Los que caminan al lado - Néstor Robles

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LOS QUE CAMINAN AL LADO

serie de los mostros perdidos



LOS QUE CAMINAN AL LADO

Néstor Robles


La mayor parte de las historias que aparecen en este engendro fueron escritas gracias al apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca, Jóvenes Creadores 2014-2015). Primeras versiones de los siguientes cuentos fueron publicados previamente en donde se indica: «El arte de mirar en el espejo» (Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indigenas: Jóvenes Creadores del Fonca 2014-2015, primer periodo, Conaculta, 2015), «Cruzar la presa» (Futuros por cruzar: Cuentos de ciencia ficción de la frontera México-Estados Unidos, Artificios, 2015), «Apolo contra el destino» (Arquetipos, 2020), «La piel eriza de la quinceañera» (Penumbria, 2020) y «Dos espíritus bailan extraño» (Erizo Media, 2020).

Los que caminan al lado Néstor Robles Primera edición, noviembre de 2021 D.R. © Néstor Robles https://nestorobles.blogspot.mx D.R. © Monomitos Press Tijuana, B. C., México serie de los mostros perdidos Diseño y edición del autor Ilustración de portada y viñetas de Carlos Casillas https://ccasillas.myportfolio.com/

Hecho en México/Made in Mexico


contenido

Un fantasma ha nacido El arte de mirar en el espejo La piel eriza de la quinceañera Dos espíritus bailan extraño El muro Cruzar la presa El zhen de hueso Apolo contra el destino Viaje de retiro

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Solo no eres nadie. Es preciso que otro te nombre. Bertold Brecht Tal vez mi sombra, mi propia sombra es mi enemiga. Emiliano González



un fantasma ha nacido

Si de verdad quieres que te cuente esta historia, supongo que puedo comenzar con una frase hecha, ¿no?, algo familiar que te emocione y te incite a pedirme que continúe, por lo que más quiera, que continúe: no se me ocurre otra mejor, me disculparás, que advertirte que una mentira se convierte en verdad si te la crees y convences a tu círculo de lo inevitable: el nacimiento de una mentira. Lo cabrón es cuando ésta sí se convierte en verdad y te persigue toda la pinche vida. ¿Seguro que quieres que siga? Déjame encender el cigarrillo. Lo que estoy a punto de contarte sucedió hace veinte años. Más o menos los que tienes. ¿O cuántos tienes? ¿Veintiuno? Ay, no: más acertado no puede ser este encuentro. No, no, no. En aquel entonces yo apenas iba a cumplir dieciocho, mira nomás. Y esta pendeja tenía rato enamorada de su profesor de álgebra. Sí, sí: momentos trillados de la prepa. Hacía lo posible por llamar su atención, por estar a solas con él. El profe estaba casado y tenía hijos, pero a mí me valía. Era joven y quería que mi primer beso de lengua fuera suyo y lo iba a conseguir de una u otra forma. La convicción siempre ha sido mi aliada, ¿sabes? Un rumor. Así comenzó: se me ocurrió cuando el maestro se enojó conmigo porque le contesté frente de todo el grupo. 11


Me pidió que pasara al pizarrón y le dije que no, que hoy no me interesaba ser su conejilla de indias. Se quedó callado un momento, tratando de procesar lo que había dicho. La risa del grupo fue lo que lo enfureció: odiaba perder el control de las cosas, quería tener todo calculado. Carajo, por alguna razón era profesor de álgebra. Digo, una persona que quiere controlar todo no puede haber estudiado otra cosa que los números o las leyes de Newton, ya conoces ese meme: si Dios existiera, hubiera sido ingeniero. Que no mamen… Así el profesor: siempre queriendo tener el poder, estar adelante de todos, para manejar a las personas a su antojo, hacer lo que quisiera. Además de factorizar, el profe me enseñó y me pasó todas sus malas mañas. Por eso quise hacerle ver que estaba lista para él, pero que no le iba a ser fácil conquistarme. O le pasas o te sales, bonita. Así me decía enfrente de todos. Le valía madre. Las carcajadas seguían. La carrilla. No, le dije, no pretendo pasar hoy, que pase otra. Más risas. Ay, no, qué oso, nomás me acuerdo y me dan ganas regresar el tiempo. Esos son los mejores años, ¿no te parece? Tu edad. Disfrútala bien. En un parpadeo se pasan tantas cosas. En un parpadeo se te va la vida. Pero antes de que parpadees, te necesito. Sálgase, pues, aquí no quiero huevonas, me señaló la puerta. Todas las miradas en mí, como las quería. Todas. Me levanté orgullosa porque ese día me llevé una falda muy cute. Sabía que le gustaba al profe porque me volteaba a ver más. Como una cereza arriba del pastel, llevaba pantimedias. Ah, porque alguna vez le escuché platicar en los pasillos de la escuela con uno de sus compañeros, que compartían su fetiche por romper medias. Ahora que lo pienso, qué pinches enfermos estaban. ¿A ti te gusta hacer eso? ¿Romper las medias? ¿Hacer algo fuera de lo normal? No tiene nada de malo, es leña, pero a esa edad uno no debería enterarse de esas cosas, menos de sus maestros. A mí, por ejemplo, me gustaba ver videos de jovencitas con viejos. Me prendían mucho. También me mordía las pun12


tas de los dedos, mira. Están un poco chatos, deformes, porque en su momento me dieron mucho placer. Eran los nervios, a veces era la calentura, pero la sensación, el cosquilleo en los dedos era insoportable: tenía que pincharlos con algo, o morderlos. Me acuerdo que un amigo casi se desmayó alguna vez cuando me vio hacerlo. Sangraba mucho de los dedos. Me gustaba la sensación, el sabor. ¿Qué? ¿No te gustan mis manos? ¿Sabes de lo que son capaces? Total: me dirigí victoriosa al patio. Me senté en una banca a fumar, esperando la hora de salida. Veía pasar a los morros. Nunca me gustaron los hombres de mi edad. Se me hacían tarados, babosos, muy pendejitos, pues. Algunos clavados con la música, otros con las películas o los libros. No se me hacía peor forma de perder el tiempo: escuchar, ver, leer historias ajenas. Prefería vivir las mías. Los veía pasar a todos, muy campantes, cada quien queriendo ser diferente. Mechones morados, rosas… Converse, Vans, zapatos de charol… pantalones de mezclilla aguados, bombachos, pegados… Ya sabes: queriéndose definir por la ropa y los accesorios. Yo: la niña bonita. Sentada. Fumando. Esperando paciente. ¿Crees que el profe salió a buscarme? No, no: el muy vergas caminó de largo. Ni siquiera me volteó a ver. Pensé dejarlo pasar, que se jodiera si no le gustaba. Pero no, ahí fue la lela detrás del hombre, a seguirlo hasta su cubículo. Me ignoró. Profe, ¿por qué no me mira?, le pregunté. Pero no respondía. Se había sentado y hacía como que calificaba exámenes. ¡Profe!, le grité, golpeando su escritorio con la palma de mi mano. Le pegué tan fuerte, que retumbó y mi mano se puso colorada. Pero solo así llamé la atención. Me miró unos segundos. Te quiero, le llamé por su nombre. Te amo, le dijo la pendeja de yo. Me pareció sincero. Él se burló de mi confesión: Lo siento, bonita, me dijo, pero me humillaste frente al grupo. Eso no se hace. He perdido el respeto que tanto trabajo me ha costado construir. Ahora se les va a hacer fácil hacerme una escenita como de esas que me hiciste. ¿Contenta? 13


Contuve el llanto. Pero te juro que estuve a punto de quebrarme, de reventar en lágrimas. No se las merecía, no valía la pena, según yo me daba cuenta. Le escupí, recuerdo. Mi saliva alcanzó a bañarle el rostro. Una gota cayó cerca de su labio. El desgraciado se lo lamió. ¡Ay, no! Cómo me dio coraje. Pero esa escena la mantuve todo el día. Hasta hoy la recuerdo lúcidamente: su lengua… ay, no… Pero me estoy desviando del tema, y tú que no me dices nada, marrano. ¿Te gusta escuchar los detalles? Qué bueno, porque esto se pone mejor. Pero espero que creas en los fantasmas. Sí. No te rías, no te lo permito. Yo sí creo. En mi familia hay muchas historias, ¿en la tuya no? ¿Entonces por qué no crees? A veces es bueno creer en algo… en cualquier dios o cualquier pinche diablo. Da fortaleza. Casi todas las historias de miedo en la familia involucran a mi tía abuela. Era una mujer que tenía eso que llaman el Don. Sí: presentía espíritus, tenía premoniciones, hacía limpias. Para que te des una idea, una vez llegamos a mi casa cuando estaba niña y en la entrada de la puerta había algo raro. Algo baboso, cristalino. Después supimos que era sal maldita. Pues de ahí en adelante nos empezó a ir mal, muy mal económicamente. Por supuesto, papá decidió hacer el llamado divino. La tía abuela llegó el mismo día. Nos juntó a todos. Nos pidió que cerráramos los ojos, pero no resistí la tentación de abrirlos. Mientras rezaba se echaba agua en las manos, se las tallaba. Tomó unas plantas y nos las pasaba por todo el cuerpo. Encendió unas piedras y las paseaba por la casa. No abran los ojos, nos decía, no los abran. Y a mí me dio mucho calor. Escalofríos. Me desmayé. Desperté en la cama con una imagen terrible: mientras estaba inconsciente, tuve una visión. Un encuentro con un niño. El bebé me habló con palabras claras y precisas. Su voz grave: Soy tu hijo, sostenme que si no me voy a morir. Cuando lo estaba abrazando, abrí los ojos. Sollozaba. La tía abuela dijo que todo iba a estar bien, todo estaba arreglado. En una semana, nos aseguró, las personas que les 14


quisieron hacer daño se van a ir de la vecindad. Ah, porque vivíamos en una pinche vecindad macuarra, éramos muy pobres. Y, bueno, en una semana exacta, los vecinos del piso de abajo se mudaron. ¿Cómo ves? ¿Sigues sin creer? Está bien, te comprendo: estás muy joven. Para mi edad he visto y estoy viviendo una situación que te va a hacerte cagar del miedo. ¿Quieres que continúe? No se vale rajarse… Te contaba esto porque quería decirte cómo hilé la idea de la mentira para que el profesor me quisiera, o por lo menos me volviera a hablar. En las clases subsecuentes me ignoraba, hacía como si no existiera. Para ese entonces yo me acababa de separar de mi novio. Ah, es que no te he contado de mi novio, el primo. Bueno, era hijo de la esposa de mi tío. Nos conocimos desde niños y terminamos gustándonos. Pero ya ves cómo son estas cosas del amor: un rato estábamos bien a gusto, al otro parecíamos perro y gato, peleando por cualquier babosada. Nos dejábamos y regresábamos. Era una hueva, pero la reconciliación era lo mejor. Con él perdí mi virginidad… ¿Qué? ¿No que te gustaban los detalles? ¿Por qué te sonrojas? No me digas que tú… ¿Nunca? Caray, tendremos que hacer algo al respecto, ya estás muy grandecito como para que nada de nada. ¿No tienes novia? Mejor. Ya voy entendiendo. ¿Te molesta que te hable de esto? Okey, okey, seré breve. Te decía, me gustaba coger con él porque era brusco, el cabrón. Siempre lo fue desde el principio. Pensaba que debía tratarme como a una de las putas que veía en las pornos. Y al principio me molestaba, me dolía. Después hasta yo misma le pedía que me pegara, ¿crees? Ay, no. Después supe que coger con gentileza y amor era lo que necesitaba. Pero otra vez me estoy adelantando. A lo que iba era que accedí a vivir con él como un pacto mutuo: sus papás nos iban a ayudar con dinero mientras estuviéramos juntos. Su familia era bien pinche rica, no mames, antes de la última devaluación. Tenían negocios en Europa, pero nunca supe 15


de qué. De seguro eran pinches narcos, pero me valía saber de dónde salía el dinero. Yo nada más me lo gastaba. Nos íbamos a las plazas del otro lado a comprar y comprar: víctimas del consumismo. Que si necesitábamos para comprar una tele, le decíamos al tío y nos daba dinero. Que si queríamos salir de viaje nos íbamos de viaje. Éramos cómplices del crimen: fingir que éramos felices para tener dinero. Alguna vez lo vi llegar al departamento con una mochila. ¿Qué pedo?, le preguntaba. Nada, no es nada, contestaba y me mandaba a dormir. Lo revisé. Adivinaste. Eran paquetes de coca. El cabrón empezó a meterse al negocio de sus papás, pensaba. Pero no era así. Días después, llegó demasiado estresado, sudando, como si lo hubieran correteado: Tenemos que ir con mis papás, es urgente, necesitamos dinero. ¿Para qué?, le preguntaba. Usted calladita, me decía, vamos, pero en chinga, ya. No, no voy a ir a ningún lado hasta que me digas qué te traes. ¡Madres!, que me suelta un manazo en la cabeza: Que no pregunte nada, usted véngase y ya. No me quedé así, por supuesto, tenía que defenderme: a mí nada más me pegaba cuando yo se lo pedía, era la regla. Y, madres, que le regreso el golpe: una cachetada que le volteó la cara. Vi estrellas con su reacción: un puñetazo esta vez. Iba directo a la nariz, pero al intentar desviarlo me dio en la frente. Hasta allá fui a dar. Me vas a acompañar, babosa, porque yo te lo digo, este pedo es de vida o muerte, estoy metido y no puedo hacer nada más, tenemos que conseguir ese dinero, me decía mientras recobraba el sentido. Intentó jalarme del brazo. No me dejé, puse resistencia. Pateaba para todos lados, y él pateaba también. Como pudo me llevó hasta el carro. Pero ya te he dicho que cuando no quiero hacer algo nomás no quiero. ¿Pues qué crees que hice? Yes: me aventé del carro andando. Rodé. Salí ilesa. El primo se detuvo. Como que pensó en regresar por mí. 16


Pero nada más se bajó para cerrar la puerta. Chinga tu madre, me gritó, a la verga contigo. Había ganado otra vez. Para no hacer el cuento más largo, porque creo que me estoy desviando, terminé con el primo. Nos separamos. Tiempo después lo encontraron muerto: rafagueado. Pobre. No era tan malo, pero se lo merecía, supongo. A todos nos llega la hora, ¿no? Bueno, fue ahí, estando tirada en medio de la calle, que tuve la bendita epifanía. Mi existencia no valía nada sin el hombre que quería: necesitaba conseguir al maestro. Un dolor en el estómago. Me sobé y noté que tenía unos kilitos de más. Nada más poquitos, pero ahí estaba la respuesta. Estaba embarazada. No, no: no estaba embarazada en realidad. Tomaba pastillas, era imposible. Pero la idea era comenzar el rumor de que estaba embarazada, hasta el punto de que todos pensaran que lo estaba. ¿Me juzgas? ¿Crees que estoy zafada? No. No lo estoy. Siempre estoy un paso más adelante. El siguiente fue comenzar el rumor con mi mejor amiga: no me ha bajado. Verme triste, preocupada era la clave. Hasta que un par de semanas después logré que toda la escuela se enterara. Lo mejor que puedes hacer cuando quieres que todos se enteren de algo es decírselo a la más chismosa. Todas las mañanas me veía en el espejo. Desnuda. Imaginaba los cambios en el cuerpo: la hinchazón por todos lados. Imagínate: pies, chichis, panza. La inflaba y no me negaba lo bonita que me vería como mamá, pero luego lo pensaba bien. Era demasiado inmadura. ¿Cómo chingados se me había ocurrido inventar semejante barbaridad? Fue cuando comencé a hablarle al vientre. Al bebé. A mi bebé. Mi hijo. Porque estaba segura que iba a ser niño. ¿Cómo estás, chiquito?, le decía mientras lo sobaba: Todo va a salir bien, ya verás. Y no te burles por lo que estoy a punto de decir: mi hijo me contestaba. Te lo juro. Sí, sí, no existía, era imposible que me contestara, ¿no? Además de que así no funciona. Lo lógico 17


