Galería de pinturas (nueva edición) - Avery A. V.

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GALERÍA DE PINTURAS

serie de los mostros perdidos



GALERÍA DE PINTURAS

Avery A. V.


Galería de pinturas Avery A. V. Primera edición, julio de 2022 D.R. © Avery A. V. https://www.facebook.com/avery.avescritor D.R. © Monomitos Press Tijuana, B. C., México serie de los mostros perdidos Diseño y edición de Néstor Robles Ilustración de portada y viñetas de Carlos Casillas https://ccasillas.myportfolio.com/

Hecho en México/Made in Mexico


contenido

Nota del autor

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Galería de pinturas (2017) A las dos de la mañana (1920) Fred (1982) Las brujas de Roanoke (1985) Ser un artista (2009) Casa de muñecas (1965) Viven en la carretera (2000) Ojos (2002)

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Nota de despedida

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nota del autor

Gracias por detenerte a leer esta nota. Si estás aquí, y te interesa este mundo ficticio que estás a punto de conocer (a menos que sea tu segunda visita a estas historias), lo que leerás a continuación te será de ayuda. El libro que sostienes entre tus manos, originalmente estaba pensado para que aparecieran otras historias, entre ellas De camino a Ningún Lugar, en una edición de casi diez páginas, muy diferente a la versión que se publicó a inicios de 2021; ese relato iba a ser la carta de presentación para la antología que, después de pensarlo mejor, serviría para una novela corta. Si ya cuentas con la versión de este libro del 2018, tal vez encuentres algunos cambios en su contenido, como la ausencia de las pinturas originales y de algún que otro texto, sin mencionar la portada. Decidí hacerlo para darle un nuevo aire, sobre todo porque los textos eliminados fueron escritos un poco a las prisas, para tener el producto listo, cosa que no me dejó muy contento cuando salió publicado. En esta ocasión, me di el tiempo para meditar, leer y editar todo lo que no me gustaba, agregar detalles, e incluso redirigir algunas historias hacia el hilo central de este universo. Para ser claro en otros aspectos, mi inspiración viene de muchas partes, incluyendo canciones, películas, juegos de video, caricaturas, pinturas, obras de teatro, otros libros…, y en esta antología encontrarás una historia titulada Fred. Este 9


relato en particular, es una versión propia de Freaky Fred, un episodio de la caricatura Coraje, el perro cobarde, por lo que podrá serte muy familiar si es que recuerdas el capítulo. Lo digo para aclarar que no me estoy apropiando del personaje ni de la trama, y que sólo es una reinvención de esta. Ahora sí, lo que creo que más nos interesa: la mayoría de estos relatos son autoconclusivos, pero no significa que ahí termine el asunto. El universo ficticio que propongo comienza con De camino a Ningún Lugar y termina con un libro que ya tiene título, pero es muy pronto para dar detalles. Mi idea no es escribir hasta el día en que muera, sino darle un cierre a un hilo conductor que se toca en algunas historias y novelas, que transcurren desde 1830 hasta 2017 (aunque el año final podría variar). Por lo tanto, te encontrarás con el año en que se basa la historia. Esta temática estará presente en cada trabajo futuro, aunque no esperes que se publiquen cronológicamente, eso le quitaría lo divertido de unir cabos y personajes que aparecen aquí y allá. Los pueblos y ciudades que se mencionan son ficticios, algunos dentro del Estado de Hole, y otros en el Estado de Otham (lo sé, nombres un poco raros). Si te preguntas en dónde se ubican geográficamente, a mí también me gustaría saberlo… ¿Te resulta un poco enredoso el asunto? Si es así, pensaré en una mejor forma de describirlo, pero por lo pronto, hasta aquí te acompaño. Dejaré que disfrutes estas historias, y espero que pases un buen rato mientras te sumerges en este mar de letras. Nos vemos al final… tal vez.

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galería de pinturas (2017)

El baño había sido su primera opción. Las voces que anunciaban el cierre de la galería se escuchaban ahora lejanas, perdidas en el espacio; ecos retumbantes que presagiaban la soledad, la pérdida, el terror. Delilah respiraba a duras penas, el corazón desbocado dentro del pecho y las manos apoyadas en sus piernas desnudas; la cabeza pegada a la puerta del cubículo con olor a orina; sus extremidades temblorosas. El conjunto que llevaba puesto ese día era un vestido escarlata, corto hasta por encima del muslo, con mangas que terminaban por encima del codo; la faldita con pliegues que se movían provocadoramente al caminar; un par de zapatos negros con tacón, relucientes a la luz del sol aquella tarde, todo lo contrario a la oscuridad del baño. Respiraba. Sus piernas dejaron de temblar. Sentía un poco de calma al saber que estaba lejos de… Toc, toc, toc. ¿De dónde venía aquel sonido? Seguro de una puerta, pero ¿de cuál? Había diez, y Delilah se encontraba en la séptima. Toc, toc, toc. 11


Una pezuña rasgando la puerta. Gotas de sudor resbalaban por la cara de la mujer, frías, pegajosas. La había encontrado. Aquello sabía que se encontraba en el baño. Toc, toc, toc, sonó en la tercera puerta. Cualquier intento por razonar sus posibilidades de escape eran nulas. Cuarta puerta. Un bufido extraño. Estaba cerca. El corazón desbocado llamaba a la bestia, impaciente por salir del pecho y entrar a las fauces del demonio, donde dejaría de sentir, de vivir. Quinta puerta. Sexta. Toc, toc, toc. Delilah abrió con toda la fuerza que pudo reunir y salió disparada por el pasillo. A través de la oscuridad alcanzó a vislumbrar una silueta de apariencia humana, con cuernos, ojos deslumbrantes. Siguió corriendo, dejando atrás la imagen de muerte. Su rostro se descompuso en una mueca de horror. Los pasos se escuchaban fuerte sobre las baldosas. Los tacones aullaban por ganar la carrera hacia la libertad. Dio vuelta hacia la derecha en el primer cruce, y terminó en el pasillo que había sido el centro de atención aquella tarde. Ocho pinturas hechas por Marlene San Juan, artista prometedora de la galería. Ocho pinturas que presagiaban el pasado, presente y futuro de una manera aterradora, incapaz de equivocarse. La pared sobre la que se exponían era blanca, y las obras de arte colgaban impacientes por ser descubiertas. Delilah se detuvo a observar la primera, más por impulso que por razón. Se encontró retratada en ese mismo suelo por el que transitaba, acostada y recargada sobre su brazo derecho, bañada en sangre, observando las pinturas, donde se repetía la imagen una y otra vez hasta desaparecer por completo, como el efecto que causa el poner un espejo frente a otro. Y detrás de ella, el espectro, observando, esperando el momento oportuno para devorar. Las pinturas tenían ojos, dos por cada cuadro. Escudriñaron momento a momento la muerte de Delilah. Observaron cómo 12


la desmembraban y sus órganos iban a parar a la pared, manchando la superficie de rojo. También escucharon los gritos. Y Delilah lo hizo de la misma manera hasta morir. Entonces, la galería abrió sus puertas. El sol entró por las ventanas y la multitud se congregó sobre el pasillo.

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a las dos de la mañana (1920)

Ay, qué bonito es volar A las dos de la mañana A las dos de la mañana Ay, qué bonito es volar Son Jarocho “La bruja”, de Tlen Huicani.

Los cerros de aquí son famosos por sus viejas historias de brujas y demonios escondidos en cuevas. No cabe duda de que algunas de esas historias son ciertas. ¿Qué? ¿No lo crees? ¿Dices que soy un mentiroso? ¡Pues más te vale que lo creas, porque no miento! ¡Te lo digo yo! ¡Te lo digo yo! Ay, la vida te pone a pensar. En verdad lo hace. Mi amigo, al que le sucedió esta trágica historia, quedó loco. Loco de los malos. Si tú crees que estoy loco, es porque no lo conoces. En verdad que no lo conoces. ¡Oh, pobre hombre! Nunca volví a saber de él después de lo acontecido. Aun a esta edad me acuerdo de su nombre… ¿En verdad lo hago? ¿Es posible? No lo sé. ¡Mierda, cómo pasa el tiempo! ¿Sabes lo que dicen las malas lenguas? Dicen que se lo llevaron los ovnis. Yo opino que es una mierda, una gran 15


mierda? ¿Un ovni? ¿Aquí? ¿En Blindspot? No lo creo. Puedo creer que en estos cerros se encuentren brujas y demonios, pero nunca te creeré que por aquí viajen esos estúpidos platillos voladores. No, señor. No estoy así de chiflado como para creerlo. Y más te vale que lo creas. ¡Maldito sea Hole y todos sus habitantes! ¡Ja, ja, ja! Ay, malditos sean estos collados que ante mí se alzan. Maldito sea el camino que se extiende más allá de donde mi puta vista alcanza… En fin, basta de estupideces. Es mejor que comience a contar lo que ese bastardo me contó a mí hace tantos años. No pretendo aburrirte. Apenas comenzaba a oscurecer y el clima era de lo más agradable. Las nubes, escasas pero espesas, se movían lentamente hasta ocultarse detrás del cerro; se perdían para nunca volver a salir. La bruja se las había llevado. Estoy seguro de eso. Claro que al inicio pensé: ¿Qué estúpida historia me está contando este loco? ¿Acaso quiere asustarme? Pero seguí escuchando, y eso te recomiendo que hagas. Y si crees que es una mentira, ya te puedes ir a otro lugar. Caminaba por el pueblo como usualmente lo hago. Llegué a la zona arboleada y me senté entre las raíces que sobresalían de la tierra, debajo de un árbol cercano a las faldas del cerro. Sin siquiera darme cuenta, me dormí, amigo. Me dormí y así me quedé por unas cuentas horas. Cuando desperté, ya estaba muy oscuro. No había ningún alma en el pueblo. Todo estaba callado, excepto por el murmullo del viento y el crujir de las hojas bajo un peso invisible. El clima tan agradable se convirtió en todo lo contrario, con ese frío que te cala en los huesos. Tú sabes, amigo, cómo se me pone la piel de gallina. Sentí una descarga eléctrica recorrer mi espalda… ¿Estás escuchándome? ¿Me escuchas con atención? Eso espero, porque lo que te cuento ahora es tan cierto como que te llamas Wallace: la bruja… la bruja descendió desde alguna parte del cerro y comenzó 16


a volar por encima de mí. Parecía un búho en busca de su presa. Me sentí como un maldito animal. Y puedo jurarte que fue espantoso. ¡Espantoso! Esa noche no logré verla a la cara, pero la sentí. La sentí muy cerca. Y con eso se fue. No dijo nada más. Esa misma noche fui a aquel árbol del que me había contado mi amigo, y me entregué a la espera, guiado por un extraño presentimiento. Eran alrededor de la media noche. A ver qué pasa, me dije. Avanzó una hora y media, y nada sucedió. Maldije a Mauro, mi amigo, en voz alta. Caminé de regreso a casa con las manos vacías. A la noche siguiente me topé con Mauro y le conté lo que había sucedido. —¿Qué hora era? —me preguntó con los ojos de plato. —Media noche, creo. Volví a casa hora y media después. —Eres idiota, amigo. La bruja sale a las dos de la mañana. —¿Cómo lo sabes? —Porque a esa hora la sentí. Y siguió contándome su historia. Pasaron dos noches y yo sin poder dormir bien. La cama se me hacía muy chica y dura. Incluso algunas veces la sentía de cemento. Mi almohada perdió su comodidad y las cobijas me asfixiaban con tan sólo tocarme. Fueron dos noches odiosas, amigo. Odiosas. La primera noche sentí eso mismo que te dije y lo dejé pasar. Lo dejé que se escurriera como el agua. La segunda noche fue la peor. ¡La peor! Eran las dos de la mañana y una voz me cantaba desde lo lejos. Era una voz masculina. Esa voz decía: “Escóndete, Chepa Escóndete, Juana Que ahí anda la bruja debajo de la cama 17


