El misterio del tarahumara – Christian Durazo D.

Page 1



el misterio del tarahumara Christian Durazo D.

Departamento de mostros perdidos 2


El misterio del tarahumara Edición digital, 2015 D. R. © Christian Durazo D. D. R. © Monomitos Press Tijuana, B. C., México http://monomitospress.blogspot.mx Twitter: monomitospress Diseño y edición: Néstor Robles Ilustración de portada: pintura al óleo de Christian Durazo D. Colección Departamento de Mostros Perdidos

Hecho en Tijuana / Impreso en Mexicali Made in Tijuana / Printed in Mexicali


contenido Réquiem por una civilización

9

Los portales del universo

21

El gran error

67

Ciberdictadura 75 Estadio final

89

Más allá de las palabras

113

El misterio del tarahumara

139





r é q u i e m p o r u n a c i v i li z ac i ó n

Q El detector automático de la Cámara Oscura se activó mucho después de lo esperado, pero finalmente se activó. El hecho, aunque silencioso y en ausencia de testigos, puso fin a un debate que se había extendido durante años. Surgida desde los intrincados recovecos de la nave, la alerta dio la razón al grupo de astrónomos que pugnó rabiosamente por convencer a la Milicia Espacial de que las coordenadas del sistema planetario donde se originaban las primitivas ondas de radio eran las correctas. Sin embargo, el acierto de los científicos no habría de ser confirmado hasta que la señal de alerta hiperplásmica surcara el hiperespacio a lo largo de aproximadamente cinco mil años-luz. El inesperado acontecimiento no sólo propició la proyección de la alerta hacia la lejana base espacial militar, pues también interrumpió el soporte de criogenoestasis de los tripulantes de la nave. Las doscientas cincuenta cabinas iniciaron la evacuación del líquido viscoso y anaranjado en escasos veinte segundos, y las manguerillas conectadas a la fría superficie de las cubiertas comenzaron a desprenderse automáticamente, saltando hacia los alrededores con gran estrépito. Instantes después los gruesos cristales de las cabinas se alzaron 9


christian durazo d.

hacia los costados, dejando expuestos los cuerpos inermes de los ocupantes. Mediante trémulos espasmos, los miembros de algunos de ellos comenzaron a moverse, iniciándose así el lento proceso de desaletargamiento. La mayoría se despertó emitiendo sonidos guturales, al tiempo que impulsaban sus brazos hacia el frente con movimientos vacilantes. Otros, en cambio, al parecer más habituados a los viajes interestelares, simplemente abrieron los ojos y salieron de las cabinas con paso firme y desapasionado, con la mente puesta en sus futuros deberes. Uno de ellos, el capitán de la nave, se dirigió al resto de los tripulantes gritando a voz de cuello. —¡Vamos, haraganes, muévanse, no tenemos todo el día! ¡A sus puestos! ¡Kor’kuatu’holmanitru! —¡A la orden, capitán! —se apresuró a responder el teniente, tratando de librarse de los últimos efectos del hipersueño. —Quiero un reporte comparativo de las coordenadas del sistema, tipo espectral de la estrella, número de planetas en órbita y las distancias entre cada uno de ellos. —¡Enseguida, capitán! El teniente se alejó y se dedicó a azuzar al resto de los tripulantes que aún no se habían reanimado del todo. Una jerigonza incomprensible brotó de sus labios y comenzó a dar indicaciones, arremetiendo contra sus subalternos. —¡Ya lo oyeron todos! ¡A sus puestos! ¡Quiero un informe a la brevedad posible! El capitán los vio alejarse con el rostro imperioso y endurecido. Salió de la sala de criogenoestasis y se dirigió de inmediato a su cabina de mando personal. Los pasillos estaban helados, y cuando entró a la cabina de mando el panorama que 10


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

lo recibió era muy distinto al que había contemplado antes de iniciar la travesía por el hiperespacio. Había una ligera escarcha depositada sobre la superficie de todos los equipos y aparatos como consecuencia del congelamiento de la humedad durante los miles de parsecs viajados a través de la galaxia. En las próximas horas la temperatura iría subiendo gradualmente, hasta posicionarse en confortables veinte grados centígrados luego de que la totalidad de la energía empleada para el soporte de criogenoestasis fuera encauzada al resto de los sectores de la nave. El viaje había sido largo, más de lo esperado. Mientras avanzaba entre las mesas magnéticas, los dedos del capitán Kurtapiam’lotrih rozaban deliberadamente la fría superficie, práctica que había adquirido a causa de la expectación que le provocaba la antesala del arribo a nuevos planetas potencialmente habitables. Él había sido uno de los principales impulsores de la decisión de enviar una flota exploratoria a la estrella Ortraqu’hu’niad una vez que ésta fue identificada como la fuente de las ondas de radio recibidas desde hacía miles de años atrás, de modo que, a instancias de sus servicios y de la particular importancia que revestía la misión, no era nada descabellado considerar la posibilidad de ser condecorado por la Milicia Espacial luego de que ésta hubiera concluido. Desafortunadamente, pensó, trasformando un esbozo de sonrisa en una mueca de fastidio, para cuando ello sucediera, la mitad de su vida ya habría transcurrido. A su arribo a casa, si es que éste llegaba a darse, estaría hacia el final de sus días, con el tiempo medido sólo para ser distinguido. Eran los inconvenientes de embarcarse hacia sistemas tan distantes, en lugar de aquéllos que se hallaban a escasos quinientos o seiscientos años—luz. ¡Qué gran inconveniente entrañaban las 11


christian durazo d.

inconmensurables distancias del Universo! A menudo solía encerrarse en su cabina y meditar sobre ello, abandonándose así a una serie de cuestionamientos sin fin. ¿Qué ser tan perverso y sardónico había tenido la idea de crear tan increíbles distancias, insultantes incluso para la mismísima luz? ¿A qué designio supremo obedecía la conformación de tan demencial arreglo del Universo, cuyos límites estaban fuera del alcance hasta de la más brillante imaginación? Al margen de una respuesta satisfactoria, por principio de cuentas el misterioso arreglo del Universo acortaba las mieles de la vida militar, de ello no cabía la menor duda. Acortaba, por otro lado, la posibilidad de embarcarse en nuevos viajes interestelares, disminuyendo así las posibilidades de descubrir nuevos planetas habitables, nuevas fuentes de vida inteligente con quienes estrechar lazos en medio de un Universo caprichoso, donde éstas no abundaban precisamente. Su mentón se tensó, reflejando así la mezcla de irritación e impotencia que le acarreaba aquella abrumadora realidad. Avanzó unos pasos hacia los ventanales que dejaban filtrar la tenue luz proveniente de la estrella, apenas un punto luminoso que sobresalía en el plano astronómico debido a su relativa cercanía. Cerca del refulgente astro, a varios millones de kilómetros, orbitaba un planeta que albergaba vida inteligente. Las primitivas ondas de radio provenientes de las cercanías de la estrella Ortraqu’hu’niad así lo demostraban, y si bien la distancia había sido extraordinaria y la certeza de un sacrificio de media vida en criogenoestasis bastante desmoralizador, la cercanía de aquel planeta misterioso lograba paliar la pesadumbre surgida ante el advenimiento de una plena conciencia postcriogenoestásica. Por si fuera poco, a ello se sumaba la excitación que invariablemente se manifestaba en vísperas 12


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

del arribo a un nuevo planeta desconocido. Recorría todo su cuerpo, estremeciéndolo interiormente en una serie de impulsos eléctricos que ni su propio campo mental podía controlar. La sensación de euforia hizo que por un momento se olvidara de su aflicción inicial, y, animándose ante la perspectiva de figurar en los anales de la historia como el capitán con mayor número de planetas habitables descubiertos, pulsó el mando que se hallaba frente a él y habló con voz imperativa. —Teniente, informe de la situación. Segundos después se escuchó una voz metálica del otro lado del aparato. —Todos se encuentran en sus puestos, capitán. Se ha activado el clima artificial y el propulsor principal se encuentra funcionando a su máxima potencia. Dentro de unos minutos se tendrán los primeros informes sobre la cercanía del planeta—objetivo. —Bien, teniente. Infórmeme en cuanto tenga todos los datos. Quiero saber todo. Número de satélites, masa, tamaño, gravedad superficial, velocidad de rotación, achatamiento, temperatura media, composición geológica, densidad, albedo, composición atmosférica, especies presentes, todo, ¿me oyó?, absolutamente todo. —¡A la orden, capitán! La voz metálica desapareció abruptamente y con ello sobrevino de nuevo el silencio. Instantes después el capitán Kurtapiam’lotrih se puso en movimiento en dirección a la Cámara Oscura. Durante el trayecto pudo percibir cómo la temperatura se incrementaba y la escarcha que se extendía sobre las superficies de los objetos del habitáculo lentamente comenzaba a derretirse, volviendo más confortable la temperatura interior. 13


christian durazo d.

La Cámara Oscura se abrió luego del análisis molecular de aliento y el capitán Kurtapiam’lotrih entró lentamente, tratando de mantener la calma mientras la radiación theta proveniente de los átomos de omelqatiod atravesaban su cuerpo a una velocidad tres veces mayor a la de la luz. Sabía que un tiempo de exposición breve no afectaba sus tejidos y órganos gracias a los efectos inhibitorios que la energía oscura obraba sobre el hiperradiactivo elemento, pero era imposible dejar de sentir cierta aprensión ante el hecho de encontrarse rodeado de un material tan inestable. Los riesgos, una vez que se quedaba a oscuras y aislado del resto del Universo, eran compensados por la magnitud de sus funciones y la enorme utilidad que proporcionaba a las misiones de exploración. Desde luego, existían otros tipos de tecnologías bastante avanzadas empleadas en la exploración de astros, aunque en esencia la mayoría eran de orden convencional. Se trataba de instrumentos que podían ser utilizados por cualquier tripulante poseedor de la debida preparación militar y científica. Sin embargo, la Cámara Oscura era otra cuestión. Su avanzada tecnología lograba conectar la mente del ocupante con la materia misma, alcanzando un nivel de compenetración excepcional. El sofisticado artefacto, diseñado únicamente para ser manipulado por tripulantes hipersensoriales, era capaz de conectarse con cualquier astro previamente determinado a un nivel cuántico y molecular. No sólo podía determinar la composición de un planeta o una estrella de manera convencional, sino que además podía introducirse dentro de sus átomos y partículas subatómicas. De esta forma, el capitán Kurtapiam’lotrih, único tripulante capaz de ocupar el interior de la Cámara Oscura gracias a su don de hipersensorialidad, se 14


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

introdujo dentro del artefacto conteniendo la respiración, dispuesto a estudiar el misterioso planeta al que se aproximaban. Una vez sellado el artefacto, la reinante oscuridad del interior comenzó a ser paliada por la repentina aparición de brillantes puntos de luz dentro de un plano tridimensional que se expandía a increíble velocidad, haciendo que la limitación física de la cápsula se desvaneciera por completo. Kurtapiam’lotrih tuvo la impresión de que flotaba a mitad del espacio, navegando a la deriva dentro de una galaxia completamente desconocida. Sin embargo, a medida que la proyección mostraba la posición de los sistemas planetarios del cuadrante galáctico en el que se encontraban y la estrella en observación era localizada dentro de aquella pléyade microcósmica, los primeros impulsos hipersensoriales comenzaron a recorrer su cuerpo, aumentando de intensidad a cada instante a un ritmo exponencial. Sentía ahora las álgidas temperaturas de los planetas exteriores, las colosales ventiscas que arrasaban la superficie de los algunos planetas gaseosos, la gran cantidad de lunas que orbitaban todos y cada uno de ellos. No requería de la avanzada tecnología que se utilizaba de manera convencional. Sentía las órbitas, el movimiento de traslación, rotación y nutación de cada uno de ellos, de todos, como si la esencia misma de aquellos planetas se encontrara en la palma de su mano. Luego su mente, fusionada con los intrincados dispositivos del artefacto, pasó hacia los planetas interiores. Uno de ellos albergaba una civilización inteligente, de ello no cabía la menor duda. El capitán Kurtapiam’lotrih no sólo estaba consciente de ello por el sólo hecho de tener conocimiento de las ondas de radio que emanaban desde la superficie de aquel planeta desde hacía miles de años, sino que ahora sentía el palpitar y 15


christian durazo d.

el bullicio que se incubaba por todos los rincones del extraño planeta. Entidades portadoras de vida desplazándose de un lado a otro, unas con lentitud, otras a extrema velocidad, lo cubrían todo. Algunas morían súbitamente, otras nacían en mayor cantidad, amalgamándose con el resto de los seres en una sola entidad que se enarbolaba como la especie dominante del planeta desde hacía varios millones de años. Había otros seres vivientes que se desplazaban libremente por toda la superficie, pero la intensidad de las ondas cerebrales que éstos transmitían dejaba entrever que no eran inteligentes, desasociándose permanentemente de la civilización dominante desde un nivel mental, no así biológico. “Interesante”, pensó el capitán. Probablemente se trataba de una subcivilización, con toda seguridad sometida y esclavizada. No era la primera vez que descubría un planeta con tales características. Parecía ser una constante universal, aunque no podía decirse que fuera algo frecuente. Por lo general, los estados de desarrollo en la evolución de un planeta se decantaban hacia una especie dominante, pero no dos. En sus múltiples exploraciones, sólo en una ocasión había topado con un mundo donde existían dos especies dominantes. Los muks y los ashaldes, en el lejano planeta Umuk, localizado en el centro de la galaxia. Los primeros eran una especie de trípedos de piel oscura provistos de cuatro brazos, dos de ellos en la espalda, más largos que el par auxiliar que esgrimían sobre las costillas. Físicamente eran muy ágiles, pero su nivel de desarrollo intelectual era perceptiblemente inferior. Aunque habían desarrollado su propia tecnología, ésta era superada por la población de los ashaldes, menos numerosos que los muks, pero dotados de una inteligencia y tecnología superior que se había desarrollado bajo tierra, en enormes cavernas donde éstos vivían y reproducían. 16


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

El resultado: guerras interminables y un mundo devastado de manera irreversible, al punto de volverlo inhabitable. La evocación lo condujo a una serie de cuestionamientos. ¿Sería aquel nuevo planeta un símil del de los muks y los ashaldes? ¿Estaría habitado por dos especies dominantes pugnando entre ellas mismas? ¿Estaría a punto de sucumbir, al igual como lo había hecho el lejano Umuk? La sola idea le hizo estremecerse. Si sus conjeturas llegaban a ser ciertas, de nada habría valido tan largo viaje, a menos que su superficie aún estuviera intacta y fuera posible su exploración. Sin embargo, instantes después se tranquilizó cuando un acusado aumento en los niveles hipersensoriales del artefacto reveló la inexistencia de una guerra global que amenazara el equilibrio de la vida sobre la superficie del planeta. Kurtapiam’lotrih respiró profundo, reanimándose de nueva cuenta, y de inmediato volvió a concentrarse en su exploración hipersensorial. A poco advirtió una señal infrasónica proveniente desde las entrañas de la cápsula. Se trataba de un aviso de intento de comunicación procedente del exterior. El teniente Kor’kuatu’holmanitru, desde luego. Seguramente intentaba contactarlo para proporcionarle los datos que había requerido, pero sería prácticamente imposible que ambos establecieran contacto mientras permaneciera dentro de la Cámara Oscura. Ningún tipo de ondas podía atravesar el material del que estaba construida, ni siquiera el más concentrado de los flujos de neutrinos. Una oleada de irritación lo asaltó al verse interrumpido en el momento cumbre de hipersensorialidad. Empero, poco después su ira se disipó al volverse consciente de la perniciosa naturaleza que le rodeaba: el tiempo de permanencia dentro de la cápsula estaba por llegar a su límite, de modo que una 17


christian durazo d.

exposición prolongada a la radiación theta podía causar daños irreparables en sus células y disminuir su capacidad motora notoriamente. Obligado por las circunstancias, el capitán Kurtapiam’lotrih interrumpió sistemáticamente el contacto hipersensorial con el artefacto. Las luces que refulgían a su alrededor lentamente comenzaron a desvanecerse y la oscuridad remanente cedió lugar a una coloración acerada que se materializó en una bóveda plateada que abrigaba al ocupante de la cápsula. El capitán accionó la puerta a esfínter y se dirigió a toda prisa hacia el comunicador. —Adelante, teniente. —Tenemos todos los datos requeridos, capitán. —Excelente. Voy hacia allá. La comunicación se interrumpió abruptamente y el capitán Kurtapiam’lotrih se volvió sobre sí. Luego se dirigió hacia los ventanales del fondo, donde se puso a contemplar durante unos instantes la estrella Ortraqu’hu’niad, a tan sólo unos cuantos millones de kilómetros de distancia. Antes de toparse con sus subalternos deseaba saborear aquel momento sumido en la intimidad, alejado de la agitación que reinaba en el puente de mandos y que invariablemente siempre terminaba por inhibir la sensación posthipersensorial que le invadía después de cada sesión. Cuando finalmente arribó, plácidamente demorado, se encontró con un ansioso teniente Kor’kuatu’holmanitru. —Capitán, nos encontramos a cinco días del planeta. Los telescopios ya lo han enfocado a la perfección. Accederé a la holopantalla telescópica para su visualización. —Excelente, teniente. Enseguida el capitán inquirió: —¿Qué hay de las ondas de radio, teniente? ¿Aún continúan llegándonos? 18


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Así es, capitán, y con una claridad aún mayor a medida que nos aproximamos. Hay millones de mensajes en varios lenguajes, muy extraños, por cierto. Kurtapiam’lotrih asintió ligeramente, lo que fue el preludio a una carcajada histérica. —¡Qué estupidez! —exclamó de súbito—. Mira que intentar comunicarse con el espacio exterior… ¿Acaso nunca pensaron en lo que existe de este lado de la galaxia? ¡A quién demonios se le ocurre? Se escucharon sonidos extraños. Luego un sonido gutural a modo de risas. —Y lo curioso es que desde hace miles de años, capitán. De acuerdo a las ondas de radio recibidas… —apuntó el teniente. El capitán Kurtapiam’lotrih se rió nuevamente, sin dar crédito a lo que escuchaba. —Ondas de radio… Muy primitivo, muy primitivo… ¿Qué más? ¿Cuáles son las condiciones generales del planeta? —volvió a la carga. —Los niveles de oxígeno son altos, propicios para la vida. Su órbita coincide a la perfección con la ecosfera de su estrella. Sin embargo, el clima ha sufrido grandes estragos a causa de la contaminación que asola la superficie. —¡Vaya! No sólo revelan su posición en la galaxia, ¡sino que además destruyen su propio planeta! ¡Qué clase de civilización es ésta? Y agregó: —Planeta de idiotas. ¿Acaso estaban tan desesperados por contactar a otras civilizaciones? ¿Tan solos se sentían en el Universo…? ¡Joughhh—joughhh! ¡No tienen idea de lo que han atraído! 19


christian durazo d.

Luego, volviéndose hacia el teniente de manera impetuosa: —¡Teniente, prepárese para el exploración y agregue a la alerta hiperplásmica que sea enviado el resto de las naves de exterminio. Informe que las condiciones son favorables para la colonización. —A la orden, capitán. El teniente se retiró, mientras que el capitán Kurtapiam’lotrih permaneció observando la imagen del planeta en el centro de la holopantalla. Entre más lo contemplaba, más aumentaba su intriga. ¿Qué clase de civilización era aquélla?, pensaba. Mira que enviar mensajes al espacio… ¿En qué estaban pensando! Intempestivamente se retiró, seguido por su áspera cola de biometal y lo que parecía ser una especie de tentáculos. La holopantalla quedó sola, mostrando una figura holográfica que recreaba una esfera brillante flotando en la insondable negrura del espacio. Ellos le llamaban Ortraqu’hu’niad III, el tercer planeta que orbitaba aquella estrella. Sin embargo, el resto de la galaxia le conocía por otro nombre. Tierra.

20


los portales del universo

Q

Imanol Gotrimzá nunca imaginó que el espacio pudiera ser tan frío y solitario. Cierto era que habiendo llegado a determinada etapa de su vida necesitara un poco de soledad y aislamiento, lo suficiente como para poner en orden ciertos aspectos de su vida que en el pasado habían oscilado entre el caos y la zozobra. Su ingreso a los cuarenta, dos divorcios consecutivos y una carrera espacial truncada eran materia de constante reflexión, todo ello aunado a una enorme afición por los temas teológicos, en los que solía abstraerse a través de la lectura o la contemplación de holodocumentales que abordaban el devenir de los diversos dogmas religiosos que ensalzaban la vida cotidiana en la Tierra a mediados del siglo xxi. Debido a la crisis existencial por la que atravesaba, no le fue difícil aceptar el trabajo. Tampoco tuvo competencia, dado que era el único candidato: un autoexilio al centro de la galaxia por varios años dentro de una estación espacial sin compañía de nadie no era un trabajo muy atractivo, por más jugosa que fuera la paga. Y ni siquiera ésta, por raquítica o sustancial que fuera, le interesaba. Cuando Imanol Gotrimzá 21


christian durazo d.

se embarcó no tenía en mente ni destino ni provecho; sólo alejarse de su desastroso pasado, en busca de un nuevo futuro, aunque fuera en la avasalladora soledad del espacio. La mayor parte del tiempo solía pensar que haber aceptado la misión era lo mejor que podía haber hecho, aunque ello lo convirtiera en el ser humano más solitario en toda la historia de la humanidad. El resto lo dedicaba a cuestionarse hasta qué punto sería capaz de soportar la abrumadora soledad que reinaba a bordo de la estación espacial Crepúsculo, su hogar durante los últimos diez años de su existencia. Una década había sido suficiente para convencerse de que la búsqueda de la soledad no siempre depara en la respuesta a todas las interrogantes existenciales. Comenzaba a comprender que éstas no precisamente llegan cuando se está en el claustro, sino que a veces es necesario salir de la cueva en pos de su búsqueda. Las dilucidaciones de Imanol Gotrimzá fueron interrumpidas abruptamente. El casco de la nave centelló a causa de la incidencia de los débiles rayos de la estrella Aeterna sobre su superficie. Oculta parcialmente por el cuerpo de la nave, el astro, ubicado a doscientos mil millones de kilómetros de distancia, era apenas un destello de luz en la lejanía. El hombre se levantó de su silla y avanzó hacia el cristal del puente de mandos, donde permaneció durante unos instantes contemplando la aproximación del carguero. Se extrañaba sobremanera que la nave no hubiera hecho contacto con la estación antes de que ésta pudiera ser avistada a la distancia. ¿Algún descuido de la tripulación?, aventuró. ¿O quizá algún fallo en el sistema de comunicación? Aunque sabía que el arribo a la estación espacial estaba programado para esos días, costaba creer que la tripulación pasara por alto una parte tan crucial del protocolo de llegada. 22


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Tras meditarlo durante unos minutos, finalmente decidió entablar contacto. —Aquí Estación Espacial Crepúsculo. Responda. Luego de unos instantes se escuchó una voz metálica y áspera del otro lado del aparato. —Sergei K. Popev al habla, capitán de la nave carguera Qapistram. Tiempo de llegada: treinta y cuatro minutos con veintidós segundos. Prepare las plataformas de acoplamiento. ¡Rusos! ¿Pero cómo era posible? Gotrimzá apenas tuvo tiempo para reponerse de la sorpresa antes de responder. Su ceño se frunció. —De acuerdo, capitán. Luego se dirigió hacia la pantalla de la computadora central irradiando felicidad. Finalmente las últimas refacciones habían arribado. Ello significaba que, si todo marchaba conforme a calendario, el propulsor estaría listo para dentro de dos meses. ¡Dos meses!, un lapso muy breve comparado con el tiempo que había demorado en gestarse el proyecto. Invadido por un arrebato de éxtasis, se abalanzó sobre una ristra de botones con sumo apremio, el primero de una serie de pasos que conducía a la activación de la plataforma de acoplamiento. Un par de minutos después Imanol Gotrimzá volvió a comunicarse. —Plataforma de acoplamiento lista, capitán. —Excelente, Estación. Active el pulso magnético. —A la orden, capitán. Gotrimzá se volvió de nuevo hacia los controles y comenzó a manipular la pantalla de cristal crioestásico, saturándola en pocos segundos de un entramado complejo de planos y ecuaciones. Una vez concluida la operación se incorporó y avanzó hacia la plataforma del puente de mandos con el ánimo 23


christian durazo d.

de examinar la nave de nueva cuenta. Ésta aparecía más cercana, y las lucecillas de aproximación centellaban a intervalos espaciados a ambos costados. La intromisión de aquel nuevo elemento en el universo visual de Gotrimzá provocó que por primera vez en muchos años se olvidara por completo de la obsesión que lo había acuciado desde el primer momento de su arribo a la estación. Sin embargo, el lapso de distracción no duró mucho. La fuerza de la costumbre quizá, a menudo más subyugante que la propia impresión de los portentos inesperados, demandaba el tributo cotidiano al que debía su existencia. Por el rabillo del ojo reparó en la persistente refulgencia que inflamaba la mitad del firmamento a causa de los colosales estertores de material estelar irradiados por la estrella Aeterna en el momento justo en que era devorada por el monstruoso y masivo agujero negro Sagitario A, ubicado justo en el centro de la Vía Láctea. Sin modificación aparente, el sobrecogedor espectáculo aún no dejaba de impresionarlo desde el primer día que lo había contemplado. Más allá de la magnificencia del prodigio, Imanol Gotrimzá no podía comprender cómo un volumen de materia tan infinitesimalmente pequeño albergara una densidad infinita a cuyo centro de gravedad no era capaz de escapar ni la mismísima luz. Como aficionado a la física y astronomía, horas de lectura y contemplación de holodemos le habían revelado las maravillas del Universo (las maravillas hasta entonces conocidas), y la explicación de la gran mayoría de los fenómenos astronómicos. La formación de los agujeros negros no era la excepción. Uno de los misterios más grandes e intrigantes a los que se había enfrentado la humanidad desde los tiempos en los que aún no se había desarrollado por completo el viaje interestelar. 24


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Podía comprender, al igual que los científicos, cómo el proceso de creación de un agujero negro se daba de manera posterior a la muerte de una estrella gigante roja una vez que la fuerza gravitatoria comenzaba a ejercer presión sobre sí misma, originando así la compresión del total de su masa dentro en un minúsculo volumen de materia hasta convertirse en una enana blanca, lo que no era otra cosa más que la acción de la gravedad extrema llevada hasta el límite de lo posible. Más allá de la comprensión misma, Imanol Gotrimzá podía incluso forzar su imaginación al grado de introducirse dentro de aquel caldo inimaginable de energía y materia, incluso convertirse en una partícula subatómica capaz de recorrer cada átomo implicado en las entrañas de aquel portento del cosmos, atestiguando a cada instante la enorme compresión ejercida por todos y cada uno de los corpúsculos que componían a estos gigantescos astros refulgentes. Podía imaginarlo todo, incluso especular sobre las implicaciones cuánticas que entrañaba el fenómeno, pero al igual que todos los científicos, era incapaz de predecir el comportamiento de la materia una vez que ésta traspasaba el portal devorador de materia. ¿Qué eran realmente? ¿Hacía dónde conducían? ¿Qué había más allá del horizonte de sucesos, la zona donde la materia era eyectada hacia el interior del pozo a una increíble velocidad? ¿Acaso aguardaba un universo paralelo del otro lado, un universo dentro de un superuniverso? ¿Continuaba existiendo la materia en la misma forma en la que había ingresado? ¿Existían realmente los teóricos “agujeros blancos”, el flujo de materia no colapsada que emanaba del otro lado del horizonte de sucesos? ¿Sufría alguna transformación, alguna disociación atómica hasta distorsionarla en otra cosa? ¿O sencillamente se 25


christian durazo d.

destruía sin dejar el menor rastro, el más mínimo vestigio de su anterior existencia? Al final de la jornada, cuando Imanol Gotrimzá decidía dar tregua al tropel de cuestionamientos que lo asediaban la mayor parte del día, se sentaba de manera rutinaria frente a los controles y terminaba por simplificarlos en una sola y llana pregunta: ¿qué es lo que había del otro lado? Sin embargo, Gotrimzá terminaba estancado en un mar de recurrentes especulaciones matemáticas: que si el radio de Schwarzchild u horizonte de sucesos nunca era alcanzado por un hipotético volumen de materia en las proximidades del agujero negro debido a la dilación del tiempo; que si su acción sobre la materia disminuía la entropía del Universo, una inminente violación de los fundamentos de la termodinámica; que si la única forma en la que la entropía no aumentaba se debía a que todo lo que atravesaba el horizonte de sucesos debía seguir existiendo de alguna manera, expulsándose y convirtiéndose en materia seminal de galaxias, estrellas y planetas en otra realidad, de acuerdo a los partidarios de la existencia de los “agujeros blancos”… En fin, hordas de teorías que en realidad no conducían a nada tangible ni demostrable. Al menos, se vanagloriaba Gotrimzá, más allá de las especulaciones a las que todo el mundo científico solía abandonarse, su posición privilegiada a la hora de admirar aquel portento del cosmos era un hecho consumado. Ni siquiera los astrónomos más eminentes, con todo y su arsenal de sofisticados telescopios y radioscopios instalados en los planetas más cercanos al colosal hoyo negro, podían apreciar la magnificencia de lo que acontecía ante sus ojos. Se lamentaba que nadie pudiera atestiguar el grado de fortuna que le había sido otorgado gracias a los azares del destino, que nadie pudiera 26


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

envidiar su situación, que nadie pudiera concederle el más mínimo crédito a lo que sus ojos contemplaban día con día, llevándolo al éxtasis a causa del fenómeno cósmico más asombroso nunca antes observado por la humanidad. —Secuencia de acoplamiento en curso —la voz metálica del piloto interrumpió sus dilucidaciones abruptamente. Imanol Gotrimzá lanzó una mirada de retraída indignación al monitor que se alzaba frente a él. La pantalla mostraba a un hombre caucásico de aproximadamente treinta y cinco años, desembarazado ya de los efectos postcriogénicos, a juzgar por su semblante lúcido y jovial. Al fondo, la silueta del copiloto se encontraba enfrascada en un rutinario chequeo de controles. Gotrimzá se volvió hacia el monitor e informó: —El temporizador intervendrá en la secuencia de acoplamiento a la brevedad. Tiempo de contacto: dos minutos con veintitrés segundos. —Correcto —respondió el piloto—. Tenga todo preparado para la recepción de la carga. —A la orden, señor. El operador de la estación Crepúsculo se alejó del monitor con la mente puesta en los últimos cálculos arrojados por el simulador de la computadora central. Una hilera de números desfilaba en el monitor de su computadora, cabrilleando a una velocidad endiablada mientras aparecían y desaparecían de manera casi instantánea. Dentro de poco, las computadoras de la estación y la nave incidirían en el mismo resultado tras la corrida de datos. Mientras Gotrimzá tecleaba sobre la computadora, el sonido de un par de chicharras estalló del otro lado de las paredes del puente de mando. Era un sonido apagado, amortiguado por un entramado de paredes de metal que se interponían 27


christian durazo d.

entre el puente y los almacenes. Ahí, en los rincones de ese espacio frío sumido en semipenumbra, dentro de pocos minutos serían colocadas las esperadas refacciones, el único detalle que faltaba para completar el ambicioso proyecto. —Cincuenta segundos para acoplamiento —repuso la voz del piloto—. Secuencia en curso casi completada. Imanol Gotrimzá deslizó su silla de mando para ponerse frente a la pantalla, atento a la expresión de su interlocutor. Instantes después adoptó una expresión hierática como consecuencia de intervención ante los controles: el acoplamiento, a falta de hangar para la recepción de naves, requería de la pericia de un piloto, pero también de la coordinación con un receptor plenamente alineado. —Veinte segundos —la voz del piloto irrumpió de nuevo. “Quince” “Diez” “Cinco” “Secuencia completa” Por fin, pensó Gotrimzá. Aunque el acoplamiento de la nave a la estación se llevaba a cabo bajo un sistema de pilotaje automatizado que reducía prácticamente cualquier margen de error, éste no dejaba de preguntarse si no habría sido más sencillo haber integrado un hangar como parte del diseño original. Un hangar, al igual como los que contaban los grandes cargueros y naves de guerra, habría simplificado la operación de arribo. La nave ingresaba, se cerraba la escotilla y se suplía el frío vacío por una atmósfera propicia para la actividad humana. Sin embargo, siempre terminaba por concluir para sí mismo que tal diseño forzosamente debía tener una explicación, aunque nunca se había molestado demasiado en profundizar en ello. 28