es que nazca, crezca y ya empiece a balbucear, ¿no? Pero no. Me hablaba. Me contestaba. Todo va a estar bien, mami, todo va a estar bien. Por supuesto que me derribé en el llanto. Acariciaba el vientre, y él decía que sí, que todo iba a estar bien. Ahí me veías en el piso, encuerada, en posición fetal, hablando con mi hijo. Jesús, le susurraba. Porque así se iba a llamar. Y sí, chingado, por eso estás aquí. Por eso te decía que no es coincidencia nuestro encuentro. Yo sé que tú también te llamas Jesús, lo sé. Pero no quiero adelantarme, no me dejes adelantarme a la historia. Déjame retomarla… Al maestro le llegó el chisme de mi embarazo, por supuesto. Fue él quien me buscó. ¿Cómo estás? Ya me enteré. ¿Cuántos meses tienes? ¿Estás bien? ¿Por qué no te cuidaste? Me hacía muchas preguntas. La mentira iba tomando forma: Estoy muy mal. No sé qué voy a hacer con mi vida, estoy muy chica para ser mamá. Apenas tres meses. Me estaba cuidando, estaba tomando pastillas, pero no fueron efectivas, obviamente. Me abrazaba con cariño. No sé si de lástima o por amor. Yo estaba encantada de estar entre sus brazos. De olerlo. Las cosquillas en los dedos dirigieron la mano hacia sus pantalones. El maestro no opuso resistencia al principio, se dejó acariciar por mi santa mano. Cuando lo sentí duro quise abrirle la bragueta. Ahí fue donde me empujó: ¿Qué estás haciendo, bonita? Esto no es correcto. Estás a punto de tener un bebé. Yo tengo familia. No es correcto. Lo tenía en mis garras. Me acerqué a su rostro. Le besé una mejilla y le dije que yo lo quería a él. Me vio a los ojos y pum: me besó. El profe me besó. Finalmente. Había cumplido lo que quería. Siempre lo hacía. Entonces, para completar mi cuento de hadas, y ser toda suya, le dije que lo único que quería era que estuviéramos juntos a como diera lugar, y si deshacerme del chamaco era lo que tenía que hacer, estaba dispuesta, 18


pero él también tenía que hacer lo necesario: Deshacerse de su familia, obvio. Me empujó, el animal. No sé si por la idea de que yo abortaría o de que él terminaría dejando a su esposa y sus hijos. Por lo menos lo que me externó fue un regaño: No se te ocurra abortar, eso no. Ah, porque el cabrón profe era cristiano pro vida. ¿Puedes creerlo? Hasta ahora me da mucha risa y hueva: bien que se permitía tener una amante, pero cuando se trataba de un aborto, sí se ponía a chillar. Era un pendejazo, ahora que lo pienso. Pero en su momento, cuando una está enamorada, no se da cuenta, una está embobada y hace cualquier cosa, hasta inventase un hijo. ¿Qué estarías dispuesto a hacer para que estuviéramos juntos? ¿Dejarías a tu familia? ¿Te escaparías conmigo? Le preguntaba. Por supuesto que cuando una está chamaca se le hace fácil preguntar estas cosas. Porque es cuando uno cree que las puede todas, quiere vivir su propio cuento de hadas, ¿no? Róbame, papito, róbame y cuídame, cógeme y protégeme. Pero a la edad de los casi cuarenta, la vida ya la tienes hecha y no quieres cuidar ni proteger: nomás coger y ya. Deslindarse de las responsabilidades que conlleva el compromiso. Pero a mí me valía madre. Después de otro beso más apasionado, me dijo que me quería mucho también. Que tenía que pensar las cosas. Te digo que ya había cumplido lo que quería, acercarme a mi maestro, saberme deseada. Claro, adivinaste otra vez: ya no necesitaba a mi hijo. Tres meses después, toda la escuela sabía. Hasta estaba yendo con la psicóloga de la escuela. Tenía que deshacerme de él. La última noche que hablé con mi bebé, supe que siempre me iba a perseguir. El ritual fue el mismo: desnuda, frente al espejo. Mi pequeño Jesús, le decía: Tengo que contarte algo. Por ahora no es posible que nos conozcamos. Tendremos que esperar unos años más. A lo mejor antes, mi chiquito. Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, pero es necesario. Te vas a morir, ¿está bien? Te vas a morir porque no te lograste formar 19


lo suficiente, porque… porque mi matriz es demasiado pequeña para ti, no está lista. Tú no estás listo para este mundo. Aquí todos están locos y tú no estás preparado para sobrevivir en este manicomio. Lo decía todo acariciándome el vientre. Los golpecitos fueron leves, primero, luego subieron de intensidad. ¿Qué chingados?, pensé. Que ahorita no te quiero, déjame en paz, le grité. Los golpes cesaron. El dolor no. Empecé a sangrar: chorros rojos deslizándose por las piernas. Me desmayé. Desperté en el hospital. Mis papás estaban ahí. ¿Y el bebé?, pregunté. ¿Cuál bebé? Se rieron todos. Resulta que tenía tiempo con quistes en la matriz que se estaban convirtiendo en tumores. Los cabrones no pudieron tener mejor sincronización en mi caso. Perdí a mi hijo. Estaba salvada. Podía ser feliz con el profe. El problema ha sido sobrevivir lo que le siguió a ese episodio. Las mentiras gestan monstruos y yo había creado a uno. Esa noche que llegué a casa, ahí estaba en el piso, frente al espejo, en el mismo lugar donde me había desmayado: un bebé apenas formado, envuelto en sangre y amarrado todavía al cordón umbilical. No entré al cuarto, por supuesto. Y toda esa semana dormí en la sala. En la noche mi bebé chillaba. Tenía hambre. Toda la noche estuvo quejándose el pobre. A la mañana siguiente, entré a cambiarme y ahí seguía. De igual manera lo ignoré. En la escuela, la noticia ya se había corrido: la morra perdió al baby, pobrecita. Todos me trataron como si estuviera desahuciada. Mi actuación tenía que seguir. Sollozar en todo momento, contar el dolor y el aborto espontáneo. Llorar-abrazar-llorar fue la rutina de los días venideros. El maestro no creyó lo del aborto espontáneo. Me culpaba a mí, aseguraba que yo lo había causado, que el de arriba me iba a castigar. Como si creyera tanto. Me reprendía y me juzgaba, pero terminó cediendo. Me acercaba sin dejarlo retroceder, lo acorralaba. Era mi presa, lo tenía justo donde quería. Ahí 20


fue, en su cubículo, nuestro primer encuentro. Fue terrible, no como lo imaginaba. El maestro era brusco, torpe, como si no supiera qué hacer conmigo. Pero lo quería y en ese momento me pareció la mejor experiencia. Nuestros encuentros comenzaron a volverse casuales y monótonos. En sus horas libres me mandaba mensajes para vernos. Me cogía y me corría. Vete a clases, ándale, no quiero que repruebes por mi culpa. Ahí yo seguía, enamorado del profe, el que me había prometido dejar a su familia por mí, pero lo postergó demasiado y decidió dejarme por otra alumna. Ajá, así como lo escuchas. El cabrón comenzó a cortejar a una compañera de clase. Había sido uno de sus trofeos nada más. No me iba a quedar con los brazos cruzados. En casa, mi hijo seguía creciendo en el mismo lugar. A veces le ofrecía mi pecho para que comiera. Lo cargaba, lo arrullaba, pero siempre terminaba por abandonarlo frente al espejo. Alguna vez pensé en llevarlo a clases, para ver si alguien más lo podía ver, pero me parecía una locura. Pues en el caso de que sí fuera visible para mis compañeras, iba a quedar como mentirosa por inventar el aborto… De todos modos lo era porque el embarazo nunca existió… Lo peor era tener que confesarles y me tacharan de loca por ver a un bebé inexistente. Un bebé fantasma. En la madre, pensé, este es un trabajo para la tía abuela. Ella fue parte fundamental en mi vida después de que la mentira se salió de control. Le pedí que viniera a verme, que me sentía muy mal, que me estaban pasando cosas extrañas. Para ella no le era posible viajar desde el sur para acá y me dijo que tendría que esperar, que por lo menos le contara. Traté de hacerlo. Creo que soy mamá. ¿Mamá? Sí, creo que di a luz a un fantasma. No le quedaba claro a qué me refería. Sí, tía, un fantasma. Nadie lo puede ver más que yo, aquí está ahorita en mi cuarto, frente a mí, llorando, hambriento. Sí, mi’ja, sí, lo escucho ahora. Estática en el teléfono. La llamada se cortó. Se me hacía tarde, tenía que salir a cumplir mi venganza con el profe. 21


Era simple: haría que lo nuestro fuera descubierto. De la misma manera en que la noticia de mi embarazo se corrió por toda la escuela, así lo de nosotros. Llegaría hasta las altas esferas. Se enterarían. Lo juzgarían por meterse con una alumna, lo correrían. Su esposa también se iba a enterar y lo iba a dejar. Se iba a quedar solo, el miserable. Esa era mi venganza. Pero el cabrón se me adelantó. Había renunciado y era su último semestre. ¿Por qué huyes?, lo enfrenté. Al principio no me quiso decir. Su excusa fue que no podía seguir viviendo más mentiras, que su mujer no se lo merecía, que se iba a regresar al sur con su familia a comenzar de nuevo. Yo no quería que se fuera, quería que sufriera lo que había planeado. Tuve que hacerlo, acorralarlo. Hice que nos descubrieran cogiendo por última vez. Fue su secretaría la que abrió la puerta. Mejor persona no pudo haber sido. Ese mismo día todos se enteraron. Había jodido el futuro de mi maestro. Estaba feliz. Lo sigo estando. Hasta ahora no parece justo que nada más nos usen y nos dejen como si fuéramos desechables. No. Mi hijo fantasma pensaba igual que yo, obvio: era producto de mi perversión. Esto me lleva a casi concluir, Jesús. Casi. Una última escena para tus castos oídos. Sí, tienes razón, ¿cómo me deshice de mi fantasma? Esa no es la pregunta correcta. Yo más bien hubiera preguntado cómo el pequeño fantasma quiso deshacerse de la mujer que era. De vuelta en casa, seguía ahí tirado en el piso. Volví a marcar a la tía abuela, pero no contestaba. El pequeño ahora estaba sentado. Se veía más grande, estaba creciendo. El niño que estaba ahí tenía un poco más del año y me estaba viendo. ¿Qué es lo que quieres?, le pregunté. Sonrió el canijo. Todavía me acuerdo y me dan escalofríos. Sonrío y alzó los brazos. Necesitaba el amor que le había prometido cuando lo inventé, cuando me acariciaba el vientre. Ay, mi fantasma. Lo abracé. Me abrazó. Le pedí perdón, le dije que se tenía que ir porque no era real, que había sido una invención mía. Intenté 22


asfixiarlo. No pude. No pude con tanta culpa. Lo acosté en mi cama y la arropé. Él feliz, me pedía alimento. Por instinto me destapé el pecho, y mamó de él. Así pasaron algunos días. Mi fantasma me estaba consumiendo. Por supuesto que nadie podía verlo, no podía decirles así nada más, que era mi hijo el que me estaba matando. ¿Qué? Claro que no. No la he olvidado. Aquí es donde aparece la tía abuela, a salvar el día otra vez. Aleja a esa criatura, me dijo en cuanto entró. No, no, es mi hijo, lo tengo que cuidar, lo defendía. Cerró la puerta con seguro. Cargaba con ella su bolsa de menjurjes. Sacó unos frascos con aceites y agua bendita. Nos bañó a los dos. Pero lo que para mí era líquido refrescante, para el pequeño Jesús parecía como si le estuvieran echando ácido. El gas que emitía olía pútrido, como animal muerto. Vomité. El niño comenzó a llorar demasiado fuerte. El lloriqueo se convirtió en un chillido ensordecedor. Me aventé al piso. La querida tía abuela envolvió en una sábana a la criatura y me pidió que terminara con su vida. No me atrevía, al fin y al cabo, era mi hijo. Esto no es humano, me decía la tía abuela, tienes que deshacerte de él, hazlo, destrúyelo. Me llegaron los recuerdos. La idea de haberlo creado. Las mentiras. Mentiras poderosas. Lindas, inocentes mentiras. Ni modo. Lo tuve qué hacer. Pum. Así como lo inventé, así lo maté. Poco a poco fui recobrando las fuerzas. La vida continuaba. Pero por supuesto que así no termina todo, querido. No. Ya sabes lo que viene. Pecar tiene sus consecuencias. La tía abuela, más que nadie, lo sabía. Me lo dijo inmediatamente después de que enterramos la sábana en un baldío alejado de mi casa: Va a regresar. Tu hijo. Pero ya no tuyo. En estos momentos, mientras lo estamos enterrando, está naciendo de otro vientre. Tú no podrás procrear hasta que se logre el encuentro. Él vendrá a ti. Y cuando lo haga tienen que consumar el acto carnal. Es el único momento cuando podrás cerrar este ciclo, y tu descendencia limpie tu pasado. 23


El pasado, querido, el pinche pasado es un felino al acecho. ¿Ahora entiendes? Tu pureza salvará mis pecados. No temas. No te haré daño. Ya mucho te hice cuando te inventé. Solo tenemos que cumplir la profecía, Jesús. ¿Me enciendes otro cigarrillo?

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el arte de mirar en el espejo

El recuerdo de la infancia regresó en el peor momento. Subíamos el espejo antiguo, enorme, al piso de la señora Ruiz, cuando sin querer volteé a ver mi reflejo: no era yo. El hombre del otro lado parecía burlarse. Había regresado. Estornudé. La memoria me distrajo: hizo que se me resbalara el artefacto y explotara en un montón de pedazos por la escalera. Estaba conmigo mi jefe y compañero de trabajo, que de inmediato se puso a mentar madres después de darme un putazo a mano abierta en la maceta. —Con la suerte que tienes, ahí te van otros siete de miseria. Ay, si serás pendejo. Me lo dijo como siempre, como si fuera nada. Esta vez no lo soporté. Lo empujé. Cayó rodando por la escalera y terminó con la cabeza reventada. Desde arriba lo vi agonizar: ojos abiertos, mirándome fijo, luego se desvanecieron a blancos. Al bajar para comprobar que estuviera muerto, pisé los restos del espejo roto. Me vi a mí mismo, desfragmentado, como cuando era niño, después de haber roto los espejos pensando en mi salvación. Mi mala suerte lo había alcanzado, y por fortuna nadie vio la caída de mi pobre colega. Se asomaron, momentos después, algunos vecinos, testigos perfectos para mi coartada. 25


La señora Ruiz salió cuando la ambulancia llegó. —Qué pasó, ya se habían tardado. —Ay, doña, no sabe la tragedia que ha sucedido. —¿Qué le pasó a mi espejo, qué pendejada hiciste esta vez? —Yo ninguna, doña, mi compañero, se resbaló. —No me jodas, no me jodas: ¿y el espejo? ¿Cómo quedó mi espejo? —Roto, doña Ruiz, roto… como la cabeza del... —Ese espejo era muy importante para mí. Tenía un valor sentimental. Había pasado de generación en generación en la familia. Estás maldito. Qué bueno que se adelantó tu amigo. Mejor para él. En cambio, tú… No, tú no tienes remedio. Antes de irte, limpia por favor este desmadrito que hicieron. —Sí, señora, por supuesto. Usted disculpe. —¿Sí sabes qué hacer, verdad? —¿A qué se refiere? —Pues a cómo limpiar el espejo, qué más. —Pues sí: lo levanto… con un recogedor… y lo tiro a la basura, ¿no? —Ándale, cabrón, hazlo así y vas a ver que de verdad no tendrás remedio. —¿De qué otra forma quiere que los recoja? —De la única forma en que se debe desechar un espejo que has roto, mi’jo: machácalo bien, hazlo polvo, que no quede ningún pedazo que refleje nada. Guárdalo en una bolsa negra. Entiérralo en un lugar lejos, desconocido por ti, al que no pienses volver jamás. —No sabía que fuera tan supersticiosa, doña. ¿No le parece un poco exagerado? —Exagerada fue tu reacción. Me quedé callado. Doña Ruiz me tenía en sus garras. Había visto lo sucedido. Sin embargo, no parecía molesta ni mucho menos con ganas de delatarme. Sonreía todo el momento, sonreía la bruja, mientras se retiraba a su departamento. Eran muchos trozos los que tenía que recoger. La teoría de deshacerse del espejo sonaba descabellada pero no tanto como 26


algunos mitos que conocía al respecto. Hice una pila con ellos y los guardé momentáneamente en la mochila de herramientas que siempre llevaba conmigo. No había tiempo para hacer todas las indicaciones de doña Ruiz. Lo pospuse y el recuerdo regresó, el pinche recuerdo… Tenía cinco o seis años —no pretendo recordar con exactitud— cuando tomé consciencia de mi reflejo en el espejo. Me veía todo el tiempo. En mi casa siempre hubo espejos. Mamá estaba obsesionado con ellos. Al igual que yo, se contemplaba todo el día. Se maquillaba y se volvía a desmaquillar, por ejemplo, para seguir viéndose. Ensayaba monólogos también frente al espejo. Siempre quiso comenzar una carrera de actriz. Era una mujer talentosa. Su pasión por la actuación se convirtió en locura. Queriendo obtener un papel importante, descuidó su alimentación, necesitaba adelgazar. Desapareció. Pero su muerte lenta no tiene nada que ver con el recuerdo. O sí: finalmente fue ella quien me contagió el narcisismo de siempre actuar frente al espejo, de querer hacer todo frente a él. Todavía hasta hoy, cuando tengo suerte de coger, siempre tiene que ser frente al espejo, aunque estornude, incluso cuando me masturbo: es necesario tenerlo enfrente para derramar la venida en él. El espejo, como ven, se ha convertido en parte esencial de mis rituales de vida. La primera vez que recuerdo haber visto al hombre en el espejo fue por aquellos años, cuando mamá se estaba consumiendo. Papá, el cobarde, no quiso seguirle el juego, decidió abandonarnos. Así pasa. Uno tiene que sobrevivir solo. Mi reflejo era el único amigo que tenía, hasta que el hombre sin rostro apareció en él. Es un decir que no tuviera rostro. Sí tenía… pero parecía borroso. Estoy seguro que tenía bigote y barba, como yo la tengo ahora: abundante, descuidada. 27