Escóndete, Chepa Escóndete, Joba Que ahí anda la bruja volando en su escoba”. Me llegó como un murmullo. Un murmullo asfixiante y aplastante. Un murmullo fantasmal. De repente sentí que algo se movía debajo de mi cama. Sentí cómo tocaba mi espalda y mis piernas. Quedé paralizado, amigo. Paralizado completamente. Cuando por fin me liberé de esa presión, sentí el deseo de mirar debajo de la cama, cerciorarme que todo era mentira. Primero miré el reloj que tenía al lado de mi cama con la ayuda de la luz de la luna que se colaba por la ventana, y las manecillas daban las dos en punto. Entonces, como llevado por el impulso, me asomé. Sentía que la cabeza me iba a explotar. Estaba sudando. Pero no ese sudor normal, sino que era un sudor congelante, aplastante. Al descenso cerré los ojos y, cuando no aguanté más, los abrí de par en par. Gracias a Dios no había nada debajo de la cama, pensé. Me sentí en la gloria por un momento, pero había algo que no había cambiado. El sudor seguía presente y mi dolor de cabeza, después de desaparecer, subió de golpe. Podía sentir que mi mente me engañaba y, debajo, dos manos salían en mi búsqueda. Y me desmayé. Cuando abrí los ojos, no podía creer en dónde me encontraba… Se interrumpió de golpe y comenzó a gritar: —¡La bruja! ¡La bruja viene por mí! Nunca en la vida había visto algo tan espantoso como eso. A las pocas horas llegaron los loqueros, y se lo llevaron con una camisa de fuerza puesta para evitar que se siguiera golpeando contra el suelo. Mientras llegaban, Mauro se había abierto la cabeza con una piedra y había estado a punto de estrellarse contra una más grande y filosa, justo donde se encontraban las biznagas. Fue suerte que pude llegar a tiempo para echármele encima. Pobre Mauro. Se nos había ido para siempre. Esa misma noche, sus amigos recibimos la noticia de que el camión en el que se lo habían llevado había sufrido un acci18


dente. Cuando pregunté la hora del suceso, el conductor dijo que había sido exactamente a las dos de la mañana, agregando que el cuerpo de Mauro había desaparecido de forma inexplicable. Eso me puso a pensar y algo se activó en mi cabeza. Desde entonces, las personas comenzaron a decir que yo estaba loco. ¿Te lo imaginas? ¿Loco, yo? ¿En verdad? ¡Pura mierda hablaban esas personas! ¡¿Quién más que yo sabría si me estaba volviendo loco?! ¡¿Eh?! ¡Nadie! Pasaron dos días y no descansé. Padecí los mismos síntomas de los que me había contado mi amigo. Las cobijas me asfixiaban y mi cama me estorbaba. La primera noche estuve atento a cualquier detalle, preparándome para lo que se avecinaría a la noche siguiente. Y entonces llegó. Traté de dormir un poco para calmar los nervios, pero no sirvió de nada. Tampoco me ayudó el café que me había tomado unos minutos antes. Entonces esperé y esperé… y dieron las dos de la mañana. Un sudor atroz bajó por mi espalda y con ella mi cuerpo completo. La piel se me puso de gallina. A los segundos, sentí que algo se movía debajo de mi cama, como si un animal atropellado se estuviera debatiendo entre la vida y la muerte. Todo era igual a como me lo había contado Mauro. Todo. Mi corazón latía fuertemente. Casi creí que me daría un infarto. Olvidando un poco eso, hice lo mismo que mi amigo había hecho: me asomé debajo de la cama… y no encontré nada. Y la cabeza me comenzó a doler. Y sentí una presencia inimaginable… detrás de mí. Nunca olvidaré esa figura. Nunca. Me agarra la bruja Me lleva al cerrito Me vuelve maceta Y un calabacito. Abrí los ojos y me encontré en una cueva. Olía a humedad, a sangre y a podredumbre. No me gustaba para nada. Todo estaba oscuro, sólo unas cuantas velas iluminaban la enorme cueva. 19


Estaba temblando de pies a cabeza. Estaba bañado en sudor. Por un oscuro pasillo escuché pasos que se aproximaban. Y pude verla con mis propios ojos. Tenía una cara deformada y espantosa. Su vestimenta era negra y harapienta, y tenía una postura encorvada. Ahora que te lo cuento, mis palabras no hacen justicia con lo que miré en esa oscura noche. Enseguida aparté la mirada. Por enfrente de mí se encontraba la salida. Lo supe al ver la luz de la luna suspendida en el cielo interminable. —No trates de escapar —dijo la bruja con voz vieja y áspera, y se fue por el pasillo por el que había llegado. Sin perder el tiempo, me levanté y salí corriendo por el pasillo hacia mi libertad. Cada vez me faltaba menos para salir. Quince pasos... ocho pasos… tres pasos… y salí volando por los aires. Caí de golpe y comencé a dar vueltas cuesta abajo. Mientras caía, escuchaba el tronar de mis huesos y de las ramas que se quebraban con el impacto. Sentí que pasaba una eternidad mientras daba vueltas y vueltas. Al final caí encima de algo podrido. Me quise levantar pero no me podía mover. No podía hacer nada. Mi cuerpo aullaba del dolor. Al despertar en el hospital, un amigo me contó que me había encontrado en una cueva no muy lejos de las faldas del cerro. Dijo que una serpiente había estado a punto de morderme, pero él le había disparado. Y también me dijo que lo que olía a podrido eran personas muertas, de las cuales, una de ellas era Mauro. Cuando por fin salí del hospital, quise ir a ver a mi difunto amigo, pero no fue posible. Su cuerpo había desaparecido de la morgue. Después de lo que me había pasado, no quise investigar más y me quedé en donde estaba. Hasta ahora, esa bruja sólo me persigue en sueños, y me levanto con el corazón desbocado, bañado en sudor, cuando dan las dos de la mañana. Hasta ahora, no me había puesto a pensar en lo que nos pasó a mí y a mi amigo hace tantos años. Es curioso cómo funciona la mente. Crees haber olvidado muchas cosas, pero no. Todos tus recuerdos están ahí en algún lugar de tu memoria, ocultos, 20


esperando a ser sacados de su caja llena de polvo… en fin, ya no estoy seguro de nada. Los años pasan, y los extraños sucesos también. Allá, en el pequeño pueblo de Nusquam, un sombrero negro ha estado apareciendo por el camino principal, y no me gusta lo que me hace sentir. Las personas hacen comentarios sobre el lugar, sobre lo que sucederá si no se andan con cuidado. Y te puedo asegurar que no presagian nada bueno.

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fred (1982)

Hoy me presento ante ti como un amigo, y uno de los buenos. No me gustaría ser llamado por uno de los loqueros. Ya he tenido suficiente con eso y es algo difícil de olvidar. Aunque creo que a los guardias el golpe que les di en la cabeza, por siempre lo llevarán. No me juzgues por como hablo, si yo a ti no te digo nada por no ser anormal. Tampoco digo que yo lo sea, pero negarlo nunca está de más. Mi nombre es Fred. Las palabras que escuchas están en mi cabeza. Digo… Dije que mi nombre es Fred, y he sido muy… travieso. El visitante llegó en un autobús enorme poco ortodoxo, de color gris y con los vidrios tintados, el cual desfiló por las calles del pueblo de Keeper, en Otham. El vehículo transitaba a paso lento mientras el día se escapaba por entre los dedos de los habitantes. Nadie sabía de dónde provenía el enorme autobús ni a quién o quiénes transportaba, pero se sentían inseguros, como si su presencia no augurase nada bueno. Sin embargo, sólo lo vieron y divagaron durante unos segundos antes de perderse en sus idas y venidas, dejando el paso a quienquiera que fuese el nuevo, o la nueva, visitante. 23


—¿Estará por llegar? —preguntó Devendra Walter a su esposo, Jasper Whipper. —No lo sé y no me importa —contestó éste, oculto detrás de su periódico—. No te ofendas, cariño. «Como si fuera posible», pensó con amargura, volteando de nuevo hacia la ventana. Se habían mudado a la parte sur de Keeper hacía ya siete años, y las promesas de urbanización en el área nunca se cumplieron. En consecuencia (gran parte del problema fue la decisión del señor Whipper, tras haber comprado el terreno por una cantidad absurdamente económica), eran las únicas personas que vivían en esa parte del pueblo. Además, la mala fama que circulaba entre los pueblerinos, quienes decían que en aquella extensión de suelo sin pavimentar se encontraba un enorme imán de cosas que poco o nada tenían que ver con una vida o circunstancias comunes, era parte del conflicto. Así lo llamaban, “circunstancias no comunes”, cuando se referían a “sucesos paranormales”. Claro que el señor Whipper no creía en nada de aquellas habladurías estúpidas que se inventaban y contaban los unos a los otros. Por otra parte, Devendra solía escuchar los mitos y leyendas que circulaban en el mercado cada vez que la veían pasar. No le molestaba en lo absoluto, e incluso a veces le parecía gracioso. Todo mundo tenía derecho a decir lo que opinaba y ella no era nadie para decirles qué estaba bien y qué estaba mal. El mediodía avanzó y dejó paso a la tarde, ocultándose el sol por allá a lo lejos. Jasper seguía tras el periódico matutino, leyendo por centésima vez la noticia en la que hablaban sobre un asesino en serie ubicado en los bosques de Roanoke, y Devendra, naturalmente, seguía puesta frente a la ventana con la vista fija en el camino, esperando la llegada de su otrora hermano Fred. Estoy a punto de arribar y me encuentro un poco nervioso. No sé si mi hermana crea que estoy loco. 24


Aunque a veces no me importa porque sus ojos no son tan exquisitos como los de mi antigua amada. Si ese no fuera el caso, con una cuchara se los extirpaba para mi puro deleite. Pero su esposo, ese tal Jasper, tiene los ojos azules más hermosos que me pueda imaginar. Sólo una vez los vi y en ellos encontré la felicidad. Oh, querida hermana que siempre he amado y apreciado. No malgastes tu tiempo salvando a tu esposo, pues será en vano. Lo sé, lo sé. Pensarás que estoy enfermo, pero está bien. A veces no lo creo pero me falta ser un poco… travieso. El autobús llegó a la calle Pumpking, deteniéndose con un estruendo por parte de una de las llantas. Las puertas se abrieron de par en par, mientras Devendra esperaba en el marco de la puerta con los brazos cruzados y los ojos brillosos. Extrañaba tanto a su no-hermano que apenas se acordaba de cómo era. Y cuando lo vio, se dio cuenta del gran cambio que había sufrido. El autobús detuvo su bamboleo incesante por primera vez desde que había arrancado, allá en el Palacio Oscuro, como se le llamaba al centro psiquiátrico. Fred había permanecido en silencio durante todo el camino, pensando y pensando para sí, incapaz de prestar atención a otra cosa, exceptuando su maletín, que acarició con las yemas de los dedos durante el trayecto. —Llegamos —dijo el chofer, un hombre musculoso y calvo, con un par de “ojos traviesos”, como decía Fred. Abrió su maletín con cuidado y lo cerró en silencio, no sin antes haber extraído el objeto que ahí guardaba. Dando pasos cortos, se aproximó a la puerta y logró ver los pies de su hermana unos metros más adelante. No lo vería a él desde ese ángulo. —Puedes bajar —insistió el chofer sin quitar los ojos del frente. Se lo veía preocupado, como si supiera que algo iba a suceder. Fred introdujo con fuerza y rapidez un objeto extraño en la cara del hombre, justo alrededor de los ojos. La sangre 25


manchó parte del volante y del vidrio frontal. La mano de Fred presionó un botón del artefacto y se escuchó cómo, dentro de la cara del chofer, se cortaban los nervios ópticos. Los globos oculares salieron bañados en sangre, pero preciosos. Jasper Whipper dejó el periódico en la mesa de la cocina al tiempo que se aproximaba a su esposa y le daba una nalgada pícara, sobresaltándola, pero moviendo algo dentro de ella que se asemejaba mucho a la excitación. —Parece que el travieso ha llegado —comentó Jasper, viendo cómo Fred descendía parsimonioso los escalones del autobús. Pero qué agradable sorpresa encontrar a mi hermana aún con su esposo. Aunque esperaba que con su actitud, ella fuera más inteligente que ese hombre apestoso y por tal, lo dejara. Sin embargo, es formidable. Lo veo a la cara y siento algo en el estómago. Sólo espero no vomitar el ácido que circula dentro de mí. Eso sería malo y a la vez un poco… travieso. Fred demostraba un aspecto escalofriante. Su cara pálida no parecía tener ni una sola arruga, sólo dos bolsas muy marcadas debajo de sus hermosos ojos esmeralda. Y si bien a Devendra no le ocasionó ningún inconveniente, a Jasper le pareció algo desagradable ver cómo la cara de Fred se descomponía en una enorme mueca que bien podría significar la inminente locura en la que estaba inmerso o la misma felicidad, dejando ver muy a la perfección unos dientes amarillos y disparejos, sin tener en cuenta sus cabellos plateados que ya poco brillo emanaban y que estaban dispersos de un lugar para el otro en un cráneo poco convencional. Y esos ojos… esos ojos que tenían el aspecto de ver las cosas más allá de lo simple y nada a la vez, le provocaron una sensación indescriptible, sobre todo cuando pudo sentir el peso de esos glo26