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Sus disquisiciones acerca de las diferencias entre los diseños de naves y estaciones espaciales fueron interrumpidas abruptamente. La voz del piloto desvió momentáneamente los pensamientos de Gotrimzá y se concentró de nuevo en el resto de la operación. Una vez acoplada la nave, el resto era de lo más sencillo. La secuencia simultánea iniciada en el momento en que la nave se encontraba a varios cientos de kilómetros de distancia estaba a punto de terminar con la alineación de las compuertas de acceso. Imanol Gotrimzá se vertió de nuevo hacia el ordenador, tecleó con avidez, y como acto teatral dirigido a un público inexistente, pulsó el acceso. La puerta de la estación, acoplada a la de la nave, se abrió con los brazos abiertos de par en par. Conozcamos a la tripulación, pensó Gotrimzá sardónicamente. Estaba plenamente seguro de que en esos momentos los visitantes avanzaban, enfilándose por uno de los pasillos que conducían hacia el puente de mando. Estaba a punto de pulsar el botón de acceso, cuando la puerta se abrió repentinamente. Detrás de ella aparecieron dos figuras con el uniforme de la República Rusa Satriumiana, investidos en una actitud circunspecta. Imanol Gotrimzá se vio obligado a esbozar una tímida sonrisa. —¡Un placer, camarrada! —apremió el capitán de la nave—. Sergei K. Popev, capitán de la nave Qapistram—. Éste se precipitó hacia el interior del puente de mandos, dirigiendo su mano al ocupante de la estación. Tanto el aspecto como su acento ratificaban claramente su origen ruso, y tras echar una fugaz mirada al interior del puente, sus ojos profundamente azules se clavaron en el rostro de Gotrimzá, quien se mostraba sorprendido ante la inesperada efusividad del hombre. Acostumbrado a esporádicas visitas de hoscos 29


christian durazo d.

pilotos en misión de mantenimiento, aquel despliegue de jovialidad y buen humor entre aquellas compartimentos silenciosos le pareció algo bastante extraño. —Uun placer… —titubeó Gotrimzá, sintiendo la fuerza que imprimía el ruso sobre su mano—. Mi nombre es Imanol Gotrimzá. Detrás del capitán apareció un gigantón de casi dos metros de altura. Éste, a diferencia del primer visitante, mostraba un rostro huraño y lejanamente amistoso. —Me acompaña mi copiloto Boris Karlenko. No es muy social, como podrá intuirr, pero le aseguro que en cuestiones de mantenimiento de navíos estelares es el mejorr de este sectorr de la galaxia. Boris Karlenko tuvo que agazaparse ligeramente para librar la parte superior de la puerta. Dirigió una mirada seca a Gotrimzá, asintiendo ligeramente. Ninguna sonrisa o muestra de cordialidad asomó a su rostro. —¿Cómo va todo porr acá? ¿Aún tiene hambre Sagitario A? —preguntó el capitán Popev, tratando de romper el hielo con un toque de humor negro. Mientras sonreía se ocupó en retirar los guantes negros de las manos. Por alguna extraña razón, la alusión del agujero negro en su incesante comilona no le causó demasiada gracia a Gotrimzá. No era el comentario en sí lo que le incomodó, sino el tono que había empleado el propio Popev. —No me informaron que habría cambio de tripulación —intervino de pronto Gotrimzá, tratando de cambiar drásticamente de tema. El comentario incidió de inmediato en el estado de ánimo del capitán, aunque éste hizo por disimular su consternación. Se las arregló para despejar el halo de desconcierto que lo asaltó esbozando una renovada sonrisa. 30


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Oh, pensé que ya estaba enterado. El capitán original tuvo una serie de contratiempos personales que le impidieron abordar la nave. Imanol Gotrimzá entrecerró los ojos. Todo su rostro era una máscara de interrogación. —¿Contratiempos? Nadie me informó al respecto… —Si gusta puede comunicarse a Satrium para verificarlo —repuso Popev—. Tendrá la respuesta en tres días. Para entonces ya nos habremos regresado y me temo que no le servirá de mucho. Gotrimzá lo pensó durante unos instantes. De pronto se sintió ligeramente tonto. —No será necesario —respondió el operador de la estación, tratando de mostrarse cortés. Ya tendría tiempo de averiguarlo, aunque no en presencia de los dos imprevistos tripulantes, desde luego. Antes, sin embargo, era necesario llevar la conversación a terrenos más triviales y fingir que la sorpresa se había diluido completamente. —¿Qué tal de viaje? —quiso saber Gotrimzá—. ¿Qué tal los tanques criogénicos? ¿Han mejorado? La última vez que me introduje en uno de ellos fue hace diez años… Detesto la sensación post—reanimación. Las náuseas, el dolor de cabeza, la atrofia en los músculos. Dos semanas de terapia muscular no es suficiente para reactivarlos… —¡Oh, las inconveniencias del viaje interrestelarr! —apuntó Popev mostrándose fingidamente divertido. Su acento ruso se escuchó más marcado aún—. Por fortuna, la ciencia y tecnología han mejorado en lo que los tanques criogénicos respecta. La sensación que usted detesta se ha reducido a un mínimo, y la terapia muscular, cargada de nuevas técnicas, no requiere más de dos días. Precisamente 31


christian durazo d.

el tiempo que ha transcurrido desde que salimos de la velocidad hiperlumínica. Imanol Gotrimzá sonrió por compromiso. En realidad no le interesaban en lo más mínimo los avances tecnológicos que había registrado el viaje estelar en los últimos años. Todo lo que deseaba en realidad era que el desembarque de refacciones llegara a su fin, y que los nuevos visitantes se marcharan a la brevedad posible. Algo no le gustaba de ellos, algo en sus miradas, algo que estaba muy lejos de precisar. Pese a la desconfianza que le inspiraban aquellos hombres, de pronto fue consciente de que hablar frente a una persona le acarreaba una sensación ya casi olvidada, una sensación que por un momento se le antojó incluso casi surrealista. Tras unos instantes de reflexión determinó abandonarse de nuevo al diálogo, tratando de disipar de su mente toda suerte de prejuicios. Eran las primeras personas que veía desde hacía tres años, de modo que sentía la obligación de mostrarse mínimamente amable ante aquella muestra representativa de la lejana humanidad, al margen de lo que ésta le inspirara. —Las cosas han cambiado bastante con relación al viaje interestelarr —abundó Popev—. La reanimación conlleva realmente muy pocos inconvenientes. No hay náuseas, ni dolor de cabeza ni malestar en general. La atrofia muscular es paliada mediante un masaje ultrasónico que rehabilita los músculos a una velocidad increíble. Nosotros tenemos apenas algunas horas de haber salido de los tanques criogénicos y nos movemos como si nunca hubiéramos estado dentro. ¿No es así, Boris? Popev se volvió hacia el gigantón y le dirigió una mirada sardónica. —En efecto, camarrada —respondió el hombretón casi con un gruñido. Luego dirigió a Gotrimzá una mirada que a 32


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

éste le incomodó en grado sumo. No le gustaba aquel hombre de casi dos metros. Daba la impresión de que siempre estaba al acecho, listo para atacar a la menor provocación. Gotrimzá evadió la glacial mirada del gigantón. Popev no irradiaba precisamente un aura de simpatía, pero por lo menos no hacía gala de aquella mirada tan intimidatoria. —Oh, esa es una excelente noticia —dijo Gotrimzá, abriéndose un poco—. Hace diez años, cuando arribé a esta estación, las cosas eran muy diferentes en ese sentido. —Nada que nosotros y otras personas no hayamos experimentado —respondió Popev de manera gélida y cortante. Imanol Gotrimzá comprendió al instante que era mejor dejarse de sensiblerías. —Indudablemente, capitán Popev —dijo Gotrimzá tratando de mostrarse condescendiente. A medida que los minutos transcurrían y la presencia de los dos rusos se hacía cada vez más incómoda, Gotrimzá lo único que deseaba era que la misión llegara a su fin. Ésta estaba estrictamente limitada al arribo y desembarco de refacciones, de modo que el regreso de la nave debía realizarse a la brevedad posible. Bajo esta premisa, Imanol Gotrimzá decidió acelerar el proceso. Al mal tiempo darle prisa, pensó con excitación. —Los dispositivos de alineación y los almacenes se encuentran listos, capitán. Usted indique cuando desee hacer la transferencia —expuso Gotrimzá de manera solícita. Nunca se esperó la siguiente respuesta: —¿Cuál es la prisa, Gotrimzá? —rebatió Popev dirigiendo una mirada dura hacia el operador. Éste pestañeó sorprendido—. Tenemos tiempo para echarnos una partida de póker y empinar unos cuantos vasos de metavodka, ¿no es así, Boris? El hombretón sonrió mostrando sus dientes amarillos. 33


christian durazo d.

—¿Partida de póker? ¿Metavodka? —cuestionó Gotrimzá—. Está prohibido beber alcohol dentro de esta estación, capitán… Popev se volvió hacia Imanol con la mirada encendida. —¿Qué puede estar prohibido a millones de kilómetros de distancia del planeta habitado más cercano, amigo? ¿Quién podría enterarse? ¿Satrium? ¿La base espacial internacional? Una gutural carcajada emergió de la garganta del capitán. Boris Karlenko se unió a la vocinglera de su compañero riendo lo propio, mientras se dirigía hacia una pequeña mesilla a suspensor y la acomodaba cerca de ellos. En un abrir y cerrar de ojos, Karlenko empuñaba una botella de metavodka en sus manos. La destapó con la misma agilidad con la que la había extraído de sus refajos y se la llevó a la boca. Gotrimzá supo enseguida que no tenía que molestarse por ofrecer vasos. —Necesito pasarr al baño —dijo de pronto Popev—. ¿Dónde está? Gotrimzá demoró unos segundos en reaccionar. La imagen de Karlenko bebiendo como un antiguo cosaco le tenía anonadado. —Oh, por aquí, capitán… Debe tomar el pasillo que conduce hacia los almacenes y luego doblar… —A la derrecha, ¿cierto? —interrumpió el propio Popev—. Al fondo a la derrecha… Vaya, hasta estas profundidades del espacio nos acechan los clichés. ¡Ja! Gotrimzá no tuvo otro remedio que sonreír con timidez. Aquello no le gustaba para nada. Algo en la actitud arrogante del capitán le hizo sentir una corazonada. Popev se perdió al fondo del pasillo, de modo que se vio obligado a desviar la vista hacia donde se encontraba el gigantón. ¿Cuánto medía exactamente? ¿Dos metros? ¿Dos quince? Cualquiera que 34


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

fuera la cifra, la complexión del copiloto era impresionante. Aunque la forma de beber no le venía en zaga. Se concentró en la garganta saltarina del hombretón mientras fingía revisar algo en los controles. Karlenko parecía ignorar su presencia, ensimismándose cada vez más a medida que el nivel de la botella descendía. Caso contrario, la incomodidad que Gotrimzá experimentaba ante la presencia del grandulón aumentaba exponencialmente. De súbito fue asaltado por un tropel de cuestionamientos. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Qué hacían ahí? ¿De dónde venían? ¿Realmente pertenecían a alguna tripulación? La imagen del último informe suspendido en el campo holográfico, recibida meses atrás con procedencia de Satrium, le tranquilizó ligeramente. Dentro de la bitácora del itinerario todo coincidía; la fecha de partida, los meses de viaje, la fecha de arribo, la descripción de los complejos equipos y refacciones que portaba… todo, excepto los nombres de los tripulantes. Satrium nunca los había proporcionado. ¿Por qué habría de hacerlo? Por regla general, la Comisión Espacial nunca proporcionaba tales datos, a menos que se les requiera bajo una justificación bastante convincente. ¿Era el chocante y exótico comportamiento de los tripulantes de la Qapistram una justificación aceptable? Además, estaba la botella de metavodka. Por lo que él sabía, la Comisión Espacial tenía terminantemente prohibido el transporte de alcohol dentro de sus naves, y no eran pocos los oficiales que habían sido destituidos de su cargo debido… De pronto escuchó pasos a sus espaldas. “Popev”, pensó. No se equivocaba. Ahora comprendía su repentino apremio por visitar el inodoro. Muy probablemente había estado bebiendo en la nave, de la misma forma que Karlenko. De ahí 35


christian durazo d.

probablemente su extraño comportamiento, aunque debía admitir que antes de ver la botella no había reparado en el más mínimo signo de alcoholización en ambos sujetos. —¡Ahh! —expresó Karlenko desprovisto de cualquier signo de pudor—, estaba a punto de reventarr… Eh, Boris, aplaca esa garganta y déjanos un poco. Popev se volvió hacia su compañero, advirtiendo el nivel de la botella en franco descenso. —Hay más botellas dentro de la nave —replicó Karlenko con voz aguardentosa. Lejos de tomarlo como un signo de sublevación, Popev rió divertido. Regresó a la mesilla a suspensor y se concentró en su vaso. —Claro que hay más botellas en la nave… —dijo de repente, como si hablara con el vaso mismo o cualquier objeto del puente de mando. Esta vez su lengua se arrastraba ligeramente. Finalmente, pensó Gotrimzá, después de varias botellas los efectos comenzaban a evidenciarse. Auténticos cosacos. —¿Qué sucede, operador? ¿No gustas una copa? Gotrimzá se hallaba sentado frente a la computadora del puente, fingiendo abstracción. —No, gracias. No bebo. —¿Pero cómo puede ser? —dijo—. Este metavodka es de lo mejor. Ya no se le encuentra en estos días tan fácilmente. Luego se perfiló hacia el ventanal del puente de mando, animado ante su propio derroche de persuasión. De reojo, Gotrimzá vio la espalda de Popev alejarse, sin prestarle mucha importancia. Su atención estaba totalmente centrada en el monitor donde desfilaban cientos de cifras a una velocidad vertiginosa. De cuando en cuando tecleaba algunas instrucciones y 36


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

permanecía esperando con impaciencia contenida, sin perder detalle de lo que hacían los dos hombres. No se le ocurría una justificación de peso para solicitar a Satrium la lista de la tripulación destinada para la misión. Sin embargo, en lo más profundo de su mente sabía que siempre había tenido la solución ante sí. En la forma de un rostro, una figura borrada por los años y la distancia. Klatno, su amigo de la academia. Tras haber egresado de la Academia Militar —a diferencia del Gotrimzá desertor—, se embarcó en una misión a Cerco Asteroide, de donde fue enviado a Satrium cuatro años después. Su inclinación por la administración de las tropas militares le granjeó el reconocimiento de los altos mandos y la designación de un privilegiado puesto de coordinación de las flotas mercantiles desplazadas en los alrededores de Satrium. No tenía otro nombre, o apellido. Sólo era conocido por Klatno, el circunspecto Klatno. Un tipo raro, con quien hizo migas a los pocos días de haber ingresado. Años después, su nombre fulguraba en su mente ante el apremio de las circunstancias. ¿Se acordaría de él, el Gotrimzá desertor que había conocido años atrás? ¿Valdría la pena intentarlo? ¿Estaría ahí después de todo ese tiempo? ¿Podría confiar en él? Lo único que tenía que hacer era pulsar un botón. A milímetros del contacto, su dedo se detuvo. Fracciones de segundos después, un impulso interior flanqueó el momento de dubitación. Finalmente el mensaje se envió por ultralínea a través de la mitad de la galaxia. En cuestión de horas, la clave de acceso automático de Klatno emitiría una respuesta que a Imanol Gotrimzá se le antojaba negativa. En absoluto silencio, Gotrimzá miró de reojo a sus huéspedes. Popev se había adueñado de la botella ante la 37


christian durazo d.

inconformidad del gigantón Karlenko. De vez en cuando, el capitán irradiaba una mirada furtiva y periférica, por momentos cargada de tintes esquizofrénicos. Boris Karlenko a su vez balbuceaba una jerigonza de incoherencias como parte de sus intentos por recuperar el recipiente de cristal donde ahora se agitaba el líquido que los tenía dominados. —¡Vamos, Gotrimzá —insistía Popev—, anímate! Gotrimzá se vio obligado a forzar una sonrisa. En el mismo tenor que la anterior. —No, gracias. —Oh, perrdón. Lo había olvidado —concedió el capitán, sonriendo socarronamente—. Erres abstemio… ¿No es así, Gotrimzá? El operador asintió lenta y pesadamente, entornando los ojos hacia Popev. Más que una demostración de fastidio, el gesto fue tomado por el capitán una expresión remilgosa que terminó por causarle gracia. No se molestó en seguir insistiendo, y enseguida se distrajo en la interferencia estática causada sobre un holograma vectorial de mantenimiento. De nuevo sobre el monitor, Gotrimzá comenzaba a ser consciente de que los dos visitantes no acusaban una actitud particularmente agresiva, pero era a todas luces evidente que el misterioso comportamiento de ambos rusos entrañaba una belicosidad latente presta a explotar a la menor provocación. Tras teclear las últimas instrucciones en su ordenador, se volvió discretamente para espiar a los hombres. El gigantón estaba sirviéndose otro trago rebosante, pero Popev había desaparecido de la mesa a suspensor. Lo encontró instante después, tras desviar su mirada hacia el fondo del puente de mandos. Estaba adosado al cristal reforzado, observándose 38


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de hito en hito al implacable agujero negro en su inexorable engullimiento. —Marravilloso, realmente marravilloso —decía, como si hablase exclusivamente para sí mismo. Nadie, por más indiferente que fuera, podía permanecer impasible ante semejante espectáculo. Popev no era la excepción. Su rostro recio y enjuto reflejaba la experiencia de incontables travesías por el espacio y el endurecimiento de su temple como resultado de la vivencia de cada una de ellas. Poco o nada podía maravillarle ya, pero, a juzgar la manifiesta obnubilación de su rostro, era incuestionable que nunca antes había contemplado tal clase de magnificencia. Sus pupilas se habían dilatado, el fugaz y casi imperceptible movimiento de sus párpados había cesado. Una máscara petrificada de sí mismo había suplido su rostro más allá de su propia consciencia. De pronto, como si hubiese salido de un algún encantamiento, desvió ligeramente la mirada. Algo había captado su atención a unos cuantos grados de su línea de visión, y sólo entonces Gotrimzá fue consciente que más allá de la mirada vidriosa provocada por el metavodka, que más allá del arrobamiento generado por el avistamiento de aquel prodigio cósmico, los ojos de Popev irradiaban un brillo lupino que lo perturbó sobremanera. Tras espiarlo por unos instantes, Gotrimzá llegó a la conclusión que el devoramiento de la estrella a millones de kilómetros había pasado a segundo plano. La mirada del capitán se había clavado fijamente en un punto luminoso que flotaba a escasos dos kilómetros de la estación, un destello parpadeante producido por la incidencia de la luz emitida por la estrella moribunda sobre la superficie metálica. No todo, sin embargo, era reflejo. Parte del reactor propulsor 39


christian durazo d.

destacaba como una silueta negra recortada contra el resplandor que abrazaba la mitad del firmamento, erguiéndose como una masa angulosa que desentonaba con la grandiosidad del espectáculo. En unos cuantos meses, una vez que los técnicos en camino hubiesen instalado las refacciones faltantes, el dispositivo quedaría en condiciones de ser proyectado hacia el horizonte de eventos del gigantesco hoyo negro, dándose por concluido el monumental proyecto que viera su nacimiento casi dos siglos antes. La intuición de Gotrimzá dio en el blanco. Fue el propio Popev quien se encargó de exteriorizar la urdimbre que se gestaba en su cabeza. —Una maravilla, ¿no lo cree usted, Gotrimzá? El operador de la estación dejó de fingir frente al monitor y se vio obligado a volverse hacia el capitán de la nave. —Realmente un prodigio —hilvanó al descuido—. No dejan de maravillar las sorpresas que contiene el universo… y las que faltan aún por descubrir. —No me refiero a este agujero negro en particular — enfatizó Popev. El ceño de Gotrimzá se encogió.—No me refiero a los portentos que contiene el universo, sino a los que ha creado el hombre en aras de su exploración, a mi ver igualmente prodigiosas. Una sonrisa se dibujó en el rostro enrojecido de Popev. Su voz aguardentosa ahora se esforzaba por surgir con más claridad desde su garganta. —¿Qué cree que haya del otro lado? —preguntó el capitán—. ¿Cree usted que haya algo más en alguna otra parte? ¿La antesala a otra dimensión del universo o simple y sencillamente el principio de la anulación de la materia y su consecuente destrucción? 40


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Gotrimzá sonrió veladamente, tratando de no evidenciar demasiado su reacción. Se levantó de su asiento y enfiló hacia el ventanal donde se hallaba Popev de pie. El tono exaltado y vehemente del capitán le sugería que detrás de sus dilucidaciones se encubría una flagrante obsesión por el tema. —Para serle franco —dijo Gotrimzá tratando de mostrarse tajante y desinteresado—, no tengo la menor idea de qué puedan ser y hacia dónde podrían conducir. Luego trató de esquivar la mirada del capitán, fingiendo apatía sobre el tema. No deseaba extenderse en la conversación ya que ello derivaría en una estancia más prolongada de ambos pilotos, situación que deseaba evitar. De pronto, tuvo la sensación de que su disimulo había sido desplegado totalmente en vano, a juzgar por la sonrisa morbosa que aún se mantenía en los labios de Popev. Éste no parecía estar conforme con la respuesta. —¿En serio? Permítame decirle que me sorprende su aparente indiferencia. Es extraño. Siempre pensé que la contemplación diaria de tan grandioso espectáculo terminaba por volverse una obsesión a partir de la cual se desprendían miles de posibles conjeturas con relación a su naturaleza… Gotrimzá sonrió veladamente. —En ocasiones sucede todo lo contrario —mintió—. Termina por aburrirte irremediablemente. El rubio capitán levantó la barbilla ligeramente en una mezcla de desafío e incredulidad. Gotrimzá tuvo la extraña sensación de que su evasiva a la verdad había terminado por precipitar algo que aún no estaba en condiciones de precisar. —¿Aburrimiento, dices? —inquirió Popev—. No comprendo cómo puede aburrirte semejante manifestación del cosmos… 41


christian durazo d.

Un incómodo silencio reinó por unos instantes. Empero, Popev no había terminado de hablar. Un torrente de aguardentosa jerigonza comenzó a brotar de su boca. Pero antes una convulsa carcajada como preludio. —¡Ja! ¡Aburrimiento! ¿Te sientes aburridooo, Gotrimzá? ¿Eso es lo que trratas de decirrnosss…? Cada vez le resultaba más difícil articular palabra. Éstas se arrastraban e incitaban a la vez a Karlenko, el gigantón. De reojo, Gotrimzá observó el movimiento de éste incorporándose de la silla. Sus pasos eran titubeantes, inciertos. Sin embargo, tenía la mirada clavada fijamente en el operador de la estación. Éste también sintió el peso de la mirada de Popev avanzando hacia él con paso extraño. —Porque si realmente te encuentras muy aburrido, nosotros podemos ayudarte a revertir la situación —se escuchó la voz del capitán. El ceño de Gotrimzá se frunció. ¿De qué estaban hablando estos borrachos? Justo cuando sostenía la mirada impávida sobre el rostro de Popev sonó una alarma. Era el ordenador. Había llegado un mensaje, finalmente. Los sentidos de Gotrimzá se agitaron. La respuesta de Satrium, especuló internamente. Había llegado más rápido de lo pronosticado. Tratando de aparentar naturalidad, Gotrimzá se alejó de los dos hombres y se dirigió hacia el monitor tridimensional. Con suma presteza pulsó una tecla para reducir la amplitud el holograma con el fin de impedir que los dos visitantes lograran avistar algo por encima de sus hombros. Instantes después se concentró en la información. Era un mensaje de los archivos automáticos de Klatno. Para sorpresa de Gotrimzá, el mensaje venía precedido por el símbolo universal amarillo y rojo, lo que no significaba otra cosa más que alarma. Rápidamente pulsó 42


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

la decodificación y comenzó a leer. Fue demasiado tarde. Cuando iba a mitad del texto, enterándose que la nave Qapistram había sido capturada por dos piratas fanáticos poco después del primer filtro de Satrium, Gotrimzá sintió un par de manazas que lo sujetaron de los hombros alejándolo violentamente del monitor. En el vuelco que experimentó vio el rostro de Popev como un borrón contra el frío techo del puente. Pese a la rapidez del movimiento, Gotrimzá alcanzó a apreciar el esbozo de una sonrisa siniestra. —¡El operador está aburrido! —exclamó Popev—. ¡Quiere diversión! Entonces démosle lo que desea… —¿Qué piensas hacer, hijo de perra? —alcanzó a farfullar Gotrimzá mientras luchaba por desasirse de los brazos del gigantón. —Tranquilízate, amigo. Sólo pretendemos terminar con tu aburrimiento. —¿De qué hablas, maldito borracho! ¡Suéltame! —Oh, el operador se pone agresivo —recitaba Popev sosegadamente—. Bien, en vista de tu impaciencia, tendremos que adelantarnos un poco en la revelación de nuestro plan. En su agitación, Gotrimzá se volvió hacia el capitán, sin olvidarse de forcejear un solo instante. Estuvo a punto de preguntar de qué demonios hablaba, pero en el último momento se contuvo ante el afloramiento de un arrebato de dignidad, consciente además de que el propio ímpetu de Popev le haría regurgitar todas sus intenciones. Finalmente optó por permanecer en silencio, observándole fijamente. —¿No sientes curiosidad, operador? —inquirió Popev—. ¿No sientes curiosidad de saber por qué estás a punto de pasar a la historia? 43


christian durazo d.

Los sentidos de Gotrimzá se avisparon, saturándolo de una serie de sensaciones desapacibles. ¿Pasar a la historia? Lo primero que se le vino a la cabeza es que estaba a punto de ser víctima de dos piratas espaciales en la forma más tradicional: mediante la expulsión hacia el espacio. Una muerte relativamente rápida, pero sin duda nada agradable…Gotrimzá comenzaba a imaginarse con cierto estremecimiento cómo se sentiría en el momento justo en que la sangre comenzaba a hervir y los tejidos se congelaban en una fracción de segundo, justo antes de que sobreviniera la asfixia ineluctable. De pronto, la voz enérgica y arrastrada del capitán lo sacó de sus dilucidaciones. —Vamos, Gotrimzá. No te preocupes, no sucederá nada de lo que estás pensando. Un futuro más glorioso e inesperado te depara el destino. Quizá sea algo que únicamente atesorarás para ti… Y quizá no existe ninguna posibilidad de que puedas compartirlo con nadie… Gotrimzá llegó al límite de la exasperación. ¿De qué diablos estaba hablando aquel demente? —¿Cuál destino? ¿De qué futuro glorioso hablas? —Lo sabrás en su debido momento. Por ahora es necesario realizar algunos ajustes técnicos, en los que tú mismo bien puedes contribuir, por cierto.—La dentadura de Popev llenó por completo su boca. Luego prosiguió—. Como técnico de esta estación, supongo que tienes conocimiento acerca de las celdas mesotrónicas que requiere el propulsor, ¿cierto? Los ojos de Gotrimzá se abrieron como platos. —¡Qué piensas hacer? —Calma. Sólo estoy hablando de las celdas mesotrónicas que he traído en mi nave… 44


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—¿Mi nave? —preguntó Gotrimzá con tono abiertamente sarcástico, sin importarle el apretón que le propinó el gigantón como reprimenda. —Sí, mi nave —insistió Popev—. Serán instaladas en el propulsor con o sin tu ayuda. —¡Las celdas sólo pueden ser instaladas por los técnicos que vienen en camino! ¡Sólo ellos tienen los accesos de conexión! —¡Mientes! Los accesos de conexión no son absolutamente necesarios. ¿Qué necesidad hay de emplearlos si finalmente el propulsor tomará el rumbo que el hoyo negro desee? —¡El hoyo negro? —preguntó Gotrimzá con un hilo de voz—. ¿No pretenderás…? —Oh, sí, desde luego que lo pretendo —dijo el capitán—. Es ahí donde entra su conspicuo lugar dentro de la historia. —¡Estas completamente demente! —explotó Gotrimzá—. El propulsor no está diseñado para ser tripulado. Una vez que sean instaladas las piezas faltantes será impulsado hacia Sagitario A. ¡Únicamente los científicos en camino pueden hacerlo! Sin ellas pondrás en peligro el proyecto… —Mi estimado Gotrimzá —cortó Popev con fingida parsimonia—, te repito que no es necesario esperar la llegada de los científicos. Con tu ayuda y la pericia de mi compañero Karlenko en el mantenimiento de naves espaciales y todo tipo de artefactos lograremos proyectar el propulsor en dirección a Sagitario A. Él mismo se hará cargo del resto… Una carcajada brotó de los labios de Popev —¡No colaboraré de ninguna forma en esta locura! —desafió Gotrimzá. 45


christian durazo d.