Al principio pensaba que era mi vista la que fallaba. Me tallaba los ojos, hasta enrojecerlos, para tratar de enfocar bien, pero el rostro borroso seguía ahí. El hombre me saludaba, parecía tocar la superficie. Primero despacio. Conforme pasaba el tiempo lo hacía con más fuerza, y parecía que el espejo temblaba, formando olas como cuando dejas caer una roca en el lago. Yo tocaba también, siguiendo el juego. Tocar hasta reventar. En el funeral de mi compa me rogaron que dijera unas palabras. Al principio me negué. Fueron tan insistentes, en especial su esposa, que no tuve de otra. Traté de sonar lo más triste posible. No tuve que esforzarme demasiado, agüitado lo estaba: siempre me han deprimido los funerales. Cuando yo me muera no quiero que me hagan nada de esto. Quiero que dejen mis huesos en una calle vacía, sin cruz ni seña en particular. —Él, además de mi compañero de trabajo, era mi amigo. Siempre fue un hombre impaciente, pero igual estuvo siempre ahí para darme palabras de aliento. Te voy a extrañar, camarada, buen viaje a dónde quiera que vayas… Eché el puño de tierra y toda la cosa. La verdad es que sí me dolió su muerte, como me duele la de todos, como me va a doler la propia cuando llegue. La esposa se acercó a mí, sollozando. —Gracias por tus bonitas palabras. Me dio un beso en la mejilla y me abrazó. —A un amigo se le acompaña hasta la tumba. La abracé de vuelta, tocándole la espalda, dándole roces de ánimo con una mano, y con la otra cerca de la parte baja de la espalda, como indirecta de que, si se llegara a sentir sola sin el cabrón ese, me tenía a su disposición. —Gracias —me dijo y se alejó contoneándose. Suspiré. Saludaba a cada amigo, cada miembro de la familia del difunto. No me importaban en absoluto, hacía tiempo 28


para deshacerme del bulto que traía cargando en mis espaldas: todos los trozos de espejos. La vieja claramente me había dicho que debía deshacerme de ellos en algún lugar alejado, al que no pensara volver. Y después de este ritual de hueva me quedaba claro que no volvería a asistir a uno. Se fueron todos. Todos menos uno. Al fondo, entre las tumbas: un hombre trajeado. Manos cruzadas en la espalda. No estaba tan lejos. Pero no alcanzaba a distinguir su rostro. Le hice un ademán. —¿Qué onda? ¿Eras amigo o familiar? Silencio. Ningún movimiento. —Llegas tarde —le volví a gritar—, se han ido todos. Mudo de nuevo. —Te puedes acercar, si gustas, aquí es donde acaban de enterrarlo. Pero el hombre nunca respondió. Dio media vuelta y caminó hacia unos árboles hasta perderse de mi vista. Aproveché la soledad para abrir un hoyo y enterrar la mochila con los restos del cristal. Antes tenía que dar un vistazo. Tenía que comprobar algo. No sabía qué. Abrí la mochila. Entre todos los cristales rotos, pude ver mi reflejo. Peor: pude ver al hombre detrás de mí, con su rostro níveo, borroso. Sabía que estaba sonriendo. Lo sabía por alguna razón. Sin voltear atrás, abrí la mochila y dejé caer los trozos que brillaban con la luz del atardecer. Los cubrí con la tierra. El polvo otra vez. Estornudos. Sin voltear, caminé hacia la salida. Una vez afuera, corrí. No hay peor depredador que esa bestia a la que llaman pasado. Mientras corría recordé algo importante que la doña me había advertido: destruye todo… no: machácalo todo, sin dejar rastro que refleje algo. Pequeño detalle. 29


¿Habrá sido eso lo que causó el regreso del hombre del espejo? Cuando me tocaba desde su lado, en donde todo era igual, pero al revés. Tocar, tocar: tocar hasta reventar. Eso fue lo que hice. Eso fue lo que lo liberó. Los cristales rotos se esparcieron por mi cuarto que, además de espejos, estaba decorado por monstruos y robots. Juguetes que le exigía a mamá las pocas veces que me sacaba a pasear. Monstruos y robots fueron testigos de mi juego con el espejo, fueron los primeros en ver mi puño rojo, empapado en sangre. Un humo denso, que me causó picor en los ojos y en la garganta, se disipó justo cuando mamá abría la puerta, molesta. —¿Qué has hecho? Me miró asustada, llena de pavor. Luego se dejó caer al piso a llorar. No le importó cortarse con los trozos de vidrio. La sangre de sus rodillas y sus manos, se mezclaba con los restos del espejo. —Nos has desgraciado, hijo, nos has desgraciado con tu mala suerte. Ese fue el día que mamá comenzó a actuar extraño. Hablaba con más frecuencia sola frente a los espejos, sonreía de esa peculiar manera en que sonríen las mujeres cuando son cortejadas. Con cierta vergüenza, pero con la seguridad de saberse queridas y deseadas. Se peinaba todo el tiempo. Lo que más me da pena todavía recordar son sus momentos desnuda. Le gustaba hacerlo frente al espejo, lento, y se acariciaba todo el cuerpo: desde el cuello, el vientre, hasta el pubis. Se tocaba sin importar que estuviera cerca. Se sabía observada por mí, pero no le molestaba en lo más mínimo. Yo, que nunca había visto a una mujer en cueros, conocí el deseo. En mis sueños más reprimidos, hacía el amor con ella. Me sentía culpable y me castigaba golpeando los puños contra la pared hasta sangrar. Una de esas noches me despertó el deambular de una presencia por el cuarto. Era el hombre del espejo. Sin abrir la puerta, la traspasó, dejando el rastro de polvo que se convertía en su rasgo característico. Era el tiempo manifestado, ahora pienso: polvo en el viento. 30


Intenté dormir, como siempre. Pero escuchaba a mi madre hablar. Susurraba. Tuve que salir de cama, despacio. Bajé hacia las escaleras. Ahí estaba el hombre, desaliñado, acariciando a mi mamá. Los veía escondido, alejado. Me conmocionaba lo que estaba viendo, pues nunca me imaginaba que se pudiera hacer eso con los cuerpos: revueltos, jadeantes. En un instante, o lo que me pareció un instante, ella lo vio y lanzó un grito. Él retrocedió, confundido. Ella se dejó ir en contra de un espejo de tamaño que se ajustaba al suyo, reventándolo. Los cristales cayeron sobre ella, algunos comenzaron lo que ella estaba a punto de terminar: rasgaron su cuerpo blanco, decorándolo con manchas rojas. Mi madre, entrada en algún tipo de éxtasis, tomó un par de trozos puntiagudos del espejo roto y comenzó a cortarse los pechos, el torso, las piernas, los brazos… finalmente las venas de las muñecas, luego la garganta. El hombre no hizo nada para detenerla. Me acerqué, pensando que podría ser de ayuda, pero mi madre ya estaba en el más allá: su mirada se encontró con la mía, ojos en blanco. Había rastros de lágrimas. El hombre seguía ahí. Nos miramos directamente a los ojos. Sentí que estaba viendo dentro de un caleidoscopio: veía fragmentes de mí, esparcidos en un prisma triangular. Así como apareció el hombre del espejo, así se fue: se esfumó, se hizo polvo. Estornudé. Hasta ahora lo sigo haciendo, como una alergia que me estaba previniendo de acercarme a los espejos, los estornudos han sido constantes, ahora que lo pienso. Gente diciendo Salud, gente implorando ayuda de Jesús. ¿Por qué lo hacen después de estornudar? Uno está jodido ya. Jesús no ayuda si estás jodido de nacimiento. Alguna vez estornudé en el camión. Nadie me dijo nada. Al principio me sentí patético, ignorado. Después me di cuenta que los patéticos eran ellos: metidos en sus libros, sus celulares, escuchando música. Pendejos. Todos. No se daban cuenta que a mí me gustaba ser invisible. 31


Lo que siguió fue natural: quedé huérfano, crecí en una casa hogar rodeado de los peores compañeros que pude haber tenido. Me decían el Malasuerte porque siempre les huía a los espejos, pues como lo expliqué, los estornudos me cazaban. Sobreviví de alguna manera. Crecí, me hice hombre. Tuve que abandonar el refugio. Así fui a dar con este trabajo cagado de asistente de mudanzas. Mientras yo seguía huyendo del cementerio, sentía que el cabrón seguía atrás de mí: el hombre del espejo: el pasado. En el departamento en donde vivía tenía un espejo enorme, siempre cubierto. A pesar de esta alergia y este miedo que me causaba estar frente a uno de ellos, me gustaba enfrentarme a mí mismo: lo desmantelaba y me quedaba viendo, siempre directo a los ojos, para ver qué descubría. Hay mitos sobre esto, con los que siempre he estado fascinado. Uno de ellos tiene que ver con los espejos en los sueños: si alguna vez te sueñas frente a un espejo, no se te ocurra mirarte, pues vas a ver tu verdadero tú, el monstruo que llevas dentro. Por eso cuando sueño, lo evito a toda costa, lo reviento sin pensar, despertando con cicatrices en el puño, los mismos que me hice de niño. El otro tiene que ver con la muerte y el alma. Como ahorita, debería de mantenerlo cubierto porque como acaba de morir alguien cercano, es muy posible que se manifieste en el espejo. Más si tiene asuntos pendientes en este plano. Vengarse de su asesino, por ejemplo. Hay otro muy curioso que tiene que ver con la oscuridad. Un cuarto oscuro con espejos puede ser peligroso, pues las ánimas se transportan a través de ellos. Las ánimas le temen a la luz. Así, cuando estás en un cuarto oscuro con espejos, con la simple iluminación de una vela, cuidado: esa tenue luz, al mismo tiempo que los asusta, los atrae. Te conviertes en presa fácil, lista para ser reemplazada. El mito que más me gusta tiene que ver con el tiempo. Práctica ancestral, la catoptromancia es el arte de la adivina32


ción a través de un espejo. Se requiere paciencia. Ver, casi sin parpadear, ver más allá dentro de tus ojos: el reflejo del alma, dicen. Por más que he tratado de ver el futuro, nunca veo nada: sólo recuerdos. Malas memorias. He durado horas. Inútiles todas: nada más que mi otro yo mirándome de forma siniestra. Esa sonrisa… ¿Dónde la he visto? Han pasado varios días desde el accidente. El hombre continúa persiguiéndome. Me he alienado de manera total. He destruido todos los espejos en mi camino, arriesgando a cargar un milenio de mala suerte. Me vale madre. He encontrado un sitio en donde refugiarme, en las afueras de la ciudad. Una fábrica de cajas abandonada que comparto con algunos tecatos que vienen de vez en vez a inyectarse y comparten sus agujas conmigo. Prefiero estar apendejado a tener que soportar las visiones. Si me conocías antes y me ves ahora, es muy probable que no me reconozcas. Ni siquiera te atreverás a tratar de reconocerme, estoy seguro. Toda la gente le huye a los homeless. Tener ropas sucias, barba desaliñada, algunas semanas sin bañarte, son la mejor receta para evitar a la sociedad. Ésta ha sido mi salida fácil. Pero quién ha dicho que existe tal. Quizá sea temporal, porque tarde o temprano, llega la perra noche a morderte. Así fue como llegó la figura encapuchada, a darme un regalo a mitad de la madrugada, por permitirle pasar unas horas de descanso. Seguro, viejo, le dije, agárrate un cartón para que te encierres, te mantienen caliente. Gracias, gracias, es usted un ángel. Me entregó un paquete envuelto en periódico. No debí abrirlo. Sabía lo que era, y lo hice: lo descubrí y vi mi reflejo en la oscuridad. Demasiado tarde. Lo que había del otro lado no era mi reflejo actual, era el de niño en mi cuarto, jugando con monstruos y robots. ¿Quién chingados te crees, cabrón, por qué me traes esto, quién eres? Pateaba las cajas en el piso. Nadie. En medio de la 33


fábrica yo solo con el espejo. No pude más que mirar, hacer contacto para tratar de salvarme de lo que seguía. Una vez hecho el contacto con mi pasado, lo siguiente era evitar la muerte de mi madre para que mi presente no fuera el de hoy, y mi futuro tuviera una mejor versión: corregida, mejorada, aumentada. Tocar el espejo. Tocar hasta reventarlo. Deshacerme en polvo, hacerlo estornudar. Ver a mi madre desnuda frente a su espejo. Admirarla de lejos. Desearla. Amarla nada más. Mirar a los ojos de mi pasado. Mirar a los ojos de mi presente. Adivinar mi futuro. Amar a mi madre. Amarla y salvarme. El espejo entre nosotros siempre: un testigo: un dios paralizado por el vacío.

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la piel eriza de la quinceañera

Atardece en las afueras del castillo. El calor se disipa entre las emociones. La familia Esquivel celebra los quince años de Belén, su primogénita. Los invitados llegan poco a poco al festín. Los padres, orgullosos, los reciben en la entrada de la fortaleza, conseguida a buen precio a cambio de un favor político. De no haber sido por los berrinches de Belén, quien insistió también en ir con un vestido de princesa, la fiesta se hubiera llevado a cabo en la Casa Club de su condominio. Pero no: consiguieron el castillo con sus jardines tupidos e interiores enormes que adecuaron como pista de baile. —Sólo una vez se cumplen quince, viejo. —Sí, sí, está bueno, vieja, que se haga donde quiera. La conversación la había escuchado Coco, la hermana menor, y se imaginaba toda una escolta de soldados y mucha gente dando vueltas como idiotas, tomados de la mano. Yo no quiero fiesta, pensaba, yo prefiero irme al espacio y desaparecer. A los once, Coco tenía la certeza de que era ridículo «presentarse ante la sociedad», como le decían. La imagen que se había plantado en la mente de Coco no distó tanto, y aprovechaba para grabar algunos momentos con su celular. Los automóviles de lujo —no carruajes— seguían lle35


gando. De ellos bajaban sus tíos, sus tías, sus primos, sus primas, y un montón de gente desconocida. Sin excepción, todos llevaban regalos. Algunos grandes, otros envueltos en cajitas: ¿Aretes, collares, anillos?, trataba de adivinar mientras las agitaba. —¡Mamá! —la descubrió Belén husmeando entre sus tributos— ¡La Coco se quiere robar mis regalos! Coco aprendió que, si quería sobrevivir, tendría que acatar las reglas de casa. Entre ellas, que Belén era la consentida y siempre tenía la razón. La muy perra. Con el paso del tiempo tendría la edad suficiente para ver el ascenso y la caída de su hermana. Mientras, ella estaría en la luna o en otro planeta, quizá, excavando minas; o mejor: en otra dimensión, matando de miedo a la «gente bien». —¡Socorro! Deja las cosas de tu hermana, por favor. Es su cumpleaños y no el tuyo. Aprende que es su día. Deja que se la pase bien por una vez en su vida… «No estés fastidiando». Así remataban todos los regaños. Coco era un estorbo. Por eso trataba de mantenerse al margen. Lo lograba, por supuesto. Nadie preguntaba por ella. Había descubierto la manera de hacerse invisible. Era fácil: no hables, no opines, no mires a los ojos cuando te miren a ti. Escucha, critica en silencio, observa de lejos. Lo que observó en ese momento fue la llegada de Manuel, el novio de su hermana. —Hola, Manolo… —siempre, siempre lo saludaba. —Hola, Coco, ¿y tu hermana? —siempre, siempre le respondía. —No sé. Por ahí. —Con permiso. Allá se iba Manolo. El pinche Manolo. Su partida era solamente un paso de la rutina de Coco. Esta vez no fue la excepción. Con tan sólo algunos metros detrás de él, atestiguaba el beso entre su hermana y su novio. El abrazo. La estrechez de manos. Las caricias. Los secreteos. Las sonrisas cómplices. Era un hecho: hoy era el gran día: hoy sí iban a coger de verdad. 36