bos oculares posándose en los de él, haciendo una estridencia al moverse que evocaba el crujido de los ladrillos al frotarse. Fue un desplazamiento metódico. El sonido fue auténtico y a la vez descabellado. Pero, por más improbable que pareciera, había sucedido. Después de haber abrazado a su no-hermano, el extraño camión se marchó, perdiéndose de vista al inicio de la calle Chaple. Devendra ni siquiera había visto al conductor, y llegó a preguntarse, de una manera que no era la suya (la de ver las cosas de forma antinatural), si en verdad se encontraba alguien al volante. Pero pronto se dio cuenta de lo que en verdad importaba. Ahí estaba su no-hermano, Fred, en carne y hueso… o más hueso que carne, quizás. Aquellos duros años en el Palacio Oscuro debieron haber sido difíciles para él. Oh, pero qué hermosa casa tienes, hermana. Y, ¿sabes? Se nota quién es la que manda aquí. No me juzgues, por favor, sólo digo la verdad. A menos que quieras que me ponga a patalear. Aunque claro, eso no sería prudente. No mientras estén ustedes aquí presentes. Sólo espero que no me espíen a la hora de dormir. Porque, entonces, y quizás suene un poco maleducado, suelo ser un poco, muy… travieso. —Me tengo que ir —dijo el señor Whipper mientras el freak (como lo llamaba incluso estando frente a él) y su esposa se sentaban en la sala, uno al frente del otro—. Olvidé comprar unos tubos para el baño del segundo piso. —¿Seguro que no puedes esperar? Digo, mi no… mi hermano está de visita. —Muy seguro, cariño —y se fue, no sin antes darle un buen beso en el cuello a Devendra, quien apretó las piernas 27


en un desesperado intento por ocultar el modo en que hacía gestos… traviesos con la cara. Estando solos, la atmósfera se convirtió en algo peculiar, como si el viento se hubiera evaporado y fueran las únicas personas en un pueblo fantasma, como el de Newborn. A Devendra nunca le había parecido que su no-hermano fuera diferente. Habían crecido juntos en una granja y estudiaron en la misma escuela, por no decir que en el mismo salón. Se conocieron de pies a cabeza, comprendiendo los gustos y disgustos del otro. Y a Fred no le gustaba la expresión “no-hermano”, pues lo hacía sentirse desgraciado y un poco malvado, o como le gustaba decir a él: “travieso”. Devendra siempre supo que su no-hermano había llegado de un lugar distinto al de ella. Lo que no sabía era exactamente de dónde, pero no tenían la misma sangre. Eso era algo que Fred, o bien ignoraba, o no le importaba en lo absoluto. Él había aprendido a amar a Devendra desde muy pequeño, y eso significaba mucho en su mente tan complicada. El señor Whipper subió a su vieja camioneta con la idea de volver hasta medianoche, cuando el freak estuviera dormido y pudiera hacer cosas con su esposa. La buena sorpresa que le esperaba. —¿Cómo has estado, querida hermana? —preguntó Fred con vos áspera. Se sujetaba ambos brazos con fuerza. Devendra no lo había notado hasta ese momento, pero por el tamaño del maletín que llevaba, probablemente no tuviera mucha ropa qué ponerse—. Por las dimensiones de tu casa, veo que nada mal. —Oh, Fred, mi casa no es otra cosa que el fruto que hemos cosechado Jasper y yo a lo largo de los años. —¿En verdad? —miraba a Devendra con unos ojos misteriosos y a la vez calculadores, como si intentara hacerla caer en algo de lo que luego no pudiera salir—. A mí me parece un poco más que eso. 28


—No te sigo. —Verás, he observado a Jasper y te desea más que nunca. Me parece que algo está cambiando en él que los beneficia a ambos. Y estoy muy feliz por ustedes. —Oh, Fred, qué hermosas palabras. —Por ello, hermana querida, te pido que lo cuides mucho. Personas como él están contadas. Claro que en ese momento, Fred hablaba de aquella manera debido a la evocación de los hermosos ojos azules de Jasper. Le producían en el cuerpo algo parecido a lo que sentía Devendra cuando la besaban en el cuello, sólo que mucho mejor. Jasper llegó tarde, a medianoche, para ser exactos. Estaba listo para llevar a cabo su plan. Ni siquiera tenía una gota de alcohol encima (como era normal en él) y ya se sentía en las nubes de tan sólo imaginar las cosas que haría con su esposa esa misma noche. Apagó la camioneta frente a la casa y se dispuso a abrir la puerta con sigilo, por si estaba dormida. No le pareció extraño que las luces de adentro estuvieran apagadas y simplemente las prendió para no chocar con algún mueble. Y lo que vio al momento de hacerse la luz, le heló la sangre. Ahí estaba Fred, sentado sin dar señas de vida a pesar de tener los ojos más que abiertos. Su postura era la misma que cuando Jasper se había marchado. Y lo observaba. —Jasper… —dijo Fred en su característica forma de hablar. El hombre no pudo pronunciar palabra. —… tus ojos. En ese momento, la cara de Fred se ladeó un poco hacia la derecha, dejando ver una marca en el delgado cuello. Parecía ser un corte profundo efectuado mucho tiempo atrás. Todo su apetito sexual había disminuido tan de repente, y el pánico fue lo primero que llegó a parar a su cabeza. No sabía si decir algo o quedarse callado. Pero no cabía duda del temor que sentía en todo el cuerpo y el sudor que comenzaba a caer desde su espalda. 29


—¿Jasper? —se escuchó que preguntaba una voz proveniente del segundo piso—. ¿Eres tú? Devendra bajó con un pijama puesto y los cabellos enmarañados. Su aspecto daba a entender que dormía desde temprano. —Oh, aquí están los dos. Anda, vamos a dormir, Jasper. El hombre, por primera vez desde que llegó, apartó la vista de la de Fred y observó a su esposa, quien no parecía dispuesta para una travesura a mitad de la noche, sino todo lo contrario. De momento estaba bien. Él tampoco estaba de humor para tales cosas. La pareja subió las escaleras y perdieron de vista al freak, dispuestos a dormir lo más pronto posible. Por otra parte, Fred permaneció en la misma posición durante la noche entera, con los ojos bien abiertos y la sonrisa puesta como una máscara. Sólo cuando su hermana bajó hacia la cocina para hacer el desayuno, pretendió que acababa de despertar. La mañana avanzó y dejó paso a la tarde. El día se comenzaba a tornar oscuro por las nubes y el viento aumentaba a cada segundo. Jasper, mientras tanto, leía el periódico, cubriéndose la cara por completo. No apetecía ver a Fred, quien se encontraba justo al frente, observándolo con aquella expresión enferma y desagradable. —Me voy al mercado —anunció Devendra desde la puerta—. Vuelvo en hora y media. Antes de que Jasper pudiera decir algo, Fred cortó su intento de contestar. —Aquí estaremos, querida. Devendra se había marchado. —Jasper… —¿Qué? —preguntó el otro sin bajar el periódico. —… tus ojos. Esa frase… Cuando la escuchaba no podía evitar sentir algo extraño caminándole por la espalda. Era grotesco y per30


turbador, incluyendo también el sonido que hacían esos ojos dementes al moverse dentro de las cuencas. Por fin, y en un intento por no temblar, se descubrió la cara. —¿Se te apetece algo, Fred? —inquirió con un hilillo de voz. —Tus ojos… —¿Qué… qué tienen mis ojos? —Deberían ser míos… Mira hacia la ventana, Jasper. Míralo antes de que desaparezca. Sin saber por qué, confiando simplemente en su instinto, giró la cabeza. Había algo en la voz de Fred que lo instó por completo a obedecer sin siquiera intentar contenerse. Antes de poder entender que en la ventana no había nada, ya estaba acostado en el suelo, inconsciente. Cuando Jasper recuperó el conocimiento, se encontró sujeto a una de las sillas de la mesa. Le dolía la cabeza, pero hizo el sentimiento a un lado para poder pensar mejor. Necesitaba salir de ahí sin que Fred se diera cuenta. Debía moverse rápido antes de… —Jasper… La voz proveniente de su espalda lo sobresaltó, haciéndolo proferir un grito ahogado. —¡Déjame ir, maldito freak! Sabía que no era buena idea dejarte… —Jasper… —¡¿Qué, maldita sea?! —… tus ojos. Fue entonces que dejó ver ante él un artefacto parecido a una licuadora, exceptuando el armazón y la forma de las aparentes aspas. Por un momento creyó saber de qué se trataba todo eso, y su cabeza dio vueltas, tratando de asimilar la situación. No pudo hacerlo. Era demasiado qué procesar. Fred entró en el campo de visión de Jasper y se sentó en la silla que tenía frente a su víctima. De nuevo esas facciones le causaron asco, pero no podía apartar la mirada. 31


—Ella se llamaba Margerine —comenzó a decir Fred—. Era una hermosa mujer y prima mía de la cual estaba totalmente enamorado. Pero la sangre me dictaba que debía ser lo contrario. Así pasaron los días, Jasper, sin tener otro sentimiento que el mero amor por esos enormes ojos verdes. Y yo muy bien sabía que presagiaban la muerte. No obstante, me contuve. E ideé un plan, como de costumbre. En mi lista figuraban puras mujeres hasta el día en que te conocí… y algunos otros hombres que no valen la pena mencionar. Sólo ellas me causaban esa sensación tan apetecedora. Pero entonces vi tus ojos y, bueno, creo que los engranajes se movieron dentro de mi cabeza para dejarle el paso a un nuevo espécimen dentro de mi colección. Sí, Jasper, todos esos ojos están en frascos de cristal y pronto los tuyos serán los que le quitarán el lugar a los de mi preciosa Margerine… A menos que no sean lo que aparentan. Oh, mi hermosa Margerine que con tanta desconfianza cuidé de otros. Era sólo para mí, de ningún hombre apestoso. Mi plan siguió en pie durante varios días. Lo pensé tantas veces que hasta la cabeza me dolía. Entonces el día llegó. Nos quedamos solos en casa y procedí a buscar una cuchara, la más grande que encontré, y entré en su cuarto mientras dormía. No sabes qué hermosa se veía desnuda, pero sus ojos valían más que esa fortuna mundana. Lo tenía todo planeado, incluso si las cosas salían mal. Y lo hicieron cuando despertó y un grito de susto profirió. Le tapé la boca con brusquedad y la sujeté justo como a ti. Lamentablemente sus nudos tuvieron que ser fuertes pues se movía más que tú, mi querido Jasper. Entonces procedí a meter la cuchara dentro de sus cuencas a pesar de los escandalosos gritos. Debo confesar que mi entrepierna se puso tan feliz que casi hasta vomité. Hundí la cuchara hasta donde pude con mi débil mano izquierda. Con la otra sujetaba su hermosa cabeza. La sangre comenzó a fluir de una manera mágica y la cuchara llegó al punto perfecto. Sólo hice presión y su ojo salió casi ileso. Trajo consigo lo que parecían ser tallos llenos de sangre. No me importó, pues más tarde los lavé hasta 32


cansarme. Para el pesar de mi amada Margerine, no murió sino hasta después de extirpar el segundo ojo. Y fue por un golpe mío, de lo contrario, por más tiempo hubiera vivido. Esos ojos los tengo en un lugar secreto. Los logré esconder antes de llevarme preso. Todos creen que he cumplido mi condena y estoy curado. Pero puedes darte cuenta de que los he engañado. Y así, mi buen amigo Jasper, es tiempo de que me obsequies con lo que por derecho me pertenece. Nadie los merece más que yo. Nadie escapa de mí pues soy tan… travieso. Dicho el monólogo, se dedicó a sacar los ojos de las cuencas del mismo modo en que lo había hecho con otras mujeres. Más tarde, sobre la mesa dejó una carta escrita con la sangre del querido Jasper. El mensaje decía: Sé que nunca me consideraste un hermano, y lo comprendo a la perfección. No puedo obligarte a sentir sincero amor. Sé que por eso piensas en mí como tu “no-hermano”. Así pues, me marcho lejos de aquí. Disculpa la sangre, pero era inevitable. Y a ti, entrometido que lees esta carta, te digo con sinceridad: Cuida esos bellos ojos. Pues en la calle los puedo encontrar. Si algún día me ves, no dudes en huir. Sin embargo, no te podrás esconder de mí. Sé en dónde encontrarte, y ten por seguro que a veces suelo ser muy… travieso con personas especiales. Con amor, Fred.

