la mano izquierda del tiempo Christian Durazo D.
Departamento de mostros perdidos 4
La mano izquierda del tiempo Edición digital, 2018 D. R. © Christian Durazo D. D. R. © Monomitos Press Tijuana, B. C., México http://monomitospress.blogspot.mx Twitter: monomitospress Diseño y edición: Néstor Robles Ilustración de portada: Christian Durazo D. Colección Departamento de Mostros Perdidos
Hecho en Tijuana / Impreso en Mexicali Made in Tijuana / Printed in Mexicali
1 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Los dos hombres entraron al campamento provisional cerrando con premura la puerta tras de sí. Una furiosa ventisca aullaba a sus espaldas, ocasionando que algunos copos de nieve se colaran hacia el interior. Dentro del recinto, en cambio, la atmósfera reinante era toda quietud y confortable calidez, emanada desde los calentadores electroplásmicos que se hallaban esparcidos en los recovecos de la habitación. Ninguno de los científicos que trabajaban en el interior desvió su atención ante la repentina intrusión, excepto el doctor Votarde, quien se acercó sonriente para recibirlos. Ambos visitantes atravesaron la estancia descubriéndose la capucha de sus abrigos y se internaron entre dos escritorios arropados de pantallas monocristal y pilas de carpetas. —¿Cómo les ha tratado el clima, señores? —saludó con cierto dejo de sarcasmo. Luego repuso—: La sierra tarahumara puede llegar a ser hostil por momentos, pero son mucho más frecuentes los días apacibles en los que se puede disfrutar de sus bellos paisajes. Siéntense, por favor. Extendió un par de sillas y se dirigió hacia la cafetería improvisada. —¿Café? —ofreció Votarde. 7
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—No, gracias, doctor —respondió uno de ellos—. Le presento al bioquímico Alejandro Durán. Él es investigador de la Universidad del Norte y ha publicado varios artículos en diversas revistas sobre los efectos del monóxido de carbono en los seres humanos. El doctor Votarde se aproximó hacia el bioquímico, taza en mano, y le miró con cierta curiosidad. —Ahora le recuerdo —dijo con aire de satisfacción —. He leído algunos de sus artículos… Muy interesantes, por cierto —dio un sorbo a su café y prosiguió—. Es justamente por lo que le hemos invitado a colaborar en esta investigación, señor Durán. Supongo que el biólogo Cisneros le habrá puesto al tanto de nuestra presencia en este frío lugar, ¿cierto? —En efecto —respondió Cisneros—. He expuesto todos los pormenores del caso, pero no hemos tenido oportunidad de visitar el albergue a causa de la tormenta. Espero que las condiciones interiores se mantengan intactas una vez que ésta haya amainado… —Por desgracia no ha sucedido así —puntualizó Votarde—. El ingreso del equipo de rescate perturbó las condiciones iniciales en las cuales tuvo lugar el fenómeno. La ventilación del recinto fue propiciada por el retiro de los cuerpos, aunque el sobreviviente aún se conserva con vida de puro milagro. —¿Se efectuó algún análisis del aire interior antes de que los cuerpos fueran retirados? —inquirió Durán. —Sí —respondió Votarde en el acto—, aunque la atmósfera ya se había diluido en buena medida. Aun así, los análisis revelaron que una vez que todo el material combustible se consumió dentro de los anafres se creó un ambiente rico en gases de combustión en una relación de diez a uno, 8
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es decir, un noventa por ciento del aire interior estaba compuesto por monóxido de carbono, nueve por ciento de bióxido de carbono y el porcentaje restante por trazas de aire y vapor de agua, lo cual es bastante inusitado. En otros casos de intoxicación los niveles de monóxido de carbono no han sido tan elevados, y siempre permanece una cantidad aceptable de oxígeno. Un notorio silencio se cimbró sobre los tres hombres. —Una concentración semejante de monóxido de carbono sólo puede formarse bajo excepcionales condiciones de combustión incompleta y dentro de un recinto casi hermético —apuntó Durán al cabo de unos segundos. —Justamente hemos llegado a esa misma conclusión —intervino Votarde—. Pero aún más intrigante resulta el hecho de que la ventilación del recinto demoró más de lo habitual aún después de que las puertas y ventanas del albergue fueron abiertas de inmediato tras el hallazgo. —Ello resulta lógico si tomamos en cuenta los altos niveles de concentración —concluyó Durán—. ¿Hace cuánto tiempo ocurrió el hallazgo? —Hace veintitrés horas, aproximadamente —respondió Votarde. Alejandro Durán arrugó en entrecejo. —¿Y dice que el sobreviviente aún se mantiene con vida? ¿Cómo es posible? El doctor Votarde sonrió, alzando la voz con la intención de atemperar la excitación del visitante. —Estamos a punto de llegar al meollo del asunto. Cuando los cuerpos fueron descubiertos y se dio la noticia, las autoridades y el médico del poblado acudieron al lugar. Tras inspeccionar el recinto, descubrieron una treintena de 9
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cadáveres al lado de varios anafres aún humeantes, presumiblemente muertos por inhalación de monóxido de carbono, como más tarde se pudo confirmar. Sin embargo, de manera inaudita, uno de los ocupantes del albergue aún se encontraba con vida, durmiendo y respirando con toda naturalidad, sin mostrar ningún signo de intoxicación. Durán frunció el entrecejo, sorprendido. —El médico y su equipo de ayudantes se movilizaron para brindarles las atenciones pertinentes —prosiguió Votarde—, conectándolo a un respirador artificial de oxígeno, de acuerdo a lo que dictaba la lógica. Sin embargo, de manera inexplicable, la respiración del sobreviviente comenzó a entrecortarse y sus signos vitales decayeron ostensiblemente en cuestión de segundos, provocándole espasmos y una intensa tos. La presión arterial decayó de forma dramática y en cuestión de segundos la coloración de su piel (antes normal) comenzó a tornarse violácea. El médico atribuyó tal desequilibrio a la avanzada intoxicación, pero por fortuna, el sentido común o una mera corazonada de unos de los ayudantes, lo movió a quitarle la mascarilla de oxígeno. Ante la mirada reprobatoria y atónita de los presentes, lejos de que la situación del sobreviviente se agravara, ésta se estabilizó y sus signos vitales se recuperaron casi por completo. Todos quedaron de una pieza. Aunque imperceptible, el ambiente precariamente ventilado del recinto aún mantenía un considerable nivel de monóxido de carbono, sobre todo al fondo del albergue, donde el sobreviviente se encontraba a escasos centímetros de un anafre. Ninguno de ellos se explicaba cómo era posible que se mantuviera con vida, y más intrigante resultaba aún la reacción provocada por la asistencia médica. 10
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El doctor Votarde se interrumpió y se llevó la taza de café a sus labios. —¿Qué sucedió después? —preguntó Alejandro Durán con un dejo de intriga en su voz. Votarde continuó narrando los hechos. —Cuando intentaron trasladar al sobreviviente a la clínica para brindarle las atenciones correspondientes, éste reaccionó de la misma forma. Al parecer, el alejamiento del tóxico ambiente donde se encuentra y la desestabilización de las condiciones imperantes en el interior del albergue repercuten en la salud del sujeto. Durán dio un respingo. —¿Qué trata de decirnos, doctor? —inquirió el bioquímico—. ¿Que el hombre permanece con vida debido a que se encuentra respirando una mezcla de gases de combustión? —Como lo oye. Tras varios intentos de someterlo a una atención médica convencional, con los mismos resultados, se determinó dejarlo en el mismo lugar donde había sido encontrado, junto al anafre, donde se mantenía estable, por más inverosímil que esto pueda sonar. Sin embargo, a medida que el albergue comenzó a ventilarse a causa de la intromisión de los médicos forenses que intervinieron en la extracción de los cadáveres, el sobreviviente comenzó a acusar el cambio de ambiente, y sus signos vitales comenzaron a vacilar de nuevo. Pronto nos dimos cuenta que el futuro de aquel hombre sería el mismo que el de los treinta cuerpos que estaban siendo trasladados hacia el exterior. Fuese cual fuese la causa que lo había mantenido con vida durante tanto tiempo en semejantes condiciones de anoxia, ésta no se mantendría de manera indefinida… El doctor Votarde se interrumpió de nuevo, terminándose su taza de café. 11
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—¿Qué sucedió con el hombre entonces? —preguntó Durán—. ¿Murió? —No, lograron mantenerlo con vida… —¿Cómo? —Conectándole a un tanque de monóxido de carbono.