—Desde luego que lo harás —amenazó Popev aproximándose al operador. Lo tomó por el cuello y apretó con energía—. No hemos venido de tan lejos sólo para supeditarnos a tus caprichos. Con o sin accesos de conexión, tripularás el propulsor. ¡Juntos haremos historia! El hombre estaba invadido por un rapto de locura desbordante, una locura que no era precisamente instigada por los efectos del alcohol. Tras vislumbrar a través de la mirada acuosa y febril del cosaco, Gotrimzá sintió terror por primera vez. Estaba plenamente convencido de que el hombre no estaba bromeando: le echaría al agujero negro sin ninguna clase de miramientos. Sus piernas se aguadearon, su respiración se volvió entrecortada, un resuello apenas audible a causa de la presión que el gigantón Karlenko infligía con sus manazas. —¡No te saldrás con la tuya, Popev! ¡Yo mismo te enviaré a juicio marcial! —se agitó Gotrimzá, haciendo un enorme esfuerzo por hacerse escuchar—. ¡Ahora mismo los técnicos de Satrium están en camino… y…! —Mi estimado Gotrimzá —minimizó Popev—, para cuando tus técnicos arriben habrán sucedido muchas cosas. Entre ellas, tu pasaje a la historia. ¿No lo recuerdas? Tienes un boleto en mano, y por ningún motivo debes desaprovecharlo. Acto continuo lanzó una mirada imperiosa a Karlenko. Fue una advertencia silenciosa y acuciante que instantes después se tradujo en un movimiento brusco seguido de un empellón que precipitó a Gotrimzá hacia el pasillo que conducía a los compartimentos de acoplamiento. El operador intuyó de inmediato hacia donde lo trasladaban: hacia la nave Qapistram, el preludio de su proyección hacia una muerte segura jamás experimentada por hombre alguno en toda la historia de la humanidad. 46


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Con un nudo en la garganta y el punzante dolor en su brazo acrecentándose a cada momento, Gotrimzá fue conducido por la fuerza hacia el interior de la nave mientras Popev se encargaba de ultimar los detalles del desacople con la estación, sin pasar por alto el estado que guardaban las refacciones destinadas para el propulsor. Barras cristalinas compuestas por una extraña aleación de doce metales en estado plasmático. Sin ellas, la propulsión era sólo palabrerías. Después, el horizonte de sucesos, la región que separaba al agujero negro del resto del Universo, se encargaba de todo lo demás. Una vez dentro de sus límites, ninguna partícula, incluyendo la luz, podía escapar a la infinita concentración de masa. Pronto Gotrimzá cayó en cuenta que el momento no se prestaba de ninguna manera para las dilucidaciones a las que a menudo solía abandonarse. Las manazas de Karlenko cerrándose cada vez más sobre su torso y la sonrisa alcoholizada de Popev no constituían un escenario demasiado inspirador. Ya habría tiempo para filosofar al respecto, pensó. Durante una efímera fracción de tiempo o durante toda la eternidad… —Destruirás la estación junto con la nave —masculló Gotrimzá a pesar de la opresión—. Tampoco ustedes tendrán forma de regresar a Satrium. —¡Ja! ¿Nos crress idiotas? —vociferó Popev—. Todo está fríamente calculado. Te sugiero que no te acongojes por nosotros, Gotrimzá. Cuando te encuentres en la antesala del horizonte de sucesos estaremos en camino de regreso. Un movimiento repentino perpetrado por su captor sugería cierta imperiosidad por concluir la misión. Tras ser empujado hacia el interior de la nave, Karlenko se precipitó hacia él con acrecentados ímpetus. Gotrimzá pensó que 47


christian durazo d.

sería golpeado, ablandado. Un recuerdito antes de ser enviado al olvido, aventuró. Para su sorpresa, nada de ello sucedió. Sorpresivamente, Karlenko extrajo una soga de vacío y se la echó encima, atándole con suma presteza a una silla. Cuando su cuerpo quedó en reposo, de inmediato sintió cómo las sogas comenzaban a oprimirlo contra la superficie más de lo que hubiera deseado. Sus ojos se cerraron con fuerza y un gemido de dolor brotó de sus labios. La borrosa figura de Popev empinándose la botella apareció de pronto frente a él. Luego de pasar un trago se secó furibundamente con el dorso de la mano, desgranando una sonrisa maléfica. —¿Qué es lo que pretendes, Popev? —preguntó de pronto Gotrimzá—. ¿Qué quieres ganar con ello? —Gloria y reconocimiento. El Estado científico de mi país se ha mostrado muy pasivo desde hace mucho tiempo. No ha comprendido nada de la situación. Si no somos nosotros quienes descubran la verdadera naturaleza que encierran los agujeros negros y la infinita gama de beneficios que nos ofrecen, alguien más lo hará. —¿A qué beneficios te refieres, maldito loco? —preguntó Gotrimzá de manera mordaz. Popev se acercó y sonrió socarronamente. —¿Que a qué me refiero? ¡No finjas demencia, imbécil! ¿Acaso crees que no estamos al tanto del proyecto que ha emprendido tu gobierno? —¿De qué proyecto hablas, por todos los cielos? —preguntó Gotrimzá con desespero. Las sogas de vacío apretaban cada vez más. —¡Eres estúpido o qué! ¡Hablo justo de lo que te tiene aquí, aislado del resto de la humanidad! Del proyecto para el que trabajas dedicada y abnegadamente cada día sin saber la 48


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

verdad… —Popev bajó el tono de voz hasta convertirlo casi en un susurro teatral—. Hablo del engaño que has vivido durante todos estos años, amigo. Gotrimzá se quedó mirando fijamente los profundos ojos azules de Popev sin comprender una sola palabra. —¿De cuál engaño hablas? ¡Este es un proyecto científico encausado al estudio de los agujeros negros! ¿De qué me estás hablando! ¡Por todos los cielos! Popev miró fijamente al prisionero y le tomó de la barbilla con brusquedad. —Siento informarte que no es así. Lo que realmente persigue tu gobierno es la obtención de energía infinita. Es lo único que justifica la existencia de esta estación. Por un instante, Imanol Gotrimzá quedó en blanco, como si de súbito y por arte de magia su mente hubiese irrumpido en una conversación ajena. Las figuras ebrias de los dos cosacos, sin embargo, le recordaban que su pesadilla continuaba. Conforme las palabras de Popev fueron haciendo eco en su mente, una bruma de reminiscencias comenzó a condensarse en la periferia de su cerebro, orientando su memoria hacia un asunto en el que no había reparado durante varios años debido a su aislamiento entre las estrellas. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez que había escuchado hablar del tema, poco antes de embarcarse hacia el espacio profundo. Se trataba de un rumor que se venía manejando hacía varias décadas atrás en el círculo científico. La Energía Infinita de Alta Gravedad. Energía inagotable para la propulsión de naves y el abastecimiento de todo tipo de energía a nivel planetario. Siglos atrás, cuando por primera vez los científicos descubrieron la emisión de energía de algunos agujeros negros en lugar de engullirla, algunos visionarios 49


christian durazo d.

fantasearon con la posibilidad de canalizar los flujos emitidos hacia gigantescas celdas de almacenamiento una vez que éstos fueran alcanzados. La consumación de tal tentativa, sin embargo, se encontraba muy distante aún. Grande era el trecho que la ciencia y la tecnología debían recorrer para estar en posibilidades de aventurarse a tal empresa, por no decir que antes se requería perentoriamente del perfeccionamiento del viaje interestelar. Se sospechaba que algunos gobiernos habían comenzado ya a realizar las primeras investigaciones encaminadas a la obtención de tan preciada fuente de poder, entre ellos los rusos. De pronto, un chispazo de suspicacia destelló en la mente de Gotrimzá. Había sido instruido para operar la estación y resguardar las piezas y equipos que iban arribando a lo largo de los años en que había prestado sus servicios, pero nunca se le había explicado puntualmente en qué consistían tales investigaciones. El día que preguntó, recordaba ahora, su curiosidad había sido zanjada de golpe por el oficial en turno, pero siempre atribuyó aquel exacerbado recelo a la importancia y secretismo que el asunto revestía. ¿Era posible que se le hubiera ocultado el verdadero objetivo del proyecto? ¿Era posible que hubiera estado engañado durante todos esos años? Y si así era, ¿cuál era el fin? ¿Por qué? —¿De dónde has sacado eso, Popev? —preguntó Gotrimzá con acritud, volviéndose hacia el capitán intempestivamente—. La energía infinita de alta gravedad es sólo un concepto teórico que apenas comienza a ser estudiado. No existe un solo gobierno que crea en la posibilidad factible de obtenerla. Es sólo ciencia ficción… —Siento informarte que tus conocimientos en el campo de la física cuántica se hallan muy atrasados, Gotrimzá. 50


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Actualmente existen cientos de agujeros negros en espera de ser observados. El gigante que tenemos enfrente, Sagitario A, es sólo uno de ellos. Sólo que esta vez el método de estudio será un poco diferente. Como bien sabes, parte del estudio de estos colosos consiste en el lanzamiento de objetos hacia el horizonte de sucesos, objetos a los que se les han instalado decenas de sensores cuya función es captar los fenómenos que tienen lugar de manera previa a engullimiento final. Por desgracia, nada de ello ha funcionado, hasta ahora. ¿Por qué? No se sabe aún, es completamente un misterio. Popev hizo una ligera pausa para empinar la botella y tras engullir en trago, prosiguió: —Algunos científicos han sugerido que la naturaleza inerte de los objetos engullidos no permite que los sensores capten los verdaderos efectos que tienen lugar dentro de la singularidad, de modo que la información obtenida suele ser bastante vaga y difusa. Se han enviado objetos de todo tipo: metálicos, plásticos, acuosos, incluso en el cuarto estado de la materia, el plasma. Los resultados han sido los mismos. Radiación cósmica, el remanente de la Gran Explosión, y poco de radiación electromagnética que no muestra absolutamente nada. A un paso del final de su disquisición, Popev sonrió triunfalmente, acentuándose la profundidad de sus hoyuelos a mitad de sus mejillas salpicadas de una barba pelirroja de tres días. —No cabe duda que la curiosidad humana y su sed de exploración y conocimiento es inagotable, irreprimible. El hombre es capaz de todo por aquello que es más valioso y preciado que el mismo dinero: información y poder. Y, como se ha demostrado a lo largo de la historia, no duda ni un solo 51


christian durazo d.

instante en utilizar conejillos de India en el génesis de toda exploración, personas enteramente sacrificables en aras del avance de la ciencia. Por desgracia, mi estimado Gotrimzá, tú serás uno más de estas cobayas. En caso de que otros gobiernos no se haya adelantado, tú serás el primer humano en ser arrojado a un agujero negro. Te garantizamos que así constará en los anales de la historia. —¡Qué consolador, desgraciado! —encaró Gotrimzá, revolviéndose sobre la silla. Por unos instantes trató de zafarse de los amarres que lo sujetaban, pero finalmente se desistió cuando las sogas de vacío se ajustaron aún más al registrar el movimiento. —Tranquilo, Gotrimzá —instó Popev—. No te esfuerces en liberarte, sólo conseguirás lastimarte más. Mejor te sugiero que te relajes, así estarás a tono con el majestuoso espectáculo que el destino ha deparado para ti. Sin dar tiempo a más réplicas, Popev se dirigió imperioso hacia Karlenko. —De prisa —ordenó—. Coloca los sensores. Boris Karlenko ya tenía los aparatejos en sus manos, presto a activarlos a la primera indicación. Se precipitó hacia Gotrimzá y sin ninguna clase de delicadezas comenzó a colocar cuidadosamente los sensores en distintas partes del cuerpo, llevándose una carretada de insultos y amenazas. Nada de ello, sin embargo, perturbaba a los dos cosacos. Popev, por su parte, se dirigió impasible hacia donde había colocado la botella de metavodka y se sirvió otro generoso trago, como si nada sucediera a su alrededor. En el momento que el capitán se llevaba el vaso a los labios, Karlenko terminaba de colocar el último sensor sobre el pecho del operador. Esta área estaba reservada para uno de tamaño mayor de forma 52


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

circular provisto de círculos concéntricos, todos ellos conectados mediante cables a los sensores inferiores arracimados en muslos, rodillas y pies. En menos de dos minutos, Gotrimzá parecía un insecto biomecánico gigante atrapado dentro de su propia crisálida. Finalmente, Karlenko activó los sensores y los sincronizó con la computadora de la nave mediante un hábil movimiento de manos sobre la pantalla holográfica de su comov. Popev, que no perdía detalle de la operación y habiéndose cerciorado de que todo marchaba en orden, volvió a apresurar a su compañero. —Partamos ya —dijo—. El tiempo apremia. Ambos se dirigieron a la cabina de la nave, dejando solo a Gotrimzá. Pronto su temor comenzó a convertirse en un pavor incontrolable, alcanzando su punto más álgido cuando uno a uno, los sensores comenzaron a emitir luces parpadeantes… La ligera sacudida que siguió a continuación le indicó que la nave se encontraba en movimiento y se disponía a separarse de la estación. Las ventanillas que minutos antes exhibían la opacidad del metal y los materiales plásticos de la estación ahora mostraban la sideral negrura del espacio, apenas moteado por lejanas estrellas que titilaban tímidamente aquí y allá. Una ligera inclinación sobrevino poco después, y luego la aceleración final hacia el destino de Gotrimzá, un destino decidido por dos beodos rusos que habían resuelto utilizarlo como a una cobaya. Conforme la nave seguía su curso, la angustia que lo había embargado en un principio poco a poco comenzó a ceder terreno. Ésta empezaba a ser suplida por una gran ira que se incubaba en sus entrañas, pues no era el temor de 53


christian durazo d.

enfrentar a la muerte lo que desolaba su corazón, sino el hecho de que su destino hubiese sido marcado por la intrusión de dos sujetos detestables con los que nunca imaginó encontrarse en lo más recóndito de la galaxia. Por última vez trató de liberarse de las sogas que lo ataban, pero sólo consiguió lastimarse aún más. En un acto de total postración, echó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos, deseando que su situación fuera el final de una pesadilla de la que estaba a punto de despertar. Nada de ello sucedió cuando sus ojos se abrieron de nueva cuenta. Una ligera sacudida le indicó que la nave había entrado en fase de desaceleración, a punto ya de alcanzar el propulsor. —Aminora la marcha y activa los secuenciadores —se escuchó una voz en la cabina, indiferente a los pensamientos del atribulado Gotrimzá. —La radiación aumenta rápidamente —observó Karlenko. —Activa los escudos antineutrínicos antes de que llegue a un nivel crítico. ¿Se encuentra preparada la cápsula de exploración? —Preparada, capitán —respondió Boris Karlenko. Ahora que no tenían a nadie a quien hostigar y que las exigencias de la última etapa de la misión iban en aumento, la botella de metavodka (ya casi vacía) había sido olvidada en un rincón. Incluso parecía que la embriaguez que ambos acusaban antes de partir hacia las cercanías del disco de acreción había desaparecido casi en su totalidad. —Excelente —concedió Popev—. Mete a Gotrimzá a la cápsula. Si opone resistencia, usa la fuerza, pero ten cuidado de no lastimarlo ni mucho menos matarlo… Su cuerpo debe estar completamente sano para los efectos de experimento. Si 54


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

lo estropeas todo, tú serás el segundo conejillo de Indias en la lista, ¿entendido? —De acuerdo, capitán. No le lastimaré. —Bien. ¿Has colocado ya las celdas dentro de la cápsula? —Afirmativo, capitán —respondió Karlenko. —Excelente. Qué empiece la función… Boris Karlenko salió de la cabina de control y se dirigió al compartimento donde yacía Gotrimzá a punto de lágrima. Cuando escuchó el deslizamiento de la puerta, alzó su rostro pesarosamente. —¡Hora del espectáculo! —exclamó Karlenko—. Tu número está a punto de comenzar. No hubo una respuesta de inmediato. Gotrimzá sólo permaneció observando al gigantón con una mirada cargada de rencor. —Casi siento envidia por ti —continuó Karlenko—. Serás el primer hombre de la historia en cruzar el horizonte de sucesos de un agujero negro. Créeme que tomaría tu lugar si supiera que el desenlace sería muy distinto al pronosticado, pero me temo que no habrá ninguna sorpresa. Quién sabe qué sucederá contigo, amigo, pero lo cierto es que nadie te volverá a ver. Quizá simplemente morirás, o quizá no, y pases a formar parte de otra dimensión, de otro universo. —Si tanta envidia sientes, correrías el riesgo —respondió Gotrimzá una vez que se hubo espabilado. Ante el inesperado comentario, Boris Karlenko no tuvo más remedio que sonreír. El resultado fue una mueca informe provocada en su mayor parte por el alcohol. —Quizá tengas razón, Gotrimzá. Pero lo cierto es que el destino nos puso en situaciones diferentes. Sin pretenderlo, 55


christian durazo d.

me ha tocado ser tu verdugo, hasta cierto punto. No me guardes rencor, las circunstancias así me lo exigen… Imanol Gotrimzá iba a responder a su interlocutor, cuando repentinamente se escuchó una voz en el interfono del compartimento: —Demasiada verborrea —arguyó Popev—. Dejen sus disquisiciones filosóficas para otra ocasión. Nos encontramos en camino. Gotrimzá debería estar dentro de la cápsula en este preciso momento… Ante la recriminación de su capitán, Boris Karlenko se abocó a la tarea de liberar a Gotrimzá y a fuerza de empellones lo condujo hasta la cápsula de exploración. Abrió la portezuela y sin ningún tipo de delicadezas, lo proyectó hacia el interior, impactándose contra un panel de controles. —¡Con cuidado, imbécil! ¿Quieres matarlo antes de tiempo? —gritó Popev desde el otro lado de la línea—. Cerciórate que los sensores queden bien conectados. Si surge una falla al momento del ingreso al horizonte de sucesos se corre el riesgo de que los impulsos bioeléctricos no sean registrados. De nada servirá haber viajado la mitad de la galaxia. ¡Ha quedado claro? —De acuerdo, Popev. Tranquilízate. He revisado los sensores, todos están correctamente conectados y funcionando adecuadamente. —Excelente. Ahora sal inmediatamente. El conteo de lanzamiento está a punto de iniciar. —Con mucho gusto… Antes de abalanzarse hacia la puerta de salida, Karlenko dirigió una última mirada a Gotrimzá. Éste aún se encontraba un poco aturdido por el golpe recibido, pero su mirada inquieta denotaba que estaba al tanto de la situación. Había 56


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

una mezcla de clamor y orgullo en sus ojos que a Karlenko le resultó conmovedora. —Lo siento, amigo —le dijo repentinamente el gigantón—. No es nada personal; sólo hago mi trabajo. —Púdrete en el infierno —fue la respuesta. Boris Karlenko miró fijamente a su presa y asintió ligeramente. No le cabía la menor duda que algún día llegaría su turno, pero antes habrían de precederlo varios en el camino. Y Gotrimzá era uno de ellos. Sardónicamente Karlenko guiñó un ojo, cerró la portezuela y se regresó presuroso hacia la cabina. Ahí lo esperaba Popev con mirada reprobatoria. —¿Qué sucede? ¿Pensabas hacerle compañía? —inquirió el capitán. —¿Estás bromeando? Todo está listo. —Bien. Iniciando secuencia de lanzamiento. La cápsula se unirá al propulsor y luego ambos serán lanzados hacia el horizonte de sucesos. —¿Habrá algún problema debido a que las barras no han sido colocadas dentro del propulsor? —inquirió Karlenko mostrándose preocupado. —Lo idóneo sería que éstas hubiesen sido instaladas, pero la sola cercanía hará que éstas funcionen. Una vez activadas, tanto el propulsor como la cápsula serán proyectados directamente hacia el hoyo negro. Los sensores se activarán automáticamente en el preciso momento en que ingrese dentro del radio de atracción gravitacional. Justo en ese instante, la voz asexuada de la computadora iniciaba la cuenta regresiva. —Diez, nueve, ocho… La cuenta transcurrió en un pestañeo. A través de las ventanillas de la cabina, los dos cosacos, embriagados de 57


christian durazo d.

metavodka y felicidad, observaron la partida de la cápsula en dirección al propulsor, al que se acoplaría dentro de pocos segundos. Nada de estos razonamientos, sin embargo, se manifestaban en la mente de Imanol Gotrimzá. No había en él ninguna manifestación de euforia, como en el caso de los dos rusos, ni especulaba tampoco sobre las posibles revoluciones de la ciencia y la forma de concebir el universo a medida que se fueran desvelando los secretos del aprovechamiento de la energía acumulada dentro de estos majestuosos fenómenos. El operador no podía pensar en otro asunto que no fuera la proximidad de su muerte. Comenzaba ya a hacer un recuento de su vida, a remembrar los sucesos y experiencias más memorables, cuando de pronto sintió una sacudida que proyectó su cuerpo contra la silla. El encuentro con el horizonte de sucesos estaba programado para darse dentro de ocho horas después del lanzamiento. Transcurrido este lapso, la energía cinética del aparato se anularía definitivamente para ser sustituida por la atracción de la fuerza gravitacional infinita que engullía todo a su alrededor de manera ineluctable. Conforme la aceleración del propulsor aumentaba, el cuerpo de Gotrimzá comenzó a sacudirse vertiginosamente, dando la impresión de que en cualquier momento sus músculos y piel se desmembrarían en jirones. En los siguientes minutos, Gotrimzá perdió todo nexo con su vida anterior. Ni siquiera recordaba a los dos beodos que lo habían puesto en tan singular situación. Todo vínculo con el mundo exterior, el mundo que había conocido hasta entonces, se había esfumado de su mente. A punto de desfallecer, la violenta vibración cesó de pronto. Aunque no había ningún objeto en movimiento 58


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

dentro de la cápsula, parecía que el tiempo y la materia se habían ralentizado. Del otro lado de la ventanilla, donde gobernaba otra serie de principios, la luz brillantísima y cegadora comenzaba a apoderarse del firmamento. El horizonte de sucesos, pensó Gotrimzá en el último estertor de conciencia. Fue lo último que registró su mente. Después todo se desvaneció. La luz que momentos antes cegaba sus ojos, se esfumó como un sol que de pronto hubiera sido arrebatado de su órbita por una mano invisible y omnipotente. Después, la oscuridad lo envolvió todo. Todo sentido de la materia y el tiempo se tornó ambiguo ante su conciencia, pues todo lo que antes había sido palpable y regido por los principios de las leyes de la física por él conocidos habían perdido validez. Ni siquiera el aire que alguna vez existió a su alrededor mientras permanecía atado flotaba ya en torno a él. Todo el mundo físico con el que había tenido contacto en el pasado se había evaporado repentinamente, precipitándose vertiginosamente hacia una vacuidad oscura y silenciosa. Las tinieblas, sin embargo, no persistieron por mucho tiempo. Lentamente, como si la eternidad misma hubiera estado preparada para el recibimiento, luces lejanas comenzaron a destellar en la negrura que lo envolvía. Su campo visual, empero, era reducido, pues sólo lograba observar a través de la estrecha ventanilla. Estrellas se dijo. Han vuelto las estrellas. Trató de acercar su cuerpo hacia el cristal, pero el dolor que le infligían las sogas se lo impidió. Tumbado sobre el frío piso de la cápsula y sin posibilidad de girar su cabeza en ninguna dirección, pronto el arreglo de las estrellas se imprimió en su memoria. Fue solamente entonces cuando lo notó. Aunque Gotrimzá no era astrónomo, años de observación 59


christian durazo d.

a un nivel diletante y aficionado habían educado su vista al grado de ubicar la mayoría de las constelaciones y estrellas más conocidas dentro del plano astronómico avistado desde la perspectiva de la estación. Lo que contempló a partir de entonces lo impresionó sobremanera: ninguna de las constelaciones con las que estaba habituado aparecía en el firmamento. En su lugar, miríadas de estrellas de una galaxia desconocida se arremolinaban sin un orden aparente al candor de una luminosidad mucho mayor a la de la Vía Láctea, donde nada parecía guardar relación con el firmamento que el hombre había contemplado durante miles de años. Un presagio centelló súbitamente en su mente, desencadenando el génesis de un arrebato de intuición que a poco derivó en la más abrumadora de las certezas. Ni siquiera requería poseer los conocimientos de cual más avezado científico para darse cuenta de que siglos de debates y especulaciones habían llegado a su fin. Contrariamente a lo que cualquier hombre de ciencia hubiera imaginado, no se había requerido de complejos modelos matemáticos ni la demostración de las más audaces teorías astronómicas para saber qué existía más allá del horizonte de sucesos. La continuidad de su existencia, la certeza de encontrarse dentro de la cápsula en las mismas condiciones iniciales pero en un rincón distinto del universo constituían la prueba más sencilla de lo que realmente eran. La euforia que lo embargó en un principio repentinamente experimentó un ligero decaimiento. Si la pugna entre los gobiernos de Satrium era cierta, era muy probable que Gotrimzá no fuera el único que había pasado por semejante experiencia, de modo que finalmente terminó por dudar seriamente que su situación fuera realmente única y privilegiada. Su breve ataque de egolatría, empero, pronto fue opacado 60


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

por las implicaciones del portento que se habían develado ante sus ojos. Su conciencia le reclamaba acuciantemente que se desistiera del egoísmo para pasar a compartir el descubrimiento con el resto de la humanidad, aunque fuera de manera involuntaria. Sin embargo, no veía cómo ello podía ser posible. Dudaba mucho que los sensores que aún mantenía adheridos a su cuerpo pudieran registrar de alguna manera lo que su organismo experimentaba y mucho menos que estuvieran en condiciones de transmitir datos hacia el otro extremo del universo. De acuerdo a la extraña distribución de las estrellas, era evidente que cualquier modo de comunicación o transmisión había quedado perdido en el contínuum espacio—tiempo, diluida en la antigua ubicación que ocupaba en el centro de la Vía Láctea. Se encontraba fuera del alcance de cualquier dispositivo rastreador inventado por el hombre, infinitamente más aislado de la humanidad de lo que había estado momentos antes. A medida que Gotrimzá comenzaba a asimilar lo que estaba atestiguando, una acuciante sensación de zozobra se fue apoderando de él. No podía precisar si se debía a la angustia galopante o a los efectos que obraban sobre su cuerpo, pero sumado a lo anterior, conforme el tiempo transcurría la opresión de las sogas se volvía cada vez más latente e insoslayable. Parecían estrecharse más, hundirse en sus carnes hasta casi asfixiarlo. En medio del forcejeo, nunca supo si se debió a un derroche de fuerza extraordinario o al aflojamiento inesperado de las correas. De pronto, éstas cedieron y cayeron al piso. De inmediato se llevó las manos a los sensores y los desconectó de manera impetuosa. Libre al fin, su primer impulso 61


christian durazo d.

fue abalanzarse hacia la ventanilla y observar fijamente. Salvo por el extraño arreglo de las estrellas, la sensación de infinita vacuidad era la misma que rodeaba a la estación. Fuera cual fuera la galaxia en la que se encontraba, la envolvente negrura de la nada se manifestaba de manera avasalladora e inmutable. Desconocía, sin embargo, si la cápsula viajaba a la misma velocidad con la que había sido proyectada hacia el horizonte de sucesos o si simplemente flotaba a la deriva. Sin ningún punto de referencia cercano, el estado cinético de la cápsula resultaba difícil de precisar. Tras meditar este aspecto por unos instantes, el operador de la estación determinó que el curso de su transporte era irrelevante. Nada de ello importaba ya. Su galopante preocupación obedecía a otro tipo de cuestiones. ¿Dónde estaba ahora? ¿A qué galaxia o universo había llegado a parar? Las lágrimas se adhirieron al frío cristal de la ventanilla. Mientras contemplaba de hito en hito la insólita refulgencia de las estrellas a través de su mirada acuosa, súbitamente sucedió algo impensable: éstas desaparecieron y volvieron a aparecer en una fracción de segundo. El fenómeno fue casi instantáneo, apenas perceptible. Cuando Gotrimzá centró su vista nuevamente en el plano astronómico, su ojo educado captó algo que lo asombró aún más: la distribución de las estrellas había cambiado nuevamente, pero nada en su forma elipsoidal hacía pensar que se tratara de la Vía Láctea. Tampoco de la galaxia en la que presumiblemente había estado momentos antes. El fulgor y la naturaleza de las estrellas eran totalmente diferentes, nada parecido a lo que había contemplado jamás. Casi de manera instantánea captó una gran luminiscencia a su costado derecho. Una supernova… ¡No!, rectificó al instante. Tal clasificación se quedaba corta. Sin duda se trataba 62


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de una megasupernova —si tal término le era permitido—, la mayor explosión de una estrella registrada en toda la historia del universo. Su amplitud era enorme, inconmensurable. Gotrimzá debió calcular un diámetro de varios miles de años luz, y mientras se devanaba los sesos en recrear constelaciones a partir de la maraña de estrellas que resplandecían en el firmamento, maliciosamente pensó que nadie, excepto él, tenía el privilegio de contemplar aquel espectáculo sin igual. El embeleso, sin embargo, fue efímero. Repentinamente la megasupernova desapareció de su vista, al igual que el resto de brillantes estrellas. Nuevas constelaciones inundaron la ventanilla por donde miraba, y así sucesivamente, cada cierto lapso desaparecían para dar lugar a nuevas galaxias, nuevos escenarios cósmicos. El fenómeno se repetía una y otra vez, haciendo gala de una isócrona precisión entre un pestañeo y otro, hasta que finalmente Gotrimzá comprendió lo que sucedía realmente. Por un efímero instante, como si hubiese sido inducido por el influjo de una manifestación desconocida, Gotrimzá supo a ciencia cierta cuál era la naturaleza del fenómeno en el que se hallaba inserto. La aparición y desaparición de las estrellas era una prueba irrefutable de que estaba viajando por el Universo, recorriendo distancias espantables en cuestión de segundos. Este fenómeno sólo podía tener una explicación: el agujero negro. Todos ellos, concluía, en realidad eran portales interconectados entre sí, entrelazando un descomunal número de galaxias a lo largo y ancho del cosmos. Una sonrisa de complacencia brotó de sus labios. Cuando en un futuro remoto la humanidad descubriera qué era exactamente lo que entrañaba la naturaleza de los agujeros negros, la humanidad se expandiría por el universo entero. No habría necesidad de viajes interestelares a velocidades hiperlumínicas 63


christian durazo d.

de miles y quizá millones de años duración. Los agujeros negros, los portales interconectados en una red infinita de traslado instantáneo, lo resolverían todo. La idea en sí, aunque en extremo fantasiosa aún, le abrumó por completo. De pronto sintió envidia. Para cuando ello sucediera, para cuando la humanidad descubriera la forma de utilizar estos portales sin el riesgo de perderse en la inmensidad del cosmos —como era su caso—, habría de pasar muchísimo tiempo, tal vez siglos, tal vez milenios. Gracias a la locura de Popev y Karlenko, los dos rusos beodos, él se había adelantado a cualquier estadio hipertecnológico en la historia de la civilización humana. Había atisbado la verdadera naturaleza del fenómeno al que el hombre apenas comenzaba a estudiar tímidamente. Una gran desazón lo embargó. Cuando ello sucediera, cuando el hombre dominara esa antigua y asombrosa red empotrada desde tiempos inmemoriales, ni él ni sus contemporáneos estarían ahí. En lo que a él concernía, muy probablemente viajaría al garete por toda la eternidad, de galaxia en galaxia, sin poder controlar su travesía cósmica en ningún instante. Los escenarios estelares comenzaron a sucederse a una velocidad cada vez mayor. Mantos infinitos refulgían y se desvanecían en apenas segundos, y entre aquella maraña de luces, de pronto tuvo la impresión de ver constelaciones conocidas. Fulgores familiares se desplegaban de nuevo ante él, patentizando el retorno al origen de su más reciente experiencia, donde aún persistían reminiscencias de imágenes flotando ante su mirada atónita. Ahí estaban el capitán Popev y el gigantón Karlenko, los dos cosacos que lo habían lanzado a su destino final. Sus figuras aparecían con increíble nitidez dentro de la nave 64


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Qapistram, interactuando a sólo unos metros de él, ignorando por completo su presencia. Las escenas, sin embargo, no estaban acompañadas de sonido. Carcajadas silenciosas instigadas por litros de metavodka inundaban la estación, mientras intentaban inútilmente de registrar las señales provenientes de los sensores adheridos inicialmente al cuerpo de Gotrimzá. ¡Cuán ingenuos lucían! ¡Cuánta estupidez destilaban en la propia absurdidad de su encomienda! Súbitamente, las dos figuras comenzaron a desvanecerse para dar lugar a nuevos escenarios. No muy lejana, desde una perspectiva que reflejaba en una sola imagen todo lo que había sido su vida durante aquellos diez años de aislamiento, la estación Crepúsculo ocupaba la visión de Gotrimzá a través de la ventanilla, alejándose vertiginosamente de él. En segundos, su antiguo hogar desapareció y en su lugar surgieron nuevos esplendores, más luces entrelazándose en una maraña sin fin. La nostalgia se apoderó de él. Imágenes de su vida anterior a la estación comenzaron a desfilar ante su atónita mirada, como un repaso visual que anunciaba una especie de despedida surgida desde las profundidades del cosmos. No obstante, pese a la tribulación que lo embargaba, Gotrimzá esbozó una tímida sonrisa. Después de todo, pensó complacido, finalmente llegaba a su término la obsesión que lo había hostigado durante los últimos diez años de su vida. Después de tanto tiempo de reflexiones y teorías, sólo él y nadie más —se ufanaba en grado superlativo—, sabía qué eran exactamente los objetos de estudio que por siglos habían obcecado a la humanidad entera. Incluso no sólo lo sabía, sino que viajaba a través de ellos, la prueba más contundente de su ignota naturaleza. El endiosamiento que sentía le ayudaba a paliar la gran aflicción que sentía. Muy probablemente nunca se detendría, y 65


christian durazo d.

no sería sino hasta que la humanidad encontrara la forma de controlar semejante grado de tecnología cuando podrían darse las condiciones para que en algún día remoto fuera rescatado en la maraña del tiempo y el espacio por futuras generaciones por venir. Mientras tanto, una terrible certeza lo invadió: fuera como fuera, el caso es que sus días estaban contados. Cerró los ojos. Por toda la eternidad.

66


el gran error

Q

Fuera del tiempo y el espacio, ausente de materia y de presencia, un ser indescriptible se desplazó en la inexpugnable nada, en un entorno insondable e incomprensible para la mente humana. No se podría decir que se acercó o se alejó; simplemente estuvo a un costado de otra entidad de su misma naturaleza desconocida. Silencio. Había comunicación, sin embargo. Nada de ondas sonoras, nada de telepatía, nada de ondas electromagnéticas. Nada de comunicación mediante un medio conocido. Simplemente una profunda compenetración. Segundo Ser fue quien se manifestó primero en aquella extraña manera a una velocidad increíble. No había palabras ni pensamientos, ni nada que se le asemejara. Sólo silencio. Sin embargo, todo lo que ahí se desgranaba era totalmente coherente y trascendental. En una forma de traducción arcaica y apenas fiel a lo que ahí se trataba, aunque a una velocidad extremadamente lenta, el resultado podría ser más o menos el siguiente: 67


christian durazo d.