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las brujas de Roanoke (1985)

1 Oscuridad. Pies en movimiento. Risas. Un sillón se mueve. Murmullos. Risas. De pronto, una luz. Un hombre sentado en el sillón carmesí, el único en el sótano, amordazado y sudando a la luminosidad de la lámpara, esperando con ojos ajenos y delirantes. Siete hermosas mujeres frente a él, vestidas con iguales vestidos escarlata, lo observan. —¿Quién debería comenzar? —pregunta una de ellas, la de cabello negro. —¿Y si lo hacemos esperar? Sería divertido —comenta la del molote café. El hombre intenta decir algo. Desiste. —¿Sí, hermoso? —inquiere la de en medio, la de cabello suelto y color castaño oscuro. Palabras ahogadas, incomprensibles. La de en medio le quita el paño de la boca y se peina con él, dejando ver un poco más su bella cara. —¿Cómo llegué aquí? —pregunta el hombre, confundido, pero a la vez expectante. Piensa en una posibilidad estúpida, sexual. 35


Nadie contesta. Lo observan con la misma cara que al inicio. Esperan. —Te llamas John, ¿cierto? —pregunta la que le quitó el trapo de la boca. —¿Cómo lo saben? —La pregunta te la hice yo. Contesta primero, ¿sí? —Sí, soy John, pero… —Con eso nos es suficiente. De pronto, las imágenes vuelven a John. Se ve sentado en un bar, tomando una copa tras otra de un líquido amargo y abrazador. Las personas bailan. Él sólo está ahí por la bebida, o eso es lo que cree. Se levanta al baño y entra a una caseta, donde hay una hermosa mujer orinando. El vestido… —Escarlata —dice la fémina, sin pena aparente de que la vean semidesnuda, como si le leyera el pensamiento—. Ese es el color. El vestido escarlata le llega por encima del ombligo, dejando ver sus virtudes en una escena no muy limpia. —Creo que me equivoqué de baño… —No, no lo hiciste —dice mientras se limpia y suelta el vestido, que le llega a medio muslo, al tiempo que se pone de pie. Sus labios están pintados del mismo color, combinando al igual con los zapatos. El color no es ese que todos conocen, el r… —Es escarlata —insiste una vez más la mujer. Sale del cubículo y se acerca al espejo a peinarse con las manos. John la mira con ojos de deseo. —Quieres tocarme, ¿no es así? —pregunta con voz sensual. —Señorita… —Yo sé que lo quieres. Después, negrura. Más tarde, las siete mujeres. Todas se desnudan al mismo tiempo, bajándose el zipper mutuamente. El miembro viril de John se erecta, caliente, dispuesto. Los cuerpos son hermosos, al igual que ellas. Tienen algo característico que deslumbra y aprisiona en un lugar del que no se quiere salir nunca. 36


—Soy Mara —se presenta la del pañuelo en la cabeza, bajando lo mejor que puede el pantalón del John y sacando su miembro con cuidado. John siente que se desmaya, pero no se deja ir tan pronto. Tiene que gozar. Debe gozarlo. Mara sube sobre él. Las demás observan. Cada una tendrá su turno. Cinco minutos. Termina. Sigue Nollette, la del molote. Después Aline, Marian, Noelle, Winter y Audrey. —¿Satisfecho? —pregunta Mara, de pie frente al hombre. —Satisfecho sería… Para. Grita. Implora. Llora y maldice en voz alta. La sangre ha comenzado a caer por en medio de su pecho como una cascada débil. El cuchillo baja hasta el ombligo. Sangra. No se detiene. Las mujeres lo observan extasiadas, felices. Noelle, la más joven de todas, y Marian, se acercan a John con un cuchillo en cada mano. Aline lo amordaza. Las otras lo detienen. Noelle y Marian, con sus propias manos, meten los dedos por entre el corte. Estiran la piel mientras la despegan con sus instrumentos filosos. Huele a vísceras. La sangre fluye. Los huesos se ven. Todo cae. John muere. 2 Roanoke, a la séptima semana de 1985. Las siete caminan por entre el bosque, vestidas con zapatos y sendos vestidos escarlatas, implacables. Su andar es delicado, sin complicaciones a pesar del camino lleno de incongruencias. Se pasean a través de los pinos y arbustos, directo a su escondite, justo en lo más oscuro y profundo como cierto pasaje en los bosques de Bridgetown. —Me gusta cuando ellos no vienen aquí —comenta Aline, viendo hacia abajo. —Sí —afirma Marian—, ellos suelen ser un estorbo, sobre todo en septiembre. 37


—¿Qué los atraerá a cometer sus fechorías en nuestros bosques? —pregunta Winter—. ¿Qué acaso no saben de nosotras? —De ser así, mejor para nuestra suerte —dice Mara—. Según escuché, son la familia McMorton. La chiquilla es Nara, y el padre, Iván. —Qué hermoso nombre el de la niña —alaga Nollette—. Si la secuestráramos, bien podría ser una de nosotras. La he visto, y no le falta belleza. A sus veinte sería un gran ejemplar en nuestro círculo, ¿no les parece? —He visto su futuro. No le espera nada bueno —dice Mara. —¿Cuál es ese futuro del que hablas? —pregunta Audrey. —La he visto asesinar hasta 1995. Después, la capturan. —¿Podemos cambiar su futuro? —pregunta Noelle, pensativa. —No. Las cosas deben seguir su curso natural. Ya he dicho suficiente. Es momento de seguir nuestro camino y olvidar mis palabras. Nuestra Witknës tiene tiempo esperando. El camino sigue serpenteante hasta que los enormes pinos crecen tan juntos que es casi imposible avanzar entre ellos. Ni siquiera la persona más delgada del mundo podría entrometerse sin sufrir daños. Aunque para ellas no es difícil. Sus cuerpos se contorsionan de maneras sobrenaturales y pasan por entre los troncos como el agua y el fuego hasta llegar a su destino; un tronco de cuatro metros de ancho, plantado desde los inicios de las primeras brujas, desprendiendo un aroma a sangre y azufre. Las siete se internan una detrás de la otra por entre la solidez de la corteza, dejando tras de sí, en el mismo tronco, una inscripción en latín que se traduciría como: Y por los eones, la vida permanecerá sepultada bajo la jurisdicción de Lucifer En el lugar donde la muerte dura para siempre 38


Y la esperanza se evapora con el presagio del infierno Al principio, todo es oscuridad. Suenan los truenos y las maldiciones estridentes de aquellos que han sido usados por las brujas para sus fines macabros. Entre ellos, un tal John. Siguen su curso a través de las tinieblas. Frente a ellas, un fulgor caliente y una voz femenina que exclama: —… y para los maldecidos que fuimos nosotros en un pueblito lejano de aquí, la muerte nos encontrará como a cada familia desde la llegada de Azdempt’ y nos introducirá a la casa de los condenados donde las llamas arderán y sólo una persona vivirá para deleite del Amo, deslizándose cual serpiente por el suelo de lo que alguna vez fue Nusquam y donde… Las palabras se pierden en murmullos incomprensibles. Se detiene. Levanta la cabeza del caldero, donde con la luz del fuego se denotan sus extrañas facciones y la locura en sus ojos grises. —Veo que hicieron lo que les pedí —dice la bruja anciana, indicándoles que se acerquen. —Para el placer de nuestra Witknës —dicen las siete al unísono, desvistiéndose. —Belleza eterna y juventud… —… para los que claman al amo de las tinieblas. —Y que en sus fauces la luz nunca entre… —… o arderemos en llamas y nuestros actos quedarán en el olvido. —Siendo así, su transición está completa. Levanten la cara y beban de la sangre de cientos de niños muertos a merced del Amo, y encárguense de los que faltan. Que las profecías vuelvan a nosotras en esta noche de luna llena y que la desgracia prevalezca hasta el fin de la vida misma. 3 Las brujas salen con andar presuroso. Es de noche y hace frío. Siguen igual de desnudas. Sus pies descalzos pisan cuanto hay 39


en el sendero, pero el dolor es insignificante. A lo lejos, fuego, personas, licor y comida. Se acercan. Escuchan. —… por eso insisto en que nos vayamos —dice uno de los tres hombres frente a la fogata—. Nos pueden matar en cualquier momento. —¿Qué no lo sabes? Matan de día. Además, febrero no es el mes preciso en que lo hacen. —Es cierto —interviene el otro—. Ya deja de llorar y… —No. No me importa lo que crean ustedes pero yo me voy de aquí. Y por si no lo sabían, también hay historias sobre brujas caminando por el bosque. —Sólo no te orines al decirlo, que te tiemblan las piernas, Michael. Anda, vete. No nos importa. Así tenemos más para nosotros si… ¿Escucharon eso? Silencio. Otro sonido. Pisadas. Las brujas salen. El fuego las ilumina. Michael intenta escapar, entiende de inmediato. Nollette lo atrapa, lo besa y lo manosea. A los segundos, la sangre fluye por su cuello. Los otros gritan y maldicen. Huyen en vano. Mueren. —Sacrificios de sangre… —comienza a decir Mara. —… para saciar a los demonios —terminan las otras seis al unísono. —Que nuestros planes sean venideros y triunfales… —… para que el Amo nos acepte como iguales. —Si alguna de nosotras muere… —… que nuestro cuerpo sirva de placer al Amo, para llegar al infierno a gobernar. Alzan sus brazos hacia el cielo mientras hacen bailes a la luz de la luna y de las llamas. Cantan notas de los tiempos babilónicos en lenguas olvidadas como el käsqa, y se alejan en mitad de la noche a ponerse sus vestimentas estorbosas. Llegan a casa, en la calle Mile, y se preparan para el día siguiente, esperando que sea igual de satisfactorio. Luz de día. Lleva tiempo que amaneció y las féminas salen a la calle. 40


Sus piernas se mueven en sincronía con esos zapatos de tacón que harían palidecer a la crítica de la moda al ser tan perfectos e inusuales. Las faldas se los vestidos se mueven coquetas, instando a los hombres a ver debajo, donde el triunfo los espera. Llegan al callejón de la calle Mauror y entran seis. La otra, Aline, se queda en la luminosidad de la mañana y se pega contra la pared, provocadora. Por esa misma calle, en dirección hacia ella, un hombre con la cabeza gacha, camina a su encuentro sin saberlo aún. —Hola, guapo —saluda Aline, más frívola que nunca. El hombre en verdad tiene lo suyo. —Buenos días, señorita —y pasa de largo sin hacerle caso. —¿No te interesa un poco de diversión? —Si perder mis billetes sin obtener nada a cambio, cuenta, entonces no, gracias. Aline se acerca con paso coqueto. El hombre se detiene y la observa. No le impresionan su aspecto ni su figura. —No te pido nada a cambio, cariño —le pone la mano en la cara—. Sólo un poco de diversión. —Como he dicho… —“No, gracias”. Pero no lo dices muy convencido, ¿o sí? —Tengo que irme. Con su permiso… —Tenías que irte… Aline lo alcanza, le da la vuelta y lo besa. El hombre cae en sus pecados más profundos. Duerme. Despierta en la oscuridad. Pies en movimiento. Risas. Un sillón se mueve. Murmullos. Risas. De pronto, una luz. —¿Qué hago aquí? —pregunta el hombre, asustado. —Tu nombre es Martin, ¿cierto? —pregunta Mara, desnuda frente a él—. Eres más fuerte de lo que creía. No siempre tenemos a un hombre que se oponga a nuestros encantos — mueve ligeramente los hombros, presumiendo sus atributos. —¿Quiénes son ustedes? 41


—Somos una sociedad, querido Martin. Una sociedad del infierno que se encarga de llevarse a los hombres inútiles como tú a lo más profundo del averno. Las demás salen de las penumbras. Observan a Martin de la misma forma en que hicieron con John: con deseo y malevolencia. —Lucifer nos ha encargado hacer algunos trabajos sucios en su nombre para llevar a cabo una enorme tarea. —¿Qué clase de tarea? —Sacar la lujuria dentro de los hombres y entregársela al Amo. —¿Quién es su amo? —Azdempt’. —Qué idioteces. Entonces supongo que ustedes son brujas o… —En el infierno seremos brujas, pero aquí somos una sociedad. —Vaya sociedad… Si me dicen la verdad y me van a hacer lo que creo, han de tener miles de enfermedades ahí dentro. —Tú no te preocupes. Disfruta. Nosotras nos encargamos de lo que haga falta. Menos de veinte minutos después, Martin yace muerto en el sillón escarlata. Todas se acuclillan en el suelo, listas para venerar. Mara abre las piernas y dice: —Señor de las tinieblas y de todo lo malo en el mundo, acepta nuestro obsequio a tu nombre y danos el poder de seguir con nuestra tarea y salvar la deuda que nos consume. Porque antes de ti vivimos en la miseria y la prostitución, y ahora es nuestra vida. Porque tú nos diste una mejor oportunidad de hacer las cosas bien. Por eso te ofrecemos este sacrificio de sangre y lujuria, para limpiar nuestro pasado y serte fiel. Acéptanos en el infierno y obedeceremos cada uno de tus mandatos. Acéptanos como tus damas cortesanas y obséquianos a cambio un lugar a tu derecha del trono, donde las brujas, nuestra sociedad, podamos servirte de cualquier forma. Con esto nos despedimos, deseando que su nombre viva por siempre en el abismo. 42


Las brujas se levantan. Sujetan el cuerpo inerte de Martin, y comienzan a devorarlo con sus propios dientes. Charcos de sangre. Las tinieblas se alzan. El fuego lo consume todo.