El cielo lucía totalmente límpido, tachonado apenas por algunas nubecillas brillantes qu contrastaban con el azul intenso del horizonte. La tormenta había escampado desde hacía varias horas, y en lugar de la borrasca en la negra oquedad de la noche había surgido una mañana iluminada por un tímido sol que asomaba entre las cambiantes nubes, incapaz de calentar un solo ápice sobre la fría y alba superficie. Ninguno de los curiosos lugareños que se habían congregado en los alrededores del campamento un día antes se hallaba en las cercanías. La tormenta y el frío los había ahuyentado, obligándolos a refugiarse en la calidez de sus hogares. A medida que avanzaban, las botas de los tres investigadores se hundían en la nieve blanda, dificultando el ascenso hacia la colina. De tramo en tramo Votarde se detenía para tomar aire. —Disculpen las incomodidades —expresó el científico anfitrión, notoriamente agitado—, pero resultaría imposible ascender la colina en la vagoneta apenas escampada la tormenta. El albergue se encuentra unos metros más arriba, detrás de ese pequeño promontorio. —Descuide, doctor —concedió Alejandro Durán—. No todos los días se puede disfrutar de un escenario como éste… El bioquímico se detuvo unos instantes, ignorando el paso vacilante del doctor Votarde y su compañero. Se giró 12
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sobre sus espaldas y contempló el panorama que tenía frente a sí. Tras la segunda nevada de la temporada, Temósachic se encontraba bajo una gruesa capa de nieve de treinta centímetros de espesor que lo cubría todo. A lo lejos se avistaba la plaza del pueblo, rodeada de esmirriados árboles deshojados cubiertos de escarcha, al igual que el kiosco central y una torre de reloj. Gruesos carámbanos descendían del techo cubierto de nieve y se unían a los capiteles de los pilares, formando una cortina de hielo que se extendía a lo largo de todo su perímetro. Al fondo, más allá de los tímidos efluvios de humo que emanaban de las chimeneas de las viviendas, los picos nevados de la Sierra Madre Occidental chihuahuense brillaban ante la incidencia de los primeros rayos del sol. —Tenemos suerte de que no esté soplando viento —dijo Votarde.—La sensación térmica sería aún peor… Y acá arriba suele pegar más duro. —No se preocupe —respondió Durán, reanudando el paso—, venimos preparados. No hacía falta decirlo. Votarde advirtió por el rabillo del ojo que los dos científicos visitantes portaban termoabrigos a juego con sus pantalones, muy probablemente del mismo material y provistos con las mismas funciones. Aunque se trataba de una tecnología relativamente antigua, Votarde siempre había prescindido de tales aditamentos. La sensación de calor artificial siempre le hacía sentirse incómodo, de modo que prefería calentarse a fuerza de actividad, una gruesa chamarra y un buen café humeante, desde luego. Aunque no en todas las ocasiones daba resultado. A pesar de los gruesos guantes que portaba en sus manos y las botas acolchadas que calzaba, al llegar al promontorio comenzó a sentir los primeros estragos del frío. Cisneros y Durán, en cambio, caminaban lenta 13
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y apaciblemente, como si estuvieran sentados dentro de una confortable habitación frente a la chimenea, pese a los -18° C que reinaban en el exterior. Media docena de hombres los esperaba ya, apostados frente a la entrada del albergue. El doctor Votarde les recordó que cuando los cadáveres fueron trasladados a la comisaría para su posterior identificación y entrega a sus familiares, se decidió dejar al sobreviviente dentro del albergue en lugar de que fuera trasladado a la clínica del poblado aún y cuando éste continuaría invariablemente conectado al tanque de monóxido de carbono. Tal resolución se mantendría hasta que se diera el arribo de los médicos especialistas, ya que éstos decidirían qué hacer al respecto una vez evaluada la situación. Como en un acto reflejo, Durán se volvió hacia Votarde y preguntó visiblemente desconcertado: —¿Cómo dice? ¿Una comitiva de médicos especialistas viene en camino? —En efecto —respondió Votarde. —No comprendo. ¿Por qué nos ha hecho llamar entonces? El doctor Votarde se detuvo de repente y se dirigió al bioquímico con una expresión adusta en su rostro. —Se lo explicaré todo en su debido momento. Antes quiero que sepa que tanto su presencia como la del señor Cisneros son absolutamente indispensables, al igual que la de los especialistas que vienen en camino. —¿Quiénes son exactamente estos médicos especialistas de los que habla? —insistió Durán. —Todo a su tiempo, por favor... El tono empleado por Votarde no dejaba lugar a dudas de que no era el momento adecuado para tales cuestionamientos. 14
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Con un movimiento de cuello indicó a los dos hombres que lo siguieran hacia el interior, envuelto por una nube de vaho que la brisa helada terminó por disipar. El interior del albergue resultó más rústico de lo que los dos visitantes esperaban. El piso era de tierra, lucía endurecido por el paso del tiempo y bastante salpicado de manchas grisáceas en algunos sitios, muy posiblemente debido a la caída de cenizas al momento de que los anafres fueran retirados, la única fuente de calor de los desprotegidos que ahí solían refugiarse en invierno, además de sus raídas cobijas. Pobre gente, pensó Alejandro Durán. Nuevamente era consciente de la disparidad que existía entre los avances de la tecnología y la realidad que imperaba entre las etnias del país, que no terminaban de aceptar los progresos de la ciencia debido a sus creencias y a la falta de atención que el gobierno había mostrado de manera histórica. Faltaban décadas para que una tecnología tan primaria como los termoabrigos que portaban alcanzara la mayoría de los rincones marginados del país, y aún así, siempre continuarían en desventaja respecto al mundo exterior conforme los avances tecnológicos y científicos fueran avasallando los pormenores de la vida cotidiana. Muros y techo mostraban el mismo grado de precariedad, según fueron advirtiendo a medida que avanzaban, y pese a que sólo había un par de camastros, una mesa de madera y dos hornillas tiznadas, nadie podía negar que aquel lugar constituía un refugio ideal para quien no tenía un hogar donde guarecerse de las bajas temperaturas que reinaban en la región. —Los cadáveres fueron encontrados justo aquí, en el suelo —explicaba el doctor Votarde—, acurrucados unos con otros. Los anafres se hallaron en distintos sitios, esparcidos por toda la habitación. 15
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—¿Las hornillas también estaban encendidas? —preguntó Durán. —Afirmativo. Aparte de éstas se encontraron cinco anafres más. Ninguno de los pobres diablos se dio cuenta —agregó Votarde—. Por lo menos murieron calientitos… Alejandro Durán dirigió una mirada de desaprobación a Cisneros. Definitivamente el comentario no le había causado ninguna gracia. Demasiado humor negro para la ocasión. Votarde se adelantó hacia el grupo de técnicos que se arremolinaba frente a una hilera de monitores. Una maraña de cables, amasijos de aparatos electrónicos y computadoras monocristal se arracimaban sobre los costados del albergue, obligando a los investigadores a caminar con cierta precaución. —¿Alguna novedad, Rodríguez? —preguntó Votarde a espaldas del grupo. Uno de los técnicos se volvió de inmediato. —Ninguna, doctor —respondió el hombre—. Los signos vitales continúan estables, y el consumo de monóxido no ha variado desde que fue conectado. Votarde asintió, extendiendo su mano hacia los dos visitantes. —El bioquímico Durán y el biólogo Cisneros son especialistas en el estudio de los efectos del monóxido de carbono en el cuerpo humano. Ambos han llegado como apoyo. —Un placer —asintió Rodríguez, extendiendo la mano—. Por aquí. Pasen, por favor. El resto del grupo que atendía al paciente se dispersó en silencio para atender otras labores. —Se trata de un miembro de la comunidad tarahumara de la región —anticipó Rodríguez con el objeto de ponerlos en antecedentes—, al igual que el resto de las víctimas que perecieron en este lugar. 16
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Los nuevos integrantes del equipo se acercaron con una especie de fascinación y curiosidad en sus rostros. A sus pies se encontraba un hombre de estatura baja, de aproximadamente cuarenta años, tendido sobre un camastro. Una maraña de cables de análisis neural se hallaba conectada a su cabeza cual tarántula cibernética, mimetizándose con la manguerilla que colgaba de la parte superior de un tanque contiguo. El sujeto se miraba apacible, respirando con naturalidad y a un ritmo normal bajo la mascarilla que le cubría casi la totalidad de su rostro. Costaba trabajo creer que se encontraba respirando tan nocivo gas sin sufrir ningún tipo de intoxicación. Por momentos, la escena se antojaba bizarra y surrealista. Aunque Durán conocía los antecedentes del caso, le fue imposible sucumbir a su curiosidad. —¿Han intentado desconectarlo de nuevo? —Se ha tratado varias veces—respondió Rodríguez—, pero en cuanto se lleva a cabo la desconexión el hombre acusa serios problemas para respirar, como si de pronto fuera introducido a una cámara con gas tóxico. Es increíble… Es como si el mismo oxígeno esencial para la vida le indujera la muerte. El grupo permaneció contemplando al tarahumara durante unos instantes, sin poder salir de su asombro. Aunque había sido cubierto de manera improvisada por una manta, todavía se entreveía su indumentaria tradicional entre los pliegues que envolvían el camastro. Incluso aún portaba la pañoleta tradicional sobre la cabeza, bajo la cual afloraba una mata de cabellos revueltos y emplastados por una capa de grasa y suciedad. —¿Se ha realizado ya algún análisis de sangre? —preguntó Durán. —En efecto, y en buena cantidad —respondió Votarde con parsimonia. 17
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—¿Cuál fue la cantidad de carboxihemoglobina encontrada? —quiso saber el propio Durán. El doctor Votarde sonreía con cierto disimulo, casi con sorna. Estaba ansioso por ver la cara que pondrían ambos científicos al momento de la respuesta. —Inexistente, ni la más mínima traza. Su sangre está completamente normal, sin ningún signo de intoxicación. —¿Cómo? Eso es imposible… —masculló Durán. Votarde asintió con aire cansino. —Lo sé, pero los análisis no mienten. Ya tendrá tiempo de comprobarlo usted mismo. Durán comenzó a rascarse la cabeza. —Pero… El hombre debe tener una hipoxia de antología después de haber inhalado tal cantidad de monóxido… —En condiciones normales sería muy probable —puntualizó Votarde—, pero recuerde que este caso es distinto. El hombre ha sobrevivido precisamente porque el monóxido no ha reaccionado con la hemoglobina de su sangre. ¡Increíble!, pero cierto. Los dos científicos permanecieron mirando a Votarde con un acusado rostro de desconcierto. A su vez, éste contemplaba a los dos visitantes con una sonrisilla velada en sus labios. Al advertir el acrecentamiento de la curiosidad y la intriga en ambos científicos se congratuló en su interior, visualizando los escenarios que estaban a punto de materializarse. Y lo que falta, se dijo taimadamente para sí. Tras dejar que los dos científicos intercambiaran algunas impresiones a media voz, Votarde se volvió hacia Durán. —¿Qué cree que está sucediendo con este hombre? —preguntó de pronto. En el tono de voz se intuía la imperiosa necesidad de escuchar una opinión externa. Sin dejar 18
