La hora azul: Antología de historias del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2019-1

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Los miembros del Taller de Narrativa del Centro Estatal de las Artes de Tijuana agradecemos tu lectura. Si te interesa saber más sobre la antología y sus autores, o quieres ser uno de nosotros, recibimos tus comentarios en eltallerdehistorias@gmail.com

La hora azul Antología de historias del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2019-1 Primera edición digital, junio de 2019 Diseño editorial: Néstor Robles (Monomitos Press) Ilustración de portada: Diego Cossio García

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

hecho en tijuana


La hora azuL Kind of blue.......................................................................... 5 Néstor Robles Selene Ángeles Estación uno.......................................................................... 9 Revolución........................................................................... 12 La renuncia.......................................................................... 17 Diego Cossio García Despojo................................................................................ 23 Laberintos............................................................................ 26 Edith Marcial Ramírez Rutina Diaria....................................................................... 49 Nada pasó............................................................................ 52 Yeraht Rodríguez Aventuras del cubanito...................................................... 63 Sueño guajiro...................................................................... 65 Notas de oscuridad............................................................. 70



Kind of blue Como cada fin de semestre, el Taller de Narrativa del Centro Estatal de las Artes de Tijuana se enorgullece de dar a conocer algunas de las historias de los héroes, es decir, de aquellos que contra la adversidad de la rutina diaria, decidieron inscribirse a un taller de escritura porque sí: por las ganas de contar y compartir la literatura. Y, sobre todo, se quedaron hasta el final. En esta ocasión les presentamos La hora azul, una muestra de minificciones y cuentos producidos en el taller. Sus protagonistas: Selene Ángeles, Diego Cossio, Edith Marcial y Yeraht Rodríguez. Sus ficciones registran el paso del tiempo de alguna u otra manera; así también los anhelos de personajes que habitan fronteras y que logran romper —o no— el círculo vicioso. “La hora azul es una parte del día donde no hay completa luz ni oscuridad”, sugirió Edith como referencia a nuestra hora de salida del taller, bautizando así esta antología. Pues, ciertamente, entrábamos al Teórico 3 justo antes la puesta del sol, y al romper la magia de la sesión nos encontraba la noche, que nos obligaba a regresar a casa a seguir maquinando historias. Espero que disfruten éstas tanto como yo. Néstor Robles Junio de 2019

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Selene Ă ngeles


Selene Ángeles (Ciudad de México, 1993). Estudió la licenciatura en Traducción en la Universidad Autónoma de Baja California (uabc). Ha participado en diversas lecturas de poesía y publicado en las revistas digitales Círculo de Poesía y Gramanimia.


Estación uno

Rituales Deje caer una manzana del árbol y al morderla mójese toda en su jugo maduro. Ciudades Las jacarandas duermen. En sus sueños la tierra les habla. Les cuenta historias de pueblos lejanos, de los tesoros que guarda el subsuelo; les habla de los insectos amados que alguna vez le hicieron cosquillas, de la pasión jurásica y sus fósiles; les recita la poesía de su centro. Ellas duermen violetamente. Los susurros del viento las estremecen, la lluvia les recuerda el cariño húmedo de la semilla. Al llegar la primavera despiertan. Sus flores son la única manera de transmitir las historias que escucharon entre sueños. Abejas Las abejas también se cansan. El sol les derrite la miel interna. Quedan pegadas al asfalto, muriendo de sed y

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de angustia. Como esta abeja. Sabe exactamente dónde queda su casa, lugar en que la esperan con mil zumbidos porque ella es importante. La necesitan. Aman la paciencia con que enmiela el hogar. La certeza con la que siempre encontrará el panal adorado. Pero hoy está tirada en el cemento caliente, boca arriba. Alguien la levanta y la acerca a un jardín con sombra. Sabe estar silenciosa entre las hojas. Sabrá dormir sobre la flor. El polen que tantas veces le dio vida, ahora será su almohada eterna. Semilla En los jardines de mi abuela floreció mi curiosidad. Yo amaba sus plantas. Un día vi un hueco en la tierra y decidí tirarme ahí a tomar una siesta. Desperté con savia en mi interior. Néctar Las abejas lamen el clítoris de la flor. El éxtasis de su jugo mantiene al planeta en equilibrio. Conjuro Aguacates, duraznos, perejil, sábila, hierbabuena. Margaritas, girasoles, cactáceas, hortensias y magueyes. Robles, cerezos, pino y lechuga. Todas sus hojas y centros bailan al compás del canto de mi abuela maga, bruja, chamana, jardinera.

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De piedra Las piedras también aman, pero solo en primavera. Plantas Los niños son retoños. En unos años se darán cuenta de que la primavera de la vida no es más que un largo invierno con sol. Zapotazo Resentidos por la calma de abril, los zapotes se sacrifican para romper el silencio. Realización Soy una flor. Nací en primavera.

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Revolución Un día escapó. Se desafanó de la rutina, de la gente y del cansancio. Dio vuelta en la Calle Cuarta a paso rápido; luego subió corriendo. No sabía a dónde ir. Toda su vida, Ramón se vio atado a lo mismo. Fue en ese momento que se dio cuenta: no sabía hacer otra cosa. Creció en Tijuana. Desde que tuvo edad suficiente para trabajar se dedicó a ver los días pasar en la Avenida Revolución, esperando. Heredó el oficio de su papá, y desde entonces estaba de lunes a domingo buscando a locales o extranjeros que quisieran pagar algunos dólares, ponerse el sombrero y tomarse la foto con “el burro-cebra de Tijuana”. En los últimos años, los clientes ya ni querían la foto impresa, sólo se tomaban una con su teléfono. A veces, Ramón consideraba ridícula la imagen de un fotógrafo olvidado junto a su burro mal pintado. Llegó a pensar qué pasaría si se iba de ahí, tal vez a recorrer el mundo. Pero pensaba en Ignacio. Era un buen compañero. Su único amigo, a decir verdad, si es que la relación entre un burro y una persona se puede llamar amistad. Vivía con él en la colonia Altamira, y todos los días bajaban juntos la rampa frente a su casa para luego recorrer las mismas calles de siempre: la H, la González Ortega, la 5 de Mayo, Mutualismo, Niños Héroes, F. Martínez, Constitución. Llegaban a su pues12 • Selene Ángeles


to entre Revolución y Calle Tercera. En alguna ocasión, muchos años atrás, Ramón se dio cuenta de que ya no se fijaba en el camino, pues lo conocía perfectamente. Sabía en cuánto tiempo cambiaría el semáforo para cruzar la calle, en qué parte debía ir más lento, en cuál más rápido. Recorría todo ese tramo de memoria, con la misma parsimonia del día anterior y del día previo y así sucesivamente, siempre al lado de Ignacio. Ya ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que tomó un descanso. Claro que cuando llovía demasiado, Ignacio y Ramón se quedaban en casa. No valía la pena bajar todas esas calles porque ninguna persona querría tomarse la foto con él. Pasarían desapercibidos. Mejor esperaban un pronóstico más alentador. Ese pensamiento lo llevó a recordar aquellos años en que la Avenida Revolución era más concurrida. Muchos extranjeros llegaban a Tijuana, caminaban por el Centro, entraban a las farmacias, visitaban los puestos de artesanías y como souvenir se llevaban la típica foto con el burro rayado. A él no le tocó mucho de eso; los años dorados le pertenecieron a su papá, aquellos en que ese era un oficio de verdad y no sólo aferrarse a una tradición anticuada. A esa esquina de siempre. Por eso escapó. Porque un mejor pronóstico nunca llegaría. ¿Qué otras cosas podría ver, descubrir o fotografiar en su memoria? ¿Qué otro contacto podría tener además del de las personas que posaban en su foto? ¿Además del de Ignacio? Ignacio. Volteó a verlo y quiso arrepentirse. ¿Qué iba a hacer sin él? Si Ramón se iba, prácticamente lo estaba abandonando a su perdición. Gracias a él trabajaba y comía y vivía. No había nada que Ignacio podría hacer sin él. ¿O sí? En ese momento de duda, Ramón se soltó de su pasado. Caminó antes de que alguien se diera cuenta de su ausencia. A su paso, sentía que toda la gente lo volteaLa hora azul • 13


ba a ver. En un crucero peatonal, supo que para nada pasaba desapercibido. No lo conocían, y probablemente lo ignoraban cuando lo tenían a su lado en la Revu, pero ahí lo volteaban a ver. Observaban su cara, su paso confundido, la soga en su cuello que por alguna razón se había desamarrado del carro. Sus rayas. Ramón empezó a correr y los carros se detenían al verlo pasar. ¿Un burro cebra solo por el centro? ¿Dónde estaba su dueño? ¿Se habría perdido? Pero no, Ramón no estaba perdido. A pesar de dudar hacia dónde iba, conocía esa calle de memoria. Claro que a esa hora había muchísima gente y eso lo hacía sentir confundido. Sentía que en cualquier momento alguien tomaría su soga y lo llevaría de vuelta a su esquina. Siguió andando. Pensó en todas las cosas que ahora haría. Dio vuelta en otra esquina. En los lugares que podía conocer. Cruzó la calle. En la libertad que podía experimentar. Se estaba alejando de las calles conocidas, pero seguían viéndose iguales. Llegó a una especie de pasaje sin gente. Entró para esconderse un poco y descansar. Vio algo extraño en una vitrina y se acercó. Al principio pensó que era su propio reflejo, pero este se mostraba más pequeño, redondo e inmóvil. Sí, era un burro cebra falso, de cerámica o algún material parecido, montado sobre una plataforma de llantitas. Ramón se quedó extrañado. No era el hecho de que hubiera una figura como él, lo raro es que tenía llantitas como para transportarse. Una idea pasó por su cabeza: esta réplica podría ser su reemplazo. Era básicamente su boleto a la libertad. Si a alguien más se le ocurría usar estos animales falsos a lo largo de la avenida, sus días de cansancio se habrían terminado. Ya no tendría que estar parado todo el día esperando su libertad. Incluso Ignacio podía seguir trabajando sin él, con la misma 14 • Selene Ángeles


actividad ejercida por tanto tiempo. Ramón tuvo un plan. Regresaría con Ignacio y en el camino a casa se desviaría para que su dueño pudiera ver al burro cebra de la vitrina. Así, a Ignacio se le ocurriría la idea de cambiar al animal real por uno falso. Ni siquiera tendría que trasladar a la figura desde su casa a la Revolución y de vuelta. Podría hacerlo solo. Recorrer esas calles solo, sin Ramón a su lado. Sin su compañía. Retrocedió ante la vitrina. Pensó en el cariño que, a pesar de todo, le tenía a Ignacio. Supo qué debía hacer. Salió del lugar y se encontró con gente que enseguida lo identificó. —¡Es el burro de Ignacio! Ramón pensaba volver. Se dio cuenta de que no podía permitir que Ignacio pasara sus días solo. No quería abandonarlo. Pero si iba a regresar, lo haría por su cuenta y no llevado por otras personas. Empezó a trotar para que no lo alcanzaran. Después de andar algún tramo sin ubicarse, encontró el camino de regreso. Por fin empezó a caminar lentamente y llegó la esquina entre Revolución y Calle Tercera. Esperó. Pasaron algunos minutos para que Ignacio llegara. Lo vio a lo lejos, acompañado de las dos personas que lo habían visto salir de aquel pasaje. Ignacio se les adelantó. Se quitó la gorra, sonrió y en un gesto de alivio se pasó la mano por la frente mientras se acercaba a Ramón. Lo tomó del hocico con una mano y con la otra empezó a acariciarlo cariñosamente, como nunca antes lo había hecho. —Cabrón éste, casi me dejas. Ramón pasaría sus días en ese mismo lugar, sin descanso y bajo el sol. No era su sueño pero llevaba a cabo una tradición heredada, la única que había aprendido y que mantendría por tiempo indefinido. Tal vez a alguien La hora azul • 15


más se le ocurriría reemplazar su figura por la de un burro falso. Al menos tendría la compañía de Ignacio para esperar ese día.

