, subsistiendo de lo que podía encontrar, robar, arrebatar en la ley del más fuerte. Y esto requería, por consiguiente, de sus sobrenaturales habilidades. Siempre ayudando a los jodidos, intentando enderezar causas perdidas en las oscuridades de los barrios. Una especie de Robin Hood de las cloacas. Su apodo se hizo leyenda. Bicho, el defensor de los marginados. Pero incluso en sus dominios se le perseguía, nunca faltó algún soplón que por pocos billetes delatara su paradero. Sin embargo, otros más agradecidos lo ocultaban de sus perseguidores cada que se presentaba la ocasión, y negaban tajantemente, aun bajo tortura, conocer al “fenómeno”. Muchos inocentes murieron, defensores leales, chivos expiatorios voluntarios. También los tipos duros tuvieron sus bajas. Espías desaparecidos, delincuentes muertos entre escombros agusanados, militares abatidos por viscosidades lacerantes, policías envenenados con aguijones de locura, médiums y brujos enloquecidos por grotescas pesadillas acerca de larvas descomunales y colmenas infinitas. Los diarios del país, principalmente amarillistas, no se cansaban de publicar notas nefastas acompañadas de 10
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fotografías que, debido a la mala calidad, hacían parecer a Bicho como un Pie Grande entrevisto en el bosque. Aquella noche, luego de tomarme unas copas en La Abeja Feliz, las cosquillas del alcohol me hicieron seguirle los pasos a una rubia que me había prometido amor a buen precio. Sus piernas me llevaron a una esquina desolada donde descubría la trampa. La rubia silbó en clave e inmediatamente me rodeó una bola de pandilleros. Di media vuelta con la intención de echar a correr, pero un zapato del nueve se estrelló contra mi estómago, dejándome tendido en el asfalto. Antes de recibir lo que con toda seguridad hubiera sido la golpiza de mi vida, algo raro sucedió. Uno a uno, los pandilleros fueron cayendo sin motivo aparente, incluyendo a la rubia. Murieron escupiendo espumarajos fosforescentes, de cuyas babas emergieron efímeras luciérnagas. Cuando me puse en pie, miré un hombre perderse en las sombras de aquel barrio violento. Con miedo pero agradecido, decidí alcanzarlo. A partir de las calles Madero y Salman podías considerarte muerto. Allí eras blanco fácil de atracadores, sicópatas, violadores y un extenso etcétera de malnacidos. Tu cuerpo e integridad completa se convertía en pudín de alimañas. Un perro desollado, pendiendo de una cuerda, fue mi primera advertencia. Con lo que me encontré después bastó para que devolviera los güisquis de La Abeja Feliz y las albóndigas de la tarde. De haberse tratado de una historieta, las imágenes habrían estado repletas de onomatopeyas pegajosas y susurrantes, con trazos sucios de pulso 11
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fuerte. Lo que sin duda constituía un estrecho y largo callejón en el pasado, ahora semejaba un túnel de inframundo. El hedor malsano lagrimeaba los ojos y producía cosquilleos desagradables en la nariz. Un techo orgánico, formado de tejidos púrpuras enmarañados impedía la entrada de la luz lunar. Las paredes estaban tapizadas de protuberancias carnosas, mezclas de cadáveres de ratas, gatos y restos humanos. Cientos de gusanos, grandes como pepinillos, reptaban en aquel festín. Aunque sobrecogido por la impresión del entorno, mi cerebro abrió un espacio para notar la ausencia de moscas. No había una sola de estas en el lugar a pesar de la podredumbre. Cucarachas sí, pero de moscas nada, era increíble, como si estas respetaran al dueño del territorio. Las regadas e inclasificables sustancias se me habían embarrado hasta los tobillos. El deseo de conocer cara a cara al famoso personaje me condujo a un segundo callejón todavía más retorcido. La exagerada cantidad de restos humanos diseminados allí me provocaron, hasta entonces, un razonamiento claro de la situación: Ya no podría escapar. De cualquier manera lo intenté, y al querer hallar una salida, quedé atrapado en una especie de telaraña gigante. Mis forcejeos desesperados resultaron inútiles. Mi envalentonada estupidez se disolvió de súbito, dando paso al terror. Comencé a gritar. Guardé silencio cuando apareció la silueta andrajosa de un hombre delgado, embozado con el capuchón de su sudadera. Utilizó pocas y precisas palabras para insultarme. La voz pertenecía a alguien muy joven. Paradójicamente, la calma y determinación segura 12
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al hablar helaba la sangre, era el tono de quien se sabe poseedor de una clase de poder. Bicho. Horas después me liberó, una vez que se hubo convencido de mi sincero arrepentimiento. Recibiendo el calor de la fogata improvisada en un bote de basura metálico, conversamos largo y tendido. Me contó su historia, la cual, como el lector ya sabe, vertí en mi famoso libro Bicho, ¿amenaza o salvación? Decidí, por un tiempo, ser su escudero, heraldo, informante, negociador. Gané su confianza y amistad. Combatí a su lado en las calles, hicimos justicia allí donde la ley y el orden no posan la mirada, burlamos cientos de veces al ejército, mandamos al manicomio a unos cuantos testarudos, volamos caravanas de patrullas policiales cada que estas se atrevían a pisar nuestros terrenos. Las tácticas invasivas de los perseguidores se tornaron constantes, desenfrenadas, idiotas. Como última estrategia recurrieron a los ataques químicos. Muertes en masa por intoxicación dentro de centros comerciales, malformaciones en personas a causa de comida contaminada, radiactividad en los animales de las alcantarillas, todo con el afán de atrapar a Bicho. Este se sumió en depresivas cuestiones, sintiéndose culpable por los inocentes que caían, directa e indirectamente, debido a él. Para guardar las apariencias, la prensa le adjudicó los desastres a los terroristas. La ciudad completa era un coto de caza. Bicho empezaba a contarme de un viaje que siempre había querido realizar, en otro continente, un sitio en las montañas donde se podía estar en perfecto 13
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anonimato. Entonces yo tracé un plan. Debíamos poner fin a la guerra. Sólo la noche fue testigo de lo que hice. Llamando desde un teléfono público, delaté la ubicación de Bicho. En menos de veinte minutos, grupos armados del gobierno invadieron el barrio, disparando contra cualquier forma en movimiento. Los aullidos de las sirenas y de los helicópteros sobrevolando la zona ahuyentaron a la mayoría de los pordioseros. Las explosiones de las granadas ocasionaron considerables incendios que abrasaron callejones. Me mantuve oculto cuando cercaron a Bicho. Lo instaron a que se entregara. Por supuesto, no aceptó. Por primera vez lo tenían acorralado, pero al ver que sería imposible apresarlo, abrieron fuego. Después de que cesaran los disparos, seguramente esperaban ver un cuerpo acribillado regando de sangre el piso. Sucedió otra cosa. Bicho estalló en forma de insectos de diferentes especies, durante unos segundos volaron en círculos, ruidosamente, presumiendo sus múltiples aspectos, colores y tamaños. Los zumbidos eran enloquecedores. Se creó una nube de alas membranosas, aguijones, antenas, apéndices fibrosos, y se elevó lenta, con la cadencia de un globo aerostático, para luego perderse en el cielo nocturno. Al día siguiente, el rostro fofo del presidente del país aparecía en todos los televisores, noticiero tras noticiero, informando el fin de “la terrible amenaza que por años cobró la vida de miles de ciudadanos honestos y productivos. Todo ha terminado. El brazo fuerte de la Ley ha logrado la captura de David Ezequiel Gómez Ibarra, 14
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alias Robin Hood Volador, alias El Insectoide, alias Niño Mosco, alias Santo Verde, alias Bicho”. Durante varios meses se difamó el nombre de Bicho. Le inventaron una edad mayor a la que tenía, le crearon un larguísimo historial de crímenes y atentados en distintas naciones, lo vincularon con la mafia china, con terroristas de Medio Oriente… jamás mencionaron que, para mucha gente, aquel joven de aptitudes especiales representaba un verdadero hacedor de justicia, una leyenda viviente, un héroe. El plan había dado resultado. La muerte simulada de Bicho. La noche de la emboscada, las balas de los grupos armados dieron contra el objetivo, pero no lo dañaron, aunque ellos creyeron que sí y dieron por hecho la aniquilación. En lo que a mí respecta, regresé a la vida rutinaria, a mis antiguos vicios y obligaciones, dándome el tiempo suficiente para escribir el libro que me catapultó a la fama. Los detractores critican mi escritura (no los culpo) y me tildan de mentiroso. Les conviene creer eso, supongo. No me interesa qué piensen o imaginen. Mis ejemplares se siguen vendiendo como pan caliente, con la celeridad que se despacha la cocaína, haciéndole honor al nombre de Bicho y, seamos honestos, permitiéndome visitar los bares y restaurantes más costosos. Los lectores se preguntarán a qué viene todo esto, si ya lo escribí antes. Pues viene a que hace unos días me visitó gente extraña, me interrogaron con malos modos y amenazas. Los corrí prometiéndoles una demanda millonaria. Y la mañana de ayer, mientras salía del hotel 15
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donde me hospedo, recibí dos balazos en la pierna derecha. Pienso firmemente armar un buen escándalo en televisión, radio y cualquier medio para dar guerra. Ahora que soy influyente me será fácil conseguir los nombres de mis agresores. Por cierto, a Bicho no termina de gustarle el libro. Dice que lo glorifico.
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H ijos de D ios
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Para los hermanos Arturo y Edison Gómez-Krauss, Avante Pifaria
La familia Endriagos vivía prácticamente en medio del desierto, alejada de la polución y el ruido urbanos. El hijo mayor, montado en una motocicleta destartalada, visitaba la ciudad sólo cuando necesitaban abastecerse de víveres. No tenían luz eléctrica ni agua corriente, pero eso era un mínimo precio a pagar por la tranquilidad y el anonimato. Sus vecinos más cercanos habitaban a seis kilómetros, hacia el Este. Un territorio rocoso ocultaba a los Endriagos de la carretera, de los posibles curiosos. En el terreno había una casa con porche, una huerta fallida, un árbol retorcido con columpio, un abrevadero para los perros y el cascarón de un viejo Ford-T. Argos, gorro de estambre calado hasta las cejas pese al calor, protuberantes músculos regados por todo el 17
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cuerpo, se encontraba sentado en el suelo de la cocina, con los pies desnudos, sacándose la mugre de entre los dedos. De pronto su hermano menor, Mosca, entró corriendo y se detuvo resoplando. Era un niño de siete años, escuálido y encorvado. Sus jadeos de fatiga se escuchaban amortiguados dentro del casco espacial: caja de cartón, un alambre pegado a un costado con cinta adhesiva, y una abertura mal hecha a manera de visor. Apenas se le veían los ojillos negros. —Es increíble la cantidad de porquería que se cosecha cuando llevas algunas semanas con los mismos calcetines —dijo Argos, calzándose las botas vaqueras. —Alguien viene —dijo Mosca. El traqueteo de un motor comenzó a escucharse en la distancia. —Cálmate, se podrían despertar los viejos —Argos se levantó y salió al terreno reseco. Un automóvil frenó dejando momentáneamente una estela polvorienta tras de sí. Los perros ladraron asustados. Argos los hizo callar a gritos. Estos se escabulleron gimiendo en el porche, temiendo una paliza. El hombre que bajó del auto llevaba en el cuello el moño más ridículo jamás visto en la Historia de los Moños. En la mano izquierda cargaba un maletín marrón, y en la diestra un pañuelo que guardó luego de enjugarse la calva. No estaba impuesto al sol, lo delataban las mejillas quemadas. —Muy buenas tardes —dijo en tono cordial, sonrisa amplia, reluciente a decir verdad—, mi nombre es José Mariscal y vengo… 18
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—A venderme baratijas —se adelantó Argos con su voz cavernosa. Había plantado sus dos metros de estatura cerca del abrevadero, con los enormes brazos puestos en jarras, frunciendo el ceño por el sol progresivamente endiablado. La sonrisa perfecta del vendedor se desmoronó, dejando el gesto en una mueca como las ruinas de un asombro, pero se sobrepuso y extrajo de su maletín un catálogo grueso que entregó al gigante insolente. —Aunque no soy cualquier vendedor, déjeme decirle. Tengo fama de conseguir cualquier cosa habida y por haber. Quince años recorriendo el país me respaldan. Con gesto desinteresado Argos pasó rápidamente las páginas, ensuciándolas con los las yemas de los dedos. Devolvió el catálogo al vendedor, quien lo recibió sonriente, la sonrisa de quien ha encontrado un nuevo reto. —No vio nada de su agrado. —No, así que buen día y adiós —retumbó Argos. —¡Hey, qué tenemos aquí! —José Mariscal ignoró al cliente y dirigió la atención a Mosca, que se estaba acercando con su cuerpo flaco y su casco de cartón—. Deja adivinar quién eres, ah, ya sé: Flash Gordon. —Buck Rogers —corrigió el niño, y señaló el cascarón del Ford-T—. Esa es mi nave espacial. Los hombres rieron la ocurrencia infantil. Luego callaron de súbito. José suspiró, se pasó el pañuelo por la calva y posó la vista en la casa. —Bonito porche. 19
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—Gracias, yo mismo lo levanté —dijo Argos—. Ahora, quiero terminar con esto, hay muchas cosas pendientes por hacer, y usted parece no desistir hasta venderme algo. —Bueno, ejem, dicho así suena un poquito agresivo. —Como sea, le compraré una de sus baratijas, a condición de no volver a verlo jamás por aquí. ¿Escuchó claro? Jamás. —Lamento haberlo importunado. Simplemente me marcharé —José Mariscal se quitó el moño, desabotonó su camisa y echó catálogo y maletín en el asiento trasero de su coche, entre un montón de artículos. La verdad ya quería largarse, se sentía al borde del llanto en aquel páramo, frente a ese tipo agreste, quizá un criminal. Mierda, cuarenta años de edad y Mariscal estaba a casi nada de soltar el llanto. —¡Ahora! —ladró Argos cuando el vendedor se trepó al volante —. Me venderá algo, lo que sea. Mosca se sobresaltó ante el repentino enojo de su hermano. La historia se repetía otra vez. Argos ahuyentando a las visitas, a los entrometidos. Cuidar de la familia, esa era la consigna impartida por los viejos. Pero, ¿qué culpa tenía el vendedor de todo el asunto? Pobre hombre, se le notaban los ojos llorosos. Mientras no me quite el casco, pensó Mosca, mientras no me quite el casco o mi hermano su gorro, no pasará nada. José Mariscal, tembloroso, mudo, mostró por la ventanilla un balón de soccer y un libro en pasta dura. 20
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—Conan o el balón —dijo Argos. —Conan —dijo Mosca. Argos pagó el libro. El automóvil del vendedor se puso en marcha, avanzó como caballo cansado, luego cobró brío, bordeó el promontorio rocoso, se metió en la carretera y desapareció. —Parecía un buen hombre —dijo Mosca. —Las apariencias engañan —aseveró su hermano. Regresaron al interior de la casa. En la cocina, sentadas a la mesa, dos figuras descarnadas y reptiloides, de extremidades tentaculares y amplias bocas de batracios: los viejos, los papás, se habían despertado. El hijo mayor sirvió la cena, consistente en carne cruda, arroz en mantequilla y poco más. Los cuatro ocuparon las sillas. Antes de dar cuenta del menú, Argos se quitó el gorro de estambre, como era debido, para bendecir los alimentos. Mosca siguió el ejemplo, quitándose el casco espacial. La familia Endriagos rezó en silencio. Argos cerró la oración con un “amén” sonoro, fúnebre, de catedral. Y abrió los ojos, todos los ojos, distintos tamaños, distintos colores de iris, treinta lóbulos satisfechos con Dios. Su cabeza recordaba una roca viva tachonada de piedras preciosas, gemas, rubíes, diamantes oculares mirando en 360 grados. En cambio, cualquier idioma era inútil para describir lo que el pequeño admirador de Buck Rogers cargaba por rostro. Afuera se escuchaba el rumor previo a las tormentas de arena. 21
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Mosca disfrutaba, para antes de dormir, que su madre le leyera, sin falta, el cuento de “Juan sin miedo”. Prestaba atención, con ojos de asombro, a la historia del joven valiente que había convivido una noche entera con fantasmas, duendes, brujas… y monstruos. Al terminar el relato, la madre, caminando despacio, cojera lastimosa, colocaba el libro sobre el buró. Con tentáculo trémulo santiguaba a su hijo, le daba un beso pegajoso en la frente, apagaba las velas y salía del dormitorio arrastrando unos pies contrahechos ocultos por la falda abombada. Mosca sabía que el personaje del cuento no existió en la vida real, pero nunca descartaba la posibilidad de conocer a alguien así.
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El
b lu e s d e
San Vicente
Q
El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto. Salman Rushdie, Los versos satánicos.