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ser un artista (2009)

Siempre había pensado que yo hacía las cosas mejor que cualquier persona en cualquier parte, sin importar qué. Claro que eso era sólo en las artes. Pero más temprano que tarde llegó el momento donde me dieron una bofetada en la cara y simplemente ya no fui el mismo. Dejé de pensar de la misma manera estúpida y mimada en que estaba acostumbrado a hacerlo. Todo por el simple y sencillo hecho de que las cosas más inesperadas le pueden ocurrir a la persona menos inesperada. En este caso, esa persona fui yo. Y me arrepiento tanto de haberlo hecho. Mis días en la Universidad de Eldertown fueron los mejores que he tenido, sin tomar en cuenta los sucesos horrendos por los que pasé más adelante. En mis clases de arte siempre fui el mejor de todos, y nunca me cansaba de recalcárselo en la cara a mis compañeros. Mucho tiempo después me di cuenta del mal que había ocasionado a mi alrededor por esas estúpidas palabras de alago hacia mí mismo. Pero no cabe duda de que siempre hay alguien ahí para recordarte el camino por el que debes ir sin importar qué. Ese alguien fue uno de mis profesores, de quien, por desgracia, no recuerdo exactamente el nombre. Sólo recuerdo sus duras palabras explicándome que, 45


si no cambiaba mi manera de hacer las cosas (de referirme al trabajo de mis compañeros), no saldría bien parado, ni siquiera en el mundo exterior, donde todo valía mil veces más de lo que valdría en el salón de clases. Claro que sentí el peso de sus palabras, pero con el tiempo las quemé en el olvido (bastaba con dos días para volver a pensar del mismo modo) y hasta varios años después las recordé, cuando ya era demasiado tarde. Tal vez piensen que alardeaba de mis trabajos por el simple hecho de que yo me creía lo mejor de lo mejor sin compararme con alguien más. Pero están equivocados. Siempre encontraba con quién compararme. No podía pasar ni siquiera un día en que no redujera a un pedazo de mierda lo que hacían mis compañeros tomando en cuenta los trabajos que yo presentaba. No me cansaba de decirles que nunca en sus vidas llegarían lejos con ese tipo de dibujos y esculturas por los que tanto se mataban haciendo en el taller. Pero la vida es dura. La vida tiene forma y presencia, y estuvo ahí para darle un giro total a mi vida incluso cuando yo menos quería que lo hiciera. A comparación de mis compañeros de clase, mis pinturas, dibujos y esculturas, nunca llegaron lejos. Sólo basta con buscar en alguna revista los nombres de todos aquellos a los que alguna vez desanimé con mis duras palabras, para saber que sus vidas son lo que yo siempre quise para mí y que nunca pude obtener. Lo que les contaré ahora fue el verdadero infierno en el que viví, saliendo ileso sólo para encontrarme con otro tipo de infierno con menos fuego. Como he dicho, estudié en la Universidad de Eldertown. Entré de la manera más fácil gracias a mis dotes artísticos. Me gané a los profesores por mis técnicas e ideas, y los perdí por mi mente vacía y carente de moral. Los primeros cuatro semestres se me pasaron volando, casi como en un sueño. Y durante ese tiempo me di cuenta de que no sabía todo acerca del arte, pero sí sabía una parte importante sobre lo que significaba ser un artista. En ese en46


tonces, yo me describía como alguien que tiene visión e ideas innovadoras; alguien que puede ver cosas que las personas comunes nunca mirarían. Por ejemplo, yo podía observar un árbol y ver en él infinidad de colores y texturas exquisitas cuando una persona no artista veía un simple árbol a mitad del camino. Un árbol que no significaba nada y que bien lo podría tirar para construir algo en ese lugar. Y ese era yo, el estudiante de artes que era mejor que los demás por mi agudo sentido de la observación. Otro ejemplo, y creo que es el más importante, es que cuando veía a las personas en las calles, los veía directo a sus caras y, dependiendo de cómo fueran sus facciones, yo me inventaba escenarios para describir el porqué de esas caras, aunque todo fuera mentira y existiera sólo en mi imaginación. Pero eso mismo es lo que me hizo cambiar de manera drástica, el modo de ver a las personas e inventarme historias. Nunca creí que ese tipo de experiencias fueran reales, sobre todo porque no creía en divinidades (sólo en un Dios) ni demonios corregidores de caminos. Así que, ausente de esas creencias, me parecía imposible creer en algo tan absurdo como lo que me sucedió. Como cualquier otro día de madrugada, iba de camino a la universidad, observando las caras de las personas e inventando pequeñas historias que cruzaban por mi cabeza en una fracción de segundo. Fue entonces que vi una cara llena de terror que me llamó mucho la atención. Ahora, varios años después, me resulta imposible recordarlo del todo. Lo único que se quedó grabado en mi memoria fue el horror que transmitían sus rasgos faciales. Fue así que, fascinado por esa persona, me comencé a inventar una historia totalmente diferente a las demás que había creado en días pasados. Esta vez, esa persona no gozaba de nada en particular. En cambio, la desgracia lo perseguía a todas partes. A este personaje lo nombré Daniel, un hombre joven (que realmente ya era todo un adulto) con una hermosa novia a la que amaba más que nada en su vida, pero entonces llegó el momento que ya varios de sus amigos esperaban. Daniel tenía un temperamento pesado y sabían que, 47


a cualquier falta que cometiera su nueva novia, él era capaz de ponerla en su lugar a cualquier costo. Grábalo en tu cabeza. A CUALQUIER COSTO. ¿Y qué crees? El momento llegó antes de lo que esperaban los amigos de Daniel. La nueva novia había desaparecido inexplicablemente y nadie sabía en dónde se encontraba. Y cuando las autoridades aparecieron en la casa del sospechoso número uno, éste dijo que hacía más de una semana que no sabía nada de ella. Esto dio a los oficiales en qué pensar. Pero pronto lo olvidaron y comenzaron a hacer más investigaciones. Daniel estaba a salvo, aunque no tardó en sentirse como un demonio. Y así terminó la historia, o al menos eso creí. Días más tarde, mientras me encontraba tomando una taza de café y leyendo el periódico matutino, un encabezado me llamó la atención de una manera ensordecedora. Era el siguiente: Joven acusado de matar a su novia. Se espera el veredicto oficial. Llegué a creer que era sólo una coincidencia y no le quise prestar atención, pero mis testarudos ojos buscaron instintivamente el cuerpo de la noticia. Fue entonces que vi escrito el nombre de Daniel en el papel. Pasaron los días y en mi cabeza seguía presente el encabezado. El nombre de Daniel no dejaba de dar vueltas en mis pensamientos. Ni siquiera podía conciliar el sueño gracias a eso. Sentía que me estaba volviendo loco. Lo peor sucedió cuando la continuación de la historia llegó a mí sin haberla pedido. Como si hubiera sido un reflejo, el relato continuó en mi cabeza al igual que lo hacían de vez en cuando aquellas tantas películas que me sabía de memoria. Aunque la sentí más como una pesadilla de la que no tenía 48


salida por más caminos que buscara. En ese nuevo capítulo, Daniel se había conseguido otra novia. Nunca supe el porqué, pero ahí estaba. Y esta vez, el personaje no se limitó en hacerla desaparecer como lo había hecho con su anterior víctima, sino que la quemó junto con toda su familia y su casa entera. Ahora, con testigos oculares del hecho, la policía no tardó en ir por él y confinarlo a prisión. Todo había terminado para Daniel, pero no necesariamente para mí. Días después encontré otra columna en el periódico que hablaba sobre lo que había construido en mi cabeza. Mi historia se había convertido en algo real de nuevo. Gente real había muerto por mi culpa. Estaba destrozado. Tiempo después, en algo parecido a un sueño, me llegaron visiones donde veía a Daniel, quien verdaderamente se llamaba George, sufriendo por la enfermedad que consumía lentamente a su novia. Entonces recordé el día en que lo vi por primera vez con su expresión de terror… no... más bien tenía cara de sufrimiento por lo que le ocurría a su pareja en esos momentos. Me había equivocado. Más imágenes fueron llegando a mí y, mientras más veía, más me daba cuenta del daño que había ocasionado con mis estúpidas historias. George, desolado y sin muchas esperanzas, decidió cambiarse el nombre por razones que ni él conocía y buscó consuelo en otra mujer, a la cual mató y enterró a las afueras de Eldertown. Más adelante se consiguió a alguien más y también la mató pero junto a toda su familia. Y ahora en prisión le había llegado la noticia de que su antigua pareja se encontraba bien y había regresado a casa, donde lo esperaba con ansias. Pero su idea cambió cuando supo que George había cometido aquellos crímenes y que ahora estaba en la cárcel. Entonces decidió suicidarse. Pasaron varios días para que me diera cuenta de lo que eso significaba en mi vida. Muy tarde comprendí que ese daño que le había ocasionado a George imaginándome la suya, se lo había hecho a mis compañeros de clase durante mucho tiempo. Ese 49


daño que tanto les había perjudicado mientras yo salía ileso y continuaba felizmente mientras ellos se pudrían detrás de mí. Pero no tardé en ponerme a su altura mientras ellos eran los que me dejaban atrás, y yo me pudría lentamente. Ahí fue cuando aprendí la lección que tantas veces me quisieron dar mis maestros de la universidad. Todo el daño que yo ocasioné se revirtió de la manera en que menos lo imaginé. Podía seguir pintando y haciendo esculturas, sí. Pero ya no eran tan buenas como lo fueron en mis tiempos de estudio. A mis compañeros los invitaban a toda clase de exhibiciones mientras yo me quedaba encerrado en casa, buscando inspiración para sacar adelante mi próximo proyecto, el cual nunca pude terminar. Pronto entendí que nunca lo lograría y me resigné a vivir en la miseria de dar clases en una preparatoria barata donde el sueldo de un mes se me termina en dos semanas. No obstante, he conocido a una alumna, Marlene, quien me recuerda mucho a mí por sus buenas ideas y pinturas deslumbrantes, aunque… bueno, no quisiera darle la relevancia que le di a la vida de George porque… ya sabes, el oscuro desenlace. Desde entonces he aprendido a llevar el peso de su vida conmigo y a convivir con ella en paz, aunque no siempre del modo en que quisiera.