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La renuncia Laura estaba harta. Tenía que hacer algo. Dejó la oficina antes de la hora de salida y sin despedirse de nadie. Llegó a su casa lo más rápido que pudo, se fue al cuarto a tirarse en su cama y puso música a todo volumen. No quería pensar. Intentó relajarse pero estaba muy alterada. Eventualmente tuvo que detenerse a reflexionar lo que había pasado. Se sentía tan asqueada y molesta que estaba segura no iba a poder soportar el trabajo al día siguiente. Tomó una decisión: iba a renunciar. Dio un suspiro y se levantó de la cama. Fue a la cocina por un vaso de agua y se sentó en la sala a revisar su celular. Ana, su mejor amiga, la estaba invitando a salir, pero Laura no quería hacer nada. Saludó a su mamá que acababa de llegar, quien la notó rara. —¿Todo bien? —preguntó sentándose con ella en el sillón. Estaba casi segura de que algo no andaba bien. —Sí... Ana quiere que salga con ella, pero creo que no iré —dijo Laura, evasiva. —¿Y eso? —No tengo ganas. —Siempre que tienes un problema y hablas con Ana se arregla. Creo que no estaría mal que salieras —contestó su mamá dándole una palmada en la pierna y levantándose. La hora azul • 17


Laura se sorprendió de la respuesta de su madre pero no le dijo nada. Tenía razón. Decidió ir. Tomó un taxi rojo y llegó al centro. Caminó un poco para llegar al café donde vería a su amiga. Ana ya estaba ahí, sentada en una de las mesitas de la terraza. Sin más preámbulos, Ana le pidió a Laura que le contara qué tenía. —Pasó otra vez —dijo Laura, indiferente. Ana se le quedó viendo a su amiga, soltó un bufido y negó con la cabeza. —No es justo, neta. —Ya, no pasa nada, voy a renunciar. —¿Es en serio? No, Laura, no debería de ser así. Tienes que decirle a alguien en vez de irte. —Está bien, quiero que sepas que no es justo, pero ya no te insisto. Mejor vamos a celebrar tu desempleo. Nos acabamos el té y vamos por una cheve, ¿va? Laura se encogió de hombros. Estaba desganada pero era cierto que su amiga siempre lograba hacerla sentir mejor. Caminaron hacia la Sexta y entraron al Tropic’s. No había mucha gente adentro. Escogieron un sillón al fondo y pidieron una caguama. Laura se levantó para poner música en la rocola. Estaba escogiendo canciones cuando se le acercó un muchacho. —Hola, bonita. ¿Vienes sola? —No —respondió ella con desinterés. Terminó de escoger las canciones y se fue a sentar. Ana y Laura siguieron platicando y tomando. Un rato después pasó una muchacha que iba al baño, pero se detuvo en la mesa de las amigas. —¿Laura? —¡Hey! ¿Cómo estás? Hace mucho que no te veía —respondió Laura. —Ya sé, desde que me salí, ¿no? —Sí, ¿cómo has estado? 18 • Selene Ángeles


—Bien, todo normal. ¿Sigues trabajando en el mismo lugar? —Digamos que sí... pero ya voy a renunciar. —¿Y eso? —Tuve un problema con San... tiago —respondió Laura, arrepintiéndose de haber dicho lo último. La muchacha la volteó a ver con seriedad, como queriendo decir algo. Pasaron unos segundos y le dijo: —No te salgas. No te tienes que ir tú, en serio. Yo me arrepentí de haberme salido... pero bueno, ya me voy, me están esperando. ¡Me dio gusto verte! Se fue sin siquiera haber entrado al baño. Laura comprendió todo. Ana y ella se quedaron calladas, pensando lo que había pasado. No era la única. Salieron del bar, un poco mareadas por la cerveza. Ana fue a dejar a Laura al taxi, y antes de que se subiera le dijo: —No te voy a juzgar, pero piénsalo bien. Laura se despidió de ella y se fue. Esa noche soñó que seguía en el bar y que el muchacho de la rocola estaba sentado con ella y no la dejaba ir. Cada que ella intentaba levantarse e irse, el muchacho le llenaba el vaso de cerveza, y ella tenía que acabárselo para poder moverse. Se sentía desesperada y quería ir al baño, pero estaba atrapada en ese juego ridículo. Volteó a ver al muchacho y se dio cuenta de que su cara era ahora la de Santiago, quien le sonreía. Intentó moverse con más ganas, pero no podía. Lo único que podía hacer era levantar el vaso de cerveza. Se le ocurrió tomar el vaso y lanzarle la cerveza en la cara. Santiago se levantó enojado y se abalanzó contra ella. Laura despertó. Al día siguiente llegó temprano al trabajo y se dirigió a la oficina de su jefa. Estuvo adentro unos quince minutos. Cuando salió por fin, contrario a lo que creyó, La hora azul • 19


sintió un gran alivio. Caminó hacia la oficina de Santiago. La puerta estaba cerrada, pero ella no tocó. Metió la mano en la bandeja que mostraba el nombre de Santiago y su puesto. Sacó la hoja y la empezó a romper en pedazos, dejándolos caer al piso. Caminó lento hacia su oficina. Se sentó al escritorio y, después de no haberlo hecho por varios días, sonrió.

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Diego Cossio GarcĂ­a


Diego Cossio García (Tijuana, 1999) ha completado su estudios hasta el nivel bachillerato en el Instituto Altazor, donde desarrolló diferentes habilidades en lo medios audiovisuales, donde en este mismo ámbito, ha participado en exposiciones en el Ceart como parte del Taller de Fotografía, también participó en la selección de la 11.a Bienal de Fotografía de Baja California y recibió un reconocimiento en el XVI Concurso Nacional de Video Experimental. Sus proyectos suelen ser una reflexión y crítica social, y contienen temas como la subjetividad. Actualmente se encuentra experimentando en otros campos artísticos buscando nuevas formas de expresión.


Despojo Me tragué un gran respiro, cerré los puños, me abalancé sobre la esquina y lancé directamente la moneda sobre el parabrisas de aquel taxi, a partir del impacto, tronó el parabrisas con la misma cantidad de fracturas que de opciones para escapar de aquella situación, sólo se escucharon gritos y un fuerte golpe que se acompaña del rechinido de algunos carros. Cerré los ojos y pensé en la moneda. Con la misma impaciencia del chofer para bajarse del taxi, corrí por aquella moneda. No podía irme sin ella, tenía que encontrarla, me aventé entre los carros, con el olor a gasolina impregnándose a mi nariz, respirando el esmog directamente del escape de los vehículos. Movía mis manos apresuradamente raspando con el asfalto. Por el rabillo de mi ojo alcance a sentir aquel resplandor conocido de mucho tiempo: La Moneda, estaba justo en la orilla del alcantarillado. Tomé la moneda e huí doblando la esquina en la primera calle. Nos encontrábamos sentados en una banca, donde el sol pasaba cada vez que se acordaba de nosotros, platicando acerca de cómo se sentía lanzar aquella moneda, el movimiento de la muñeca, el momentum de la moneda volando en aire, y el caos que la moneda provocaba. Luis interrumpió diciendo que para él lo más importante, es el sonido de la moneda haciendo impacto, ningu23


na vez es la misma sensación, a veces es como un quiebre musical, otras veces la nota perfecta que faltaba en la pieza de la situación, o podría ser todo lo contrario, a veces se siente como si fuera el último sonido que debería escuchar. —Deja tus ridiculeces —comentó Paula—. Bien sabes tú que lo mejor es cerrar los ojos y ser la moneda, poder volar como la moneda y ser el caos de la moneda como gran conclusión. Nos mirábamos fijamente sin entender por qué es que sólo podíamos conversar acerca de este tema, lanzar la moneda, siempre encontrábamos variantes diferentes, pero era una necesidad fundamental para nosotros, llevábamos años reuniéndonos en el mismo lugar desde que podíamos recordar. —¿Han pensado atinarle a un avión? —preguntó Luis—. Ningún sonido se debe comparar al estruendo que este debe de provocar, la caída de este a la par de la moneda, la moneda bailando en una caída mortal, el sonido sería como el de.... —¿Y cómo recuperarías tu moneda? —interrumpió Ernesto. Ernesto frotaba todo el tiempo su moneda, decíamos que leía la moneda, cada relieve, cada defecto, cada abolladura, no sabíamos si odiaba su moneda o mantenía una relación extraña con ella. De alguna manera todos la teníamos. Todos queríamos olvidar nuestra moneda pero éramos esclavos a ella. (¿Que nos había pasado? ¿Seguíamos siendo nosotros?). —Pfff, es súper sencillo —Paula le respondió—. Sólo tienes que cerrar los ojos, inclinar tu frente hacia arriba y pensar en la moneda: el peso de la moneda, la textura de la moneda, el olor de la moneda y esta aparecerá sobre tu frente, es más sencillo de lo que pareces.


Todos la miramos fijamente, cerramos los ojos, levantamos la frente, fuimos la moneda, y sentimos un peso sobre nuestra frente, era inevitable, siempre volvería esta a nosotros, habíamos pasado horas comentando cómo olvidarnos de esta, las ideas nunca dejaban de ser creativas, siempre pensamos en nuevas ideas, como era de costumbre. Faltaba poco para nuestro intento tradicional, si la memoria de Luis no nos falla, dice que un día alguien aventó su moneda a la cima de una iglesia y lo logró, así que tradicionalmente, todos los miércoles, lanzábamos con todas nuestras fuerzas nuestra moneda, lo más alto que pudiéramos con la esperanza de dejar de ser la moneda, de ya no sentirla, ya no ser ésta, ya no escucharla, pero todos sabíamos que lo único que tendríamos sería un sonido vacío, como Luis nos platicaba todos los días.

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Laberintos Oh we can’t trade places Our lives are strangely our own Mister Ambulance Driver tell me For everyone that dies, someone new is born —Mr Ambulance Driver, The Flaming Lips

Era un miércoles en la tarde, cuando la lluvia abarcaba las pláticas de Marco y Roberto, charlas como cualquiera que permitían el paso a nuevas desviaciones, donde las lenguas se alargan y se acortan conforme cada bocado. Había sido un día muy ajetreado pero no muy diferente a cualquier otro, un día largo de atender moribundos y enfermos. —¿Crees que haya sobrevivido? —preguntó Marco después de alcanzar un cigarro del guantero. —¿Acaso cambia algo si te enteras o no? —preguntó ya enfadado, por la tensión de aquel día. —No lo sé, honestamente —contestó con intriga hacia sí mismo—. ¿Me debería importar? —preguntó con un aire ingenuidad. *Llanto de una sirena* Los dos miraban atentamente a otra ambulancia que llegaba, la mirada fija del paramédico en los ojos de 26 • Diego García Cossio


aquel ser moribundo, unos ojos cafés, cada vez más pálidos y sin vida, corriendo a toda velocidad con la camilla al interior del hospital. La gente observaba atentamente cada acción, pensando en que por cada emergencia que llegara, sería otro rato más de esperar. —Quién soy para decirte eso, se muere o se vive, es lo mismo. Realmente no creo que importe mucho —contestó mientras observaba la larga fila que rodeaba aquel pequeño hospital. La conversación no llegó a más y los dos volvieron a su tarea: comerse aquellas tortas paseadas que llevaban horas esperando a encontrar el momento. Las gotas de la lluvia resonaban sobre la vieja ambulancia, filtrándose hasta la frente de Roberto, creando un parpadeo instantáneo, una transferencia de temperatura que rompía el ritmo de los pensamientos, que tratan de generar una nueva conversación, pero sólo encontraban un vacío rotundo el cual continuaba y continuaba… hasta que la llamada los salvó. —Agente móvil 12, Agente móvil 12, emergencia. —Agente Móvil 12 respondiendo —contestó con un poco de comida en la boca. —Tengo un llamado sobre la calle Madero con esquina en José Gutiérrez, se reporta un atropellado. —Vamos en camino —respondió Marco con voz calmada, mientras tiraba la colilla del cigarro por la ventana y le daba una última mordida a la torta a la vez que se prendía el motor de la ambulancia. La ambulancia se encontraba a toda velocidad cruzando por la avenida Constitución, esquivando con una agilidad impresionante todo obstáculo que se interponía con su objetivo. Carro tras carro abrían el camino para la La hora azul • 27