—¿Cuál ha sido el comportamiento del onconovo fallido? ¿Hay alguna evolución? —Sí, y ésta es constante —se manifestó Primer Ser—. Este onconovo fallido, al que hemos denominado simplemente como Núcleo, se está expandiendo incesantemente, pero se ha estimado que su naturaleza física tridimensional propicia que dentro de su espacio el tiempo transcurra extremadamente lento. Lo que en nuestra dimensión es un lapso de tiempo extremadamente efímero, dentro del Núcleo éste equivale a millones de millones. —¿Millones de millones? —preguntó Segundo Ser en un tono que podía ser interpretado como consternación. Luego repuso: —Ello significa que tal vez se haya desarrollado algún tipo de vida, incluso vida inteligente… —En efecto —respondió Primer Ser—, ya se ha detectado vida inteligente en su interior. Pero antes es preciso hablar de las leyes que rigen en él. Básicamente es una entidad física tridimensional donde las entidades —por llamarles de alguna manera—giran en torno a otras en movimientos constantes y exactos. Existen identidades refulgentes de mucha mayor magnitud en torno a las cuales giran otras menores, y algunas de éstas han desarrollado vida inteligente en su superficie. —¡Ya han tenido contacto entre ellas? —preguntó Segundo Ser, alarmado. —Por desgracia sí. Pero en realidad muy pocas, y los resultados han sido catastróficos. La inmensa mayoría de las civilizaciones se encuentran aisladas unas de otras dadas las grandes distancias que existen en la red tridimensional. Sin embargo, la gran mayoría de ellas no ceja en sus intentos de contactar a otras civilizaciones ajenas. Todas ellas se 68


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

cuestionan si son las únicas en este plano tridimensional… Si supieran que existe un enjambre de ellas… —Era justo lo que me temía —se manifestó Segundo Ser—. La naturaleza del preonconovo que dio origen al Núcleo era particularmente inestable. Aún no se encontraba en su fase idónea. El preonconovo malogrado propició el desarrollo de vida primaria. Nunca debió haber surgido vida dentro del Núcleo. Resulta aún más perjudicial para nuestros planes… ¿Cómo podemos revertirlo? Las entidades seguramente deben estar generando más vida cada vez. —Por desgracia, no podemos destruir el Núcleo sin dañar el Primigen —sentenció Primer Ser—. Ello equivaldría a la destrucción de la Red de Onconovos. Sin embargo, hemos notado que la expansión del Núcleo ha traído consigo una serie de contracciones y expansiones a una velocidad que se podría llamar moderada. Estas expansiones y contracciones han demorado millones de millones de tiempos, permitiendo que a cada expansión las entidades físicas adquieran mayor velocidad, lo que en un momento dado permitiría que la velocidad de expansión del Núcleo sea igual a la rotación del Primigen. Esto significa que, aunque el Núcleo no sea destruido, de igual forma puede dañar el Primigen… Si por lo menos la naturaleza física del Núcleo hubiese sido hexa o heptadimensional, éste hubiese sido más compatible con su rotación. Segundo Ser emitió un sonido que podía ser interpretado como un gran desconcierto. —No puede ser… Nunca debió ocurrir. —Lo siento. —¿Ya ha sido enterado Tercer Ser? —Desde luego; está muy consternado. No puede creer que haya ocurrido. 69


christian durazo d.

—¡Se le advirtió¡ —tronó Segundo Ser—. ¡Se le advirtió que no empleara onconovos aún no desarrollados del todo dentro del Primigen! Lo que podría ser interpretado como un silencio significativo reinó entre los dos seres. Continuaron contemplando azorados el Núcleo, una miniatura desde su perspectiva. Sin embargo, estaban conscientes que desde la perspectiva interior del propio Núcleo éste podía llegar a ser infinito. ¿Qué clase de entidades o seres vivientes se habían desarrollado en ese plano físico tridimensional? ¿Cómo sería la naturaleza de éstos? ¿Qué tipo de tecnología habían desarrollado? ¿Qué clase de actividades, de conflictos, de costumbres, de motivaciones habían conformado? ¿En qué se basaba la vida de todas y cada una de aquellas civilizaciones, de aquellas formas de vida tan disímiles entre ellas? Sin poder reprimirse, Segundo Ser emitió un sonido que podría ser interpretado como un suspiro. Jamás en la Historia del Primigen había sucedido algo similar. Todos los onconovos siempre habían logrado su objetivo, a diferencia de la aberración que tenía ante su presencia. A medida que iba siendo estudiado el onconovo fallido, se advertía que en su gran mayoría se encontraba vacío y que reinaba un frío profundo en su interior. Pese a ello, existían identidades de tamaños variables que albergaban temperaturas extremadamente altas, sobre todo las más grandes. Una gran dinámica las gobernaba, una fuerza inconmensurable y permanente, unificando la naturaleza física tridimensional, ejerciendo una atracción intrínseca entre toda la materia existente dentro del Núcleo. La mayoría de la materia giraba en torno a cuerpos físicos refulgentes (esferas plasmáticas) que irradian una gran energía lumínica y calorífica de la que se 70


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

abastecía la vida y las civilizaciones que se habían formado a lo largo de millones de tiempos. De pronto, una presencia estuvo a un costado de Primer y Segundo Ser. —Estoy consciente de lo que he producido —dijo Tercer Ser—. La expansión del Núcleo significa una gran amenaza. Aunque dentro de nuestra perspectiva su expansión es casi imperceptible, si llega hasta cierto tamaño su eliminación podría volverse imposible. Ello significaría un gran daño para la Red de Onconovos y el propio Primigen. Pero no teman, nada de ello sucederá. He implementado una serie de correcciones con el objeto de revertir la situación. El Núcleo debe ser reabsorbido. Para ello desarrollé un truco —la inducción de millones de millones de centros de densidad infinita dentro de esta entidad física tridimensional—, cuya finalidad es desdoblar la esencia física tridimensional del Núcleo hacia un pre-onconovo, que posteriormente dará lugar a un onconovo normal. Una vez que estos centros de gravedad infinita hagan su función, el Núcleo, el onconovo fallido, será sólo un borroso recuerdo. “La absorción del Núcleo será relativamente rápida; de hecho, ahora mismo esta absorción debe haber llegado a su fin. No obstante, dentro de la dimensión tridimensional ahí reinante, la absorción se dará de forma extremadamente lenta, incluso a pesar de su expansión. Convertida en un onconovo, desaparecerá en el acto, quedando en la nada. Sin embargo, para los múltiples seres vivientes que existen dentro del Núcleo, este paso llevará un tiempo dilatadísimo. Millones de millones de tiempos. El Núcleo continuará con su expansión, de modo que los seres vivientes ahí presentes tendrán la sensación de continuar existiendo, cuando en realidad nada de ellos y lo que les rodea existen ya en nuestra dimensión. 71


christian durazo d.

—Explícate, Tercer Ser —apremió Segundo Ser—. ¿Qué quieres decir con eso de que el Núcleo continuará existiendo cuando en realidad no? —Me explico. Como Primer Ser lo ha expuesto de manera atinada, lo que para nosotros es una ínfima fracción de tiempo, dentro del Núcleo equivale a millones de millones de tiempos. Los centros de gravedad infinita que han transformado al Núcleo en un pre-onconovo, y que están actuando dentro del Núcleo, están a punto de absorberlo en su totalidad, sino es que han terminado ya. Esto es, el Núcleo ha dejado de existir en nuestra dimensión; sin embargo, en su naturaleza tridimensional la inercia de la expansión continuara, de modo que el núcleo seguirá existiendo. —¿Quieres decir que el Núcleo y los seres vivientes que habitan en él ya no existen? —preguntó Segundo Ser. —Así es. Todo lo que viven es sólo una sensación de existir debido a la efímera existencia del Núcleo en nuestra dimensión… —¿Es decir que se ha exterminado la vida en el plano tridimensional? —preguntó Primer Ser. —Me temo que sí, Primer Ser —respondió Tercer Ser, en actitud pesarosa—Lo siento. Primer y Segundo Ser dejaron de comunicarse por unos instantes. La noticia los sumió en una gran consternación. Ninguno de ellos imaginó que fuera a suceder tal aberración dentro de la Red de Onconovos. Se estremecieron sólo de pensar en la reacción del Primigen si éste llegaba a enterarse… Segundo Ser fue quien reanudó al comunicación. —¿Las entidades vivientes del Núcleo tienen conciencia de estos centros de gravedad infinita? —preguntó. —Sí, pero todas las civilizaciones ignoran exactamente cuál es su verdadera naturaleza. Todas suponen, imaginan, o 72


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

simplemente observan sus efectos sobre la materia física tridimensional. Aunque temo que algunas, las que han alcanzado un grado tecnológico muy avanzado, están a punto de descubrirlo. Desde la perspectiva de la mayoría de las civilizaciones, las más atrasadas tecnológicamente, presumen que estos centros de gravedad infinita son el resultado de la contracción infinita de cierto tipo de esferas plasmáticas. La mayoría de las civilizaciones piensa que estos centros de densidad infinita, al engullir la materia física tridimensional, pueden formar nuevas entidades físicas. Lo siento por ellos, cuán equivocados están… —¿En qué consistió ese truco del que hablas? —inquirió Segundo Ser. —La propia naturaleza física tridimensional de las esferas plasmáticas propició que se les indujera un aumento de la gravedad superficial, contrayendo sus masas hasta llegar a un volumen cero y una gravedad superficial infinita. Estos son los centros de gravedad infinita de los que hablo. Sin embargo, estos centros de gravedad eran estáticos y tenían un radio de acción limitado. Se pudieron crear millones de millones gracias a la gran cantidad de esferas plasmáticas existentes. La misma materia física tridimensional fue el causante del colapso del Núcleo. Éste se absorbió a sí mismo… —¿Quieres decir que cada una de estas esferas plasmáticas se convirtió en centros de gravedad infinita? —preguntó Segundo Ser. —Una buena parte, pero no todas. Algunas no fueron suficientemente grandes para ello. En otras, su misma naturaleza lo impedía. Sin embargo, fue suficiente con ello. Quietud. Nada. Primer Ser y Segundo Ser se comunicaron nuevamente. 73


christian durazo d.

Aún estaban enfadados, pero era evidente que la solución de Tercer Ser, a todas luces brillante e inesperada, comenzaba a atenuar el enojo que los había asaltado previamente. Por otro lado, la explicación dada por Tercer Ser los había dejado estupefactos. Una autoabsorción. Era realmente ingenioso… Finalmente hubo manifestación. —Espero que funcione—expresó Segundo Ser en aquella extraña forma de comunicación—. No me gustaría que los tres fuéramos llamados ante la presencia del Primigen. —Funcionará, se lo aseguro —se manifestó Tercer Ser con seguridad. —Esperemos que sí —se comunicó Primer Ser. —Manténganos informado de todo. Quietud. Vacío. Intemporalidad. Tercer Ser ahora estaba tranquilo. Un gesto interpretado como una sonrisa se formó en él. Y ciertamente, sonreía.

74


c i b e r d i c ta d u r a

Q

Mientras avanzaba tras el volante dentro de su cómodo y silencioso auto solar, Ruperto Buendía se encontró de pronto con una grata sorpresa: gran parte del viejo y deteriorado concreto vial del centro de la ciudad estaba siendo removido y sustituido por el novedoso pavipolímero 102. Gran parte de su sorpresa, sin embargo, no radicaba en el propio hecho de la remoción, sino en la celeridad y la amplitud con que estaba dándose aquel derroche de urbanización: ya no sólo el obsoleto concreto vaciado en la primera década del siglo xxi había sido sustituido en su totalidad por el novedoso material, sino que ahora las obras estaban enfocadas a otras zonas de la ciudad, extendiéndose incluso hasta las colonias más inaccesibles y apartadas. Curiosamente, el color anaranjado claro de este material era lo que más resaltaba a la vista. En un principio, la extraña tonalidad había causado extrañeza entre la población, pero a medida que se transitaba por las calles inmerso en el rutinario devenir, la retina terminaba por captarlo como un elemento más dentro de la vasta geografía urbana. Con el tiempo, el extraño aspecto del pavimento pasaba a un segundo plano a 75


christian durazo d.

medida que se iban conociendo sus excepcionales propiedades, entre ellas una enorme resistencia, que hacía que el viejo y conocido término “bache” poco a poco fuera desapareciendo del vocabulario de la población. Mientras se enfrascaba en estos pensamientos, la luz en rojo de un holosemáforo lo sorprendió de repente y detuvo su auto en una esquina. En tanto esperaba la reanudación de la marcha, Ruperto Buendía recibió su segunda sorpresa del día: ningún limpiacarros se acercó dando tumbos entre los autos para ofrecer sus servicios con absorbepolvos dieléctrico en mano. Miró por el retrovisor y por ambos espejos laterales, pero ninguno de ellos se presentó a su vista, causándole una gran extrañeza. Qué extraño…, pensó. Era simplemente inaudito. ¿Sábado, en pleno centro de la ciudad, con un tráfico de locos, y ningún limpiacarros en una de las esquinas más transitadas? ¿O era posible que se hubieran retirado a otro punto, lo que igualmente no dejaba de ser extraño? Terminó por encogerse de hombros justo cuando la luz en verde del holosemáforo destelló en el aire del otro lado de la calle. Tras reanudar la marcha, de pronto recordó que tal situación ya se había venido presentando con anterioridad semanas atrás. Día con día, la presencia de limpiacarros así como de indigentes que pululaban por las calles había disminuido considerablemente, de manera extraña y no menos increíble. Incluso hasta las hordas de indocumentados que buscaban afanosamente la forma de evadir el muro electrificado y los xenofóbicos francotiradores anglosajones agazapados dentro de la franja crítica habían decrecido. Ya no se observaban los tumultos de indigentes 76


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

deambulando de un lado a otro a lo largo de la Vía Internacional, entregándose a toda suerte de desmanes en tanto el ansiado cruce se materializaba. Ya no aparecían como guiñapos grotescos los cuerpos electrocutados de hombres que habían perecido sobre el muro metálico en su intento de volver realidad el gran sueño americano, exhibiéndose ante las miradas indiferentes de miles de automovilistas que transitaban diariamente hacia el cruce de la Línea Internacional. De manera insólita, todas aquellas imágenes cotidianas habían sufrido un cambio significativo y radical. Apenas se lograba avistar algún indocumentado a la distancia, oculto entre los árboles que flanqueaban el camino, y así como Ruperto Buendía, miles de ciudadanos se hacían la misma pregunta: ¿tenía qué ver toda aquella situación con la reciente escalada en la creación de fuentes de empleo anunciadas a los cuatro vientos en todos los medios informativos? ¿De alguna manera aquellos seres marginados habían sido integrados finalmente a la sociedad, extraídos de la extrema miseria en la que se encontraban? ¿O por el contrario, habían sido encarcelados o sencillamente eliminados? Esto último, sin embargo, era poco factible. Los reclusorios estaban abarrotados, de modo que el gobierno no podía darse el lujo de encerrarlos sólo por el lujo de limpiar la imagen urbana. Por otro lado, la desaparición de todos ellos era muchísimo más improbable. ¿Para qué tomarse la molestia, si diario morían decenas de ellos? Nadie lograba entenderlo, pero curiosamente tampoco nadie profundizaba demasiado en el tema. Simple y sencillamente, la población aceptaba los hechos como se presentaban ante sus ojos, y finalmente terminaba por asociar la desaparición de indocumentados e indigentes como una consecuencia inmediata del histórico 77


christian durazo d.

repunte en las oportunidades de trabajo. Mientras recorría el trayecto de regreso a casa, Ruperto Buendía recordó de pronto el entusiasmo que había mostrado doña Juanita, su vecina, una mañana en que se encontraron en la tienda de la esquina. —¡Estoy feliz! —le había confesado su vecina con una sonrisa de oreja a oreja. —¿Por qué, doña Juanita? —inquirió intrigado Ruperto. —Mi esposo ya tiene trabajo de nuevo, después de buscar durante dos años y medio… —¡Esa es una excelente noticia, vecina! ¿Qué hace ahora? —Es gerente en una nueva compañía que recién ha abierto sus puertas. —Me da gusto saberlo. Salúdemelo de mi parte. —Desde luego. Que tenga un buen día, Ruperto. Y se había retirado, rebosante de felicidad. Los nuevos empleos estaban a la orden del día, por lo visto. No resultaba nada descabellado colegir entonces que la misteriosa desaparición de indocumentados e indigentes podía tener su explicación en el nuevo fenómeno. Al final de cuentas, ¿quién lo sabía? Nuevamente se encogió de hombros y se dispuso a tomar la Vía Rápida evitando mirar hacia el muro electrificado donde aún humeaban algunos cuerpos recién electrocutados. Una vez que hubo pasado el tramo crítico, enfilando hacia Residencial Colinas Neblinosas, se distrajo observando el banco de nubes de mar que se aproximaba hacia la costa. Desconocía el pronóstico del tiempo de ese día, pero a juzgar por la negrura que entrañaban, había buena probabilidad de que se presentara lluvia durante la noche. A medida que su auto tomaba velocidad, poco después sintonizó la radio, moviendo el sintonizador de forma distraída. 78


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Instantes después se escuchó una voz pastosa y metálica a través del aparato. Ruperto Buendía captó de inmediato el tema que se desgranaba. Estaba en todos lados: en la holovisión, en los holodiarios, en la radio, en todas partes. No había otro tema de qué hablar en toda la ciudad más que uno solo: la inseguridad y los índices delictivos habían descendido a niveles extraordinarios, al punto de casi desaparecer. Los asaltos en tiendas, casas y comercios, así como los robos a bancos y otras instituciones habían caído 300 por ciento. Por otro lado, los asesinatos y muertes por ajustes de cuenta derivados del narcotráfico y el crimen organizado tendían a disminuir día con día de manera increíble. De los doscientos cincuenta asesinatos que tenían lugar diariamente, ahora sólo se registraban cuatro, y la cifra tendía hacia el cero de acuerdo a las autoridades. Pero lo más increíble de todo ello es que tan radical cambio sólo se había conseguido en apenas ¡tres meses! ¡Cómo era posible? Varias entrevistas al alcalde y los jefes de seguridad de la ciudad redundaban en la siguiente conclusión: que los cuerpos policíacos estaban trabajando con una efectividad sin precedentes, y que todos los recursos del gobierno se estaban utilizando en erradicar de tajo la delincuencia y el crimen organizado. Más increíble resultaba aún escuchar que la clave para lograr tal prodigio de efectividad residía en (insólito) la previa erradicación de la corrupción dentro de los tres niveles de gobierno, de ahí tales resultados. ¿Acaso estaban de broma? ¿La corrupción dentro de los cuerpos policíacos erradicada completamente? Ruperto Buendía se sonrió. Aunque más bien su sonrisa era una mueca burlesca, el típico gesto que acompaña a todo sentimiento de escepticismo. La noticia lo acompañó durante todo el trayecto, y a medida que su auto tragaba kilómetros se abandonó a una 79


christian durazo d.

meditación cada vez más profunda que lo llevó a formularse un cuestionamiento tan conciso como concluyente. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Había llegado ese cambio radical que había esperado la sociedad durante tanto tiempo? ¿Había llegado finalmente? En definitiva no, se aventuró a sentenciar. Un cambio de tal naturaleza sólo podía darse de manera gradual, con el paso de los años y las transformaciones sociales, políticas y económicas que todo progreso conlleva dentro de una sociedad. ¡No en el breve lapso de tres meses! Aquello era disparatadamente ridículo. En su fuero interno, Ruperto Buendía estaba seguro que se trataba de una llamarada de petate, de una mera situación circunstancial que con el paso de los días devendría en la inmutable realidad en la que todo el país estaba inmerso. Sus pensamientos fueron desviados de pronto cuando salió de la autopista y viró hacia la entrada de Residencial Colinas Neblinosas. Por un momento temió haberse equivocado de camino, pero el hololetrero intermitente que se alzaba sobre la entrada terminó por despejarle toda suerte de dudas. Aquel era el trayecto a casa, sin duda. Sin embargo, ¿por qué parecía no ser el mismo? ¿Por qué a medida que se avanzaba parecía lucir más… arbolado, reforestado? Repentinamente, Ruperto Buendía se vio rodeado de jóvenes árboles que flanqueaban el camino por ambos costados, ofreciendo un aspecto totalmente diferente al panorama árido que solía ver diariamente cuando arribaba a casa. Lo mismo observó cuando atravesó el portal de Colinas Neblinosas. Jóvenes árboles de varias especies poblaban las calles y frentes de las casas, dándole un aspecto por demás vistoso y agradable. Ruperto Buendía se restregó los ojos. Estaba seguro que, o soñaba, o alguien le gastaba una broma, y de una magnitud considerable. Sin embargo, cuando retiró las 80


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

manos de su rostro, los árboles recién plantados continuaban ahí, plagando cada rincón al que miraba. Su casa no fue la excepción. El patio frontal, un espacio desolado que la constructora no se había dignado a forestar ni con una brizna de arbustos, lucía dos prometedores sicomoros a los costados, así como un mimado césped que se extendía hacia los rincones donde asomaba el colorido floral de varias plantas. Cuando bajó de su auto solar y se dirigió a la entrada, no sin lanzar una mirada de consternación a su alrededor, su esposa Nelda salió a su encuentro con una amplia sonrisa. —¡Pero qué ha sucedido aquí? —preguntó Ruperto con la sorpresa en su rostro. —Han reforestado todo el fraccionamiento. ¿Acaso no te has enterado de las noticias? —fue la respuesta de Nelda. Ruperto Buendía demoró en responder. —Mmm, me he enterado de varias noticias bastante… increíbles, de hecho —dijo. —Pues esta es una de ellas. Se han reforestado todos los fraccionamientos, colonias y vialidades de la ciudad, además de la creación de cientos de parques y áreas recreativas… El sorprendido hombre alzó las cejas por enésima ocasión. —No sabía nada de eso… La mujer sacudió expresivamente la cabeza, obligándose a mostrar una sonrisa. —Bueno, dejemos el tema para más al rato. ¡Debes tener hambre! —Un poco. Ambos entraron, siendo Nelda la primera en cruzar la puerta. Ruperto Buendía la siguió, no sin antes echar un fugaz vistazo al flamante jardín, frunciendo el ceño. De 81


christian durazo d.

pronto, antes de traspasar el umbral, tuvo una extraña sensación. No estaba seguro si se trataba de una especie de déjà vu o regresión mental, pero súbitamente tuvo la impresión de que el sentimiento de extrañeza que había experimentado desde que había ingresado al fraccionamiento se convertía rápidamente en una manifiesta aceptación, de modo que todos los cambios descubiertos comenzaban a formar parte de una realidad absoluta e inalterable. Aún miraba sobre sus espaldas, asimilando aquellas extrañas y coloridas escenas, cuando sintió el jalón de su esposa, apremiándolo a llegar a la mesa. Una vez que hubieron almorzado, el joven matrimonio se acomodó en la sala y encendió el holovisor para distraerse, lo que no era otra cosa más que el preludio de un acostumbrado lapso de relajación los sábados por la tarde. Los canales empezaron a desfilar, y, más pronto de lo esperado, toparon con las increíbles noticias que Ruperto había escuchado en la radio durante la mañana: que los índices de violencia y criminalidad habían bajado a niveles nunca antes vistos, que ello se debía a la erradicación de la corrupción dentro de los cuerpos policíacos, que las fuentes de empleo aumentaban día con día, que los indigentes poco a poco desaparecían de las calles… Pero no sólo ello. Decenas de imágenes holográficas mostraban cientos de calles, colonias y parques reforestados y mimadamente cuidados, vialidades limpias y ordenadas, hogares dignos y pintorescos. Los miles de basureros clandestinos dispersos entre cañadas y los escasos baldíos que aún quedaban a lo largo y ancho de la ciudad habían sido limpiados, así como los millones de neumáticos de desecho que rodaban sin control en cada rincón de cada colonia y arroyo. Las calles de terracería 82


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de las colonias más marginadas estaban siendo cubiertas con el novedoso pavipolímero 102, y se estimaba que en menos de un mes el cien por ciento de las vialidades estaría totalmente pavimentado. Las noticias también hablaban de millonarias inversiones en los principales sectores económicos tanto de capital nacional como extranjero, de la disminución de la inflación, de la baja de precios en la canasta básica, en fin, de todo un derroche de progreso sin precedentes en la historia de la ciudad. Ya ni San Diego… pensó Ruperto, abiertamente socarrón. Entre más escuchaba, el escepticismo de Ruperto Buendía aumentaba exponencialmente. Algo en su interior le dictaba que todo aquel progreso definitivamente no podía ser real, pero por segunda ocasión en el día notó con sobrada estupefacción cómo en cuestión de segundos asumía todos aquellos portentos sin ninguna clase de reserva como una realidad absoluta e innegable. Ruperto quedó conmocionado por un instante, sin poderse mover. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué aceptaba aquella falacia con toda naturalidad una vez que la escuchaba? Durante varios minutos no se movió frente al holovisor, abandonándose a toda suerte de divagaciones. Su esposa Nelda se encargó de sacarlo de su letargo. —¿Qué sucede, Ruperto? Te noto meditabundo. —No es nada. Ella lo miró por unos instantes y luego repuso: —Es increíble, ¿no crees? Ruperto suspiró. —Demasiado para mi gusto. Todo me parece un tanto irreal, surrealista —dijo, desprendiéndose de las últimas trazas de suspicacia. 83


christian durazo d.

—¿Irreal? Oh, vamos, querido. Todo está frente a tus ojos, no le des más vueltas al asunto. Vamos a descansar, recuerda que mañana debemos levantarnos temprano. —¡Levantarnos temprano? —replicó Ruperto, alarmado. —Sí, recuerda que quedamos de desayunar con mis papás. —¿Con tus pa…pás…? Ruperto Buendía no terminó la frase. De pronto recordó el compromiso que había hecho a media semana —no del todo convencido, cabe decir—, y le fue imposible evitar reprimir una mueca de desagrado. Sabía que cualquier intento de cancelación sólo originaría una disputa, situación que quería evitar en todo lo posible dado su estado de agotamiento. Con todo, determinó abordar el asunto al día siguiente, esperanzado en que los dioses de la fortuna hicieran cambiar de opinión a su mujer a la mañana siguiente. Aunque no abrigaba muchas esperanzas… El fin de semana pasó lento para Ruperto Buendía. Los dioses de la fortuna no fueron complacientes con él, y al día siguiente fue despertado por un empujón de su esposa, quien ya demandaba celeridad para presentarse a las nueve de la mañana en el restaurante de moda de la ciudad. Luego de un aburrido desayuno con sus suegros, Ruperto Buendía y su esposa se dirigieron al Mega Complejo Zona Río a realizar algunas compras. Mientras recorrían las calles, Ruperto pudo comprobar en persona todo lo que había escuchado en los noticieros el día anterior: los indigentes de la canalización habían desaparecido por completo, ya no se apreciaban los cúmulos de basura y las frecuentes columnas de humo; los olores fétidos habían sido erradicados por completo a lo largo y ancho de esa zona, y en general, toda la zona presentaba un aspecto muy distinto al acostumbrado. 84


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

¿Cómo ha podido ser resuelto tan semejante celeridad?, se preguntaba, intrigado en extremo, sólo para asumir tal realidad segundos después. ¡Qué hermosa es mi ciudad!... Al día siguiente, lunes, Ruperto se dirigió al trabajo. En su oficina encontró hordas de compañeros discutiendo sobre las últimas noticias. Estaban que no cabían de alegría: los sueldos habían subido, la paridad del dólar respecto al peso mexicano bajaba de manera dramática, los costos de la vida y los impuestos bajaban ostensiblemente, la criminalidad tendía a desaparecer. En resumen, la ciudad se había convertido en todo un paraíso terrenal, una ciudad de primer mundo. Y todos sus habitantes lo asimilaban como si aquella ciudad jaujeana hubiera existido desde el principio de todos los tiempos. Durante todo el día no pudo trabajar gran cosa. No lograba concentrarse, estaba ensimismado en aquel tema que había acaparado toda su atención. Cuando salió de la oficina estaba abrumado. ¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo podía haberse dado tal cambio con semejante rapidez?, era su único pensamiento. Un embotellamiento vial de un kilómetro y una demora de cuarenta minutos se encargaron de devolverlo a la realidad. Tras proferir toda clase de reclamos e improperios, poco antes de tomar la Vía Internacional Tercer Nivel, Ruperto topó con la causa del embotellamiento: una enorme antena color negra estaba siendo instalada a un costado de la vialidad. Su fastidio topó con nubes. Sin embargo, en breve su expresión de disgusto se transformó en una mueca de suspicacia. Otra antena negra, pensó Ruperto, y por primera vez fue consciente de la 85


gran cantidad de antenas que se habían instalado recientemente en diferentes puntos de la ciudad. ¿De dónde habían salido tantas? Enormes antenas negras se elevaban sin ninguna razón aparente. ¿Qué eran? ¿Radio? ¿Holovisión? ¿Microondas? ¿Señal hiperplásmica? ¿Qué? Lo más extraño de todo es que la instalación de todas ellas se había dado en un lapso de unos cuantos meses, apareciendo en grandes cantidades por todos los rincones de la ciudad. Aquello le pareció totalmente extraño y surrealista. ¿Acaso estaba perdiendo el juicio? ¿Era él el único ciudadano que se había percatado de ello? ¿Estaban conscientes los demás de semejante invasión? Mientras avanzaba en su auto solar, Ruperto Buendía daba rienda a sus cuestionamientos internos. Tras mucho dilucidar, llegó a una conclusión: extrañamente los sorprendentes cambios que se habían suscitado en la ciudad habían coincidido con la instalación de aquellas antenas. ¿Qué relación intrínseca existía entre éstas y las sorprendentes mejoras en todos los ámbitos de la sociedad...? Por más que lo intentaba no lograba dilucidarlo… Durante la noche no lograba conciliar el sueño. Su esposa Nelda dormía plácidamente, mientras él miraba por la ventana cómo la Luna en su cuarto creciente lentamente decaía en el horizonte, tragada por el acercamiento de la alborada. Su mente estaba invadida por un solo pensamiento: las antenas. No podía alejarlas de su sesera ni siquiera por un solo instante. Estaban ahí, carcomiendo sus sueños, ramificándose entre los recovecos de su conciencia. A través de los cristales de la ventana observaba las titilantes luces de la ciudad. Por encima del mar de luces destacaban puntos rojos intermitentes, desapareciendo y apareciendo en la oscuridad. ¿Qué eran


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

aquellas cosas? ¿Por qué habían sido levantadas tan repentinamente? ¿O es que siempre habían estado ahí, y apenas él cobraba conciencia de su existencia? A medida que se enfrascaba en sus pensamientos, la noche lo arrastraba hacia la penumbra del ensueño. Sus párpados comenzaron a debilitarse. Las luces rojas habitaban su imaginación, sus sueños. Una extraña languidez lo asaltó y su cuerpo comenzó a caer hacia el vacío, hacia la negrura, hacia la nada… Una vez más, como cada uno de los habitantes de la ciudad, Ruperto Buendía había quedado a merced como cada noche, con la consciencia perdida y las neuronas expuestas. Cuán lejos se encontraba de descifrar la dualidad intrínseca que habitaba en el interior de aquellas ondas misteriosas, una dualidad que forzaba el desdoblamiento de la realidad hacia una conciencia virtual, luminosa y optimista que todos creían vivir día con día, cuando la cotidianidad debía su existencia a otra suerte de vicisitudes dentro de un mundo real inasequible para las mentes de sus ingenuos habitantes, relegadas a una dimensión donde la realidad se desarrollaba de una forma diametralmente opuesta. Más allá de aquellas luces rojas que fulguraban en todo lo alto, más allá de la conciencia de las personas, más allá de todo aquel progreso y bienestar que regocijaban a la población, más allá de sus sueños y aspiraciones, la existencia tal y como se conocía nunca había cambiado. No existían calles perfectamente pavimentadas ni limpias, ni nuevos parques ni frondosos árboles sobresaliendo sobre el grisáceo manto de la urbanidad. Tampoco había sueldos dignos y holgados, ni policías honrados y efectivos. La violencia y la pobreza acrecentaba sus garras día con día. La paridad del dólar se disparaba 87


christian durazo d.

a cada instante, los costos de la vida eran cada vez mayores, la ciudad y el país se hundían cada vez más… La anarquía lo dominaba todo… Y mientras la población yacía dormida a pierna suelta, noche tras noche las luces de las antenas no dejaban de parpadear, noche tras noche las antenas no dejaban de emitir… Megametrópoli Tijuana-Tecate-Rosarito, B.C. 14 de julio de 2101

88


estadio fi nal q

La señal surcó la etérea negrura del espacio sideral a una velocidad nunca antes registrada en la historia del universo. Quintillones de kilómetros de vacío recorridos en un solo instante, por un solo pulso energético surgido desde los confines del cosmos. No se trataba de un flujo continuo de ondas electromagnéticas o de fotones desbocados en su eterna y vertiginosa danza lumínica, acuciados sempiternamente por cubrir los espacios de la imperante oscuridad universal. Tampoco se trataba de un cúmulo de rayos cósmicos o un flujo desordenado de neutrinos, o la señal de fuente desconocida proveniente de la fría e inimaginable distancia. Nada de ello, ni de lo otro. Sólo un pulso energético dimanado de una forma de vida en estado de energía pura, dosificado a la medida de sus desplazamientos interestelares. Tras una fracción de segundo, la señal se detuvo con la misma sutilidad con la que se originó, quedando una extensión bioenergética de ella flotando en el frío vacío sideral. 89


christian durazo d.