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casa de muñecas (1965)

—¡Mira con qué llegó mamá! Alice se levantó apresuradamente del sillón y salió disparada a abrazar a su madre. Habían sido dos semanas espantosas en casa de su tía Amanda, que apenas y pudo aguantar las lágrimas de felicidad, que amenazaban con caer por sus mejillas, al verla de nuevo y sentir su cuerpo entre sus pequeños brazos. No imaginaba más días solitarios como aquellos ahora que había vuelto. Las faltas de atención por parte de su tía y el poco cariño que sentían la una por la otra, hicieron la convivencia forzada, creando cierto aire de conflicto cuando estaban juntas. —Vaya, creo que me iré más seguido de vacaciones para que me abraces así todos los días —dijo la señora Wendy Warburton a su hija mientras le devolvía el abrazo—. ¿Cómo te portaste, cariño? —Bastante bien, a decir verdad —contestó Amanda, su hermana, desde la cocina—. Ni siquiera me acordaba de que estaba aquí. «Sí, debió ser porque me olvidaste todo el fin de semana que te fuiste con tu novio a la maldita playa», pensó Alice para sus adentros. «Muy bien la debiste haber pasado, querida tía. 51


Dime, ¿sería malo para ti si le contara a mi mamá lo que hiciste? Espero que sí». —¿Todo bien por Cloudsville? —preguntó Amanda a Wendy, mientras la encaminaba al sillón y hacía toda clase de preguntas de las cuales la respuesta no le importaría. Alice se quedó plantada en la puerta abierta, viendo cómo su tía sacaba una botella de vino tinto y lo servía en dos enormes copas. Cuando volteó hacia el patio, observó el objeto con el que había llegado su madre y que había olvidado por completo al llegar: una casa de muñecas. Salió con paso lento y, después del enorme patio, en la acera, la camioneta de su padre estaba estacionado con la caja obstruyendo el pase a las personas. Wallace Warburton dormía plácidamente en el interior. Alice ya imaginaba la cantidad de alcohol que estaría recorriendo su cuerpo en ese momento. Después de observar a su padre, centró su atención en la casa de muñecas, que era casi de su tamaño y bastante ancha. Se sentó en el suelo y la examinó con detenimiento. No había mucho qué decir sobre el artefacto; era tan simple como aquella edificación a la que llamaban Palacio Oscuro, en Tinseltown… Aunque, a decir verdad, era bastante parecida. Tenía el mismo tipo de arquitectura barroca que había visto en el periódico una vez con su padre, mientras le explicaba el gran cambio que habían hecho en esos departamentos hacía diez años, en 1955, cuando se convirtieron en cuartos para las personas locas. Al terminar de ver todos los detalles por fuera, Alice decidió ver el interior. Buscó por todas partes el gancho con el que soltaba la pared de enfrente y lo encontró justo debajo, casi escondido. Tiró de él y la pared se partió en dos, dejando ver varios cuartos bien ordenados y limpios, esparcidos en cinco pisos, sin ningún asomo de polvo. Luego descubrió que el techo también se podía desprender y lo hizo a un lado. Alice no podía creer lo que estaba viendo. Dentro del enorme juguete, varias muñecas y muñecos estaban dispersos por todas partes y, al igual que la casa, estaban en sus mejores condiciones. 52


«¡Qué hermoso! Esto hará que mis amigas se mueran de envidia». Y era cierto. Nunca, o al menos que Alice recordara, algún familiar le había obsequiado algo como eso, mucho menos tan grande. Sus llamadas “amigas” siempre estaban ahí para remarcarle la mala vida que llevaba al no poder comprar juguetes buenos. Después de haber ensamblado la pared principal y tras haber puesto el techo en su lugar, la pequeña intentó meter el enorme juguete a casa de su tía, pero no le funcionó. Pesaba más de lo que podía cargar, sobre todo a su corta edad de nueve años. Así que, haciendo a un lado su nuevo juguete, entró directo por la puerta. A pesar de ser una pieza grande y vistosa, no le cruzó por la cabeza que alguien más se la pudiera llevar. O sea, ¿quién se robaría un juguete? Bueno, la cosa era que no se trataba de un simple juguete, pero Alice no tenía conciencia de ello. Cuando ya se dirigía al segundo piso para buscar su mochila, escuchó a su madre y su tía hablando sobre algo extraño que había sucedido en Cloudsville; algo que tenía que ver con una máscara y unas huellas digitales. Pero no le dio importancia y siguió su camino hasta la que había sido su habitación durante esos largos días. Levantó sus cosas del suelo con lentitud y las dobló con cuidado, metiéndolas apretujadas dentro de una pequeña maleta a como diera lugar. De todos modos serían lavadas y guardadas cuando llegaran a su querido hogar. Al salir del cuarto, a la izquierda, donde se encontraba la habitación de su tía Amanda, alcanzó a ver una sombra, de pie, paciente, observándola. Alice quedó paralizada. “No… te la… lle… eves”, dijo aquella sombra con sombrero, en un tono de voz espectral y apenas comprensible, como si le doliera pronunciar las palabras. La figura se alcanzaba a distinguir como si estuviera a punto de evaporarse, incapaz de mantenerse del todo presente en esa realidad. Alice no dijo nada, pero tampoco se movió. Sólo atinó a separar un poco los labios y a emitir un balbuceo inteligible. 53


Después de unos segundos que le parecieron horas, la sombra desapareció detrás de la puerta. —¿Por qué tardaste tanto? —preguntó el señor Warburton a su esposa mientras prendía la camioneta. Habían llegado alrededor de las dos de la tarde, cuando el sol dejaba caer su luminosidad por cada rincón. Ahora se veía cómo el cielo optaba por teñirse de negro, cubierto por un manto de estrellas lejanas. —Bueno, pues me quedé platicando con mi hermana… —trató de decir despreocupadamente. —No me importa —le cortó el otro—. Ya estoy harto de tus tonterías —terminó casi en un murmullo. Durante el trayecto de camino a casa, Alice fue sobre las piernas de su madre. Ni siquiera le importó el mal carácter de su progenitor. Habían sido dos espantosas semanas que esa situación le pareció incluso agradable, aún si no tenía nada de familiar ni cariñosa. Hicieron doce minutos de una casa a la otra y, en ese tiempo, el señor Warburton nunca saludó a su hija ni tampoco le preguntó si la había pasado bien. De lo único que habló fue de sentarse en el sillón mientras veía una buena película western. Era lo que más parecía importarle. La casa de muñecas descansaba frente a su cama, antes del pequeño closet, donde comenzaba a guardas sus pertenencias limpias. Su madre pasaba ese momento lavando lo que hacía falta y su padre… No le importaba. Abrió las cortinas de par en par y después la ventana (cosa que sus padres le habían dicho que nunca hiciera de noche, cuando las personas malas rondaban por ahí), que daba a la parte trasera, donde vivían los Patterson, y se sentó en el suelo afelpado, lista para descubrir los secretos que guardaba el juguete. Buscó a tientas el gancho y lo desprendió, quitó el techo e hizo a un lado los siete muñecos de trapo que iban dentro. 54


Apenas pudo contener un gritito de felicidad. Lo que tenía ante sus ojos era espléndido y mágico y… ¿Y los muñecos? Alice los buscaba por todas partes, pero no estaban. Justo después de abrir la casa, recordaba haberlos dejado sobre la cama, a su derecha. Y nadie había entrado. La puerta incluso tenía el seguro puesto. Se levantó deprisa y giró la cabeza en todas direcciones. Los divisó sentados en el alféizar interior de la ventana. Los siete estaban con la frente pegada al vidrio y sus piernas de tela se contorsionaban hacia atrás de la manera en que unas piernas humanas no podrían. Alice se acercó con paso lento y el corazón latiéndole un poco deprisa. No le parecía lógico lo que veían sus ojos. Era algo simplemente imposible. Uno de los muñecos, al parecer hombre —no supo por qué, pero le pareció que era masculino—, tenía la mano derecha puesta al lado de la cabeza, como si señalara con un muñón hacia afuera, invitando a su nueva dueña a que se acercara y viera algo importante que necesitaba presenciar. Por un momento no supo si salir gritando de su habitación y contárselo a su madre o si era mejor quedarse y hacer lo que los juguetes le pedían. Al final se decidió por lo segundo. Se acercó a la ventana haciendo sus temores a un lado y dirigió su atención a la casa de los Patterson. Sólo una de las ventanas tenía las cortinas abiertas, y era la de la habitación de los casados. En ella se veía cómo la señora Patterson hacía algo con la cabeza puesta en la entrepierna del señor Patterson mientras el mismo hacía muecas y la jalaba de los cabellos para después besarla. Alice no lo comprendió, pero le parecía que era algo que no tenía por qué ver. Se alejó de la ventana con paso tembloroso y observó a los muñecos, que cayeron de espaldas con un golpe suave en la alfombra. Entonces sí salió gritando a contárselo a su madre, omitiendo lo sucedido con los Patterson, quien no le creyó ni una sola palabra. 55


El enorme juguete quedó a los pies de la cama de Alice, inmóvil, naturalmente. Pero la niña, cada vez que se disponía a dormir, creía escuchar que la casa se abría y los muñecos caminaban por el suelo afelpado, directo hacia ella para… «No», gimió en su cabeza. «Para matarme, no». La noche seguía avanzando mientras evocaba la sombra del sombrero en casa de su tía, preguntándose si no estaría ahí en su habitación también, esperando el momento indicado para hablarle y decirle… ¿Qué? La cobija era gruesa y el calor era fuerte. Sin embargo, Alice no quería destaparse. Se sentía atemorizada por todo lo que imaginaba que sucedería si se asomaba hacia donde se encontraban sus pies, donde la figura de negro la estaría vigilando hasta que el sol se asomara por entre las cortinas. No podía dejar que pasara. Su cobertor era un escudo inigualable contra los malos espíritus y las cosas que no tenían sentido. Muy pronto el sueño la vencería y, al despertar, la situación estaría mejor, o eso quiso creer ella. Al abrir los ojos, la casa de muñecas seguía intacta y los muñecos no se veían por ningún lado. Quizás todo lo sucedido el día anterior lo había imaginado. Quizás. Pero algo, una punzada en el pecho, le indicaba lo contrario. Mientras se daba un baño, los recuerdos de lo sucedido con los muñecos apenas eran visibles, pasando a ser algo inconcreto y sin sentido. A la hora del desayuno, ya ni siquiera se acordaba incluso de la casa de muñecas. Las cosas parecían ir bien. Lo más extraño comenzó a suceder a mediados de agosto. Alice había llegado a convencerse de que aquella acción por parte de los muñecos había sido obra de su cansada imaginación, intentando hacer que algo se moviera dentro de su cabeza y se diera cuenta de ciertas cosas. Aunque no sabía de qué “ciertas cosas” se trataba. 56


Llegó el día catorce y con él, las nubes acompañadas de agua. La mañana amenazaba con ponerse mal, pero no sucedió hasta después de mediodía que las primeras gotas comenzaron a caer sobre el asfalto, tornando frío incluso el interior de las casas. Subió a su habitación con la esperanza de ver la lluvia descender desde la perspectiva que le ofrecía su ventana. No esperaba encontrarse con siete muñecos de tela subidos en el alfeizar, observando de la misma manera que en aquel viejo sueño… O quizás, después de todo, no había sido un sueño. Aseguró la puerta detrás de sí, sin quitar los ojos del suceso, extrañada, mas no asustada. Se acercó a ellos y observó como lo había hecho la vez anterior y pudo divisar, a pesar de las gotas de agua que caían por la ventana de esa y de la otra casa, que alguien ajeno se encontraba haciéndole cosas indebidas a la señora Patterson justo debajo de la cintura. No tardó en darse cuenta de que se trataba de su padre. Entonces el corazón le dio un vuelco y comenzó a embargarla una sensación de tristeza. ¿Qué pasaría si su madre se enterase? ¿Lo dejaría? En ese caso, ¿a dónde irían ellas? Sólo esperaba que no fuera con su tía Amanda. Apartó la vista y, al mismo tiempo, los muñecos cayeron. De nuevo, Alice no sintió miedo alguno y se sentó frente a ellos. Levantó el más cercano, que por su aspecto, se parecía mucho a su padre a pesar de que era prácticamente imposible. Pero, poco a poco, se dio cuenta que cinco de los siete muñecos tenían pintadas las caras de sus padres, de los señores Patterson y de su tía. Y el de su padre llevaba pintados unos besos en el cuello, ocultos apenas por una camisa blanca. Dejándolo a un lado, Alice se aproximó de nuevo a ver qué más sucedía. La imagen del señor Warburton encima de la señora Patterson, ambos desnudos en su totalidad, nunca se alejaría de su memoria. 57