San Vicente, Sonora, México, 11:49 A.M. Manos al volante, espalda empapada de sudor, sed. Josué recorre la desértica carretera bajo el sol agobiante ya a temprana hora. Le ha gustado la novela, reúne lo necesario; personajes bien estructurados, desarrollo interesante, tono peculiar en la narrativa. Lo esencial para, con adecuada publicidad, convertirlo en best-seller. Apenas un punto impreciso en el horizonte, se adivina el pueblo. Josué admira el paisaje y una sonrisa le parte el rostro. Le hace gracia la obstinación de ciertas personas que se afanan por establecerse en regiones inapropiadas, como los habitantes de Alaska, por ejemplo, 23
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donde es normal que la temperatura descienda treinta grados de golpe. O este lugar reseco, en el cual resulta difícil respirar a causa del clima bochornoso. Piensa en su amigo Posada, Antonio Posada, quien nació aquí, está acostumbrado, en cambio él, Josué Mendoza, gracias al Cielo estará dos, tres días quizás, y el viaje bien vale la pena. Paulatinamente comienza a tomar forma un letrero borrado por la intemperie: Bienvenidos a San Vicente. Aminora la velocidad a la orilla del camino polvoriento, observando a tres buitres. Se dan tremendo festín con los restos informes y putrefactos de un animal seguramente arrollado por las descuidadas llantas de algún trailer. El hedor es fuerte. Josué continua la marcha diciéndose que ya vio lo suficiente. Sale de la carretera y entra al pueblo. Ante su periferia se desplazan casas achatadas, porches, locales raquíticos, una licorería rotulada con el águila de la cerveza Tecate, patios resecos, puertas abiertas, un sombrero vaquero tirado en plena calle, dos autos mal estacionados. Ninguna persona a la vista. Obvio, piensa Josué, es sábado y lo más óptimo es encerrarse a cal y canto, prender el aire acondicionado y destapar una cerveza. Pero el sombrero abandonado le ha dejado una imagen dislocada que le hace recordar, por alguna razón, la serie en blanco y negro de The Twilight Zone. Habitualmente, se dice, los sombreros van sobre la cabeza. Sonríe ante la sensación rara que puede suscitar un objeto fuera de su sitio. 24
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La gasolinera se asoma unas cuadras adelante pero Josué decide cargar el depósito después. Se estaciona junto a una fonda, en el lado de la sombra, ojalá y así se enfríe lo que ya parece un caldero con cuatro ruedas. Toma el maletín del asiento trasero, ansioso por dar la noticia, también ansioso por un cigarro. Se apea del auto, siente el aire sofocado, pesado, casi palpable. Al primer paso escucha un crujido baboso bajo el zapato; ha pisado un alacrán y, aunque no conoce mitos de mal agüero relacionados con alacranes, lo presiente como una mala señal. La fonda no tiene puerta, al parecer la han arrancado de tajo. Hay trozos de madera aún pegados a los goznes retorcidos del marco izquierdo. Josué quería una bebida helada, tabaco, una dirección apuntada en su libreta. Ahora maldice el haber entrado. El local se encuentra vacío, la pestilencia a guisado rancio le cosquillea en las fosas nasales. Las mesas son un revoltijo de trastes sucios y manteles embarrados de grasa. Moscas zumbando como misiles alrededor de la comida descompuesta. Algo anda mal, lo sabe sin ponerse a pensarlo. Retrocede hasta llegar de nuevo a la puerta… en su cerebro ya relacionó el sombrero abandonado con este lugar. Antes de hacerse cualquier comentario chistoso para aligerar la incertidumbre, una voz femenina le interrumpe el discurso. —Buenas tardes, bienvenido a San Vicente —dice la mujer sin dirigirle la mirada. Está pegada al auto de Josué, inspeccionando el interior desde la ventanilla del copiloto. Es fea, alta, sucia y despeinada. De pronto, indolente, 25
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se lleva una mano atrás y comienza a rascarse el trasero sin separar la vista del auto—. Seguro viene de muy lejos. —Del meritito sur, como dicen ustedes —Josué pretende ser amable y piensa que aun en los pueblos más pequeños la gente cuenta con pordioseros, como si esto fuera en verdad un requisito de civilización. La mujer respinga. Por primera vez lo mira, directamente, con ojos inteligentes, ofendidos, como si le hubiera leído el pensamiento. Entonces habla, con una voz sin acentos, una voz plana: —Que se pudran los del meritito sur. Ustedes no saben lanzar los dardos. Gusanos mierdosos, púdranse —se acerca despacio, cojeando. El pie izquierdo, descalzo, muestra costras de mugre. El derecho es un muñón goteando sangre fresca todavía. Josué deja caer el maletín y se aleja de la mujer. Quiere llegar a la otra acera, tocar puertas, pedir ayuda, no estar solo. Pero ahí donde no había nadie, ahora hay una anciana decrépita asomada a la ventana de un hogar; ahí donde no había nadie, ahora hay dos muchachos con las miradas perdidas y las ropas hechas jirones afuera de la barbería; ahí donde no había nadie, ahora hay un gordo gigante, machete en ristre, corriendo directo hacia Josué. Josué Mendoza, 46 años, casado, amante de su oficio, dos hijos lindísimos, coleccionista de pipas, es perseguido por un loco descomunal que sin motivo aparente le quiere hacer daño. Josué dobla calles, grita pidiendo auxilio, salta una verja de madera, resbala, avanza un trecho a rastras, se incorpora, se estrella contra un buzón. Se levanta y 26
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sigue corriendo. Corriendo. Sus pies nunca habían corrido tanto. Un edificio de tres plantas presume dos letreros, Cantina y Motel. Josué se mete al estrecho pasadizo formado por el muro de la cantina y una valla metálica. No sabe a dónde ir. Se detiene recargado de espaldas contra la valla, y mira sin mirar unos garabatos ilegibles pintados en el muro, un graffiti carente de talento. Los pulmones parecen próximos a estallar: fumar dos cajetillas de Marlboro al día durante 23 años no ha caído en saco roto. El maniaco vuelve a parecer, oscilando el machete, en la entrada (o en la salida, según se vea) del pasadizo. Pero ahora, en el otro extremo, se planta un segundo hombre. En la mano derecha apunta un revólver con el ineludible propósito de matar. Entonces sí es un callejón sin salida. Josué se orina encima y no le importa. Cuando el potente estruendo se produce, él ya está felizmente desmayado. 1:40 P.M. Primero detecta un sonido familiar, el motor de un refrigerador. Luego un ligero traqueteo acompasado, un ventilador portátil. Voces. Abre los ojos y ve personas a su alrededor. Por impulso decide correr, buscar la salida, pero se descubre esposado a un tubo que sobresale de una banca soldada al piso. Grita. Las personas en torno a él se muestran pacientes. Son tres, un adolescente pecoso con un extravagante 27
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sombrero de paja; una mujer rechoncha, bajita de estatura, rostro sereno; y un hombre flaco de bigote retorcido, cabello canoso y alborotado. Josué lo reconoce como el pistolero del pasadizo. Observan al esposado sin decir nada. Le dan tiempo y espacio para que deje de gimotear. Poco a poco se tranquiliza. La cantina es un desastre. Las ventanas y puertas están clausuradas con tablones de madera, impidiendo que se cuelen los rayos solares. La escasa luz del interior le brinda un neón de la Tecate tras la barra y dos lámparas paleolíticas colgadas del techo, tambaleándose sobre dos raídas mesas de billar. —Yo no hice nada —dice por fin Josué—. El loco del machete me quiere matar… —Cálmese —dice la mujer—, sólo cálmese para poder soltarlo. Está entre amigos. —Está bien, está bien, me calmo. Al muchacho pecoso se le ve medio borracho. Por el sombrero que carga, a Josué se le figura una especie de Tom Sawyer sonorense. La mujer por su parte comienza a limpiar un impecable bate de béisbol. Se nota que nunca ha sido utilizado. —Una de dos —gruñe el hombre canoso quitándole las esposas. Su voz es grave, como piedras en deslave—, o andas perdido o vienes buscando a alguien en especial. —Lo segundo —contesta Josué acariciándose las muñecas—. Se llama Antonio Posada, es escritor. —Era escritor —corrige el pecoso—. Fue de los primeros en morir. Lo enterramos como Dios manda. 28
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—Era mi amigo —dice Josué. —Era mi hermano —dice el canoso de bigote retorcido. Se presentan y estrechan manos. La mujer se llama Luz, el pecoso se llama Luis, el canoso se llama Miguel, el recién llegado es Josué. Mucho gusto. Igualmente. Una hora antes, cuando se desmayó, Josué no vio al gordo enarbolar el arma cual vikingo. No vio, tampoco, cómo Miguel le interrumpió la trayectoria volándole a distancia la mayor parte del cráneo, ni el singular arco que describió el machete en el aire, seguido por el descomunal cuerpo inerte del gordo al estrellarse contra la tierra con un sonido seco de lonjas desparramadas. Nada de esto vio Josué, pero agradece en silencio a quien le ha salvado el pellejo. Miguel saca una cajetilla de cigarros y le ofrece uno. Tras encenderlo, Josué comprende que el infierno no es tan malo después de todo. Josué Mendoza y Miguel Posada ya se consideran camaradas. 2:09 P.M. Neumáticos chirriando se escuchan a lo lejos. Cristales rotos, un grito ahogado. Miguel retira cuidadosamente la tabla de una de las ventanas para ver qué ocurre. El ruido de las llantas se escucha un rato más, luego se produce un choque escandaloso, seguido por una explosión. Miguel vuelve a colocar la tabla en su lugar. Los otros esperan ansiosos. 29
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—¿Azul de cuatro puertas? —pregunta Josué ya resignado. —Sí —dice Miguel. —Chingada madre. 2:31 P.M. —¿Cómo puedo explicártelo? —Miguel se esfuerza en ordenar los eventos desde su puesto de cantinero, limpiando un vaso por pura fuerza de costumbre—. Óyeme bien, te contaré el asunto. Si no me crees ese será tú problema, no el mío. De cualquier manera ya estás aquí. —Creeré cada palabra —asegura Josué, listo para escuchar la sinopsis de una barata película de terror. Luz y Luis acomodan los codos sobre la barra. Conocen los acontecimientos, los están viviendo, quizá por eso esperan la historia, porque ellos mismos pertenecen y participan de ella. Josué mira su cerveza; al menos el trago le ayudará a sobrellevar la narración. Miguel suelta un suspiro antes de iniciar el relato. —Hace cinco días que las cosas se pusieron patas arriba… —Cuatro días —interrumpe la mujer. —Cinco, contando lo de don Chuy. Verás, Josué. Aquella noche mi hermano llegó bien asustado. Venía de con don Chuy. Don Chuy es… era la competencia. Había improvisado un bar en el patio trasero de su casa. Estaban estrenando un tiro al blanco. Bueno, el caso es que, según mi hermano, de la nada dos imbéciles comenzaron a 30
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pelearse. Nadie se metió a separarlos. ¿Pero sabes cuando terminó la pelea? Pues hasta que los dos bueyes se mataron. Imagínate, se mataron a golpes y los demás nomás se quedaron mirando. Yo le pregunté por más detalles, pero Antonio no supo decirme nada, sólo decía que había sido culpa suya, que el pleito comenzó porque él no había sabido lanzar los dardos. Como pensé que a lo mejor sí se había metido en broncas, lo dejé con un trago y salí volando directo al chisme. Cuando llegué los cuerpos todavía estaban allí. No había llegado ni la policía. Yo conocía a los difuntos, todos los conocíamos, y ninguno era problemático en realidad. Los de éste pueblo somos cabrones, pa qué te voy a mentir, pero no tanto como pa dejar que dos canijos se maten a madrazos. Más tarde dos patrullas se detuvieron un momento pero no quisieron hacer nada. Y como los muertos no tenían familiares y don Chuy siempre fue bueno (lo que sea de cada quien) pa la improvisación y la respuesta rápida, pues esa misma noche hubo funeral y entierro. Al día siguiente fue cuando de plano el pueblo se alocó. Varias horas después del entierro, el pueblo había despertado bajo una reverberación irreal. Destellos verdes, pequeños fulgores verdes y resbaladizos invadiendo las calles, autos, azoteas, botes de basura, alcobas, estufas, alacenas, cobertizos, retretes. Absurdo y sin embargo sucedió: ranas. Ranas frías, húmedas, brillosas, atolondradas en la tierra caliente. Perdidas o enviadas a razón de qué. Por las acuciantes tenazas del sol no pudieron durar demasiado, apenas lo suficiente para aterrar a las personas 31
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que ya se santiguaban, que ya estaban hacinándose en la iglesia, que ya estaban arrepintiéndose de todos sus pecados mientras barrían con asco y miedo los palmeados cadáveres que se pudrían en una licuefacción vertiginosa. Dejaron un persistente olor nauseabundo. Cúmulos desmesurados de sabandijas ardieron en gasolina, quemando los pecados que más tarde regresaron en forma de lluvia. Una lluvia ligera pero inusual para la temporada. La gente, tímida, se permitió la breve oportunidad de disfrutar la llovizna, bendición momentánea y burlona. Porque el agua trajo consigo o desenterró o hizo germinar monedas antiguas. Miguel Posada, desde su rudimentaria concepción del Mal, temió por el futuro inmediato del pueblo. Miguel anduvo y miró calles llenas de personas alborotadas. Se presumían las monedas, las exhibían como trofeos robados, se daban codazos, golpes eufóricos, patadas… ya asomaba los primeros dientes la locura. Así, inexplicablemente, se llevaron a cabo asesinatos sin sentido. Otros representaban, a la vista de quien quisiera verlos, las actividades que se realizaron en Sodoma y Gomorra pero en versión western. Algunos se automutilaban con el primer objeto hiriente hallado. Cuando Miguel regresó a la cantina encontró a Luis, su mesero, sellando las entradas, ventanas, puertas. Miguel se sumó a la tarea pensando que quizá Dios estaba perdiendo al ajedrez contra el Diablo. Antonio se encontraba en su recámara, bajo un revoltijo de papeles escritos y libros destripados, luciendo 32
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un agujero de bala entre las cejas: el suicidio como mecanismo de defensa. En dos horas, gracias a la tierra mojada (qué ironía), cavaron un triste hoyo y se le dio santa sepultura al escritor Antonio Posada. Al cabo de los días, el modesto arsenal de Miguel estaba sirviendo para sobrevivir. Lucharon en rescatar a quienes aún no habían sido tocados por la locura, pero no lo lograron. Sólo Luz corrió con suerte. Los demás morían asesinados progresivamente, o se les veía perderse en las casas, buscando sus propios refugios. Miguel ya no abandonó su revólver. Luz ideaba estrategias gastronómicas con el fin de administrar los alimentos y hacerlos que duraran. Y Luis, bueno, él inició su carrera en el lamentable arte del alcoholismo. Al tercer día, viendo que Dios había olvidado crear hierba verde y fruto en el desierto, Miguel subió a la azotea de la Cantina—Motel y se armó con cuatro cosas; una silla, un rifle, su inseparable revólver y una paciencia hosca. Contempló cómo muchas personas que antes conocía tan bien, ahora eran criaturas malsanas, marionetas grotescas capaces de asesinar a mordidas al más mínimo organismo viviente… hombres, perros, ratas, cucarachas. Y vio Miguel que no era bueno. 03:26 P.M. —Los que no tuvimos contacto con las monedas permanecemos ocultos —dice Miguel, cansado, frotándose los párpados con los dedos pulgar e índice—, 33
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buscando la manera de salir del pueblo. Todo se lo metieron por el culo. Chingaron los teléfonos, destruyeron las trocas, y pa’cabarla, los celulares no reciben señal en esta zona, por eso nadie usa. Algunos locos se hicieron astutos, aunque la mayoría ya no saben ni cómo se llaman. —Je, hasta los catalogamos y toda la cosa —dice Luis orgulloso. —¿Perdón? —por un momento Josué duda de la sanidad mental de sus contertulios. —Ven, verás. Vamos a la azotea aprovechando que hay sol —dice Miguel, comenzando a subir los peldaños que conducen hacia los cuartuchos de alquiler. Desde la azotea relativamente alta, el relato del cantinero cobra sentido. La vista alcanza casi por entero los cuatro puntos cardinales de San Vicente. Las calles cercanas a la cantina son visibles, luego se pierden entre techos planos, depósitos de agua, tejados, tendederos. Josué suda a cántaros. Pese a la situación, le da vergüenza no poder disimular el calor sofocante ante los demás. Estos, habituados al hábitat, se limitan a enjugarse la frente con las muñecas o el antebrazo en un movimiento rápido, natural, aprendido de la infancia. Asombrado Josué descubre lo que no vio cuando el gordo gigante del hacha lo perseguía. Cadáveres en las aceras, puertas hechas trizas, algunas casas quemadas, pequeños grupos de gente con aspecto de muertos, sucios, idos, caminando lento, arrastrando los pasos sin rumbo aparente. Sin embargo Josué advierte que en realidad las gentes se mantienen 34
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orbitando la cantina. La pestilencia humana deja un regusto amargo que se eleva hasta ellos. —Hay tres tipos de locos —dice Luz, usando el bate de béisbol para señalar—. Aquellos de la esquina, junto al consultorio médico, son los Bebés. Se la pasan tirados, nomás gatean para buscar comida. No son peligrosos. La mayoría se está muriendo de inanición. Y esos de allá, los que andan, los que andan caminando en círculos, son los Carniceros. Si los miras directo a los ojos no encontrarás vida en ellos. Se alimentan de Bebés y de los Carniceros más débiles, pero su comida favorita es la carne fresca, si sabes a lo que refiero. “¿Qué diría George Romero al respecto?”, piensa Josué. Los monigotes harapientos caminan alrededor del edificio. Para comunicarse emiten sonidos guturales parecidos a las arcadas previas del vómito. No obstante es evidente la determinación muda, la sincronía natural de los rebaños. Unas cuadras al oeste, tres figuras con las sombras por delante se aproximan. Bebés y Carniceros les abren paso, mostrando cierto respeto. Los nervios de Josué se tensan. El extraño trío se aproxima, se aproxima. Aunque parecen andar desarmados, ni los Bebés ni los Carniceros se atreven a tocarlos. —Esos son los Jefes —dice Miguel escupiendo un gargajo. A sólo una pedrada de distancia, en un estacionamiento adosado a la Cantina-Motel, el aspecto de las tres 35
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figuras ha tomado forma clara. Josué reconoce a una, se trata de la mujer sin pie que se rascaba el trasero mientras le daba la bienvenida a San Vicente. Los otros dos son un hombrecillo gordo vestido con mono de obrero y un joven de músculos grasientos con unos jeans rotos como única prenda. Los tres detienen la mirada en la azotea. Están completamente sucios, el cabello les cae en escamas mantecosas pegadas a los cráneos. Exhiben altaneros los rostros saturados de pústulas en erupción. —Cabrones —dice Miguel—. Te pueden engañar con sus ojos sensatos y su andar despreocupado. Parecen normales. No comen gente, los hemos visto sacar comida de las casas y hurgar en la basura, pero algo sí te digo: estos putos son más brutales que los Carniceros. Ayer en la tarde destazaron a un paisano nomás pa’hacernos enojar, pa’burlarse. Me da mala espina que vengan desarmados, me huele a trampa. Luz, Josué y Luis comparten en silencio la misma opinión. Como respuesta a la desconfianza, el Jefe de los jeans rotos se saca de los bolsillos traseros un cuchillo bruñido que hace contraste con la inmundicia de quien lo porta. Para cuando esto sucede, Miguel ya sostiene el rifle con firmeza, apuntando a las cabezas del estacionamiento. Josué y Luis tienen las manos vacías. Hay una escopeta en la cantina pero no queda tiempo para bajar. Luz manosea nerviosa su bate de béisbol, y Josué piensa de nuevo que de seguro nunca se ha hecho uso de esa arma impecable. 36
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—¿Qué van a hacer con ese cuchillito, prepararnos la cena? —les grita Luis a los Jefes, y explota en carcajadas escandalosas, como si hubiera contado el chiste más gracioso del mundo. Ríe con la risa histérica del miedo, la carcajada ruidosa, envalentonada, fingida… ahora trocada súbitamente por gemidos ahogados junto a un crujido similar al de ramas secas quebrándose. Sin saber para dónde mirar, comienzan las clásicas imágenes que se suceden y superponen en los momentos de adrenalina y peligros repentinos. Un collage de pigmentos y manchones rojos. Bajo el sol del desierto la sangre sí es roja. El cuchillo fue lanzado con fuerza precisa y Luis lo tiene enterrado en la yugular, el líquido rojo le borbotea del cuello y de la boca. Miguel dispara una, dos veces. Luz llora con su inútil arma entre las manos regordetas. Josué ve sus propios pies corriendo hacia el Tom Sawyer sonorense, pero éste, al borde de la azotea, se tambalea un instante y luego se precipita al vacío. El descenso es tan rápido que, paradójicamente, la escena se queda grabada como una fotografía. Cuando el cuerpo se estrella contra el pavimento y el tiempo pierde su elasticidad anterior, Josué aterriza en el presente y descubre que los disparos de Miguel no fallaron. En los Jefes también hay rojo brillante. La loca grosera se cubre con la mano derecha el hombro izquierdo chorreante de rojo líquido reluciente. El hombrecillo de mono de obrero se desgañita en un galimatías de maldiciones, con las venas de la frente a punto de reventar por la cólera. Hecho un amasijo de 37
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músculos tendidos en el suelo, el tercer Jefe, muerto o doblemente muerto, la cabeza sin forma dibujando un estrafalario penacho de sangre en el cemento resquebrajado. Los Carniceros que rodean la cantina profieren alaridos enfurecidos y tropiezan unos con otros como cucarachas fumigadas. En la azotea, Miguel suelta el rifle y desenfunda el revólver tan veloz que ya le voló el rostro a la loca grosera. Josué cierra los ojos a causa del disparo preciso. Al abrirlos mira huir al Jefe restante con el cuerpo del joven musculoso a cuestas, como un Pípila sádico. Las tres balas consecutivas que dispara Miguel revientan el escudo de carne pero no llegan al objetivo principal. El Pípila se pierde de vista entre las calles. Luz ríe y llora entrecortadamente, afianzando el bate a manera de bastón, diciendo que muy pronto les tocará a ellos la misma suerte que acaba de correr el pobre Luis. —No, mujer, nosotros no moriremos —dice Miguel, y en su voz grave las palabras suenan a sentencia—. Saldremos de esta, te lo prometo. —Miguel —dice Josué—, muéstrame el dormitorio que ocupaba Antonio. —Yo te llevo, ven, verás —se ofrece Luz, un poco más serena, y juntos desaparecen en el interior del edificio. Por su parte, Miguel cambia el revólver por el rifle, apunta hacia los Carniceros y, aunque sabe de antemano que no debe desperdiciar municiones, comienza a volar unas cuantas cabezas. 38