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de contemplar al nativo, Durán enarcó las cejas y movió la cabeza a ambos lados. Sentía como si hubiese sido puesto a prueba. —De momento no tengo la más remota idea —respondió—. Es absolutamente necesario realizar más análisis de sangre y estudios de pulmones para emitir algún juicio. La condición del hombre es estable, y por el momento no acusa ningún tipo de intoxicación, pero no se puede descartar que ésta llegue a manifestarse conforme transcurra el tiempo. Debemos tomar en cuenta que es posible que esta excepcional inmunidad sea solamente pasajera… —Doctor Durán —dijo Votarde con tono socarrón—, nuestro amigo está conectado al tanque de monóxido desde hace treinta horas sin sufrir ningún tipo de trastorno… —Aun así las condiciones pueden variar en cuestión de minutos—apremió Durán—. Mi experiencia así me lo ha demostrado. Por el momento, el sujeto se encuentra estable, pero no sabemos por cuánto tiempo más vaya a permanecer así. Votarde observó al bioquímico con una sonrisa de beneplácito. No había demorado mucho en darse cuenta de su gran capacidad de deducción. Sin duda, su reputación le precedía. De pronto se escuchó una voz a sus espaldas. Era Rodríguez. —El equipo de especialistas médicos viene en camino, doctor —informó el técnico—.Se estima que el helicóptero arribe en una hora. —Gracias. ¿Podría dejarnos a solas un momento? —pidió Votarde a su colaborador. —Desde luego —dijo éste, y se retiró. La mirada de Votarde se volvió extraña de pronto. Un brillo diferente dimanaba de sus ojos, contrastando con sus pupilas dilatadas, negras y profundas. La petición del doctor 19
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despertó la curiosidad de los dos científicos, ya por sí alimentada por ciertas observaciones que se habían venido sucediendo desde que habían salido del campamento. Finalmente, Durán no pudo contenerse más y se dirigió hacia Votarde antes de que éste tomase la palabra. —Habrá usted de disculpar mi insistencia, doctor. Sé que nos ha pedido paciencia, pero la verdad es que no puede reprimírmelo ni un solo instante más, de modo que vuelvo a insistir en ello: ¿por qué razón nos ha mandado llamar siendo que ya vienen médicos especialistas en camino? —Precisamente de ello quería hablarles —respondió Votarde con gravedad. Su actitud reflejaba ahora una total disposición a revelar la confidencia que momentos antes les había denegado con inexorable determinación—. Síganme, por favor. Durán y Cisneros intercambiaron miradas de extrañeza. Vieron cómo el científico se adelantaba hacia un rincón donde se hallaban varios monitores donde aparecía la imagen del tarahumara desde varios ángulos. En un principio, ambos invitados pensaron que el investigador los estaba conduciendo ahí para mostrarles algún pormenor sobre el comportamiento del indígena, pero pronto se dieron cuenta de que lo único que Votarde perseguía era apartarlos un poco del resto de los colaboradores. Entre miradas recelosas y un ligero carraspeo entrecortado finalmente el científico dijo: —No he sido del todo sincero con ustedes. —¿Respecto a los especialistas de los que nos ha hablado? —inquirió Durán. —No, respecto a mi equipo, a todo el personal científico y técnico que ven a su alrededor. El fenómeno que nos ocupa requiere de la intervención de los mejores expertos en 20
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cada área. Es por ello que se ha requisado la intervención de un equipo de médicos especialistas para que asuman los cuidados y análisis clínicos pertinentes de manera autónoma, al igual que ha sido requerida su intervención en virtud de sus conocimientos y experiencia en este tipo de intoxicaciones, los que ya tendrá oportunidad de aplicarlos en su momento. Entretanto, mi equipo deberá ocuparse de otro tipo de asuntos. Los dos hombres arrugaron aún más el entrecejo. —¿Qué tipo de asuntos? —Fenómenos paranormales. —¿Cómo dice? —inquirió Durán, intercambiando una mirada con su acompañante. —Como oye. De hecho, llegados a este punto tengo que revelarles que nuestra presencia en este lugar no obedece únicamente al fenómeno que ha ocurrido con este indígena. Hemos estado recorriendo esta región desde hace dos meses. Los dos científicos que Votarde tenía ante sí se mostraron aún más consternados. —¿Durante dos meses? —preguntó Cisneros—. ¿Qué se supone que los ha tenido ocupados todo este tiempo en la sierra tarahumara? —Como decía hace unos momentos: fenómenos paranormales. Durán se llevó la mano a la barbilla. —¿Qué clase de fenómenos… paranormales? —quiso saber el bioquímico. Un tono ligeramente escéptico acompañó a la última palabra. Votarde captó la insinuación, pero no se inmutó en lo más mínimo. —La desaparición de animales domésticos. Ninguno de ellos ha dejado el menor rastro. 21
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—¿Animales domésticos? —inquirió Cisneros con un dejo de sorna en su voz—. Debe estar bromeando, ¿no es así? ¿Qué tiene de paranormal la desaparición de un animal doméstico? Existen cientos de causas que nada tienen que ver con fenómenos paranormales… —En primera instancia, ninguna —respondió Votarde con una sonrisa esbozada en sus labios—. Lo intrigante, sin embargo, no radica en la desaparición de estos animales, sino en la posterior aparición de los mismos al cabo de varios días de extravío. Por un momento los dos científicos pensaron que el hombre les estaba gastando una broma de mal gusto. —Disculpe —intervino Durán después de pensárselo un poco—, pero no comprendo. ¿Habla de animales domésticos que de pronto desaparecen de la vista de sus dueños sin dejar ningún rastro para aparecer luego de varios días y a esto le llama usted fenómeno paranormal? Votarde miró de hito en hito a los dos invitados, asintiendo lentamente con un movimiento de cabeza. Era indudable que había algo más. —Comprendo que la noticia no resulte muy reveladora, y hasta es posible que suene bastante ridícula… De hecho, lo extraño e intrigante aquí tampoco estriba en la posterior aparición de los animales, sino en los extraños hábitos que adquirieron una vez que regresaron. —¿Extraños hábitos? ¿A qué se refiere? —A lo siguiente: luego de aparecer después de varios días de ausencia estos animales no volvieron a ser los mismos. Los casos son numerosos y variados, y hay que aclarar que no en todos los eventos hay implicados animales domésticos, sino también silvestres. Sirva como ejemplo el reporte de un perro 22
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perteneciente a un ranchero de la región. A su regreso, todo famélico y sediento, el animal se dirigió directamente a un recipiente abierto que contenía gasolina y bebió con inusitada avidez como si de agua se tratara, sustituyendo al vital líquido por el combustible de manera permanente. —¿Gasolina? —inquirió Durán, escéptico. Su mirada se clavó en el rostro de su compañero. —Como oye. Existen también reportes de hatos enteros de ganado desaparecidos, y que tras su misterioso regreso prefirieron comer carne cruda en lugar de la pastura habitual…O peces de río que de buenas a primeras saltaron fuera del agua y comenzaron a respirar con normalidad sobre tierra, mientras que aves de varias especies se lanzaron hacia el fondo de lagunas y ríos para sumergirse y respirar con toda naturalidad debajo de la superficie… entre otras aberraciones de toda índole. Durán enarcó las cejas. Movió la cabeza de lado a lado. —Perros a gasolina, vacas carnívoras, peces terrestres, aves que respiran bajo el agua… —dijo como si hablara para sí mismo, con voz apenas audible. Sin embargo, Votarde alcanzó a escuchar. —Sí, lo sé. Suena totalmente demencial e inaudito, pero todo se encuentra documentado en video y fotografías. Por unos días estos animales se convirtieron en la sensación de los lugareños, pero antes de que el fenómeno trascendiera a los medios de comunicación, la mayoría de los especímenes fueron capturados y traídos a nuestro laboratorio con el fin de someterlos a rigurosos análisis de sus metabolismos sin encontrarse ningún tipo de anomalía o disfunción manifiesta. Simple y sencillamente las nuevas sustancias o alimentos inusuales que ingresaban a sus cuerpos eran asimilados y 23
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aprovechados con toda naturalidad, sin presentarse ninguna clase de indigestión o intoxicación. »En el caso del perro que bebía gasolina, su estómago estaba totalmente intacto, y sólo se encontraron algunas trazas de hidrocarburos en la orina. Lo mismo sucedió con las vacas y el resto de los animales involucrados. Sus organismos funcionaban con normalidad, encontrándose únicamente heces y orina de naturalezas distintas a las normales para su especie. Los órganos respiratorios de los peces, las branquias, funcionaron como pulmones, y viceversa, en el caso de las aves… Los dos científicos invitados cruzaron la mirada por enésima ocasión. Estaban totalmente seguros que eran objeto de una broma. Incluso uno de ellos comenzó a mirar discretamente a su alrededor y en la propia ropa del doctor Votarde, en busca de una microcámara escondida. Durán se llevó de nuevo la mano a la barbilla, tanteando el crecimiento de su barba de dos días. —Doctor, el caso que acaba de exponernos es tan inaudito como difícil de creer. ¿Dónde podemos ver estos raros ejemplares? —No creo que puedan —respondió Votarde. —¿Por qué no? —Porque todos ellos están muertos —fue la respuesta. Los rostros de los dos científicos fueron modelados por el desconcierto. —¿Muertos? —inquirió Alejandro Durán—. Pero si ha dicho que estos animales vivían de manera normal, sin ningún tipo de disfunción en sus organismos… —Cierto, pero sólo durante unos días. Eventualmente, todos ellos murieron. 24
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Con las cejas arqueadas en todo lo alto, Durán no pudo evitar la pregunta de rigor. —¿Por qué razón? ¿Qué sucedió? —No sabemos qué indujo la reversión exactamente, pero al final la lógica y la naturaleza se impusieron. El perro a gasolina, como usted le llamó, murió intoxicado por ingesta del hidrocarburo, las vacas murieron de indigestión al no poder asimilar la carne ingerida, los peces terrestres simple y sencillamente terminaron boqueando y las aves quedaron flotando sobre la superficie del agua, ahogadas… entre otras muchas reversiones sin explicación. Durán comenzó a rascarse la parte posterior de su cabeza. —¿Cuánto tiempo vivieron después de haber adquirido estos extraños hábitos? —Una semana algunos de ellos; otros dos o un poco más. Sus nuevos hábitos no duraron mucho, como pueden ver… Votarde hizo una pausa, escrutó los rostros de sorpresa de sus interlocutores. Luego prosiguió: —Además del material videográfico y fotográfico contamos con diversos estudios fisiológicos y bioquímicos a los que fueron sometidos los animales implicados. Todo está documentado, como he dicho antes. No se trata de historias inventadas por los lugareños, créanlo. El bioquímico asintió de nuevo. Luego agregó en tono condescendiente. —Por supuesto, doctor… Pero dígame, ¿a qué conclusión llegaron después de todos los estudios realizados? ¿A qué se debió el fenómeno? —Aún no contamos con un reporte concreto. Ninguno de los estudios ha llevado a una pista promisoria. En cambio, es un hecho comprobado que los extraños hábitos de los 25