—Buenos días, cariño. ¿Qué hay para desayunar? —preguntó el señor Warburton a su esposa, de una manera extrañamente alegre, mientras se sentaba a la mesa. —Sólo huevos —contestó la otra con voz apagada. —¿Te sientes bien? —Sí, es que… No dormí bien anoche. —No me digas que esperaste a que llegara de la junta. —Bueno, sí, pero… —No importa, cariño. En ese momento, Alice descendía las escaleras y se aproximaba a la cocina, cortando de inmediato lo que fuera que su madre estaba a punto de decir. Se sentó a la mesa y esperó a que le sirvieran el desayuno, pensando, por la cara que llevaba, que quizás se había enterado de la infidelidad de su padre. —¿Te encuentras bien, mamá? —Sí, cariño. —Te ves muy cansada. —No importa, Alice —dijo su padre con la comida en la boca—. Ya déjala en paz. El desayuno continuó en completo silencio. Wendy apenas pudo probar bocado mientras que Wallace devoró todo y pidió segundo plato. Era obvio que la señora Warburton tenía algo que la molestaba. Pero a sabiendas de los problemas que podría ocasionar la simple mención de ello, se lo tragó junto con una botella de wiski en la tarde, mientras su marido trabajaba y su hija hacía lo que tuviera que hacer en su cuarto. Las lágrimas no tardaron en hacerse presentes en esa tarde tan amarga. Alice observaba la casa de muñecas mientras la lluvia seguía cayendo, golpeando la ventana. Los muñecos estaban frente a ella, hombro con hombro, en el suelo. Los cinco de la izquierda eran los que tenían cara y los otros dos de la derecha estaban en blanco, sin facciones y con una indumentaria del siglo pasado. La niña se preguntaba en ese momento cuál sería el motivo de las caras y qué querían anunciarle. Estaba casi segura de que 58


pronto, si no esa misma noche, lo sabría. Pero estaba asustada. Con nueve años, una no podía estar segura de muchas cosas. Ni siquiera podía protegerse por su cuenta de algo que no comprendía. Al caer la tarde, y con las nubes grises dispuestas a soltar toda su furia sobre Eldertown, Alice se determinó a tomar acciones con la casa de muñecas. Primero verificó que su madre no estuviera en el segundo piso, encontrándola dormida en la sala con una botella transparente en la mano, y después puso llave a la puerta para no ser molestada. Casi de inmediato se fue la luz, y dio gracias de haber dejado las cortinas abiertas. Incluso con el cielo oscuro, aun entraba un poco de claridad por la ventana. Entonces, sin preverlo, sucedió. Los muñecos ya no estaban donde los había dejado y la casita estaba abierta, dejando ver los cuartos y a sus ocupantes, puestos en diferentes posiciones, exceptuando dos. El juguete que llevaba la cara y la vestimenta del señor Warburton se encontraba en el primer piso, viendo por la ventana hacia algún lugar imaginario mientras la mano derecha se detenía en la entrepierna, moviéndose de vez en cuando. La que era la señora Warburton, se hallaba en el baño del primer piso, sentada en el retrete con una botella transparente en la mano derecha y la muñeca de la izquierda bañada en sangre, creando un charco en la baldosa blanca. Los señores Patterson estaban ubicados en el segundo piso, dentro de una habitación. El hombre ahorcaba a su mujer con ambas manos al tiempo que la otra buscaba un objeto con qué golpearlo. Y lo encontró a un segundo de perder la vida, lanzándolo a la cabeza del atacante y haciendo llover gotas de sangre en la cama y el empapelado. Después, le tocó a ella utilizar las manos para darle fin. Alice contemplaba la tétrica escena con los ojos muy abiertos, indispuesta a creer lo que veía. Si bien los muñecos sólo emitían sonidos sordos, la niña se imaginaba de manera 59


inconsciente los fuertes golpes y la letra de una extraña canción que decía: Hey, girl, open the walls, play with your dolls We’ll be a perfect family When you walk away it’s when we really play… El corazón se le aceleró. El cuerpo tembloroso no le permitía moverse, escapar. Por otro lado de la casita, en el quinto y último piso, encontró uno de los dos muñecos que faltaban; era en su totalidad de color negro, sin asomo de brazos ni piernas, y llevaba puesto un sombrero. La sombra la observaba, quieta, en un silencio diferente del de los otros. Alice también la observó, un poco más tranquila. Después, las palabras. “De… Desas… ste… de la… ca… sa”. Los sonidos salían de aquella masa oscura como si le doliera pronunciarlas. La voz era igual de profunda que la noche y caliente como el infierno. Fría incluso cuando era necesario. —¿Quién eres? —preguntó Alice. “No… o ten… go… nom… bre… e”. —¿Por qué estás aquí? “Pa… ara… adv… dver… tir”. —¿Mis papás…? “Qu… uéma… la”. Y de la misma manera en que se había dejado ver, la figura desapareció. Alice bajó las escaleras cautelosamente. Los truenos se escuchaban fuerte y la lluvia amenazadora. No sabía cuánto tiempo había sucedido desde lo de los muñecos y la sombra, pero casi seguro que bastante. Afuera, la oscuridad devoraba todo a su paso. 60


Al llegar al primer piso, se encontró a su padre en el ventanal de la sala, el que daba a la casa de los Patterson, con las cortinas abiertas. La escena era la misma de su habitación, sólo que ahora la señora Patterson no estaba en la misma casa, sino en la suya, acostada en un sillón largo, desnuda y con las piernas abiertas en dirección al señor Warburton (su esposo muerto en el piso de arriba). No tardó en comprender lo que sucedía. Y a pesar de que ya estaba preparada para encontrarse con algo parecido, se sorprendió al sentir un malestar en el pecho. Un malestar que se asemejaba a la desilusión y al dolor. En igual silencio, se asomó al baño que, por fortuna, no tenía puesto el seguro. Pero Alice se petrificó al momento de sujetar el picaporte, teniendo en mente lo de los muñecos. ¿Y si en verdad estaba muerta? ¿Qué haría? ¿Gritar? Los truenos sonaban y sonaban, iluminando la estancia de vez en cuando, esperando que la niña abriera la puerta para presenciar lo inevitable. Al final, lo hizo. Y vaya susto que se llevó. La escena era muy parecida, sólo que, en ésta, la señora Warburton tenía en la cara una mueca desagradable y el cuerpo desnudo cortado por todas partes. Estaba cubierta por la sangre como si fuera un abrigo navideño, sin muñecos de nieve ni pino alguno. Traje teñido de rojo para la ocasión. Alice salió despedida a toda velocidad hacia su habitación sin detenerse a ver lo que sucedería con sus vecinos. Tenía una idea muy clara de los acontecimientos, aunque esos podrían ser más crudos y viscerales. Llegó al cuarto y azotó la puerta sin importarle que la escucharan. Entre un mar de lágrimas que surcaban por sus mejillas, deseó poder haber hecho caso a la sombra. Deseó haber quemado la casa en el momento oportuno. Y también deseó con todas sus ganas que su madre no la hubiera comprado nunca. Se acercó al enorme juguete decidida a lanzarlo fuera. No le importaba el peso ni lo que le costaría llevar a cabo la acción. 61


Detrás de ella, seis figuras se alzaban frente a la puerta, enormes, casi hasta tocar el techo; sin facciones ni vestimentas, ni siquiera manos o pelo; lisos como cualquier otra cosa, pero inquietantes como el mismísimo diablo. La única marca que llevaban era en la piel, donde se veían las costuras efectuadas durante su creación por una mano oscura. Cuando la niña sintió la abominable presencia en su espalda, se dio la vuelta, dejando caer la casita los pocos centímetros que había logrado levantarla. Su cara palideció y sus labios se secaron cual desiertos. Trató de hablar, pero sólo murmullos incomprensibles salieron del par de arenales. “Tu tía también está muerta, Alice. Justo como lo querías”, dijo una de las figuras en un extraño tono, asemejado al de la estática, casi incomprensible. «Es tiempo de jugar», dijo otra de las figuras con la misma voz. —No… no… Alice intentó moverse, pero fue en vano. Una fuerza sobrenatural la mantenía pegada al suelo e inmóvil. Justo detrás de los siniestros personajes, otro se dejó ver, un séptimo. Y se acercó a la niña con aguja e hilo en lo que pretendían ser manos deformes con más de cinco dedos en ella, todos de diferentes tamaños. La niña quería llorar, gritar. Incluso quiso morir de inmediato. Sentía el sudor caer por su cuerpo entero y el corazón desbocado pidiendo a gritos que se detuvieran. Para su desgracia, fue lo contrario. La aguja traspasó diez veces los labios de Alice, haciendo brotar sangre y lágrimas en conjunto, manchando el suelo y parte de ella. Se sintió desmayar. Pero no se iría tan fácilmente. Todavía debían extirparle ambos ojos. Al terminar la tarea, seis figuras salieron de la habitación y se encaminaron escaleras abajo. La séptima se plantó ante Alice y dijo: «Es hora de jugar». Como si tal, la casa prendió en llamas feroces. Sólo cuando sucedió, fue que Alice pudo por fin moverse. Pero ya era 62


demasiado tarde. Ardió junto con su padre, aullando de dolor y llorando a más no poder. El fuego serpenteó por la piel pálida de la niña y ahí se quedó, fundiendo todo lo que tocaba, como lo hiciera con cierto bosque en 1830, creando un dolor desesperante y abrazador hasta que el último grito fue escuchado. Los labios de Alice permanecieron siempre juntos, chorreantes. Cuando los bomberos lograron apagar el fuego, encontraron entre las cenizas una casita con una muñeca dentro, intacta. Les pareció extraño, pero no indagaron mucho. Y, si lo hubieran hecho, no se habrían dado cuenta que la muñeca se parecía bastante a Alice Warburton, ni que su alma se encontraba dentro del juguete, soportando el ardor de las llamas que no se apagarían, como en la frase de aquel viejo poema de Poe, nunca más.

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viven en la carretera (2000)

El auto iba a 130 kilómetros por hora, el viento frío entrando por las rendijas del aire y las llantas emitiendo ese sonido característico sobre la carretera. Eran las 7:19 de la tarde, y afuera, el cielo se hacía cada vez más oscuro, devorando el camino y a sus ocupantes. Largos trechos en reparación que alentaban el tráfico. El trayecto se hacía cada vez más pesado y difícil de manejar. Sandra iba al volante, haciendo lo posible por que los faros de los otros vehículos no le dificultaran el manejo. Había olvidado sus lentes justo en la mesa de su casa, donde los puso con la finalidad de no olvidarlos. Cosas de la vida, supuso. —Oríllate donde puedas y déjamelo a mí —dijo su esposo, Norman, intranquilo ante la lentitud de su esposa a pesar de que sabía lo que lo ocasionaba. Ansiaba llegar ese mismo día, aunque fuera a medianoche. Su madre los esperaba con los brazos abiertos, aun después de tantos años y disgustos que sólo la familia es capaz de comprender. La carretera se extendía interminable, curva tras curva y desviación tras desviación. El cielo más oscuro y los cerros apenas recortados entre la espesa negrura. La maleza crecía por todas partes, y algunas casas olvidadas adornaban el camino, 65


como indicios de desolación, espectros que observaban a los visitantes con ojos acusadores, ojos amarillos dispuestos a… —¿Qué fue eso? —preguntó Sandra. —¿Qué fue qué? —inquirió su esposo enseguida, un tanto alarmado—. No escuché nada. —Como un choque. Un ¡bum! —De seguro no fue nada —dijo Norman, volviendo la cabeza hacia atrás para confirmar el tráfico a la distancia—. Todos vienen bien. —Te juro que escuché algo… —Estás cansada… ¡Ahí! Detente. Sandra se detuvo casi de golpe al costado de una desviación. Tres hombres al frente —trabajadores, pues usaban ese chaleco naranja distintivo de los que se dedican a las obras públicas— dejaron su plática a un lado para voltear a ver el origen del chirrido de las llantas. En seguida volvieron a lo suyo, negando con la cabeza. —No había necesidad de asustarme —se quejó Sandra mientras cambiaba de lugar con Norman, quien dejó escapar un bufido—. ¿Será buena idea detenernos a descansar? La noche se está cerrando y pronto estaremos muy cansados como para seguir manejando. —No sería mala idea —dijo el otro mientras se introducía de nuevo a la carretera—. De cualquier forma llegaremos tarde. Avisaré a mi madre que nos tardaremos otro día. Ninguno lo dijo entonces, pero sí recordaron el accidente de hacía unas cuantas horas, donde toda una familia había muerto gracias a un descuido en el volante. La escena había sido grotesca y depresiva al mismo tiempo. Pensar que la vida se les podía ir por un detalle tan pequeño como aquel. Tanta sangre… Siguieron su camino durante otras dos horas, casi para llegar a Lacabana, donde se detuvieron en un hotel, faltando alrededor de 14 kilómetros para entrar al pueblo. En los alrededores no había otra cosa que la misma carretera y los vehículos escasos que la transitaban. 66