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04:07 P.M. La mujer enciende la luz. Con la ventana también clausurada, el cuartucho sofocado es una devastación de libros y hojas regados por todos lados. —Estaré abajo —dice Luz y se va. Josué se abre paso entre el revoltijo, hurga en los cajones, en el librero. Bajo las sábanas de la cama resalta un bulto pequeño. Es un diario manoseado forrado con periódico. Lo abre por la mitad y en el acto reconoce la caligrafía apretada de Antonio Posada: …le pedí a Josué Mendoza que revisara bien el último capítulo de mi novela, pues aunque creo haber logrado un trabajo decente en cada página, la escena final desemboca tal vez en un recurso muy rebuscado. Ninguna prueba, ninguna culpa que Antonio dijo tener en casa de don Chuy. Hasta varias páginas después. …resulta cómico tomando en cuenta que, justo cuando solté el bolígrafo, el cristal de la ventana estalló. Se lo comenté a Miguel pero mi pragmático hermano se limitó a repetir la frase que usaba nuestra madre: la locura y el desierto son una mala combinación. Las anotaciones aparecen fechadas con días de la semana, sin número ni mes. Afuera, en la azotea, los disparos del cantinero le erizan la piel a Josué. Cada acontecimiento en San Vicente es un descubrimiento, un terror nuevo, un prodigio. …quizás se deba al exceso de trabajo. De cualquier manera la idea ya se me instaló en la cabeza y dudo que exista fuerza 39
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humana que me la quite. No sé cómo explicarlo, pero lo que sucedió hoy lo relaciono con el bolígrafo y la ventana del otro día. Estaba hojeando una revista en la farmacia (el único local del pueblo donde consigo cultura impresa) y, antes de regresarla al estante, algo en la mente me dijo que debía de acomodarla de cierta forma, no solamente dejarla y ya. Retando a la imaginación, encimé la revista sobre unos recetarios de cocina y justo en ese instante al dependiente de la farmacia le explotó un frasco de pastillas que traía en las manos. Me siento como un ejemplo simplón del efecto mariposa de Bradbury. Graciosas coincidencias, las utilizaré para un relato. Las páginas siguientes muestran apuntes irrelevantes, ideas para cuentos, personajes bocetados, analogías. Josué se decide por leer las últimas anotaciones, donde la letra es más apretada e ininteligible, escrita con nervios y prisas. …esta tarde casi pierdo la cordura al doblar la calle Francisco Villa. Cierta intuición extraña me obligó a poner los pies en un lugar concreto de la acera. Si no lo hacía como dictaba mi premonición, tenía la certeza de provocar un accidente a mi alrededor. Y así me regresé caminando hasta mi dormitorio, midiendo el andar, poniendo un paso tras otro en determinado espacio. Estoy loco… Y la anotación final: Mierda mierda mierda. Las ranas del amanecer son evidentes heraldos del Mal. Las monedas que hace unos minutos vinieron traídas por la lluvia son la puerta al odio puro. No debí haber lanzado el dardo anoche, porque bien sabía que fallaría al blanco. Mi estupidez desató la metástasis del 40
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Infierno. Que Dios se apiade de mi gente… he tomado una moneda… puedo sentir su Fuerza, y no pienso vivir cargando semejante corrupción. 4:29 P.M. Encuentran a miguel descansando en su silla plegable, con el rifle en el regazo. Anaranjado, el sol empieza a menguar aunque todavía transcurrirá un buen rato para el ocaso. —Josué tiene un plan —dice Luz, enseñando la sonrisa alegre de la niña que ha descubierto un nuevo juego. Miguel asiente y dice “está bien” cuando Josué termina de exponer su teoría y plan, los cuales rayan en la fantasía, pero basta con echar un vistazo desde la azotea para aceptar cualquier absurdo. 5:44 P.M. —La cantina de don Chuy está en el límite sur del pueblo —dice Miguel—. El camino de aquí pa allá es recto, así que no doblaremos calles a menos de ser necesario. Ahora hay menos Carniceros afuera. Yo me quedo con el revólver. Josué, tú agarra la escopeta de aquella mesa. Y Luz, por favor deja ese puto palo y encárgate del rifle. Luz hace el cambio de armas. Josué de pronto siente pena por el bate que nunca golpeará siquiera una inofensiva pelota de béisbol. 41
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—¿Están listos? —pregunta Miguel, con las manos en la barra de metal que asegura la puerta. Mientras la abre, un pensamiento acude a Josué dándole valor; el recuerdo de Antonio Posada. Para nada maldice haber llegado precisamente en estas fechas de podredumbre, muy al contrario, un orgullo mórbido lo hace sentirse privilegiado. Rara vez se presenta la ocasión de vivir manicomio parecido. El pueblo es un horno apagado que ya no quema pero sofoca. Nubecillas de polvo levantadas por el viento leve se embarran en los pantalones de los tres supervivientes. A paso acelerado cruzan envueltos en la pestilencia de cadáveres diseminados. Bebés agonizantes escupiendo espumarajos verdes. Repentinamente se ven rodeados por un reducido grupo de Carniceros. El horror se extiende de un horizonte a otro. Desde luego Miguel es el primero en hacer estridentes boquetes contra la muchedumbre antropófaga que se abalanza sin temor a las balas. Durante breves instantes Josué se queda petrificado y mira a Luz usar el rifle, a final de cuentas, como bate de béisbol, destrozando cabezas, produciendo crujidos sanguinolentos. Miguel vacía el revólver contra los Carniceros, recarga el tambor de su arma y hasta entonces Josué decide actuar. Se acerca apuntando el cañón de la escopeta a un Carnicero. Dispara a bocajarro. Es increíble la cantidad de porquería que contiene una cabeza humana. El empujón de la culata le ha lastimado el hombro. Miguel elimina a los últimos Carniceros del grupo. El trío termina rodeado de 42
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cuerpos tirados en posturas ridículas. Dos Bebés, arrastrándose torpemente, se acercan al banquete. —Esa mujer se llama Rebeca —dice Luz señalando a uno de los Bebés. Era bien devota la pobrecita, prácticamente vivía en la iglesia, y miren cómo ha terminado. Al otro le decía El Chori. Miguel encañona al Chori y le borra la cara entera. La mentada Rebeca, sin inmutarse, sigue comiendo, llevándose a la boca vísceras y músculos blandos. Josué la llama por su nombre y Rebeca no responde, no escucha, no sabe. Son las primeras líneas del Padrenuestro recitado en voz alta por Luz lo que la hace levantar la mirada por un momento, como si se esforzara en recordar algo importante. Luego, igual de ida, vuelve a llevarse los bocados sangrientos a la boca. Es inútil evaluarle la cordura a Rebeca. De un balazo Miguel le arranca toda expresión facial. “Amén”, corta Luz y alcanza a los compañeros que se han puesto en movimiento. Luego de haber matado o rematado a los escasos Carniceros que se les interpusieron en el camino, los supervivientes llegan a la cantina de don Chuy, una casa de madera. Ojos inyectados en odio y postura de pistolero, el hombrecillo de mono de obrero, Jefe restante, hace aparición. Como un escritor ambidiestro, en cada mano sostiene un lápiz que arroja al trío con velocidad mortífera: uno se le clava a Josué en el muslo derecho y el otro ha dejado sin vida a Luz. Queda bocabajo, desplomada sobre la tierra, con la punta del lápiz asomando por la nuca. 43
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Josué no presta atención al dolor en el muslo, está más concentrado en acomodarse la escopeta de manera que no le lastime otra vez el hombro. Miguel dispara sin parar, y cada uno de sus seis tiros aciertan. El Jefe ignora la aparatosa coladera que le han hecho en pecho y rostro. Se lanza hacia Miguel. El revólver ya vacío sale volando, y por consiguiente el cantinero canoso queda indefenso. Miguel es su revólver y viceversa. Con la segura intención de arrancarle la cabeza, el Jefe sujeta de las greñas al cantinero. Éste grita de dolor. El demente en mono de obrero ríe entre la masa nauseabunda que lleva por dentadura. Josué, por temor a fallar el disparo, se acerca y usa la escopeta como garrote contra el Jefe, golpea una y otra vez, una y otra vez. Al final, la cabeza es un auténtico puré. Miguel agradece con un gruñido, se pone en pie y se sacude la tierra. Lo demás es sencillo para Josué. Atraviesa la casa, llega al patio trasero, encuentra un dardo entre los escombros (el dardo), se planta a un palmo de la diana que aún permanece colgada de la pared, clava el dardo en el centro y, con esto, pone orden al caos de este concreto punto del desierto. Una inusitada ventisca irrumpe en la cantina, levantando polvo que se le adhiere a Josué en la ropa pegajosa, en el cabello. Tiene polvo entre los dientes, el rechinante y terroso sabor de la experiencia, de cuyo hilo narrativo, así se empeñe docenas de noches peleando por plasmarlo en el papel, no podrá comenzar ni la primera línea. A lo lejos, el lamento de un coyote precede al crepúsculo. 44
Suo
t empore
Q
1 Un pasajero me dijo que el atajo más corto para llegar a Puerto Negro era tomando el sendero de la iglesia. Soy el único en bajar del tren, luego este se pierde en la apretada niebla nocturna. Son las 9:30 según mi reloj. La estación está desierta, nadie a quién pedir información o ayuda. No llevo equipaje, y el dinero en mi billetera de nada me servirá a estas horas. Ocre y gigante, como fruta podrida, la luna en lo alto. A tientas me abro paso entre la imposible espesura húmeda y fría hasta dar con la iglesia. El sendero desciende por una colina mojada invadida de maleza. Camino pensando en las pesadillas que he padecido últimamente, las cuales varían, pero teniendo siempre el mismo escenario. Al otro lado de un arroyo se alcanzan a ver luces encendidas en humildes casas. No es difícil cruzar la arteria de agua sucia. Me recibe el destartalado letrero del poblado, 45
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las letras son casi ilegibles. Más abajo, con pintura reciente, está escrito Todo a su tiempo. La frase ha venido apareciendo desde hace unos días. La primera vez en el interior de mi sombrero, después en sitios igual de absurdos; en el asiento de un taxi; en las sábanas del hotel donde me hospedaba; en el respaldo de una banca; en la nota roja del diario, sobre los pechos de una mujer asesinada. Pese a las luces en las ventanas, el silencio es total, y se torna incómodo por la ausencia de sonidos naturales. Ni siquiera el susurro del viento se percibe, tampoco el del mar, que se encuentra no muy lejos. Es tarde para molestar a los lugareños, pero aún así me acercó a la puerta de una vivienda. Toco y, como suponía, nadie me responde. La perilla no tiene el seguro. Entro y los goznes chirriando me reconfortan, por fin algo de ruido. El espacio es reducido, precariamente iluminado por bombillas opacas. La recámara me llama. Allí, una mujer gorda, inmensa y desnuda, ocupa todo el colchón. Intento disculparme por la intromisión, pero la atracción surge sin palabras, sin sentido. Me desvisto y al momento estoy dentro de ella, que gime, me golpea, la golpeo, me debato en sus carnes, nos vaciamos. Al final, exhausto, me quedo dormido. De nuevo estoy soñando. Sé que en este instante mi cuerpo descansa abrazado a la mujer desconocida, sin embargo, aquí, en el sueño, me pudro hecho un ovillo en el rincón de una celda oscura y hedionda. La única coincidencia es mi desnudez, aunque aquí yazco completamente mugroso, la cabeza me hierve de piojos, en los dientes cargo una masilla negra como segunda dentadura. 46
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Y el ruido, todo lo inunda el ruido. Gritos enloquecidos, lamentos, estridencias de rejas que cierran y abren. El ruido no para, a diferencia de mi realidad, donde siempre me encuentro en lugares silenciosos. Quiero despertar. Alguien se acerca. Por una rendija introducen un plato metálico lleno de algo más cercano al vómito que a la comida. La pruebo, venzo las náuseas, comienzo a engullir el contenido, prácticamente como y defeco en el mismo radio de porquería. Entonces lanzan a mi celda, quizá sólo por diversión, un gato ensangrentado abierto en canal, aún agonizante. Grito, me invade el miedo, quiero despertar. Bañado en sudor, abro los ojos. Estoy solo en la cama. Me asomo por la ventana, todavía es de noche. Son las 9:30 según mi reloj, se habrá descompuesto. Me visto y ando por la casa. La mujer no aparece. Esperaría al amanecer si el tiempo no apremiara, si la urgencia de llegar a mi destino para esclarecer mis dudas no abrasara tanto. Salgo a la negrura, el abrigo y el sombrero apenas me protegen de la niebla que acuchilla los pulmones y el rostro. Volteo hacia un cobertizo cercano… allí está ella, la mujer gorda, lo sé, quieta en un rincón, silenciosa, esperándome. Abandono el poblado sin mirar atrás. 2 Lo que el pasajero del tren me señaló como atajo dista muchísimo de serlo. He andado por veredas inestables, terrenos baldíos, bosquecillos cenagosos, y ahora me en47
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cuentro en el lugar más triste jamás visto. El suelo alfombrado de hierbajos, criptas derribadas, mausoleos derruidos, arcángeles decapitados, cruces carcomidas, fechas y epitafios borrados por el tiempo: el preciso montaje de la muerte. La niebla y la luna. Andando y andando, he dilapidado toda mi energía. Para relajar los músculos, me siento en los escalones de un mausoleo donde, qué ironía, no se puede descansar. La pequeña luz oscilante de un quinqué se aproxima. Quien la lleva se detiene a cierta distancia y se presenta como el guardián del cementerio. Con voz animosa, soltando el típico acento cordial de pueblerino simple, me invita a su casa para tomar café y entretener su ocio. Lo sigo, deseando que donde viva tenga calefacción. Ni el café aguado que a nada sabe y a nada huele, ni los candelabros que distorsionan las sombras han logrado infundirme calor. El hombre, en realidad anciano que ronda los setenta años, sonríe al vacío, como rumiando recuerdos patéticos. Los dos estamos sentados en raídos sofás, permanecemos varios momentos sin hablar, sin mostrar siquiera la intención de hacerlo, él bebiendo su infusión rancia y yo frotándome las manos inútilmente para desentumirlas. Entonces rompo el silencio, le expongo mi situación, le pregunto cuánto me falta para llegar a Puerto Negro, cómo llegar. El anciano me mira con sonrisa que pretende ser afable, sopesa mis palabras y, tras sorber el café emitiendo sonidos chocantes, habla: 48
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—No se preocupe, señor, está usted muy cerca de donde quiere ir, pero yo le recomiendo que descanse. —Se lo agradezco, sin embargo, debo partir lo antes posible. —Espere un poco, de cualquier manera el trayecto ya está trazado —dice el anciano, salpicando saliva y produciendo chasquidos desagradables con la lengua y el paladar—. El asunto consiste en saber esperar; todo sube o baja a su debido tiempo, ni más tarde ni más temprano. —De verdad lamento haberlo interrumpido en sus quehaceres —digo por decir algo, y porque ya me quiero ir. —No se preocupe, créame, me hace mucho bien su presencia. Ya no recuerdo la última vez que recibí una visita —con los ruiditos asquerosos saliendo de su boca—. Años he vivido como ermitaño, pues desde que me designaron el puesto de guardián y sepulturero, ya no veo gente… quiero decir gente viva. El destino quiso que yo cumpliera con mi función hasta el final, atrapado aquí, en esta niebla que no se va, en esta noche que nunca amanece. No soy más que un muerto enterrando a otros muertos. El anciano concluye su discurso con una sonrisa idiota que la luz de los candelabros le confiere. Las sombras desfiguran sus arrugas. Estoy tenso, sus enfermos babeos me están enloqueciendo. Intento ponerme en pie pero las piernas me flaquean, se me nubla la vista. El anciano continúa sonriendo. Seguro vertió algo en mi café. Me tambaleo, el entorno se tiñe de rojo, manchas púrpuras frente a mí. Caigo sobre el suelo. 49
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Desnudo, sucio, convulso. Otra vez me encuentro en la pesadilla. Los mismos ruidos, gritos, parloteos dementes, llantos. Amenazas de hombres que inflingen castigos, torturas. La misma basura carcomiendo cualquier esperanza. Quisiera dejar correr el tiempo hasta despertar, pero resulta imposible, pareciera que los minutos se congelaran, que los minuteros del mundo decidieran no avanzar jamás. Lo noto en la mosca; aunque vuela en el centro de la celda, lo hace formando un círculo perfecto, sin salirse de su eje. Rotación perenne. Lo noto en el alarido desaforado que se prolonga como trompeta del Juicio Final. Lo noto en el gato muerto del rincón, que no acaba de pudrirse. Se abre mi celda para dejar entrar a dos hombres de mirada vacía. Estos se burlan de mí, me patean el trasero, gritándome cosas que no entiendo porque mis verdugos no hablan, sólo ladran, y yo aúllo. Despierto gritando, miró alrededor. El anciano yace en un rincón, ensangrentado, abierto en canal como el gato muerto de la pesadilla. En la pared, escrito con pintura roja, sacada seguramente del cadáver, suo tempore. Huyo despavorido, como si la casucha fuese a derrumbarse. Mi sombrero cae al lodo, la niebla se me pega como telaraña. Ya me encuentro lejos del cementerio, aminoro los pasos, lágrimas surcan mi rostro, brindándome el único alivio y calor recibido los últimos días. Necesito apartar al anciano de mi mente, no quiero saber quién fue el responsable, no importa si en estos momentos me sigue el rastro. 50
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3 Por fin llego a Puerto Negro. Aún no amanece. Son las 9:30 según mi reloj. Hay en esta noche algo sumamente triste, no sé qué, algo como una soledad kafkiana inundando las calles y perforando el alma. Una niebla que reniega de su condición húmeda, sombría. Relojes muertos, los cuales acaso sólo sirven para anunciar el tiempo perdido. Palabras ahogadas en el pecho, apenas logro delatarme en mis pasos por las calles mojadas, en un vapor emergiendo de la boca en ésta madrugada que tiene un no sé qué. Pocas son las embarcaciones en los muelles. Las casas decimonónicas y los establecimientos siguen dormidos. Solamente un negocio ha mostrado actividad. Abordo a los dos hombres que descargan el pescado y los mariscos de una camioneta abollada. El más viejo luce el cabello canoso, rostro curtido de hombre de mar. El otro es un joven, cercano a los veinte años, escuálido y cetrino, con la cabellera roja en una coleta improvisada. Me observan con esa mirada insolente de los pueblerinos ignorantes. Mi cansancio, la gabardina y zapatos manchados no me ayudan en lo absoluto. Les pregunto por el edificio que busco, pero ellos hacen como si yo no existiera, ocupados en descargar la mercancía. Los sigo al interior del establecimiento. Es extraño no percibir el olor cruposo del pescado. El hombre mayor me invita a marcharme si no voy a comprar nada. Yo quiero saber dónde está el edificio, denme la maldita dirección, ¿dónde está el 51
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asilo mental de Puerto Negro? El más joven, a empellones, intenta llevarme afuera. Me resisto. Entonces, de sus labios surge la palabra Guía, la palabra Puerta, la palabra Sendero y Clave. Todas al mismo tiempo: suo tempore. Es demasiado, lo empujo y el joven resbala con la sangre y las vísceras de pescado regadas por el suelo. Yo me pierdo entre calzadas empedradas, por callejones, bajo portales y tejados sin lograr esconderme de la luna, de la niebla. Ni un alma en derredor. Me alejo de las farolas. Las primeras casas encienden sus luces. Me planto frente a una librería aún cerrada; no hace falta ver los libros del escaparate para saber el título de los volúmenes; las dos palabras en latín que ahora me conducen a una colina invadida de cipreses que, en lo alto, como una corona titánica, preside el asilo mental. Tenue luz naranja en Oriente. Mi reloj marca las 9:31. Ni rastro de la luna. La niebla huye del sol. Los recuerdos ya me pueden caer en picada, semejantes a filosos fragmentos de vitrales; Yo asesiné a la mujer que apareció en la nota roja del diario, sucesión continua de imágenes, acontecimientos, viñetas superpuestas como delirantes arabescos. Yo asesiné a la mujer gorda y llevé el cuerpo al cobertizo, fotografías imposibles de quemar. Y al odioso sepulturero, y al joven de la pescadería. Imbatibles cartas del tarot. Ellos contribuyeron a la Búsqueda, escalones para llegar y comprender. Se ha completado el círculo. He comprendido. Sé que en las entrañas del asilo mental, en la celda 930, desnudo, sucio, casi marchito, estoy esperándome, preparado para despertar. 52
U na jornada y una maleta q
Para Heriberto Duarte Rosas, por las canciones y las historias de carretera
Tras cruzar en bicicleta calorosos kilómetros de carretera despoblada, Mary arribó al motel donde trabajaba. El Paraíso, construido en una sola planta en forma de L, albergaba veinte habitaciones que ya suplicaban una buena mano de pintura, sin tomar en cuenta las camas viejas de resortes asesinos y los baños percudidos con detritus verdinegros en los azulejos. Esto, unido al hecho de que se encontraba prácticamente en pleno desierto, hacía del Paraíso el lugar al cual sólo los amantes furtivos y anónimos podrían atreverse a llamarle así. A Mary le esperaban nueve horas laborales que se desplazarían lentas, pesadas, a lo largo del día. En la 53
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lavandería ya estaba Kim, preparando los enseres en el carrito de limpieza. Estaba quejándose por anticipado de las habitaciones sucias. Mary también preparó su carrito, mientras escuchaba los achaques que su compañera se inventaba, me duele aquí, no aguanto acá, y sus consejos desahuciados, sal y vive, eres joven, tienes la vida por delante, en cambio a mí ya se me coció el arroz, una vieja como yo ya no guarda esperanzas ni anhelos. Lo habitual. Las dos fueron a recoger las llaves desocupadas y el recepcionista en turno, muchacho regordete con cabeza grande como sandía y rostro poblado de acné, les entregó una sola llave. Era martes y no solía haber habitaciones que limpiar después de todo. Los tres, en un movimiento inconsciente, posaron la vista unos instantes en la nevera de la recepción; cervezas y sodas para los huéspedes dispuestos a pagar. El calor aumentaría conforme transcurrieran las horas. Cuántas promesas en la nevera, tan cerca y tan lejos. —El típico revolcón de pisa y corre —dijo Mary al ver la habitación limpia. Apenas habían usado el lavabo y la cama estaba tendida, con la silueta medio arrugada en la colcha, señal de que el huésped descansó encima. Había tres billetes de veinte dólares sobre el tocador, y junto a este, una maleta negra. —Aquí o se hospedó Jesucristo o somos víctimas de “Cámara Secreta”, porque estas propinas no acostumbran caer así como así —dijo Kim entregándole a Mary los billetes. Ya los dividirían. 54