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animales se suscitaron a raíz de sus inexplicables desapariciones. Algo o alguien provocó las alteraciones fisiológicas y metabólicas durante sus ausencias… El silencio que siguió a continuación fue interpretado por el doctor Votarde como un intento efímero e intrascendente por dilucidar acerca de las posibles causas del fenómeno, pero pronto cayó en la cuenta de que había subestimado la capacidad de deducción de sus invitados. —Doctor, hasta el momento el fenómeno sólo se ha presentado en animales, de acuerdo a lo que nos ha expuesto. Pero, ¿qué me dice de personas? ¿Ha habido algún ser humano involucrado? Votarde adquirió una expresión grave y se sumió en un agudo silencio. Finalmente dijo: —No se había presentado, hasta ahora… A un mismo tiempo, ambos científicos se volvieron para contemplar al nativo tarahumara postrado sobre el camastro. —Al igual que los animales —prosiguió Votarde—, este hombre, cuyo nombre es Rahui, también desapareció de manera inexplicable durante siete días sin dejar ningún rastro. Familiares y miembros de su comunidad lo buscaron durante el mismo lapso con resultados negativos. A diferencia de los animales —a los que no se les pudo cuestionar por supuesto—, una vez que el indígena reapareció de la nada fue sometido a interrogatorio. A dónde había ido, qué había sucedido. Sin embargo, el hombre no pudo responder a ninguna de las preguntas: no recordaba absolutamente nada. Incluso hasta se mostró desconcertado ante las manifestaciones de preocupación por parte de los lugareños. »Esta vez, sin embargo, no hubo modificación palpable de los hábitos. El nativo no se dirigió a la gasolinera del 26
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pueblo para beber el combustible a litros, ni sus gustos alimenticios fueron sustituidos por hierbas del campo, ni tampoco se lanzó al río para tomar un chapuzón… como en el caso de los animales. En definitiva, ningún hábito raro aparente… hasta que arribó la tormenta de nieve y las autoridades del pueblo determinaron trasladar a la gente más humilde al albergue, donde fallecieron el resto de las personas aquí refugiadas, excepto Rahui… —Manifestando así un cambio fisiológico en su cuerpo: la habilidad de respirar monóxido de carbono en lugar de oxígeno para subsistir —dedujo Alejandro Durán. —Correcto —respondió Votarde, condescendiendo con una sonrisa. De inmediato los dos científicos invitados entraron en especulaciones. —Ello significa que el hombre puede morir durante los próximos días debido a la reversión de su condición, al igual que en el caso de los animales… —Es muy posible—dijo Votarde—. Aunque en este caso no sabemos con exactitud en qué momento vaya a acusar los signos de reversibilidad dado que se trata de un ser humano y no de un animal, lo que es un fenómeno totalmente nuevo para nosotros. Una cosa es cierta: no podemos esperar que la condición de Rahui se mantenga de manera indefinida. Hay un porcentaje de muy alto de probabilidades de que su situación decante en el mismo desenlace de los animales “revertidos”. Precisamente por ello lo hemos estado monitoreando de manera constante. En el caso de que mostrase visos de intoxicación, estamos preparados para proveerle de oxígeno y las pertinentes atenciones médicas de manera inmediata… 27
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Durán asintió de manera pausada. —¿Se han presentado otros casos de personas afectadas? —preguntó el bioquímico. —No, por ahora —respondió Votarde—. Pero de ninguna manera se puede descartar tal posibilidad. Aunque, de acuerdo al patrón seguido en todos los casos, antes tendrá que suscitarse alguna desaparición inexplicable de varios días, ya sea de animal o de persona. Durán entrelazó sus dedos en señal de ansiedad. —¿Tienen ya alguna idea de lo que sucede durante las desapariciones? ¿Alguna pista de qué o quién inflige semejantes alteraciones? —Precisamente ésa es la pregunta del millón, señor Durán —respondió Votarde de manera un tanto socarrona, como si ocultara algo—. Tenemos una leve noción… —¿Ha habido algún reporte de luces nocturnas en el cielo, luces en movimiento durante la noche? —preguntó de pronto Cisneros, como si no hubiera prestado atención a la revelación de Votarde. En el acto se dio cuenta de que había sido un error puesto que había impedido que su anfitrión ahondara en sus impresiones. El rostro de Votarde se iluminó con una sonrisa reprimida. No fue su intención, pero a ojos externos lució como una manifestación de sorna. —¿No me diga que está pensando en ovnis? —preguntó. Cisneros se revolvió en su asiento, incomodándose ante la observación del científico. Miró a su compañero, quien escrutó su indignación por el rabillo del ojo. Al margen del sentido que Votarde había empleado, Durán decidió intervenir. —Hasta donde tengo entendido, el avistamiento de ovnis se encuentra dentro del fenómeno paranormal… 28
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—Desde luego —fue la respuesta—. Sin embargo, nuestro grupo de investigación no se especializa en este tipo de fenómenos. Muy seguramente su pregunta obedezca a los miles de casos sobre personas que aseguran haber sido abducidas por ovnis y haber aparecido de manera inexplicable tras meses e incluso años de ausencia. Los testimonios coinciden en una serie de experimentos de todo tipo, aunque ninguno de ellas ha mostrado alguna evidencia fehaciente más allá de cicatrices que podrían haber sido producidas por cualquier objeto punzocortante conocido. Alejandro Durán se rascó la parte posterior de su cabeza por enésima vez. —¿No podría ser éste el caso? —No —fue la respuesta de Votarde—. En primer lugar, desde que dieron comienzo los extraños fenómenos en los animales que les he mencionado, hará cosa de dos meses, no se cuenta con ningún reporte de avistamientos de ovnis o luces nocturnas en la zona. En síntesis, ningún evento que pudiera ser relacionado con el fenómeno ovni. Lo que sea que haya sucedido, no guarda ninguna relación con abducciones perpetradas por seres de otro mundo, si es que éstos existen… Ambos científicos quedaron en silencio, digiriendo la aclaración. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Fue Durán quien se animó finalmente. —¿Qué sugiere entonces? ¿Cuál cree que podría ser la causa de este fenómeno en particular? Sin proponérselo de manera consciente, ahora Durán regresaba la pregunta. El investigador miró a los dos invitados con una circunspección que no había mostrado desde que habían arribado al campamento. Daba la impresión de que dudaba respecto a la determinación de hacerlos partícipes 29
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sobre el tema medular de la investigación. Tras un breve carraspeo instigado por el nerviosismo, finalmente se resolvió. —¿Algunos de ustedes ha escuchado acerca de los desfasamientos temporales? La interrogación se dibujó en el rostro del par de científicos. —¿Desfasamientos temporales? Por el amor del cielo, no —confesó Durán, abandonándose a la sinceridad—. ¿De qué cuernos nos está hablando ahora? Votarde se tomó una ligera pausa, sonriendo de manera cansina. Parecía un poco fastidiado ante la necesidad de explicar aquella teoría ante nuevos oídos, totalmente profanos y neófitos en la materia. —Me refiero a desfasamientos o fisuras en el tiempo, producidas de manera repentina en algún punto de la superficie de nuestro planeta. Si un ser viviente u objeto inanimado se encuentra justo en el sitio donde se producen, éstos son enviados a una dimensión paralela, donde aparentemente continúan existiendo, aunque bajo un orden de patrones bioquímicos, genéticos y fisiológicos muy distintos. El escepticismo y la sorpresa se desbordaban por los ojos de los dos interlocutores. Votarde prosiguió, ignorando la reacción de los científicos. —Sí, suena extremadamente disparatado, lo sé. En nuestra jerga técnica se les denomina desfasamientos disruptivo-temporales, o ddt, y aparentemente existe una conexión muy estrecha con el fenómeno que nos ocupa, de tal suerte que se puede inferir que son los causantes de las desapariciones y mutaciones observadas en los organismos afectados en esta región. Me refiero, obviamente, a los animales y a este desdichado hombre… 30
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Durán y Cisneros intercambiaron miradas. El primero se llevó la mano a la sien y se talló con energía en señal de desconcierto. —¿Disruptivo-temporales? —vaciló el bioquímico. —Como lo oye —se apresuró a responder Votarde—. Debo suponer que el término es nuevo para ustedes… La expresión seria y contrariada de ambos científicos no dejaba lugar a dudas. Aunque efectivamente el término parecía haber sido extraído de una película de ciencia ficción, el sólo hecho de haber constatado la supervivencia del indígena mediante la inhalación del monóxido de carbono constituía una prueba irrefutable de la validez argumentativa de Votarde, por más inverosímil que ésta resultara. —Créanme: detrás de este fenómeno existen años de investigación, a grado tal que incluso se ha desarrollado una tecnología para la detección y medición de intensidad con la que se manifiesta, particularmente de los eventos que se han suscitado estos dos últimos meses. Pero de ello hablaremos luego. No nos adelantemos por ahora… De pronto Votarde miró su reloj de pulsera ejecutando un vigoroso movimiento de brazo. Enarcó las cejas. —El equipo médico debe estar por llegar —dijo—. Será mejor que nos dirijamos hacia el campamento… antes de que seamos abducidos por los ovnis… Cisneros se volvió ante el sarcasmo del científico. No tuvo más remedio que forzar una sonrisa a medias, arrepentido de haber hecho la pregunta de las luces nocturnas tan a la ligera. Un incómodo silencio siguió a continuación, y fue el mismo Votarde quien se vio obligado a romperlo. —Tengan la bondad de seguirme, por favor… 31
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Luego giró sobre sí y avanzó hacia la salida con andar presuroso. Sus dos nuevos colaboradores hicieron lo propio, aunque de manera más parsimoniosa. Ambos se miraron inquisitivamente, mientras seguían los pasos de su anfitrión. Éste se dirigió hacia Rodríguez y le dio algunas indicaciones en voz baja, volviéndose luego hacia ambos científicos. —Después de ustedes, señores —indicó con el brazo extendido. Los visitantes avanzaron bordeando el camastro donde yacía el indígena. Le miraron por última vez, aún maravillados y no menos incrédulos. Respiraba con normalidad, manteniendo un semblante inexpresivo, muy ajeno a cualquier clase de sufrimiento o congoja, sumido plácidamente en las profundidades de un sueño del que nadie sabía si volvería a despertar.