No estuvo sola por mucho tiempo. Apenas nanosegundos después, otra fuente de energía de idéntica naturaleza arribó al mismo sitio, sólo que ésta proveniente desde una dirección contraria. La tercera señal demoró un segundo, una eternidad dentro de la dimensión temporal de esta extraña forma de vida. Quizá provenía de sectores más profundos de la galaxia, incluso de sus mismos confines, inaccesibles aún para cualquier forma de vida material. Conforme transcurría el tiempo (segundos apenas), el cúmulo de señales suspendidas aumentó hasta posicionarse en cincuenta. Alcanzada esta cifra, la afluencia se detuvo súbitamente. Las bioextensiones se rodearon unas a otras, comunicándose febrilmente. Cualquier espectador suspendido frente a ellas no habría notado absolutamente nada: sólo vacío, la algidez del cero absoluto. Ansiosas por comunicarse por primera vez en miles de años, todas las bioextensiones esperaban el momento idóneo para entablar comunicación. La primera en llegar a la cita fue quien se decantó por manifestarse. —Me alegra percibirlos de nuevo —se comunicó—. Espero que en sus hogares todo vaya bien, pero ése será un tópico que abordaremos hasta el final. Antes es absolutamente necesario abordar un tema por demás fundamental: el descubrimiento de vida extragaláctica… Dentro de la dimensión bioextensional dominó un silencio sepulcral. De cualquier manera, en la dimensión física la diferencia habría sido impalpable. —¿Está absolutamente confirmado? —inquirió la bioextensión procedente del planeta Vektar. —Absolutamente. Lo curioso es que su naturaleza coincide 90


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

puntualmente con nuestra dimensión, aunque son perfectamente diferenciables de nuestra raza por sus estelas de desplazamiento. —Eso significa que deben abastecerse energéticamente de las magnetosferas planetarias, como en nuestro caso, ¿cierto? —inquirió la misma bioextensión vektariana. La bioextensión Qreslatu asintió. —Al parecer sí. Y también como en nuestro caso, sus ondas bioeléctricas sugieren que hace varios millones de años esta forma de vida también tuvo un pasado material como el nuestro. Esta última aseveración hizo que el silencio se volviera más incómodo aún. —Si lo que dices es cierto, b. Qreslatu —manifestó b. Vektar—, estaríamos ante el descubrimiento más importante de nuestra historia. Dado las circunstancias, sugiero que continuemos abordando el tema en otro sitio menos inhóspito. Ofrezco la magnetosfera de Vektar para tal fin. Estoy seguro que ahí podremos discurrir mejor al respecto. B. Qreslatu se dirigió hacia el resto de las bioextensiones. Éstas asintieron, quedando de acuerdo con la propuesta de b. Vektar. En fracciones de segundo, cada una de ellas reorientó su desplazamiento inicial, de tal forma que el retorno programado quedó sin efecto. Vektar, el planeta localizado en los confines de la galaxia, sería el próximo punto de reunión. Sin mediar otro punto a tratar, cada una de las bioextensiones se puso en movimiento. Vektar apareció ante ellas en un instante, pero era un hecho que ninguna de ellas habría de desaprovechar la oportunidad de sumirse en estado de autolatencia. Esta autoinducción les permitía desplazarse a otra dimensión paralela temporal, propiciando así el fenómeno de la intemporalidad. De esta forma, aunque todas las extensiones 91


christian durazo d.

bióticas habían arribado a Vektar en la misma fracción de segundo, cada una de ellas había saltado a su dimensión atemporal a fin de analizar la naturaleza del asunto al que habían sido convocadas. Unas solamente habían demorado horas, incluso días. Otras, en cambio, habían demorado millones de años. Mientras que el resto de las bioextensiones orbitaban el planeta Vektar, una pantanosa esfera cubierta por nubes eternas, b. Vektar se fusionó con su elemento de energía local y su extensión biótica se desvaneció instantáneamente. Ya no la necesitaba: se encontraba rodeada de los elementos de su propio planeta, en su propia casa, en su propio hogar. En órbitas sincronizadas, una red de comunicación imperceptible para cualquier instrumento del pasado se extendía sobre toda la superficie del planeta. Esta vez, b. Vektar, ahora convertido en elemento Vektar, fue el primero en comunicarse. —¿De dónde proviene tu conocimiento al respecto, b. Qreslatu? ¿Cómo te has enterado de ello? —Reportes de la periferia de la galaxia, e. Vektar. Señales de pulso energético similares a las generadas por nuestro estado de bioextensión, aunque con ligeras diferencias en el nivel energético. Un análisis más profundo y exhaustivo de las ondas remanentes de sus desplazamientos permitió determinar definitivamente de que no se trata de bioextensiones como las nuestras. —Los habitantes de las periferia fueron los últimos en experimentar la evolución de nuestra especie —arguyó e. Vektar—. Su grado de hipersensorialidad aún no cuenta con el grado de desarrollo de las bioextensiones del centro, como nosotros. Quizá hayan captado una señal que no guarda ninguna relación con sus hipótesis. Hasta donde se tiene conocimiento, las bioextensiones de la periferia de nuestra galaxia tienen un retraso evolutivo de 1500 millones de años con relación a nosotros. En toda la historia 92


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de nuestra especie nunca se han captado señales de tal naturaleza. ¿Qué te hace pensar que las bioextensiones periféricas, menos dotados que nosotros han topado con tal posibilidad? B. Qreslatu se proponía argüir, pero se vio impedido por un gran vacío de argumentos. El resto de las bioextensiones también se mantuvo en silencio, ponderando las palabras de e. Vektar. Como si hubieran evocado un conjuro, el término evolución, traído de manera circunstancial al seno del debate, comenzó a taladrar en la conciencia del grupo. Hasta la misma palabra, pocas veces empleada, parecía emanar de una mística etérea y singular que estaba relacionada profundamente con el pasado remoto de la especie a la que pertenecían. Aunque gran parte de la información emanada del pasado se había perdido, algunas magnetosferas de planetas del centro de la galaxia poseían retazos de lo que alguna vez llegó a ser una inmensa red de documentación proto-bioextensional, millones de años antes de que surgieran las primeras bioextensiones y bioelementos asociados a cada planeta. La escasa información se hallaba concentrada en las magnetosferas de los planetas más antiguos, y todas coincidían en que el pasado de la especie bioextensional había sido inminentemente material, surgido inicialmente de un planeta llamado Tierra, hacía aproximadamente tres mil millones de años. Éstos, al destruir su mundo de origen y desarrollarse tecnológicamente a niveles extremos, se extendieron por toda la galaxia, conduciéndose lenta e inexorablemente hacia un destino evolutivo que, según las leyendas, fue causada en parte por el avance del tiempo y en parte por la inducción de su propia tecnología, de la cual fueron prescindiendo a medida que se iban liberando del yugo de la 93


christian durazo d.

materia. Humanos se hacían llamar, y habían sido el pasado remoto de la raza bioextensional que ocupaba cada uno de los planetas poseedores de magnetosfera en la aún llamada Vía Láctea. Para bien o para mal, el origen de la nueva raza se había convertido en el secreto más recelosamente guardado, y solamente un número muy reducido de bioextensiones y bioelementos almacenaba tal conocimiento en toda la amplitud de la galaxia. Ese número tan reducido se encontraba en conexión con el planeta Vektar, sobrevolando sus nubes eternas. A medida que el rapto de conciencia colectiva comenzó a mermar dentro del grupo bioextensional, la interrogante de e. Vektar comenzó a gravitar de nuevo de manera insoslayable. ¿Era posible que el retraso evolutivo de las bioextensiones de la periferia diera pie a la divulgación de un suceso totalmente erróneo? ¿Hasta qué punto era lógico suponer tal hipótesis, lanzada con desparpajado arrojo sin el menor respeto y consideración hacia las distantes bioextensiones de los lindes galácticos? B. Qreslatu, que en un principio no había encontrado argumentos para rebatir la apresurada aseveración de e. Vektar, se dirigió hacia el grupo, quebrantando la actitud reflexiva en la que éste se había sumido. —El retraso evolutivo es un estadio de nuestra especie que aún no ha sido posible comprobar, e. Vektar —se manifestó b. Qreslatu—. No existe ninguna prueba contundente que lo confirme, de modo que entre tanto, el período evolutivo de la periferia es considerado igual al período de los antepasados materiales que surgieron del planeta in-extensional llamado Tierra. El adjetivo empleado para designar la naturaleza remotísima de lo que había sido la cuna de la vida galáctica produjo 94


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

cierto escozor. Ninguna de las bioextensiones podía concebir un planeta primitivo provisto de una magnetosfera cuya naturaleza no fuera utilizada como un medio habitable, absolutamente imprescindible para el desarrollo de la vida y la propia evolución Sin embargo, era bien sabido que la Tierra había poseído una magnetosfera jamás ocupada por un ser bioextensional, cuya existencia se limitaba única y exclusivamente a la protección de sus habitantes materiales de las nocivas radiaciones de su estrella, el Sol. El sólo hecho de visualizar una magnetosfera relegada a un rol tan primario creaba una sensación de desafío hacia las propias leyes del cosmos, indefectibles e inalterables dentro del contexto evolutivo de una especie que no recordaba con la debida precisión su pasado remoto material, aunque no dejaba de ser consciente de su anterior existencia. Nadie osó comunicarse mientras la impresión provocada por la evocación aún era manifiesta en la red bioextensional que envolvía al planeta. La revelación de b. Qreslatu y el consecuente desencadenamiento de temas tan controversiales y subrepticios las tenía al borde de la suspensión inanimada. Ninguna de ellas, ni siquiera las más antiguas, habían experimentado tal estado de hipersensorialidad. Finalmente fue el mismo b. Qreslatu quien se animó a continuar su argumentación. —Al margen de una prueba contundente, por encima de cualquier refutación o confirmación del estado evolutivo de las bioextensiones periféricas, prevalece el hallazgo de una forma de vida diferente a la nuestra, la prueba contundente de que existe vida inteligente en algún otro punto del Universo. —O bien, podría tratarse de la involución bioextensional de la periferia —continuaba empecinándose e. Vektar. 95


christian durazo d.

Algunas manifestaciones tuvieron lugar. A juzgar por la sublevación del grupo, la división de opiniones comenzaba a volverse cada vez más patente. —Tu teoría tendría completa validez de no ser por un detalle que ya ha sido mencionado al principio de esta reunión: las estelas bioextensionales no guardan similitud con las nuestras. Son distintas. —¿En qué sentido? —inquirió e. Vektar—. El hecho de que esta forma de vida esté basada en una fuente energética indica que muy seguramente han debido tener un pasado material, al igual que el nuestro. ¿Dónde estriba la diferencia? Mediaron unos instantes de interrogación. Finalmente b. Qreslatu dijo: —Las estelas bioextensionales de esta forma de vida difieren de las nuestras en su nivel de densidad. Ello sólo significa una cosa: el pasado material de esta presunta civilización no debió haber estado basado en la carbono, sino en el mercurio. Su pasado material fue biológicamente muy diferente al nuestro. Profundo silencio. Tal suposición cimbró abismalmente las bases sobre las que descansaban los orígenes de la raza bioextensional. Desde que los remotísimos humanos, surgidos del primitivo planeta de origen, habían evolucionado y extendido a través de la galaxia de sistema en sistema, nunca jamás se había detectado la existencia de alguna otra forma de vida inteligente. Gracias al impulso energético, la galaxia había sido abarcada de extremo a extremo desde hacía muchísimo tiempo. De existir, cualquier otra forma de vida habría sido detectada, o bien, habría salido al encuentro. La más mínima insinuación sobre la posibilidad de la existencia de otra especie diferente a la bioextensional, surgida de la evolución de la antigua raza humana material, se consideraba 96


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

una necedad y desatino insalvables. Al margen de los prejuicios los antiguos humanos, más allá de las exploraciones remotísimas de los habitantes bioextensionales de la periferia, el hecho es que nunca se había detectado vida inteligente a lo largo y ancho de la Vía Láctea. Desde hacía miles de millones de años, la realidad era abrumadora e inexorable: la especie bioextensional estaba sola en la galaxia, y muy posiblemente también en el Universo. Pese a este indefectible principio, b. Qreslatu abundó en sus impresiones, que pronto tomaron un cariz totalmente insospechado para el resto de las bioextensiones: —Quizá se trate de una forma de vida con la que nunca antes habíamos topado dentro de nuestra galaxia. Nadie osó manifestarse durante unos segundos, una eternidad dentro de la dimensión energético bioextensional. —¡Imposible! —se manifestó e. Vektar—. No existe ninguna civilización aislada dentro de la galaxia. De ser así, ésta ya hubiera sido detectada desde hace muchísimo tiempo… Más allá de las manifestaciones de aceptación hacia este razonamiento, millones de años de desplazamientos y exploraciones a lo largo y ancho de toda la galaxia ponían en tela de juicio cualquier tipo de refutación. Tampoco se tenía conocimiento de la existencia de nueva vida orgánica material. Simple y sencillamente no había nada qué explorar, qué descubrir… B. Qreslatu había quedado sin argumentos, sus impulsos bioenergéticos así lo confirmaban. Sin embargo, cuando todas las bioextensiones suponían que el tema había quedado lapidado, una manifestación se alzó por encima de las demás. —Quizá se trate de una forma de vida que no pertenece a nuestra galaxia y se encuentra de visita. 97


christian durazo d.

La atención del resto de las bioextensiones fue centrada en b. Vraqor, el más antiguo de los seres bioextensionales reunidos en la magnetosfera del planeta anfitrión. Un extraño impulso jamás experimentado por ellos, el equivalente a la conmoción dentro de la antigua condición humana, embargó a cada uno de los seres. La tensión sucedió al silencio al igual que el miasma de una supernova perturba la quietud del espacio sideral. Hacía millones de años que una sección de la red bioextensional no sufría una sacudida de tal magnitud, y era muy probable que tal perturbación se erigiera como la más acusada en toda la historia de aquella especie. Muchísimo más tiempo había pasado aún para que la entidad colectiva ahí congregada fuera consciente de que por millones de años habían estado sumidos en lo que los antiquísimos humanos llamaban paradigma. No contaban con un término concreto para definirlo, pero la propia situación y un examen profundo de la red bioextensional revelaban intrínsecamente el arraigamiento de una naturaleza solipsista que a la vez formaba parte de su propia evolución. Mientras profundizaban en el autoanálisis, por primera vez fueron conscientes de que la liberación del yugo de la materia a lo largo de millones de años de evolución había obrado de manera inversamente proporcional en el potencial de expansión hacia las profundidades del Universo. Ningún ser bioextensional había osado adentrarse más allá de la periferia de la galaxia, el espacio intergaláctico donde reinaba la nada y donde las leyes físicas y dinámicas que regían las redes magnetosféricas era inexistentes debido a la ausencia de estrellas y planetas. Más allá de la periferia, el cosmos era un paraje inexplorado y virgen al que se había temido durante millones de años y cuyos inicios marcaban permanentemente 98


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

el ancestral confinamiento de su existencia. Por primera vez en muchísimo tiempo habían surgido de nuevo los ancestrales cuestionamientos olvidados. ¿Qué había en el resto de las galaxias esparcidas por el Universo, más allá del temido espacio intergaláctico? ¿Eran similares a la Vía Láctea, el universo-hogar? ¿Existía vida bioextensional en su seno? ¿O eran simplemente aglomeraciones de soles refulgentes que iluminaban bólidos sin ningún tipo de vida sobre sus superficies? Ninguna de ellas, pese a tan largo peregrinar, había encontrado respuesta aún. Por el contrario, el cúmulo de interrogantes comenzaba a engrosar a partir de la revelación de b. Qreslatu. Aunque nunca se había descartado la posibilidad de topar con vida inteligente fuera de los lindes, las expectativas habían disminuido drásticamente conforme la especie bioextensional constataba que ésta no precisamente abundaba tras su expansión a largo y ancho de la Vía Láctea. Nada hacía suponer entonces que una forma de vida similar o en un estadio de evolución inferior pudiera existir en otro rincón del universo. Mucho más inaudito resultaba aún concebir una forma de vida desplazándose por las insondables profundidades del espacio intergaláctico, esa abismal negrura a donde ningún ser bioextensional había osado adentrarse jamás. Apelando a su indeclinable ecuanimidad, e. Vektar fue el primero en sacudirse la conmoción causada por la hipótesis de b. Vraqor. Estaba decidido a mantenerse reacio a aceptar la existencia de otra forma de vida distinta a la bioextensional. Estaba decidido a no ceder un solo ápice de su ancestral solipsismo. —¿Vida en otra galaxia? ¡Imposible! Ya hemos recorrido la nuestra y jamás hemos topado con nada parecido. ¿Qué te hace 99


christian durazo d.

suponer que otra galaxia ha de albergar vida, en cualquier de sus estadios de evolución? Y si así fuera, lo que es sumamente improbable, ¿cómo se te ocurre que podría sortear el espacio intergaláctico sin el sustento de una red magnetosférica? El propio b. Vraqor intervino en defensa de su teoría. —Quizá esta forma de vida sea diferente, quizá esté adaptada para incursionar en el espacio intergaláctico. Hasta puede que sea posible que no dependan de las magnetosferas de planetas para subsistir. Tal vez se trate del siguiente estadio de evolución… Incluso quizá podría ser que se tratara de habitantes del mismo espacio intergaláctico… Una vocinglera de manifestaciones se desató en ese momento. ¿Habitantes del espacio intergaláctico? Aquello comenzaba a rayar los lindes de lo ridículo. Una cosa era suponer que se trataba de una especie diferente, una especie que hasta incluso podría haber evolucionado a grado tal de surcar el espacio sideral entre el cúmulo de galaxias, pero pensar en seres que habitaban entre éstas era algo muy diferente. Ello rebasaba los límites de la imaginación, la peculiar imaginación que poseía un ser energético provisto de algo muchísimo más avanzado que el convencional cerebro de los antiguos humanos. Mientras las unidades sentientes de los seres energéticos se adaptaban paulatinamente logrando una mayor compenetración con la magnetosfera del planeta anfitrión, las ondas energéticas de e. Vektar parecieron caer en una especie de suspensión durante una fracción de tiempo brevísima. Pese a lo efímero del fenómeno, ésta no pasó inadvertida por el resto del grupo, que de inmediato centró su atención en él. Ello podía significar que la elementobioextensional anfitriona estaba transmutando su arraigada concepción del Universo, 100


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

cediendo indefectiblemente parte de su forma de concebir la naturaleza de su especie. —No insultes nuestra sabiduría, ni nuestra antigüedad, b. Vraqor —terminó e. Vektar manifestándose de pronto—. En el fondo, convengo que el resto de las galaxias que nos rodean, incluso las más lejanas podrían albergar algún tipo de vida. Es muy probable que la nuestra, nuestro hogar, sea una más entre millones de ellas. Pero de eso a que la Intergalaxia pueda estar habitada, me parece un despropósito de los más desatinado… —¿Qué quieres decir con ello? — preguntó b. Qreslatu. —Que acepto la posibilidad de que se trate de seres de otra galaxia. De ser cierto, estaríamos ante el descubrimiento más extraordinario de nuestra historia. Ahora bien, por ahora no se me ocurre otra forma de corroborarlo más que tratando de hacer contacto con esta inesperada forma de vida… —Ya se ha intentado —se manifestó b. Qreslatu de nuevo—, pero hasta el momento no se ha recibido respuesta. Como he dicho antes, las estelas de desplazamiento indican que se trata de seres bioextensionales, como nosotros, de modo que hemos tratado de comunicarnos mediante el impulso bioextensional. No ha habido respuesta. —El hecho de que sean bioextensionales no implica que su forma de comunicación debe ser igual a la nuestra —aseveró e.Vektar—. Es preciso que utilicemos otro tipo de métodos. —¿De qué otras formas de comunicación hablas? El impulso bioextensional es la única forma de comunicación que poseemos. —Estoy consciente de ello… —se manifestó e.Vektar—. Quizá sea preciso internarse en la Intergalaxia. No sabemos exactamente cómo se comporte éste dentro del espacio intergaláctico. El grupo entero quedó en suspenso. Ninguno de ellos podía dar crédito a lo que sus órganos sensoriales estaban 101


christian durazo d.

captando. ¿Internarse a la Intergalaxia? ¿Enviar mensajes, mensajes que desde los antiguos humanos jamás fueron respondidos? ¿Acaso era inminente la repetición de la historia, pero en un estadio más avanzado de la evolución? Por una fracción de segundo, los campos energéticos emanados por los seres bioextensionales parecieron colapsar, desfasarse dentro de una trémula perturbación alrededor de los campos de la magnetosfera del planeta. La sensación experimentada fue de lo más desagradable. Ninguno de ellos, ni siquiera los más antiguos, la había experimentado alguna vez. Después de millones de años, la raza bioextensional enfrentaba finalmente el último desafío, el último de sus miedos. —Parece ser que la magnetosfera de este planeta te ha afectado bastante —se manifestó b. Qreslatu—. ¿Cómo pretendes internarte en la Intergalaxia? ¿Cómo pretendes sobrevivir? —La solución radica en los planetas periféricos —respondió e. Vektar—. Con internación no me refiero a que alguno de nosotros debe adentrarse en el espacio intergaláctico. Lo más conveniente sería que hiciéramos acopio de nuestras ondas sensoriales y en conjunto proyectáramos los mensajes pertinentes desde alguna de las magnetosferas más periféricas… B. Qreslatu permaneció absorto durante fracciones de segundo, lo mismo que b. Vraqor. Al menos la última sugerencia no parecía tan descabellada; incluso, a juicio de los miembros de la asamblea, llegaba a ser de lo más coherente y atinada. Sólo había un detalle que aparentemente había pasado por alto ante todos, un detalle que ya había sido tratado y que el mismo b. Qreslatu se había encargado de dar a conocer. Precisamente fue él quien lo expuso. —No olviden que ya se ha intentado hacer contacto. Absolutamente nada se ha recibido como respuesta. 102


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—¿Desde qué sector de la galaxia se enviaron los mensajes? —inquirió e. Vektar. —Desde el centro. ¿Qué tiene que ver el sector? —No lo sé, simple curiosidad. De cualquier manera, si se decide tratar de hacer contacto de nuevo, sugiero que se haga desde la periferia. La proximidad a la Intergalaxia podría deparar otros resultados… Tanto b. Qreslatu como el resto de los miembros de la asamblea parecieron meditarlo unos instantes. —Pero antes considero que debemos analizar de nuevo las estelas bioextensionales de esta supuesta forma de vida. Una segunda revisión podría ser inesperadamente esclarecedora… —puntualizó e. Vektar. —Ello deberá esperar —intervino b.Vraqor—. Antes es preciso someter a votación la propuesta de enviar nuevos mensajes. Como anfitrión, e. Vektar, te corresponde registrar toda dictaminación que de aquí se desprenda. En lo que a mí respecta, doy un sí. La respuesta a tal iniciativa fue un tácito asentimiento por parte de e. Vektar. Aunque superficialmente se negaba a aceptarlo, en el fondo b. Vraqor comenzaba a simpatizarle. Había algo en él, tal vez en su sabiduría y antigüedad, que lo hacía diferente del resto. —¿Alguien más que desee opinar? —recalcó e. Vektar, asumiendo con la debida seriedad su papel de anfitrión—. Si alguno de ustedes no desea hacerlo, está en todo su derecho... —Por mi parte doy un sí, también —se manifestó b. Qreslatu. Tras su intervención transcurrieron dos largos segundos (una eternidad dentro de la naturaleza bioextensional), luego de los cuales comenzaron a manifestarse el resto de los seres bioextensionales que aún permanecían contemplativos dentro del grupo. Una facción encabezada por b. Auronis, 103


christian durazo d.

b. Qormai y b. Eulocrapte se decantaron por una respuesta afirmativa y rotunda, mientras que el resto (aproximadamente quince) estaban convencidos de que la propuesta resultaba totalmente inconveniente, e incluso hasta contraproducente. El conteo final arrojó una mayoría de votos positivos que exigía perentoriamente el traslado inmediato de todos los seres bioextensionales ahí reunidos a la periferia de la galaxia, específicamente a la red magnetosférica conformada por el planeta Tarrek y su única luna, Ofranoste, cuyos moradores, e. Tarrek y e. Ofranoste, ya habían sido notificados apenas centésimas de segundo después de emitida la decisión. Este planeta y su compañera, situada a apenas ochenta mil kilómetros de distancia, constituían uno de los escasísimos casos en los que ambos astros poseían un centro líquido lo suficientemente activo para poseer magnetosfera propia, que gracias a la acción de la corta distancia entre ambos se habían fusionado en una ortomagnetosfera compartida. Viajar a la periferia de la galaxia no era lo mismo que dirigirse hacia el planeta Vektar. La ubicación de éste último era relativamente céntrica, de modo que internarse hacia los linderos tuvo repercusiones temporales que devinieron en la renuencia a sumirse en estado de autolatencia, la autoinducción que permitía desplazarse a otra dimensión paralela temporal que propiciaba el fenómeno de la intemporalidad. La naturaleza de la misión que estaban emprendiendo no admitía distracciones de ninguna especie, y aunque sabían sobradamente que los desfases temporales no interferían con el contínuum espacio-tiempo que desfilaba ante sus unidades sensoriales, ninguno de ellos deseaba desviar su atención. Además, la experiencia a lo largo de millones de años había demostrado que los desfases temporales durante los viajes que 104


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

implicaban distancias mayores al radio de la galaxia generalmente terminaban por desviar la trayectoria original, propiciando así la aparición en un punto totalmente inesperado. Ninguno de ellos deseaba llegar tarde a la cita, ninguno de ellos deseaba ser protagonista de tan embarazoso suceso en un momento tan importante en la historia de la evolución de la galaxia. Vektar había sido un suspiro; en cambio, la ortomagnetosfera conformada por Tarrek y su luna Ofranoste apareció ante ellos sólo diez segundos después, un tiempo envidiable para cualquier forma de vida material. Había algunos seres bioextensionales que nunca habían requerido de surcar una distancia tan grande, de modo que la nueva experiencia les pareció abrumadoramente dilatada. Y aburrida, considerando que habían desistido del desfase temporal obligados por las inusitadas circunstancias. E. Tarrek y e. Ofranoste informaron en el acto que los polos magnéticos ya habían sido orientados para el direccionamiento vectorial. Se requería únicamente de la fusión energética de los cincuenta y dos seres bioextensionales ahí reunidos para hacer posible el envío del mensaje hacia las profundidades del espacio intergaláctico. Sin ninguna clase de orden o indicación previa, cada uno de ellos, encabezados por e. Tarrek y e. Ofranoste, fueron alineándose tangencialmente con relación a la eclíptica de la ortomagnetosfera anfitriona hasta desplegar lo que a la distancia sería visto como una espiral gigantesca, en el supuesto de que pudiesen ser visibles contra el reborde difuminado de cualquier de los dos planetas. Ráfagas de partículas ionizadas comenzaron a interactuar entre ambos campos magnéticos, haciendo que éstos invirtieran sus polos a razón de miles de veces por segundo. 105


christian durazo d.

El despliegue de la espiral si acaso había causado un efecto parecido a una ligera reverberación en el espacio, seguida de una fugaz luminiscencia amarillo-verdosa, pero tanto desde la perspectiva del espacio abierto como de la superficie de un hipotético planeta cercano, el fenómeno jamás habría sido considerado como una aurora polar, tan comunes en todo orden de planetas. Había sido demasiado breve, demasiado sutil. Justo después de que el ligero fulgor se desvaneció, un impulso energético de gran intensidad salió disparado desde el centro de la espiral invisible. Miles de años luz fueron surcados en una sola fracción de segundo, extendiéndose en dirección hacia la lejana galaxia de Andrómeda, la más próxima a la Vía Láctea. No se trataba, sin embargo, de un impulso unidireccional… En el momento oportuno, un segundo impulso produciría la ramificación expansiva del inicial, de tal manera que resultaría imposible que pasara desapercibida para cualquier forma de vida en Andrómeda y sus linderos intergalácticos. El siguiente paso consistía en el pasivo acto que invariablemente todo ser bioextensional detestaba: aguardar. Y aunque en órdenes de tiempo universal toda espera que a ellos concernía no era demasiada (apenas segundos), la esencia de su naturaleza y las múltiples dimensiones en las que se desplazaban hacían que estos efímeros lapsos parecieran siglos. En la dimensión de los antiguos seres materiales la espera se antojaría ridícula e irrisoria; para la raza bioextensional, en cambio, cualquier dilación en el tiempo significaba un verdadero fastidio. La invisible y gigantesca espiral se disolvió tras haberse enviado el primer mensaje, de modo que todo volvió a la 106


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

normalidad en un instante: el grupo de los cincuenta y dos seres energéticos abandonó la posición tangencial con relación a la eclíptica de la ortomagnetosfera anfitriona y la comunicación entre ellos comenzó a fluir a raudales. —Ahora considero necesario recapitular —se comunicó b. Vektar—. De acuerdo a lo que han manifestado con anterioridad, una vez descubiertas las estelas de esta supuesta forma de vida diferente a la nuestra, se envía con anterioridad un mensaje hacia los lindes intergalácticos, sin recibirse absolutamente nada como respuesta. Bajo esta premisa, tengo dos hipótesis que exponer: una, el radio de espacio comprendido por el mensaje era muy pequeño, y, dos, definitivamente su forma de comunicación es muy distinta a la nuestra debido a su pasado material no basado en el carbono, como en nuestro caso. Suponiendo que la correcta sea la primera, el abarcar la totalidad de los linderos intergalácticos de nuestra galaxia vecina propicia una mayor probabilidad de que nuestro mensaje sea captado, aunque no necesariamente contestado; pero, suponiendo que la correcta sea la segunda, entonces estaríamos hablando de un problema de comunicación del que no tengo ni la menor idea de cómo podría ser resuelto. Por ahora, sólo resta esperar, como la vez anterior. —¿Y si sucede lo mismo? —inquirió b. Qreslatu—. ¿Y si no hay respuesta? —Entonces, en base a mi deducción anterior, supongo que has de vislumbrar la respuesta. Nuestro impulso energético de comunicación debe pasar enteramente inadvertido. —Pero se trata de seres energéticos, como nosotros —intervino b. Vraqor—. Su esencia comunicativa debe ser igual o similar a la nuestra… Unos instantes de meditación reinaron antes de la siguiente deducción. 107


christian durazo d.