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Tumbado en la recepción, con el ventilador encendido dándole de lleno en el rostro, Sandía leía un manoseado cómic de Superhéroes. Las dos mujeres entraron arrastrando la maleta. Carajo, pesaba tanto pese al tamaño. Sandía interrumpió su emocionante lectura para mirar aburrido la faena, y porque el trasero de Kim lucía delicioso en el uniforme azul, y claro, también contaba con dos fenomenales pechos, y en sus facciones se podía adivinar el pasado de una joven hermosa y campechana, excelente bistec a diferencia de Mary, muchacha flaca, sin gracia alguna. Las mujeres acomodaron la maleta en un rincón, cerca de la nevera y luego se desplomaron en un sillón de la estancia. Acodada sobre las rodillas, fatigada, Mary parecía más tonta de lo normal. —No nos ayudaste —Kim le lanzó a Sandía la mirada de reproche que mejor le salía. El aludido ignoró el reproche, se sumergió en sus onomatopéyicas aventuras y, tras soportar el incómodo mutismo que el motor del ventilador a duras penas lograba romper, el muchacho regordete prendió la radio. La voz de Willie Nelson inundó la recepción con la canción “On the road again”. —Escuchando la letra —dijo Mary —me da tristeza verme atrapada en este jodido desierto. Cuando no hay nada qué hacer en el trabajo (aunque los jefes digan que siempre hay algo qué hacer) las horas se estiran como ligas de hule interminable, los minutos avanzan con la lentitud del gusano, los segundos, lentísimos, no parecen ayudar a que Cronos realice su labor, 55
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y por consiguiente, una vez más Einstein gana la partida: el tiempo es relativo. —Ahora comprendo el reloj derretido de Dalí —dijo Sandía sacando del cajón del mostrador otro cómic. El acné comenzó a darle comezón. Mary se dirigió a la nevera, sacó tres latas de cerveza y les dio una a cada compañero. Total, contaban con sesenta dólares. El chasquido de las anillas al desprenderse sonó acogedor, el líquido helado descendiendo por las gargantas los relajó, y, como impelidas por un truco de magia, las manecillas del reloj retomaron su curso normal. A la primera cerveza se le sumaron cinco más. Ahora los tres empleados del Paraíso tomaban la sombra sentados en las sillas del porche de la recepción. La radio sonaba a todo volumen, con las Dixie Chics hablando sobre amores rosas. Mary fue invadida por recuerdos no tan lejanos. —El año pasado —comenzó a decir, y sus compañeros le prestaron atención— me fui a Tijuana con un chico. Nos hospedamos y emborrachamos en la Revolución, una avenida casi fantasma. Al día siguiente, como vimos que la Revolución no prometía mucho, bajamos a la Zona Roja. Allí los tragos estaban baratos, el servicio era un asco pero el ambiente se disfrutaba. Y no, no dimos con el lugar donde supuestamente se lleva a cabo el donkey show. Mary lo dejó así, una simple anécdota, sin embargo le faltó completar el relato. Añadir que David y ella en realidad se querían, que se habían identificado desde el principio; los dos eran huérfanos, los dos habían estado 56
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solos en el puto mundo y de pronto se tenían el uno al otro. Felicidad. Pero David tuvo la idea de viajar a Tijuana. La última noche ocurrió aquello. Salían de un bar cuando varios tipos se lanzaron sobre la ebria pareja de enamorados. A Mary le arrebataron el bolso y a David lo sujetaron por el cuello, haciendo presión para asfixiarlo, mientras un segundo hombre lo golpeaba en las costillas y un tercero le extraía cartera, teléfono y reloj. La gente que caminaba en la acera, por alguna mórbida y desconocida razón, no hizo nada, no ayudaron, se dedicaron a disfrutar descaradamente el espectáculo o aceleraban el paso. Incluso una patrulla pasó despacio solamente para mirar. Los pandilleros huyeron luego de dejar tirado a David. Éste volvió en sí al cabo de un rato, y Mary lo ayudó para que regresaran al hotel. David estaba que echaba humo del coraje. Mary se valió de todas las maneras para tranquilizarlo. Se dieron un baño caliente y después se metieron a la cama. Sin embargo, Mary despertó en la madrugada al notar la ausencia de su novio en el cuarto. David dejó un recado pegado en el espejo del baño; había ido en busca de los asaltantes. Mary ya no pudo conciliar el sueño pero tampoco se atrevía a salir. Al mediodía, en los diarios locales, primera plana, la fotografía amarillista, David muerto, tirado en la calle afuera de un negocio de tortillas, tirado como un perro atropellado o una bolsa de basura. La nota lo llamaba sin-hogar, pues claro, cómo aceptar, cómo declarar que se trata de un ciudadano norteamericano, un “gringo”. Mary abandonó aquella ciudad, demasiado trastornada como para denunciar el crimen, ni en México ni en su país. 57
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El ruidoso trailer que pasaba en esos momentos por la carretera a unos metros del Paraíso catapultó a Mary de nuevo al presente. —¿Y qué del chico? —dijo Sandía. —Él se quedó en Tijuana —contestó Mary y siguió al trailer con la mirada. No llegaban clientes y la música sonaba y habían decidido gastarse la propina en cerveza y los tres conversaban lata fría en mano y la sombra del porche era buena y de verdad ya les hacía falta un descanso así. Mary sentía los ligeros efectos del alcohol. Kim permanecía como si nada y Sandía estaba colorado, colorado por la cerveza, por el sol y por el acné. Aún quedaban suficientes cervezas en la nevera para combatir el tedio. Las mujeres hablaban de los hombres y aconsejaban a Sandía sobre cómo tratar a las damas. Éste hacía como si las escuchara, pero su mente se encontraba en otra parte, ideando la trama ideal para una novela gráfica. Se imaginaba dando autógrafos y conferencias en las convenciones de cómics, rodeado por sujetos incomprendidos igual a él, individuos apocados, jóvenes sin suerte con las chicas, muchachos que hasta para masturbarse recurrían al hentai. Nerds conocedores de emocionantes temas vedados a las conciencias comunes. Entonces reparó en Kim, diciendo que, si no encuentras palabras para dirigirte a una mujer, simplemente la tomes por la cintura y le robes un beso. Pero Sandía conocía el resultado de dicha ecuación: beso robado igual a bofetada segura. Los hombres feos sólo eran correspondidos en el cine. Allí estaba Woody Allen, 58
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que si no tuviera dinero y fama a lo mucho habría llegado a ser un voyerista empedernido. A los guapos les iba bien y a los feos les iba mal, no podía ser diferente, no existía término medio, se era feo o se era guapo. El mundo era cruel, y si se pertenecía al bando de los feos no siempre la pasabas fenomenal, Sandía lo sabía por experiencia. De pronto se preguntaron qué guardaría la maleta en su interior. El propietario no había regresado por ella, ni siquiera telefoneó. —No tardará en hacerlo —dijo Sandía. —Yo digo que ya no vuelve por ella —dijo Kim—. No es la primera vez que alguien olvida una maleta y no regresa. Los tres se dirigieron a la recepción. Decidieron echar un vistazo. Y no podía creer lo que tenían ante sus ojos. El dueño de aquello quizá había huido para siempre, incapaz de sobrellevar tremendo peso. Sandía se vio como un exitoso escritor y dibujante de cómics, con el suficiente dinero para conquistar a Kim, que a su vez se imaginó viajando por el mundo, casinos, playas, hoteles cinco estrellas, el Sena, Japón, como cuando era joven y cientos de hombres hacían fila para estar a su lado. Mary, en cambio, no imaginó demasiado, acaso una vida mejor y ciertos lujos, pequeños, con que deleitarse alguna vez, no porque guardara pocas esperanzas o ambiciones de la vida; simplemente tenía el alma un poquito desnutrida. Cerraron la maleta y regresaron al porche dotados de más cervezas. Ninguno decía palabra. Bebían en silencio, 59
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viendo pasar los esporádicos automóviles por la carretera. Le daban sorbitos a sus latas, las acariciaban impacientes, pensando cada quien lo suyo, que en realidad era lo mismo, o no pensando nada, sencillamente manteniendo una idea fija de posesión, una estampa atornillada en la frente. Y algo les quedó claro: lo que guardaba la maleta sería imposible dividirlo en tres partes, el futuro dueño no aceptaría compartirlo. La tierra despedía un vaporcillo visible por el calor, que a esas horas de la tarde había aterrizado como un ladrillo en llamas. Sobre la música, a ratos se escuchaba el graznido de un cuervo, el motor de un trailer, el murmullo del viento sofocante. Mary detuvo la mirada en el cielo, y lo comparó con el papel tapiz de un cuarto infantil. Un golpe seco despertó a Mary de sus abstracciones, volteó hacia sus compañeros y los encontró serios, anonadados, dos inexpresivos rostros, tontos, mirándose sin comprender. Kim había abofeteado a Sandía cuando el pobre muchacho, en un arranque de valentía, intentó besarla. —Voy por más cerveza —se disculpó Kim y caminó hacia la recepción. Por su parte, Mary calmaba a Sandía dándole palmaditas en el hombro. Kim se dirigía a la nevera pero, al darse vuelta, quedó de frente a la maleta negra, la cual yacía donde mismo, en el suelo, exánime y sin embargo rezumando vida, como un perro de caza agazapado. Kim se asomó por la ventana, en dirección al porche; a Sandía se le veía 60
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sonarse los mocos mientras la flaca Mary le acariciaba el cabello compasivamente. Idiotas, ahí sentados, consolándose, dejando a ella el campo libre para apoderarse de la maleta. Kim, ella, la única, abrió aquello. Emergieron diminutos copos luminosos que la rodearon, cálidos perfumes de promesas invadieron sus pulmones, un soplo jovial le despeinó el cabello, cánticos y cuerdas doradas le endulzaron el oído, lazos retráctiles y tornasolados reptaron por sus brazos como enredadera, azuzándole el presuntuoso anhelo de ser una reina, una diva, una diosa; artimañas nefastas y graciosas que la paralizaron dejándola felizmente expuesta al doloroso aguijón de aquello clavándosele en el vientre, inoculándole promesas falsas mezcladas con un veneno putrefacto, sin garantía de redención. Mary y Sandía miraron consternados a Kim. Se había plantado frente a ellos con las manos en la espalda y las piernas medio abiertas, como en descanso militar. Sus ojos estaban fijos, sin pestañear, clavados en la nada. Lucía normal de no ser por la mirada demente y las manchas rojas: la sangre goteaba desde la entrepierna, recorría los muslos, las pantorrillas, los zapatos. Tenía un aspecto aterrador y a la vez triste. —¿Aún así me quieres besar? —le dijo a Sandía. El muchacho asintió con un súbita expresión ausente. Se puso en pie, llegó a ella, la tomó por la cintura y le estampó un beso principiante y pegajoso. De las bocas comenzó a fluir un deshecho extraño. Mary creía 61
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estar viendo una mala película de horror. Saliendo de su asombro, logró vincular la escena, por alguna razón, con la maleta. Kim había abierto la puta maleta ella sola, quedándose con lo que latía en su interior. Sandía, convulsionándose, cayó de rodillas, los ojos perdidos entre arcadas que terminaron botando sangre. A un lado, Kim seguía de pie, pero ya no conservaba ningún parecido con la Kim acostumbrada. Ahora tenía la piel cetrina y trasudaba en líquido viscoso del rostro. Aquellos dos raros personajes, bajo el crepúsculo, ofrecían una imagen cómicamente infernal. En la recepción, por sobre la música country del aparato, una voz venida desde el páramo más infecto de la maleta la llamaba con tonos seductores, casi irresistibles. Para Mary las cosas sucedieron tan precipitadas que ya estaba huyendo despavorida a través del desierto. Los ojos anegados en lágrimas le impedían ver el panorama, movía los pies corriendo como un simple mecanismo de supervivencia, sin sentir los matorrales secos que le arañaban las pantorrillas, sin sentir el avance gélido de la noche. Recorrió kilómetros sin mirar atrás, pensando que la historia de Tijuana se repetía una vez más, burlándose con fauces purulentas y careadas: el aliento sucio del pasado. Al amanecer, Mary se encontró con el sólido asfalto de la carretera, que se perdía en el ya caluroso horizonte, como una inmensa arteria de chapopote. Acostumbrada a los viajes en autostop, esperó paciente, levantando el pulgar a los pocos automóviles que pasaban ignorándola 62
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por completo. Dos horas después una Chevrolet pick up 60 la subió. El conductor, anciano bonachón y ajada gorra con el logotipo de la Esso, le obsequió una Pepsi tibia. Cuando Mary se terminó la soda esbozó una sonrisa satisfecha. El anciano movió el dial del radio e intentó seguir la letra de Hank Williams II sonando a todo volumen. —Apague eso, por favor —dijo Mary. El anciano obedeció. Mary le agradeció con la mirada, luego cerró los ojos y se sumió en un sueño reconfortante, atiborrado de esperanzas nuevas.
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M i casa es mi casa Q
Si el ojo pudiera ver a los demonios que pueblan el universo, la existencia sería imposible. Talmud, Berakhoth, 6.
Nadie conoce la historia del terreno donde se edificaron los cimientos en los cuales vivo desde hace ya tanto tiempo. He rehuido la compañía del prójimo, con la finalidad de conservar los secretos enteramente para mí. Los dedos de una mano bastan y sobran si cuento a los viajeros que, por curiosidad o extravío, llegaron a ensuciar mi morada. Durante el día el paisaje luce apacible, la hierba fresca rodeando mi verja, las orquídeas adornando el zaguán y la madreselva adherida a los muros, mueven más al romanticismo que al misterio. Es al terminar el crepúsculo cuando surgen los primeros murmullos. Los ignorantes del pueblo, a la luz de las hogueras, relatan historias oscuras, no del todo falsas, concernientes a mi hogar. En cierta época, cuya fecha hoy mi memoria no alcanza a recordar con precisión, un famoso explorador de eventos insólitos se dio a la tarea, en su arrogancia imbécil, 65
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de reunir información sobre este lugar. Pese a mis seniles lagunas, en mi mente aún persiste la imagen de aquel payaso. Sus pulcros zapatos hollando mi sendero, su odiosa sonrisa pagada de sí. No obstante me comporté como un caballero, le cedí plena libertad para merodear y satisfice sus mórbidas preguntas. La pesquisa del charlatán duró lo que duran las primeras horas de la mañana. Más tarde, mis orquídeas agradecieron el abono. Pero repito, al ocultarse el sol éste lugar cambia. El viento se revuelve en ráfagas ululantes, sacudiendo las copas de los árboles, que crujen sus cortezas y raíces como queriéndose desprender de la tierra para huir lejos. Así dan inicio mis veladas. Deambulo por pasillo y habitaciones en penumbra; yo, arrastrando los pasos de anciano; mi sombra, dando zancadas enérgicas y libertinas, perdiéndose entre las sombras. Me detengo a observar los cuadros de las paredes, ninguna foto hay en estos, en cambio ostentan símbolos, sellos que cierran y abren Puertas. Acaricio los muebles que acaso guardan más semejanza con la carne que con el roble. Descifro los tapices de arabescos únicos. Atisbo el porvenir en las futuras grietas de un espejo bruñido: su reflejo me muestra apariencias múltiples e irrepetibles. En ocasiones me siento al piano y desgrano la música que Wagner y Mozart jamás lograron concebir. Otras veces, teniendo el fuego como algo puramente ornamental, alimento la falsa chimenea. Mi empresa no es sencilla. Lo que la gente conoce como el Mal, nació desde el principio de la Creación, mucho antes de la humanidad, 66
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mucho antes de cualquier lenguaje, idea y creencia religiosa o mística. A partir de entonces, ciertos puntos, lugares u objetos han servido como ánforas de dicho Poder. Siempre han existidos los receptáculos y depositarios. De la misma manera en que Dios se niega a mostrar su Rostro, por las inconmensurables consecuencias, la Oscuridad —fuerza primigenia también— obedece esas normas, pues sería insoportable para el ojo común ver semejantes prodigioso. Los dos polos buscan el anonimato. Son los aficionados quienes se empeñan en erigir cultos, iglesias, milagros. El destino jamás depara buena ventura al explorador incauto. Esta casa, hoy construida con vigas de acero y paredes de hormigón, en el pasado fue hecha de resistente madera, y antes fue de piedras, y antes una choza, un humilde tipí, y antes un yermo de círculos concéntricos, cuando no necesitaba ocultarse de los humanos. Yo tracé las primeras líneas, yo puse la primera piedra. Ha transcurrido tanto tiempo que ya no sé si soy el guardián o la Cosa custodiada, pero sí me queda claro lo primordial; debo mantener vigilado el perímetro, alejar a los intrépidos, a los tontos. La casa y yo elaboramos las estrategias… las orquídeas hambrientas hacen el resto. Ningún ocultista mediocre, ningún emprendedor de las ciencias fortianas ha conseguido su cometido aquí. Y tú, iluso cazafantasmas, ¿creíste que lo conseguirías?
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H ugo C amo u Q
El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte. Proverbios 18, 19
Su padre lograba que la familia se permitiera ciertos lujos ganados con el honrado sudor de la frente: visitar la ciudad algunos domingos para comer helado, estrenar ropa y zapatos cuando se podía, volar buenos papalotes, ir al cine una vez al mes. Pequeñas cosas que de verdad satisfacen, que llenan y hacen recordar la película el mes entero, hasta la próxima visita al cine. Y así contar la nueva película sin olvidar la anterior. Hugo pensaba que si el paraíso era un lugar objetivo, seguro sería como la sala de un cine. Las pocas ocasiones que coincidían en la partida, el padre a la entrega de pedidos y los hermanos a la escuela, se iban juntos en la camioneta. Los demás días, Hugo iba y regresaba en la bicicleta, con su hermano menor en el cuadro de la bici. El trayecto de partida, ascendente, era el más pesado. Pedalear sin parar, peleando con el camino a vuelta de rueda. Llegar exhausto a la escuela, sudoroso, el cabello húmedo pegado a la 69
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frente y las mejillas palpitantes. Dormitar unos minutos en clase, el lápiz empuñado en la diestra y el rostro escondido entre el libro y el antebrazo izquierdo, formando a lo lejos la imagen de un alumno absorto en sus deberes. Pero el profesor, que ya conocía la artimaña, se acercaba lento y descargaba la regla contra el pupitre. Hugo despertaba asustado, ojos a punto de llorar por la vergüenza. Luego las risas idiotas de los compañeros, risas chillonas, púberes, porque los jóvenes son crueles, la inocencia despiadada, brutal. Sin embargo él no lloraba, las lágrimas desaparecían de la superficie ocular, enclaustrándose en el sótano del rencor, del odio puro. Al regresar, el viaje resultaba reconfortante. Descendían el camino sin tener que pedalear, dejándose llevar solamente, manteniendo firme los manubrios. Llegaban a la hora de la comida, después Hugo ayudaba a su padre a la carpintería, en el taller adosado a la casa. Fue en un mueble de madera, entre la diminuta ranura que se formaba en uno de los cajones, donde vio por primera vez a la causa de su desdicha. Algo que Hugo Camou disfrutaba hacer, cuando la familia se metía a la cama, era salir a escondidas e ir al lago que se encontraba a doscientos metros detrás de la casa, en el bosque. Sentía que el lago le pertenecía, que le pertenecía a él y a nadie más. Su lago único. Había luciérnagas, había el reflejo de la luna en el agua y el sonido de los animales nocturnos y el olor fresco de hierba y el viento murmurando en las copas de los árboles. También estaban las estrellas. Todo aquello era suyo, su secreto, y temía que sus compañeros de clase, los varones, lo descubrieran. No lo entenderían. Ellos 70
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tenían otras actividades, por ejemplo estarse en el billar los sábados y jugar a ponerse ebrios, o practicar el tiro en campo abierto con pistolas hurtadas a sus padres. El padre de Hugo detestaba las pistolas, sólo contaba con clavos y martillos. Y Hugo comenzó a odiar a su padre, a su madre, a su hermano, tan pequeño. No había nadie que lo ayudara a comprender ciertas cosas, nadie que lo ayudara a defenderse de las burlas, nadie que lo ayudara a vencer el temor hacia las muchachas. Por eso, tras varios encuentros con Aquello que se dejaba ver entre los intersticios más absurdos o en los sueños más incómodos, descubrió poco a poco que la venganza acostumbra arrasar parejo, sin respetar los géneros, ni las creencias, ni el amor, ni los vínculos de sangre. Una noche, regresando del lago, encontró a su hermano Rigo aún despierto, llorando sentado al borde de la cama, con los pies oscilando tristemente en el aire. Se miraron. Cada uno reconoció en el otro un terror indescifrable, mudo, cómplice. Hugo se sentó junto a Rigo y le pasó un brazo sobre el hombro. —No llores. Anda, duérmete que mañana iremos al cine. —¿Qué película vamos a ver? —Rigo se apartó las lágrimas con las manos. —Una de las que más te gustan. —¿Aventuras espaciales? —Sí. Rigo pareció alegrarse y dijo que ya quería que amaneciera, para ver marcianos y naves del espacio exterior. Hugo cobijó a su hermano y apagó la luz. Ninguno mencionó la muerte de sus padres horas antes. 71
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Con ojeras profundas de tantas noches en vela, la macilenta piel pegada a los huesos, el cuerpo cubierto con andrajos pringosos, postrado como despojo en una silla de ruedas, Hugo Camou observa el amanecer metálico desde la ventana de su habitación. Hace un esfuerzo enorme en jalar las ruedas para acercarse al cristal. El vaho frío que este despide le sienta bien. Un escalofrío recorre sus brazos desnudos. Saca de entre las ropas una hogaza de pan y se la come con masticadas y engullimientos ávidos. Afuera está nublado, nubes negras apretándose en el cielo encapotado. El viento arranca las últimas hojas de los árboles. Viento. Viento helado que parece atravesar las paredes. Hugo sabe que en cualquier momento estará allá afuera, en el patio fangoso por la víspera de lluvia, luchando por soportar el frío. No quiere que el Castigador baje, pero, mierda, siempre es tan puntual. Si despertara más tarde, aunque sólo fuera unos minutos más tarde, quizás el tiempo escamparía… quizás. Si viviéramos en el pueblo —se dice Hugo—, con gente alrededor, no me trataría así. Con suerte ya me habría matado. Escucha fuertes pisadas en la segunda planta, las pisadas descienden las escaleras de madera, una casa grande, bien cuidada. Los pasos se escuchan en la sala, luego en el comedor, y ahora han llegado a la habitación de Hugo. —Amaneció nublado —dice el Castigador. Su voz es grave, cruel. Hugo sigue mirando por la ventana, dando la espalda al Castigador. Este se acerca, sujeta los manillares de 72