Coco lo supo durante las visitas de Manuel en casa. Silenciosa, al lado de la puerta del cuarto de Belén, siempre escuchaba. El sonido de la saliva compartida, lo breves quejidos. —Ándale, Beli, ya no aguanto. —Que no, espérate, todavía no, hasta que nos casemos. —No mames, Belén, no mames, falta mucho. Me voy a cansar y no respondo. —Okey, okey, relájate. Ven. Más saliva. Más quejidos. —En mis quince te voy a dar la sorpresa. —¿Lo prometes? —Lo prometo. Promesas que se iban a cumplir en el jardín del castillo. Anochecía cuando la pareja huyó tomada de la mano, hacia los arbustos cuya estructura formaba un tipo de laberinto en donde era fácil perderse. No para Coco, que tenía una excelente perspectiva del espacio. Así pudo seguirlos, con celular en mano, sin ser detectada. Llegó un punto en que los perdió de vista, pero los pasos y las risas la guiaban. El corazón de Coco era un puñado de tambores y platillos improvisados. Estaba a punto de descubrir aquello que llaman hacer el amor, desde un asiento de la primera fila, en donde las imágenes llegan primero que a todos. Se lo merecía por aguantar tantos caprichos de su hermana. Además, la escena significaría el chantaje perfecto. «Te vi, pinche puerca, te vi con el Manolo. Si no me das esto, si no haces aquello, lo voy a publicar en el Face». Los pasos se detuvieron. Coco tenía que ser más cautelosa. Despacio. Entre los arbustos los vio: dos criaturas desnudas se le habían adelantado. Le habían ganado los asientos vip. Coco comenzó a grabar a la distancia. El truco de la invisibilidad seguía funcionando, al parecer, porque ninguna de las dos volteó a verla. Estaban entretenidas viendo el espectáculo que hacía rato había comenzado. Unos pasos más allá estaban Belén y Manuel besándose, quitándose la ropa. 37


—¿Seguro que nadie nos va a ver? —Seguro, estamos a salvo en este punto. Si nos buscan nos van a gritar y tendremos tiempo para vestirnos. —Está bien, pero que sea rápido, por favor, concéntrate para que sea rápido. Flacas hasta los huesos, las criaturas seguían allí de mironas, excitadas tanto como Coco. ¿Quiénes eran? ¿Qué eran? ¿Qué tramaban? No tuvo que esperar tanto para descubrirlo, pues en el momento justo en que Belén y Manolo dejaban de ser vírgenes, las criaturas se abalanzaron sobre ellos, dándole, en primera instancia, un golpe certero en la nuca de Manuel, dejándolo inconsciente. Tenían experiencia, eso estaba claro, en el arte del asalto sorpresivo. Belén alcanzó a dar un grito que fue ahogado por otro golpe que le partió la mandíbula. Lo que siguió fue un meticuloso proceso de cambio de piel: con unas navajas rudimentarias, las criaturas despellejaron a la pareja. El filo de sus instrumentos, quizá el pulso de los usurpadores era fino, pues ni rastro de sangre dejaron. Sólo un par de cuerpos en músculos y huesos. Para Coco esto significó la huida. Corrió de vuelta al castillo. La entrada del laberinto de arbustos fue difícil de hallar, pero una vez encontrada, Coco se detuvo para voltear atrás y cerciorarse de no ser perseguida. Acababa de anochecer. —¡Socorrito, mi vida! —le gritó su madre— ¿No has visto a Belén? Ya va a comenzar el vals. Necesitamos a la quinceañera, si no, qué chiste. Coco se acercó a ella, agitada. —En el fondo del laberinto, má. Con el Manolo. —¿Qué estaban haciendo? —No quieres saber. —Sí, sí quiero saber. Me vas a decir inmediat… —Estaban cogiendo, mamá. Los vi. Luego… —Coco, por favor, no esté diciendo esas cosas en voz alta, ven para acá. —Mamá, es en serio: estaban haciendo cosas cuando llegaron dos monstruos. 38


—¿Vas a empezar con tus historias, Coco? ¿En serio tan desesperada de atención estás? No tienes remedio. —Madre… escúchame… —¿Y a ti quién chingados te dijo qué era coger? Del fondo de los arbustos emergieron dos figuras con las mismas pieles y ropas de Belén y Manuel. Coco fue la única que notó su delgadez, además del extraño caminado y la mirada perdida, difusa. —Belén. Manuel. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban haciendo en el jardín? —Jugando, mamá, jugando. Coco y su mamá se distrajeron por un ruido extraño que recordaba a aquél rugido de los intestinos cuando no tienen nada que digerir. Eran las esfumadas barrigas de la pareja que acaba de ser descubierta. —Hambre, hambre —decían los dos al unísono. —¿Cuál hambre? Ya sigue el vals. Primero lo primero. Ya después hablaré con ustedes. —Primero vals, luego hambre. —Exacto. Anden, vámonos que lo invitados esperan. Era de noche, se entendía que pasaran desapercibidos. No importó que pareciera que el vestido o los pantalones estuvieran un poco flojos, tenían que bailar porque así lo requería la tradición. Tiempo de vals, un-dos-tres, un-dos-tres. La gente parecía maravillada, porque la pareja bailaba sincronizada con todos los invitados, y mucho mejor entre ellos. Danzaban a brincos. Les aplaudían. Coco, quien continuaba grabando en momentos, sabía que lo que los impulsaba era el pastel. No le quitaban los ojos de encima. Daban vueltas, sin marearse, sin titubear. Estaban dando un gran espectáculo. Sus papás no podían estar más orgullosos, sabían que todos los periódicos del país iban a hablar del gran festejo de la familia en el castillo. 39


—Un gran aplauso para la quinceañera y su chambelán, que esta noche le sacan chispas a la pista, como nunca se había visto. A continuación, le siguió el brindis por la salud, prosperidad y riqueza de la nueva integrante de la sociedad: Belén. Todos alzaron sus copas y bebieron al mismo tiempo. Queremos pastel, pastel, pastel. La sorpresa fue el gran apetito de la pareja. Sin avisar ni compartir, devoraron todo el pastel de tres pisos, pero a nadie le pareció sospechoso. Primero se quedaron mudos, luego se carcajearon: «Están en desarrollo», dijo alguien y aplaudieron. Luego siguió la música de banda, que inmediatamente hizo levantar a más de la mitad de los asistentes, que se unieron al baile, olvidando a la pareja que se escabullía a la cocina. Coco era la única que prestaba atención y fue tras ellos. Ya estaban asaltando el refrigerador cuando Coco entró. Los cocineros yacían entre charcos de sangre, vino y puré de papa. Las barrigas de Belén y Manuel estaban creciendo. Coco estaba fascinada por el espectáculo, no pudo negar soltar una sonrisa tímida al recordar la estricta dieta de Belén, que seguía al pie de la letra para adelgazar y caber en el vestido que ahora se abultaba poco a poco. Manuel se detuvo y volteó a ver para descubrir de dónde provenía la risa. Coco cruzó miradas con él, quien alertó a Belén con una sacudida. Se quedaron un momento viéndola, tratando de notar si sabía algo. —Hambre —dijo Coco—, hambre. Belén y Manuel se voltearon a ver. Asintieron. Le ofrecieron un pedazo de carne cruda. Coco, para ser aceptada, la tomó entre sus manos, la olió y la mordió. —Mmm, está bueno. ¿Hay más? —Más, más, más… —repitieron, repartiendo más trozos. Mientras tanto, las barrigas de las criaturas que robaron la identidad de Belén y Manuel seguían creciendo, hasta denotar un ombligo abultado. Apenas podían controlar la respiración. Era tiempo de marcharse. 40


La pareja caminó hacia la salida, cruzando el baile que a leguas denotaba la diversión que el exceso de copas ofrece. Nadie los vio salir. Coco los seguía con cierta distancia, hacia el mismo lugar de donde vinieron: entre el jardín. Ya había oscurecido. Las luces exteriores les guiaban en el camino. Allá arriba se asomaba una luna creciente entre las nubes. En el centro del jardín, las criaturas se desnudaron. Antes flacas, ahora parecían bolas rodando entre las hierbas para adentrarse a la maleza. Las pieles de Belén y Manuel quedaron esparcidas en el mismo lugar, en donde sus cuerpos carnosos ya se pudrían. Lo primero que hizo fue arrastrarlos fuera de vista, entre los arbustos, para que las criaturas se los llevaran. Luego tomó la piel de su hermana. Hacía frío y pensó en cubrirse con ella. Se recostó, envuelta en la piel viscosa, sobre el pasto, mirando el cielo estrellado. La luna se asomaba más cuando se quedó dormida. Antes de despertar, ya entrada la madrugada, soñó que ella era la quinceañera. Que todos los hombres que llegaban a la fiesta la besaban en la boca, mientras le daban la bienvenida a la sociedad. Adentro, entre la pista, había una pareja amarrada a un poste. Todos los invitados tenían máscaras con rostros de plásticos, y aplaudían a su paso. Su papá y su mamá le ofrecieron una antorcha encendida, indicándole que debía de usarla sobre las víctimas atadas al poste. Sin titubear, Coco lo hizo. Recibió más aplausos, entre los gritos de terror de los que se chamuscaban en medio del baile. Al momento de abrir los regalos, Coco encontraba pedazos de carne cruda en cada uno de ellos: grandes, pequeñas, todas jugosas. —Te queremos mucho, Belén —le dijeron sus papás—. Eres la quinceañera más hermosa de todas. Luego le escupieron la cara. Se burlaban. Era la lluvia que apenas comenzaba a caer sobre Coco, interrumpiendo su sueño. 41


Se levantó para correr en búsqueda de refugio dentro del castillo. Se sentía extraña, rara, torpe: no peor que sus familiares, quienes ahogados en alcohol seguían bailando ridículamente sobre la pista; otros dormían sobre las mesas o en el patio. Siempre lo mismo en las reuniones, pensó, siempre. —Hija, ¿dónde estabas, preciosa? —En el jardín, má, ¿dónde más? —Está lloviendo muy fuerte, mira cómo vienes mojada. ¿Y a tu hermana no la has visto? —No, má. Creo que anda por ahí bailando con Manuel. —Ándale, pues, ¿y no te molesta? Ya te conozco como eres de celosa. —En realidad no. —Ándale, pues, vete al baño a secarte y a retocar ese maquillaje, que ya se te corrió por el agua. Se dieron un fuerte abrazo. Coco se sintió especial hasta verse en el espejo del tocador: no era su rostro, era el de Belén. Sonrió, pues entre sus planes no estaba habitar la piel de su hermana, pero se sentía bien, después de todo. Había belleza entre la piel sangrante, eso sí. Se sentía especial y con ganas de lucirse en la fiesta. En ese momento notó que nunca había soltado su celular y aprovechó para tomarse una selfie. Al salir, la fiesta seguía a pesar de la hora. Coco, entonces, se dio cuenta de lo inevitable: sus papás, sus tíos, sus primos, los invitados, bailaban entre brincos y malabares, ahora con una barriga prominente, entre carcajadas, flatulencias, eructos y escupitajos. Tuvo una sensación de piel erizada. ¿Será posible que todos estuvieran muertos, víctimas de estas criaturas usurpadoras, esperando reventar? Bajó a la pista para unirse a la muchedumbre tomada para mover los pies de manera ridícula. La iba a pasar bien, para variar. Antes de que al amanecer encontraran un montón de pieles adornando el castillo, continúo grabando lo acontecido, como prueba y testimonio de que los monstruos existen. 42


dos espíritus bailan extraño

Para Luis Humberto Crosthwaite

1. La morsa La gente espera. Beben con paciencia. El tiempo es lo de menos. En noches como éstas puede darse el lujo de tardarse una hora, quizá dos, para salir. Que aguanten. Pocas veces tienen la oportunidad de ver a un muerto viviente en el escenario. Un mesías que idolatran sin dejar descansar en paz. Hoy es el gran día; hoy le toca ser el héroe de la clase obrera. Esta noche soy-él-como-tú-eres-él-como-tú-eres-yo-como-todos-somos-juntos. Hoy le toca ser la morsa: Goo goo g’joob. Una luz en el centro del escenario. Aplausos.

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2. In his life: hechos y coincidencias La música lo sigue desde el vientre de su madre. Él no lo recuerda, pero le acercaban una bocina de plástico que emitía un rock and roll británico. Retumbos que le llegaron al corazón recién formado y, valga decirlo, lo terminó de formar. Llegó al mundo un 9 de octubre, primera coincidencia; que lo llamaran Juan Walter Lozano, fue la segunda; el perfil griego que tanto le achacaban, la tercera; el remate: le rasgaba la barriga a la guitarra con gran acierto; el contrarremate: soñaba que iba a morir a manos de un fanático enardecido. La felicidad, piensa, es un arma caliente. 3. El amor es todo lo que necesitas La realidad es que Juan Walter Lozano nunca se interesó por la música cuando era niño. Al contrario, detestaba el ruido: el de la licuadora, el de la estática de la televisión, el de la mujer o el hombre contando chistes malos en la radio… a la menor provocación, se tapaba los oídos a manera de protesta. La verdad es que la música llegó a Juan de una manera predeterminada, al igual que a muchos adolescentes: por casualidad y por amor. ¿Les suena la campana? Sabía que el cuarteto existía, pero hasta ahí. No los escuchaba, no se sabía las canciones, no coreaba con sus compas. Cintia estaba ahí sentada, en la banca cerca de la cafetería de la prepa, con una guitarra entre las manos, tratando de leer una partitura: «All you need is love». La música, pues, lo llamó y lo armó de valor. —Hola, hola, mucho gusto, Juan Lozano. —Mucho gusto, Juan, soy Cintia. ¿Juan, de verdad? —Sí, ¿por qué? —Qué chistoso, te pareces al Juan que tocaba con los Beatles: el Juan Lennon. —¿Los Beatles? 44


—Sí, menso, no me digas que no sabes quiénes son los Beatles. —Sí… sí sé —dijo: pero no era del todo cierto. Tuvo que inventar una excusa para ir y documentarse. Fue como verse en el espejo por primera vez. 4. Dentro de ti, afuera de ti La transmutación comenzó la tarde en que Juan tecleó «Lennon» en el buscador de internet. El multimedia sobre su vida era infinito. Se desveló viendo entrevistas, documentales y videos musicales. Miraba su reflejo, actuando sus gestos, su manera de hablar, sus movimientos. Esa misma noche, Juan Walter se convirtió en John Winston. Así, vestido en pantalones de mezclilla con la bastilla doblada hacia afuera, y una chaqueta de cuero, acudió a su amigo, Pablo, para hacer una banda que rendiría tributo a los Beatles. Se hicieron llamar La Banda de los Corazones Solitarios y el éxito fue instantáneo: los contrataban para fiestas, y eventos en parques y plazas comerciales. Resaltaba el show de Juan porque ofrecía una oportunidad a los fans que nunca vieron a John en vivo, pues era su mimesis: divertido, espontáneo pero arrogante, un rockstar, pues. La familia, sus amigos y Cintia le comenzaban a cuestionar quién era en realidad: ¿Juan o Juan? Ni él mismo lo sabía ya. Soy el Dr. Walter O’Boggie, contestó alguna vez, harto, y decidió abandonar todo. Se marchó con su guitarra a recorrer el mundo. 5. Actuar natural —¿Cómo ganaste el concurso de dobles, Yon Walter, cómo venciste al Elvis? —I acted naturally… —contestó, detrás de esos lentes oscuros de lente redondo, mascando chicle, acento británico—. That’s all I do, man: actúo natural. 45


—¿Cuando te bajas del escenario, quién eres? —Un hombre de ninguna parte. El concurso de imitación le había abierto todas las puertas del showbiz. Pero lo cierto era que el horizonte se estaba perdiendo. Después de pasar una temporada solo en una colina, decidió que ya era tiempo. 6. Sólo creo en mí Para cumplir su destino, Juan puede hacer cualquier cosa. Pero decide meterse con la esposa de un yakuza. Acepta el karma instantáneo. Yon Walter no existe debajo del escenario: él es allá arriba. Esta noche se despide. —En nombre de la banda, quiero agradecerles por escucharme. Espero haber pasado la audición. Dese el fondo del bar de la calle sexta, vemos el resplandor emitido por la cámara de un revólver. Todos nos quedamos ciegos. 7. Aislamiento Una luz al final. Luego una voz: Ah! böwakawa, poussé, poussé. John abre los ojos.