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2 Объединённый институт ядерных исследований, оияи Instituto Central de Investigaciones Nucleares, icin Dubná, óblast de Moscú, Rusia Octubre de 2045 La puerta se abrió emitiendo un ligero chasquido. La quietud de la habitación fue quebrantada por la intrusión de pasos presurosos y el crepitar del abrigo ahulado que abarcaba casi toda la extensión de la entrada. Dmitri Yurchenko avanzó hacia una mesa próxima, colocó su maletín encima y se dispuso a retirar los guantes de sus manos con la parsimoniosa pasibilidad que proporciona la certeza de iniciar las labores diarias una hora antes de lo habitual. Durante todo el tiempo que había trabajado para el icin no recordaba una sola vez en la que hubiera arribado con tanta anticipación. Había dormido bien, contra su costumbre, de modo que la combinación de un sueño reparador y el brote de ansiedad que había experimentado durante los últimos días le habían sacado de la cama con una premura nunca antes vista. Como un acto reflejo su mirada se posó en la computadora central, incapaz de reprimir una punzada de vanagloria interior al saberse uno de los pocos poseedores de la clave de acceso. Se trataba de una de las unidades de computarización 33
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más avanzadas del país, una supercomputadora permanentemente encendida que se hallaba conectada a todos los departamentos y unidades de investigación del instituto. Seré el primero en enterarme de los resultados del proyecto, pensó, acuciado por un sentimiento de arrogancia casi infantil. Mientras se dirigía hacia el monitor con la mirada ya despabilada, se despojó del abrigo y lo arrojó sobre un sillón. El hombre rechoncho se sentó frente a la pantalla y se volcó sobre el teclado. Pulsó varias teclas, una serie de letras y números entremezclados con diacríticos del alfabeto latino, una combinación nada común tomando en cuenta el empleo habitual de teclados provistos con el alfabeto cirílico utilizado en la totalidad de los ordenadores del país. Pasado el primer filtro, la computadora pidió la fecha de nacimiento de Yurchenko: 23 de abril de 2010. En la pantalla se desplegó una leyenda holográfica de bienvenida que osciló frente a su rostro como las ondas provocadas por el impacto de una roca sobre la superficie de un lago sereno. Dmitri Yurchenko pulsó una tecla final y la imagen tridimensional desapareció en seguida, dejando frente al científico el monitor a su entera disposición. Reacomodándose sobre la silla, el hombre se inclinó hacia adelante, ansioso por acceder a la base de datos. Tecleó otra serie de números y frente a él apareció un recuadro negro que se disolvió al instante, dejando lugar al despliegue de una cascada de números que descendían a vertiginosa velocidad. Instantes después las hileras de número se congelaron, originando así una sola cifra final debajo de cada una de las columnas. El resto de números desapareció, y lo que parecía ser coordenadas geográficas latitud-longitud dieron lugar al trazado de una maraña de líneas segmentadas en el interior de un geoide que representaba al planeta Tierra. 34
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Al ver el despliegue de líneas, los ojos de Yurchenko se pusieron como platos, sin dar crédito a lo que veía. Una expresión de horror se dibujó en su rostro. De inmediato saltó de la silla y se dirigió hacia el teléfono. Sus dedos marcaron un número a gran velocidad.
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3 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Los muros del campamento temblequeaban de cuando en cuando ante los embates de la nueva tormenta. Oscurecía, y nada que estuviera a más de veinte metros podía ser avistado a causa de la copiosa ventisca. Ráfagas de hasta setenta kilómetros por hora azotaban cada rincón del poblado, cubriendo con rapidez los últimos manchones de nieve enfangada que persistían desde la última nevada. Pese a ello, por momentos el aullido del viento era acallado por la agitación que reinaba en el interior. Roberto Elizondo, el jefe del equipo de especialistas médicos, había tomado la palabra. La junta estaba por concluir de una forma un tanto acalorada. —Insisto en que deberíamos trasladar al paciente a este campamento, como se había estipulado desde un principio… —Ya hemos hablado al respecto en el albergue —objetó Votarde, refiriéndose a la visita que habían hecho en conjunto durante la tarde, antes de que azotara la tormenta—. Es absolutamente necesario que las observaciones y estudios continúen desarrollándose en el sitio donde tuvo lugar el fenómeno. Cualquier perturbación podría desestabilizar las condiciones en las que se encuentra el paciente. 36
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Elizondo no estaba dispuesto a soltar prenda. —Con la debida asistencia médica podía haberse evitado cualquier tipo de desestabilización. El tarahumara estaría a nuestro alcance ahora mismo. En caso de que surgiera alguna emergencia resultaría realmente dificultoso trasladarnos hacia el albergue a causa de la ventisca. Votarde pareció meditarlo por unos instantes. —No esperábamos el arribo de un nuevo temporal, siendo sinceros —arguyó, desprovisto ahora de la firmeza argumentativa que había desplegado al comienzo de la discusión—. En todo caso, exagera. Sólo nos separa un kilómetro del albergue, y nuestros vehículos están acondicionados para trajinar en este tipo de condiciones. Además, contamos con su helicóptero, ¿cierto? Las últimas palabras de Votarde ocultaban un ligero tinte desafiante. —No estaría dispuesto a arriesgar nuestro helicóptero bajo este clima, y menos tratándose de una distancia tan corta —replicó Elizondo—. En caso de emergencia, sus vehículos serían los elegidos. Votarde lanzó una mirada penetrante a su interlocutor. No le gustaba ser rebatido en público. Y mucho menos que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Hizo un aspaviento con la mano y espetó: —La seguridad del indígena y de todo el equipo de investigación está bajo mi cargo. Yo sabré qué hacer en caso de que surja alguna emergencia, de modo que no se preocupe por su lindo helicóptero. El ambiente se tensó a raíz de la impulsiva réplica de Votarde. Lejos de haber transmitido la convicción que intentaba proyectar, su fastidio había transmutado en un infantilismo 37
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arrebatado. Las miradas de sus desconcertados subalternos así lo evidenciaban. —Ya lo creo que sí —masculló Elizondo, exhibiendo una sonrisilla mordaz—. De la misma manera que se hizo cargo en la sierra de Oaxaca, ¿no es así? El rostro de Votarde se transformó. La expresión desafiante que había mantenido desde el inicio de la discusión mutó a una expresión de ira. —Me temo que ese asunto no viene al caso, de modo que le exhorto a enfocarse al asunto que ahora nos ocupa. El fenómeno que nos tiene aquí es mucho más complejo e intrigante que cualquier otro al que nos hemos enfrentado. ¿Estamos de acuerdo? Roberto Elizondo sonrió veladamente, consciente de que se había apuntado una pequeña victoria al haber expuesto al presuntuoso científico, desarmándole por un momento de su arrogante seguridad. Sin embargo, era evidente que su interlocutor había sido bastante cauto al no dejarse llevar por el orgullo y la indignación, optando así por la ecuanimidad y la mesura de sus emociones. Ante aquel dechado de autocontrol, las insinuaciones de Elizondo terminaron por diluirse, quedando lejos del efecto que deseaban causar. Sintiéndose el blanco de todas las miradas, el especialista médico intuyó que debía conducirse con un poco menos de socarronería, de modo que decidió convenir a la exhortación de Votarde sin poder evitar cubrirse de un aura de sarcasmo. —Desde luego. Ya habrá tiempo para discutir sobre alguno que otro tema del pasado… ¿cierto? Una hilera de dientes volvió a aparecer frente a Votarde. De buena gana hubiera empastado su puño sobre ellos, haciéndolos rodar por la mesa. Había hecho todo lo posible por mantenerse impasible durante la junta, pero aquella alusión al infortunado 38