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la silla y conduce a Hugo hacia el comedor. Las ruedas, oxidadas, chirrían. Lo deja en una cabecera de la mesa y se pierde en la cocina. El paralítico conoce la rutina a la perfección. Cada día, el Castigador lo lleva muy temprano al comedor, se mete a la cocina y al cabo de un rato regresa con el desayuno… plato humeante, apetitoso. Se sienta en la otra cabecera y devora como cerdo, como rey, batiendo la quijada de dientes deformes, incontables y amarillentos, embarrándose de carne y salsa la barba espesa, las manos, la camisa, sin despegarle un solo instante la vista a Hugo, quien se limita a mirar hambriento la comida, cazar los olores con la nariz. Jamás se detiene en los ojos del Castigador. Teme encontrar en ellos terrores insoportables. Al terminar, lo que queda en el plato, si es que algo queda, le pertenece al paralítico. Pero en invierno la situación se pone peor, porque para llevarse el bocado primero debe superar La Prueba, y ya entonces los restos están fríos, con la grasa coagulada. Una vez más. El Castigador se sienta en la otra cabecera de la mesa, con el plato del desayuno. Es un ser alto y musculoso. En realidad es casi puro músculo. —Hoy vamos a desayunar pollo frito con arroz — dice el Castigador. Toma una pierna de pollo y le da una mordida grande, dejando apenas el hueso. Juega un rato con la pieza, dándole vueltas para que Hugo aprecie con detenimiento y recuerde: después de La Prueba, las sobras serán suyas. Es imposible para Hugo apartar la vista del plato caliente. Transcurren los minutos de masticar, de 73
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chasquear el paladar, de burlarse del hambre… el dolor y la tristeza del hambre. El resultado final es un plato embadurnado con migas y dos huesos precariamente recubiertos por delgados jirones de carne y nervios. El Castigador se levanta eructando satisfecho. Camina hacia la víctima. —¡Perdóname este día! —suplica Hugo arrasado de súbito en lágrimas—. Hoy hace más frío que otras veces. ¡Por favor perdóname este día! Aferra sus manos flacas a las ruedas, desesperado, luchando por impedir que lo lleven al patio. La silla de cualquier manera es conducida a la puerta. El Castigador la abre de una patada, y el viento gélido los acuchilla, haciéndolos estremecerse al mismo tiempo. Las ruedas descienden los escasos peldaños del porche hasta llegar, entre ruegos y traqueteos, al centro del patio. El paralítico llora como sentenciado a muerte, se lleva las manos al rostro, no se cansa de implorar. —¡Por favor, ten piedad, aquí está congelado! —Sí, y parece que habrá tormenta —dice el Castigador, y se dirige al porche, saboreando ya el café negro que se preparará. Al día siguiente, sólo ellos dos, habían tomado el autobús del pueblo a la ciudad, cada uno sentado cerca de una ventanilla, observando en silencio los árboles y casas que se desplazaban familiarmente por el camino. Bajaron en la calle acostumbrada. Ya en el cine, abastecidos con pop corns, sodas 74
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y chocolates, disfrutaron de una película en blanco y negro en la que, sin venir a cuento, una nave espacial aterriza en Washington. De la nave surge un extraterrestre con pinta de dandy, acompañado por un robot al parecer indestructible. El ejército norteamericano los rodea, y así va comenzando la historia de El Día que la Tierra se detuvo. Oscurecía cuando regresaron a casa. La silenciosa cena consistió en pan y leche. Rigo se fue a dormir. Hugo pasó la noche en vela, ideando un plan convincente para librarse de sus padres muertos. Tendido en la cama, sudoroso, Hugo Camou abre los ojos. Estos le arden pese a que el foco de la habitación emite poca luz. —Qué bueno que despertaste —dice el Castigador, sentado en el borde de la cama—, creía que ya no la contabas. —Para la próxima mejor déjame morir. —Oh, pero yo no quiero eso, y tú tampoco. Oye, por si te interesa, debo informarte que han pasado dos días con sus noches desde que te saqué al patio. El Castigador apaga la luz, sale de la habitación y cierra la puerta. Absoluta oscuridad. Hugo supone que es medianoche. Siente la cabeza estallar, intenta erguirse pero de momento sólo puede mover el cuello y las manos. Cuánto sufre el deseo imposible de volver a caminar, correr hasta salir volando para así huir del Castigador. Y el odio. Aún después de tantos golpes y humillaciones, 75
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no había sentido más que miedo, profundo, asfixiante, interminable miedo. Pero ahora, en el instante que desea caminar, el odio va tomando forma, se solidifica. Decide que las cosas cambiarán en el futuro. Qué importan sus piernas inservibles si el cerebro funciona, igual su corazón. Es duro revivir la rabia que hacía mucho le provocaron sus compañeros de clases. La furia emerge del subsuelo. Una vez que el odio germina en alguien, es difícil exterminarlo, echa raíces pútridas cuyas enredaderas crecen sin parar y carcomen todo a su paso, todo lo que rozan, cualquier objeto de bondad y belleza. Devoran hasta los hilos de luz que se filtran por las ranuras más pequeñas. Es el odio lo que impide descansar a los muertos y materializa los espíritus en pena, espíritus vagando sin resignación ni fin entre los vivos. De pronto, una inesperada descarga eléctrica le lame la nuca y gran parte de la espalda. La descarga es mínima, pero en semejante negrura resulta atenazador, como un relámpago desgarrando la nada. Sobreponiéndose al dolor, su cuerpo poco a poco reacciona, la sangre en sus brazos flacos hormiguea, el escozor del sudor en las axilas. Las piernas, lo sabe, no dan ni darán señales de vida. No importa, paralítico y todo, la venganza será ejecutada, tarde o temprano será ejecutada. Ya se recuperará, el odio otorga fuerza, cuestión de esperar y… algo, mierda, algo se mueve bajo las sábanas, sobre su cuerpo, diminutos tentáculos pegajosos comienzan a reptar por su cuerpo, mil insectos le van cubriendo el rostro, buscado la manera de 76
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entrar en su boca. Hugo quiere gritar, no obstante prefiere soportar el terror crispando los puños y la mandíbula. Si grita, el Castigador acudiría en breve y, descubriendo el porqué del pánico, sería peor. Es mejor guardar silencio. El contacto de los tentáculos y la máscara de insectos, lentamente, desaparecen. Hugo recobra la calma respirando hondo, se limpia el llanto. Con los dedos índice saca las lágrimas estancadas en los canales auditivos. Lo ocurrido, aunque desconcertante, sus labios no lo contarán, lo mantendrá en secreto. No le dirá al Castigador que el causante de las tragedias, el ser extraño llamado Él ha regresado. Hugo había despertado a Rigo faltando todavía dos horas para el amanecer. El hermano menor, bostezando desganado, abrió los ojos, vio a su hermano mayor y entonces comprendió: había sido real. Su mente no sabía cómo, pero la convicción de que en realidad sucedió lo hizo llorar. Se negó a colaborar pero Hugo lo sacó de la cama a empujones. Los padres seguían donde mismo. Fríos. No fue fácil bajar los cuerpos por las escaleras, arrastrarlos hasta el patio, meterlos a la camioneta, conducir esta hacia el único acantilado de los alrededores, prenderle fuego y arrojarla al vacío. Tampoco fue fácil hacerle entender a Rigo que ellos, los hermanos, no eran culpables de los asesinatos. Sí, el hermano mayor lo había hecho él sólo, pero Rigo, al haber sido testigo, debía callar, no decírselo a nadie. “De cualquier manera”, dijo Hugo, “lo hizo Él, no nosotros”. La causa, Él, el monstruo que Rigo jamás vio pero al cual temía. 77
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Sólo Hugo podía verlo; escondido en el armario, asomado a las ventanas, reflejado en los espejos, en los adoquines, entre las páginas de los libros, en los pliegues de la ropa y vapor del café negro. Ni la policía, ni los forenses, mucho menos los familiares —tíos y abuelos que se desentendieron de los huérfanos— sospecharon nada. Nadie reparó en los cráneos destrozados por el impacto de un martillo. Lo más óptimo para los cuerpos carbonizados era darles santa sepultura inmediatamente. Hugo maduró de la noche a la mañana, se hizo cargo de la casa, del taller, de su hermano. Los dos siguieron asistiendo a la escuela, pero los compañeros de Hugo dejaron de molestarlo. Algo se había quebrado en la burla colectiva de la clase. Todos los púberes evadían temerosos la mirada del desequilibrado. Y es que Hugo iba cogiendo manías por montones, miraba formas extrañas allí donde no las había, alucinaba constantemente, repartía golpes, amenazas y humillaciones sin descanso. El hermano menor, por supuesto, era quien recibía los tormentos, y eso no le gustaba ni una pizca. La trémula luz del exterior despierta al inválido. Acostado bocarriba, ladea el cuello y observa la ventana con las cortinas descorridas. Un frío día de tantos. —Cómo te sientes —es el Castigador, se ha acercado y le ha puesto a Hugo una almohada grande bajo la cabeza—. Dime qué se te antoja comer y te lo preparo. ¿Qué trama el Castigador?, se dice Hugo, ¿por qué se comporta así, por qué se burla de esta manera? 78
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—Ya que no quieres hablar —dice el Castigador— te traeré un desayuno sorpresa. Cuando te aburra la cama échame un grito y te paso a la silla. “Esto no me gusta nada”, piensa Hugo al quedarse solo en la habitación. “¿Se habrá enterado de lo de anoche? No, a menos que lo haya notado en mis ojos. Debo ser más cauteloso, mantendré los ojos entrecerrados para que no hurgue en ellos. Apretaré bien los párpados cada vez que sea necesario”. Hace ya varios años que Hugo no sabe el rostro del Castigador. Teme enfrentarlo. Acaso guarda los últimos recuerdos de las facciones. En ocasiones le imagina una masa oscura sobre los hombros recios, un bulto amorfo, sin orejas ni nariz. En cambio le intuye la barba, el hocico dentado. Y los ojos, un tumor tapizado de ojos, aunque quizá se trata de un solo ojo fijo, Ojo reptiloide, lo suficientemente fijo para infundir ese terror que aplasta. El Castigador le lleva el desayuno a la cama y se va. Lo deja solo “para que disfrutes”. Hugo no ha olvidado mantener los párpados entrecerrados. Pollo frito y verduras en mantequilla. El primer desayuno decente desde quién sabe cuánto tiempo, después de vivir recibiendo las sobras y tomar algunos alimentos a hurtadillas, cuando el Castigador no se ve cerca. Al Castigador nunca se le ha escapado el hecho de que a veces falta un trozo de carne cruda, una papa o un mendrugo sobre la mesa. Eso también constituye parte de la tortura, de la gran broma. Con algún gesto o comentario idiota, el 79
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Castigador acostumbra hacerle entender que hay algo comestible sobre la mesa, sobre un mueble, bajo el sofá o en el cesto de basura. Y ahora, en su regazo, una bandeja con desayuno. Hugo no utiliza los cubiertos, y aunque los alimentos siguen calientes, se los lleva a la boca valiéndose con las manos. Sea cual sea el castigo que se avecina, disfruta el pollo y las verduras. Cuando termina, entra el Castigador y le dice “La bañera te espera”. ¿Bañera? Hugo es llevado en brazos hacia la segunda planta. Cuánto tiempo sin visitar el baño, ni siquiera para defecar, mucho menos para lavarse. Las duchas se realizan en el patio, con agua helada. Algo anda muy mal. Hugo comienza a gritar. Es introducido a la tina llena de agua. —Cálmate, no grites, no te estoy haciendo nada —el Castigador lo sacude por los hombros descarnados y alza la voz para hacerse oír—. Hugo, mírame, soy yo. El paralítico continúa con los ojos cerrados pero deja de gritar. La agitación del pecho disminuye. Desnudo luce más deplorable que cubierto de andrajos. Al inspirar, las costillas parecen querer atravesar la piel. Abrir los ojos y ver, escrutar en la otra mirada y verificar, o no abrirlos nunca. Se cierra sobre sí mismo. En una mezcla de arrojo y adrenalina, los párpados de Hugo se abren, haciendo frente al Ojo odiado, a la mirada de su hermano. ¿El Castigador se ha ido? Sólo están Hugo y Rodrigo Camou. Rodrigo con su barba y su cuerpo enorme y sus ojos claros. 80
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—Entiendo cómo te sientes —se excusa el hermano menor, estrujando nervioso la esponja enjabonada—, hace siglos que no te trato como debiera ser. Agua cálida mojando el cuerpo huesudo de Hugo, agua cálida limpiando la mugre, el hermano menor tallándole delicadamente los brazos, arrancándole la suciedad, los malos olores, su hermano tratándolo bien, su hermano siendo su hermano. (Hay aquí una trampa, un cazador y una presa todavía, pero, ¿cambiarán los papeles? A partir de ahora, ¿quién será el cazador y quién la presa?) Hugo observa su decrépito rostro reflejado en el agua. Aquella ocasión no hubo cine. El hermano menor estaba demasiado lastimado como para moverse. El solo hecho de ingerir alimentos le costaba dolorosos esfuerzos. Brazos, piernas, espalda, heridas a flor de piel. La mañana anterior, mientras desayunaban, Hugo se había levantado apresurado de su silla, como si de repente recordara algún asunto apremiante por resolver. Salió al patio. Las últimas semanas andaba muy ajetreado entre la escuela y el taller; se había propuesto comprar una nueva camioneta para hacer las entregas de los muebles que vendía. Al cabo de unos minutos regresó. Rigo aún estaba en el comedor, apurando unos huevos con tocino frito. En cuanto se miraron cara a cara, el hermano menor supo que algo terrible ocurriría. Hugo, impaciente, estrujaba entre las manos un bulto 81
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marrón que luego puso sobre la mesa. Era una grotesca máscara de cuero, zurcida con cordones del mismo material. Contaba con un único orificio en la parte delantera, semejando la boca; quien se la pusiera quedaría completamente a oscuras. —Rigo, ¿quieres que te cuente un secreto? —dijo Hugo, poniéndole la máscara a su hermano—. Anoche, Él me dijo que el problema principal es esta casa. Dice que nunca debió ser construida aquí. Estamos profanando un lugar sagrado, perturbándolo con nuestras presencias. Tú sabes que mi misión es obedecerle, porque si no las consecuencias serían horribles —suspiró vehemente y sacó de un bolsillo trasero de su pantalón el cable que esa misma mañana había arrancado del televisor. El hermano menor no veía nada, y a esas alturas temblaba incontrolable, ya se había orinado encima, y más le valía no llorar—. No me gusta castigarte. Él me obliga, me exige pagar con dolor. Al principio creí que la sangre de nuestros padres había bastado, pero no fue suficiente. De verdad intento ignorar sus órdenes, y de todos modos Él insiste. Ocupa mi cabeza día y noche. No sabes qué feo es tener la cabeza llena de cosas, llena de infiernos que no sé cómo explicarte. Rigo, desde su silla, jadeaba pesadamente a causa del miedo y la falta de aire. No sabía qué iba a ocurrirle, en aquella asfixiante oscuridad las ideas no lograban concretarse, se disolvían perdiéndose en medio del camino. Y si se quitaba la máscara, seguro el otro se enojaría. Era menos peligroso hacer caso, quedarse así. Hugo apartó la silla bruscamente y el hermano cayó de nalgas al suelo. —Si encuentras la salida antes de los diez segundos que contaré, te salvas por hoy —dijo Hugo con voz compungida, estaba llorando—. Uno… 82
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Al intentar ponerse en pie desesperadamente, Rigo se estrelló contra un borde y regresó al suelo emitiendo un quejido patético (…dos…tres…). Sumados al pánico y a la precaria posibilidad de salvarse, comenzó a sentir náuseas, luego vinieron las arcadas y después el vómito (…cuatro…cinco…). Todavía expulsando el desayuno, se abrió camino a gatas (… seis…siete…), y aunque conocía el lugar, se encontraba desorientado, buscando a tientas la salida (…ocho…nueve…). Por fin dio con la puerta que conducía al porche, se levantó como impulsado por resortes y, al aferrar la perilla para darle vuelta, se le heló la sangre cuando escuchó el último número de la cuenta. —…diez. La pequeña espalda, blanco perfecto, recibió el primer restallido del cable. Los residuos de vómito salieron disparados en sincronía con la sangre. Una vez más, Rigo regresó al suelo. Luego ya no supo más. En la penumbra, limpio y seco bajo cobijas tibias, Hugo recibe una revelación en las cortinas de la ventana. Las sombras que la noche distorsiona ya no pueden ser sino señales, criptogramas claros y específicos para quienes saben descifrarlos. Las cortinas apuntan hacia los contornos de una muleta olvidada en el rincón; allá, en la silla de ruedas, también se asoma un mensaje. Por este otro lado, en el espejo del tocador, las sombras duplicadas muestran el plan a seguir. Hugo volverá a caminar. Sí, señor.
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Después de los vendajes y el reposo, las heridas cicatrizaron, mal pero cicatrizaron. Rigo regresó ala escuela, culpando a un resfriado grave como motivo de su ausencia. Transcurrieron algunos meses en relativa calma. Hugo parecía haber olvidado lo ocurrido, sólo raras ocasiones se tornaba distante, miraba absorto a la nada, rumiando palabras inconexas a escondidas, pensando sabría Dios qué. El trato se hizo amable, de hermano a hermano. Pero Rigo sufrió una ruptura en su interior. Alguna fibra inexplicable se había roto, dejándole en claro bastantes puntos. El punto principal fue el de reconocer que Hugo estaba loco. El segundo punto fue aceptar que el personaje llamado Él no existía. Rigo era apenas un niño, y como los niños o los animales, aprendía las cosas físicamente, sin catalogarlas con palabras. Sin embargo memorizó dos: dolor y miedo. Los castigos, golpes y ayunos impuestos se repartían en aquellos dos adjetivos. Y el día que en su interior se rompió aquella fibra, comenzó a distinguir mejor, a elaborar su diccionario de sufrimiento. Pánico, vergüenza, terror… y otra muy importante que repetiría en su pensamiento constantemente, que acariciaría como un rosario, sopesando cada cuenta, cada borde áspero, cada significado de la palabra venganza… …que llevó a cabo una tarde en que Hugo reparaba el piso de la segunda planta. Se encontraba muy cerca de las escaleras, dando la espalda a Rigo. Por eso no previno el martillazo en la columna vertebral que lo lanzó cuesta abajo. Desde el rellano, Rigo observaba la postura ridícula en que había quedado su hermano mayor. Durante un segundo, nada más un segundo, Rigo pensó que, lo aceptaran o no, ambos estaban sufriendo. 84
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Cajones vacíos, ropero vacío. Rodrigo está empacando la maleta cuando entra Hugo al dormitorio. El hermano menor emite un quejido de sorpresa que se confunde entre la lástima y el asco. Por un breve instante lo cree confundir con algún efecto óptico visto distraídamente, pero no, el inválido de verdad se yergue en pie, doliente, sangrando y grotesco pero de pie. Hugo, completamente desnudo, se sostiene en una muleta vieja que aferra con el brazo derecho. En el izquierdo se ha improvisado, con puntadas, surcadas sanguinolentas, unos jirones de tela prendidos de antebrazo semimutilado hacia la rodilla del mismo lado. Las varillas y fierros que horas antes pertenecían a la silla de ruedas cubren, laceran y perforan las piernas flacas, desde los tobillos hasta la entrepierna. Hugo da dos pasos hacia delante, ayudándose con la muleta y tirando del brazo izquierdo para levantar la rodilla, que a su vez arrastra a la otra rodilla, como una especie de títere humano de sí mismo: el mecanismo sangriento, extravagante, funciona. Otro paso, y otro. Chink chink, el amasijo de las piernas. Aunque el propósito es la muerte, el enfrentamiento será corto, triste por asqueroso. Rodrigo empuja a Hugo y éste cae, entre chirridos mecánicos, contra el suelo. La sangre no dejará de borbotear. —¡Te odio, te odio! —Hugo no consigue levantarse, ni lo conseguirá—. ¡Mátame, enciérrame, hazme lo que quieras pero no me dejes así! —¿Sabes —Rodrigo se acuclilla frente a su hermano—, nunca me atreví a enviarte a un manicomio. Lo 85
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pensé un montón de veces, pero cada que lo hacía recordaba a mis padres y tus castigos hacia mí. No te iba a dejar sin merecido, muy campante en un cuarto acolchado. Quería cobrármelas a como diera lugar. Mi hiciste tanto daño. Ahora estoy casi tan loco como tú. —¡No estoy loco! —lágrimas y sangre y orines. —Sí, sí lo estás, de remate. Mírate, siempre te faltó más de un tornillo en esa mollera enferma que te cargas. Inventaste aquel espíritu maligno llamado Él para desfogar tu demencia. Cuando era niño creía en tus palabras, de verdad creía en la existencia de un ente obligándote desde el infierno a realizar tanta mierda. Pero fui creciendo, Hugo, tenía que crecer. Comprendí lo que sucedía en realidad. Dejé de tragarme tus cuentos fantasmagóricos. ¿Jamás imaginaste que crecería, que llegaría el momento en que no volvería a permitir que me tocaras? —Sólo obedecía las señales, debía mantener purificado este lugar. —¿Ves?, te sigues tragando tus mentiras. No hay remedio contigo. Me voy. Buscaré una parte lejos de aquí, donde pueda olvidar que esto ocurrió. Me estoy volviendo loco. Y ya que tu santa tarea es obedecer las reglas secretas de esta casa, te dejo contigo mismo. Haz de ti lo que quieras. —¡No te vayas, no te vayas! —Antes de que te mueras desangrado deberías llamar a la ambulancia. Aquí está el teléfono, así que déjate de dramas. 86
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Rodrigo abandona la habitación, recorre el pasillo, desciende las escaleras, cruza las estancias restantes hasta llegar al porche, llega a la camioneta, enciende el motor. A través del parabrisas observa la casa, recordando imágenes dolorosas que se propondrá enterrar en el olvido, pero con las cuales vivirá hasta el último de sus días. Después, dando tumbos en el terreno fangoso, la camioneta se pierde en la noche. Hugo no ha parado de llorar. Sí, el único teléfono de la casa está allí, en esa habitación, sería cuestión de alargar el brazo, coger el aparato y marcar para que quince o veinte minutos después llegue la ambulancia del pueblo. En lugar de eso sigue gritando. La garganta enronquecida apenas le permite desahogar el odio, el miedo, la desesperación. En las paredes ya no hay señales que le comuniquen salvación alguna. Las sombras se han puesto en su contra, se han tornado negras, negrísimas, están brotando desde los rincones. Brotan del cielo raso, como estalactitas de chapopote. Adquieren formas dentadas, incluso semejan extremidades, se estiran, se ciernen sobre Hugo Camou, comienzan a engullirlo lentamente, lentamente hasta zampárselo por completo.