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el muro

Este mensaje es para ti Esa noche estábamos conectadas. Nos dimos cuenta al instante. Era inevitable: la invitación nos llegó a todas. Tienes que aceptarlo: fue una manera ingeniosa de balconearte. Primero los perfiles falsos, luego las fotos que poco a poco fueron apareciendo. Ay, Pau, ni te lo imaginaste. Y no, no te confundas, ninguna de nosotras fue, te lo juramos. Hablo por ellas. Ellas hablan por mí. No tiene caso reclamar, ya te lo hemos dicho: no fuimos nosotras, con una chingada. No nos llames, no nos escribas, no nos amenaces con acusarnos. Eso no se hace, morra, eso no se hace. Mucho menos a una amiga, ¿quién chingados te estás creyendo? Te dimos todo desde que llegaste. Fuimos las primeras en hablarte. Te ofrecimos nuestra amistad: te contamos todo lo que sabíamos sobre cada una de nosotras mismas y de los demás. Confiamos en ti. Que te hayamos descubierto no significa que tomáramos retribución. Aunque no quiere decir tampoco que nos quedamos con las ganas. Pero ¿qué te pasa? No somos tan corrientes como tú. Además, nadie te manda a andar de puta, mucho me47


nos con el maestro, y peor: con el novio de una de nosotras. Al mismo tiempo. ¿En serio crees que no nos íbamos a enterar? ¿En serio creíste que te ibas a salir con la tuya? Sabes: te mereces esto que te está pasando y más. Ni siquiera deberías de molestarte en seguir yendo a la escuela. Ahí sí no te la vas acabar. Deberías de irte, lejos, a la chingada de una vez, porque aquí ya nadie te quiere. Es difícil que ganes la confianza otra vez después de algo así. Difícil tu caso, morra… difícil… Está cabrón… Selfie La primera foto parece haber sido tomada en el baño de un motel. Una selfie frente al espejo. Desnuda. Con la mano derecha sostienes el teléfono, con tu brazo derecho te cubres, como un gesto inútil, los pechos. Tu cabeza inclinada un poco a la derecha. Sonríes. En el fondo, a pesar de que se ve oscuro, es obvio que alguien te está esperando en la cama. Hay una silueta. ¿Quién era, la neta? ¿El maestro Aníbal o el Joaquín? ¿No crees que haya sido alguno de ellos? A lo mejor te descuidaste, agarró tu teléfono y envió la foto, ¿no crees? Espera, pendejita, espera: no se la mandaste tú misma, ¿verdad? Piensa, piensa. Haz memoria. Solicitud de amistad La foto de un rostro femenino sonriente. Paola Sarabia :) se siente entusiasmada. «Hola a todos. Les parecerá extraño que haya abierto otro perfil con mi nombre. Si les ha llegado la invitación, significa 48


que son importantes para mí y quiero compartir mi felicidad. Quiero contarles que, aunque sé que he obrado mal, que incluso rayo en la putería, encontré al amor de mi vida». La foto de un rostro masculino sonriente. Joaquín Soto :) se siente entusiasmado. «Lo he decidido. Entérense todos: soy un hijo de puta y no me importa que lo sepan. He invertido todo mi tiempo, todo mi corazón, en conquistarla, y lo he logrado, chingado, qué cabrón soy, no tengo madre, pero vale la pena cuando sabes que es el amor de tu vida. Es un placer compartir este nuevo inicio con ustedes». Primer plano, en picada La segunda foto deja a los ojos de los espectadores tu coño en todo su esplendor. Labios rosados, un poco grandes para el gusto general, pero labios al fin. Tus piernas en M. Con el dedo índice de tu mano izquierda, estás tocándote. Es incierto asegurar que estás en el mismo lugar que en la de la selfie, a lo mejor sí. En todo caso, la duda continúa: ¿quién la tomó? ¿Quién la compartió? ¿Quién? ¿En qué estás pensando? Es chistoso la manera en que quedas enganchado. Al principio no quieres saber nada de redes sociales ni del internet. ¿Cómo te busco en el Face?, preguntan todos, ¿no tienes? Se quedan perplejas cuando les dices que no, que no te interesa. Así resistes lo que puedas. Finalmente decidimos abrir un perfil por presión social: todo está ahí, es cuestión de agregar a quien te interese, darle likes a tus páginas favoritas… tú decides, lo demás es automático. Estamos al día. 49


Sobre todo, mantenemos al tanto a nuestros contactos y al servidor que nos analiza todo el tiempo, por supuesto, para darnos recomendaciones. Decidimos qué compartir bajo la premisa de que tenemos a nuestra merced un espacio virtual en dónde nutrir y vaciar nuestra mente. Tu foto. Mi foto. ¿Qué estás pensando? ¿Qué estoy pensando? Espacio en blanco. Cursor parpadeando. Nosotras en nuestros cuartos oscuros, con la luz de la pantalla sobre la cara, pensamos, pero no escribimos al instante. Pensamos. Escribimos lo que queremos que sepas que pensamos. Por ejemplo: Nada. Buenas noches. Hashtags sin sentido. Un simple y llano emoticono triste seguido de un revólver. Si sientes soledad, dale play Al día siguiente llegaste como si nada, para sorpresa de todos. Te bajaste de la calafia en la esquina de siempre. Con tus audífonos blancos bien puestos. ¿Qué escuchabas?, nos preguntamos, ¿qué escuchabas que te hacía sonreír? ¿Qué no estabas consciente de lo que estaba pasando? ¿Te valía vergas? Entraste a la escuela. Saludaste al guardia. Atravesaste la plaza cívica. Campante. Relajada. Todos nuestros ojos sobre ti. Imaginando que debajo de esa ropa tuya hay algo lindo que hemos descubierto. Ay, Pau. ¿De verdad no te has enterado? Sabemos que sí. La etiqueta estaba puesta sobre tu perfil también. Debiste haber visto la publicación. Debiste haberle dado clic y descubrir que hay alguien que te odia, alguien dispuesto a destruir tu reputación a costa de lo que sea. Después nos dimos cuenta que los audífonos eran un disfraz. Estabas sola. Sabías todo. La música se había convertido en tu única amiga. 50


Detalle de la tercer fotografía Si las primeras dos fotografías nos dejaron con la boca abierta, esta no tiene madre, Pau, te pasaste. ¿Cómo pudiste ser tan descuidada? ¿Cómo pudiste dejar que te tomaran una foto con la boca en la masa? ¿De quién es ese pito gordo? ¿Es del que te delató? Desactivar tu cuenta Como si fuera a servir de algo, decidiste desactivar tu cuenta. A estas alturas ya todos sabíamos quién eras. Seguiste yendo a la universidad, pero no aguantaste la carrilla. ¿Quién sí lo haría? La neta sí estuvo pesada. Nosotras contribuimos a eso. Era divertido, lo confesamos, pero sabemos también que hay límites. Los cruzamos. No nos arrepentimos, eso sí. La idea era no dejar que se olvidara como todo lo viral. Por eso en cada exposición hacíamos lo posible para que se colara alguna de las fotos o alguien hacía un dibujo alusivo, algún comentario, para desatar la risa de los presentes. Fue divertido mientras duró. Lo extraño es que no reaccionabas. No llorabas, ni siquiera te inmutabas. ¿De qué estás hecha, Pau? ¿De pinche cemento? ¿Neta? Eso sí, te ganaste nuestro respeto en ese sentido, pero hasta allí. El meollo del asunto es que queremos que sufras y no lo estamos logrando. ¿Dónde estás, pinche Paola, dónde te metiste? #ChicasSucias Uy, y luego el hashtag ese de chicas sucias, ¿se acuerdan? Se pasó de mamona. Qué buena imaginación tenía. Porque estamos seguras que no fue otra que la pinche Paola. Culera. Quién más. Se le ocurrió inventar historias sobre nosotras. Que tú y yo nos habíamos besado, que ella se había metido con el novio de ésta, ya sabes, cosas así, fáciles, que se inventan para 51


difamar, pero no existen pruebas. Eso sí, nos metió en muchos problemas, pero ya lo solucionamos, nada con lo que no podamos, amiga. Nada. Te aceptamos, eres una de nosotras No. Hasta ahora seguimos sin saber su paradero físico o virtual. Han aparecido varios perfiles con su nombre, pero no son legítimos. Sabes qué, pensamos que se suicidó, la zorra. No le quedó de otra, esto la iba a perseguir toda su vida. En fin, eso es lo que les pasa a las que se portan mal aquí en la universidad. Tú no tienes por qué preocuparte, si se ve a leguas que eres muy linda, fiel, sobre todo. ¿Tienes novio? ¿No? Porque el pinche Aníbal anda preguntado por tus pinches nalgas, si son reales o son operadas. Como sea, están divinas y este cabrón se las quiere comer. Aguas. Nosotras te protegeremos. ¿Qué dices? Te aceptamos, eres una de nosotras. Recibe esta patada y este escupitajo como bienvenida.

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cruzar la presa

1. Taxi libre Horacio sentado en la banqueta. Impaciencia. La chaqueta holgada y la boina son para protegerse del frío. Pasan varios taxis libres que le pitan, ansiosos de tener dinero para llenar sus tanques. Horacio los ignora: ni siquiera voltea a ver a los choferes. Hace mucho viento. Pasa otro taxi. Horacio lo deja pasar. Mira un papel en la mano: 1326, dice. El mismo número pintado en el costado del vehículo. Horacio se levanta y corre detrás de él, le hace señas. El taxi se detiene en seco. Olor a hule quemado. —Buenas tardes, jefe, ¿cuánto me cobra para la línea? —Uy, viejo. Te va a salir carito. —Lo que caiga. Traigo billete. —Ciento cincuenta. Es lo menos. —¿Es lo menos? —Es lo menos… estamos hasta el otro extremo de la ciudad. Di que te estoy dando buen precio, morro. —Órale. Ni modo. El interior del taxi huele a pino. El desodorante verde cuelga del espejo retrovisor. El chofer es viejo. No pasa de los 53


cincuenta. Una barriga abultada. Camisa de vestir roja. Mangas dobladas a medio brazo. Esclava en la muñeca derecha. Reloj enorme, carísimo a leguas, en la derecha. Anillo de matrimonio. Cabello engrasado, relamido hacia atrás. Bigote y barba finamente recortados. Además del pino, en el ambiente vuela una mezcla de olor a tabaco y Swiss Army. Una calcomanía de la Virgen de Guadalupe en la guantera. El chofer retrae un gargajo y se lo traga. Nota que Horacio no le quita los ojos de encima. Voltea y alcanza a verle una verruga sobre el pómulo derecho, muy cerca de la nariz. —¿A la chamba? —pregunta el taxista. —¿Perdón? —Que si vas a jalar al otro lado… —Ah, sí, simón. —Ey… no hay de otra, ¿no? El taxista hace un alto en el último semáforo antes de entrar a la Vía Rápida. A Horacio le quedan aproximadamente veinticinco minutos. Verde. —¿Le parece gracioso andar jugando así con las menores de edad? —¿Perdón? —Sí, no creo que con lo que gane del taxi le alcance para esa esclavita, ¿no? —Ah, chingá, ¿quién eres tú, cabrón, para andar cuestionando mis inversiones? —Te vale madre mi nombre —le dice Horacio mientras de su abrigo saca una pistola y le apunta al chofer—. Sigue manejando, puto, sigue manejando. —Hijo de la chingada, ¿me estás queriendo robar a mí? No sabes quién soy, no tienes ni puta idea de con quién te estás metiendo. —Te equivocas. —¿Ah, sí? Entonces sabes que no vas a salir vivo de ésta. —Cállate el hocico. Tú eres el que va a terminar con la maceta reventada. 54


—¿Qué quieres? ¿Mi esclava? ¿Mi reloj? El dinero está ahí en la bandeja. Agárralo y dime dónde te dejo. Eso sí: no voy a descansar hasta encontrarte y chingarte. —¿Para quién trabajas? —Chinga tu madre. —¿Qué haces con las muchachas que te dicen que sí? ¿Te las coges y las matas o qué? —¿Cuáles muchachas? ¿Tú qué sabes? —Mi hermana, cabrón. Me dijo de ti. Que la querías reclutar, que iba a ganar su buena lana, que hasta mujeres casadas se meten a esto, que tienen protección. —No la toqué morro. ¡Yo nunca las toco! Nada más les informo. Si les interesa les doy la tarjeta y ya depende de ellas, yo nunca las toco. —¿Cuál tarjeta? —No te la puedo mostrar, es para las especiales. —Creo que no estás consciente de que estás a punto de morirte, ¿verdad? —Horacio le apunta a la cabeza. El chofer saca una del bolsillo de la camisa. Se la da: es una tarjeta minimalista: completamente blanca. Un número de teléfono en negros. Son demasiados dígitos. Muchos unos y muchos ceros, algunos ochos. —Préstame tu teléfono. —No mames, cabrón, para qué, te vas a meter en un broncón, y de paso me vas a llevar a mí. —Estaciónate aquí. Tu teléfono. No te muevas porque te vuelo la maceta. Horacio marca el número. Se escucha un tono. No es el ordinario beep. Más bien suena como si un gato tuviera un silbato atorado en la garganta y tratara de ronronear. La voz que le contesta es igual de extraña. Una voz seca, grave. Horacio no sabe distinguir si es una mujer o un hombre. —¿Dime, Estrada? —Horacio no contesta. Espera otra frase que le dé pie a empezar la conversación— ¿Qué pasa, Estrada? ¿Me escuchas? ¿Ya cayó otra? 55


—Sí, sí. Ya cayó otra —contesta Horacio, trata de imitar la voz rasposa de Estrada, el chofer. —¿Quién eres? ¿Tú no eres Estrada? —¿Cómo que no soy Estrada? —Tú voz suena… raro. —Ando medio crudo. Ayer me fui al pulgón y ya te la sabes. —Si andas mal, mejor ni vengas. Y si tocas la mercancía, menos. —No, no la he tocado, nunca las toco, tú sabes. —Bueno. Entonces, donde mismo. —Okey… donde mismo —cuelga. —¿Qué quiere decir con tocar a la mercancía? —Horacio toma del cuello a Estrada, lo estruja y lo estrella contra el vidrio de su lado. Por un momento pierde el control del vehículo, pero equilibra el volante. —Pues no meterle mano. ¡Qué más! —¿Qué les hacen, cabrón? ¿Las venden, las prostituyen? —No sé, carnal, por ésta que no sé —le dice mientras besa sus dedos en forma de cruz—. Eso sí, la paga es muy buena. —¿A dónde las llevas? —Yo no las llevo… bueno, a veces, cuando de plano son bien chulas o cumplen con las características de las que están buscando, las duermo y las llevo. Pero casi siempre ellas mismas son las que van, les doy la tarjeta y ya depende de ellas. —¿Pero a dónde las llevas, pues? —A la Presa. —¿Qué hay en la Presa? —No sé, ahí las dejo en la entrada. Una vez me quedé un rato platicando con el guardia y nada más alcancé a ver que el auto que la recogía se metía al agua. Un efecto visual, nada más. —La Presa. ¿Y nada más así, llego y ya? —Tienes que llevar a una morra. Si no, ni te pelan. —Bájate. —No, no me chingues, es mi taxi. —No que pagan bien. Con la lana se compra otro, ándele. 56


Cuando Estrada se está bajando, alcanza a sacar una pistola debajo del asiento y dispara. La bala atraviesa la ventanilla, apenas roza el cabello de Horacio, quien regresa el mal gesto de la misma manera, pero atravesando el cachete fofo del chofer que suelta un aullido de dolor. —Estás muerto, morro —alcanza a decir—, no sabes en lo que te metiste… El joven piensa un momento. Decisiones. Quiebra por completo la ventanilla para que parezca estar abajo. Del teléfono del gordo, Horacio marca un número celular. Le contesta una mujer: su hermana. —¿Carmen? Soy yo, Horacio, necesito que me hagas un paro. ¿Te acuerdas del chofer que te quiso reclutar? —No mames, Horacio, ¿qué hiciste? —Está aquí en el asiento de al lado. Muerto. Necesito que nos veamos. Parece ser que esto que trataron de hacerte es algo más cabrón. No sé. Tenemos que seguir la pista. ¿Estás en la casa? —Sí, Horacio, pero no estoy segura… y si nos matan… nos van a matar. —No, Carmen, tranquila, que no va a pasar nada. Ahorita llego. Horacio maneja lento el taxi. Nota que no hay muchos autos, abre la puerta y empuja el cuerpo de Estrada. Rueda y queda a la merced de los demás autos que seguramente lo van a arrollar antes de alcanzar a frenar. Otro perro en la carretera, pensarán. 2. ¿Cuántas vistas, cuántos likes? El pitido del taxi libre hace que Carmen se asome por la ventana. Recoge su bolsa y sale corriendo hacia el vehículo. —¿A dónde vamos? —A la presa. —¿Qué hay en la presa? —No sé. Me dijo el gordo que ahí las lleva, a las mujeres que «recluta». —¿Y me vas a reclutar, Horacio, me vas a dejar ahí? 57