—Entonces, contra todo lo que se pensaba —apuntó b. Qreslatu—, no queda más que deducir que el impulso energético de comunicación no sería universalmente homólogo, sino que sus variantes estarían dados en función de la forma de vida material de la que derivaron. —Meras especulaciones, mera hipótesis sin fundamento — se manifestó b. Vektar—. Jamás sabremos nada hasta que haya una respuesta convincente… Por ahora, lo único que nos queda es esperar. —Ya hemos esperado durante mucho tiempo la respuesta a nuestro primer mensaje —expresó b. Qreslatu—. ¿Cuánto más hemos de esperar? B. Vektar fue el primero en atender la interrogante. Sin embargo, lo hizo sin precipitaciones. Se tomó su tiempo, esbozando dentro de sus niveles energéticos lo que en una entidad material sería traducida como una sonrisa sarcástica. —¿Se te ocurre algo mejor qué hacer? —preguntó finalmente. Tanto b. Qreslatu como el resto del grupo permanecieron en silencio. Más allá del cuestionamiento, ninguno de ellos tenía algo que agregar. La sensación de incertidumbre acarreada por la primera experiencia no constituía un antecedente digno de elocuencia y beneplácito. Tampoco de esperanza, huelga decir. La única fuente de esperanza radicaba en los alcances teóricos del mensaje, esta vez extendidos hasta los mismísimos bordes de la cada vez más cerca Andrómeda, una maniobra nunca antes desplegada en la historia de la raza bioextensional. Tal alcance podía significar el acontecimiento más importante en su historia o sencillamente un revés nunca antes experimentado, un revés que por primera vez los hiciera conscientes de sus limitaciones tanto temporales como espaciales. 108


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Esta misma sensación de impotencia fue precedida por la ausencia de comunicación inusual. Ninguno de ellos osaba externar su punto de vista o proponer alguna solución, todo como temor a que cualquier añadidura del orden que fuera redundaría irremediablemente en el enmarañamiento del dilema ante el que se encontraban. Así, el “silencio” se fue extendiendo por varios segundos, que luego se volvieron minutos, para después convertirse en horas y días, semanas y años, toda una eternidad dentro de la dimensión bioextensional. Cansados de esperar, cada uno de los seres bioextensionales se despidió y se retiró a su hogar, a cada una de las magnetosferas de su planeta de origen. Abandonaron los bordes de la galaxia y se internaron hacia el centro, hacia los lindes del otro extremo, extendiéndose como un abanico silencioso e impalpable entre años-luz de materia inerte y desolada, entre los millones de magnetosferas de los planetas ahí existentes, con las que se comunicaron y extendieron la noticia, haciéndoles partícipes de los alcances y el desenlace de la reunión. La Gran Espera, como sardónicamente se bautizó a la nueva posición de la raza bioextensional en el Universo, comenzó con el despliegue de seres bioextensionales esparcidos alrededores de la totalidad de los linderos de la galaxia, al borde del temido espacio intergaláctico. Las magnetosferas de los planetas periféricos servían de base, y por primera vez en millones de años, una magnetosfera planetaria era ocupada por dos o más seres bioextensionales, un hecho histórico e inédito en la historia de esta especie. Uno tras otro, los años se convirtieron en una zarza de millones, una cadena eterna en todo orden de dimensiones, incluida la ocupada de manera común por la raza bioextensional. Ésta finalmente, después de varias generaciones, 109


christian durazo d.

perdió finalmente la esperanza de hacer contacto con la lejana Andrómeda y el resto de las galaxias vecinas. Sin embargo, conforme la espera continuaba, las nuevas generaciones comenzaban a acceder a otro nivel de inteligencia, evolucionando de manera exponencial. Nuevas y vanguardistas teorías surgieron entre las miríadas de estrellas, destronando olímpicamente a las más antiguas y obsoletas, por siempre remotamente lejos de la verdad. A medida que las carretadas de millones de años transcurrían, la sensación a lo largo y ancho de la galaxia emparentaba con la sorda euforia que acompaña al preludio del desvelamiento de todo misterio. Sin embargo, quedaban muchos millones de años por transcurrir para que finalmente lograran tener comunicación con seres de otras galaxias, varios millones de años para que cayeran en la cuenta de que efectivamente, los habitantes (ahora seres bioextensiones energéticos) surgidos de la galaxia de Andrómeda habían tenido un origen y pasado material, no precisamente basado en el carbono, y que el único planeta propicio para su desarrollo los había proveído de vida con base en el mercurio, de ahí que pudieran cambiar de forma a voluntad y a placer en su fase material. Millones de años faltaban por transcurrir para advertir que, al igual que en la Vía Láctea y Andrómeda, en el resto de los millones de galaxias existentes en el Universo la vida había surgido de forma similar, evolucionando posteriormente hasta alcanzar el estado energético común a todo el cosmos, independientemente de su forma de vida y de la bioquímica en la que ésta se basaba. Millones de años faltaban por transcurrir para comprender que la única forma de comunicación de todas estas formas de vida sólo podía tener lugar mediante la evolución al estado 110


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

bioextensional, y que en un estado material ésta jamás habría tenido lugar. En el caso de que el contacto se hubiera dado, sabrían luego, las consecuencias habrían sido desastrosas. Sus mentes materiales no habrían estado preparadas para asimilar el impacto psicológico, de modo que la aniquilación entre ellas habría sido inevitable. Millones de años faltaban por transcurrir para advertir que cada vez más galaxias y sus formas de vida bioenergéticas nativas comenzaban a comunicarse entre ellas, confirmando así de una vez y para siempre que sus existencias solipsistas no representaban la única civilización inteligente bogando por el Universo, como desesperanzadamente habían pensado de manera resignada cada una de ellas. Millones de años faltaban por transcurrir para descubrir que las grandísimas e infranqueables distancias que las separaban a unas de otras en el estado de vida material se debían a un misterioso y magnánimo plan urdido por la propia evolución del Universo, incomprensible aún para todos y cada uno de sus moradores. Millones de años faltaban por transcurrir para caer en la cuenta de que este misterioso plan sólo había permitido el desarrollo y evolución de una forma de vida inteligente por galaxia, lo que a la postre se convertiría en una especie de ciudad cósmica cuyos millones de planetas eran habitados en forma individual por seres bioextensionales energéticos alrededor de cada una de sus magnetosferas, el hogar que les proveía de vida y energía, a soslayo eterno de sus superficies, que ya no las necesitaban. Millones de años faltaban por transcurrir para descubrir que la liberación del yugo de la materia y el contacto entre cada una de las civilizaciones de las millones de galaxias existentes 111


christian durazo d.

en el Universo obedecían a un paso más de la evolución cósmica, con miras de alcanzar el estadio final y definitivo. Sin embargo, una vez que todos estos millones de años transcurrieran, nuevas y variadas preguntas surgirían al unísono en el seno de todas las galaxias conocidas: ¿En qué estadio de la evolución del Universo se encontraban? ¿Qué perseguía cada uno de ellos? ¿Qué seguía después del que estaba a punto de finalizar? ¿Hacia dónde se dirigía el estadio final de su evolución? Ni siquiera entonces, alguien tendría la respuesta…

112


más allá de las palabras Q De todas sus incontables entrevistas, siempre recordaba aquella de manera especial. La reportera había llegado un poco retrasada, y a juzgar por su forma de conducirse, era evidente de que se trataba de una novata. Cabello recogido, falda a la rodilla, lentes de pasta gruesos, no más de veinticinco años. “Revista Arte-Facto” había dicho un día antes por teléfono, manifestando abiertamente su interés por amarrar el encuentro. Aunque anticuada, a diferencia de las exclusivas más recientes concedidas como material para holodocumentales a cadenas de televisión, la idea de volver a los viejos métodos le entusiasmó bastante y sin pensárselo mucho accedió sin más reparos. Volvería a ver sus diálogos impresos de nueva cuenta, como en los viejos tiempos, aquellos que marcaron sus inicios, ahora envueltos en la bruma de los recuerdos. La entrevista se desarrollaba de manera normal. Respuestas triviales para preguntas triviales. Hasta que la joven reportera decidió sacar su as bajo la manga. —De todas las artes que usted cultiva, ¿cuál considera usted que es el arte menos apreciada por el público? ¿Cuál es el arte menos valorada? 113


christian durazo d.

Alfonso Cutré no tuvo otra opción más que aceptarlo: aquella había sido un interesante cuestionamiento. Incluso éste había repercutido en su memoria, haciéndole evocar la existencia de un ensayo escrito años atrás sobre el efecto de todas y cada una de las manifestaciones del arte, aún inédito. Y fue precisamente el recuerdo de estas líneas sumidas aún en las sombras lo que lo abstrajo ligeramente de la entrevista. Nunca había entendido por qué se había negado a publicarlo. Quizá tenía temor de aceptar la realidad que se cernía sobre su adorada literatura, o simplemente no deseaba abordar un tema que ya había sido tratado en el pasado por innumerables autores con todo lujo de detalles. Al percatarse de la abstracción del artista, Lorena Carlo decidió intervenir. —¿Se encuentra bien, señor Cutré? —Oh, sí, disculpe, es sólo que… Olvídelo. ¿Qué decía? —Le preguntaba acerca de las diferentes artes que cultiva. En su experiencia como escritor, pintor, escultor y compositor, ¿cuál cree usted que sea el arte más infravalorada? Apartando su recuerdo de aquel ensayo olvidado en el rincón de algún oscuro cajón, Cutré se dispuso a responder, no antes sin esbozar una ligera sonrisa. —Bueno, no es un tema que no se haya tocado antes, pero quiero responderlo desde mi muy personal punto de vista. El arte más infravalorada, sin duda, es la literatura, por desgracia. Ello resulta lógico si consideramos que las formas de apreciación existentes entre la literatura y el resto de las artes visuales difieren claramente en cuanto a forma y fondo. —¿Podría explicar puntualmente las diferencias entre una y otras? —pidió la entrevistadora. 114


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Desde luego. Vayamos por partes. Actualmente existen variadas definiciones y concepciones del arte. Incluso a la lista se han adicionado las llamadas artes menores, pero para efectos de responder a su pregunta, no las incluiré. Hablaré exclusivamente de las bellas artes tradicionales. En los casos puntuales de la arquitectura, la danza, la pintura, la escultura y la cinematografía, el llamado séptimo arte, su apreciación es meramente visual, lo que en suma le confiere un carácter fácilmente perceptible, más accesible en cuanto su apreciación. Las artes visuales también engloban las tradicionales artes plásticas, incluidas el dibujo, pintura, grabado, tallado y escultura, así como las nuevas expresiones que incorporan nuevas tecnologías o elementos no convencionales, como la fotografía, el videoarte, el arte digital, etc. En el caso de la música la cosa es diferente; ésta no es visual, pero se aprecia mediante la escucha, lo que en suma también es fácilmente perceptible, y por ende, asimilable. La entrevistadora frunció de pronto el ceño y se revolvió ligeramente en su asiento. —Disculpe, señor Cutré. ¿A qué se refiere exactamente con asimilable? Lo pregunto porque en todas las manifestaciones del arte existen obras excelsas que no son precisamente “asimilables”, como usted dice. Hay pinturas, esculturas, películas y composiciones musicales que no cualquiera puede comprender o asimilar. Se requiere de un gusto refinado y de destacados conocimientos en el arte en cuestión… Alfonso Cutré comenzó a asentir lentamente, cerrando los ojos por unos instantes. —Bien, creo que no he sido suficiente explícito, señorita Carlo. No me refiero a la interpretación conceptual y subjetiva de una obra, sino a su forma de apreciación, es decir, la forma 115


christian durazo d.

en que un espectador puede admirar una obra de arte y a los diferentes códigos visuales de equilibrio, proporción, ritmo, textura y valores tonales que son tenidos en cuenta por los creadores en su comunicación con el espectador. En todos los casos anteriores, la apreciación es visual y auditiva, en el caso de la música. U olfativa, como lo sería en caso de la perfumería, considerada por algunos como un arte menor. O bien gustativa, como conviene al embeleso proporcionado por las artes culinarias, de modo que todos los sentidos obtienen su arrobamiento por alguna manifestación del arte en concreto. Sin embargo, existe una excepción: la literatura. No se puede apreciar una obra literaria mediante la simple observación, como sería el caso de la contemplación de una pintura, una escultura, una obra arquitectónica, etc., ni por ninguno de los otros sentidos. La apreciación de una obra de arte visual suele ser más directa e impactante. En cambio, la apreciación de una obra literaria suele ser más lenta y pausada. Se digiere poco a poco, letra por letra, palabra por palabra, idea por idea. —Existen ya los audiolibros… —arguyó Lorena Carlo. —Desde luego —respondió Cutré—, pero una obra literaria escuchada implica un medio auxiliar que relega la apreciación personal a un plano meramente secundario, y ambos sabemos que esa no es la forma tradicional de asimilar una obra literaria. Ello equivale a escuchar a un cuentacuentos. Un antiguo libro impreso o bien digital, no se va a develar ante los sentidos de forma natural y espontánea. Es necesario leerlo. Ello, desde luego, entraña otro tipo de percepción, una percepción que no entra por los ojos, o por los oídos, o por el sentido del gusto y el olfato, sino por la mente, el intelecto. He ahí lo que la vuelve menos asimilable, y por desgracia, menos atractiva, menos popular y accesible. 116


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Hubo un momento de silencio. Lorena Carlo finalmente se decidió a hablar. —Hay algo que aún no me queda claro, señor Cutré. —Dígame usted, señorita. —Usted ha dicho que la apreciación de la literatura no se lleva a cabo de manera visual, ¿no es así? —Cierto. —Entonces, ¿cómo pretende leer un libro si no de forma visual, ocular? Cutré se sonrió. Aquello comenzaba a divertirle. —Bueno, abra usted un libro, aléjelo unos metros y trate de contemplarlo como si se tratara de una pintura. Aunque tuviera usted una vista de águila excepcional, sólo lograría leer dos páginas, una pequeñísima fracción del contenido de la obra, que sólo se podrá contemplar en su totalidad si no es que volviendo cada una de sus páginas. En cambio, la exposición de una pintura o escultura ofrece todo su contenido de manera per se al primer avistamiento. Ya que si el espectador posee o no la suficiente sensibilidad sensorial para apreciarla, ese ya es otro asunto. La entrevistadora escuchaba con atención las palabras del artista. Ésta había mostrado cierto desinterés y una actitud despreocupada al comienzo de la entrevista, pero a medida que Alfonso Cutré ahondaba en sus explicaciones, la joven reportera deseaba profundizar aún más. —Ahora bien —prosiguió el escritor—, como seguramente sabrá usted, toda obra visual provoca una reacción en el ánimo del espectador. Sin embargo, como ésta se revela totalmente en su contenido de manera natural y espontánea, en la gran mayoría de los casos no puede dejar nada a la imaginación. Los alcances de la imaginación, en 117


christian durazo d.

cambio, están siempre por encima de lo que entra directamente por los sentidos. Suele superar a la misma realidad, y sus magnitudes y alcances son más elevados y excelsos. Y aunque existen obras de apreciación visual provistas de elementos que dan pie a interpretaciones imaginarias más allá de lo palpable dentro de la misma obra, en ningún momento se compara a los universos creados por la mente a raíz de la lectura de una obra literaria. El problema estriba en el contacto entre el libro y el lector hipotético. ¿Cómo conseguir verter mundos en sus mentes para despertar su imaginación? Todo mundo puede imaginar, señorita Carlo, pero pocos están dispuestos a leer. “Ahora bien, ya que comenzamos a profundizar en el tema, deseo extenderme más allá con el fin de responder a su pregunta de manera más completa. La literatura, además de ser el arte más infravalorada, en mi humilde opinión, es el arte más ardua y compleja de llevar a su máxima expresión. Aunque quiero dejar en claro que mi aseveración se limita única y exclusivamente a mi experiencia en las artes que yo cultivo. Habrá otros artistas que opinen diferente, pero esas son habas de otros caldos. “La composición de una melodía, el trazado de una pintura o el modelado de una figura me resulta de una increíble sencillez, por más complejidad que el tema mismo implique. En cambio, la redacción de una obra literaria entraña un esfuerzo intelectual que va más allá de blandir un cincel o plasmar trazos sobre el lienzo. Se requiere de una concentración y despliegue inventivo mucho más profundo y laborioso. Escribir resulta un acto más íntimo y personal, un recogimiento del alma mediante el cual se repliega el ser fuera del alcance del mundo y de las personas con el único objeto de liberarse 118


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de lo que habita en el interior y compartir las sensaciones más íntimas y preciadas. “Mención aparte merece el sentimiento que embarga al escritor al momento de crear su obra. Me atrevo a asegurar que ninguna del resto de las bellas artes puede equipararse con la literatura en cuanto a las sensaciones y sentimientos provocados en el autor a la hora de crear mundos y personajes que en ellos habitan. Sin embargo, por desgracia, el lenguaje, ya sea escrito o hablado, es muy chato, muy limitado. Ni siquiera el mejor escritor o poeta podrá jamás plasmar sobre la hoja en blanco el sentimiento íntegro que se experimenta en el momento que es asaltado por un arrebato de inspiración. —Disculpe —interrumpió la entrevistadora—, pero hasta donde yo sé, hay excelentes escritores que han sabido transmitir sus emociones al lector a través de sus textos… —Desde luego, señorita Carlo, y podría mencionarle a varios. Muchos de ellos poseían y poseen en la actualidad una pluma exquisita y refinada que ha tocado las fibras más íntimas de cada lector. Sin embargo, le puedo asegurar que, aunque todos ellos hayan sabido transmitir sus emociones puntualmente, el propio lenguaje, limitado por sí mismo, constituye un filtro que impide captar el sentimiento primigenio del creador. ¡Si usted supiera lo que uno experimenta cuando es embargado por un arrebato de inspiración...! Créame que si el lector experimentara la emoción prístina emanada del artista, toda obra literaria sería catapultada a un nivel muy superior, incluso mayor a las emociones provocadas por una obra de apreciación visual. Lo que se origina en la mente, señorita Carlo, suele ser con mucho más sublime de cualquier sentimiento despertado a través de los sentidos. 119


christian durazo d.

“Si fuese posible introducir en el lector las experiencias y sensaciones de origen, prescindiendo así del lenguaje escrito, absolutamente todos querrían leer a través de la mente del autor. En una manera figurada y hasta cierto punto futurista, los libros serían digeridos como softwares literarios, llenando las mentes de los lectores como cascadas de imágenes y emociones que ni el mismo cine sensodimensional puede proporcionar, sin dejar de agregar la experiencia adicional que conlleva experimentar los sentimientos íntimos del escritor… “Si fuera posible… si al menos… Cutré pareció abstraerse de nuevo en una serie de ensoñaciones, manifestando a través de sus ojos aquel febril deseo que lo había acompañado durante casi toda su vida, durante toda su obra literaria. Su mirada se desvió hacia el ventanal de su estudio, a través del cual se podía contemplar un jardín florido bañado por el sol de marzo. Al observar la reacción del artista, Lorena Carlo entornó la vista hacia otro punto de la habitación, sintiéndose obligada a conceder un momento de intimidad. Sin embargo, no pudo reprimirse por mucho tiempo. Estaba ahí, al borde de su boca, pugnando por salir y revelar al artista la posibilidad de poner fin a sus tribulaciones. —¿Ha probado ya el implante sensorial? —preguntó de pronto la reportera. Alfonso Cutré fue desviado de sus dilucidaciones. Lentamente se volvió hacia la joven reportera, que lo miraba con una expresión de pena en su rostro. —¿Implante qué? —preguntó Cutré—. No estoy interesado en las drogas, señorita Carlo. Nunca las he probado, pese a la gran cantidad de ofrecimientos de parte de algunos colegas… Tampoco considero que el lector requiera de algún 120


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

tipo de drogas para compenetrarse con una obra literaria. —No se trata de una droga, señor Cutré. El implante sensorial es una nueva tecnología de simulación que permite inducir una determinada experiencia vivida por una o varias personas en la mente de otras personas, ya sea de manera individual o colectiva, logrando que éstas últimas guarden en su memoria los recuerdos de una viaje o algún determinado suceso o experiencia sin que hayan estado precisamente en el sitio o la hayan experimentado personalmente. Alfonso Cutré entrecerró los ojos ligeramente. De pronto tuvo la sensación de que ya antes había escuchado algo sobre el tema, pero el recuerdo no era precisamente claro. Siempre había sido un hombre chapado a la antigua, de modo que la tecnología y todos sus adelantos no eran precisamente de los aspectos que más dominaba. Después de contemplar a la joven mujer por unos instantes, completamente sumido en la expectación, decidió informarse un poco más. —Déjeme ver si entendí bien. ¿De modo que este implante sensorial del que habla permite la reproducción de sensaciones y sentimientos ya experimentados antes por otras personas? —Como lo oye, o al menos eso es lo que yo he escuchado. Quizá sea posible que lo que usted experimenta durante un arrebato de inspiración pueda ser transmitido hacia un lector hipotético mediante una programación adecuada. La reportera se encontró con un rostro adusto y escéptico al final de su explicación, aunque era fácilmente intuible que la profunda mirada del artista reflejaba el génesis de la curiosidad en su interior. Un brillo lejano, aunque latente dimanaba de sus pupilas como la extensión del alma del escultor, del pintor, 121


christian durazo d.

del literato, del compositor, del propio artista en toda la magnitud de la conjunción de todas las manifestaciones del arte a las que se dedicaba. Implantada la duda, ahora el artista se vio obligado a exteriorizar su parecer de una manera contenida en lo sucesivo, cuidando de no mostrarse excesivamente interesado. La intriga, sin embargo, se alojó sobre la piel de su instinto como una rémora que lo acompañaba de día y de noche a todas partes, transminando hacia cada uno de los recovecos de su mente. Alfonso Cutré recordaba aquel último momento de manera especial, como el preludio de un suceso que cambiaría su vida para siempre. Y todo gracias al arrojo de una reportera inexperta que comenzaba a abrirse paso entre micrófonos y líneas. Después de aquel último comentario siguieron las preguntas finales. Después todo concluyó. Lorena Carlo agradeció la recepción con la modestia que acompaña a todo principiante. Se despidió y salió por donde había entrado. A partir de entonces, Alfonso Cutré no tuvo tregua consigo mismo. Instigado por la euforia inicial, aunque sin reprimir del todo cierta aura de escepticismo, el artista se enfrascó en la búsqueda de información. ¿Qué tan veraz era lo que había dicho la reportera? Fiel a su costumbre, se procuró varias fuentes de información, pues siempre rechazaba terminantemente la aceptación de una sola como principio absoluto. Holonet fue lo primero que consultó, ampliando así los raquíticos conocimientos que tenía sobre el tema. Los cuestionamientos a colegas y amigos cercanos ayudaron, hasta que finalmente, con toda la información recopilada, fue a parar ante las puertas de un programador recomendado por un amigo. Aún dubitativo, el artista se condujo entre antiguas computadoras en reparación, equipos electrónicos de toda clase 122


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

y plataformas para holojuegos piratas. Con sólo un vistazo fugaz, Alfonso Cutré se dio cuenta de que había caída en la guarida de un hacker de dudosa reputación. Qué importa, se dijo mentalmente. Lo que buscaba no tenía que ver con la legalidad o lo clandestino. Cutré sólo buscaba la forma de introducirse en la mente de sus lectores de manera nítida y directa, prescindiendo de las limitaciones del lenguaje escrito. Sin pérdida de tiempo, el artista explicó al programador lo que deseaba hacer. Éste enarcó pronunciadamente las cejas, y Cutré temió por un instante que la empresa fuera imposible. Para su suerte, la respuesta del programador dejó expuesto un mar de expectativas. —Vaya, nunca había recibido un encargo semejante. Muy original, señor Cutré. ¿Dice usted que es escritor? —Correcto —respondió Cutré cortante, sin pretender entrar en detalles—. Sólo quiero saber si puede llevar a cabo tal simulación, pues de otra forma no deseo que me haga perder mi tiempo. El hacker exhibió enseguida una sonrisa, hinchando sus carrillos granientos y cacarizos. —Tranquiiiiilo, mi señor literato. Claro que se puede. Aquí todo se puede. Todo depende de la lana que se cargue, porque el encargo está un poco jalado de los capilares y no resultará tan sencillo… —Si es por dinero no se preocupe. Te ofreceré lo que sea necesario —respondió Cutré sin vacilación. La sonrisa del hacker se extendió aún más. Por primera vez, un diente roto en diagonal asomó entre sus labios. —En ese caso, mi señor literato, y por tratarse de usted, van a ser cien mil morlacos… 123


christian durazo d.

—De acuerdo —dijo Cutré sin mostrar el menor reparo. El hacker pareció sorprendido. Estaba acostumbrado a que todos sus clientes le regatearan sin excepción alguna. —Aquí tiene la mitad —agregó Cutré—. El resto se lo entregaré cuando el trabajo quede terminado. Cuando el programador vio el fajo de billetes, sus ojos se pusieron como platos. Sus pupilas resplandecieron, la sonrisa se convirtió en una mueca de avaricia, e instintivamente su mano fue directamente a su encuentro. De pronto, la sonrisa se desvaneció: Cutré apartó el fajo con asombrosa celeridad y se dirigió al programador. —Le advierto que en caso de que no funcione la simulación le exigiré la devolución del setenta por ciento de lo que le estoy entregando. El resto le pertenecerá a usted en virtud de su trabajo y las molestias que le habré causado. El hacker lo miró con el rostro ceñudo. —No tiene usted de qué preocuparse, mi amigo literato. Todas las simulaciones funcionan, se lo garantizo. Alfonso Cutré entregó el fajo y se alejó lentamente del hombre con los ojos entrecerrados y el rostro modelado por la desconfianza. —¿Cuándo comenzamos? —preguntó el artista. —Ello dependerá de usted, amigo literato. Cuando se sienta inspirado, venga conmigo. Mi equipo y mis electrodos extraerán lo que habita en su mente y lo que está experimentando en el momento en que escribe. Del resto me encargo yo. Ahora que si siente inspirado, podemos comenzar ahora mismo. ¿Lo está usted? Cutré miró al hombre con rostro adusto. Deseaba comenzar a la brevedad posible, pero la impresión del primer encuentro y la indolencia de aquel hombre jamás se lo permitirían 124


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

por mucho que se esforzase. Decidió regresar otro día, cuando su talante se hubiera serenado. —No, no lo estoy —respondió el artista. Se volvió y se dirigió hacia la salida. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia el hacker y le dijo: —Ah, y por favor, no me llames “amigo literato”. El programador esbozó una sonrisa hosca y deforme. —Como usted diga… Esperó a que el artista saliera, acarició el fajo de billetes, y cuando el visitante desapareció, en tono quedo, agregó: —… amigo literato. ... Dos días después, Alfonso Cutré regresó. Un día anterior había sido asaltado por un arrebato de inspiración, y tras paladear algunas series de ensoñaciones, se abocó a plasmar sus ideas y sentimientos en su computadora. Cuando Dionisio Cerón, el programador, abrió la puerta, la sensibilidad de Cutré se encontraba a flor de piel. —¡Amigo litera…! ¡Perdón! Señor Cutré, no esperaba verlo tan pronto. Pensé que requería de varios días para inspirarse. —La inspiración llega en el momento menos pensado, muchacho. Te toca ahora hacer tu trabajo. Dime ahora lo que me corresponde a mí. Todavía vacilante ante la determinación y premura que mostraba su cliente, Dionisio Cerón lo condujo hacia un extraño equipo provisto con cables y electrodos conectados a una computadora. 125


christian durazo d.

—Bien, amigo… Quiero decir, señor Cutré. Lo que tiene que hacer es lo siguiente. Frente a esa mesilla que ve usted ahí, se va a poner cómodo y va a comenzar a trabajar como si se encontrara en la comodidad de su estudio y deje que las ideas y sentimientos fluyan con naturalidad… Cutré asintió pausadamente. Su mirada traslucía un atisbo de indecisión. —Un momento —expresó de pronto—. ¿Dónde se supone que se encuentra la otra persona a la que hay que transferir mis emociones? —No se preocupe usted, señor Cutré. No es necesario que su hipotético lector se encuentre aquí. La información quedará almacenada en mi equipo, lo cual podrá ser transferida en el momento en que usted lo desee. Ante aquella indicación, Cutré no acertó a hacer otra cosa más que encogerse de hombros. El nuevo cuento que recién comenzaba a maquinar se encontraba fresco en su cabeza, de modo que no le costó mucho volver a retomar la redacción. Sacó la computadora portátil de su maletín, la encendió y se dispuso a concentrarse en sus escritos, tratando de ignorar el vaivén de Dionisio Cerón. El programador, enfrascado ahora en su trabajo haciendo alarde de cierto aire profesional, se movía en una dirección y otra, conectando aquí, ajustando allá, regulando acullá, aunque en estricto silencio. La concentración de su cliente era ahora su prioridad. —Trabaje con normalidad —indicó Cerón al cabo de un rato—. Voy a colocar estos dos electrodos a ambos lados de su cabeza. A través de ellos serán captados sus sentimientos y la esencia de lo que está escribiendo, tal y como usted lo desea. No se preocupe, no sentirá absolutamente nada. Trate de no 126


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

distraerse ni perturbarse por la sensación que esto infligen en su cráneo, ésta pasará pronto. El hombre se acercó a Cutré con una especie de mancuerna conectada a dos cables dirigidos a una computadora. El artista vio el extraño aparato pasar por encima de su cabeza y al cabo de unos instantes sintió una leve presión en la parte superior de su cráneo. —Ya está —dijo el hacker—. Continúe escribiendo, por favor. Es importante que logre concentrarse de igual manera como si se encontrara completamente solo en su estudio, sin ninguna clase de distracción. De lo contrario, sus emociones no serán captadas exitosamente… —De acuerdo —dijo Cutré, asintiendo. —¿Le molestan de alguna forma los electrodos? —preguntó Cerón. El artista sopesó la pregunta durante unos segundos. Se concentró en la nueva sensación que bajaba de su cerebro, inundándolo como a un material poroso avasallado por una esencia acuosa. La sensación pasó pronto. Cutré alzó su dedo pulgar hacia arriba y se concentró en la pantalla de su computadora portátil. Fue suficiente para que el programador comprendiera. Sin decir una palabra, se alejó del escritor y se arrellanó en su sillón, frente a su propia computadora. Pronto, un graficador comenzó a oscilar. Instigado más por el deseo de tener éxito que en obedecer las disposiciones de Cerón, el artista se aisló de aquel sórdido sótano. Su mente emigró a un lugar muy lejano, a una galaxia distante donde existía un planeta habitado por seres extraños que eran visitados a su vez por otros seres extraños. Dejó fluir el repiqueteo de las teclas, el movimiento de sus dedos impactando contra el plástico inerte del que estaban 127


christian durazo d.

compuestas. La calma y quietud del sótano ayudaban, no así la presencia del programador. De espaldas, éste representaba un ser extraño dentro del universo que comenzaba a girar a su alrededor. Decidió darse la vuelta a fin de no verlo. Estantes metálicos con algunos libros de programación dispersos y roídos constituían ahora su panorama. Aunque no lo fue por mucho tiempo: la imagen desapareció para dar lugar a otro tipo de escenarios, los escenarios que se recreaban en su imaginación justo en el momento en que sus dedos se aceleraban sobre el teclado. A menudo se cuestionaba cómo la gente podía pasarse horas frente a la pantalla del sensocine disfrutando de películas de ciencia ficción basadas en clásicos de literatura del mismo género y de la literatura universal, pero era incapaz de sentarse frente a un buen libro y sumergirse en sus páginas. Ni él ni nadie había inventado el hilo negro: era un hecho que ninguna producción cinematográfica, por más excelsa que fuera, podía compararse con los alcances de la imaginación. A pesar de los avances tecnológicos, llegaba un momento en que cualquier producción topaba con sus propios límites. En cambio, la imaginación no los conocía Y sin embargo, las salas estaban llenas mientras que las bibliotecas permanecían vacías. Una sonrisa irónica arrancada por la inercia de sus pensamientos servía de telón a la respuesta que se escondía detrás de ella. Alfonso Cutré trabajó durante cerca de una hora sin ninguna clase de interrupción. Dionisio Cerón se apartó y se escondió entre pantallas y consolas, ocupado en otros menesteres. De vez en cuando echaba un vistazo a su cliente a fin de prestarle alguna clase de atención en caso de que lo requiriera. Sin embargo, éste no se movió en ningún instante. Solamente sus manos iban de cuando en cuando hacia sus 128


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

sienes y cejas, donde se entretenían durante unos minutos mientras maquinaba. Súbitamente se volcaba de nuevo sobre el teclado y continuaba escribiendo con avidez, aparentemente con ideas renovadas. Durante una hora de manera ininterrumpida Cutré ejecutó estos mismos movimientos. Fue él mismo quien, estirando sus brazos hacia atrás con aire satisfecho, comenzó a buscar al programador por los rincones de la habitación. No lo vio por ningún lado, de modo que decidió llamarlo. —¿Ya puedo quitarme esta cosa? —preguntó el artista, llevándose las manos hacia los electrodos. En instantes, Cerón apareció detrás de una pantalla. —¿Ya no desea continuar trabajando? —Quiero tomarme un pequeño receso —respondió Cutré. —De acuerdo. Deje corroborar el almacenamiento de la información. ¡Guau! Parece que tenemos bastante. Bien, puede quitárselos por el momento. Ya veremos si con esto es suficiente. Alfonso Cutré se quitó los electrodos y los colocó sobre la mesa en la que estaba trabajando. —¿Todo en orden? —preguntó. El programador estaba absorto sobre la pantalla, analizando la información. Éste demoró unos segundos en prestar atención. —Oh, sí —dijo mirando al artista de reojo—. La cantidad de información transferida es suficiente, lo suficiente para llevar a cabo su plan. Cutré asintió con aire de satisfacción. Luego, apaciguando el brillo que comenzaba a crecer en sus pupilas, inquirió: —¿Estás seguro de que se puede llevar a cabo? 129


christian durazo d.