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E l asombroso
comportami en to conyugal Q
Es la séptima vez que Ramón imagina, mientras discute con Rosaura, que ésta se atraganta al vociferar la retahíla de insultos de mujer repentinamente histérica. Que se arranca la lengua con esos dientes de pronto aberrantes, como navajas herrumbrosas. Tiene el músculo atorado en la garganta, se asfixia, cae de rodillas, desesperados ojos inyectados de sangre, entre balbuceos clama auxilio. Y él no hace nada, se limita a observar la patética escena con las manos metidas en los bolsillos, esperando el último aliento de su media naranja. Por su parte, Rosaura, tras despilfarrar saliva y no provocar en su marido reacción alguna que le indique que el altercado no es vano, imagina a Ramón perdiendo color. Piel, ropa, zapatos pierden color. Esa reverenda cara de imbécil pierde color. Se va difuminando, ya se ve la pared y los muebles a través de él… desvaneciéndose, desvaneciéndose, acaso se distingue un retazo de pierna, un esbozo de brazo, una pincelada de nariz, hasta que la 89
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insignificante presencia por fin se pierde, atravesada por las partículas de polvo en la habitación iluminada. La discusión termina donde empezó, llevándose la contraria, soltando improperios, exponiendo fundamentos que distan mucho de ser veraces, jurando cada uno tener la razón. Hacer chasquidos de disgusto, dar portazos, lanzar el primer objeto que ven a la mano. Onomatopeyas del hartazgo. Luego él vuelve a sus trazos, ella a la cocina, o al club-de-lo-que-sea, o al dormitorio. Rosaura disfruta imaginar que su marido desaparece. Lo imagina a diario, cuando lo ve afeitarse por las mañanas, cuando lo encuentra embobado en el periódico a la hora del desayuno, cuando se pierde durante horas hablando con los coloristas, los editores y escritores. Lo imagina evaporándose en las largas sesiones ante el escritorio, dibujando superhéroes con poderes salidos de váyase a saber dónde. Y sí, su marido gana los miles desde la comodidad de su casa, vive de lo que siempre quiso hacer. Mientras tanto, ella se inventa diligencias y compromisos para no volverse loca. Al principio se negaba a darse cuenta, pero acabó reconociendo que ella sólo era un adorno más en la vida exitosa de su Ramón, un complemento importante pero prescindible, una viñeta más para el conjunto del cómic. Bien se lo había dicho su madre: no te cases joven/ una sartén de calidad/ con el libro de los conjuros no se juega/ conoce mundo/ y así el arroz no se pega/ el capítulo cuarenta y siete es la solución/ estudia a tus prospectos/ elige los mejores tomates/ allí está la fórmula para 90
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deshacerte de la persona que odias/ al final todos los hombres son iguales/ pero se dejan cocer a fuego lento/ yo así me liberé de tu padrastro/ termina una carrera/ luego se fríen/ jamás supieron cómo murió. Conteniendo las ganas de llorar, Rosaura pica las zanahorias y el nabo. El la estufa la carne suelta un aroma picante. Rosaura ya no quiere pensar por el momento, aunque sólo sea este día necesita no pensar, es preciso despejar la mente, vaciarla de frustraciones. Sin embargo continua pensando, es difícil dejar de hacerlo. Un nudo de tristeza se le hace en el pecho, los ojos se colman de agua, el agua se desborda. Snif snif snif snif. Ramón, en su estudio, está terminando de detallar un pin-up: un monstruo marino cubriendo la hoja entera con sus tentáculos, y en el centro, parado sobre un peñasco golpeado por las olas, el diminuto superhéroe haciendo frente al leviatán. Nada qué envidiarle a Jim Lee, a Moebius. Nos urgen unas vacaciones por separado, se dice Ramón, ella que se vaya a cualquier rincón del mundo y yo ya veré a dónde. Si no, un día de estos, cualquier pinche día, alguien asesinará al otro. Ha cumplido con su cuota de trabajo, aún cuelgan varias horas para el atardecer. Piensa en visitar el bar más cercano. La idea de llenar el ocio con cerveza le satisface. Le gustaría pedirle disculpas a su esposa e intentar la reconciliación, pero algo le dice que él no comenzó el pleito, las disculpas no saldrán de su boca. En un cajón del escritorio, bajo llave, guarda un escrito titulado “Lo que le diría a mi mujer se me armara de valor”, el cual dice: 91
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Te amo, pero ya estoy asqueado de tus amenazas circenses, de tus besos de hollín, lágrimas prestadas, chantajes en abonos, caricias frías, pistolas cargadas. Quisiera esconderme en la corbata del vecino, en el párpado de moda, en el servilletero. Es preciso que me quite la correa. Me faltan piernas que morder, divorcios por cumplir, miércoles de cenizas, retratos con extraños. Es triste no conocer los moteles de la ciudad. Un día más y me pudro, juro que me pudro. Sí, resulta amargo el sabor que dejan las despedidas y bastardo el tren que se aleja del pañuelo. Qué querías, así debe ser cuando el escapista no encuentra el cerrojo y se pierden las llaves de la duda sin llavero. Ramón va a la cocina. Allí está Rosaura, picando las skrutch últimas clac clac verduras para snikt echarlas al zzzee sartén. Me debes una disculpa, dice ella. Tú me debes la disculpa, objeta él. ¿Vas a salir? Sí. Quédate, la comida ya casi está lista. No tengo hambre. Ramón se marcha y Rosaura inunda la cocina a punta de lágrima. Goterones gordos como naranjas maduras. Llanto incesante. Cuántas lágrimas fluyendo de una mujer tan menuda. ¿A eso se reducía su vida, a llevar la derrota a cuestas, el ánimo por los suelos y la desdicha por estandarte? Pues si no quieres comer esto, dice en voz alta, entonces ya verás lo que te preparo. La cerveza del bar le brinda a Ramón una ínfima pero revitalizante porción de tranquilidad. Es un bar de 92
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escasos parroquianos, un bar pasado de moda, anónimo, hospitalario, ideal para quien sólo desea un trago y despojarse de las preocupaciones, librarse un poquito de lo cotidiano, sin nadie a quien saludar, a quien conocer o llevarse a la cama. Un templo donde se limpia el espíritu con helado cáliz etílico. Pero, si se siente tan a gusto, ¿Por qué de pronto un ligero escozor le brota del pecho? Se abre dos botones de la camisa y le asusta ver unas pústulas amarillentas rodeándole el pezón izquierdo. El corazón se desajusta, el ritmo de los latidos suena muy parecido al ruido que hace un objeto pesado cayendo rodando por las escaleras. Su vista es invadida por dibujos de sombras verdosas, de trazos marcados muy a lo Teddy Kristiansen, o aún más terribles, oscuros trazos como un Doré. ¡Me estoy muriendo, ayúdenme!, grita antes de desplomarse. Ramón ignora que, en casa, Rosaura ha sacado de la alacena, oculto entre los frascos de conservas y sazonadores, un pesado libro de cubierta rugosa, con páginas repletas de palabras extrañas. Sin parar de llorar, recita las líneas del capítulo cuarenta y siete.
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U n li bro , un violí n
y algunas referencias li t erarias Q Para Tasuku Sasaki, vivo ejemplo de Hombre Ilustrado.
Me arden los huesos, dijo, castañeteando los dientes escasos y mugrientos, el joven que me servía de guía por aquel barrio desconocido. Desde hacía varios días el cielo gris arrojaba una lluvia rayana en la tenacidad, agua suficiente para hacerme ver que, de nueva cuenta, yo llegaba a cualquier lugar en el peor momento. Valiéndome de la precaria información aportada por mi cliente, comencé a recabar direcciones, recordar datos que pudieran ser útiles, entrevistar personas, en suma, formar un hilo que me llevara al objeto buscado, al centro del misterio. Sería presuntuoso colgarme el membrete de detective. Porque soy otra cosa; una mezcla de explorador amateur, caza recompensas digamos mediocre, aficionado a eventos insólitos, y, en contadas ocasiones, una vil cobaya. Mi acta de nacimiento y mi carnet electoral 95
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comprueban que soy Josué Mendoza. Lo sé, no es un nombre que calce con los rebuscados apellidos que ostentan los protagonistas de las novelas negras, pero así me llamo, y en ocasiones no se puede hacer nada contra la realidad. Caminamos entre calles inundadas que nos cubrían las rodillas. Las alcantarillas desbordadas arrojaban desperdicios informes que eran arrastrados por la corriente con la cadencia de Ofelias mutiladas. Era imposible mojarnos más, los dos estábamos empapados y ateridos de frío, aunque los temblores y dolores óseos de mi triste cicerone en realidad se debían a la malilla: le hacía falta urgentemente una dosis o un féretro. Al fondo, en la puerta verde la encuentra, señaló cuando llegamos a la entrada de un callejón colmado de basuras, aderezado con un hedor a perro muerto, olorcillo tenue debido a la lluvia, pero persistente, dulzón. El yonqui inició el consabido ritual de rascarse los brazos con exasperación. Estaba esperando su recompensa. Le solté un billete arrugado y medio mojado que de inmediato desapareció en una manga de su abrigo pringoso. Entonces empezó a alejarse, brincando charcos que no conseguía salvar. Antes de doblar una esquina se llevó las manos a la boca, haciendo bocina, y me dijo a gritos que luego nos veríamos. Así de sencillo, sin concertar sitio ni hora, como si alguno de los dos fuera una especie de médium que contactaría al otro con sólo cerrar los ojos y expandir la mente. Es gracioso pagar para ser conducido a un muladar. Pero siendo sinceros, ¿qué podía esperarse de aquel drogo en fase terminal? 96
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La puerta verde se escondía tras un contenedor de chatarra y varias cajas de madera apiladas al descuido. Toqué tres veces con los nudillos. Esperé. Volví a tocar. Un anciano ciego —tenía los ojos velados con dos gruesas cataratas viscosas— asomó el rostro y aspiró muy cerca del mío. Menudo centinela, pensé. Tras decirle la contraseña, me cedió el paso. El lugar, iluminado con neones fluorescentes en lo alto de las paredes, parecía una pésima emulación escenográfica del Gabinete del doctor Caligari. Algunas habitaciones eran demasiado pequeñas y estaban atestadas de adornos y otras demasiado grandes y casi esquilmadas por completo. En los pasillos había estatuas obscenas, y en las paredes, donde en ciertos puntos la luz negra delataba manchones pegajosos, colgaban algunas obras que reconocí, verdaderas piezas de museo, entre estas un Miró y un Gris. Desperdigados en sillones y poltronas, yacía una docena de individuos, inmersos en viajes tóxicos: jóvenes enfermos, veteranas de la calle, mendigos deformes de nacimiento o por mutilación, proxenetas jubilados. Ninguno me dirigió la mirada. Seguí al invidente hasta la última pieza, una estancia mucho más grande que las anteriores y con un nutrido número de descastados. Para mi sorpresa, tropecé contra un reconocido poeta nacional, un hombre relativamente joven de melena alborotada y una vestimenta copiada de Oxford. Claro, hasta entonces yo no lo conocía en persona, pero su jeta figuraba en todas las revistas literarias del país, contaba con una mar de fans y lectores —que no son lo mismo pero da igual—, y cada día surgían nuevos 97
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críticos y ensayistas que ensalzaban y defendían y ahondaban en lo que, según ellos, era el Gran Nuevo Poeta, casi tan bueno como Octavio Paz, y se soltaban disertando sobre la poesía mexicana sólo con los apellidos de Paz y Caudett (cosa que me desconcertaba, porque entonces dónde quedaban Villaurrutia, y Efraín Huerta, y Abigael Bohórquez, sólo por mencionar una pizca de los tantísimos y valiosos). En fin, toda esa cháchara mafiosa firmada por Christopher Domínguez Michael, Gabriel Zaid y Famiglia. Oscar Caudett, el poeta, embarrado desde la comodidad de un cleopatra, me dedicó una breve y vacua mirada, sin interés, como cuando se mira una moneda de diez centavos. La razón de sus ojos bovinos residía en su antebrazo izquierdo: la jeringa incrustada le otorgaba el don de atravesar con la vista todos los obstáculos del mundo. Pasé de largo, dirigiéndome al rincón más luminoso. Allí, presidiendo un trono de naturaleza imposible, una mujer extremadamente flaca, maquillada como geisha de ultratumba, me dio la bienvenida. Bella Lucy. —Pero si es el famoso señor Mendoza —dijo con voz de guacamaya—. Algo importante traerá entre manos. Mire que venir con semejante tormenta… Dejó la frase sin terminar. Se limitó a observar divertida el espectáculo de mis fachas. Si continuaba parado donde mismo, pronto mis ropas formarían una considerable laguna en la moqueta. De una pequeña tienda levantada con sábanas 98
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percudidas, muy cerca del trono, apareció una mujer sin piernas que se desplazaba por medio de un cochecito metálico con ruedas de caucho. Utilizaba los puños para impulsarse. Llevaba una blusa sin mangas, y la musculatura de sus brazos indicaban que aquellos movimientos le venían de toda la vida. —Acompáñeme —me dijo, con reverencia protocolaria—, tenemos una estufa para estos casos. La seguí. Mientras mi ropa y zapatos se secaban al calor de la estufa, me prestaron un cómodo albornoz rosa para regresar ante Bella Lucy. Ella, por supuesto, dio inicio a la conferencia: —Hemos escuchado muchas de sus hazañas, señor Mendoza. Sinceramente admiramos su arrojo, su tenacidad para resolver los problemas podridos que nadie se atreve a realizar. Quienes fueran alguien en el bajo mundo, hacía rato que conocían mi oficio, y la mayoría me creían con capacidades supernaturales, como el John Silence de Blackwood o el Carnacki de Hope Hodgson. Al respecto, yo no me esforzaba por contrariar sus erradas ideas. —Ahora bien, dígame —la decrépita mujer acompañaba sus palabras con afectados ademanes—, quién lo ha enviado, ¿Soto, Auden, Miraflores? Ninguno de los mencionados, pero tampoco le brindé el apellido, y como no andaba precisamente de vacaciones, fui directo al grano. —Estoy buscando un violín… 99
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—¡Novoa! —graznó Bella Lucy—. ¡A usted lo ha enviado el viejo Mario Novoa! Falló de nuevo. Mi cliente se llamaba Máximo Colorado, y según su historia, había dedicado media vida en seguirle el rastro al instrumento musical ese, cuya clavija, como impronta de autenticidad, tenía grabado un verso en árabe. Por lo pronto aproveché el dato y dije: —Novoa me ha dicho que usted me ayudaría. La urraca guardó silencio. Era sabia, mito viviente. En sus dominios, poblados por seres hostiles y decadentes, ocurrían todos esos crímenes que de tan violentos no tienen cabida ni en la nota roja de los diarios. Entre sus callejones, cloacas, buhardillas y casas abandonadas se apostaban sus huestes de indigentes, ladrones, asesinos, fugitivos; indeseables orillados por la sociedad recta a llevar una vida alimentada de dolor y odio. La singular mujer dominaba y protegía a sus jaurías harapientas con más maestría que un hampón intocable. Entre tantas leyendas, también era sabido que los hombres poderosos, y por consiguiente excéntricos, en algún momento de sus adineradas existencias recurrían a los favores, consejos y caricias de Bella Lucy. —Oh, ese imbécil de Novoa —canturreó ella—, sigue encaprichado con tremendo prodigio. No entiende el respeto que se debe guardar ante ciertas cosas —dejó el trono y anduvo sus pasos de ave zancuda hacia mí. Se inclinó hasta casi tocar mi frente con la suya y sonrió de oreja a oreja—. Sé cuánto le gustan los cuentos, señor Mendoza, así que le contaré uno. 100
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Cabrona, conocía mis debilidades a la perfección. Me acarició con sus manos huesudas, regresó al trono y susurró un par de segundos al oído del ciego, quien, tras escuchar atento, sacó dos largas pipas de un baúl. Llenó las cazoletas con unas hierbas negruscas. Le entregó una a su jefa y otra a mí. —Disfrútela, señor Mendoza —dijo Bella Lucy encendiendo su pipa—. Digamos que esto es el prólogo, pronto los colores ambientarán el relato. Ni por asomo pude negarme. Mi primera razón de obediencia era obvia e ineludible; me encontraba en su cubil, bajo su protección o bajo sus garras. La segunda razón, no menos importante pero sí estúpida y sencilla: me gusta probar sustancias nuevas, como un catador de brebajes desconocidos, aunque después la resaca o daños secundarios me estén matando. Pertenezco a esa casta de perros que se queman el hocico y vuelven a tragar lumbre. Me arrellané en un diván, prendí la pipa y fumé con fuerza. El efecto fue inmediato. Bella Lucy contó el cuento y la hierba quemándose en mi sistema me brindó las imágenes: Fez, Marruecos. Mario Novoa, desgarbado, ojos de rapiñero que hacen juego con su nariz ganchuda, camina envuelto en el calor, bullicio, olores y colores característicos del zoco. Su estancia en aquel lugar se debe a la adquisición —llevada a cabo la víspera— de un raro libro escrito por un tal Sebastián de Velázquez, un español hace mucho tiempo muerto y jamás reconocido, a excepción de los bibliófilos infatigables. Novoa se 101
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entretiene admirando los tendederos de tapices, pieles y alfombras. Más adelante, frente a un comercio de alfarería un hombre berebere, rodeado de gente, toca un violín. El arco sube, baja, sube y baja con candencia, desgranando sonidos únicos. En determinado punto detiene la música, cierra los ojos y recita unos versos en árabe, parece contar una historia, luego termina el pasaje y retoma la ejecución del instrumento, y así sucesivamente. El público, en su mayoría turistas, permanece absorto, inmerso en un relato que no comprende pero que de alguna manera le ha tocado ciertas fibras del alma. Cuando concluye la interpretación, el músico recibe una cuantiosa limosna, guarda el violín en un estuche de cuero y se marcha. Novoa lo sigue esquivando gente, entre los aromas de la sémola y el ajo, hasta interceptarlo a las afueras del mercado. El bibliófilo se presenta en un inglés fluido y en un francés más bien pobre. El músico le facilita las cosas contestándole en castellano. Novoa se hace llamar poeta y adula la técnica del nómada violinista, pero ay, no entendió ni jota de los versos. El berebere le explica que aquellos cantos los aprendió en las montañas donde nació, y versa sobre un drama estilo Romeo y Julieta pero de tinte fantástico. Los amantes de la historia, dice, antes de ser asesinados por los familiares rencorosos, deciden cortarse las venas y bañan de sangre dos objetos que siempre atesoraron: un libro y un violín. De esta manera sus espíritus continuaron juntos y vivos en la poesía y en la música, sin embargo no por mucho tiempo, pues pronto el libro se 102
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perdió en el desierto por manos canallas, y el violín fue encontrado por los bereberes de las montañas. Así nació una leyenda; si los dos objetos volvían estar juntos de nuevo, se fusionarían de tal manera que harían surgir la canción más hermosa del mundo, una canción poderosa, capaz de doblegar los corazones y conquistar gobiernos. Novoa quiere saber qué tan real puede ser la leyenda. El nómada le dice que tan real como que él posee el violín, y para demostrarlo, lo saca del estuche y le muestra el grabado árabe tallado en la clavija. Por otro lado, el libro aún seguía perdido en el desierto. El libro puede esperar, se dijo Novoa, en cambio el violín estaba a su alcance, y para conseguirlo mata al músico a las afueras del zoco, en uno de los callejones menos transitados. Esto no le sirve de mucho, pues al cabo de unas semanas le roban el violín en sus propias narices. Mario Novoa burlado. —Y colorín colorado —dijo Bella Lucy sacándome de la visión—. ¿Qué le ha parecido, señor Mendoza? —Delicioso, como un cuento de los Grimm ilustrado por Mervyn Peake —alcancé a contestar, y acto seguido caí en un sueño profundo y reconfortante. Cuando desperté, Bella Lucy ya se había marchado y todos a mi alrededor estaban dormidos, excepto el poeta Oscar Caudett. Lo descubrí mirándome con aire ausente desde un sillón. —¿Qué miras, pendejo? —le dije irritado. —Absolutamente nada interesante —contestó él formando una sonrisa tonta. Después fingió soñar. Me dirigí a la estufa y recogí mi ropa, ya seca y 103
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calientita. Me vestí con calma. Lo que fumé en la pipa me hizo sentir con energía, casi daban ganas de correr un maratón o escalar la montaña más estúpidamente alta. Antes de abandonar el lugar, vi a la mujer sin piernas salir de su tienda y dirigirse a mí: —Señor Mendoza, la querida Bella Lucy me ha encargado decirle que, como en las historias de Lewis Carroll, aquí en la tierra también hay mil atajos para llegar al infierno, sólo basta con encontrar al conejo adecuado que lo conduzca a la madriguera. —¿Y cómo reconoceré al conejo? —Yo qué sé —gruñó ella. Afuera, aunque ya no llovía, el cielo todavía lucía gris y la mayoría de calles continuaban inundadas. Mis zapatos se volvieron a mojar. Según mi reloj de pulsera era mediodía. El hambre y la sed me llevaron a un tugurio en penumbra. El cantinero me sirvió lo que tenían: galletitas saladas y cerveza. Las fachas y rostros hoscos de los pocos parroquianos comunicaban el vacío de los días. En la barra me encontré al joven yonqui de los dientes podridos, bebiendo y conversando acaloradamente con un hombre atrofiado de pies a cabeza. Éste me saludó extendiéndome un muñón reseco que tenía por mano derecha. Los rasgos faciales parecían haber pasado por un cazo de aceite hirviente. Me recordó a Koolau, el personaje leproso de Jack London. —¿Qué tal estuvo con Bella Lucy? —dijo el joven sin mirarme. —No me quejo. 104
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—Pues debería —dijo el deforme, mostrando una odiosa sonrisa sin labios—. Escuche, yo puedo ayudarle, sé quién tiene el violín. No es Novoa. —¿Cómo lo sabes? —dije. —Porque yo soy Mario Novoa, o al menos lo fui, antes de coger aquella enfermedad en el desierto africano. Pero ¿sabe?, valió la pena —con la mano izquierda, cuyos tres dedos se las apañaban bien, extrajo de su abrigo un objeto envuelto en una tela oscura que depositó sobre la barra. Al desdoblarlo se reveló un antiguo encuadernado con garabatos árabes impresos—. Yo también quiero el violín, nunca he dejado de quererlo. Ya sabrá que esta es la otra pieza. Mire, si usted acepta conseguirme el instrumento, le pagaré el triple de lo que le hayan ofrecido. Al principio del relato me describí, entre otras cosas, como un caza recompensas mediocre. Por eso no lo pensé dos veces y acepté el trato, olvidando a mi antiguo cliente de inmediato. Apuré mi cerveza y pedí otra. —Ernesto lo llevará al violín —dijo, señalando con la mirada al yonqui—. Su actual poseedor es Oscar Caudett. La situación me resultaba rara. ¿Por qué Bella Lucy no había adivinado las intenciones del poeta? ¿Acaso la Mistress of mistresses ya sufría las consecuencias de la senilidad olvidadiza? O quizá la muy canija planeaba jugar conmigo, con todos. Fui al baño para despejar la mente y vaciar la vejiga. Cuando regresé a la barra, Novoa yacía en el suelo, con una herida en el hombro izquierdo. El cantinero se asomaba atontado desde su barricada, los borrachos de las mesas 105