—Eres un señuelo, nada más, necesito que nos dejen entrar o que por lo menos entres tú para que sepamos qué es lo que pasa ahí dentro. Carmen no parece convencida, pero está emocionada. Se siente parte de una novela de detectives y está lista para ser la carnada, a entrar, descubrir todo y salir gloriosa con la información, lograría hacerse famosa en los noticieros: si graba un video y lo sube a Youtube, quizá dé el salto a la fama. Carmen sonríe. ¿Cuántas vistas, cuántos likes tendrá? Horacio con la mirada siempre al frente, maneja a velocidad moderada. Lo que menos quiere ahora es llamar la atención, pues es seguro que ya encontraron el cuerpo de Estrada. Lo sabe por el montón de patrullas que pasan a alta velocidad, seguidos por una ambulancia de la Cruz Roja. 3. La Presa Casi seca. Algunos patos la sobrevuelan. Una pareja de viejos trata de pescar su cena. La estructura se está desmoronando. ¿De qué sirve, se pregunta Horacio, de qué sirve si ya no hay agua? —Hazte la dormida, Carmen. En la entrada los detiene un guardia. —¿Qué se le ofrece, señor? —Pues qué ha de ser. Aquí le traigo otra cachorrita. —Ya veo, si así la pidieron los grises, les va a encantar. Horacio sonríe. Los grises. Por un uniforme debe ser. —Pásele, jefe, ya sabe, derechito derechito. —¿Derechito? —pregunta Horacio, sorprendido, pues la bajada termina en un manantial sucio y maloliente. —Derechito, jefe, derechito. ¿Es su primera vez? —En realidad, sí. —Bueno, usted sígale, ya voy a reportar que va en camino. Maneja despacio. Cuando pasa de largo, el guardia le olea la mano y luego le dice algo al radio. Despacio. Derechito, dijo el guardia. Derechito. Carmen abre un ojo. 58


—¿Nos vamos a meter al agua? Horacio recuerda que el chofer que asesinó horas antes había mencionado algo sobre haber desaparecido en el agua. Un truco visual, había dicho. Un truco. Al acercarse al manantial, el vehículo comienza a hundirse. No como en agua, se siente distinto. Más bien, como en arenas movedizas, despacio primero, luego de un jalón. No es un truco. Es ciencia. Es la naturaleza. Un portal. Horacio y Carmen viajan lo que parecen unos segundos. Dejan atrás la ciudad que los vio crecer y, que se desvanece entre el caos. 4. El otro lado Horacio y Carmen despiertan en una cabina en donde avanzan varios autos en fila. Arriba un semáforo los dirige. Carmen vomita. Horacio siente náuseas. Llegan al semáforo, les toca verde. Lo mismo: todas las fronteras son iguales. Horacio avanza hacia donde lo dirigen. —¿Qué trae? —Nada… esta mujer. —Llene este formato —le dice pasándole una tableta digital—. Se ve bien, les va a encantar a los grises. Se pedía información detallada de la mujer: edad, raza, medidas. Horacio llena los espacios en blanco sin pensarlo. Carmen sigue haciéndose la dormida. El guardia revisa la tableta. —Camarada, estás de suerte. Justo buscan una morena mexicana. Pásale. Hasta te va a tocar bono extra. Estaciónese allí enfrente. Ahorita vienen por ella. Horacio avanza al lugar indicado. La puerta de al lado se desliza hacia arriba y aparece un hombre, o lo más parecido a un hombre, pero gigante, calvo, de piel gris. Pasa un escáner por el vehículo. Abre la puerta y toma a Carmen, quien grita en cuanto lo mira. Por castigo recibe una inyección en la frente. Carmen se duerme al instante. El reclutador la sostiene de la cabeza. El gigante gris entra de regreso al edificio, Horacio 59


aprovecha para salir del taxi y lanzarse para cruzar al otro lado antes de que la puerta se cierre. Lo logra. Lo que ve le quita el aliento. Ordenadas en cápsulas, hay miles de mujeres flotantes en un líquido rosado. Mujeres organizadas por raza, color de piel, de pelo, estatura, tamaño de pechos, nalgas… y entre el gran laboratorio deambulan los hombres grises, digitan datos, inyectan soluciones. Antes de que Horacio decida sacar el arma y comenzar a hacer las preguntas, recibe un pinchazo. 5. Suspendida en el tiempo, la paciencia La sensación es conocida: te estás durmiendo y de repente sientes que te vas a caer y tu cuerpo se convulsiona regresándote a la vigilia. Así se siente Horacio: observa su alrededor, a los grises a través de un cristal. Se da cuenta que no sólo son mujeres las que coleccionan: también hay hombres que, igualmente ordenados por facciones anatómicas, lo acompañan en las cápsulas. Horacio no se ahoga. Puede respirar dentro del líquido casi tinto. Suspendido en el tiempo y el espacio, espera su turno. Siempre ha sido un hombre paciente.

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el zhen de hueso

No soy nadie en especial: un poste de la luz, un pasajero en el camión, un anuncio de neón, un hombre en la oficina, pero de alguna manera me las arreglo para existir… Chac Mool, «Nadie en especial»

Esta historia comienza como todas las historias, como la humanidad misma, como un chiste mal contado: entre el caos. Percival dentro del camión verde y crema, ruta Centro-Pinos-Presa-Florido-Anabel. Recórranse para ‘tras, por favor, grita el chofer, aunque ya no cabe ni un alma. El asfalto supura baches. Olores a sobacos y desodorantes, sangre seca, alientos pútridos, sobrepoblación. Percival en medio, nauseabundo, colgado de un tubo oxidado. Un riachuelo rojo le recorre desde la palma de la mano hasta el brazo. Percival no se inmuta. Hace tiempo que perdió la sensibilidad. Durante el recorrido hace un escaneo general a los pasajeros que lo oprimen. Además del elenco salido de alguna película de Fellini, nota a tres extraños fuera de contexto. No son escolares escandalosos ni amas de casa con bolsas del mandado; no son trabajadores de maquiladora ni amantes en pleno 61


agasajo; no son vagos ni lectores tratando de darle sentido a las letras que se mueven como hormigas al compás de los rebotes de la ballena urbana. Son tres personajes que parecen regresar de la Comic Con: un asiático de barba y bigote, con sombrero de bambú y túnica gris; un indígena con ropa de manta y sombrero de paja, y una hechicera de piel pálida, cabellera larga y oscura y sombrero de pico. Los tres también miran alrededor hasta que fijan la vista en él. Se secretean. Se burlan. En la siguiente parada sube otra manada de estudiantes. Recórranse, por favor, atrás viene vacío, aúlla el chofer. Empujones y repegones. Percival espera sentir el contacto de un cuerpo femenino en su espalda. Ha pasado un buen tiempo desde que no ha abrazado ni ha sido abrazado. Desde el divorcio, posiblemente antes, no siente. Percival quiere gritar, empujar, asesinar. Bullicio estudiantil. Más pasajeros suben. Cierra los ojos. Respira para tranquilizarse. A su lado una voz se queja: Ay, oiga, hágase pa’llá. ¡Oiga! Pero Oiga cae. ¡Alguien se desmayó acá ‘tras!, grita la misma voz, ahora histérica. Percival abre los ojos. Desea que Oiga haya muerto. Sonríe. Voltea para buscar a la pobre víctima. Los tres extraños siguen ahí, continúan mirándolo fijamente. Sus miradas le borran la sonrisa torcida. El camión se detiene. ¡Está muerto!, gritan. Percival tendrá que caminar unas cuadras para llegar a casa. Todos los pasajeros bajan. Los tres extraños no aparecen por ningún lado. Percival no entiende por qué debe caminar por culpa de un muerto. Respira agitado. Patea todos los obstáculos que se cruzan en su camino. Y como si esa lata de soda dependiera del suministro eléctrico, al momento de salir expulsada por el aire, el alumbrado público se apaga. Las calles en penumbra. Percival congelado. Una cosa que Percival no perdió en la terapia y la acupuntura es el miedo. Chingada madre, susurra. Protégeme, siempre lo piensa. No es religioso, pero siempre se atiene a alguien, cualquiera, que lo pudiera estar observando con ansias 62


de castigarlo. Percival tiembla. No tolera la oscuridad. Sus ojos suelen hacerle malas jugadas. Incluso en casa duerme con una lámpara de mano al lado. A marcha torpe, Percival se desliza por la banqueta. Escucha pasos detrás. No se atreve a voltear. Un auto se acerca de frente. Los faros delanteros lo encandilan. La estela de luz deja una sombra a su lado. La sombra lo sigue, su contorno asemeja el de un perro. No un perro cualquiera. Un canino enorme: un coyote. El corazón de Percival se agita mientras continúa caminando. Gruñidos. Lo persigue como reflejo en un espejo negro. Otra cosa que Percival no perdió durante las sesiones de acupuntura fue la sensación en el pecho que lo animó a someterse a las finas puntas de las agujas manipuladas por un amigo manco, cercano a su exesposa, que juraba lo curaría en tan sólo tres sesiones. La molestia lo comenzó a acosar desde la adolescencia y ningún doctor lo pudo diagnosticar, mucho menos curar. Esta noche el ardor ha regresado. Los ojos brillantes, rojizos, lo siguen y luego desaparecen cuando se interpone una pared. Al fondo de la calle, en la entrada de la privada en donde vive, hay tres siluetas. Son ellos, piensa, los extraños del camión. Están ahí, fijos, esperándolo. El dolor en el pecho otra vez. Quema. Como si el suministro eléctrico dependiera de cruzar el umbral cercano a casa, en cuanto lo atraviesa se encienden las luces del alumbrado público. En la entrada del suburbio ya no hay nadie. Percival camina. Despacio primero, luego se apresura. Abre la reja. Se acerca a la puerta de su casa. Voltea a los lados esperando que no lo hayan seguido. Entra. Enciende la luz. En el sillón viejo y roído está sentado el indígena, fumando una pipa: ¿Por qué tardaste tanto? Cabrón, grita Percival, cómo chingados te metiste, qué buscas. Se escuchan ladridos en el vecindario. El indígena sonríe mientras expulsa un aro de humo que se va expandiendo mientras toca el techo. La bombilla explota y el primer instinto de Percival es lanzarse sobre el sillón para atrapar al 63


intruso, golpear hasta matar. Percival grita mientras lo hace. No hay nadie. Ardor. Los ladridos siguen. Percival siente perder la cordura. El aislamiento debe ser, piensa. Sale a fumar un cigarrillo. Al parecer todos los vecinos están dormidos. Algunas ventanas se alumbran a merced de la luz de la televisión. Casi al devorarse el cigarro, se desdobla la manga izquierda de la camisa, se descubre el antebrazo y apaga la punta roja sobre él. Serio. Sonríe y le da ánimo para entrar a la casa, en donde deambula Chat Noir, el felino que se quedó con él, el único recuerdo de ella al que se aferra. Percival lo llama. Chat se lanza sobre él, ronroneando, y le da lengüetazos en la mano que no causan ninguna sensación en su dueño. Tiene un vago recuerdo de lo que se siente la saliva en la piel, pero no hay reacción. Además del sillón rancio, en la sala-comedor hay un par de sillas de plástico. Al fondo una cocina integral vacía, salvo por el cochambre. Al voltear a la esquina, ahora encuentra al asiático, fumando también, husmeando en el refrigerador vacío: ¿No tienes nada de comer? Percival respira: ¿Es en serio? Percival ni se molesta. Casi nunca tiene hambre. Por eso estás tan delgado, pareces un muerto viviente, le dice el asiático. Ábrete a la verga, dice Percival mientras se le abalanza, pero el puñetazo da en la pared. Es mejor tratar de descasar un poco. Debe ser la jornada. Sube las escaleras hacia su cuarto. Un aroma… percibe por unos segundos un olor dulce. Luego el sonido de una guitarra. Enciende la luz. En el colchón sobre el suelo lo espera la hechicera, con su instrumento: ¿No eres muy chaparro para ser un stormtrooper? Ardor en el pecho. Ahora tú, dime, por favor, ¿qué chingados quieren? Queremos que vuelvas a sentir. En ese momento hay un apagón total y Percival se recuesta. Chat se acurruca a su lado. Ronroneos. Dormir para Percival no es dormir. Es decir, cuando cierra los ojos está consciente de lo que pasa a su alrededor, sin embargo, tiene sueños muy vívidos. 64


Esta noche se ve arrastrado en medio de una multitud que camina y choca entre sí. No tienen rostro. Tienen cabeza y pelo, pero no hay orejas, ojos, nariz, ni boca. Percival es el único con cara. Todos se enciman y no lo dejan avanzar. Percival grita. Cuando abre los ojos ya hay rayos solares colándose por las persianas. Percival siempre despierta con dolor pectoral. Toma su guitarra, como todas las mañanas, practica el único hábito que lo mantiene cuerdo: rasgar las cuerdas de la lira. Luego se detiene. Es natural, piensa, cuando ve al indígena sentado a su lado. —Ya estuvo, carnal. ¿Me puedes decir qué quieren? —Únete. Elena, Shao y yo, Matus, mucho gusto, te necesitamos. —¿Y exactamente para qué? —Para mantener el equilibrio de este plano, Perci, ¿te puedo decir Perci? Acabamos de perder a nuestro compañero. Necesitamos a alguien para reemplazarlo. Siempre debemos ser cuatro. Ni más ni menos. —¿Por qué yo? —Fuiste el único que nos pudo ver en el camión. Tú tienes algo… mejor dicho, tú perdiste algo. Y nosotros te lo podemos regresar. —El tacto… ¿el dolor? —Precisamente, Percival: únete y volverás a sentir. Es una promesa. —¿Y de qué se trata esto? ¿Qué tengo qué hacer? —Sencillo. Primero debes sacrificar a un ser querido. —Ah, sí, ¿así nomás? —No, sigue lo difícil: una vez hecho el sacrificio, debes obtener un hueso de su espina dorsal para hacer un zhen de, toma nota, por favor: punto doce milímetros de ancho y seis centímetros de largo. No más, no menos. La punta debe ser redondeada y tener un mango de una cuerda Sol de nylon para guitarra. —¡Qué específico, cabrón! Están locos si creen que voy a asesinar a alguien, así como así. 65


—Es el sacrificio que todos hemos hecho. Yo tuve que usar el hueso de mi primogénito. Ha sido el zhen más poderoso en los anales de la fraternidad. —Zhen… ¿qué mamada es esa? —La aguja, Percival, como la que usaron para quitarte la capacidad de sentir. —Tú qué sabes, pinche indio. —Más respeto, ¿qué ya así nos llevamos? Mira, hace años fuiste a una sesión de acupuntura… ¿lo olvidaste? Percival recuerda. A partir de entonces cayó en el vacío sin fondo: problemas con el trabajo, en la familia… el abandono. —Spoiler: estaban de acuerdo, Percival —agrega Matus—. El manco y tu esposa te engañaron y te jodieron por su felicidad. Percival empieza a sentir algo que puede definir como el dulce sentimiento de la venganza, pero pronto se pasa. —Piénsalo, Percival. Construye el zhen y volveremos para hacer la prueba del pinchazo. Decide sabiamente. Debe ser un sacrificio de puro amor. Y el amor siempre está acompañado del dolor —dice Matus, quien luego se avienta por la ventana abierta y desaparece. A Percival lo distrae el despertador: es hora de trabajar. El día para Percival comienza sin sabor. Un regaderazo con agua fría y es tiempo de regresar a la maquila. Percival espera paciente el próximo camión que lo deja justo en la entrada del parque industrial. Se puede percibir que es un mal día por el fuerte viento que azota la cara de Percival y nada más lo hace parpadear repetidas veces. Ha salido sin chamarra porque tiene la esperanza de sentir frío. En la recepción, como siempre, lo recibe la secretaria con un Buenos días, ¿cómo amaneciste? Percival contesta que bien, igual que siempre, y sigue su camino sin notar que hay cierta admiración. Estas son las únicas palabras que intercambian todos los días. Percival está contento porque es cómodo tener una rutina. Percival entra en su oficina, enciende su computadora, revisa su correo electrónico, responde mensajes urgentes, 66


hace llamadas, sale a dar un recorrido para revisar las máquinas: ser un supervisor de mantenimiento es aburrido. Pero durante esa jornada sucede algo insólito, algo que lo hace detenerse en la mitad de la fábrica, en medio del ruido y el vapor de las máquinas: Percival cae en cuenta de que no quiere ni es querido. Sus padres murieron cuando él apenas era un adolescente y no tuvo hermanos con quien convivir. Los amigos y amantes se iban como llegaban. Lo más parecido al amor en esos tiempos insensibles había sido Chat Noir. Al fondo del pasillo, Elena, Matus y Shao lo saludan. De repente, siente algo parecido a la tristeza y en la humedad de sus ojos aparece la voluntad de haber tomado una decisión. Esa tarde, de regreso a su caverna, no encuentra a los extraños en el camión. Sin embargo, se sabe observado. Una vez en casa llama a Chat y lo acaricia. Sabe que es la última vez. Tengo que hacerlo, le dice, o no me van a dejar en paz. El gato, disfrutando el acicalamiento, le lame la mano a Percival. Las espinas de la lengua hacen efecto. Percival siente. Lo considera como una señal y lo aprieta. Hay resistencia, hay mordidas y rasguños por parte de Chat, pero Percival logra asfixiarlo. Luego siente el dolor. Por primera vez en mucho tiempo, siente ardor en la piel y la sangre que mana de heridas en sus manos y brazos duelen. Con el dolor vienen las lágrimas y los lamentos. Elena, Matus y Shao entran a la sala. Aplauden. —Ya está. ¿Contentos? —Bien hecho —le dice Elena—, ahora lo que sigue. —¿Por qué me obligan a hacer esto? —se lamenta Percival. —No entenderás, Perci, querido —dice Matus—, hasta que experimentes la magia del zhen. Una cosa es segura: Percival ha vuelto a sentir. La promesa se ha cumplido. —Ahora, atención —dice Shao—, es el momento de obtener el hueso correcto, pulirlo y enredarlo con la cuerda. Además del gato, Percival también sacrifica su guitarra. En un desdén de rabia, la revienta contra el piso para retirar la cuerda 67