ambulancia, los pitidos inundaban aquel aire fresco que sólo existe cuando la lluvia cesa. Calles con nombres idénticos a cualquier otra ciudad: Gutiérrez, Madero, Miguel Hidalgo, Benito Juárez… Una tras otra, ordenadas de todas las maneras que uno podría pensar, un laberinto de memorias patrias. Al llegar a la calle Madero el sol ya había salido y solo quedaba un ligera capa de agua sobre la calle, vieron un tumulto de gente rodeando a lo que parecía ser el atropellado, no había llegado ningún policía u otro individuo con la autoridad suficiente de poner orden. *Llanto de una sirena* Entre los murmullos, comentarios y gritos se alcanzaban a percibir algunos comentarios: —¿Alguien vio si le pegó uno de los carros o si fue la ambulancia? —gritó una voz distante. —Fue un viejo Toyota pequeño —decía un señor gritando impulsivamente. —No, fue el Nissan verde —comentó una señora con un tono autoritario, —Que le pegó la otra ambulancia que pasó aquí, les digo —dijo un sujeto furioso. Y así seguían comentario tras comentario, mientras algunos observaban distantes en una taquería, aquel grupo de personas y el cuerpo que seguía tirado a lado de ellos. La ambulancia se abrió paso entre la gente. Apenas logrando colocarse a unos cuantos metros del atropellado. Las puertas se abrieron de una manera violenta, saliendo de la misma manera Marco y Roberto, cargados de diferentes aparatos médicos, se deslizaron entre aquella masa de gente. Roberto fue el primero en acercarse, tomando así los signos vitales.

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—¡Está vivo! —le gritó a Roberto—. Quítense abran espacio —volvió a gritar desesperadamente a la gente que se encontraba alrededor de ellos. *Llanto de una sirena* Los espectadores se fueron alejando poco a poco abriendo espacio para que Marcó llegará con la camilla y poder levantarlo, así la colocaron al raz del piso, y al conteo coordinado, subieron al observado atropellado en la camilla, y llevándolo a toda prisa al interior de la ambulancia. *Llanto de una sirena* Dejaron así a una multitud obligada a vivir de nuevo en la cotidianidad en la que se encontraba unos momentos antes, tal vez alguno se acercaría a la taquería para seguir comentando de lo sucedido, reanudarían unos sus rumbos tal vez, u otros a platicar con la patrulla que llegaba desde lo lejos con una paciencia imperdonable. La ambulancia de nuevo se movía a toda velocidad ante aquel laberinto, que se había incrustado hace tantos años en sus memorias. Siempre el mismo suceso, la misma ruta, la ambulancia se agitaba por todos lados, distorsionaba su forma a merced de los baches y topes. Marco le gritó que bajara un poco la velocidad, el nuevo pasajero emitía sonidos de dolor con cada distorsión. Marco empezó con los procedimientos tradicionales, revisando cuáles podrían ser las posibles complicaciones. Mientras realizaba su protocolo, mantenía la típica plática que con cada herido realizaba. —¿Señor cuál es nombre? —preguntó con una voz hueca y monótona, parte del protocolo. Con mucho esfuerzo y de una manera pausada logró responder que su nombre era Carlos. —¿Puede decirme cuantos años tiene? —Mantenía el mismo tono. La hora azul • 29


—Cuarenta y cinco, si no recuerdo mal. —Se encontraba confundido, sentía un dolor profundo que recorría por todo su cuerpo, uno muy agudo y punzante—. ¿Qué pasó? —preguntó sin comprender bien la situación, sus pensamientos se habían dispersado y alejado uno de otro, haciendo que no tuvieran congruencia entre sí. *Llanto de una sirena* —Lo atropellaron. ¿Me puede decir su ocupación, por favor? —Preguntaba mientras alistaba la máscara de oxígeno, por si era necesario. —Ah, ya lo recuerdo, creo que soy escritor —contestaba con una voz resquebrajada, en aquel mismo instante sus pensamientos se volvían a alinear, comprendió la situación. Empezó a moverse agitadamente buscando algo en aquel saco café que traía puesto, con un olor impregnado a húmedo, los dedos le dolían con cada movimiento, los brazos por igual, así como todo su cuerpo. Marco lo empezó a sujetar para que no se moviera, él sabía lo peligroso que podía ser aquellas acciones, pero Carlos parecía determinado a buscar algo, no tuvo opción más que gritarle. *Llanto de una sirena* —¡Deje de moverse, se va a acabar matando, si no se queda quieto! —lo miraba fijamente como si de alguna manera aquella mirada tensa, lograra calmarlo. —¿Qué está pasando allá atrás? —Gritó Roberto exaltado tratando de comprender la situación mientras volteaba por el retrovisor. —No para de moverse el idiota, le digo que se va a matar. ¿Qué quieres? —Le preguntó Marco a Carlos, exasperado ante la situación. —Mi libreta y mi lápiz. Tengo que escribir, no voy a llegar al hospital —contestó con un cierto miedo y tarta30 • Diego García Cossio


mudeo, ya sentía aquella presencia, la de que por tantos años logró escaparse, aquella vieja amiga. —No puedo dejarlo, tiene que calmarse por favor… Y tú, Roberto, mantén la vista en la calle o nos vas a matar todos —le decía mientras preparaba apresuradamente un tanque con algún analgésico que tenían guardado. —Pásame el lápiz y la libreta, de mi bolsillo izquierdo, véalo como el último deseo de un moribundo —le dijo mientras tosía un poco de sangre pero sin separar la mirada de Marco. Marco no entendía qué hacer en ese momento. Lo miraba fijamente tratando de buscar alguna respuesta en la mirada de aquel escritor moribundo, había reflexionado tantas veces situaciones así, alguien pidiendo una última voluntad, maldita pensó para sí mismo. *Llanto de una sirena* En el furor de la situación ambos accedieron y así fue como el escritor poco a poco, con el peso de la muerte encima, sujeto el lápiz con una intensidad, que parecía innecesaria ante aquel objeto tan insignificante que podría ser un lápiz, pero en aquel momento no lo era para el escritor. Era parte de la ecuación que lo salvaría, que lo alejaría de toda tragedia terrenal, de aquel tremendo sufrimiento sólo comparable con la separación de uno con su propia esencia. Marco sujetó la libreta a un costado de donde se encontraba él, dudoso de aquella acción, pensando si acaso sólo lo estaría matando por cada segundo que transcurría, gota a gota perdiendo más sangre de alguna hemorragia interna, como una casa derrumbándose a sí misma, donde poco a poco los cimientos se colapsan, arrastrando toda la estructura consigo mismo. Roberto se encontraba confundido ante aquella situación, no podría razonar aquella escena (¿Acaso era La hora azul • 31


real?). Marco iba a dejarlo escribir mientras moría, sólo le quedaba perderse en el juego del laberinto y desprenderse toda culpa antes de tener que explicar la situación cuando llegaran. Así, el escritor acercó el lápiz al papel, empezando a redactar palabras con una carga en contra de su realidad, los ojos de Marco estaban incrustados en la punta del lápiz, viendo cómo escribía poco a poco, palabras con una atmósfera que nunca había sentido, eran las mismas palabras banales que él podía usar, decir, manifestar, pero había algo más ahí. Era como una gran mentira haciéndose realidad... Me encontraba sentado en la butaca “número” B14, en una sala de teatro antiguo de la ciudad. El aire tenía un peculiar olor a viejo muerto, los sillones daban una sensación áspera, aquel color rojo desgastado tampoco ayudaba a olvidar esta. La sala estaba casi vacía, a lo mucho había diez personas, si acaso una pareja perdida en alguna esquina, en lo más recóndito de la sala, alguna que otra de edad avanzada y un grupo de jóvenes hasta el frente, que bromeaban y reían ante cualquier comentario que lanzaban al aire. Durante el tiempo que faltaba para la función, había decidido sacar mi libreta de apuntes. Llevaba meses tratando de sacar aquella novela, y para este punto ya me había dado cuenta de que no iba a pasar de la historia mediocre que es fácil de olvidar al pasar de las horas. La historia se había atorado cuando los dos personajes principales huían de una situación que ya ni tenía forma ni contorno, ya no me acordaba en cómo había llegado a tal punto, nunca saldrá esta historia. Durante los siguientes quince minutos mantuve dando le vueltas y vueltas a la posible resolución de aquel problema, miraba los detalles de las butacas de 32 • Diego García Cossio


alrededor esperando que algún tipo de asociación libre llegará a iluminarme y presentarme la idea ante mis ojos, pero no, creo que así no funcionaba mi realidad, aparentemente. La función ya tenía diez minutos de retraso, unos de los jóvenes ya había tenido el descaro de chiflar y empezar a lanzar alaridos para que la función comenzará y fue suficiente para quienes lo acompañaban empezaran a imitarlo. Se escuchaban pasos nerviosos detrás del telón, iban y venían, sonaban hasta aquella esquina perdida donde la pareja se encontraba, estos iban acompañados de unos murmullos, que alcanzaban a deslizarse por debajo de aquella tela pesada y vieja, que permitía que todos especuláramos qué estaba sucediendo detrás de aquel telón. ¿Tal vez un actor no había llegado, alguno se había quedado afónico, el telón se habría atorado y no podían levantarlo? Todas estas ideas rebotaron entre los pensamientos de los pocos espectadores que nos encontrábamos ahí. Uno de los actores salió del telón para comentarnos que la obra no tardaría en empezar, que los disculpáramos por la demora, estaban teniendo dificultades “técnicas”, que todo marcharía a la normalidad en un momento. Para mí no era ningún problema, aquella circunstancia me dejaba seguir con mi especulación, tal vez de aquí conseguiría mi resolución al conflicto de mi historia (no lo creo), pero no puedo decir lo mismo de los demás. Una de la pareja de ancianos ya se habían levantado molesta, en busca de un reembolso por su boleto, los jóvenes seguían en su pequeño gran caos de gritos y risas, y la pareja aún perdida en la indiferencia de alguno de los fondos de los teatros. El tiempo seguía pasando, ya me estaba comenzando a enfadar (al parecer mi imaginación no logró llegar tan lejos). Empecé a voltear al techo en busca de algún La hora azul • 33


patrón o en algo en lo que pudiera entretener contando o imaginar figuras, en aquel techo tan extraño, demasiado geométrico para mi gusto. Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco, setenta y seis, setenta y siete, setenta y ocho, setenta y nueve… Unos pasos extraños interrumpieron mi conteo, quién entraría tan tarde (aunque estuviera retrasada, la persona no podía saberlo) a una obra, los pasos se mantenían firmes, pero lentos, llenaban cualquier espacio al que le faltara algún sonido, poco a poco se iba acercando, el sonido tenía más presencia, giré mi cabeza hacia donde provenía el sonido y observé a un señor de edad avanzada. ¿Sesenta y cinco-sesenta y siete? Su cabello parecía estar hecho de puros espectros de gris, tenía unos lentes redondos polarizados (¿Dentro de un teatro?). Parecía venir bajando las hileras, paso a paso: H, G, F, E, D, C, B… Su mano se deslizó asiento por asiento: veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, diecinueve, dieciocho, diecisiete, dieciséis y quince, se detuvo, justo en la butaca B15, y se sentó a lado mío, con la mirada directa al telón. —¿Sabes? No somos muy diferentes a los que están allá arriba en el escenario —susurró el sujeto—. Nos ponemos una máscara y nos convertimos en alguien más, nos insertamos en una nueva narrativa, brincamos en historia en historia siendo todos los hombres habitando uno. Pretendía no haber escuchado las últimas palabras que aquel extraño había exclamado. No tenía sentido que aquellas palabras escaparan de alguien, acaso disparó y acertó justo en línea recta a través de mis pensamientos, ese pequeño instante en el juego de las memorias. Me encontraba huyendo, esa era la realidad. (¿Acaso estoy alucinando?). Cada palabra encajaba en este juego de escondidas que llevó eternamente jugando, una simbiosis de realidad y mentira. 34 • Diego García Cossio