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suceso ocurrido años atrás en Oaxaca le había sacado de sus casillas. Sin embargo, en el último momento se contuvo. Aquel acto irreflexivo no habría hecho más que complicar la situación. Decidió convenir abiertamente, tragándose su orgullo. Ya habría tiempo, como el propio Elizondo había dicho, para abordar otros temas. Y esta vez Votarde no se andaría con miramientos. —¿Y bien? —masculló Elizondo tratando de aligerar la tensión—. ¿Qué más tenemos? ¿Hay algún otro análisis que debamos ver? Había cierto dejo de cinismo en sus palabras, muy sutil, pero ciertamente indisimulable. Votarde apretó las mandíbulas, pero continuó manteniendo la calma. En una forma de disipar su enfado se encaminó hacia la cafetería con la clara intención de rellenar su taza, dejando a Elizondo con la palabra en la boca. Hubo un instante de expectación, un intervalo donde ambos frentes de pugna quedaron en suspenso, como estudiándose al tiempo que fingían desinterés mutuo. El silencio fue quebrantado de manera repentina. Se escucharon algunos cuchicheos, pasos apresurados, el revolotear de hojas desplomándose sobre el piso. La figura de un hombre irrumpió dentro de la sala. Se notaba agitado y su voz fluía de forma entrecortada. Toda la atención fue desviada hacia el rostro alarmado de Rodríguez. — ¡Parece que la discusión ha desatado justo lo que temíamos! —alertó el técnico. Todos sobre en la mesa lo miraron inquisitivamente. —¿Qué sucede? —preguntó el doctor Votarde, sobresaltado. —Los técnicos de guardia han alertado sobre cambios en los signos vitales de Rahui. Quizá sean los primeros indicios de la temida reversión… 39
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Votarde dejó la taza de café sobre la mesa, derramando un poco de líquido. Apenas pudo reprimir su sorpresa, una labor sencilla comparada con la tarea de fingir indiferencia ante la posibilidad de que los temores de Elizondo se hubiesen materializado. Un extraño presentimiento, sin embargo, le indicó que finalmente había sucedido. No tuvo más remedio que tragarse su orgullo. Salió de la sala en estampida, evitando la aglomeración que se formaba detrás de él. La mirada reprobatoria Elizondo se clavó sobre su espalda. —Lo dicho… —dijo éste último a media voz, lo suficientemente alto para que Votarde escuchara a sus espaldas. Sólo dos palabras, no había más que decir. No era necesario atiborrarlo de recriminaciones. Por lo general, la sutileza obraba mejores efectos. Votarde era consciente de que casi pisaba los talones de Rodríguez. —¿Cuáles son los síntomas del indígena? —inquirió con un gruñido, ignorando olímpicamente el comentario del jefe del equipo médico. —Incapacidad pulmonar, dificultad para respirar. El monóxido de carbono comienza a intoxicarlo, doctor… La revelación de Rodríguez quedó flotando en el ambiente como un presagio fatal. Sus ojos se abrieron como platos. —¡Demonios! —vociferó—. ¡Rápido! ¡Dispongan los vehículos! Una ligera confusión sobrevino instantes después. Rodríguez comenzó a tomar algunos reportes de su escritorio, mientras movía la cabeza de manera reprobatoria. Parecía que ya estaba acostumbrado al empecinamiento de Votarde, y que por el momento no tenía otro remedio que aguantarle otra 40
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más de sus obstinaciones. Sabía, desde el primer momento en que había tomado la decisión de mantener al indígena en el albergue, que las cosas tomarían tales derroteros. Era más que evidente que Votarde no se tomaba muy en serio los misteriosos vericuetos de la Ley de Murphy. Durán y Cisneros no tuvieron otro remedio más que seguirlo, mientras éste vociferaba órdenes a diestra y siniestra. La nieve no se había acumulado lo suficiente, de modo que el ascenso a la colina del albergue fue menos difícil de lo que se había previsto. Cuatro vagonetas cargadas de equipo médico de refuerzo y un detector de desfasamientos disruptivo-temporales, mejor conocido como ddt, frenaron secamente sobre el fango congelado. Votarde se encaminó en silencio hacia el interior del albergue, seguido por los dos científicos. Elizondo y el resto de su comitiva se ocupó de introducir el equipo complementario, aquel que había quedado en el campamento gracias al empecinamiento del propio Votarde. Dentro reinaba una gran confusión. Ésta se incrementó ante el arribo del resto de científicos y técnicos provenientes del campamento. Una parte se abocó al traslado e instalación del ddt en el interior del albergue, mientras que el resto se precipitó a brindarle auxilio al tarahumara. Una masa de batas blancas se arremolinaba alrededor del camastro, una maraña de serpenteantes manguerillas ondeaban entre las piernas, tanques vírgenes de oxígeno comenzaban a desfogar su vital contenido. —Comenzó a suceder hace aproximadamente quince minutos —informó uno de los técnicos que montaba guardia—. El paciente comenzó a acusar síntomas de intoxicación, de modo que decidimos reemplazar los tanques. No obstante, 41
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no estamos seguros de que pueda sobrevivir. La concentración de monóxido de carbono era muy alta, y es posible que transcurrieran algunos minutos antes de que la modificación de los signos vitales fuera registrada por los equipos. Su condición es inestable… —¿Cuál es su pulso? —preguntó Votarde. —Bajo. 50/60 y descendiendo. Ya le administramos una dosis intravenosa de dopamina, pero no se percibe ninguna mejoría palpable. Votarde miró al hombrecillo con rostro adusto. Su mirada traslucía una incipiente preocupación, aunque era evidente que ésta no obedecía al surgimiento de una repentina conmiseración hacia el tarahumara, sino a causa del truncamiento en la investigación que presuponía la muerte del nativo. Lamentaba profundamente que durante el tiempo que había permanecido estable los avances no hubieran resultado lo suficientemente fructíferos. Nunca imaginó que el comportamiento humano difiriera de manera tan marcada con relación a los animales afectados. —¿Cuánto tiempo ha durado su estabilidad? —preguntó de pronto. Rodríguez se encontraba a su costado. —Ochenta y cinco horas —respondió éste—. La mitad del lapso más corto observado en los animales. Al parecer, o la resistencia humana es menor, o definitivamente el tipo de aberración presentado en el nativo ha resultado más perniciosa. Votarde se pasó la mano sobre la barbilla. —Me inclino por lo segundo —dijo al descuido. Durán y su acompañante observaban en silencio, ansiosos de poder intervenir de alguna manera. No se sentían nada útiles mirando a los paramédicos tratando de reanimar al pobre hombre. De pronto se escuchó un chirriante pitido que provenía de la máquina de soporte vital. Una gran turbulencia de batas 42
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blancas se creó a continuación, arremolinándose alrededor del infortunado nativo. Uno de los paramédicos de Elizondo imprimía descargas eléctricas sobre el pecho desnudo de Rahui, sin resultados positivos. El cuerpo del hombre sólo convulsionaba violentamente, sin presentar ningún tipo de reanimación. Una jeringa goteante apareció sobre su hombro desnudo y se clavó con precisión quirúrgica, introduciendo todo el contenido con inusitada celeridad. —¡Se nos va! —aulló uno de los médicos. —¡Aumenta la potencia del desfibrilador! Mientras Votarde hacía un esfuerzo por mirar encima de la aglomeración, de pronto sintió una mano sobre su hombro. A sus espaldas apareció Rodríguez, mostrando una expresión de pasmo total. —¡Doctor! —exclamó—. Venga enseguida. El ddt está registrando actividad en las inmediaciones del campamento. Los ojos de Votarde se abrieron desmesuradamente. Se abrió paso entre el tumulto y se abalanzó sobre el aparato. La placa monocristal mostraba una serie de cronoyecciones que se configuraban y palidecían a una velocidad trepidante. Debajo de la placa, la cifra de números que indicaban la intensidad del desfasamiento aumentaba de forma vertiginosa. —Ha iniciado hace un minuto y medio —informó Rodríguez—. Es la primera vez que sucede desde que arribamos al poblado. Las cronoyecciones comenzaron a aparecer momentos antes de que el nativo comenzara a dar muestras de intoxicación. Ahora están en completo descontrol… 60 000 cronoxels por femtosegundo y aumentando… Votarde no despegaba la vista de la placa. Los dos científicos invitados observaban a sus espaldas, no menos intrigados. 43
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De súbito una exclamación estalló en el otro extremo del recinto. Algunos de los científicos se alejaron instintivamente del tarahumara con una expresión de horror en sus rostros. Sus ojos reflejaban la perplejidad que acompaña la contemplación de todo incidente envuelto por un aura pavorosa y sobrenatural. Frenético, Votarde se volvió y se abrió camino entre un mar de espaldas. El científico quedó petrificado, sus ojos abiertos como platos. Sobre sus hombros, Durán y Cisneros se sumaron a la turbación. A sus pies, tendido sobre el camastro, el cuerpo de Rahui, ya muerto por inhalación de monóxido de carbono, se derretía en una masa sanguinolenta y amorfa que se escurría a través del hilado que conformaba el lecho, pringando los lustrosos zapatos de los investigadores.