de Sol. Después de unas horas, bajo la dirección del trío, el zhen está listo. Los espectros se preparan para la gran revelación. —Debemos probar la efectividad de tu aguja, Perci. —Déjenme adivinar: mi exesposa. Esperan a que lo pruebe con ella, o con el manco, por venganza… —Sería lo obvio, Perci, pero no. ¿O es lo que quieres? —dice Elena. —En realidad no. No siento nada. Es decir, sí siento, y les agradezco por ello, pero no hay una sensación de odio ni de amor, más bien como de que me vale madres todo lo que pasó y quiero continuar con mi vida. —Es chistoso que lo digas así, Perci. Pero tu vida, eso que sientes que acabas de recuperar, es lo que debe terminar —continúa Elena. —Tú ya no perteneces a este plano —dice Matus—, estás a punto de unirte a la fraternidad del zhen de hueso. —Arrodíllate —pide Shao. Percival acepta su destino. Se acerca a Shao, se hinca y agacha su cabeza. El viejo toma la aguja entre sus dedos, recita palabras de un dialecto ancestral y deja caer la punta fina en la nuca de Percival, quien, sin dolor alguno, pierde la vida al instante y cae inerte sobre el piso. Durante unos segundos que parecen eternos, Percival flota en un líquido azul mientras revive toda su historia por última vez antes de continuar con su propósito. Hay horror, luego tranquilidad. Pasarán días hasta que un vecino atraído por el olor a putrefacción encuentre los cuerpos de Chat Noir y Percival y decida dar parte a las autoridades. Nadie los extrañará. Sin embargo, no lejos de ahí, Percival abre los ojos. Como si hubiera sido parte de una pesadilla, ha despertado en el fondo del camión, al lado de la fraternidad del zhen de hueso. —Es tu turno —dice Elena. —¿Cómo sé quién es el siguiente? —responde Percival. —El zhen elige. No hay una fórmula. La gente debe morir. Así son las cosas. Lo sabrás. 68


Percival se levanta. Camina entre la muchedumbre. Prepara su arma, que parece tener, en efecto, vida propia. Percival pincha. El camión se detiene de repente. Gritos. Empujones. Una sirena aúlla para abrirse paso entre el tráfico imposible.

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apolo contra el destino

Cuenta regresiva El nombre con el que nos bautizan nuestros padres cuando nacemos, marca para siempre nuestro destino. En la mitología romana, por ejemplo, Apolo, el hijo del dios del Sol, cayó del cielo envuelto en llamas por incrédulo y berrinchudo; en la griega, el pobre, a pesar de ser uno de los dioses más apuestos, fue rechazado por una ninfa que luego se haría convertir en un laurel para que lo dejara en paz. Al Apolo de esta historia no lo bautizaron por influencia de la mitología, sino porque nació el 16 de julio de 1969. Esa noche la luna llena iluminaba la fachada del hospital. En un cuarto del tercer piso había una televisión que emitía la voz de un reportero mientras los astronautas se preparaban para el despegue del Apolo 11, el primer cohete que aterrizaría en la superficie lunar. En la cama dormía una mujer embarazada, tranquila. Al lado, sentado en una silla, estaba un hombre cabeceando, tratando de ver la televisión. La sensación de imaginar el cohete despegar, aunque fuera de manera remota, le causaría tanto 71


placer como el que sentía cuando mezclaba soluciones en el laboratorio que mantenía en el sótano de su casa para hacer volar pequeñas naves a propulsión a chorro, siempre al límite de la locura, pero el reportaje era largo, no llegaba a su clímax. No aguantó más y cerró los ojos por completo hasta que un grito de dolor de su esposa los despertó. ¿Qué pasó, amor?, le preguntó, asustado, agitado. Ya viene, ya viene. Tranquila, tranquila, respira. La puerta del cuarto fue abierta por el doctor. La enfermera que lo acompañaba tenía el vestido a medio cerrar; el doctor, el color de los labios carnosos de la mujer de blanco por toda la boca y el cuello. Entraron preguntando qué pasaba, agitados. Parece que ya viene, doctor. Entonces le levantó las piernas y la bata a la paciente a punto de dar a luz. Uy, dijo, algo anda mal. ¿Qué es, doctor? Está sangrando mucho. Luego ella comenzó a gritar: Sálvelo, doctor, no quiero perder otro más, rogaba la mujer en dolor, batida en lágrimas y mocos. Cuando el esposo vio el mar de sangre, se desvaneció por un momento, cayendo al piso. Enfermera, ayúdeme, le gritaba el doctor, pues ella estaba viendo la televisión. El doctor, que ya estaba perdiendo las esperanzas, sonrió al ver la manita ensangrentada que salía por el útero de la mujer. Ya va a salir, dijo la enfermera, ya va a salir, refiriéndose al cohete, que acababa de ser abordado por tres astronautas. Ya sé que viene, por eso le digo que me ayude. Al momento de voltear hacia el doctor, la mujer alcanzó a distinguir la manita y al esposo tirado en el piso y corrió a reanimarlo. Señor, despierte, señor, ya está saliendo. Tranquila, mi amor, ya viene, ya viene. No pudo evitar voltear a la televisión. ¡Puje, señora, puje! Houston había comenzado el conteo regresivo del despegue. 10. La enfermera se levantó a dar apoyo al doctor. 9. El doctor seguía gritando que pujara, que ya venía. 8. La señora sentía dolor, gritaba. 7. Gritó tanto que hizo que entraran un doctor más con un trío de enfermeras acompañándolo. 72


6. Además de varios pacientes que por curiosidad se asomaron y al ver la televisión, decidieron quedarse a ver qué podían hacer. 5. El hombre, que sentía un fuerte apretón en la mano de parte de su esposa seguía maravillado, esperando el despegue y el nacimiento de su primer hijo, después de varios abortos espontáneos. 4. Ella también recordaba los abortos y rezaba para que le dieran oportunidad de disfrutar la experiencia de criar un hijo. 3. En la televisión todo estaba listo para mostrar el despegue, sólo dos segundos más. 2. La cabeza del niño apareció por fin y su madre aulló de dolor, el doctor jaló la criatura para levantarlo. 1. El papá del nuevo habitante sonríe, viendo la televisión, y al pequeño bañado en flujos y mucosidades del vientre. El Apolo 11 explota, despega. El doctor le da una nalgada al recién nacido para recibirlo. La enfermera corta el cordón umbilical. ¿Qué es, doctor, qué es? Esto no es un niño, responde el doctor. La cara de pánico se apodera del rostro de la mujer. ¡Es un niñóte! Carcajadas. En la televisión, el cohete se eleva. En el cuarto, el niño llora con toda la fuerza de sus pulmones. Esa nalgada fue el primer golpe en su vida, la bienvenida a este mundo caótico. A su padre se le había ocurrido un nombre. Apolo. Se llamará Apolo. Su madre sonrió, arrullándolo entre sus brazos. Si la nalgada fue la primera tragedia de su vida, le siguió un segundo nombre: De Jesús, susurró su mamá, Apolo de Jesús, sentenciando el final de su autonomía. Lo que todos pasaron por alto en el mismo cuarto fue a la criatura que yacía en el piso, al lado de Apolo, sus padres y de todos los que celebraban. La criatura también lloraba, pero pronto recuperó el respiro. Se levantó, escaló como pudo hacia la camilla e hizo contacto con Apolo. Ambos sonrieron. Nadie más podía ver al otro Apolo. Les faltaba la imaginación y la bondad del recién nacido. 73


No siempre puedes tener lo que deseas Treinta años después Apolo puede considerarse un hombre exitoso. Lo vemos manejando un auto decente. En el asiento trasero hay un maletín negro con documentos importantes. En la cajuela, algunas cajas. Apolo, con traje y toda la cosa, se estaciona. Camina por alguna privada de un conjunto residencial, de esos en los que todas las casas son iguales, salvo el color, que cambia de privada en privada. Los peligros a los que se enfrenta son los perros, por ejemplo, que le siguen, olfateando, ladrándole, como si conocieran lo inútil de su oficio. Apolo toca la puerta. Nadie abre. Por la ventana alcanza a divisar una silueta. Alguien se asoma. Buenas tardes, dice, con timidez. En el mismo instante en que la silueta se quita de la ventana, la puerta se abre. Es un niño. —Hola, amigo. Mi nombre es Apolo, ¿y el tuyo? —No puedo decírselo, mamá no me deja hablar con extraños. —Está bien —contesta—, está bien, no te preocupes, entiendo, tu mamá tiene razón, últimamente hay muchos robachicos sueltos, pero éste no es el caso, niño, no te preocupes... ¿está tu mami o algún adulto en casa? —No hay nadie… —Está bien, ¿y quién se estaba asomando por la ventana? —¿La ventana? Nadie. Estoy yo solo aquí abajo. —¿Y quién acaba de subir corriendo las escaleras? Escucho las risas. —Señor, no hay nadie. Estoy… estoy solo. —Bueno, bueno, no hay necesidad de mentir. Oye, ¿te gustan las matemáticas? —No. —¿Y las historias? —¿Historias? —Sí, historias… cuentos… —Ah, no. —¿Qué te gusta? 74


—Final Fantasy. —¿Final… qué? —Final Fantasy. Es un videojuego, también de historias. —Ah. Un juego, vaya, pues yo traigo juegos también, mira —Apolo le acerca un libro. —¿Mil y un juegos para compartir en familia durante una tarde lluviosa? —Así, es. En este libro encontrarás entretenimiento sin fin. Sí sabes que este año vienen fuertes tormentas, ¿verdad? Pues aquí la solución. ¿Qué te parece? —No sé, señor… es un libro. Está muy pesado. Y no tengo dinero. —Bueno, si gustas puedo dejártelo, junto con mi tarjeta, para que se lo muestres a mamá cuando vuelva. Se dará cuenta de que es maravilloso. También traigo un libro de cuentos de terror, escrito por mí, si te interesa... Del fondo de la casa, una silueta emerge del fondo de la cocina. Una mujer de brazos cruzados. Apolo la mira. El niño había dicho que no había nadie. Pero por supuesto, no era la primera ni la única vez que una madre enviaba a su hijo a mentir. Claro. ¿Entonces quién había subido la escalera? Alguien más, con pena de ser visto, seguramente. —Buenas tardes, señora. Permítame presentarme: Apolo Ramírez. Soy el representante de Libros y Libros, compañía editorial que trae hasta la puerta de su casa, sus colecciones. Seguramente ya me escuchó desde allá atrás, el título genial que le mostraba a su hijo. ¿Sabe que se acercan las lluvias? —¿En serio, sinvergüenza? ¿En serio llegas a mi casa a querer estafar a mi niño? —No, no, para nada. Malinterpreta la situación. Nada más le estaba mostrando el libro para consideración suya…. ¿qué está haciendo? —Llamando a la policía, eso estoy haciendo. Mintiéndole a mi hijo, queriéndolo asustar… aquí no hay nadie más que mi 75


hijo y yo, pinche degenerado. Pero ya no tarda en regresar mi viejo. Ahí sí vamos a ver quién asusta a quién, pelado. —Señora, no hay necesidad, por favor. Yo ya me estaba despidiendo. —Pues más te vale que sea así… ¿Buenas tardes? Sí, quiero reportar a un estafador. —Señora, señora, de verdad, no es necesario. Ya me voy. Vea. Con permiso. Con permiso. Es más, jovencito, puede quedarse con mi libro de terror. Es una cortesía.. ¿Le parece justo, señora? ¿Señora? Chingada madre… Apolo de media vuelta. Apresura el paso. Los perros lo siguen, amenazan con morder. Tiene que girar cada par de segundos para asustarlos, mantener la distancia. Los gritos de la mujer encolerizada atrás. —Y no vuelvas a chingar otra vez, cabrón. No necesitamos pinches libros de mierda. ¡Libros! A estas alturas. ¿Sabías que existe algo que se llama internet, verdad? ¿Y que si me interesara tu basura yo mismo la puedo buscar y pedirla? Claro. El pinche internet que recién comenzaba a volverse popular. De qué servía, si se acercaba su fin. —¡¿Y tú, pinche mocoso?! Cuando te diga que no abras, no abras… No abrir las puertas: la palabra mágica para la regresión. «No abras las puertas», le gritaba su madre, «no abras, son los hermanos, quieren convertirnos en uno de ellos». A lo lejos, Apolo puede ver esa silueta otra vez. La silueta que se asomó por la ventana. Que subió corriendo al segundo piso. Ahora que lo recordaba, la llevaba viendo desde un tiempo para acá. Una silueta extraña que, como su sombra, le causaba miedo. Por eso no dormía con la luz apagada. Por la sombra. La misma que está al lado de su auto, agachada. No basta gritarle para tratar de ahuyentarlo. Se mantiene ahí, pero se detiene. Se levanta despacio. Es Apolo. Otro Apolo. Se desvanece. Un escalofrío. Sirenas de patrulla. Apolo avanza hacia su auto. Se da cuenta de que las cuatro llantas 76


están ponchadas. ¿Qué chingados? Una vibración en el bolsillo. El teléfono. Su esposa está llamando. ¡En la madre! Olvidé la cita. Otra vez. —¿Bueno? Carla, mi amor, me acaba de pasar lo más extraño, mi vida. Lo siento, no podré llegar a tiempo. Sí, sé en lo que quedamos la última vez, pero escúchame… No, tranquila, no es para tanto. No, Carla, por Dios, no exageres. No te vayas, no me cuelgues. Carla… Un madrazo en la cabeza. Apolo sometido en el piso por dos policías. Una voz a lo lejos: «No abras las puertas…». Mejor siete años de mala suerte que ninguna —Apolo, entiende. No abras las puertas cuando no sepas quién es. —¿Abrimos? —pregunta, viendo a su lado derecho—. ¿Abrimos? —¿A quién le hablas, Apolo? —Lucas dice que sí, que no pasa nada. —Pues dile a Lucas que le hace honor a su nombre, Apolo: está bien lucas. —Le dio risa. Dice que eres graciosa. Nos caes bien, ma. En honor a la verdad, Lucas ha formado parte de la vida de Apolo desde que tiene memoria. En este momento, con tan sólo siete años, Apolo ha aprendido lo que sabe gracias a su intuición y una pequeña ayuda de Lucas. El miedo hacia la oscuridad se ha ido perdiendo poco a poco. También hacia las cosas que parecen peligrosas. Por ejemplo, la vez que Apolo tuvo acceso a una cajetilla de cerillos, fue Lucas quien le dijo que no los tomara, pero la necedad le enseñó que cuando algo no parece correcto, no se debería de hacer. La marca del fuego que prendió aquella tarde todavía es visible en el sillón de la sala. Una llamada. El timbre resuena en la casa. Apolo y Lucas tienen una idea. Es el momento idóneo. Mamá contestará el 77


teléfono. Siempre que lo hace dura una eternidad. Cuando el teléfono es descolgado, Apolo se acerca sigiloso hacia la puerta del sótano, en donde todos estos años ha sido testigo de los experimentos de su padre. Abre la puerta, sigiloso. Lucas detrás de él. Abajo, el paraíso: un montón de herramientas, cables y chatarra con qué jugar. —Tú tráete esos para acá, Lucas. Yo preparo la nave. Un grito en la cocina. Un grito de dolor. Apolo a la expectativa. Lucas le hace una señal: deberíamos subir. Mamá está arrodillada en el piso, sollozando. Malas noticias. —Mamá… ¿qué pasa? —La avioneta de tu padre, Apolo… —¿Se descompuso? —Sí, Apolo, se descompuso… —Pero papá puede arreglarla, ¿no? Siempre arregla cosas. Estoy seguro de que él, puede, ¿verdad, Lucas? —Apolo, no, ahorita no… —¿Verdad que sí, Lucas? Ves, mamá, dice que sí, todo estará bien. —No, hijo, no está bien: tu papá estaba adentro. Se mur… se cayó, estaba adentro, cayó… —Lucas dice que está bien, má. —¡Apolo! ¡Olvídate de Lucas! ¡No existe, es tu imaginación! ¡Ya madura, por lo que más quieras! —Mamá, sí existe. Aquí está. Su madre abofetea a Apolo. Se congela. Ella lo abraza, le pide perdón, le dice que todo estará bien. En un costado, Lucas observa. Lo abraza también. Esta será la primera vez que Apolo lo ignora. No existes, Lucas, no existes, piensa. Si no puedes traer a mi papá de vuelta, vete. A partir de esa tarde, la vida se convierte en miedos nocturnos, pesadillas y tardes en el diván. La vida de Apolo ya no será la misma. 78