—Con que me acusa de ser un hombre que habitaba en los hombres… —Ambos huimos de nuestra vieja amiga en común, escurriéndose en estos intrincados laberintos verbales en los que habitamos, ocultándonos entre los paréntesis y comas, mostrándole un sonrisa cortés cada vez que nos alcanza el paso, solamente para llenar un muro de letras y ficciones de nuevo entre ella y nosotros. —Su vista observaba atentamente aquel telón deslizándose respectivamente cada lado a donde corresponde. —Interesante, yo creía que venía tranquilamente a ver una obra para liberar la mente, que apenas ha de comenzar, y usted viene y se sienta a un lado mío, a confrontarse conmigo, pero yo me pregunto qué circunstancia lo trajo aquí, a este mismo teatro de mi autoría. —No podríamos decir exactamente que es de su autoría, pero eso no importa, como tampoco cómo llegamos aquí, o qué nos motivó a encontrarnos en este lugar. Más bien, yo hablaría de la circunstancia. ¿No está cansado de este juego infantil de esconderse, entre renglón y renglón, cada vez en lo más recóndito? —En realidad, yo sólo veo un hambre, de conocer, de vivir, de experimentar, acaso esto es un juego infantil, apreciar esto, no querer perder esta “percepción”, este continuo de posibilidades de vivir. —Para algunos ya es muy tarde, vivimos en estas realidades que ya no podemos enumerar o comprender, escribir para vivir decía yo… Llega un punto donde las posibilidades se conocen, llegan a uno, donde lo infinito se vuelve en finito para la mente, donde alineamos todo lo imaginable, excepto una circunstancia… —¿La circunstancia de nuestra amiga en común? —Precisamente… La hora azul • 35


Hubo un largo silencio. Acaso sería mejor retirarse de la sala y abandonar aquella circunstancia, pero aún seguía sin comprender la situación en su totalidad, aquel olor a viejo hacía más presencia sobre la sala. A partir de ese momento la obra ya había pasado a un segundo plano, los chiflidos y alardes de los jóvenes perdían importancia, así como la pareja perdida en los límites de la sala. Traté de ver por el rabillo del ojo y analizar mejor las facciones de la cara del sujeto, pero la luz no me lo permitía. La indecisión me invadía, como también el miedo. ¿Cómo había llegado este sujeto (ni siquiera sé su nombre) a mí “realidad”? —Tarde o temprano, nos damos cuenta de nuestro error, pero para algunos ya es muy tarde, seguiremos eternamente en este laberinto de ficción, pero nuestra amiga en común aún no ha perdido tu trazo, a diferencia del mío. Seguía sin voltear a verme, las palabras sólo salían de él, sin la necesidad de una confirmación, comprendía la intención con la que había venido. (¿Realmente él había llegado o era a la inversa?). Empecé a buscar mi cuaderno en aquel saco viejo que traía puesto, aquel cuaderno con una textura peculiar, que tanto tiempo ya llevaba conmigo, reimaginando a placer, así como el lápiz que lo acompañaba ¿Acaso sería necesaria otra “realidad” más a la cual moldearme, otro desgaste de aquel infinito que hablaba el sujeto? (¿Empiezo a tomar su palabra en serio?). Aquí fue cuando su desviada se fijó en mí, atentamente al lápiz y papel. De la misma manera, con una delicadeza, sacó un cuaderno viejo y amarillento de su saco oscuro a la par de un bolígrafo, parecían contener de alguna manera el tiempo en ellos, contemplaba cada acción o movimiento que yo realizaba (para este punto la obra importaba aún menos, aquella me36 • Diego García Cossio


diocridad valorada sólo por un espacio en alto, un altar el cual nunca eran dignos, una obra llena de la misma merma de la que yo estaba hecho). —A algunos nos ha abandonado en nuestra desdicha, que cae como una espiral que nunca acaba, a otros los sigue observando, pero tarde o temprano, se cansará y vivirán en la misma eternidad limitada a su propio ser… Al compás de las palabras de aquel sujeto empecé a escribir de nuevo, el grafito incrustándose en la superficie de papel. El mundo se derribaba una vez más. (¿También el sujeto?). La escenografía de la obra dejaba de ser, palabra por palabra. El sujeto observaba y escribía algo en aquella libreta amarillenta. No podía continuar viendo qué hacía el sujeto, tenía que seguir escribiendo, tenía que esforzarme más, tenía que intentar ejercer mi voluntad, el azar y el destino no podían ser parte (¿Por qué sigo huyendo?). De esta manera escribí hasta perderme en otro pozo más de aquel oscuro juego… El tráfico era horrible, al igual que la rutina. Años recorriendo el mismo trayecto con un futuro al cual no le apetecía cambiar. La señora de al lado no se veía más contenta que yo. Creo que el ánimo de todo el camión no era muy diferente. Veía por la ventana la infinidad de carros que se avistaba a proa y a popa. Gente mirando la hora, la cual sólo les causaba un desespero innecesario, igual de innecesario como esta circunstancia. (La palabra tenía un sabor diferente al pronunciarla, c-i-r-c-u-n-s-t-a-n-c-i-a, era un sabor férreo y frío, pocas veces me llegaba algo así). Me limitaba a voltear por la ventana del camión esperando encontrar alguna circunstancia interesante en aquel embotellamiento. La hora azul • 37


Observaba atentamente las manos de los conductores dejando el sudor en el volante, cristalizándose en el cuero de éste, como estalagmitas diminutas que vuelven a incrustarse en la piel para crear más desesperación en el conductor, causando la reacción más inconveniente para el bienestar de la mente y el oído: el claxon del carro sonando con toda violencia; propagándose como la peste, en carro en carro. Estos días, ante estas circunstancias (agregarle una S cambiaba un poco la consistencia) desquiciaba a cualquiera, hasta el más sano se convierte en un lunático, tal vez eso me estaba ocurriendo en ese preciso momento, perdido en el juego de observar automóviles, de contar gotas de sudor a mi alrededor, de ver la diversidad de objetos que rodaban en el piso con cada pequeño triunfo que, el camión hacía ante aquel cúmulo de sardinas empacadas en sus respectivas latas, un mar que, para el ciudadano moderno, se había vuelto más convencional que el mismo mar. Peleaba contra la insanidad de aquella situación, todos mis historias y sin concluir, por alguna extraña razón volvían a atormentarme, como escaparía aquella pareja, atrapada en un sinfín de situaciones, a las cual nunca les encuentro razón de ser (peculiar mi conflicto narrativo), un sinfín de posibilidades, pero siempre recaigo en la mismos clichés que me he propuesto innumerables veces. Trate de despejar mi mente de aquellos pensamientos de ámbitos que en estos momentos no favorecían la situación, volví a observar el exterior para percatarme de lo poco que habíamos avanzado, este tipo de atasque se había convertido ya en una anomalía, podías verlo en la mirada de los conductores divisando un día más perdido en la monotonía que era el transporte. Saqué mi cabeza tal zarigüeya para comprender la situación. A lo lejos se divisaba algún tipo de marcha o protesta (lo que faltaba). 38 • Diego García Cossio


Al llegar el camión a la siguiente esquina, decidí reanudar mi trayecto a pie. Me adentré por la avenida Uruguay, que daba contra esquina a la calle Panamá, donde se encontraba una vieja tienda de abarrotes que se había traspasado a los hijos de la familia Gómez después de que sus padres fallecieron en un accidente automovilístico, como los que no se podrían ver en este día tan aglutinado, la muerte los había alcanzado. Cruce la esquina, el calor había durado semanas, cada paso dejaba algo impregnado en el suelo, un recuerdo de nuestro paso, entre a la tienda en busca de algo para saciar la sed. Ahí estaba él de nuevo. El atuendo era diferente pero aquellos lentes oscuros eran los mismos que sobre la mirada perdida en un horizonte de estanterías medio vacías, parado sobre detrás del mostrador, esperando. (¿Debía aterrarme? ¿Por qué tanta insistencia?). Caminé por unos de los pasillos de aquel pequeño lugar, procuraba no mirarlo, pero ambos sabíamos que la circunstancia (la lengua se cansa en las S) seguía ahí, flotando en aire espeso, atravesando pasillo por pasillo, susurrándonos el momento, un mar de agobio, del cual actuaba cual marea. Para este punto el tráfico dejaba de ser algo, perdía forma y contorno conforme pasaba más tiempo en la pequeña tienda. (¿Por qué tan pronto?). Aún no asimilaba completamente este nuevo espacio, que al parecer conocía perfectamente. (Su mirada seguía perdida, esperándome). Abrí aquella puerta para sacar una de las botellas de agua. (¿Por qué tantas opciones? Sólo es agua). Me dirigí hacia el mostrador, aquel se encontraba ya astillado y perforado, mostrando el aserrín compactado por su largo uso a través de los años. (¿Sería aquella misma madera vieja?). Él me estaba esperando y ahora yo llegaba a él, mirando mi distorsión en el reflejo de aquellos lentes perfectamente circulares. La hora azul • 39


—¿No te has preguntado por qué siempre estamos en situaciones parecidas? —comentó mientras le recibía el agua para cobrársela—. Todas la situaciones son las mismas bajo un mismo lente, todo retorna a un mismo punto, a su esencia. —Un ciclo sin fin, un mundanismo eterno, que se reitera una y otra vez. Vivir para siempre, el máximo anhelo de los hombres. ¿Si me has llamado el hombre que habita en los hombres, porque no gozar la oportunidad? —le respondí. —El hombre es cegado por la ambición, como te comente, algunos decidimos darle la espalda a nuestra amiga, que tanto bien procura hacer, pero somos egoístas, antropocentristas, pero nuestro infinito es finito, la eternidad nunca realmente nos llamó. Nosotros inventamos un destino imperfecto, invadido por nuestra soberbia, vivimos un presente eterno. ¿Nunca te has preguntado por qué siempre estás en una contemporaneidad, teniendo el pasado y futuro como opciones? Todos tenemos un ancla que nos aferra a una realidad que domina todas. Por eso te invito a que aceptes a nuestra amiga en común, tan mencionada por mí. Cómo la extraño: el juego de la persecución, la ansiedad de sentirla en la nuca. —Si vamos a continuar este juego, dejemos esta persecución que parece eterna. Tres es demasiado, muy amplio para esto. Sentémonos a platicar, observemos nuestra desgracia que tanto anhelo tiene de contar. En ese preciso momento, los dos volvimos a sacar nuestra respectiva libreta —yo un lápiz, él un bolígrafo—, era algo ya ritualístico, o por lo menos lo parecía. Aquellas hojas amarillas que volvía a ver parecían tener una carga especial de haberlo visto todo innumerables veces. Y así empezamos de nuevo los precisos movimientos con los que liberábamos esta historia, despren40 • Diego García Cossio