El hotel era pequeño, lo suficiente para haberles tocado una habitación cercana a la recepción. No obstante, les asignaron la 202, la del fondo de la izquierda, pegada a la pared de ladrillos resquebrajados por el tiempo, en el primer piso. La luna brillaba en lo alto, cuarto creciente. El manto semi estrellado resultaba abrumador, como si escondiera algo. Un poco de niebla se dejó ver por el camino, cubriendo la maleza. Muy pronto quedarían a ciegas si el viento y la temperatura no mejoraban durante las horas siguientes al amanecer. A pesar de no haber nubes, ese algo rondaba por el lugar. Ambos entraron en le habitación, olvidando el cansancio para darle la bienvenida a la lujuria del momento. Sabían lo que el otro quería. No había hecho falta más que una mirada cómplice y una nalgada para dar a entender el sentimiento. Así funcionaban las cosas ahora. Se desnudaron mutuamente, dirigiéndose a la regadera entre risitas y tropiezos, murmullos de amantes. El agua les resultó agradable al tacto. Después de día y medio sin darse un baño, era lo que esperaban… y un poco más. Al terminar en la regadera, se secaron lo mejor que el deseo se los permitió. Entraron a la cama, dura y porosa. Continuaron el acto durante otra media hora. Luego, tres toques a la puerta. La pareja interrumpió los besos alegres que se daban alrededor del cuerpo para escuchar si alguien hablaba. Si no, podía irse a molestar a otra parte. Había cosas más importantes que hacer en ese momento que atender una encuesta o cualquier cosa por la que hubieran ido a molestarlos. Otros tres toques, urgentes. Norman se vistió a medias y abrió, no sin sentir una opresión en el pecho. Algo le indicaba que estaba haciendo lo incorrecto al dirigirse a la puerta. Una punzada que quería decir… —¿Quién es? —preguntó Sandra, cubriendo sus pechos con la cobija. —No es nadie —cerró la puerta y se dirigió a la cama. Le besó el cuello, descendió a los pechos, el estómago, la cadera, la… 67


¡Toc! ¡Toc! ¡Toc! —¿Quién es, maldita sea? —se levantó de golpe y abrió la puerta con golpe enérgico. La oscuridad lo saludó. La oscuridad le obsequió con una sonrisa demoniaca. Al final, no era sólo oscuridad. —¿Norman? El hombre permaneció de pie, con la mano en el picaporte y observando algo que Sandra no alcanzaba a distinguir desde su posición en la cama. Decidió moverse un poco hacia el frente. Nada. Un poco más. Otro poco. Entonces lo vio. Norman cerró la puerta de la misma forma en que la había abierto. Sobresaltó a su esposa, quien emitió un gritito ahogado. —Norman… —Vístete. —¿Quién era? Norman no supo contestar. Tenía la imagen grabada en su cabeza pero no atinaba a describirlo con palabras. Sabía que no eran suficientes para dar a entender el horror que sentía. Esos ojos amarillos rodeados de una total oscuridad… una oscuridad diferente a la de la noche o a cualquier otra. Había sido amenazador… no. Muy suave. Había sido… Ojos de muerte. Oscuridad interminable y absoluta. —Parecía humano —atinó a decir sin poder separarse de la puerta, con miedo de que algo pudiera suceder si dejaba de apretar el picaporte. Mientras se debatía en lo que haría a continuación, aparte de mandar a Sandra a vestirse, por la mirilla de la puerta comenzó a descender una sustancia negra, líquida, espesa, hasta tocar el suelo, donde pronto se hizo un charco enorme de lo mismo. Sandra ya se estaba poniendo los pantalones cuando una imagen cruzó la cabeza de Norman. Veía a su esposa con el calzón de encaje, rojo, bajando por sus hermosas piernas hasta tocar el suelo, al igual que la sustancia que se asemejaba al alquitrán, la que comenzaba a soltar un aroma putrefacto en la habitación. 68


—¿Quién, Norman? Dímelo —ahora estaba vestida en su totalidad, frente a su esposo. Ambos se tapaban la nariz con las manos, pero era inútil eliminar el olor. Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Soltó el picaporte y se alejó unos metros en dirección a la cama. El charco comenzó a hervir, desprendiendo mariposas —parecían mariposas, pero de cerca no se asemejaban en lo absoluto. Más bien lucían como pequeños demonios voladores— al reventarse las burbujas. Iban de un lugar para otro en la alcoba, derrumbando las pertenencias de la pareja y rompiendo los focos, dejando la estancia a oscuras. El silencio reinó. Los demonios voladores se perdieron en algún lugar inexplorado y la puerta se abrió despacio, chirriante, amenazadora. Los cuerpos de la pareja temblaban, fundidos en un abrazo protector. De nuevo, la sonrisa de la noche y los ojos espectrales. Sandra gritó. Norman soltó un gemido sordo. Así pasaron lo que restó de la noche, observando y siendo observados por aquel ente, hasta que amaneció y la figura se perdió entre la maleza de la carretera. Ellos perdidos en la descomposición, cayéndoseles la piel como si fueran hojas secas. La pareja fue encontrada por el gerente, quien había ido a la habitación al vislumbrar la puerta abierta desde lejos, sin señal de sus ocupantes. Ambos tenían la piel pálida, ceniza. Los ojos rojos de quien no ha descansado o está más que aterrorizado. Las facciones congeladas en la eternidad y una frase proveniente de Norman, antes de fundirse en la podredumbre de los efectos que aquellos malignos ojos habían lanzado sobre ellos. La voz ronca, perdida y enferma. —Viven en la carretera…

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ojos (2002)

Me parece bastante curioso cómo es que las personas piensan: “Oh, vamos, eso no puede sucederme a mí”. Pues aquí te digo que es mentira. Una vil mentira. La muerte nos acecha a cada paso que damos, a cada trago de agua y cada que nos metemos algo a la boca. En cualquier momento podemos morir. Si no lo crees, busca en los periódicos. Las páginas principales sólo hablan sobre eso. Sobre cómo nos vamos sin siquiera poder hacer algo al respecto. Le sucede a cualquiera. A ti, a tu familia, a tus amigos… inclusive a mí. No sabría decir si fue suerte, casualidad o destino lo que me llevó a este día, pero sí que en parte estoy agradecido. Mi otra parte lo odia, porque estoy predispuesto a que suceda de nuevo. No me gustaría tener otro episodio como aquel. Creo que a nadie le gustaría. Comenzó hace dos semanas, mientras me disponía a dormir. Eran alrededor de las diez de la noche cuando me metí a la cama. La habitación estaba fría y afuera llovía a cántaros. Las calles estaban casi inundadas. Podía ver el vaho desprenderse de mi boca. Los vellos de mis brazos se mantuvieron erizados toda la noche. Una vez con la cobija puesta hasta el cuello, cerré los ojos y me dediqué a pensar en lo que había hecho en 71


el día, las cosas que hice mal y las que hice bien. Recordaba cosas importantes, algunas otras sin sentido. No supe entonces qué hora marcaba el reloj cuando escuché sonidos afuera de la ventana. Me paralicé, pues dormía en el segundo piso. Era imposible llegar a mi habitación por fuera sin utilizar una escalera larga. No tenía idea de lo que causaba aquel ruido. Era como si me estuvieran llamando. Como si alguien quisiera que me asomara por la ventana. A pesar del miedo que sentía, me levanté y abrí la cortina. Lo único que encontré fue la lluvia y las casas mojadas junto con los autos, banquetas, faros, árboles… Me fui de nuevo a la cama, no sin antes dejar la cortina un poco abierta, de forma que me diera un poco de luz en la cara. Como fuera, dejé que el cansancio hiciera de las suyas. A punto estuve de caer rendido. A punto estuve de entrar por la puerta de los sueños, cuando decidí abrir los ojos. Pésima equivocación. Frente a mí, detrás de la ventana, dos globos oculares me veían. Así pasé el resto de la noche, observando y siendo observado. Era una sensación extraña e indescriptible. Como si de pronto todo mi cuerpo quisiera moverse, hacer algo en contra del intruso, pero decidiera mejor quedarse donde estaba, esperar a que hiciera otra cosa aparte de espiar. Hasta el día de hoy no recuerdo en qué momento desapareció, o si lo imaginé o lo soñé. Pero no cabe duda de que sus siguientes dos apariciones fueron más allá de mi comprensión. La segunda noche no sentí ganas de dormir, ni mucho menos de acostarme. La cortina seguía entreabierta, por si las dudas. También tenía a la mano el teléfono para llamar a las autoridades en caso de ser un demente el que me estuviera visitando. De cualquier forma me recosté, aún con la ropa de día puesta. Apagué las luces y centré mi vista en la ventana durante un buen rato. Más tarde me encontré tapado por completo sin siquiera recordar en qué momento lo había hecho. Seguía haciendo frío y la lluvia torrencial parecía no querer disminuir. Giré mis ojos hacia la ventana en un acto reflejo, recordando lo de la noche anterior. El corazón me dio un vuelco al ver que 72


no había nadie ahí. Comencé a sentirme relajado, en paz. Pero el sentimiento no me duró lo suficiente, ya que, sobresaliendo a los pies de la cama, esos mismos ojos me observaban, incautos. Recuerdo que sudé a chorros. El terror de no saber cómo alguien se había colado a mi casa sin que yo me diera cuenta era algo… La siguiente noche fue igual. Había comprendido entonces que el tener el teléfono a la mano no ayudaba de nada. El miedo no me dejaba reaccionar. No podía hacer otra cosa que no fuera ver esos profundos ojos que parecían flotar en la espesa oscuridad. Ojos brillantes, pero humanos. La esperanza de que algo malo no sucediera en la madrugada había desaparecido. Durante el día había estado pensando que quizás todo estaba en mi cabeza, en mi imaginación. Probablemente eran sueños. Pero lo que sucedió la tercera vez me hizo darme cuenta de lo equivocado que estaba. Me puse el pijama y me acosté. Tardé algunos minutos en dormirme, pero al final lo hice. Eso esperaba, al igual que esperé ser observado más tarde, mientras no había luz que alejara los malos espíritus. Desperté deprisa, sudando de nuevo y con el corazón latiéndome fuerte dentro del pecho. La primera vez se había aparecido detrás de la ventana, la segunda a mis pies y la tercera… yo sólo esperaba que no fuera junto a mí, aunque fue incluso peor. Lo encontré en el techo, pero esa vez sí alcancé a distinguir un cuerpo. Pude ver su contorno, mas no los detalles. Todo estaba sumido en la oscuridad, excepto los malditos ojos, que se clavaban en mí como fieros clavos calientes. No sé por qué no morí esa noche, pero a punto estuvo de suceder. Me mudé al siguiente día, esperando que de esa manera no pudiera seguir acechándome. A veces creo verlo al prender el foco del baño, o el de la habitación. Algunas otras al entrar en mi nueva casa. Pero nunca, te digo, nunca había sentido esa pesadez al estar escribiendo estas palabras. Tú lo estás leyendo. Tienes la cabeza gacha. Al igual que yo, si tienes el escrito en tus manos y es de noche, y sientes esa presencia, te 73


recomiendo no subir la mirada. Te recomiendo que esperes a que amanezca. Y hagas lo que hagas, no grites. No lo veas. No platiques con eso. No subas la mirada.

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nota de despedida

Fuera de dar explicaciones o hablar sobre datos curiosos acerca de las historias que acabas de leer, me gustaría agradecerte por llegar al final de este libro. Por otro lado, quisiera saber tu opinión al respecto, si tienes dudas sobre el universo ficticio en el que se ubican los cuentos, o si tienes algún comentario. Te invito a seguirme en mi página de autor en Facebook: Avery A. V. (https://www.facebook.com/avery.avescritor), para que platiquemos, ¿te parece?

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acerca de los mostros perdidos que escribieron e ilustraron este engendro

Avery A. V. (1999) es originario de Sinaloa, radica en Tijuana. Como pasatiempo, le gusta tocar el piano y la batería, además de escribir y leer historias de terror o suspenso. Su afición a la lectura y a la creación de historias comenzó en segundo año de secundaria, después de escribir un relato de terror para una antología escolar. Desde entonces ha escrito varias historias, algunas de las cuales aparecen en Galería nocturna, antología del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana (Monomitos, 2017); Algo llamado horror (Ediciones El Viaje, 2018) y Antología hispanoamericana contemporánea (Independently published, 2020). Publicó una primera versión de Galería de pinturas (Monomitos, 2018), y la novela De camino a Ningún Lugar (Monomitos, 2021). Carlos Casillas (Tijuana, 1989) es un diseñador gráfico apasionado por el mundo de la música y el entretenimiento. Ha dedicado gran parte de su profesión a la ilustración digital, desde el arte conceptual al diseño de carteles y mercancía para bandas. Una de sus inquietudes siempre ha sido el aprender cosas nuevas para tener herramientas que aporten algo distinto a lo que hace.

Monomitos es una editorial tijuanense especializada en el horror y la ciencia ficción escrita en Baja California. Visita https://issuu.com/monomitos Explora las primera camada del Departamento de Mostros Perdidos y las antologías del Taller de Historias.


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