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4 Объединённый институт ядерных исследований, оияи Instituto Central de Investigaciones Nucleares, icin Dubná, óblast de Moscú, Rusia Octubre de 2045 El grupo de científicos se arremolinaba alrededor de la computadora, incapaz de asimilar lo que mostraba la pantalla. Ojos enrojecidos y abotargados debido a la falta de sueño miraban en una sola dirección, un punto en el centro de la imagen conformado por un entramado de líneas dispersas formando una especie de cono en el interior de una simulación del globo terráqueo. —¡Nevozmožno! ¡Imposible! —exclamó uno de los investigadores. —¡Debe tratarse de una maldita broma! —secundó Dmitri Yurchenko, mirando desesperadamente a sus colegas—. ¡Los haces de hadrones se ha dispersado en todas direcciones! Yuri Korsakov, el director del proyecto, se volvió hacia Dmitri con un asomo de nerviosismo en la mirada. —Usted me aseguró que los últimos haces habían sido dirigidos a la interfase entre ambos núcleos —increpó el hombre con un inocultable dejo de reproche en su voz—. ¿Qué ha sucedido entonces? ¿A qué se debe esta inesperada difracción de las partículas? 45
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Yurchenko se giró hacia Korsakov con el rostro sudoroso. Sus labios temblaron ligeramente. —Lo ignoro, doctor. La ubicación de la interfase fue corroborada de manera exhaustiva y minuciosa, lo mismo que la potencia de los haces. Es evidente que algo ha desviado las partículas, pero no tengo la menor idea de qué pudo haberlo provocado… Gruesas gotas de sudor descendían por el rostro de Yurchenko. Su rostro había adquirido una palidez cadavérica. A su lado un rostro se volvió imperiosamente hacia él. —Les advertí que los hadrones podían presentar un comportamiento muy distinto fuera del acelerador de partículas —intervino Alexandra Berezutski con cierta aspereza en su voz—. También les advertí que la radioactividad del núcleo terrestre podría interferir y causar algún efecto impensado en la emitancia. ¡Se los advertí! Yurchenko y Korsakov, al igual que el resto de los investigadores, permanecieron mirando de hito en hito a la científica presas de un aura de estupefacción e incertidumbre. Desde luego que recordaban que había sido precisamente ella quien contemplara tal posibilidad, aunque no había sido la única. Ya antes otros miembros del proyecto habían exteriorizado los riesgos que implicaba semejante grado de experimentación, pero ante el desbordado entusiasmo que había desatado la culminación del proyecto, toda suerte de advertencias había pasado enteramente por alto. Las palabras de la doctora Berezutski permanecieron martilleando en la mente de sus interlocutores como un gong gigantesco. Korsakov hizo lo posible por encubrir su expresión de perplejidad y se enfrentó a la histérica científica. —Hemos sido muy conscientes de su advertencia, doctora. Pero debo informarle que no ha sido usted la única que 46
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lo ha manifestado. De cualquier modo, se trataba de un riesgo que debíamos tomar con o sin su colaboración. La aspereza con la que se expresó el director del proyecto surtió un efecto inhibitorio en la actitud airada de la mujer. Ésta se llevó la mano a la frente, mostrándose visiblemente angustiada. Miró de nuevo a Korsakov al tiempo que hacía un movimiento negativo con la cabeza. —Creo que no ha comprendido la magnitud del problema en el que estamos metidos —dijo Berezutski haciendo gala de un aplomo forzado—. Nos hemos adentrado en terrenos ignotos, corriendo riesgos verdaderamente incalculables. No puedo negarle de ninguna manera que le estoy muy agradecida por haberme involucrado en su proyecto, pero tal gratitud no me exime de ahondar en cuestionamientos respecto a su verdadera naturaleza. Nos hemos aventurado a lanzar haces de hadrones hacia el centro del planeta con fines experimentales que aún no están del todo claros, con la salvedad de que se trata de una investigación relacionada con la desintegración de los elementos radioactivos existentes en el núcleo terrestre, investigación de la que se me ha excluido enteramente bajo el argumento de que únicamente estoy comisionada como responsable del pulsatrón de hadrones. ¡Mentira podrida! Nada de ello es cierto. Ni la investigación de la radioactividad ni los otros proyectos en puerta. ¡Mis sospechas han sido confirmadas finalmente! No son más que un camuflaje montado para ocultar el verdadero objetivo del proyecto usča que tiene ahora a su cargo y cuyo control ha perdido ahora por completo. Como responsable de la operación del pulsatrón y en vista de que usted mismo me ha metido en este lío, le exijo una explicación concluyente y satisfactoria, así que le preguntaré por última vez: ¿cuál es el verdadero objetivo del proyecto 47
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usča? ¿Cuál ha sido el verdadero propósito de lanzar haces de hadrones hacia el centro del planeta? Presa de un gran nerviosismo, Korsakov rehuyó la mirada imperiosa de la investigadora y la posó sobre un sitio indeterminado dentro de la habitación. De todos los escenarios que había contemplado una vez materializadas las últimas fases del proyecto aquel era el menos imaginado. En su mente alucinada había visualizado varios de ellos: que el haz de hadrones no alcanzara la interfase entre ambos núcleos, que la emitancia no fuera suficientemente intensa, que la radiación de rayos gamma del uranio y el torio interfirieran con los haces, que los datos obtenidos fueran imprecisos y poco confiables, entre otros temores de la misma índole. Todos, excepto aquel que se materializaba antes sus ojos como una pesadilla de mil cabezas. Se daba por descontado que de haberse suscitado cualquiera de estas situaciones, el verdadero objetivo del proyecto usča habría permanecido oculto, pues la intrascendencia de los resultados habría sido considerada como un desenlace normal al tratarse de un experimento en su fase inicial, altamente susceptible de fallos. Los inesperados sesgos, sin embargo, lo habían comprometido todo. La única posibilidad de que el secreto corriera el riesgo de quedar expuesto se reducía a que el lanzamiento de haces produjera el peor resultado posible, tal y como había sucedido. Korsakov respiró profundo, se llevó las manos al rostro, como si deseara ocultarse entre ellas y no volver a aparecer ante aquellos ojos que le miraban con acrecentada intensidad. Llegados a aquel punto no veía cómo salvar la situación. No tenía otro remedio que revelar el secreto. Después de todo, pensó con aire de resignación y triste cinismo, como precursora del pulsatrón, es la única persona que 48
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puede ayudarnos ahora. Como lo fue desde un principio… —Doctora —dijo de pronto Korsakov, mirando de reojo a sus compañeros de equipo con evidente nerviosismo—, no me queda otra alternativa que ponerla al tanto de todo. Sin embargo, debo advertirle que lo que voy a revelarle es sumamente confidencial, de modo que le voy a exigir la más absoluta secrecía. Berezutski clavó la mirada en el director. Entrecerró los ojos. —Tiene usted mi palabra —fue la respuesta de la investigadora, sintiéndose intranquila. De pronto tuvo la sensación de que todas las especulaciones que había desgranado para sí con relación a los verdaderos propósitos del proyecto habían quedado cortas de imaginación, muy cortas. —Por el bien de usted así lo espero. Ahora escúcheme: hace más de tres décadas fueron detectadas inquietantes anomalías en el campo magnético del planeta. Desde entonces este fenómeno ha sido estudiado de forma continua por varios centros de investigación alrededor de todo el mundo. En un principio no se tenía la certeza de qué las causaba, pero a día de hoy se ha confirmado plenamente la naturaleza del problema: el núcleo externo del planeta ha comenzado a experimentar un enfriamiento inusitado, propiciando una desaceleración en las corrientes de convección del hierro líquido que lo conforman. Este enfriamiento ha comenzado a incrementarse en los últimos años de manera exponencial. De continuar esta tendencia, como usted sabe, las repercusiones podrían ser catastróficas en apenas unas cuantas décadas. Un colapso en el campo magnético terrestre incidiría directamente en el debilitamiento de la magnetósfera, trayendo como consecuencia la filtración del viento solar sobre la atmósfera y superficie terrestre. De darse este escenario, las 49
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redes electrónicas colapsarían debido a las tormentas solares, los campos magnéticos se invertirían drásticamente, el clima se vería seriamente alterado, la capa de ozono de convertiría en un colador, entre otras monadas. Nada que usted no sepa. Berezutski puso cara de pasmo. Por un momento pensó que el director le estaba gastando una broma de mal gusto. —¿Desaceleración del núcleo exterior? —inquirió sin salir de su asombro—. Pero… ¿cómo es posible? Korsakov hizo un gesto con la mano, pidiendo no ser interrumpido. —Las preguntas al final, por favor. Ahora escúcheme bien. Como se imaginará, esta situación ha permanecido oculta durante todo este tiempo. Los gobiernos de los países implicados en la investigación conjunta han decidido no revelar absolutamente nada con el fin de no desatar el pánico entre la población mundial, sumándose a una misma causa. »El gobierno de nuestro país ha sido una de las facciones que más se ha involucrado, puesto que el icin ha sido uno de los primeros institutos en detectar estas anomalías. Su grado de compenetración ha sido tal que, en un alarde de megalomanía, los dirigentes del propio instituto han sugerido al presidente Shishkin enarbolarse como la punta de lanza de los esfuerzos internacionales por fincar las bases que a la postre permitan estudiar mucho más a fondo el fenómeno que está teniendo lugar en el centro de nuestro planeta. »Esto significa que el icin no sólo se está limitando a escrutar la anomalía en su estadio actual, sino que también pretende ir más allá previendo el grado de desaceleración que el núcleo externo podría alcanzar en un futuro no muy lejano… Korsakov guardó silencio, imprimiendo en sus últimas palabras un aire de teatralidad. La doctora Berezutski pareció 50