diéndonos poco a poco, olvidando otro río de posibilidades desperdiciadas (¿Acaso este era mi futuro?)... —Es peligroso para uno dejar que las nuevas “realidades” o narrativas no agarren cierta consistencia. No dejarlas por lo menos añejar un poco, podría decirse que es como si quemáramos nuestras cartas más rápido, todo se vuelve más volátil, más frágil, desperdiciamos lo poco que tenemos del corto infinito que contenemos. Me es una pena ver mundo cortados abruptamente ante la merced de un lápiz. Fue lo primero que escuché al recobrar la conciencia. Las palabras provenían del sujeto. Nos encontrábamos en alguna colonia perdida en los ruidos y junglas de alguna metrópolis, bajo el incandescente sol, pero no encajaba con la imagen que nos producía aquel astro, había un frío que acechaba a todos, la nieve invadía los alrededores. Rostros perdidos pasaban a nuestro alrededor, buscando un rumbo, el cual todos conocemos, pero pocos aceptamos. Estábamos sentados en una larga hilera de mesas de plástico fuera de un restaurante, el cual exhalaba una nube de olores grasosos y espesos, que flotaban en contra de su voluntad, perdiéndose en los cielos altos que nunca acababan, cada respiración de aquel pequeño lugar la observábamos con mucho detenimiento. Esperábamos algo, pero no sabía qué era aquello a lo cual le teníamos paciencia. (¿Acaso él sabría?). Una situación extraña (¿A conciencia del sujeto?). —¿Por qué específicamente de un lápiz y no de un bolígrafo? —pregunté curioso, ante aquellas observaciones, que soltaba a la menor provocación aquel sujeto. —El bolígrafo me parece más eterno, más real también, se podría decir. No quiero decir que sea indestrucLa hora azul • 41


tible o duradero, pero el lápiz, está a la voluntad de un mutación, de una transfiguración posible en cada instante. Nunca asegura nada, en cambio, el bolígrafo te obliga a vivir lo hecho con él, aceptar lo escrito. ¿Con qué te parece escrita esta ficción? —En un punto medio de ambos, capaz de ser conciso, pero alterable de la misma manera, real y falso, tal vez una perfecta combinación. —Podría ser, pero aún sostengo mi argumento del bolígrafo; entonces diría que esta realidad no será “eterna”, como muchas otras. Dejamos pasar el tiempo, evitaba mirarlo. (¿Estaría cayendo en su trampa, en su juego vicioso, pero, realmente le podía llamar trampa a todo este conjunto de circunstancias, escuchar a nuestra amiga acercándose, visualizándose como un barco a la distancia que se delinea poco a poco?). Observaba a la gente platicando vívidamente (historias dentro de historias), todas las posibilidad de conversaciones eran posibles en este lugar (¿por qué había tanta gente sentada afuera en un día gélido? Realmente carecían de importancia en estas circunstancias, todas las posibilidades eran aceptadas). Cambiaba mi vista hacia la mesa, agotada por el tiempo, pálida, frágil. (¿Acaso me sucedía lo mismo, relato tras relato, mi esencia se iba decolorando, un desgaste profundo?). Se divisaba un mesero saliendo del pequeño establecimiento, con dos tazas en la mano, con humo saliendo de éstas como si fueran dos chimeneas enormes. El mesero se balanceaba entre la gente para mantener el equilibrio e impedir que se saliera lo que fuera que hubiera en esas tazas, como si todo dependiera de sus pasos. El mesero hizo contacto visual con los lentes del sujeto, y él levantó un poco la mano en forma de seña para entender que correspondían a nuestra mesa, no recuerdo ningún mo42 • Diego García Cossio


mento de que ordenáramos algo de aquel lugar. Con la misma delicadeza y maestría, el mesero dejo dos tés en nuestra mesa y se retiró por el mismo trayecto en el que habían venido. Yo miraba atentamente aquella bebida. (¿Cuál sería el propósito? ¿Un gesto amable?). Coloqué mis manos alrededor de la taza, pero no tenía ninguna intención de tomarme el té, tal vez sólo buscaba el calor de éste, un confort que aliviara la mente. —Tómelo cuando lo vea necesario. El frío está que mata en estos momentos, no vaya a hacer que nuestra amiga nos encuentre ambos, perdidos en estas pláticas, probablemente le deben estar zumbando los oídos. ¿Se ha replanteado esta eterna persecución? Por mi parte creo que he dicho lo que tenía que decir, yo ya no pienso parte de su juego, yo tengo el propio, mi laberinto que sólo aumenta de proporción conforme más me adentro, una novela que nunca acaba, una persecución sin depredador. Después de aquí lo abandonaré y lo dejaré en paz, independientemente de lo que suceda. —Pasará lo que tenga que pasar, en este juego de puntos y comas, en el que me he estado escondiendo, tal vez permanezca huyendo indefinidamente, o dejaré de ser el hombre que habita en los hombres, y sea sencillamente uno, pero sólo lo sabré de una manera... —A veces la decisión más sabia es entender que el juego ha terminado, escribir una conclusión al círculo que se empieza a formar, yo solo quería que entendiera que su infinito está por terminar ¿Las campanas han resonado con su realidad? —Fuertes y claras, tan claras que toda la ciudad se ha reunido —las palabras salieron por sí solas, sin ninguna necesidad de procesar o de razonar que es lo que estaba diciendo. Le di un largo trago al té que me habían traído. Tenía un sabor como aquella agua buscada por los inmorLa hora azul • 43


tales. Pero faltaba algo, no era aquel sabor, el sabor que el sujeto probablemente llevaba buscando en cada historia que fabricaba, una búsqueda eterna que nunca llegará. Y así comencé a escribir. Abrí mi libreta una vez. El ritual había cambiado, una mutación al proceso. Ahora el sujeto me pasaba su bolígrafo para escribir palabra por palabra, perdiendo de nuevo otra realidad, lentamente. No había ninguna prisa, sólo era necesario un fluir, un venir de palabras que caían sobre el papel, una selección pequeña, pero como una cascada de ficciones hechas realidad… Perdido en el laberinto una vez más, acercándose a gran velocidad mi destino en forma de destellos giratorios. Noches se convertían en días, soles se hacían lluvia. Me encontraba sobre la calle Madero, bajando de aquel pequeño departamento donde vivía, lleno de historias sin fin, ríos sin lagos o mares donde desembocar. La lluvia impedía transitar libremente a los peatones. Había sido una jornada pesada de escribir, aunque nunca tuvieran resolución, pero la dinámica nunca cambiaba. Compré una revista en el pequeño kiosco, donde el señor había reducido su variedad de revistas al par del paso de la modernidad. Ambos nos mirábamos con lastima, gente del papel, nuestro tiempo había cedido. Caminé calle arriba para girar en la esquina que daba con José Gutiérrez, circunstancias que eran necesarias. Escuchaba a lo lejos mi llamado, el llanto de una sirena. Mantuve paso firme por aquella larga cuadra, parecía que nunca quisiera acabarse, el sonido se acercaba cada vez, y yo me acercaba a él. Me detuve justo en la esquina, esperando aquella variación de sonidos… Una ambulancia pasaba a toda velocidad calle por calle, acercándose cuadra a cuadra hacia mí, me 44 • Diego García Cossio


abalancé, donde se produce el segundo de silencio entre el relámpago y el trueno, di un paso por su camino. No había nada que pudiera evitarse. *Llanto de una sirena*

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Edith Marcial RamĂ­rez


Edith Marcial Ramírez nace en la Ciudad de México un Jueves Santo: el 20 de abril de 2000. Por razones laborales de su padre, su familia se muda a la ciudad de Tijuana. Actualmente es estudiante de Economía en la Universidad Autónoma de Baja California (uabc). Mide 1.50 metros y le gusta bromear acerca de su estatura. Sus escritos son acerca de la rutina diaria; de lo interesante, lo buena o lo mala que pueda ser la vida; también de sus anhelos. Ganadora del XX Concurso Interno de Cuento de la Preparatoria Federal Lázaro Cárdenas. Melómana y aficionada a la astronomía.


Rutina diaria

Recordatorio Antes de dormir uno pone en orden la rutina del día siguiente, refunfuña del trabajo; de las personas, de los lunes. Sólo al dormir uno elude el estrés. ¿En verdad descansamos? Relajación Uno se tiene que despojar de las cosas que le ejercen presión; de aquello que no le permite estar a gusto, de aquello que le apresura. Uno tiene que orinar. Clandestina Cansados, adormilados, apresurados, personas con todo lo bueno y lo malo: asalariados, estudiantes, desamparados. El transporte está repleto, pero alguien, aun así, pide la parada. Ella sube. No es de estos rumbos. Carga una mochila y viste demasiada ropa encima. Todos sabían de donde venía. Aunque ya había traspasado diversas fronteras, aun debía cruzar aquellas miradas penetrantes e incomodas (unas más que otras) para buscar un rincón entre la multitud. Yo no hice nada. 49


Hambre Tal cual presa, él se encontraba divagando, tranquilo y seguro dentro de sí mismo: tenía tanto que decir, pero no era impaciente. Admirar su serenidad causaba un placer visual maravilloso. Él observaba con demasiada calma el acto carnal de los amantes, quienes lo habían invitado por mera presunción. Nota mental “No voy a procrastinar” (me lo dije tantas veces que terminé haciéndolo). Casualidad Ella planea: se atraviesa con la gente, la estudia y observa por el simple hecho de que disfrutar pensar que todo el destino está a su favor. Pero no es nadie: ella no controla los actos de los demás. Si bien todo le puede salir mal, ¿en verdad tiene suerte? Sufrimiento del Sahara Su madre hizo caldo en verano. Miedo Estaba tan enamorada que olvidé que en verdad no ibas a ser mío para siempre: le tengo envidia a la muerte, pues ahora estás con ella.

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Éter De la humedad venimos, en el mar nos desvestimos. Somos puros en ella, sucios sin ella. La ingiero y la misma desecho. Fugaz Murió antes de nacer.

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Nada pasó Los puestos de comida sobre la banqueta contrarrestaban el entorno maloliente; pero ni el viento de la mañana invernal podía llevarse aquellos olores. Tampoco impedía que la señora Irma se parara por la entrada de la boutique erótica. A sus 56 años, algunas mujeres la veían como un estorbo, la gente le tenía lastima y le daban unas monedas, por lo que algunas veces sobrevivía de la mendicidad. Ella observaba la rutina trivial del centro histórico, y una que otra que otra cosa le recordaba aquellos tiempos en los que pensaba “algún día saldré de esta”.  Solía dejar a su hija en la primaria a primera hora, siendo lo más cautelosa posible. Salía de su colonia para dirigirse al suburbio donde se podía saciar cualquier tipo de vicio; donde la gente marginada podía olvidar su hambre a cambio de unas monedas. Irma —o Luna, como se le conocía por la zona— usualmente ofrecía cocaína a sus clientes, los cuales escogían entre inhalarlo del cuerpo de ella o inyectarlo antes del acto sexual. No había trabajo más flexible que este: por las mañanas, Luna atendía a clientes frecuentes. Si le quedaba tiempo, buscaba accesorios en alguna de las tiendas que ayudaban a las meretrices a cumplir su labor. Recogía a 52 • Edith Marcial Ramírez


la niña de la escuela y le revisaba en la tarea. Antes de volver a las calles la dejaba a cargo de Isabel, una vecina, quien tenía un local de abarrotes, y que de vez en cuando le fiaba. Quizás era porque la señora era algo viejecita o por su amabilidad, pero le recordaba a su madre. En la noche, la avenida principal de la zona dorada era iluminada por luces que la hacían ver como un lugar de ocio. Se aparecía una que otra patrulla para vigilar, pero la verdadera violencia estaba en los cuartos de hotel o dentro de los bares que solicitaban “damitas” para los espectáculos nocturnos. El crimen no se exhibía precisamente pero tampoco era un tema oculto. Si se deseaba obtener cierto narcótico o una mujer de edad específica, sólo era cuestión de preguntar en el lugar correcto. Como cualquier otro negocio, había días buenos y malos. La prostitución todavía era rentable, aunque la trata de blancas iba en aumento. Las organizaciones dedicadas a este delito servían principalmente a los cárteles de drogas o políticos ligados al tráfico. En los prostíbulos comunes una se debía cuidar de los asaltos, golpes y violaciones.  La legalidad del trabajo sexual era entorpecida por una mala administración y la falta de reconocimiento a los derechos humanos. Irma, al igual que sus compañeras, eran susceptibles a contraer una enfermedad venérea, a maltratos y desigualdad social. La falta de oportunidades de crecimiento humano en el propio entorno las hacía caer en un círculo de marginación y pobreza.  —Pues a mí me dijeron que la Chayo había cruzado y que incluso salió del negocio. Juntó dinero y ahora vive allá —dijo Sofía a Irma, mientras esperaban a los clientes afuera de las habitaciones del burdel. Era un pasillo largo con varias recámaras y salas. Cada cuarto tenía una temática diferente, según las necesidades. La hora azul • 53