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tardaron un rato en reaccionar, y Ernesto salía corriendo de la cantina con velocidad de atleta, como si llegara tarde a la repartición de heroína. No precisé explicaciones: el imbécil llevaba el libro consigo. Corrí tras él. Intenté sin éxito salvar los grandes charcos de agua sucia, el lodo se me embarraba en los pantalones. Sudé la gota gorda, pues mis pulmones tabaqueros jamás me ayudan cuando los necesito. Alcancé al yonqui en una calle cerrada. Al detenernos, jadeantes los dos, fui rodeado por cuatro hombres pelones y tatuados, los típicos expresidiarios. Andaban armados. Dos garrotes, una cadena, un bate de béisbol. Dejaron ir a Ernesto. Lo primero que sentí fue el cadenazo cruzándome la espalda. Caí de costado, recibiendo la retahíla de golpes. Pensé que moriría allí mismo. Pensé, también, en Bella Lucy, en conejos blancos, en naipes asesinos, en historias de Marruecos. Luego ya no supe. Me despertó la lluvia metiéndoseme en las fosas nasales. A duras penas logré ponerme en pie. De nuevo estaba empapado. Me palpé el cuerpo buscando huesos rotos o heridas superficiales: había suficiente de lo segundo. —Por fin lo encuentro, señor Mendoza —la mujer sin piernas apareció de pronto, con el agua hasta la cintura, arrastrando su carrito hacia mí. Sus brazos ejercían la parodia de remos—. Debemos curar esos madrazos. Formando el dúo más lamentable, nos guarecimos en el primer escondrijo seco del camino, una casa baldía donde pernoctaban algunos borrachos e indigentes. 106
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La mujer se hacía llamar Rabbit. Fue buena conmigo. Me sanó las heridas con un ungüento de olor rancio que —dijo mientras lo aplicaba— era milagroso; ella se lo aplicaba cuando sus muñones se cuarteaban. La solidaridad de Rabbit confirmaba el refrán de que la gente menos imaginada es quien termina ayudando a uno. Aunque viéndolo bien, la mujer obedecía las órdenes de Bella Lucy, por lo tanto la bruja pajarraca representaba mi verdadero socorro. Queriendo demostrar mi gratitud, decidí joderle los planes al poeta. Además, horas antes yo le había tomado aprecio a Mario Novoa, me reconocí en él, un sujeto dispuesto a cualquier horror con tal de vislumbrar algo fuera de lo común, sin importar el daño a nuestra integridad física o espiritual. Cayó la noche, la lluvia no cesaba y, envueltos en la oscuridad de la casucha, dándonos calor, Rabbit y yo hicimos lo que dos personas adultas tienen a bien hacer cuando la atmósfera y las circunstancias se presentan. Más tarde, aprovechamos que la tormenta se dignó a dar tregua y salimos a vadear las corrientes. Seguí a Rabbit hasta el estacionamiento de una fábrica cervecera abandonada. Según mi compañera, esa era la guarida de Oscar Caudett. A un costado del edificio discurría, acumulado por las lluvias, un afluente de porquerías más parecido a canal de desagüe que a caminito amarillo de Oz. Rabbit abandonó su carrito metálico y trepó a mis espaldas. Si el cielo impertinente seguía en su afán de diluvio, pronto aquella vía de acceso se convertiría en autopista de kayaks. 107
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Entramos a la antigua cervecería. En el centro del lugar, envueltos en la semipenumbra de la tarde colándose por los ventanales, una cincuentena de marginados dirigían su mirada al púlpito dorado donde el ladrón del libro y el violín exponía estos objetos y su discurso. —Hermanos míos —decía Oscar Caudett en clérigo tono—, qué les ha ofrecido Bella Lucy sino el mismo trato y la misma dádiva traicionera que la pulcra sociedad les brinda. Muchos han sido los testigos fieles de mi generosidad. Justo en estos días me llegará un cargamento de armas que cada uno de ustedes portará si se consideran mis soldados. El gentío aprobó la palabrería con vítores y palmas. Rabbit y yo, gracias a la experiencia mística que se celebraba, nos acercamos sin ser vistos, me descolgué a Rabbit de la espalda y nos escondimos detrás de unos barriles enormes que en alguna remota época rebosaron de refrescante cerveza. Entre la multitud reconocimos a Novoa, andaba de incógnito, con una chamarra de capuchón embutido hasta las cejas, o mejor dicho donde antes debieron estar las cejas. —Esto se pondrá bueno —susurró mi compañera desde el suelo, enguantándose una manopla de acero en cada mano. Admiré las agallas de Rabbit. Siempre me han atraído las personas que apuestan todo a cambio de nada, esas personas que se arrojan al vacío y, si caen intactas, con las tripas en su lugar, agradecen malhumorados haber ganado un día más de vida. 108
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—Ahora, hermanos de infierno —prosiguió Caudett, que por lo visto hablaba tan ridículo como escribía—, gozaremos de un acontecimiento que redimirá nuestras almas. Les mostró a sus soldados harapientos el libro y el violín, y en beneficio de su actitud magnánima, su silueta fue recortada por un repentino relámpago que iluminó por completo el interior de la fábrica, seguido instantes después por el clásico sonido atronador. Lo que días antes se había contenido en cuentagotas chapucero, ahora se derramaba en tormenta rabiosa. Creyendo pasar inadvertidos por la penumbra y por el ruido de la lluvia golpeando los muros, Rabbit y un servidor nos acercamos un poco más a la congregación, pero otro relámpago resquebrajó el cielo, y su luz hizo las veces de reflector sobre nosotros. Al sabernos descubiertos, sólo quedaba la alternativa de pelear. Misión estúpida, porque pronto nos sepultaron en un alud de puños y patadas. Yo apenas pude soltar un par de puntapiés, aunque Rabbit se lució volándole los dientes a un borracho cacarizo y la nariz a una mujer gorda que se le atravesó. Dos madrizas en un día, me dije, al paso que voy se me hará costumbre. Entre la trifulca, uno de los marginados, fornido y tuerto, se cernió detrás de mi compañera, alzó un martillo y luego se lo descargó contra la cabeza. El fin de Rabbit. Hasta allí llegaba mi conejo blanco. La rabia me impulsó hacia el tuerto, que blandía de nuevo el martillo ahora ensangrentado, pero dos apestosos me sometieron antes. Voltee la mirada hacia la muchedumbre, y por un momento me encontré con los ojos de Novoa. Éste me dio 109
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la espalda para concentrarse en el púlpito, esperando el prodigio en respetuoso silencio: habiendo perdido valiosas oportunidades a través de los años, y con esto los redaños, Novoa ya sólo se conformaba con la pasiva y vergonzosa butaca del espectador. Pobre diablo. —¡Caudett! —grité zafándome de los apestosos, y conseguí la atención del poeta—. He leído tus libros. La tempestad de las vírgenes es una reverenda frustración masturbatoria, y tus Cantos Sublimes un desperdicio de tinta y páginas inocentes. Logré ofenderlo, sus ojillos encabronados lo pusieron a flote. A cambio de tal satisfacción, el tuerto me proyectó un gancho al hígado que me hizo aterrizar de nalgas contra el piso. —¿Algo más que quiera añadir, señor Mendoza? — dijo Caudett. —Sí: hay más métrica en el directorio telefónico o en la lista de la compra que en tus ripios. Oscar Caudett me ignoró, colocó el libro y el violín sobre el púlpito, irguió el rostro con expresión hierática y, mientras entonaba unos versos apresurados, extrajo una navaja corriente de su chaleco. Se rajó la palma de la mano izquierda, manchando de sangre los objetos árabes. Los pordioseros, arrobados, se apretujaron sin perder detalle. Incluso el tuerto se unió al montón, dejándome solo. Me arrodillé al cuerpo mutilado de Rabbit y me hice de sus manoplas. Nadie se dio cuenta cuando me acerqué. Algo se produjo en el púlpito, un sonido pegajoso. Era el libro palpitando como una cosa viva, latiendo e 110
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incrementando su tamaño. Cuando adquirió el grosor de un Quijote mejorado y aumentado, se abrió por la mitad, mostrando páginas garabateadas. Por su parte, el violín también latía y se hinchaba. Las cuerdas se le desprendieron, estremeciéndose en distintas direcciones como finos tentáculos. Estos dieron con el arco de crin reluciente, fusionándolo con el violín, que lentamente reptó hacia el libro. La situación se puso rara. Al mismo tiempo, a uno de su encuadernación de cuero y al otro de su madera, comenzaron a brotarles tendones sanguinolentos, tensos, que se entrelazaban. Después, morena, laxa, acompañada de hedores corrosivos, nació la piel. En el centro del libro se abrió un agujero viscoso de fibras peludas a su alrededor. Del arco del violín ya no quedaba rastro alguno… en su lugar, erecta, una extremidad carnosa y nervuda buscaba a ciegas el hueco húmedo del libro; dio con él y lo embistió brutal. Parecían dos lechones desollados. Se inició el cloqueo, el despido de secreciones, la contracción de masas, los gemidos. Primero sonidos disonantes, cacofonías que poco a poco devinieron en una tenue cadencia, adquiriendo musicalidad: el esbozo de la Canción. Después de todo, la leyenda era real. Pude haber permitido que la transformación se llevara de cabo a rabo sólo para ver en qué terminaba, pero ya me había impuesto la misión de joderle la fiesta al mundo entero. Subí al púlpito sin que nadie lo impidiera. Caudett quiso detenerme, le desfiguré la jeta con una de las manoplas y salió volando sobre sus seguidores. El libro 111
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y el violín se habían fusionado en un amasijo de carne y nervios cubierto por secreciones malolientes. El resplandor y la estridencia de un relámpago nos hizo actuar a todos. El poeta ripioso, con el rostro ensangrentado, gritaba de impotencia y rabia y dolor, dando órdenes absurdas. Sus soldados, todavía como adormilados, iban distribuyéndose a mi alrededor. Golpeé con las manoplas varias veces aquella masa pegajosa, pero al ver que no le producía ningún daño aparente, sólo se me ocurrió enterrarle los dedos, cargarla como si fuera un bebé deforme y correr buscando la salida. De una patada abrí la puerta por donde Rabbit y yo habíamos entrado. Alcancé a apartarme para dejar entrar un mar de porquerías. Algunos pordioseros fueron arrastrados por el agua sucia. Los que continuaban en pie, entre estos Caudett, casi me dieron alcance. Salí de la fábrica, viendo acertada mi predicción: el camino se había convertido en furioso rápido para kayaks. La música emergiendo de la bola grasienta y tumefacta luchaba por envolverme. Me sobrepuse y la silencié sumergiéndola —y yo con ella— en la corriente que arrasaba enrejados de acero, automóviles, postes de luz, letreros. Lo último que vi antes del chapuzón fue la expresión imbécil de Caudett, presenciando atónito cómo la Canción más hermosa se ahogaba en la tormenta. Ignoro por qué cloacas vagó mi cuerpo, lo cierto es que desperté al amanecer en la cuneta de la carretera, bajo el cielo turbio. Ya no llovía. Destrozados, recubiertos de jirones roídos y mechones enmarañados, los restos del 112
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libro y el violín yacían cerca de mí. Del otro lado del asfalto me esperaba el anciano ciego, apoyado paciente en su bastón. Magullado de pies a cabeza, crucé la distancia y lo tomé del brazo. Días después, medio descansado y curado de las heridas, me presenté de nuevo ante Bella Lucy. —La vida es un ir perdiendo cosas importantes por el camino —dijo la bruja—. Siempre nos quitan más de lo que damos. Rabbit cumplió con su parte y aún muerta se le respeta. En cuanto a usted y yo, hemos participado de un retorcido evento que, gracias a los dioses, pudimos librar. Estamos a mano y en deuda a la vez, señor Mendoza. Sí, la muy astuta sabía mover sus piezas, y al final, esto quedaba claro, ella me salió debiendo.
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C hak M uuch Q
Fueron hechos de madera los muñecos. Estos razonaron y ahora son las gentes que habitan la superficie de la tierra. Popol Vuh
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Con la cadencia de un pétalo floral, una pequeña balsa atravesaba el río, donde los peces nadaban en dirección opuesta, sorteando los longevos caparazones de las tortugas que dormitaban al fondo. El sol de la mañana se colaba entre los intersticios de las espesas copas, formando haces de luz que guiaban el camino e imprimían a la selva una atmósfera de cosa viva y agazapada. La música de los pájaros por momentos languidecía, y de pronto nuevos trinos se dejaban oír. Chak Muuch, de pie sobre la balsa, intercalando el remo de costado a costado —menos para impulsarla 115
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como para dirigirla—, conocía bien los matices del entorno, y sabía que la aparente quietud emanada era temporal, perteneciente a determinada porción del día. En cambio, a partir del atardecer, la selva se tornaba densa y furtiva, deparando peligros mortales contenidos en cada organismo, desde una minúscula pero venenosa espina hasta los potentes colmillos de las fieras. La naturaleza en ocasiones representa el espejo de lo que uno lleva adentro. Había que tener los sentidos alerta y el corazón en calma. Difícil equilibrio, mas no para Chak Muuch, otrora sacerdote/guerrero y actual renegado, acostumbrado a discernir lo que encerraba la Sak k’ uyuch.1 Sin más atavío que un sobrio calzón y un collar de cuero que contenía dos fardos pequeños colgando del cuello robusto y moreno, Chak Muuch ostentaba un cuerpo bajo pero recio, de brazos fuertes y abdomen ventrudo. De lejanas batallas, de pasados ámbitos, los tatuajes bermejos y escarificaciones a manera de medallas daban fe del guerrero que había sido. Llevó la balsa a lugar seguro y saltó a tierra. El fango fresco y perfumado de la orilla se le metió entre los dedos de los pies, otorgándole una sensación agradable. A diferencia de un segundo olorcillo alzándose detrás de unos helechos, un tenue aunque pertinaz efluvio de animal descompuesto. El renegado decidió averiguar qué sucedía. Del interior de la balsa sacó su machete de piedra con afiladas incrustaciones de jade en los bordes; efectiva arma capaz de arrancar, de una sola asestada, vísceras y huesos. Aguzando el olfato, antes 1
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de llegar a los helechos, supo que lo que estos ocultaban no yacía muerto, o no del todo. Quizá había un jabalí agonizando en medio de insectos y pus. Lo que encontró distaba mucho de ser un animal. Recargado contra unas rocas, como herido de guerra, descansaba un tronco de madera, húmedo y musgoso, que recordaba vagamente —considerando la disposición de las ramas— una figura humana. Chak Muuch no comprendía a qué se debía el olor malsano, pues la madera podrida no solía oler así. Sin embargo aquella pieza abandonada no pertenecía a ningún árbol adyacente. El extremo superior era desconcertante; sobresalía una protuberancia de madera que daba la impresión de cráneo deforme. En uno de sus contornos, el tronco albergaba pequeñas setas de formas y tintes indudablemente virulentos, pero de allí no emergía el tufo ácido, sino del fondo, bajo las cortezas marrones y agrietadas. Movido por el instinto, Chak Muuch empuñó el machete con las dos manos y partió el tronco por la mitad. Este se abrió produciendo un crujido blando de materia enmohecida y, en espaciados borbotones, comenzó a despedir savia verdinegra. Allí residía el origen de la peste, que se asemejaba más al cuproso hedor de la sangre humana que al de vegetal podrido. Los pasajes de ciertas Escrituras acudieron a la mente de Chak Muuch, inundándolo de presagios nefastos. Nada grato se avecinaba. Limpió el machete con la hoja de un platanal, echó una última mirada a la aberración orgánica chorreando entre los helechos. Se alejó 117
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del río y enfiló los pasos hacia la portentosa ciudad de Chichén Itzá, que quedaba no muy lejos. La encontró en su esplendor de siempre, con sus magnánimas pirámides, cuya arquitectura —cada piedra tallada, cada escalinata, cada glifo grabado— pretendía agradar a los dioses. El zócalo se revestía con los festivos colores del día de tianguis, donde los máasewales2 se relacionaban por medio del trueque, intercambiando aves comestibles, pescados, comida a base de maíz, granos y demás virtudes que nacían del suelo fértil y bondadoso. Si bien todo parecía marchar con la prosperidad habitual, la presencia de Chak Muuch indicaba lo contrario, pues el hecho de que se le hubiera mandado llamar significaba problemas, incógnitas o complicados planes que se fraguaban en los conciliábulos de los altos mandos. Bastaba percibir el aura sucia que despedía el Templo de los Guerreros y de las Mil Columnas para darse cuenta. Allí, envueltos en inciensos de acres olores, embozados en sombras que movían más a la intriga traicionera que a la meditación, atiborrados de deidades despiadadas, un selecto gremio de sacerdotes lo esperaban desde hacía varios días. Dos militares de adornada indumentaria le cedieron el paso con una respetuosa inclinación de cabeza. La trayectoria guerrera y religiosa de Chak Muuch no era desconocida. En las horas de la vigilia se contaban historias del curtido personaje, y durante las travesías bélicas, donde se le tribuían dones del inframundo, poderes 2
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sobrehumanos. Ya fuese con admiración o recelo, su estampa jamás pasaba desapercibida. Un grupo de sacerdotes, conocidos como Brujos de Agua o itzáes, lo recibieron con afectados ademanes de pleitesía que para nada conservaban la parsimoniosa soberbia que empleaban con el resto de los seres humanos. Conmigo es diferente, pensó el veterano de guerra; necesitan que yo remedie algo que ellos han roto o temen llevar a cabo. Me han llamado para que limpie su basura. La cámara de piedra estaba iluminada por delgadas y altas antorchas que distorsionaban las sombras de los itzáes, confiriéndoles el aspecto de ánimas redivivas. La opulencia de su atuendos, distintos cada uno en tonalidades y adornos, señalaban las jerarquías. —Nos honra con su presencia —dijo uno de los sacerdotes a Chak Muuch. —¿Para qué me llamaron? —éste, con parco acento, había decidido ir al grano. Los itzáes, turbados, carraspearon. No terminaban de acostumbrarse a las conductas bárbaras del otro. —Necesitamos su ayuda… —Siempre necesitan mi ayuda —cortó Chak Muuch—, de lo contrario no estaría aquí. Sé lo que piensan de mí, de mis costumbres. No les gusto, y detestan recurrir a mis servicios. —En realidad nosotros no lo llamamos —dijo uno de los itzáes, como justificándose o dejando en claro que, de ser por ellos, no lo tendrían allí, ensuciando con sus pies descalzos los aposentos sagrados—. Fue el Ahaucan.3 3
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—Así es —resonó la voz del aludido, que salió de entre las abigarradas sombras. Su estatura rebasaba por mucho la del hombre promedio. El tocado cónico ribeteado de plumas de quetzal lo hacía parecer un gigantón. El oro y las piedras preciosas se repartían en la pechera ceremonial, en los brazaletes y en lo engarces de sus finas sandalias. Su inmutable semblante no dejaba intuir sus intenciones, y muchos le atribuían relación directa con los dioses. Chak Muuch conocía de toda la vida al Supremo Sacerdote, quien mandaba completa y absolutamente sobre los demás sacerdotes, adivinos y realizadores de sacrificios humanos, e incluso sobre el ejército. Las decisiones de Chichén Itzá, acertadas o erróneas, las tomaba él. Se entregaron en un fraternal saludo de brazos que hablaba de una amistad forjada a través de muchos años, de confidencias y batallas compartidas. Los itzáes notaron ese lazo invisible pero inquebrantable y se revolvieron incómodos, desviando las miradas. —Sospecho nubes negras —dijo Chak Muuch. —Tus percepciones casi nunca fallan —concedió el Ahaucan, escudriñando desde su altura los curtidos rasgos del renegado—. Los dioses, en visiones, me han mostrado su desconfianza hacia uno de los grupos de la Liga. Los cocomes empiezan a exigir cosas que rompen con los pactos de las tres ciudades.4
En el año 1004 se formó la Confederación Maya o Liga de Mayapán, erigida principalmente con propósitos militares. Era gobernada por las Casas Sacerdotales de los itzáes de Chichén Itzá, los cocomes de Mayapán y los rutul xiúes de Uxmal. Tiempo después entraron 4
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—Las alianzas de los Hombres duran menos que un fruto maduro —espetó Chak Muuch, provocando un general sobresalto de asombro e indignación entre los itzáes, incluyendo al Ahaucan, que continuó con su invariable rictus de ídolo, aunque el fulgor de sus ojos lo había delatado. —Últimamente las gentes de Mayapán han invocado a dormidos dioses de la guerra, justo cuando estábamos en supuesta paz. —Y siguen arrojando tributos humanos al Pozo… —Además, querido Chak Muuch —dijo el Supremo Sacerdote en tono sepulcral, e hizo una seña a los itzáes. Estos salieron momentáneamente de la cámara para luego regresar con dos militares que depositaron en el centro del recinto una penosa aberración—. Me temo que sus intenciones van más lejos. Entre gemidos sordos, una agonizante figura se retorcía sin lograr erguirse. No es nacido de seno materno, se dijo Chak Muuch, mirando el atrofiado cuerpo recubierto de cortezas vegetales, que estiraba una extremidad terminada en retorcidas ramas, ramas muy parecidas a dedos clamando algún tipo de socorro. Había invadido el lugar de un fuerte olor a musgo. De lo que sin asomo de dudas era una cabeza coronada con un enmarañado mechón de verdes hojas, se dibujaba un conato de rostro resquebrajado, donde dos cuencas contenían un esmerilado par de lóbulos mirando de hito en hito. Carece de boca, en conflictos y la ciudad de Mayapán terminó saliendo victoriosa, diezmando a las otras dos ciudades mediante incendios. 121
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pensó el renegado. Algún sobrenatural hálito lo impulsa, pero dentro no hay alma. Es un muñeco forjado con brujería. Ahora entendía lo que había encontrado a la orilla del río. —Vino de madrugada, armado con un pequeño puñal —el Ahaucan se dirigió a Chak Muuch—. Sé que con tus conocimientos de los Arcanos y la destreza de tu ya legendario máaskab5 lograremos desentrañar lo que se avecina. —Iré al corazón de la selva —dijo el renegado—, y si encuentro algo ya te lo haré saber. No quiero que ninguno de tus soldados me siga. Hago esto porque me considero en deuda contigo, y porque me sigue importando mi gente. Abandonó el Templo de los Guerreros y de las Mil Columnas. Si sus perspicaces sentidos se hallaban en lo correcto, sería allá, en el inhóspito corazón de la selva, donde encontraría las respuestas. Por lo demás, en el zócalo, la vocinglería del tianguis continuaba en su trajín de trueque.