Cerón lo miró con cierto aire de indignación. —¿Se refiere a la transferencia de sus emociones artísticas a otra persona? Cutré asintió. —¡Por supuesto que se puede! Ya le he dicho que no es la primera vez. Es cierto que lo que me ha encargado nunca antes lo había hecho, pero la transferencia de emociones y recuerdos está regida por el mismo principio, de modo que no creo que haya problemas. El artista desvió la mirada hacia la computadora en la que trabajaba el programador y acarició su mejilla con su mano. —Eso espero —dijo finalmente. Luego repuso: —¿Cuándo se puede hacer la transferencia? —A partir de este momento —respondió el hacker—. La información ya está almacenada, como le decía. Sólo resta que traiga a la persona que usted escoja para completar la simulación. Conmigo no cuente, eh, al menos que quiera implantarme un viaje a Europa o algo así. Cutré sacudió la cabeza, riéndose consigo mismo. —No te preocupes, no había pensado precisamente en ti. Mañana regreso con la persona indicada. —Como usted diga, amigo… Señor Cutré. El escritor se dirigió hacia su computadora portátil, la guardó en su maletín y enfiló hacia la salida del sótano, ante la mirada socarrona de Cerón. Con la mano en la perilla, Alfonso Cutré se detuvo en seco y se volvió hacia el programador. —Ah —dijo—. Y por cierto, nunca he viajado a Europa… —luego abrió la puerta y salió con toda calma.

130


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

... Al día siguiente Cutré regresó por la tarde. Esta vez Dionisio estaba ocupado con otro cliente, de modo que el escritor tuvo que esperar su turno durante quince minutos. Venía acompañado por un amigo, un amante del arte y compañero añejo de juergas y tertulias pasadas y presentes llamado Claudio Ramírez. Previamente, Cutré se había encargado de explicarle de qué se trataba el experimento, lo cual fue recibido como todo un gran honor. Ramírez siempre había sido un artista diletante sin muchas aspiraciones de trascender, de modo que su mayor satisfacción residía en el hecho de mantenerse allegado a los principales exponentes del momento como una sombra investida en disfraces de amistad. Ante la propuesta de Cutré, Ramírez no lo pensó dos veces. Casi no pudo dormir la noche anterior, y ante el embate del cansancio lo único que lo mantenía despierto y vivaz era la extrema ansiedad que se acumulaba en su pecho a medida que se acercaba el momento. Cuando menos pensaron, de pronto vieron que el cliente previo abría la puerta y salía. Enseguida Cerón se dirigió presuroso hacia ellos. —Disculpen la demora… —dijo sonriendo—. Otro cliente que deseaba el implante de fantasías sexuales, como la mayoría… je je. ¿Cómo le va?, señor Cutré. Veo que ya tiene su conejillo de Indias. El escritor se vio obligado a forzar una sonrisa. —En efecto. Le presento a Claudio Ramírez, un amigo de mucho tiempo. 131


christian durazo d.

—Qué tal —saludó Cerón a la distancia—. Supongo que ya debe saber de qué se trata el asunto, ¿cierto? —En efecto —respondió Ramírez—. Estoy listo. Comience cuando guste. El programador esbozó una mueca involuntaria. —Guau, nunca había visto a alguien tan impaciente para que le implantaran una simulación. Aguarde un momento, señor Ramírez. Voy a disponer de todos los electrodos y equipo necesario. Dionisio Cerón pasó frente a los dos visitantes sonriendo socarronamente. Se dirigió hacia el teclado de su computadora y trabajo durante unos minutos. En el ínterin, Ramírez se dedicó a recorrer el lugar observando la aglomeración de esqueletos de computadoras, cúmulos de parte de computadora y monitores de todo tipo. —¡Órale! —dijo Claudio Ramírez de pronto—. Tienes el paquete para simulación de playboy en crucero por el Caribe… El programador se volvió impetuosamente, desviando la atención del monitor. —¡No toques nada! —advirtió súbitamente. Ramírez levantó las manos, mostrándose inofensivo. —Tranquilo, amigo. No voy a tocar nada… Sólo estoy mirando tu arsenal. Ramírez se alejó de uno de los estantes con aire despreocupado. No deseaba alterar los ánimos del programador ni deseaba que su estado de ánimo de transformara en un día tan importante para él. Decidió intercambiar algunas impresiones con Cutré y se dedicó a continuar inspeccionando el lugar a la distancia y con discreción. Al cabo de un rato, Cerón se levantó de su silla y se dirigió presuroso hacia su cliente. 132


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Todo está listo —anunció—. Iniciaremos enseguida. Señor, tenga la gentileza de sentarse en esa sillón —indicó finalmente a Ramírez—. Se va a colocar esos electrodos sobre la cabeza y procure no pensar en nada. —Como usted diga… —concedió el conejillo de Indias. Éste siguió las indicaciones y al cabo de un par de minutos se encontraba listo para recibir el implante con los dos electrodos bien puestos sobre su cráneo. —¿Qué debo hacer yo? —preguntó Alfonso Cutré. —Absolutamente nada —respondió Cerón—. Su parte ya ha terminado desde el momento en que sus emociones fueron transferidas a mi computadora. Ahora sólo resta implantarlas en su amigo. Cutré asintió, sintiéndose impaciente también. —Adelante —acertó a decir dejando traslucir cierta emoción en su voz. El hacker se volcó hacia su computadora y comenzó a teclear con avidez. De vez en cuando se volvía para mirar a Ramírez, quien yacía sentado impasiblemente sobre la silla, observando atentamente su comportamiento. —Trate de poner su mente en blanco —indicó nuevamente Dionisio Cerón—. No vea en ninguna dirección y cierre los ojos, por favor. —De acuerdo. Claudio Ramírez acató las órdenes con vehemencia y convicción, y se agazapó aún más sobre el sillón. Nada sucedió durante los siguientes minutos; el silencio inundó el sótano como una brisa invisible que lo impregnaba todo. De pronto, los párpados de Ramírez comenzaron a temblequear espasmódicamente a una velocidad anormal. De cuando en cuando sus extremidades seguían el mismo 133


christian durazo d.

patrón de movimientos involuntarios, intercalándose en un vaivén de reacciones. Era imposible saber si había perdido la consciencia o era completamente consciente de lo que estaba ocurriendo. Sus ojos permanecían cerrados por completo, y en ningún momento dio visos de volver en sí de manera total o intermitente. De pronto, después de varios minutos en los que el propio Cutré y el programador estuvieron observando con atención, Ramírez dejó de estremecerse. Por un instante, todo quedó en suspenso, y al final, Ramírez abrió los ojos. Éstos parecían salirse de sus cuencas, y el hombre comenzó a mirar en todas direcciones con la mirada desorbitada. —¡Qué hicieron los metalsianos cuando llegaron al planeta equivocado? —fue lo primero que brotó de los labios del hombre. El programador frunció el ceño, totalmente desconcertado. Sucedió lo mismo con el escritor, pero al cabo de unos segundos la interrogante de su amigo cobró sentido. El término, tan extraño para Cerón, ahora traslucía una familiaridad de inusitada transparencia. Los metalsianos eran una de tantas razas que interactuaban en el último cuento en el que estaba trabajando, aún incompleto. —¡Cuál es el misterio que se engendraba en el planeta Crom? ¿Acaso tenía vida propia? ¿Sus rocas podían hablar? —preguntaba desaforadamente Ramírez. —¿De qué diablos está hablando este señor? —inquirió Cerón con una mezcla de desconcierto y morbo. —Del cuento que estaba escribiendo cuando se realizó usted la transferencia, es decir, justo lo que has implantado en su mente. —¡Por qué abandonaron a Xoptunu en el planeta Zterr? ¡Por qué? 134


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Ramírez se encontraba en una especie de trance, su mirada se encontraba fija en un punto del techo, como si estuviera siendo testigo de un despliegue de imágenes que sólo él podía ver. En este punto, Cutré se resolvió por recurrir a la prueba que astutamente había reservado para el final. —Esta misma historia se encuentra ya en cartelera —dijo Cutré a su amigo—. ¿Deseas ir a verla? Ramírez se volvió hacia él y lo miró con aire de indignación. —¿Al sensocine? ¡Por favor! Si tú supieras lo que acabo de experimentar, lo que acabo de ver a través de tu mente de escritor, cabrón. No hay sensocine ni imagen que se le compare. Ni siquiera mi propia imaginación habría sido capaz de llegar a tanto. Es la tuya, viejo loco, la esencia primigenia que mantiene el interés en todo momento… Súbitamente, Claudio Ramírez se volvió hacia el programador con aire imperioso. De acuerdo a su actitud, ya no deseaba continuar hablando ni con el propio autor de la historia que lo tenía obnubilado, pues consideraba que la misma conversación sobre el tema se alzaba como una modalidad insulsa e irrelevante. Ya no había nada qué hablar, qué opinar; sólo experimentar. —¿Puede conectarme de nuevos los electrodos? —preguntó mirando de hito en hito a Cerón. —Por supuesto —contestó éste—. Una vez almacenada la transferencia se puede implantar cuantas veces desee. Ramírez se precipitó hacia el sillón y se colocó los electrodos con suma presteza. —Cuando guste —dijo. El proceso se repitió de nuevo, todo bajo la mirada atenta y vigilante de Cutré. Interiormente, el artista se preguntaba 135


christian durazo d.

qué estaba sucediendo. ¿Acaso era que realmente su impetuoso amigo había captado mediante aquel implante la esencia de su cuento, la trama misma que envolvía a sus personajes, las disertaciones filosóficas referentes a la posición de la raza humana en el universo y la probabilidad de ser sólo un experimento dentro de un universo igualmente experimental? ¿O acaso era que su amigo podía llegar al mismo grado de compenetración, de profundidad, de visión hacia lo que había más allá de los rosicleres, más allá de los cielos estrellados, más allá de su Cielo del Oeste, más allá de la contemplación de la noche con una copa de vino en mano, abandonándose así a insondables disquisiciones sobre las ancestrales interrogantes existenciales que habían acompañado a la raza humana durante toda su historia? ¿Acaso podía vivirlo de la misma manera que él lo hacía al momento de experimentarlo, o aún primaba la consciencia individual de cada persona, relegando el sentimiento a una percepción meramente personal? Con Ramírez aún sobre el sillón y sus párpados estremeciéndose aún no era posible saberlo. Ya habría tiempo para interrogarlo, así como de saber si el implante surtía efectos de manera generalizada o sólo en mentes ávidas y soliviantadas como la de Claudio. De ser factible la primera suposición, era indudable que se estaba frente a un descubrimiento que podría revolucionar por siempre el mundo de la literatura. La imaginación tradicional opacada para siempre por la esencia primigenia y las emociones del escritor con sólo aplastar un botón. Siempre se podría leer a la antigua e imaginar, de ello no cabía la menor duda, pero la opción a penetrar en la mente del autor mediante un implante de este tipo resultaba quizá mucho más atractiva y promisoria. El tiempo se encargaría de darle o no la razón. 136


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Mientras continuaba observando a su amigo tendido sobre el sillón, Alfonso Cutré esbozó una sonrisa. Llegaría el día en que su amada literatura sería vista y sentida con otro tipo de contexto, incluso más allá del efecto provocado por la fácilmente digerible contemplación de lo visual. Llegaría el día en que su amada literatura dejaría de ser el arte más infravalorado, el arte con la apreciación más “tediosa” y pasiva, catapultándose así a otro nivel de percepción emocional y acogimiento entre los amantes del arte y el lectorado en general. Llegaría el momento en que los libros, la literatura misma, serían vistos con fascinación nata, como la de un niño en su primer encuentro con una golosina. Llegaría, y sin duda, aquel día había sido un buen comienzo…

137



el mist erio del tarah umara Q Los dos hombres entraron al campamento provisional cerrando con premura la puerta tras de sí. Una furiosa ventisca aullaba a sus espaldas, aventando algunos copos de nieve por los últimos resquicios antes de que el acceso quedara totalmente sellado. Dentro del recinto, en cambio, la atmósfera reinante era toda quietud y confortable calidez, emanada desde los calentadores electroplásmicos que se hallaban esparcidos en los recovecos de la habitación. Ninguno de los científicos que trabajaban en el interior desvió su atención ante la repentina intrusión, excepto el doctor Votarde, quien se acercó sonriente para recibirlos. Ambos visitantes atravesaron la estancia descubriéndose la capucha de sus abrigos y se internaron entre dos escritorios arropados por varias pilas de libros y reportes de análisis. —¿Cómo les ha tratado el clima, señores? —saludó el doctor Votarde con cierto dejo de sarcasmo. Luego repuso: —La sierra tarahumara puede llegar a ser hostil por momentos, pero son mucho más frecuentes los días apacibles en los que se puede disfrutar de sus bellos paisajes. Siéntense, por favor. Extendió un par de sillas y se dirigió hacia la cafetería improvisada. 139


christian durazo d.

—¿Café? —ofreció Votarde. —No, gracias, doctor —respondió uno de ellos—. Le presentó al bioquímico Alejandro Durán. Él es investigador de la Universidad del Norte y ha publicado varios artículos en diversas revistas sobre los efectos del monóxido de carbono en los seres humanos. El doctor Votarde se aproximó hacia el bioquímico taza en mano y le miró con cierta curiosidad. —Ahora le recuerdo —dijo finalmente con aire de satisfacción —. He leído algunos de sus artículos… Muy interesantes, por cierto—. Dio un sorbo a su café y prosiguió: —Es justamente por lo que le hemos invitado a colaborar en esta investigación, señor Durán. Supongo que el biólogo Cisneros le habrá puesto al tanto de nuestra presencia en este frío lugar, ¿cierto? —En efecto —respondió Cisneros—. He expuesto todos los pormenores del caso, pero no hemos tenido oportunidad de visitar el albergue a causa de la tormenta. Espero que las condiciones interiores permanezcan igual una vez que ésta haya amainado… —Por desgracia no ha sucedido así —puntualizó el doctor Votarde—. El ingreso del equipo de rescate perturbó las condiciones iniciales en las cuales tuvo lugar el fenómeno. La ventilación del recinto fue propiciada por el retiro de los cuerpos, aunque milagrosamente el sobreviviente aún se conserva con vida. —¿Se efectuó algún análisis del aire interior antes de que los cuerpos fueran retirados? —inquirió Durán. —Sí —respondió Votarde en el acto—, aunque la atmósfera ya se había diluido en buena medida. Aun así, los análisis revelaron que una vez que todo el material combustible se 140


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

consumió dentro de los anafres se creó un ambiente rico en gases de combustión en una relación de diez a uno, es decir, un noventa por ciento del aire interior estaba compuesto por monóxido de carbono, nueve por ciento de bióxido de carbono y el porcentaje restante por trazas de aire y vapor de agua, lo cual es extremadamente raro. En otros casos de intoxicación los niveles de monóxido de carbono no han sido tan elevados, y siempre permanece una cantidad aceptable de oxígeno… Un notorio silencio se cimbró sobre los tres hombres. —Una concentración semejante de monóxido de carbono sólo puede formarse bajo excepcionales condiciones de combustión incompleta y dentro de un recinto casi hermético —apuntó Durán al cabo de unos segundos. —Justamente hemos llegado a esa misma conclusión — intervino el doctor Votarde—. Pero aún más intrigante resulta el hecho de que la ventilación del recinto demoró más de lo habitual aun después de que las puertas y ventanas del albergue fueron abiertas al momento del hallazgo. —Ello resulta lógico si tomamos en cuenta los altos niveles de concentración —concluyó Durán—. ¿Hace cuánto tiempo ocurrió el hallazgo? —Hace veintitrés horas, aproximadamente —respondió el doctor Votarde. Alejandro Durán arrugó en entrecejo. —¿Y dice que el sobreviviente aún se mantiene con vida? ¿Cómo es posible? El doctor Votarde sonrió ligeramente, alzando ligeramente la voz con la intención de atemperar la excitación del visitante. —Estamos a punto de llegar al meollo del asunto. Cuando los cuerpos fueron descubiertos y se dio la noticia, 141


christian durazo d.

las autoridades y el médico del poblado acudieron al lugar. Tras inspeccionar el recinto, descubrieron una treintena de cadáveres al lado de varios anafres aún humeantes, presumiblemente muertos por inhalación de monóxido de carbono, como más tarde se pudo confirmar. Sin embargo, de manera inaudita, una de los ocupantes del albergue aún se encontraba con vida, durmiendo y respirando con toda naturalidad, sin mostrar ningún signo de intoxicación. Durán frunció el entrecejo, sorprendido. —El médico y su equipo de ayudantes se movilizaron para brindarles las atenciones pertinentes —prosiguió el doctor Votarde—, conectándolo a un respirador artificial de oxígeno, de acuerdo a lo que ellos consideraban como lógico. Sin embargo, de manera inexplicable, la respiración del sobreviviente comenzó a entrecortarse y sus signos vitales decayeron ostensiblemente en cuestión de segundos, provocándole espasmos y una intensa tos. La presión arterial decayó dramáticamente y en cuestión de segundos la coloración de su piel (antes normal) comenzó a tornarse violácea. El médico atribuyó tal desequilibrio a la avanzada intoxicación, pero por fortuna, el sentido común o una mera corazonada de unos de los ayudantes, lo movió a quitarle la mascarilla de oxígeno. Ante la mirada reprobatoria y atónita de los presentes, lejos de que la situación del sobreviviente se agravara, ésta se estabilizó y sus signos vitales se recuperaron casi por completo. Todos quedaron de una pieza. Aunque imperceptible, el ambiente precariamente ventilado del recinto aún mantenía un considerable nivel de monóxido de carbono, sobre todo al fondo del albergue, donde el sobreviviente se encontraba a escasos centímetros de un anafre. Ninguno de ellos se explicaba cómo era posible que 142


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

se mantuviera con vida, y más intrigante resultaba aún la reacción provocada por la asistencia médica. El doctor Votarde interrumpió momentáneamente la narración de los hechos para llevarse la taza de café a sus labios. Después de un sorbo sonoro y un ligero temblor en sus hombros, se levantó de su asiento y se dirigió nuevamente hacia la cafetera. —¿Qué sucedió después? —preguntó Alejandro Durán con un dejo de intriga en su voz. El doctor Votarde continuó narrando los hechos mientras llenaba de nuevo su taza. —Cuando intentaron trasladar al sobreviviente a la clínica para las atenciones correspondientes, éste reaccionó de la misma forma anterior apenas alcanzaron la entrada del recinto. Al parecer, la separación de aquel tóxico ambiente repercutía en la salud del sujeto, desestabilizando las condiciones nocivas que lo mantenían con vida. Durán dio un respingo. —¿Qué trata de decirnos, doctor? —inquirió el bioquímico—. ¿Que el paciente permanecía con vida debido a que estaba respirando la mezcla de gases de combustión? —Como lo oye. Tras varios intentos de atención médica convencional, con los mismos resultados, se determinó dejarlo en el mismo lugar donde había sido encontrado, junto al anafre, donde se mantenía estable, por más inverosímil que esto suene. Sin embargo, a medida que el albergue comenzó a ventilarse a causa de la intromisión de los médicos forenses que intervinieron en la extracción de los cadáveres, el sobreviviente comenzó a acusar el cambio de ambiente, y sus signos vitales comenzaron a vacilar de nuevo. Pronto nos dimos cuenta que el futuro de aquel hombre sería el mismo que el de los treinta cuerpos que estaban sacando en camillas hacia 143


christian durazo d.

el exterior… fuese cual fuese la causa que lo había mantenido con vida durante tanto tiempo en semejantes condiciones de anoxia. El doctor Votarde se interrumpió nuevamente, terminándose su taza de café. —¿Qué sucedió con el hombre entonces? —preguntó Durán—. ¿Murió? —No, lograron mantenerlo con vida… —¿Cómo? —Conectándole a un tanque de monóxido de carbono. … El cielo lucía totalmente límpido, tachonado apenas por algunas nubecillas brillantes que contrastaban con el azul intenso del horizonte. La tormenta había escampado desde hacía varias horas, y en lugar de la borrasca en la negra oquedad de la noche había quedado una mañana iluminada por un tímido sol que asomaba entre las cambiantes nubes, incapaz de calentar un solo ápice sobre la fría y alba superficie. Sobre la nieve blanda ascendía con dificultad el doctor Votarde, echando ya de menos su segunda taza de café del día. Detrás le seguían Cisneros y Durán, tratando de seguir las pisadas frescas de su guía, quien de tramo en tramo se detenía para tomar aire. —Disculpen las incomodidades —expreso el científico anfitrión, ligeramente agitado—, pero resultaría imposible ascender la colina en el auto apenas escampada la tormenta. El albergue se encuentra unos metros más arriba, detrás de ese pequeño promontorio. 144


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Descuide, doctor —concedió Durán—. No todos los días se puede disfrutar de un escenario como éste… El bioquímico se detuvo unos instantes, ignorando el paso vacilante del doctor y su compañero. Se giró sobre sus espaldas y contempló el panorama que tenía frente a sí. Tras la segunda nevada de la temporada, Temósachic se encontraba bajo una gruesa capa de nieve de veinte centímetros de espesor que lo arropaba todo. Al pie de la colina, la superficie helada de un parque de juegos flanqueado por esmirriados árboles deshojados se extendía hacia las calles y techos de las humildes viviendas, de cuyas chimeneas emanaban tímidos efluvios de humo. Más allá de la bruma, detrás de las antenas de comunicación, los picos nevados de la Sierra Madre Occidental chihuahuense brillaban ante la incidencia de los primeros rayos del sol. —Tenemos suerte de que no esté soplando viento —dijo el doctor Votarde.—La sensación térmica sería aún peor… Y acá arriba suele pegar más duro. —No se preocupe —respondió Durán, reanudando el paso—, venimos preparados. No hacía falta decirlo. Votarde advirtió por el rabillo del ojo que los dos científicos visitantes portaban termoabrigos a juego con sus pantalones, muy probablemente del mismo material y provistos con las mismas funciones. Aunque se trataba de una tecnología relativamente antigua, Votarde siempre había prescindido de tales aditamentos. La sensación de calor artificial siempre le hacía sentir incómodo, de modo que prefería calentarse a fuerza de actividad, una gruesa chamarra y un buen café humeante, desde luego. Aunque no en todas las ocasiones daba resultado. A pesar de los gruesos guantes que portaba en sus manos y las botas acolchadas que calzaba, al llegar al 145


christian durazo d.

promontorio comenzó a sentir los primeros estragos del frío. Cisneros y Durán, en cambio, caminaban lenta y apaciblemente, como si estuvieran sentados en una apacible habitación frente a la chimenea, pese a los -18° C que reinaban en el exterior. Media docena de hombres los esperaban ya, apostados frente a la entrada del albergue. El doctor Votarde comenzó a explicar que cuando los cadáveres fueron trasladados a la comisaría para su posterior identificación y entrega a familiares, se decidió dejar al sobreviviente dentro del albergue conectado a los tanques de monóxido en lugar de llevarlo a la clínica del poblado, por lo menos hasta que arribaran los médicos especialistas, quienes decidirían qué hacer al respecto. —Si ya viene en camino una comitiva de médicos especialistas, no comprendo por qué nos hizo llamar —expuso Durán de pronto. El doctor Votarde se detuvo repentinamente y se dirigió al bioquímico con una expresión adusta en su rostro. —Se lo explicaré todo en su debido momento. Antes quiero que sepa que tanto su presencia como la del doctor Cisneros son absolutamente indispensables, así como la de los especialistas que están a punto de arribar. —¿Qué son exactamente estos especialistas de los que habla, doctor Votarde? —insistió Durán. —Todo en su momento, por favor... La mirada de Votarde transmitió justo lo que deseaba: discreción. Con un movimiento de cuello indicó a los dos hombres que lo siguieran hacia el interior en medio de una nube de vaho que la brisa helada terminó por disipar. Votarde saludó a las personas que aguardaban y se dirigió presuroso hacia la entrada, seguido por Cisneros, Durán y el resto de la comitiva. El interior del albergue resultó más 146


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

precario y rústico de lo que los dos visitantes esperaban. El piso era de tierra, lucía endurecido por el paso del tiempo y ligeramente salpicado de hollín en algunos sitios, muy posiblemente debido a la caída de cenizas al momento de retirar los anafres, la única fuente de calor de los desprotegidos que ahí solían refugiarse en invierno, además de sus raídas cobijas. Pobre gente, pensó Alejandro Durán. Nuevamente era consciente de la disparidad que existía entre los avances de la tecnología y la realidad que imperaba entre las etnias del país, que no terminaban de aceptar los progresos de la ciencia debido a sus creencias y a la falta de atención que históricamente el gobierno había mostrado. Faltaban décadas para que la tecnología primaria alcanzara aquellos rincones marginados del país, y aun así, siempre continuarían en desventaja respecto al mundo exterior conforme los avances tecnológicos y científicos fueran avasallando los pormenores de la vida cotidiana. Muros y techo mostraban el mismo grado de precariedad, según fueron advirtiendo a medida que avanzaban, y pese a que sólo había un par de camastros, una mesa de madera y dos hornillas tiznadas, nadie podía negar que aquel lugar constituyera un refugio ideal cuando no se tenía un hogar donde guarecerse de las bajas temperaturas. —Los cadáveres fueron encontrados justo aquí, en el suelo —explicaba el doctor Votarde—, acurrucados unos con otros. Los anafres se hallaron en distintos sitios, esparcidos por toda la habitación. —¿Las hornillas también estaban encendidas? —preguntó Durán. —Así es; aparte de estas se encontraron cinco anafres más. Ninguno de los pobres diablos se dio cuenta —dijo el doctor Votarde—. Por lo menos murieron calientitos… 147


christian durazo d.

Alejandro Durán dirigió una mirada de desaprobación a Cisneros. Definitivamente el comentario no le había causado ninguna gracia. Demasiado humor negro para la ocasión. Votarde se adelantó ligeramente hacia un grupo de personas que se arremolinaban a un costado de los monitores, equipo médico y varios tanques de monóxido de carbono, a juzgar por la leyenda que rezaba sobre la superficie. —¿Alguna novedad, Rodríguez? —preguntó Votarde a espaldas del grupo. Uno de los científicos se volvió de inmediato. —Ninguna, doctor —respondió el hombre—. Los signos vitales continúan estables, y el consumo de monóxido no ha variado desde que fue conectado. Votarde asintió ligeramente, extendiendo su mano hacia los dos visitantes. —El bioquímico Durán y el biólogo Cisneros son especialistas en el estudio de los efectos del monóxido de carbono en el cuerpo humano. Ambos han llegado como apoyo. —Un placer —asintió Rodríguez, extendiendo la mano—. Por aquí, pasen por favor. El resto del grupo que atendía al paciente se dispersó silenciosamente para atender otras labores. —Se trata de un miembro de la comunidad tarahumara de la región —anticipó Rodríguez, tratando de poner en antecedentes—, al igual que el resto de las víctimas que perecieron en este lugar. Los dos nuevos integrantes del equipo se acercaron con una especie de fascinación y curiosidad en sus rostros. A sus pies se encontraba un hombre de estatura baja, de aproximadamente cuarenta y dos años, tendido sobre un camastro. Dos sendos tanques de monóxido de carbono se alzaban a 148


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

la cabecera, uno de ellos conectado al nativo mediante una mascarilla. El sujeto se miraba apacible, respirando con naturalidad y a un ritmo normal. Costaba trabajo creer que se encontraba respirando tan nocivo gas sin sufrir ningún tipo de intoxicación. Por momentos, la escena se antojaba bizarra y surrealista. Aunque Durán contaba con los antecedentes del caso, le fue imposible sucumbir a su curiosidad. —¿Han intentado desconectarlo de nuevo para ver si puede respirar aire con naturalidad? —Se ha tratado varias —respondió Rodríguez—, pero en cuanto se lleva a cabo la desconexión, el hombre acusa serios problemas para respirar, como si de pronto fuera introducido a una cámara con gas tóxico. Es increíble… Es como si el mismo oxígeno esencial para la vida le indujera la muerte. El grupo permaneció contemplando al tarahumara durante unos instantes, sin poder salir de su asombro. Aunque había sido cubierto de manera improvisada por una manta, todavía se adivinaba su indumentaria tradicional entre los pliegues que envolvían el camastro. Incluso aún portaba la pañoleta tradicional sobre la cabeza, bajo la cual afloraba una mata de cabellos revueltos y pegosteados por una capa de grasa y suciedad. —¿Se ha realizado ya algún análisis de sangre? —preguntó Durán. —En efecto, y en buena cantidad —respondió Votarde con parsimonia. —¿Cuál fue la cantidad de carboxihemoglobina encontrada? —quiso saber el propio Durán. El doctor Votarde sonreía veladamente, casi con sorna. Estaba ansioso por ver la cara que pondrían ambos científicos al momento de responder tal cuestionamiento. 149


christian durazo d.