—Estaría bien dejar esto, y buscar algo mejor. —¿Por qué no nos vamos un rato para allá? Total, es aquí cerquita. A ver qué pega, Lunita. —Sí lo he pensado, pero mi chamaca está muy chiquita todavía. Ni me la quiero llevar, ni la quiero dejar. —Pero piensa que ganarás en dólares, que tu niña puede tener un mejor futuro que el tuyo. El ambiente de allá es muy parecido al de aquí. Si ya hemos aguantado palizas, ¿a qué le tenemos miedo? Hasta puede que nos juntemos con un gringo. Nunca se sabe. La idea de dejar todo lo que había construido, aunque fuera poco, hacía que Irma se preguntara si toda la violencia e inseguridad sufrida había valido la pena en algún punto. Y por ese mismo “poco” que había logrado en su vida, se inclinaba más a probar suerte. Si moría en la búsqueda de algo mejor, que se le recordara así, en vez de una mediocre “piruja”. —Ay, mi niña Ixchel, pero si estás bien jovencita. —Ya lo sé, doña Isabel, pero quiero algo mejor para Tita. Se la encargo mucho, por favor. Trataré de avisarle qué pasa conmigo. —No confíes en nadie. Cuídate mucho, mi’ja. Se fue un sábado por la mañana. Acordó de verse con Sofía por la zona norte de la ciudad, a donde también llegaban migrantes, de otros estados o países. Se encontraron y salieron del suburbio, llegando a una pequeña colonia acomodada. —¿De aquí nos iremos a la garita? ¿O siempre si nos darán papeles falsos? —dijo Irma. —Es lo que no sé. Ven, acompañame, tenemos que ir juntas, así me dijo el que nos va a cruzar. Entraron a la casa que indicó Sofía. —Aquí hay nueva mercancía, la otra no sirvió… —Fue lo último que escuchó Irma, tras caer al suelo. 54 • Edith Marcial Ramírez


En un principio, pensó que había sido secuestrada. Le vendaron los ojos y le quitaron la ropa. Una vez más, se sentía un objeto, como en su adolescencia, cuando la sacaron de su ciudad natal y la llevaban en una camioneta con otras niñas. En esa ocasión, a algunas las mataron y a otras las vendieron. Pero ahora no sabía si corría con la misma suerte para escapar. Iba con otras dos mujeres, más jóvenes que ella, que evidentemente estaban aterrorizadas y no tenían “experiencia”. Las bajaron de la camioneta y las metieron a una casa de seguridad. Les presentaron a la madrona del lugar y desde el inicio les fijaron la cuota diaria. La resignación golpeó a Irma, de nuevo. Pero entre más rápido juntara dinero o se ganara la confianza del cártel, más iban a vivir sus esperanzas de ver a Tita de nuevo. No soportaba la idea de estar lejos de su hija. Ni siquiera la preocupación de ser ilegal en ese país le cruzó por la mente. Era muy fácil que la banda de trata sobornara a la policía para que las chicas estuvieran en las esquinas. Incluso, se podría ver como algo “más seguro”, ya que había transportistas y seguridad alrededor de los barrios. Pero los clientes elegían dónde hacerlo. La vida de Irma había sido una constante competencia de supervivencia. Pero era el tiempo de aventajar camino. Dentro de la casa de seguridad había mujeres de distinta nacionalidad, aunque la mayoría eran latinoamericanas, incluso menores de veinte años. Calmó el llanto de las adolescentes el primer día. Incluso les enseñó cómo vestir, cómo robar al cliente si se daba la oportunidad y unas técnicas para tratar de huir de los hombres si se ponían agresivos. La hora azul • 55


Para ser un negocio horrible, a las mujeres se les conseguía casi toda la ropa, se les brindaba comida y protección. Y realmente no debía verse como algo raro, ya que eran la “merca”. Era rara la vez que alguien no cumplía con la cuota. En promedio, cada chica se acostaba con diez a veinte hombres. Irma hizo clientes rápidamente, lo que generó más ingresos para la banda. Lo veían como bueno, pues generaba competencia entre las chicas, para tener a tiempo el dinero, y los clientes, para poder acostarse con alguna de ellas, sobre todo con las menores. Irma estaba incomunicada, sin saber de Tita. Después de cada encuentro sexual pensaba que su cuerpo era el sacrificio que daba por su hija, quien, a su corta edad, quizás no entendía a qué se dedicaba su madre. Pero eso no importaba, mientras ella fuera una niña feliz. Toda confianza se construye con el tiempo, pero también con paciencia. Irma se había ganado la confianza de sus compañeras y dentro de la organización tras cinco años de esclavitud sexual. Conforme pasaba tiempo, sentía celos cada que llegaba una joven. Se complicaba cada vez más dar la cuota. El único entrenamiento que tenía era un cliente, quien sufría de mal de amores muy a menudo. Era lo más cercano a un amigo, quien además se ganó el honor de decirle Ixchel, su segundo nombre. En ocasiones, le pagó el equivalente a los diez clientes que en promedio atendía en una noche. Podían charlar entre las sábanas, en el auto, en la madrugada hasta el amanecer. Se habían complacido mutuamente. —Creo que no te veré más. Ya no andaré por el barrio, tengo que ser dama de compañía. Ya sabes, excitar a los peces gordos de la ciudad. —Entonces es definitivo. 56 • Edith Marcial Ramírez


—Tómalo así. Siempre hay que pensar lo peor. Fue un gusto conocerte. Espero puedas sanar tus heridas amorosas algún día. Gracias por todo. —No hay de qué. Siempre me dejan por alguien más. El nuevo puesto de Irma le permitía persuadir, juguetear, y de cierta manera sentirse deseada. Se salvó de ser castigada por las cuotas. Ya no le tocarían los ebrios, drogadictos o esas escenas donde llegaban las esposas de los hombres con los que estaba. Se convirtió en una de las niñas que tanta tristeza le daban. Más que difundir el deseo carnal entre políticos e integrantes de otras organizaciones criminales, su nueva facultad era ser “la llave”: creyó firmemente en tratar bien al enemigo para hacer alianzas en el momento indicado. La cocaína era el principal instrumento de las prostitutas. En las fiestas nocturnas se repartían otro tipo de drogas, entre marihuana, alucinógenos y alcohol. Este último servía más para la estimulación previa. Los ingresos eran proporcionales a la cantidad consumida. A Irma se le hacía familiar aquel panorama. Cada que consumía algún estupefaciente recordaba a su padre: la había hecho adicta a los inhalantes en algún punto de su infancia. Abusaba de ella cada vez que quedaba inconsciente. Lo recordaba con odio, con coraje. Y este mismo le ayudaba a no caer de nuevo. A veces se perdía entre los halagos, las risas y las bebidas. Se construyó como un miembro importante, siendo incluso reclutadora para la organización. En cierta ocasión tuvo que tomar la decisión de perdonarle la vida —o no— a una de las jovencitas que habían llegado junto con ella, ya que se le acusaba de hurto. Se sintió rara de no tener remordimiento alguno, después de que le habían avisado que el cuerpo de la joven había sido abandonado por la zona en la que solía exhibirse para la venta. TanLa hora azul • 57


to tiempo en las calles le había enseñado que incluso no importaba si no se respetaban las indicaciones de los de arriba. Todos los cuerpos desfigurados y desmembrados tenían sólo dos fines: silenciar y saciar el placer de quitar vida. Irma tenía la capacidad de subir más en la organización, y decidió aprovecharla, a su manera. La codicia era el motor de todo acto delictivo. El consumo de narcóticos se hacía paso gradualmente a todo el país extranjero. Irma se había hecho cargo de algunas ciudades, haciendo tratos, enlistando a gente con necesidad —por voluntad o a la fuerza— al crimen organizado, y vigilando la fabricación de heroína y metanfetaminas en diferentes laboratorios. Ella había llegado hasta la frontera, nuevamente. Tenía que tomar la ciudad: no solo por los importantes pactos que significaban para el narcomenudeo con el país vecino, sino porque también Irma se sentiría más cerca de Tita. La expansión del cártel había sido la única manera de llegar con vida a la ciudad que significaba la puerta hacía la salida de aquellos diez años de abuso. Irma despertó en un lote baldío, cubierta de lodo, con la cara hinchada, y el cuerpo lleno de quemaduras de cigarro. Los paramédicos la atendieron mientras la policía anotaba las palabras que poco a poco cobraban sentido: había tratado de escapar por el túnel donde el cártel transportaba paquetes de droga de manera ilegal al país vecino. De forma milagrosa pero no conveniente, había logrado sobrevivir ante las torturas después de ser descubierta por uno de los traficantes. Sólo su participación en la banda delictiva le ameritó los cargos de: secuestro, homicidio doloso, robo, crimen organizado, tráfico de personas, tráfico de drogas y encubrimiento. En ningún 58 • Edith Marcial Ramírez


momento de tomó en cuenta que ella era una víctima. Si bien, realizó los delitos estando sana de sus facultades mentales, fue estando bajo esclavitud sexual. Pasó los siguientes veinte años en prisión. Tenía compañeras que habían sufrido situaciones similares. Le parecía una condena su propia vida, llena de miseria y repetidos episodios de “casi salir”. No tenía idea de qué hacer cuando cumpliera su sentencia. ¿Qué más tuvo en la vida, aparte de ser un objeto, imán de miradas lascivas? Aunque Tita fuera producto del trabajo “denigrante” que ejercía, le daba fuerzas día a día. Imaginaba día a día el dolor y la rabia de su hijita al no saber de su madre. Irma pensaba, soñaba con ella. Después de una intensa disputa legal entre el abogado que tomó su caso y las leyes del país extranjero, aquél intercedió por Irma, justificándose en que era un acto injusto y con falta de empatía hacia ella criminalizarla cuando fue una víctima de la trata. Salió libre y sin antecedentes penales. Pero debido a su estatus migratorio, fue repatriada a su ciudad de origen. Volvió a ver su colonia, las calles que aún se desempañaban como el hogar de viciosos y depravados. Se sentía la misma presencia de inseguridad e impunidad. Volvió a ver su casa… abandonada. —Los narcotraficantes trajeron más drogas, cada vez más baratas y cerca del alcance de todos. Hace años, Tita cayó en el alcoholismo y esas cosas, cuando el padre de su hijo la abandonó. A lo que sé, el papá era un narco. Quizás lo mataron o no sé, pero nunca se le volvió a ver, al igual que Tita —le dijo doña Isabel, quien apenas podía caminar. Y así, a sus 56 años, con el único oficio que sabía, la señora Isabel se dedicó a sacar adelante a su nieto. La hora azul • 59



Yeraht RodrĂ­guez


Yeraht Alejandro Nolazco Rodríguez (Tijuana, 2002). Actualmente cursa el cuarto semestre de preparatoria. Tomó el Laboratorio de Escritura Creativa (Abismos Editorial, Epicentro y El Grafógafo, 2018). Escribe historias de ciencia ficción. Le gusta leer, tocar música y en un futuro le gustaría hacer una novela gráfica de ciencia ficción y horror.