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Las menudas siluetas de los monos brincando de árbol en árbol, columpiándose de bejuco en bejuco, realizaban su hilarante danza de cortejo. El follaje exuberante era un descomunal templo orgánico. Todas las gamas del verde despuntaban como vitrales fantásticos. Remando río 5
Machete.
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abajo, a Chak Muuch lo cubrió la oscuridad mucho antes de que anocheciera. Para evitar que la balsa se estrellara contra las numerosas piedras, que de súbito sobresalían en medio de la corriente, decidió amarrarla a una gruesa raíz de la orilla. Descansaría un poco. Acostumbraba dormir con un ojo entreabierto, como el Balam,6 que aún soñando vivía en sempiterna acechanza. Y recostado en esa férrea vigilancia observó, desde su posición en la balsa, a una bestia de movimientos felinos. Esta se aproximaba con sorprendentes pasos silenciosos. El pelaje negro, camuflado entre las sombras, le permitía la cacería nocturna. Pero sus ojos la delataron. La escasa luz lunar le arrancó un brillo como de diamantes en bruto flotando en la negrura. Por su puesto, Chak Muuch lo advirtió y se puso en guardia. No usaría el machete, puesto que a final de cuentas él era el intruso en aquel hábitat. La pantera sólo cumplía con su instinto depredador. El renegado llevó las manos hacia uno de los pequeños fardos de su collar y extrajo un puñado de cenizas picantes. Cuando la fiera atacó, Chak Muuch abrió las palmas de las manos y sopló fuerte: la ceniza salió despedida en una nube especiosa y se metió de lleno en los ojos y las narices del animal, haciéndolo gruñir por la sorpresa y el dolor. Se alejó ronroneando, impotente, perdiéndose en el fondo de la maleza. Ya se le pasaría el escozor. Aprovechando los primeros acentos del alba, Chak Muuch se desperezó y salvó el trecho de rocas que la noche anterior le había imposibilitado la marcha. Incluso 6
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con la claridad de la mañana resultaba dificultoso esquivar las puntiagudas piedras que, de chocar contra la balsa, la partirían en dos, como un cascarón de frágil semilla. Más adelante, cerca de una cascada que él conocía, encontraría una tribu de máasewales que nunca visitaban la ciudad. Hacía varias generaciones se habían replegado en aquel rincón de la selva, hastiados de las leyes represoras de Chichén Itzá, que numerosas veces dejaban caer sobre las gentes las típicas injusticias que padecen las clases bajas de cualquier civilización. Por eso, aunque conforme transcurría el tiempo, la tribu de la cascada se volvía menos culta, más salvaje y hosca, Chak Muuch los respetaba sin vacilaciones. De alguna manera se identificaba con ellos, con su particular sentido de independencia, maldiciendo de los imperios. Aprendían de la naturaleza y aprovechaban lo que esta tenía a bien brindarles. Ya llegaría con ellos. El hambre apremiaba. La balsa entró en un trecho cenagoso techado por delgadas pero tupidas ramas que se entrelazaban de orilla a orilla, formando una especie de pabellón natural, de túnel vivo donde pájaros de exóticos plumajes colocaban sus colgantes nidos. Las creaciones del hombre suelen ser ominosas cuando pretenden competir con la Madre Tierra, se dijo Chak Muuch mientras remaba, pensando en el ser arbóreo visto en el Templo de los Guerreros y de las Mil Columnas. Observó con repentina desconfianza los imponentes troncos de los árboles, como si a estos se les fuese a ocurrir atacar en cualquier momento. No muy lejos se escuchaba el inconfundible sonido del agua 124
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desbocándose en picada, incesante torrente. Bastaron unas cuantas remadas para que del lado oeste, tras unos platanales, se perfilara la cascada en la que vivían los amigos del renegado. Cuando éste atrancó la balsa y cruzó a pie el trayecto que lo separaba de las faldas de la cascada, no encontró a nadie cerca, salvo a un joven escuálido que salió de la cortina de agua y se paró en una peña. El salvaje apuntaba una flecha tensada en la cuerda del arco, y no bajó el arma hasta que reconoció a Chak Muuch. Descendió la peña y quedó de frente al amigo. Se saludaron. Mientras avivaba la hoguera y acomodaba unos pescados en las brasas, el joven explicó que sus gentes habían partido de allí hacía varias noches, y que ahora se dirigían camino al noroeste. Planeaban regresar una vez descubrieran a qué se debía el ataque sufrido antes de partir. —Sólo nos quedamos mi hermano y yo —dijo el joven, de nombre Baak’Juuj,7 llamado así por su enjuta complexión—. Mi hermano ahora anda en los alrededores, vigilando. No hemos dejado de vigilar. Agradezco que hayas aparecido. —¿Quiénes los agredieron? —dijo Chak Muuch antes de arrancar con los dientes un considerable trozo a su comida. El pescado estaba delicioso. —¡Las pesadillas! ¡La cólera de la selva nos atacó! —Baak’Juuj se crispó de repente, pero la mirada imperturbable de su interlocutor, masticando serio, lo obligó a recobrar la compostura y ser más específico. El joven 7
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estaba cansado, nervioso, víctima de los desvelos y el temor—. La selva ha parido extraños hijos que claman una venganza desconocida por nosotros. Parecen gentes, pero no lo son. No tienen boca para recibir los alimentos del mundo, para decir las cosas del mundo. Terminaron de comer. Baak’Juuj señaló el sendero por el que se habían perdido los sinuosos seres después del enfrentamiento con su tribu. Si quería darles alcance a los seres, Chak Muuch debía hacer el recorrido caminando. Dejó su balsa al cuidado del joven, tomó su machete y emprendió el viaje. No fue difícil seguirles el rastro. A cada trecho iba encontrando resina seca y pestilente en guijarros, helechos, juncos y algunas paredes rocosas. Aquello marcaba, en suma, un camino para el experto observador que era Chak Muuch. Muchas fueron las horas en que persiguió, sin descanso, la estela maloliente. Qué tan rápidos o lentos pueden ser, se preguntó al tocar con las yemas de los dedos una secreción ligeramente fresca, savia ácida trazando una brecha de gotas entre un promontorio de tierra. La respuesta le llegó muy pronto, del otro lado del montículo. Desde allí, el renegado contempló la escena que se llevaba a cabo en un despejado espacio de la floresta. Armados con primarias dagas de piedra, altísimos pese a las maltrechas posturas encorvadas, dando pesadas zancadas que tronaban como raíces astillándose, una decena de seres arbóreos avanzaban excretando un celaje de pestilencia. Los penachos verdosos y los estriados petos eran un atuendo de guerra que les nacía del 126
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cuerpo. Dos ancianos humanos precedían el escuadrón. Chak Muuch los identificó, a juzgar por las ceremoniales vestimentas, como brujos de los cocomes. Nigromantes de Mayapán, temibles octogenarios que no conocían ni respetaban límites para alcanzar sus tétricos propósitos. ¿A qué nefastos dioses se habrán entregado los cocomes para despertar lo más negro de la selva, profanándola así? Chak Muuch, sigilosamente y a distancia, se pegó a la zaga del sobrenatural batallón. Sería imposible que acabara él solo con todos y cada uno de los desconcertantes seres, por lo tanto, se conformó en avanzar sin perderlos de vista. Estaba decidido a detener, en su debido momento, a aquella procesión retorcida, y lo hubiera conseguido de no ser por una inesperada compañía: el cerrado follaje escupió a diez militares que, entre gritos de guerra y alarde de alfanjes diamantinos, se precipitaron en loca carrera contra los seres arbóreos. Chak Muuch reconoció las armaduras de Chichén Itzá. El Ahaucan los envió desde un principio. Los hechiceros de Mayapán, embargados por el horror que asalta a los mortales pusilánimes cuando quedan de frente al peligro inminente, se tiraron al fango salmodiando estúpidas oraciones. Los tres seres arborescentes más grandes del escuadrón —cada uno sobrepasaba fácilmente la medida de cuatro hombres puestos en pirámide— formaron un cerrado perímetro en torno a los decrépitos cocomes. El batir de armas dio inicio. Los primeros trozos de madera desquebrajándose por un bando, los huesos y la sangre botando 127
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por el otro. Chak Muuch se sumó a la contienda, demostrando porqué él y su machete componían leyenda viviente. Cada estocada suya causaba severos daños en los oponentes, que se dejaban extremidades rugosas y considerables fragmentos de corteza en el suelo. A los militares les costaba trabajo hendir sus hojas de piedra en los resistentes árboles andantes. En pocos minutos los guerreros de Chichén Itzá se vieron reducidos a dos en total, más Chak Muuch. De los seres arborescentes, sólo cuatro habían caído. Los nigromantes se levantaron del suelo, cubiertos de fango pero henchidos de seguridad al ver los resultados a su favor. Uno de ellos se plantó delante y rio con una desdentada carcajada que le contrajo las arrugas del rostro macilento. A uno de los militares lo invadió la indignación de ser objeto de burla; dio una voltereta a ras de tierra, rodó hasta llegar a los pies del hechicero, e irguiéndose rápidamente, le cercenó con definitivo mandoble la garganta. Apenas retiró el arma, el guerrero fue apresado por dos de los seres. Sujetándolo de un brazo cada uno, tiraron en direcciones contrarias, arrancándole las extremidades de tajo. La víctima ni siquiera gritó… el dolor lo había enviado directo a la muerte. Chak Muuch y el militar restante continuaban luchando, pero poco después fueron desarmados y sometidos por las fuertes manazas enemigas. Los obligaron a ponerse de rodillas. Los seres arbóreos, inmutables, esperaban las instrucciones del nigromante sobreviviente. Este se acercó a los prisioneros. No dejaba de sonreír. Se 128
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llevó la huesuda mano derecha al interior de sus ropas y extrajo un par de semillas opalescentes. —Sé quién eres —dijo el cocome mirando a Chak Muuch—. Las tres ciudades de la Liga te respetan. Ahora veo tu rostro y sólo me provoca risa. Espero que los itzáes te reconozcan cuando les entregues mi mensaje. Con insólita fuerza para su edad y enclenque fisonomía, el nigromante enterró una de las semillas en el vientre desnudo del militar primero, en el de Chak Muuch después. De nada les sirvió forcejear. Las semillas, abriéndose camino a través de los músculos y la sangre, se rompieron y liberaron pequeñísimas fibras que violentamente se arraigaron en las entrañas de los dos hombres, cuyos cuerpos convulsos quedaron abandonados en medio de la carnicería, como los productos podridos de todos los enfrentamientos bélicos. El cocome y sus entes arbóreos se perdieron en la selva. En delirantes pesadillas provocadas por la fiebre y el dolor, Chak Muuch se debatió en una delirante sucesión de acontecimientos que a punto estuvieron de quebrantarle el espíritu. Cuando despertó, lo primero que vio fueron las copas de los árboles, y le angustió pensar que quizá todavía se encontraba ante los enemigos, pero tras unos segundos, la comprensión de que aquello ya había pasado le tranquilizó. Estaba tirado bocarriba, con los brazos en cruz. Con el cuerpo completamente magullado, irguió el cuello para asimilar el entorno. A un palmo de distancia, también de cara al cielo, yacía el militar con el que había compartido la derrota. Este padecía una 129
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terrible metamorfosis que lo mimetizaba con la vegetación. El hombre ya no conservaba ninguna similitud con la anatomía humana, su piel lucía petrificada, cubierto de líquenes amoratados. Donde antes hubo un par de piernas y brazos, ahora afloraban cuatro amorfas raíces hundidas en la tierra. Chak Muuch se puso de pie en un salto que le agregó más dolor al dolor. Observó absorto al militar, quien movía la cabeza de un lado a otro, queriendo pronunciar confundidas palabras que ya no encontraría salida, puesto que sus carnosos labios se habían trocado en un bulboso amasijo de resina endurecida. Su agonía no duró demasiado; inesperadamente, dando un último espasmo de horror, al militar se le apagaron los ojos para siempre. Tambaleante, Chak Muuch recogió del fango su machete. Se propuso regresar a Chichén Itzá para alertar al ejército del Ahaucan. Más tarde, el sobreviviente agradeció la temprana caída de la noche. La oscuridad reinante le solapaba las malformaciones de su cuerpo rígido, cubierto de cortezas. Después de todo, la semilla que le habían plantado estaba minándolo de enfermos cauces por dentro y por fuera.
…
La selva todo lo calla, en apariencia lo encubre, pero al final lo cobra caro, profundamente. Es una de las tácitas 130
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premisas que se deben acatar. No hay animal que merezca jactarse de ser el rey de la selva, ni fieras ni antropoides ni saurios ni el hombre, porque la selva en sí es la Soberana única. Dispone las reglas del tablero, y azota despiadada a quienes las intentan burlar o romper. Chak Muuch, conocedor de los designios de la selva, también sabía que ésta era prodiga y benevolente con los hijos que la respetaban. No fue atribución del sino o de improbables dioses el que el renegado pudiera, pese a las inexorables mutaciones, dar alcance al nigromante cocome y su escuadrón de leños vivientes. Estaba conciente de que la selva abogaba por él. Los encontró cerca de la cascada, donde días antes había comido pescado en compañía de un joven arquero que vigilaba los alrededores con convicción de espíritu. El nigromante se encontraba bañando desnudo bajo el torrente, que caían con incesante y trémulo fluir, como si el agua se ofendiera de estar cubriendo con su manto líquido los repugnantes pellejos del anciano. Su hueste de árboles andantes se mantenía en sus estoicas posiciones de descanso, jorobados y sin embargo tan altos. Ni Baak’Juuj ni su susodicho hermano que le ayudaba a custodiar el área se veían por allí. Así es mejor, se dijo Chak Muuch, sintiendo un peso menos al saberse solo; de alguna manera le daba vergüenza imaginar que otros pudieran ver su creciente apariencia, que ya pertenecía más a los organismos vegetales que a la anatomía humana. El afán de llevar consigo el machete ocasionó que este se adhiriera a su diestra en desagradable simbiosis. Ahora, 131
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en vez de cargarlo, lo arrastraba, haciendo profundos surcos en la tierra mojada. Cuando se aproximó lo suficiente para dejarse ver por los enemigos, descubrió que los sentimientos de rabia y miedo lo habían abandonado, dejándolo no vacío sino purificado, listo para ejecutar su misión hasta ponerle punto final. Lo que el nigromante vio acercarse a paso lento era idéntico a sus autómatas arborescentes, salvo por dos detalles que no se le escaparon; el primero, que desde lejos se lograban distinguir, en una de las extremidades del recién llegado, las filosas incrustaciones de jade en el machete legendario; y el segundo, quizá el más relevante de los detalles, consistía en que el rostro transmutado del renegado, pese a la estructura de madera y los translúcidos ojos semejantes a esmeraldas pulidas, aún conservaba un orificio cálido por el cual se asomaban dos hileras de dientes regulares y una lengua húmeda, una lengua viva dispuesta a decir las cosas del mundo. El nigromante salió del agua y ordenó a los entes que atacaran. Estos no obedecieron, se quedaron en el mismo sitio, sólo movieron las cabezas en dirección a Chak Muuch, intentando reconocerlo como uno de los suyos. Están de mi parte. El renegado adivinó en los seres arbóreos un aura extraña que les estaba aclarando las miradas. Comienzan a comprender, se están reconciliando con la Selva, han reconocido su cause elemental. En la cima de la cascada aparecieron Baak’ Juuj y su hermano, con el carcaj y los arcos descansando sobre las espaldas bronceadas. Ellos tampoco harían un solo movimiento. 132
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—¡Tú debes estar muerto! —gritó el nigromante—. ¡El veneno de las semillas es mortal! Para el nigromante, las tinieblas duraron un par de horas, durante las cuales Chak Muuch, a base de tortura, le extrajo la información suficiente para desentrañar las maquinaciones de Mayapán. Al principio el anciano cocome se negaba a decir palabra, pero bastó con un dislocamiento de tobillos, unos retazos de piel sangrientamente arrancados, para que poco a poco fuera confesando los misterios requeridos. Sus últimas blasfemias, agónicas pero cargadas de odio, hacían mención acerca de una futura victoria de los cocomes. Los desmembrados restos del nigromante fueron arrojados en un punto de la espesura donde, más temprano que tarde, los animales carroñeros acudirían al banquete. Los jóvenes arqueros se acercaron al héroe. La noche entera, Chak Muuch les transmitió los mensajes que le había arrebatado al nigromante, esclareciéndoles todos los enigmas con detallada precisión. Con cada explicación, con cada segundo transcurrido, del cuerpo del renegado brotaban nuevas raicillas, flores perfumadas, suaves grietas en el torso transfigurado. La encomienda de acudir al Ahaucan recayó en Baak’Juuj: al amanecer se dirigiría a Chichén Itzá. El hermano continuaría en su puesto de centinela, esperando el día oportuno para que las familias regresaran. Baak’ Juuj se subió a la balsa. Remando con pulso firme, alejándose por el río, alcanzó a contemplar una 133
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estampa que lo maravilló: la cascada levantaba, al caer contra las rocas, vaporosos mantos de agua. Y en el lugar donde las tribus solían levantar sus tiendas, la efigie de Chak Muuch, espléndidamente erguida, con las raíces afianzadas en el suelo y florecientes hojas coloridas, presidía el semicírculo que formaban los otros árboles de vagas formas humanas, también petrificados, como si se dispusieran a velar el sueño del que pervive en paz con la Madre Tierra.
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E p í lo go Q
Otra vez desde el acantilado de la página en blanco. Horas sin conseguir una sola frase, ninguna idea. Palabras que mueren en la punta de la lengua. Nada. Entonces brinca al otro lado. El Valle de los Artificios. Rimbaud y Verlaine corretearon por estas praderas. Aquí las noches y los días son distintos, en ocasiones se dislocan o superponen. Peculiares formas vivientes habitan sus tierras, sus cielos y sus mares. Los nativos otorgan y roban sueños a la vez, se les conoce por canallas. No es recomendable mirar las estrellas, pues aunque hermosas, tejen redes en el cerebro de quien las observa, provocándole tormentosos purgatorios. Entre los senderos laberínticos, delimitados por árboles aulladores, es frecuente la aparición de un buhonero que sonríe constantemente. En su carreta carga pócimas e historias que cede a cambio de promesas inquebrantables. Pocos han logrado un trueque con él: 135
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Borges no inventó el Libro de Arena, ni Meyrink las Tempijuelas. Los viajeros intrépidos peligran al visitar por la noche el Lago de las Ideas. El agua es cálida, en la orilla las plantas cantan canciones antiguas, y miles de luciérnagas danzan produciendo reverberaciones alucinantes. Pero después el agua te retiene, las plantas cantarinas te hipnotizan, y los bichos se comen tu cuerpo lentamente. Cuántos han bebido de estas aguas: Swift, Stevenson, Mallarmé, Arreola. Más al norte, en la cima de la colina púrpura, se encuentra un árbol nudoso conocido por sus frutos negros. La pulpa produce visiones potentes, y su adicción hace detestar cualquier comida terrenal. Así Lovecraft vislumbró a Cthulhu. El miedo es un pésimo aliado para el viajero. El miedo conduce por atajos que desembocan en precipicios mortales. Cuando lo desconocido se observa con miedo, las formas adquieren dimensiones gigantescas que aniquilan. El asco es otro compañero al cual es preferible abandonar en el andén. Es primordial andar con cautela, pues el lugar contiene trampas, personas del pasado u objetos seductores. El viajero debe olvidar los anhelos y las nostalgias, no permanecer demasiado tiempo, hacer acopio de valor, tomar solamente lo requerido y, así, al regresar, aceptar la fría, llana y aburrida realidad.
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Sobre el autor Jesús Montalvo (Tijuana, 1985). Un ávido lector y narrador autodidacta desde pequeño. Se considera un fulano sencillo de hábitos simples y fobias simples. A veces le gusta imaginar que es el personaje principal de su vida. Ha publicado Los hombres muertos no cuentan y otros relatos (Gíglico, 2007) y aparece en las antologías Tijuana es su centro (Kodama Cartonera, 2011) y Cuadernos de sangre (El lobo y el cordero, 2011). En 2014 publicó Fiction shots (Minilibros de Sonora) y su primera novela,1938, bajo el sello editorial español Pulpture.
Sobre MonomitoS Monomitos es una editorial independiente de ediciones digitales e impresión bajo demanda especializada en la narrativa gráfica, de horror y ciencia ficción. La colección Departamento de Mostros Perdidos reúnes historias de autores que exploran la literatura de la imaginación. Busca otros engendros de la colección 1. Réquiem por Tijuana, de Néstor Robles 2. El misterio del tarahaumara, de Christian Durazo D. Visita: http://monomitospress.blogspot.mx
El blues de San Vicente de Jes煤s Montalvo se imprimi贸 en junio de 2015. Esta edici贸n digital fue publicada el 19 de junio de 2015, en el marco de la xxiii Feria del Libro de Tijuana.