—Inexistente, ni la más mínima traza. Su sangre está completamente normal, sin ningún signo de intoxicación. —¿Cómo? Eso es imposible… —dijo Durán. Votarde asintió lentamente y con aire cansino. —Lo sé, pero los análisis no mienten. Ya tendrá tiempo de comprobarlo usted mismo. Durán comenzó a rascarse la cabeza. —Pero… El hombre debe tener una hipoxia de antología después de haber inhalado tal cantidad de monóxido… —En condiciones normales sería muy probable —puntualizó Votarde—, pero recuerde que este caso es distinto. El hombre ha sobrevivido precisamente porque el monóxido no ha reaccionado con la hemoglobina de su sangre. ¡Increíble!, pero cierto. Los dos científicos permanecieron mirando a Votarde con un acusado rostro de desconcierto. A su vez, éste contemplaba a los dos visitantes con una sonrisilla velada en sus labios. Al advertir el acrecentamiento de la curiosidad y la intriga en ambos científicos se congratuló interiormente, visualizando los escenarios que estaban a punto de materializarse. Y lo que falta, se dijo taimadamente para sí. Tras dejar que los dos científicos intercambiaran algunas impresiones a media voz, Votarde se volvió hacia Durán. —¿Qué cree que está sucediendo con este hombre? — preguntó de pronto. Sin dejar de contemplar al nativo, Durán enarcó las cejas y movió la cabeza a ambos lados. —Por el momento no tengo la más remota idea. Es absolutamente necesario realizar más análisis de sangre y estudios de pulmones para emitir algún juicio. La condición del hombre es estable, y por el momento no acusa ningún tipo de 150


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

intoxicación, lo cual no puede descartarse conforme transcurra el tiempo. Debe tomarse en cuenta que es posible que esta excepcional inmunidad sea solamente pasajera… —Doctor Durán —dijo Votarde—, nuestro amigo está conectado al monóxido desde hace aproximadamente veintitrés horas sin sufrir ningún tipo de trastorno… —Aun así, doctor Votarde —apremió Durán—, las condiciones pueden variar en cuestión de minutos. Mi experiencia así lo ha demostrado. Por el momento, el sujeto se encuentra estable, pero no sabemos por cuánto tiempo más vaya a permanecer así. Votarde permaneció observando al nativo durante unos segundos con el rostro ceñudo. De pronto su actitud contemplativa fue interrumpida por Rodríguez, quien se había separado durante unos minutos para atender una llamada telefónica. —El equipo de especialistas médicos viene en camino, doctor. Se estima que el helicóptero arribe en una hora. —Gracias, Rodríguez. ¿Podría dejarnos a solas un momento? —pidió el doctor Votarde a su colaborador. —Desde luego —dijo éste, y se retiró a atender los monitores. La mirada de Votarde se volvió extraña de pronto. Un brillo diferente dimanaba de sus ojos, contrastando con sus pupilas dilatadas, negras y profundas. La petición del doctor despertó la curiosidad de los dos científicos, ya por sí alimentada por ciertas observaciones que se habían venido sucediendo desde que habían salido del campamento. Finalmente, Durán no pudo contenerse más y se dirigió hacia Votarde antes de que éste tomase la palabra. —Insisto… ¿Por qué razón nos ha mandado llamar siendo que ya vienen especialistas en camino? 151


christian durazo d.

—Precisamente de ello quería hablarles —respondió Votarde con acusada circunspección—. Síganme, por favor. Durán y Cisneros intercambiaron miradas de extrañeza, viendo cómo el científico se adelantaba hacia un rincón del recinto donde se hallaban varias graficadoras y equipos de monitoreo. En un principio, ambos invitados pensaron que el investigador los estaba conduciendo ahí para mostrarles alguna gráfica sobre el comportamiento del tarahumara desde su conexión a los tanques, pero pronto se dieron cuenta de que lo único que Votarde perseguía era apartarlos un poco del resto de colaboradores. Entre miradas recelosas y un ligero carraspeo entrecortado finalmente el científico se dirigió hacia sus invitados. —No he sido completamente sincero con ustedes — dijo una vez que se sintió cómodo—. La presencia de nuestro equipo en este caso obedece a razones diferentes a las pretendidas por el equipo de especialistas médicos. Prácticamente la mayoría de nuestros integrantes está formado por investigadores de fenómenos paranormales. —¿Fenómenos paranormales? —inquirió Durán totalmente sorprendido. Intercambió una mirada con Cisneros, no menos abrumado por la noticia. —En efecto, y deben saber que no nos encontramos aquí exclusivamente por el caso que tenemos enfrente. Hemos estado recorriendo la región durante varios meses… El entrecejo de Durán alcanzó su fruncimiento máximo. —¿Durante meses? ¿Qué se supone que los ha tenido ocupados todo este tiempo en la sierra tarahumara? —Precisamente lo que investigamos habitualmente: fenómenos paranormales. 152


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

Durán miró a Cisneros inexpresivamente; sin embargo, éste último conocía bien esa mirada. No denotaba otra cosa más que incredulidad. —¿Qué clase de fenómenos? —quiso saber el bioquímico. —Por el momento no tenemos idea de qué puedan tratarse. Hemos recibido reportes de desapariciones de animales domésticos por parte de los lugareños de algunos poblados. Ninguno de ellos ha dejado el menor rastro. —¿Animales domésticos? —inquirió Cisneros con un dejo de sorna en su voz—. ¿Qué puede tener de paranormal la desaparición de un animal doméstico? ¿No se les ha ocurrido pensar que se haya muerto de hambre o frío en el campo o simplemente haya sido presa de un depredador? —Desde luego —respondió el doctor Votarde—. Es una posibilidad muy factible. Pero lo intrigante del asunto no radica en la desaparición de estos animales, sino en la posterior aparición de los mismos después de varios días de no ser vistos. Durán y Cisneros intercambiaron algunas miradas. Por un momento pensaron que el doctor les estaba gastando una broma. —Disculpe, doctor —intervino Durán después de pensárselo un poco—, pero no comprendo. ¿Habla de animales domésticos que de pronto desaparecen de la vista de sus dueños sin dejar ningún rastro para aparecer luego de varios días y a esto le llama usted fenómeno paranormal? El doctor Votarde miró fijamente a los dos invitados, asintiendo lentamente con un movimiento de cabeza. De pronto, la mirada de Votarde le indicó a Durán que había algo más. —En primera instancia la noticia no resulta muy reveladora y hasta puede que suene bastante ridícula… Lo extraño 153


christian durazo d.

e intrigante aquí no radica en la posterior aparición de los animales, sino en los extraños hábitos que acarrean una vez que están de regreso. —¿Extraños hábitos? ¿A qué se refiere exactamente? —Tras su inesperado regreso —prosiguió el doctor Votarde—, estos animales no volvieron a ser los mismos. Los casos son numerosos y variados, así como por otra parte hay que aclarar que no todos son domésticos. Como ejemplo, se tiene el reporte de un perro perteneciente a un ranchero que a su regreso, todo famélico y sediento, se dirigió directamente a un recipiente abierto que contenía gasolina y bebió con inusitada avidez como si de agua se tratara, sustituyendo al vital líquido por el combustible de manera permanente. —¿Gasolina? —inquirió escéptico Durán, mirando luego a Cisneros. —Como oye. Existen también reportes de hatos de ganado desaparecidos que tras su misteriosa aparición prefirieron comer carne cruda a la pastura que les ofrecieron… O peces de río que de buenas a primeras saltaron fuera del agua y comenzaron a respirar con normalidad sobre tierra, mientras que aves de varias especies se lanzaron hacia el fondo de lagunas y ríos para sumergirse y respirar con toda naturalidad… entre otras aberraciones de toda índole. Cisneros asintió ligeramente con un movimiento de cabeza. —Perros a gasolina, vacas carnívoras, peces terrestres, aves que respiran bajo el agua… —dijo para sí mismo, con voz apenas audible. Sin embargo, Votarde alcanzó a escuchar. Éste se dirigió al biólogo: —Suena totalmente demencial e inaudito, pero todo se encuentra documentado en video y fotografías. Por otro 154


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

lado, todos y cada uno de los especímenes implicados fueron sometidos a rigurosos análisis de su metabolismo sin encontrarse ningún tipo de anomalía o disfunción manifiesta. Simplemente, las nuevas sustancias o alimentos inusuales que ingresaban a su cuerpo eran asimilados y aprovechados con toda naturalidad, sin presentarse ninguna clase de indigestión o intoxicación. “En el caso del perro que bebía gasolina, su estómago estaba totalmente intacto, y sólo se encontraron algunas trazas de hidrocarburos en la orina. Lo mismo sucedió con las vacas y el resto de los animales involucrados. Sus organismos funcionaban con normalidad, encontrándose únicamente heces y orina de naturalezas distintas a las normales para su especie. Por otro lado, los órganos respiratorios de los peces, las branquias, funcionaron como pulmones, y viceversa, en el caso de las aves… De nuevo, los dos científicos invitados se miraron uno al otro. Hasta ese momento, ambos aún pensaban que eran objeto de una broma. Hasta uno de ellos comenzó a mirar discretamente a su alrededor y en la ropa del doctor Votarde, en busca de una microcámara escondida. Durán se llevó una mano a la barbilla, tanteando el crecimiento de su barba de dos días mientras formulaba mentalmente su siguiente pregunta. —Doctor, el caso que acaba de exponernos es tan inaudito como difícil de creer. ¿Dónde podemos ver a estos raros ejemplares? —No creo que puedan —respondió Votarde. —¿Por qué no? —Porque todos ellos están muertos —fue la respuesta. Los rostros de los dos científicos fueron modelados por el desconcierto. 155


christian durazo d.

—¿Muertos? —inquirió Alejandro Durán—. Pero si ha dicho que estos animales vivían de manera normal, sin ningún tipo de disfunción en sus organismos… —Cierto, pero sólo durante unos días. Eventualmente, todos ellos murieron. Con las cejas arqueadas en todo lo alto, Durán no pudo evitar la pregunta de rigor. —¿Por qué razón? ¿Qué sucedió? —No sabemos qué indujo la reversión exactamente, pero al final la lógica y la naturaleza se impusieron. El perro a gasolina, como usted le llamó, murió intoxicado por ingesta de gasolina, las vacas murieron de indigestión al no poder asimilar la carne ingerida, los peces terrestres simple y sencillamente terminaron boqueando y las aves quedaron flotando sobre la superficie del agua, ahogadas… entre otras muchas reversiones sin explicación. Durán comenzó a rascarse la parte posterior de su cabeza. —¿Cuánto tiempo vivieron después de haber adquirido estos extraños hábitos? —Una semana algunos de ellos; otros dos o un poco más. Sus nuevos hábitos no duraron mucho, como pueden ver… El doctor Votarde hizo una pausa, escrutando los rostros de sorpresa de sus interlocutores. Luego prosiguió: —Sin embargo, contamos con una gran cantidad de material videográfico y fotográfico donde pueden constatar todo lo que he informado, además de los diversos estudios fisiológicos y anatómicos a los que fueron sometidos los animales implicados. Todo está documentado, como he dicho antes. No se trata de historias inventadas por los lugareños, créanlo. El bioquímico asintió nuevamente, acariciándose de nuevo la barbilla. Luego agregó en tono condescendiente. 156


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—Por supuesto, doctor… Pero dígame, ¿a qué conclusión llegaron después de todos los estudios? ¿A qué se debió el fenómeno? —Aún no contamos con un dictamen concreto. Ninguno de los estudios ha llevado a una pista promisoria. En cambio, es un hecho comprobado que los extraños hábitos de los animales se suscitaron a raíz de sus inexplicables desapariciones. Algo o alguien provocaron las alteraciones fisiológicas durante sus ausencias… El silencio que siguió a continuación fue interpretado por el doctor Votarde como un intento efímero y sin convicción por dilucidar acerca de las posibles causas del fenómeno, pero pronto cayó en la cuenta de que había subestimado la capacidad de deducción de sus invitados. —Doctor, hasta el momento el fenómeno sólo se ha presentado en animales, de acuerdo a lo que nos ha expuesto. Pero, ¿qué me dice de personas? ¿Ha habido algún ser humano involucrado? Votarde adquirió una expresión grave y se sumió en un agudo silencio. Finalmente dijo: —No se había presentado, hasta ahora… Al mismo tiempo, ambos científicos se volvieron para contemplar al nativo tarahumara postrado sobre el camastro. —Al igual que los animales —prosiguió el doctor Votarde—, este nativo, cuyo nombre es Rahui, también desapareció de manera inexplicable durante cinco días sin dejar ningún rastro. Miembros de su comunidad lo buscaron durante el mismo lapso con resultados negativos. A diferencia de los animales, a los que no se les pudo interrogar, por supuesto, una vez que reapareció de la nada fue sometido a interrogatorio. A dónde había ido, qué había sucedido. Sin embargo, el 157


christian durazo d.

hombre no pudo responder a ninguna de las preguntas: no recordaba absolutamente nada. Incluso hasta se extrañó ante las manifestaciones de preocupación por parte de los lugareños, mostrándose totalmente desconcertado. Era evidente que no lograba recordar absolutamente nada después de lo ocurrido. “Esta vez, sin embargo, no hubo modificación palpable de los hábitos. El nativo no se dirigió a la gasolinera del pueblo para beber el combustible a litros, ni sus gustos alimenticios fueron sustituidos por hierbas del campo… como en el caso de los animales. En definitiva, ningún hábito raro aparente… hasta que vino la helada y las autoridades del pueblo determinaron trasladar a la gente más humilde al albergue, donde fallecieron el resto de las personas aquí refugiadas, excepto Rahui… —Manifestando así un cambio fisiológico en su cuerpo: la habilidad de respirar monóxido de carbono en lugar de oxígeno para subsistir —dedujo Alejandro Durán. —Correcto, doctor —respondió Votarde. De inmediato, los dos científicos entraron en especulaciones. —Ello significa que el hombre puede morir durante los próximos días debido a la reversión de su condición, al igual que en el caso de los animales… —En efecto —dijo Votarde—. Aunque en este caso no sabemos con exactitud por cuánto tiempo vaya a permanecer en este estado, y a decir verdad, tampoco sabemos cuál es el período de latencia en el caso de víctimas humanas. Una cosa es cierta: no podemos esperar que la condición de Rahui se mantenga de manera indefinida. Muy probablemente decante en el mismo desenlace de los animales “revertidos”. “Precisamente por ello lo hemos estado monitoreando 158


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

constantemente. En caso de que acusara signos de una posible intoxicación por monóxido de carbono, estamos preparados para proveerle de oxígeno y las pertinentes atenciones médicas de manera inmediata… Durán enarcó las cejas, rascándose a un tiempo la parte posterior de su cabeza. Era un gesto que invariablemente solía ejecutar cuando se encontraba frente a un caso peliagudo. —¿Se han presentado otros casos de personas afectadas? —preguntó el bioquímico. —No, por ahora —respondió Votarde—. Pero de ninguna manera se puede descartar que se presenten más, de un momento a otro… Aunque, de acuerdo al patrón seguido en todos los casos, antes tendrá que suscitarse alguna desaparición inexplicable, sea de animal o de persona. Durán se aproximó ligeramente al doctor Votarde, entrelazando sus dedos en señal de ansiedad. —¿Tienen ya alguna idea de lo que sucede durante las desapariciones? ¿Alguna pista de qué o quién inflige semejantes modificaciones en los organismos de la víctima? —Precisamente ésa es la pregunta del millón, señor Durán —respondió Votarde—. Se han desgranado cientos de teorías, pero ninguna de ellas ha contribuido a desvelar el misterio. —¿Ha habido algún reporte de la aparición de luces nocturnas o luces en movimiento durante la noche? —preguntó Cisneros. El rostro del doctor Votarde se iluminó con una sonrisa reprimida. No fue su intención, pero a ojos externos lució como una manifestación de sorna. —¿No me diga que está pensando en ovnis? —preguntó Votarde. 159


christian durazo d.

Cisneros se revolvió en su asiento, incomodándose ante la observación del doctor. Miró a su compañero, quien escrutó su indignación por el rabillo del ojo. Al margen del sentido que Votarde había empleado, Durán decidió intervenir. —Hasta donde tengo entendido, el avistamiento de ovnis se encuentra dentro del fenómeno paranormal… —Desde luego —fue la respuesta—. Sin embargo, nuestro grupo de investigación no se especializa en este tipo de fenómenos. Muy seguramente su pregunta obedezca a su conocimiento sobre abducciones de personas ocurridas durante el avistamiento de ovnis, así como la posterior aparición de las mismas meses o años después. Existen testimonios de personas presuntamente raptadas que fueron sujetas a una serie de experimentos de todo tipo, aunque ninguno de ellas ha mostrado alguna evidencia fehaciente más allá de cicatrices que podrían haber sido producidas por cualquier objeto punzocortante conocido. Alejandro Durán se rascó la parte posterior de su cabeza por enésima vez. —¿No podría ser éste el caso? —No —fue la respuesta de Votarde—. En primer lugar, desde que dieron comienzo los extraños fenómenos en algunos animales, hace cosa de cuatro meses, no se cuenta con ningún reporte de avistamientos de ovnis en la zona ni el avistamiento de luces en movimiento durante la noche ni tampoco durante el día. En síntesis, ningún fenómeno que pudiera ser relacionado con el fenómeno ovni. Lo que sea que haya sucedido, no guarda ninguna relación con abducciones perpetradas por seres extraterrestres. Ambos científicos quedaron en silencio, digiriendo la aclaración del doctor. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Fue Durán quien se animó finalmente. 160


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

—¿Qué sugiere entonces, doctor? ¿Cuál cree que podría ser la causa de este fenómeno en particular? Votarde dio la impresión que atendería la pregunta de forma inmediata, pero instantes después pareció pensárselo un poco. Ya fuera porque no estaba del todo convencido o porque la idea simplemente se le antojaba en exceso disparatada, determinó contenerse valiéndose de cuestionamientos que no eran otra cosa más que subterfugios, aunque terminantemente necesarios dentro de la fase introductoria al verdadero intríngulis del fenómeno. Votarde posó la vista en un lugar indeterminado en el espacio, como si observara a un jurado hipotético que acaba de otorgar licencia a disertación. —Por desgracia, aún no lo sabemos a ciencia cierta. Hemos desparpajado algunas teorías, bastante descabelladas, cabe decir, pero por el momento no poseemos otra forma de llegar al meollo del asunto. ¿Alguno de ustedes ha escuchado hablar sobre los desfasamientos dimensionales? La interrogación se dibujó en el rostro del par de científicos. —Por el amor del cielo, no —dijo Durán, abandonándose a la sinceridad—. ¿Desfasamientos dimensionales? ¿De qué cuernos nos está hablando ahora? El doctor Votarde se tomó una ligera pausa, sonriendo cansinamente. —Pensé que ya tenían conocimiento. Me refiero a fisuras en el tiempo, más concretamente, producidas repentinamente en algún punto de la superficie de nuestro planeta. Si un ser viviente u objeto inanimado se encuentra justo en el sitio donde se producen, éstos son enviados a una dimensión paralela, donde aparentemente continúan existiendo. 161


christian durazo d.

Durán se volvió hacia Cisneros. El escepticismo y la sorpresa se desbordaban por sus ojos. Luego se dirigió hacia el doctor Votarde. Éste prosiguió, ignorando la reacción del bioquímico. —Sí, suena extremadamente disparatado, lo sé. Y eso no es todo… Otra parte del grupo sugiere la inducción de un campo magnético en la zona, asociado con algún tipo de perturbación atmosférica, propiciando así la mutación en los organismos expuestos. —¿Campos magnéticos…? —las cejas de Durán se alzaban cada vez más. El doctor Votarde no hacía más que resoplar. Aun así, continuó: —Incluso se ha aventurado la posibilidad de que tanto el nativo como los animales hayan ingerido algún tipo de planta o sustancia química capaz de inducir tales efectos… Durán pareció pensárselo un poco. —Esta última no resulta tan descabellada —apuntó el bioquímico—, aunque no deja de serlo. Aun así, no explica la desaparición previa. Votarde esbozó una sonrisa. —Quizá se trata de la confluencia de varios fenómenos a la vez, o definitivamente sus ovnis han tenido trabajo últimamente… Cisneros captó en el momento la indirecta. No tuvo más remedio que forzar una sonrisa a medias, consciente de que no había ninguna condescendencia en el comentario, sino únicamente sarcasmo. Un incómodo silencio siguió a continuación, y fue el mismo doctor Votarde quien se vio obligado a romperlo. —Existen otras teorías, pero por ahora he de reservármelas. Conforme avance la investigación veré el momento 162


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

oportuno de dárselas a conocer. No esperen algo verosímil, pues desde que iniciamos la investigación sospechamos que no puede haber nada verosímil en todo esto. Confío en que posteriormente ustedes mismos tendrán oportunidad de desarrollar sus propias teorías, que auguro muy interesantes, y que sin duda alguna servirán para desvelar todo este embrollo. El siguiente paso, ahora que se les ha explicado abiertamente el contexto de la situación, será aguardar al equipo médico que viene en camino, con el que habrán de colaborar. Señor Durán, sus conocimientos en intoxicación por monóxido de carbono son muy valiosos para nosotros, de modo que con su intervención pretendemos determinar la reversión fisiológica presentada en Rahui y después averiguar cómo es que continúa con vida respirando tan nocivo gas… “Pero debemos actuar rápido, señores —instó el doctor Votarde con el ceño fruncido—. No sabemos cuánto tiempo vaya a mantenerse con vida o presentarse alguna clase de reversión a su estado natural. Votarde miró su reloj de pulsera con vigoroso movimiento de brazo. Enarcó ligeramente las cejas. —Deben estar a punto de llegar —dijo—. Será mejor que nos dirijamos hacia el campamento para su recepción. —¿No vamos a continuar observando los análisis y gráficas? —preguntó de pronto Cisneros. Votarde le dirigió una sonrisilla socarrona. —No. Me interesaba ponerlos al tanto del caso justo antes del arribo del equipo médico, y desde luego mostrarles el sitio. Ya habrá más tiempo de revisar los análisis en el campamento. Tengan la bondad de seguirme, señores… Votarde se incorporó de su silla, alisándose la bata. Sus dos nuevos colaboradores hicieron lo propio, aunque de 163


christian durazo d.

manera más parsimoniosa. Ambos se miraron inquisitivamente, mientras seguían los pasos del doctor. Éste se dirigió a Rodríguez y le dio algunas indicaciones en voz baja, volviéndose luego hacia Cisneros y Durán. —Después de ustedes, señores —indicó con el brazo extendido. Los visitantes avanzaron bordeando el camastro donde yacía el indígena. Le miraron por última vez, aún maravillados y no menos incrédulos. Respiraba con normalidad, manteniendo un semblante inexpresivo, muy ajeno a cualquier clase de sufrimiento o congoja, sumido plácidamente en las profundidades de un sueño del que nadie sabía si volvería a despertar. ... Los muros del improvisado campamento temblequeaban de cuando en cuando ante los embates de la nueva tormenta. Oscurecía, y nada que estuviera a más de veinte metros podía ser avistado a causa de la copiosa ventisca. Ráfagas de hasta setenta kilómetros por hora azotaban cada rincón del poblado, cubriendo con rapidez los últimos manchones de nieve enfangada que persistían desde la última nevada. Por momentos se escuchaba el aullido del viento rasgando las superficies esquinadas de la construcción, solamente acallado por la agitación que reinaba en el interior del campamento. Protagonista principal de aquel revuelo, Rodríguez se dirigió nuevamente hacia el doctor Votarde. La junta estaba por concluir de forma un tanto acalorada. —Insisto en que deberíamos trasladar al paciente a la 164


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

clínica del poblado. El equipo puede ser adaptado al lugar con relativa facilidad… —Ya hemos hablado al respecto, Rodríguez —precisó Votarde—. Es absolutamente necesario que la investigación continúe desarrollándose en el sitio donde tuvo lugar el fenómeno. Cualquier perturbación podría alterar las condiciones del análisis y del propio paciente. Rodríguez pareció meditarlo un momento, sólo para reargüir. —Incluso si hubiésemos dispuesto todo dentro del campamento nos habríamos evitado los inconvenientes del clima. Ahora mismo resultaría realmente dificultoso trasladarnos al albergue en caso de alguna emergencia… Hubo un instante de expectación, matizado aún más por algún intercambio de información y el crepitar de fajos de hojas que eran pasados de mano en mano. Pronto la atención fue desviada del rostro ceñudo de Rodríguez para centrarse en el tumulto de científicos que se arremolinaban frente a enormes pantallas. Algunos de ellos señalaban sobresaltados encima de revoloteantes gráficas, mientras otros entornaban los ojos hacia la mesa donde se desarrollaba la reunión, alertando con la sola mirada. —¡Tienes voz de profeta, Rodríguez! —alertó uno de los científicos. Todos sobre la mesa se miraron inquisitivamente. —¿Qué sucede, Anguiano? —preguntó el doctor Votarde. —Los médicos de guardia han alertado de cambios en los signos vitales de Rahui. Quizá sean los primeros indicios de la temida reversión… Votarde se levantó de su silla de un salto y se dirigió hacia las pantallas donde todos miraban. Apenas pudo reprimir su sorpresa, una labor sencilla comparada con la tarea 165


christian durazo d.

de fingir desinterés ante la posibilidad de que las predicciones de Rodríguez se volvieran totalmente ciertas. Un extraño presentimiento le indicó que finalmente había sucedido. No tuvo más remedio que tragarse su orgullo. —¿Qué clase de cambios? —inquirió con un gruñido. —Incapacidad pulmonar, dificultad para respirar. El monóxido de carbono comienza a intoxicarlo, doctor… La revelación de Anguiano quedó flotando en el ambiente como un presagio fatal. Votarde se volcó de nuevo hacia los controles. Sus ojos se abrieron aún más. —¡Rápido —vociferó—. ¡Dispongan los autos! Una ligera confusión siguió a continuación. Rodríguez comenzó a tomar algunos reportes de su escritorio, mientras movía la cabeza reprobatoriamente. Parecía que ya estaba acostumbrado al empecinamiento de Votarde, y que por el momento no tenía otro remedio que aguantarle. Durán y Cisneros no tuvieron otro remedio que seguirlo, mientras éste vociferaba órdenes a diestra y siniestra. La nieve no se había acumulado lo suficiente, de modo que el ascenso a la colina del albergue fue menos difícil de lo que se preveía. Cuatro vagonetas cargadas de equipo médico de refuerzo y detección de distorsiones atmosféricas frenaron sobre el fango congelado dejando sendas huellas de neumáticos. Votarde se encaminó en silencio hacia el interior del albergue, seguido por los dos científicos. El resto de la comitiva se ocupó de meter el equipo complementario hacia el interior del albergue, aquel que había quedado en el campamento gracias al empecinamiento del propio Votarde. Dentro reinaba una gran confusión. Ésta aumentó exponencialmente ante el arribo del resto de equipo científico. Una parte se abocó al despliegue e instalación de los equipos de 166


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

detección de desfasamientos, mientras que el resto se precipitó al auxilio del tarahumara. Una masa de batas blancas se arremolinaba alrededor del camastro, una serie de serpenteantes manguerillas ondeaban entre las piernas, tanques vírgenes de oxígeno comenzaban a desfogar su vital contenido. —Comenzó a suceder hace aproximadamente diez minutos —informó uno de los médicos que fungían como guardias—. El paciente comenzó a acusar paulatinamente los síntomas de la intoxicación por monóxido, de modo que decidimos reemplazar los tanques. No obstante, no estamos seguros de que pueda sobrevivir. La concentración del monóxido de carbono es muy alta, y es posible que transcurrieran algunos minutos antes de que la modificación de los signos vitales fuera registrada por los equipos. Su condición es inestable… —¿Cuál es su pulso? —preguntó Votarde. —Bajo. 50/60 y descendiendo. Ya le administramos una dosis intravenosa de dopamina, pero no se percibe ninguna mejoría palpable. Votarde miró al tarahumara con rostro adusto. Su mirada traslucía una incipiente preocupación, aunque era evidente que ésta no derivaba precisamente por alguna conmiseración hacia el tarahumara, sino a causa del truncamiento de la investigación que presuponía la muerte del nativo. Lamentaba profundamente que durante el tiempo que había permanecido estable los avances fueran prácticamente infructíferos. Nunca imaginó que el comportamiento humano difiriera tan marcadamente con relación a los animales afectados. —¿Cuántas horas ha durado su estabilidad? —preguntó de pronto. Rodríguez se encontraba a su costado, observando algunas gráficas. 167


christian durazo d.

—Ochenta y cinco horas —respondió éste—. La mitad del lapso más corto observado en los animales. Al parecer, o la resistencia humana es menor o definitivamente el tipo de aberración presentado en el nativo ha resultado más perniciosa. Votarde se pasó la mano sobre la barbilla. —Me inclino por lo segundo —dijo al descuido. Luego se volvió para continuar estudiando algunas gráficas impresas que mantenía en su mano. Durán y Cisneros observaban en silencio, ansiosos de poder intervenir. No se sentían nada útiles mirando a los paramédicos tratando de reanimar al pobre hombre. De pronto se escuchó el pitido de la máquina de soporte vital. Una gran turbulencia de batas blancas se creó a continuación, arremolinándose alrededor del infortunado nativo. Uno de los paramédicos imprimía descargas eléctricas sobre el pecho desnudo de Rahui, sin resultados positivos. El cuerpo del hombre sólo convulsionaba violentamente, sin presentar ningún tipo de reanimación. Una jeringa goteante apareció sobre su hombro desnudo y se clavó con precisión quirúrgica, introduciendo todo el contenido con inusitada celeridad. —¡Se nos va! —aulló uno de los paramédicos. —Aumenta la potencia del desfibrilador. Mientras Votarde hacía un esfuerzo por mirar encima de la aglomeración, repentinamente sintió una mano sobre su hombro. Detrás se encontraba Darío Zubeldía, el encargado del proyecto del detector de desfasamientos temporales. —Doctor —anunció Zubeldía—. Venga enseguida. El equipo está registrando extrañas perturbaciones en la atmósfera. Los ojos de Votarde se abrieron desmesuradamente. Se abrió paso entre la turbulencia y se abalanzó hacia los equipos 168


e l m i s t e r i o d e l ta r a h u m a r a

de detección de desfases. Las agujas de las gráficas proyectaban una serie de movimientos oscilantes de extremo a extremo, indicando una severa perturbación que afectaba las proximidades del albergue. —Ha iniciado hace medio minuto. Es la primera vez desde que arribamos al poblado. Aunque cabe señalar que las agujas comenzaron a moverse justo en el momento en que el nativo comenzó a dar muestras de intoxicación. Ahora están completamente en descontrol… Votarde se volvió hacia la graficadora nuevamente. Las agujas fluctuaban de extremo a extremo, recordando la trepidante graficación de un sismo. Durán y Cisneros observaban a sus espaldas, no menos intrigados. Súbitamente una exclamación provino del otro extremo del recinto. Algunos de los científicos se alejaron instintivamente del tarahumara con una expresión de horror en sus rostros. Sus ojos reflejaban la incertidumbre que acompaña a toda contemplación del portento que se devanaba entre lo real y lo fantasmagórico. Votarde llegó justo cuando el resto de los científicos habían despejado el área, seguido de sus dos invitados. El científico quedó petrificado, sus ojos abiertos como platos. Sobre sus hombros, Durán y Cisneros se sumaron a la turbación. A sus pies, tendido sobre el camastro, el cuerpo de Rahui, muerto ya por inhalación de monóxido de carbono, se derretía en una masa sanguinolenta y amorfa… (continuará)

169



Sobre el autor Christian Durazo D. (Hermosillo, 1975) es ingeniero químico de profesión (Universidad de Sonora), pero desde temprana edad se mostró atraído por la literatura y las artes plásticas, lo que posteriormente lo llevaría a estudiar pintura, dibujo y escultura de manera paralela a su carrera como ingeniero, además de literatura en la Universidad Autónoma de Baja California. Deambula por las calles de Tijuana desde julio de 2001 y casi desde entonces funge como inspector ambiental en la Secretaría de Protección al Ambiente del Gobierno del Estado de Baja California. De manera paralela se desempeña también como escritor de fantasía y ciencia ficción, pintor y escultor. Ha publicado El Reencarnado y sus orígenes lingüísticos (1995), Don Tramontino de Sigüenzal (2000), La esencia oculta (ILCSA, 2007), Paisaje natural de Estado de Baja California (Algibe, 2007), Relámpagos de medianoche (ILCSA, 2009), Paisaje natural del Estado de Baja California II (Cruce Fronterizo, 2010), El Quijote lunar (Edit. ILCSA, 2011), Paisaje natural del Estado de Baja California III (Artificios Media, 2012), revista Arquetipos 33 (muestra de pinturas, 2014), revista digital Penumbria 21 (Antología de cuentos, 2014), Futuros por cruzar. Cuentos de ciencia ficción sobre la frontera (Artificios, 2015), así como también cuenta con varias exposiciones de pintura y escultura. El misterio del tarahumara es su tercer libro de cuentos. Visita la página de arte del autor en https://www.facebook.com/pages/Christian-Durazo-D/707541382601718

Sobre MonomitoS Monomitos es una editorial independiente de ediciones digitales e impresión bajo demanda especializada en la narrativa gráfica, de horror y ciencia ficción. La colección Departamento de Mostros Perdidos reúnes historias de autores que exploran la literatura de la imaginación. Visita: http://monomitospress.blogspot.mx


El misterio del tarahumara de Christian Durazo D. se imprimi贸 en noviembre de 2014. Esta edici贸n digital fue publicada el 23 de abril de 2015, conmemorando el D铆a Mundial del Libro y del Derecho de Autor.




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.