Aventuras del cubanito

Otra cuba —¡Sírveme otra! —gritó el cubanito enojado. —¿Otra? Pero si te acabo de servir una. —Ah, es que se me cayó. Chale El cubanito creyó que su noviazgo duraría lo que una novela de amor, pero terminó en minificción. Ah, qué cubaneo Un cubanito llega a la librería El Grafógrafo. —Acere que bola, busco el libro basado en la vida real de “el cubano que no existe“. —…

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Casi... pero no Y ahí estaba el cubanito, con sus botas llenas de tierra, bajo el sol abrasador. Con sus pantalones de mezclilla, su camisa de cuadros y su chaleco. Con el viento pegándole al rostro. Sin duda alguna, era un vaquero de los buenos. Hasta que se le acabó su tiempo en el carrusel.

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Sueño guajiro La decisión ya estaba tomada, mañana en la mañana me iré del país. —¿Tas seguro de lo que vas a hacer, mi’jo? —me dijo. —Pos sí, ma. Vamos de mal en peor aquí en el pueblo. Desde que los Carmenara se quebraron a mi tío Chuy ya nadie nos apoya, ni el mendigo Betito, pero ese wey también se va a ir conmigo. ¿Me pasa la sal? —Sí, toma. ¿No te dieron el aumento en tu trabajo? —Gracias... no—dije. —¡Ay, mijo! Es que sí me da mucho pendiente, no quiero andar con el Jesús en la boca luego. —No va a pasar nada, ya va a ver. Gracias por la cena, voy a arreglar mis cosas. —’Ta bueno pues mijo. Que no se te olvide nada, no te duermas tan tarde y recuerda despedirte antes de que te vayas ¡o te agarro a chingadazos cuando regreses! —No se me va a olvidar —dije, mientras soltaba una pequeña risa. Me paré de la mesa y caminé por el pasillo. Levanté la cortina, entré al cuarto. Latas de comida, un cambio de ropa, una fusca, un encendedor y unos cigarros, serían mis acompañantes. Fui rápido a la cocina y llene unos garrafoncitos de agua pa’ también llevármelos. La hora azul • 65


Regresé al cuarto. Me quité los tenis con los mismos pies, después la camiseta y luego me recosté en el colchón. Me tapé con una chamarra, giré la cabeza y me quedé mirando la pared. Comencé a pensar muchas cosas. ¿Y si no llegamos? ¿Y si nos agarran? Soy lo único que le queda a mi madrecita, pero esto lo hago por ella. Me dormí sin soñar y me despertó el gallo. —Ah, chingá, ya amaneció —dije. Me levanté. Me puse los mismos pantalones del día anterior, pero la camisa diferente. Después una sudadera y, para finalizar, una gorra. Agarré mi mochila y caminé hacía la entrada. Estiré el brazo levantando así la cortina. Me quedé congelado y con la mirada perdida. Di media vuelta y recordé que me faltaba algo, regresé y agarré una fotografía donde salía yo en brazos de mi madre. Me le quedé viendo como por un minuto cuando de repente escuche un claxon. —Apurate, mendigo Pedro. —Ya voy, ya voy —respondí. Metí la foto en mi bolsillo y salí del cuarto. Pase a la salita y ahí estaba mi doñita, dormida en el sillón, apoyando su cabeza sobre su mano. Le moví el hombro despacito pa’ no asustarla. —Ya me voy ma’—dije. —¿Ya te vas, mi’jo?—contestó—. Cuidate mucho por favor, ¿llevas todo, verdad? —Sí, ma, llevo todo, no se preocupe. —Te falta algo… —¿Qué cosa, amá? —La bendición de tu madre. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, cuídalo de todo mal, Diosito santo. La tomé de la mano y le di un beso en la frente. —Muchas gracias, ma. 66 • Yeraht Rodríguez


Salí de la casa. Estaba mi primo Beto en el carro, acompañado de otro muchacho que aparentemente tenía como dieciséis. —¡Hasta que sales, cabrón! —Perdón, es que se me andaba olvidando algo. —No hay falla. Mira, éste es mi sobrino Daniel. —Mucho gusto, Daniel, soy Pedro —dije. —Hola —contestó. —Bueno, ya estuvo bueno, mucho güiri güiri, trépate en la parte de atrás. Me subí y arrancó. No pasaron ni 20 minutos cuando llegamos al destino. Nos bajamos los tres. —’Pérense aquí, ahorita vengo —dijo Beto mientras iba hacía una casa. —¿Tú qué haces aquí, Daniel? —¿Pos qué no es obvio? Mi tío me dijo que allá nos van a dar chamba, que pagan en dólares y que tendremos mejor vida. —Ah, ya veo. —¿Por qué la pregunta? —No, nomás. —Bajen sus cosas —dijo Beto cuando regresó—. A partir de aquí el viaje será a pata. Agarré mi mochila, Beto y Daniel también bajaron las suyas y sus garrafones. —¡Puta madre! —grité. —¿’Ora, tú, qué traes? —preguntó Beto. —Olvidé mis garrafones. —Hmm, si te digo, no se te pierde la mema nomás porque la traes pegada, canijo, que si no. Aquí tenemos suficiente agua pa’ los tres, sólo hay que medirnos, pero ya vámonos. Caminamos aproximadamente como dos horas y llegamos casi a la frontera, Beto dejó su mochila en el La hora azul • 67


piso y se agachó. Quitó unas ramas y se pudo ver un túnel que al parecer él había cavado. —Métanse —dijo. Daniel fue el primero y de ahí le seguí yo. Ya sabía a lo que nos íbamos a enfrentar: el calor infernal del desierto, el dolor de piernas y cuerpo. De los posibles guachos y cuanta cosa más, pero realmente espero salir de ésta. Al menos tenía compañía. Daniel casi no habla y el Beto pues, meh, a veces es chistoso. Comenzamos a caminar. Fue cuestión de horas para que el Dani se empezará a sentir mareado, yo también lo estaba pero más leve. —Siéntate un poquito, Dani —le dije. —Beto, ¿puedo hablar contigo? —Pues no es como que tenga otra opción, ¿qué pasó? —¿Por qué chingados te trajiste a un morro? Y aparte le llenaste la cabeza de pendejadas. ¿Sabe que aquí estamos entre la vida y la muerte? No friegues, neta. —Cálmate, cálmate, ¿yo lo voy a cuidar, sí? Él sabe. Su papá lo abandonó hace unas semanas y tú conoces a mi hermana, es una buena para nada. Me llegó antier a la casa en la noche pidiéndome ayuda y pues cómo lo iba a dejar ahí, soy el único en el que confía. —Te pasas de lanza, pero está bien —le dije mientras buscaba mis cigarros en mi mochila. Saqué uno y lo encendí. —Vamos a seguirle, ¿ya, Dani? —preguntó el Beto. —Ya, tío. Se hizo de noche y tuvimos que buscar donde dormir. —Uno de nosotros tiene que quedarse despierto mientras los otros duermen, hay que turnarnos entre tú y yo, Beto. —Simón, ¿la trajiste? —preguntó. —Sí —contesté. 68 • Yeraht Rodríguez


—¿Pues qué esperas? Pásamela. —Toma. —Duérmanse ustedes, yo los cuido —dijo el Beto. Dani sacó una almohada y yo hice bolita una sudadera. Recargué mi cabeza sobre ella y cerré los ojos. El Beto comenzó a silbar el “Cielito lindo”, luego se escuchó el crujir de unas ramas, después tres disparos, luego un completo silencio.

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Notas de oscuridad

5 de febrero de 2010 La existencia de este diario pone en peligro mi vida. Me encuentro sentado en la cocina de mi casa, acabo de terminar una botella de whisky y de enviar mi renuncia por correo. Después de lo que observé no podía volver a ese lugar. Hace unos días, al salir del laboratorio, me percaté de que olvidé mi teléfono celular en el escritorio, así que regresé por él. Al atravesar el pasillo trece, sección A, pude notar que una luz roja parpadeaba una y otra vez dentro de una habitación. La puerta estaba entreabierta, decidí asomarme para ver que no se tratará de una emergencia. En todos los monitores lo mismo: cuarenta y cinco minutos con veintiocho segundos para el apagón solar... veintisiete, veintiséis, veinticinco,veinticuatro… Pasé por el celular y caminé lo más rápido que pude. Cuando por fin salí, el guardia me preguntó qué hacía tan tarde, a lo que no respondí más que buenas noches y me retiré. Ya pasaron esos cuarenta y cinco minutos y tal como lo leí en el monitor, el sol desapareció. El frío y los accidentes automovilísticos se hicieron notar desde los 70 • Yeraht Rodríguez


primeros minutos. Luego los saqueos, asaltos, e incluso muertes. En más de una ocasión han tratado derribar mi puerta pero no lo han conseguido gracias a que clavé barrotes y tablas tras ella, al igual que las ventanas. Necesito ver a mi hijo. 6 de febrero de 2010 Hoy me he levantado con jaqueca y con bastante frío. Encontré cristales rotos en la sala. La ausencia del sol hará que las temperaturas disminuyan cada vez más, así que cargaré con unas cuantas chamarras, comida y otra botella de alcohol. Traté de contactar a Linda —mi exesposa— pero las líneas de comunicación están muertas, la radio y la tele tampoco funcionan, así que no me queda otra opción más que conducir hasta Hollis. El viaje será difícil, pero me lo sé de memoria. 8 de febrero de 2010 Escribo esto sobre un trozo de papel sucio que encontré tirado en el piso. Choqué contra un auto mientras me dirigía a buscar a mi hijo. Afortunadamente no me pasó nada, ni a la botella. Ya estaba a diez minutos de llegar, así que caminé. Delante mío se encontraba un grupo de personas cargando antorchas mientras gritaban que devolvieran el sol. Atravesé unos arbustos e hice el menor ruido posible para que no me miraran y trataran de asesinarme ya que en cuestión de días la gente se volvió sumamente salvaje. Cuando llegué a casa de Linda, no había nadie, la puerta estaba rota, todos los muebles se encontraban desordenados y ni un sólo rastro de ellos por las habi-

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taciones. Caminé hacía el sótano he intenté abrirlo pero estaba con llave. Toqué la contraseña secreta que en su momento hice con mi hijo. Salió y me platicó que el día que la luz se fue, su madre ya no regresó. Que por instinto tomó los víveres necesarios y se escondió. Le platiqué de lo que sucedió en la empresa y que ellos fueron los responsables. Después de pasar todo un día con él, me convenció de regresar y tratar de remediar lo ocurrido. La decisión ya está tomada. Regresaré a Vilton a recuperar la mayor información que me sea posible y los expondré. Aún hay luz eléctrica. 9 de febrero de 2010 Hoy regresé a la casa y todo sigue tal como lo dejé. Busque los papeles que fui recolectando en mis años como científico de Vilton, encontré un reporte de 2007 sobre la importancia de la luz solar en nuestro planeta. Luego uno del mismo año que hablaba de la estabilidad gravitacional que daba el sol a la tierra y muchos otros que se relacionaban. Todos escritos por mí… pero ya no los recordaba. Yo también había ayudado a esta locura. Siempre que los escribía, lo mandaba a la sala cincuenta y uno sección x, una de las partes más profundas del edificio. Jamás estuve ahí, no tenía permitido el pase. Pero si todos los informes iban a esa sala ahí debían estar las pruebas que yo necesito para exponer a estos hijos de puta. 10 de febrero de 2010, 10:27 pm Me encuentro tras un arbusto esperando que todos desalojen el edificio. A pesar de la falla en las comunicacio-