Apolo contra el destino Sobre la caja de la camioneta policiaca, Apolo esposado, con dolor de cabeza, recuerda. Lucas ha vuelto, eso es seguro. En una de sus sesiones con el terapeuta infantil, Apolo recuerda haber confesado su relación con Lucas: era su amigo, siempre había estado allí, desde que tenía memoria habían jugado juntos. ¿Que cómo era? Vaya, es gracioso, pero no era lúcido su aspecto, por lo menos en ese entonces. No sé, es un niño como yo, decía, pero no lo tomaron literal. Fue en aquella ocasión cuando se lavaba los dientes, que se miró fijamente en el espejo y cayó en cuenta que Lucas era idéntico a él. Un doble. Imposible. En este mundo no puede haber otro como yo, se repetía. Por la muerte del padre y por comprobarle a su mamá que no estaba loco, Apolo decidió ignorar a Lucas. Él estuvo ahí, tratando de advertirle sobre los peligros constantes de la infancia y la adolescencia, pero Apolo no escuchó. Quería decidir por sí mismo. Un día simplemente dejó de verlo. Esto no quiere decir que ya no estuviera. Todo lo contrario. Aunque Lucas no era tomado en cuenta, ahí estaba, como una sombra, acechando a Apolo, quien cada vez que tenía una ligera regresión a la infancia, actuaba. Pincharle las llantas era un ejemplo. También lo hacía llegar tarde, no cumplir con compromisos a tiempo, y un sinfín de travesuras de las que Apolo apenas caía en cuenta de su causa y efecto. En la delegación, Apolo fue detenido algunas horas, acusado de intento de robo y estafa. Carla llegó por lástima, como un último gesto del amor que le había tenido. La paciencia tiene un límite, le dijo, ahora sí me voy. —Carla. No me haga esto. Ahora sé lo que tengo que hacer. —Sabías bien lo que tenías que hacer, Apolo, lo sabías: llegar temprano. No lo hiciste. Rompiste la promesa, como lo has hecho con muchas más. Esto era lo último que te pedí, ¿acaso era mucho? No sabes administrar tu vida ni tu dinero, 79


Apolo, y ya me cansé. Tus cosas están empacadas. Vete a donde te tengas que ir. En vagar se convierte la vida de Apolo y su sombra. El destino lo espera en las calles de Tijuana. Tiene un nombre, se llama Lucas, y sólo parece haber una forma de ser exorcizado. El error del milenio En 1999, el apocalipsis acecha al doblar cada esquina: el fin del mundo como todos lo conocemos. Así las cosas, la gente respalda su vida en discos duros, saca el dinero de los bancos, porque ya no confía en sus computadoras. Se volverán contra nosotros. Algunos han tomado la decisión de brincar al vacío. Apolo es uno de ellos. El puente más cercano a él es el del crucero de la 5 y 10, ni más ni menos, que se tambaleaba a la merced de los vientos de Santa Ana. —Me jodiste, Lucas. ¿Qué quieres? ¿Atención? ¿Controlarme? Así no son las cosas. Quiero decidir por mí mismo. Quiero brincar. ¿Vienes? ¿No? ¿Te da miedo? Anda, tú primero. Quiero ver qué tan cabrón va a estar el golpe. ¿No? Está bueno. Con permiso… Como un circuito, dando vueltas y vueltas, paciente, envejeciendo, Apolo comprendió que no tenía sentido hacer planes. Así fue como regresó al mismo lugar en donde había comenzado. El año 2000 había dado inicio. No hubo apagones ni catástrofes naturales. El caos continuó su rutina. Sobre el puente de la 5 y 10 Lucas comienza a desvanecerse a negros. En un hospital a la vuelta de la esquina, otro niño y su sombra ven la luz por primera vez.

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viaje de retiro

Desde mi ventanilla los veo despedirse. Agitan sus manos, levantan los brazos. Quieren estar en mi lugar, estoy segura. Quieren estar en este viaje fantástico que, si no lo estuviera viviendo, pensaría que soy la protagonista de una historia de ciencia ficción. Pero no, esto es tan real como mi saludo hacia ellos, compadeciéndolos, a los que se quedan. Entre ellos están mis dos hijos, cuates: niño y niña. Estuve a punto de llamarlos Luke y Leia, pero mi esposo no quiso. Él fue casi la pareja perfecta, salvo su disgusto por las películas. No le gustaba estar encerrado entre tanta gente siendo testigo de vidas alternas en una sala oscura llena de gente. En realidad creo que lo que no soportaba era la humanidad misma. Por eso se mató. Marcos (así terminamos poniéndole a nuestro hijo) lo encontró. Má, me dijo, papá se colgó. Esta deriva termina en este viaje. Mariel (mi otra hija) tiene la cara triste mientras me despide desde abajo. Marcos no, él sí comprende. Los dos ya con hijos propios, y se nota en sus caras el gesto de complicidad. Saben todos que este viaje no tiene regreso. Un viaje de retiro especial. 81


El programa me lo ofrecieron cuando cumplí cuarenta años. El folleto prometía ser el gran viaje que todos querrían hacer antes de morir. No especificaban el precio por una razón: estaba más allá. Un precio inaccesible para un viaje espacial. Yo tenía inversiones y aposté todo para poder abordar esta nave. Los sacrificios siempre dan buenos resultados. Eso siempre me decía mi padre. Le seguía la onda, le mentía. No lo comprendí hasta ahora. He sacrificado mis comodidades y mis posesiones. Me fui deshaciendo de ellas poco a poco. Las fui vendiendo. Ahorraba. Viví como vagabunda. Sin hogar y con millones en el banco, que me había hecho el préstamo para agendar mi viaje. Mientras salimos de la estratosfera, puedo ver cómo la gran ciudad se vuelve una maqueta sin chiste, llena de comas y punto y letras moviéndose sin sentido. —Eso es lo que somos, ¿no? —me pregunta mi vecino de viaje. —¿Perdón? —Que eso es lo que somos al final: unos pinches puntitos sin chiste. Hormiguitas siguiendo leyes absurdas, viviendo vidas absurdas; yendo a prisa a todas partes, tratando de llegar temprano; consumiendo y consumiendo tecnologías en vez de cultivar nuestro espíritu... Lo escuchaba mientras entrábamos ya al espacio exterior. Sonreí, dándole la razón. —Sí, ¿no? ¿O qué chingados? —me levantó la voz, necesitado atención. —Así es, amigo. Seres absurdos... —le dije y me sonrió de vuelta. —Manuel —me dijo mientras me ofrecía su mano. —Marina —le saludé—. Somos afortunados de ser viejos y estar en esta nave. —Ni que lo diga, Marina. —El último viaje, ¿eh? —El viaje sin boleto de regreso. 82


Trató de seguir conversando pero no le seguí el hilo. Miraba las estrellas de cerca. El planeta se volvía una canica azul. Quise tener el poder de tomarla y hacer una carambola contra Marte o Venus. —Hermoso, ¿verdad? —insistía mi compañero. —Sí, mucho. —No te gusta hablar, ¿verdad? —La verdad, no, Manuel. Disculpa si no te presto atención, pero es mi primera vez en el espacio y trato de disfrutarlo. —¿Para qué disfrutas si sabes que es el fin? —Precisamente por eso. Necesito disfrutar mi estancia. —Pero, ¿no crees que es eso es absurdo también? —¿Absurdo, por qué? —Pos sí: uno va a dejar de existir y lo que vivió o disfrutó no tendrá caso porque nadie sabrá. —Bueno, desde ese punto de vista pareces tener razón... aún así, quiero seguir disfrutando mi vuelo, ¿sabes? —No seas necia. No debes disfrutar —me reprendió el viejo. —Oiga, usted está tomando muy a pecho este viaje... —Ah, no, el que se lo está tomando así es usted. Pensar en disfrutar cuando debería de estar preocupado porque el mundo se va acabar. —El mundo se viene acabando siempre. Profetas y charlatanes le han querido poner fechas, pero ahí sigue, vivito y girando sobre su propio eje. —No se haga la chistosita, que ya sabe a qué mundo me refiero. —Pues es el único que conozco... —No, no, no me entiende. Tú eres un mundo, Marina. Un mundo lleno de vida, pero a punto de la colisión. Las personas a nuestro alrededor seguían nuestra conversación con morbosidad, a la expectativa del drama. —Yo ya exploté hace años, Manuel, pero resistí todo para este viaje. —¿Resistir? 83


—Sí, como te darás cuenta por mi vestimenta, no soy una persona con fortunas. —Sí, cierto. Lo noto. ¿Cómo entró entonces? ¿Le robó el boleto a alguien?
—El viejo preguntón comenzaba a molestarme. —No, señor, ahorré. ¿Sabes qué es eso? Se quedó serio. Luego se carcajeó. —¿Ahorrar? ¿Cómo se escribe? Los demás alrededor soltaron carcajadas también. El viejo continuó:
—Es una broma, amiga. No se me agüíte. Claro que sé lo que es ahorrar. Yo le llamo inversiones. —Ah... bueno, pues eso. —Pues eso —se carcajeó—. Con tu permiso, voy por un bacadillo, ¿gustas? Manuel se desabrochó el cinturón y se elevó dentro de la nave. Se impulsaba entre los asientos, simulaba volar, se creaía Peter Pan. Los demás celebraban sus gracias. Aplaudían unos. Otros también se desabrocharon y le siguieron el vuelo. Yo seguía viendo a través de mi ventanilla. El espacio. De pequeña siempre lo observaba desde mi hogar. Siempre soñando con estar flotando en él, como lo hacía en el agua. Heme aquí, viendo de frente nuestro satélite. Recordaba la grandeza de las cosas. Y me hizo llorar. Reventé en lágrimas. Me quejaba, sentía dolor en el pecho. No me percaté de que lo hacía hasta que sentí una mano reconfortante sobre mi hombre. —Sea lo que sea que estés recordando, qué bueno que lo hagas. Llorar es bueno. Relaja. —Discúlpeme, señora, no quise molestarla. —No, no, no es molestia. Me gusta verla llorar. Me reí por un segundo, imaginando su perversión. —Oh, no, no es como sonó... no me gusta verla llorar literalmente; no lo disfruto, quiero decir. Me da esperanza saber que todavía existen personas que no temen en mostrar sus sentimientos. Hoy en día son escasas, ¿sabe? —Entiendo, pero de verdad, no quise importunarla —la gente que se quedó nos seguía, parecía personaje de un reality 84


show—; ni a ninguno de ustedes, metiches. ¿Qué no tienen cosas en qué meditar? Es su último pinche día vivos. Despierten. Ya no estamos en la Tierra. Estamos en el espacio y debemos disfrutar antes de nos suelten y nos reviente la pinche cabeza, chingado. Ninguno reclamó. Se voltearon a ver entre todos y segundos después se echaron a reír otra vez. Esta vez con distintas carcajadas que parecían venir de un puñado de animales. —¿De qué se ríen? —De ti, por supuesto —me contestó la dama. —Obviamente que de mí, pero por qué. No he dicho ningún chiste, sino la verdad. —Ay, Marina. Estás tan lejos de la verdad. —Explícame, mujer, que no entiendo nada. —No tienes que entender. La palabra es comprender. —¿Comprender qué? —A nosotros los monstruos. Se seguían carcajeando, burlándose de mí. El símil me hizo gracia. —Al fin de cuentas esos son, una bola de monstruos. —Sí, Marina. Tienes razón. Somos una bola de monstruos que trata de sobrevivir. —¿Pero por qué? ¿Cómo sobrevivir? Si querían sobrevivir se han subido a la nave equivocada. —No. Tú te has subido a la nave equivocada. Mejor dicho: la nave de la suerte, la nave del destino, la nave que te dará una segunda oportunidad nada más por el hecho de que eres un ser humano con sentimientos. —No tengo sentimientos, ahora mismo los quiero asesinar a todos, los desprecio. —Los tienes, Marina, sentimientos y... algo más... Entre nosotros hay monstruos que te están leyendo tan fácil como se lee un libro. Eres tan transparente. —¿Leer la mente? —Entre otros trucos, como les dirías. Para nosotros es nuestra vida, la que nos tocó. Notamos que no eres tan diferente. 85


—¿Quiénes son? En serio. Me están queriendo tomar el pelo, ¿no? Es una broma, para un programa de la red. —Tómalo como quieras. Pero en esta nave nadie se va a morir. Al menos que quiera de verdad hacerlo. —Dejen de jugar y díganme qué tratan de hacer conmigo. ¿Me quieren confundir? Ya lo hicieron. ¿Me quieren volver loca? Están a punto de lograrlo. ¿Quieren que sobreviva? No va a pasar. Si son parte de algún grupo religioso que está en contra del suicidio, no cuentan conmigo. Es mi vida. Yo decido qué hacer. Cómo terminarla. —Te estamos ofreciendo más, amiga. ¿Por qué no la aceptas y ya? —Estoy cansado, gente. En serio. He vivido una pésima vida, llena de precariedad y limitaciones. Este viaje representa todo lo que tenía y de lo que quiero deshacerme. —En eso coincidimos, vieja —intervino un hombre que parecía muy joven para estar aquí—. Estamos cansados. —¿Entonces? —Estamos cansados de estarnos escondiendo, de la esclavitud. No es vida. El espacio nos ofrece otra alternativa. —¿Cuál es esa? —Otro planeta —casi gritó Manuel, que regresaba levitando, seguido de sus súbditos. Parecían haber bebido sangre, pues las manchas y los residuos resbalaban por entre sus labios. Eructó—. Nos exiliamos a otro planeta. —¿Otro planeta? ¿Por qué se exilian? —Somos monstruos, Marina. Monstruos de verdad. Te perdiste de un gran bocado, por cierto. La sangre vieja es la más fácil de digerir. ¿Tienes algo que me des? —Le estábamos contando, querido, nuestros planes. Parecen no gustarle. —Parece ser así, querida. ¿Qué vamos a hacer al respecto? —Darle gusto. Algunos de ellos se me abalanzaron encima y me sujetaron de los brazos. Me llevaban a la puerta de expulsión, la última puerta que cruzaría. 86


—Aviéntenla si es lo que quiere. Que sea en nombre de los monstruos caídos. Por nosotros. —Esperen... —No la dejen hablar. Aviéntenla y ya. —Quiero conocer el trato. —Se acabó el trato, humana. Manuel (o lo que se hacía llamar Manuel) me lanzó al espacio. Los rostros que me observaban gustosos, estaban distorsionados, desfigurados. Floté. Sentía la presión en mi cráneo: a punto de reventar. Quise respirar... Pude respirar… Sin saberlo, yo era una de ellos. Por ahora soy una criatura perdida en una órbita desconocida. El espacio me arrulla y yo le sigo la corriente.

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Anyway you cut it we’re just spinning around out on the circuits over the hollow grounds heading right back in the same place that we started out «Circuital», Jim James


acerca de los mostros perdidos que escribieron e ilustraron este engendro

Néstor Robles (Guadalajara, 1985) es narrador, editor y tallerista de historias. Deambula las calles de Tijuana desde que tiene memoria. Es licenciado en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la UABC, y tiene estudios especializados en cine y diseño editorial. Ha obtenido una triada de becas de jóvenes creadores (Foeca 2006, pecda 2011 y Fonca 2014) que aprovechó para escribir horror y ciencia ficción. Actualmente coordina el taller virtual de cuento «Viaje al centro de la fogata», impartido en Talleres CasaVerde, y las ediciones del Programa Editorial de Cetys Universidad, en donde también es profesor de historia del cine y guionismo. Es autor del libro de cuentos Réquiem por Tijuana (Paraíso Perdido, 2017). Carlos Casillas (Tijuana, 1989) es un diseñador gráfico apasionado por el mundo de la música y el entretenimiento. Es por eso que ha dedicado gran parte de su profesión a la ilustración digital que va desde arte conceptual a diseño de carteles y mercancía para bandas. Una de sus inquietudes siempre ha sido el aprender cosas nuevas para tener herramientas que aporten algo distinto a lo que hace.

Monomitos es una editorial tijuanense especializada en el horror y la ciencia ficción escrita en Baja California. Visita https://issuu.com/monomitos Explora las primera camada del Departamento de Mostros Perdidos y las antologías del Taller de Historias.


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