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nes, la luz eléctrica sigue funcionando a la perfección, pero será cuestión de días para que esta deje de existir. Es difícil escribir sobre una servilleta... El Cient. López acaba de salir, el es el último siempre. Hace unos minutos ponché las llantas de su coche. Cuando esté distraído mirando esto llegaré por detrás y lo noquearé con la una roca, lo encerraré en su cajuela y le quitaré su credencial para tener acceso total. 10 febrero 2010, 11:00 pm Todavía no sé cómo voy a salir de aquí. Esta hoja está casi por deshacerse de tan vieja. Lo único que necesitas saber es que pude entrar. Aún no tengo ningún documento, estoy escondido en un casillero. Al pasar a la primera parte de la planta baja se activó una alarma y no supe reaccionar, escuche pasos y me metí a la primera sala que abrió. Apenas pasa la luz por las rejilla. 11 febrero 10 La alarma cesó y logré salir. Hallé la forma de deshabilitarlas y pude seguir sin problema alguno. Los guardias sólo cuidan afuera y monitorean de vez en cuando, pero supongo que están más al pendiente de sus vidas allá en la oscuridad que de lo que esté sucediendo dentro. Ahora estoy en la penúltima planta del edificio, en la sección donde trabajaba un viejo amigo. Su oficina está vacía, nunca encontraron a alguien que hiciera su trabajo: Hackear los sistemas de las demás empresas para observar sus proyectos y siempre estar a un paso delante de ellos. Todo estaba vacío, me comencé a desesperar hasta que recordé que tenía un compartimiento oculto donde

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él decía que guardaba sus más preciadas cosas. Lo recuerdo muy bien, busqué y busqué pero nada. Enojado pateé el suelo y del mismo saltó una loseta mal puesta. Al querer acomodarla me di cuenta que tenía madera abajo. La quité y ahí estaba el espacio. Metí la mano y saqué una fotografía de él y su esposa, después un fólder con papeles, por último un arma. Bajaré a la última planta y robaré todo lo posible. Sigu sidnd el mism día, la tinta ya está por termin rse. Llegué al final per dejé la crede cial en el escritorio de mi ami o. No puedo salir y no encuentro ninguna pluma, parece qu est es una biblioteca, solo ha estant con folders y una mesa en el centro que monitorea la tempera ura del planeta. Me voy a meter al ducto de venti acion para espersr a que la puerta se abra y poder salir, aun tengo el arma que por suerte trae silenciador, también car o con una lámpara así que me pondré a leer los archivos de mi amigo. 12 de febrero de 2010 Por fin estoy en casa. 13 Me encuentro bajo una presión psicológica muy fuerte, si al principio temía por mi vida ahora mucho más. Dejé la casa. Pude leer los archivos de mi amigo, él llevaba a cabo una investigación sobre por qué lo estaban haciendo, cuando el científico encargado entró a la sala, yo salí del ducto y lo maté. Rápido busqué archivos y los metí en

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un maletín, fui a la oficina donde antes me escondí y ahí estuve hasta que se hizo de noche y pude salir. A lo lejos alcancé a escuchar que se dieron cuenta de que estaba muerto, rápido llegaron los demás científicos y aumentaron la seguridad, tan fuerte les cayó la muerte de su compañero que nadie revisó los archivos, o eso creo… La cosa es que estoy en el bosque, o bien podría ser un parque, o la pradera, todo está tan oscuro… apenas y veo con esta lámpara, tengo miedo de escribir y que alguien me mire. La ciudad es un desastre, tengo mucho frío. Las plantas están muriendo. Al igual que los animales. Ya no he visto perros, ni gatos, ni esperanza, ni nada. 17 de febrero del 2010 Hoy me siento melancólico. Sólo quiero escribir de lo vacío que me siento, de lo mucho que extraño a mi hijo y de todo el tiempo que desperdicié en ese maldito empleo. Al día de hoy la mayor parte de la vida animal ha perecido, al igual que la mayoría de la población, o al menos eso parece, porque ya no veo a nadie por las calles. Los archivos que leí indican que esto empeorará. Actualmente la tierra ha dejado de orbitar de forma elíptica así como los demás planetas, vamos en línea recta hacia la nada. Al ya no tener más la luz del sol, nos hemos vuelto vulnerables a las bajas temperaturas que hoy en día se presentan. Me metí a una tienda de ropa y por suerte encontré otra chamarra y unas botas, también un cubrebocas. Estoy bien protegido, de momento. Aún cargo con el arma, me siento observado. A veces creo que en la oscuridad habitan criaturas malignas que están al pendiente por si me duermo y aprovechar ese momento para desprenderme de la cálida piel que cubre mi cuerpo. Por eso no La hora azul • 75


he dormido en estos días, por eso no dormiré, pasamos más de la mitad de nuestra vida durmiendo, quién sabe cuándo moriré, si a manos de los de la empresa o en las garras de esas criaturas o si un agujero se traga al planeta, o si chocamos con otro. Quiero estar despierto cuando eso suceda. Sería bellísimo. El alcohol se me ha acabado. 14 de febrero 2010 Feliz día del amor y la amistad. 15 de febrero 2010 Hoy es mi cumpleaños. Me regalé un abrazo y una nueva botella de alcohol que encontré en una tienda abandonada. Me están persiguiendo. Ellos quieren mi sangre, quieren saber lo que yo sé de ellos, quieren que nadie más sepa pero el mundo sabrá quiénes son los culpables. Escuché disparos. Tengo que moverme de aquí. 20 de febrero 2010 Han comenzado a sospechar de mí. Temo que la nota del día anterior haya caído en manos equivocadas. Si bien dejé de escribir por unos días, ayer sí lo hice, cuando desperté del sueño tan profundo que tuve después de consumir más de cinco pastillas de clorpromazina y más de cuatrocientos mililitros de alcohol aproximadamente. El punto es que ayer regresé a mi casa por algo de alimento, ya que no hay más comida en los alrededores. Pero al llegar a la casa estaba todo hecho un desas76 • Yeraht Rodríguez


tre. Sin duda los de la empresa se metieron, lo sé, tengo pruebas. Hurgaron todos mis papeles, mi oficina estaba muy desordenada y todo estaba tirado en el suelo. Se llevaron mis archivos, se llevaron las fotos con mi hijo, se llevaron todo… esos malditos hijos de perra, lo voy a encontrar. 23 10 La luz eléctrica ya no funciona. Temo. No sé cuánta batería le quede a mi lámpara. Escribiré cuando sea necesario... 27 de febrero 2010 El caos y el desabastecimiento ya es algo normal. Cada vez son menos las personas que se encuentran con vida, pronto podría llegar a ser una de ellas. Me siento cansado, estoy al borde del abismo, mis piernas se sienten débiles y mis ganas de luchar se perdieron hace unos días cuando viaje a Hollis a ver a mi hijo y lo encontré congelado en una esquina del sótano, abrazándose a sí mismo de rodillas, como pidiéndole a Dios una última oportunidad. Dios no existe. ¿Que clase de Dios permitiría esto? ¿Por qué a mi hijo? ¿Por qué a él? Lo siento, hijo mío, lamento haber desperdiciado tanto tiempo. Escribo esto mientras te tengo recostado a mi lado, sin vida. Como me gustaría estar contigo ahora, en el más allá. Encontré una carta que me escribió en sus últimos días, al parecer: “Temo que pronto la muerte venga por mí, padre, si lees esto quiero que sepas que te amo y que a pesar de todo nunca dejé de hacerlo, nadie merece vivir en la os-

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curidad, tú eres la luz al final. En tus manos está el destino de la humanidad, tú puedes demostrarle al mundo quiénes fueron los culpables, tú puedes… siempre serás el mejor papá del mundo. Con amor, Derek”. Sin energía, sin comunicación, sin nada más que papel y tinta. ¿Cómo voy a exponerlos? Creo que tengo una idea. Marzo Cuando uno más se acerca a la cumbre de la montaña, más riesgosa y larga puede ser la caída. Después de la motivación que me dio leer la carta de mi hijo decidí tratar de exponer a los que iniciaron todo esto, pedaleando una vieja bicicleta conectada a una fotocopiadora hice muchas copias de los documentos. Tenía algunas bengalas en caso de emergencia en el sótano al igual de unos megáfonos. Salí a las calles gritando como un fanático del cristianismo. Quiénes son los verdaderos culpables. Tiré copias y copias de papeles. Lancé y lancé bengalas al cielo. Pero por más que gritaba y gritaba nadie aparecía. Llegué a pensar que estaba en un bosque o en el desierto. Caminé tanto que al final no sabía si seguía vivo o me encontraba inconsciente soñando que deambulaba por el mundo sin razón alguna. Ese intento de salvar al mundo me mantenía cuerdo o eso pensaba yo. Lo único que atraje con las bengalas fue una manada de lobos hambrientos. Por mala suerte maté a todos con mi pistola, y digo por mala suerte porque quería que al menos uno de ellos sobreviviera para que me devorara de una vez por todas. Caminé y caminé hasta llegar al lugar donde estoy ahora mismo, en un restaurante. Sé que es un restaurante porque tiene techo y piso y ventanas, creo que eso tenían los restaurantes. Y comida, 78 • Yeraht Rodríguez


cómo extraño la comida… encontré un mapa en el piso, al parecer estoy en Villa del Diablo. Oh, ya recuerdo este lugar, mierda, se apagó la lámpara y ya no tengo más baterías conmigo, tendré que escribir a oscuras… Si lesite las notas dn orden sabrás que no se logró ma exposición de la empresa, tardé demasiado alparecer porque creo que soyel ultimo maldito hombre sobrelatierra, tal vez todos lograron la manera de huir o quésé yo, que estaba escribiendo a si ya, a edte restaurante solía venir con mi hijo cuando erapequeño y con mi esposa, que bellos recuerdos. A unos cincuenta minutos de aquí está el volcán más grande del mundo… peroque tonto soy, los volcanes siguen ardiendo, ahí está la gente, aun puedo lograrlo aún puedo salvar al mundo. sí puedo pero, como voy a llegar allá. Marzo 3 Supongo que se acabó. Hace unos días busqué un automóvil para poder moverme con más facilidad y rapidez. Pasaron aproximadamente unos 30 segundos con 24 minutos y encontré un automóvil. Me subí pero no arrancaba, crucé los cables y si encendió. Seguí. Al llegar a la punta del volcán comencé a sentir un cambio en la temperatura cada vez más cálida y más cálida, con las fuerzas que me quedaban me acerqué corriendo y gritando, alguien me escucha, alguien, alguien, pero no. Nadie me escuchó y fue ahí donde me di cuenta de que nadie nunca más me escucharía. Ahora mismo me encuentro sentado en una roca del volcán. Acabo de releer los archivos de mi amigo y los que robé del laboratorio también. Ellos sí estaban llevando una investigación pero porque querían evitarlo, planeaban una evacuación, yo no había leído todos, ese La hora azul • 79


fue mi error, no podía creerlo pero después lo vi posible, me dejé llevar por mis ambiciones. Metí mi mano para sacar la pistola pero en vez de eso saqué un sobre que no recordaba que cargaba con él. Dentro del sobre estaban las fotos con mi hijo y mis archivos y notas que creía robadas por las personas de la empresa. También encontré la nota que también creí perdida. Me equivoqué, nadie nunca me persiguió más que el miedo. No sé cómo sentirme en este momento. Fracasé, busqué problemas donde no los había y mírame ahora. Todo esto ya no importa, esta es la última nota que escribiré. Tengo la pistola en mano y una reunión pendiente con mi hijo. Me da igual cómo termine esto, nadie lo encontrará, no quiero que nadie encuentre mis notas y sea testigo de cómo me equivoqué, el error más grande de mi vida sin duda fue… Oh, mierda, qué es esa luz que se está acercando...

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Otros títulos de la colección Encuentros y finales del mundo Antología de ficciones mínimas del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2016

Gazapos Antología de historias del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2016

Galería noctura Antología de historias del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2018


Esta primera edición digital de La hora azul. Antología de historias del Taller de Narrativa del Ceart Tijuana, año 2019-1, se editó y se compartió en junio de 2019 por Monomitos Press.

Si deseas obtener un ejemplar impreso, escíbenos a monomitospress@gmail.com


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