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desconcertada por un momento, sin comprender exactamente a qué se refería el director. —¿En un futuro? ¿Está hablando de un modelo de predicción geomagnético Kp? Korsakov sonrió con una mezcla de diversión y petulancia. —No, doctora. Creo que no ha comprendido. Cuando hablo del futuro no me refiero a ningún modelo de predicción, sino al viaje en el tiempo… El rostro de Berezutski se llenó de una mezcla de sorpresa y confusión. ¿Había escuchado bien? ¿Viaje en el tiempo? ¿Acaso estaba bromeando? De pronto, como si hubiese sido presa de un rapto de iluminación, lo comprendió todo. ¡Con que era eso, el viejo sueño, la añeja quimera aún taladrando las mentes de los obsesionados científicos teóricos! ¡Cómo podía haber sido tan ciega! La explicación de su ceguera, sin embargo, era tan simple como válida: los primeros experimentos en aras de la aplicación práctica del bosón de Higgs y otras partículas elementales era un proyecto que no podía rechazarse por ningún motivo. Antes de que la solicitud de colaboración fuese expuesta en su totalidad, Berezutski ya tenía la respuesta en la boca. No vaciló ni un instante en aceptar. Su encomienda había sido planteada de manera clara y llana: dado su experiencia en la investigación de física de partículas había sido reclutada para liderar la instalación de un pulsatrón de haces, un dispositivo revolucionario que permitía el envío de hadrones hacia el exterior del colisionador de partículas con fines de experimentación. El grado de complejidad y nivel tecnológico de este dispositivo era tal que no sólo permitía la proyección de haces de hadrones fuera del colisionador, sino que también era capaz de inducirlos a una quiralización simétrica de su cromodinámica cuántica, haciendo que éstos 51
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se comportaran como neutrinos y lograsen penetrar la materia ordinaria sin chocar con los átomos que la conforman, excepto con los átomos de una sustancia o elementos previamente seleccionados mediante un cálculo de distancia y detección molecular, como era el caso de la aleación hierro-níquel de la zona internuclear del centro terrestre. Resonancia magnética, supersimetría, teoría M, materia oscura, bombardeo de rayos cósmicos sobre la superficie de la Tierra. Las posibilidades de aplicación eran inmensas. Pero antes de que los haces apuntaran en otras direcciones, el icin había contemplado la posibilidad de estudiar la naturaleza de la desintegración de los elementos radioactivos aún existentes en el núcleo del planeta y su posible relación con la desaceleración del núcleo exterior. Se trataba del primer paso en el sendero de aquella descabellada aventura que había seducido a la investigadora al grado del éxtasis ante semejante dechado de ciencia y tecnología, y en cuyo desarrollo y aplicación ella había sido copartícipe directa. Sin embargo, ante el entusiasmo provocado por este abanico de proyectos, la doctora Berezutski había pasado por alto un detalle crucial: la gran mayoría de las partículas elementales lanzadas hacia el núcleo terrestre eran bosones de Higgs. Ello no significaba otra cosa que la consecuente creación de singletes de Higgs en el último momento, el único y primordial objetivo del proyecto, la antigua quimera preservada a lo largo de las décadas. En una reacción imprevisible, la doctora Berezutski dejó escapar una risilla nerviosa. Su sentido común le dictaba que la revelación no podía ser cierta, pero la gravedad que irradiaban las miradas de los científicos que tenía frente a sí le indicaban lo contrario. 52
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¡Singletes de Higgs! ¡Todo aquel entramado de ciencia y tecnología desplegado únicamente para enviar singletes de Higgs hacia el centro del planeta con la intención de que viajasen en el tiempo! La científica esbozó una sonrisa irónica. Cuán perceptivo y visionario había sido el presagio que la había acometido en aquel lejano julio de 2012, cuando aún era una joven y promisoria física teórica recién llegada al cern, el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Ella había estado ahí, como una mera espectadora, como una aprendiz estremecida ante los misteriosos entresijos de la ciencia, congratulándose de los logros de científicos consagrados. Había estado ahí cuando, finalmente, tras décadas de innumerables desvelos y fracasos había sido posible confirmar la existencia del bosón de Higgs a raíz de una serie de experimentos efectuados en el Gran Colisionador de Hadrones, una partícula elemental propuesta en el Modelo estándar de física de partículas, llamada así en honor de Peter Higgs, quien, junto con otros científicos, había sugerido en 1964 la existencia del llamado campo de Higgs en aras de explicar el origen de la masa de las partículas elementales. “La partícula de Dios” la habían llamado de manera un tanto ladina, una partícula endemoniadamente evasiva e inestable que se desintegraba en apenas trillonésimas de segundo, el quantum constituyente del campo de Higgs, el término precursor de una teoría que sugiere la existencia de un campo que impregna todo el universo y que las partículas elementales que interactúan con éste adquieren masa, mientras las que no interactúan no la poseen. La confirmación de la existencia del bosón de Higgs, sin embargo, significó la antesala para el descubrimiento de otra 53
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partícula aún más extraña y evasiva: el singlete de Higgs, así denominada al poseer un estado de espín cero. Su formación se revelaba como una consecuencia ineluctable de la existencia del propio bosón de Higgs, consecución irremediable de una entidad que no puede existir de manera independiente, tal y como se sabe que el trueno siempre sucede al relámpago. Según los físicos teóricos, esta nueva partícula podría tener la capacidad de saltar una dimensión extra del universo y moverse hacia adelante o hacia atrás en el continuum espacio-tiempo, reapareciendo de nuevo en el espacio ordinario, evitando cualquier tipo de paradojas temporales por tratarse de una partícula elemental. Años después de la confirmación del bosón de Higgs, los científicos del cern habían conseguido disminuir su inestabilidad, y en consecuencia la del singlete de Higgs, prolongando su vida media a un rango de entre uno y cinco segundos, una eternidad en el universo de las partículas elementales, tiempo suficiente para estudiarlas y experimentar con ellas a placer. Tal y como Berezutski lo había vaticinado años atrás, una vez alargada la vida media de las partículas, la obsesión de los científicos condujo al siguiente paso: la creación de haces de bosones de Higgs y otras partículas elementales dentro del propio acelerador de partículas, incluidos, desde luego, los singletes de Higgs. Lo que nunca imaginó fue que, décadas después, ella misma habría de formar parte de aquel portentoso episodio de la ciencia sin tener la más mínima idea del grado de profundidad en el que estaba inmiscuida y que la invención de los haces de partículas elementales constituiría un avance igual o incluso más importante que el descubrimiento del bosón de Higgs, permitiendo así un revival en la experimentación 54
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con los singletes de Higgs en aras de encontrar una prueba irrefutable de su posible vinculación con el viaje en el tiempo. Todo era tan claro ahora. De pronto fue consciente de que había estado colaborando con un puñado de dementes haciendo gala de una insensatez superlativa, contribuyendo inocentemente con su grano de arena para hacer posible la proyección de los haces hacia el exterior de un acelerador de partículas, un experimento que nunca antes había realizado instituto alguno, ni siquiera el propio cern. Aquel afán de trascendencia había llevado la vieja obsesión hasta el extremo, a la apoteosis misma de la necedad científica. La sonrisa irónica que había aflorado en sus labios momentos antes se convirtió en una mueca de perplejidad. Sacudió la cabeza de lado a lado, entornando la vista hacia Korsakov. —Ustedes y su ansiado viaje en el tiempo… No quitan el maldito dedo del renglón, ¿no es así? No se han cansado de fracasar una y otra vez. ¿Acaso no se han dado cuenta que sus singletes de Higgs finalmente no han salido tan saltarines como se había pensado inicialmente? La expresión en el rostro de la doctora Berezutski se había convertido en una mezcla de burla y compadecencia. —No tan de prisa —replicó Korsakov—. Todos estamos conscientes de los fracasos que ha habido en el pasado. Esta vez, sin embargo, el icin ha decidido no quedarse cruzado de brazos, de modo que el asunto ahora pinta distinto. La investigadora esbozó una sonrisa cansina, enarcando las cejas. —Dígame, doctor, ¿qué les hace pensar que los singletes de Higgs habrán de comportarse de una manera distinta ahora que han salido de paseo? Ya sea que giren a través de 55
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kilómetros de túneles o penetren miles de kilómetros de roca maciza, la naturaleza de la partícula no podrá ser modificada ni un solo ápice. Sinceramente me siento extrañada ante tal derroche de ingenuidad. Korsakov entrecerró los ojos. —Supongo que estará preguntándose de dónde proviene tanto optimismo —dijo el director, tratando de contrarrestar la reacción de Berezutski—. Bien, se lo confiaré. Hay un motivo de bastante peso. En un principio y antes de que usted se uniera a nuestro proyecto, hubo algunos miembros del instituto que mostraron ciertas dudas y temores con relación al lanzamiento de hadrones hacia el centro del planeta ya que, como todos sabemos, nunca antes se habían liberado fuera de un acelerador de partículas. »Pese a ello, el icin no se detuvo. Tiempo después, cuando el pulsatrón de haces estuvo instalado, en parte gracias a su valiosa colaboración, una parte del proyecto continuó enfocándose en el estudio de la desintegración de los elementos radioactivos en el núcleo del planeta, —lo cual es completamente cierto, a diferencia de lo que piensa—, mientras que otra se orientó de manera subrepticia a la experimentación con los singletes de Higgs en aras de dar la gran campanada, como ya le he explicado. »Los resultados sobre la radioactividad remanente en el núcleo del planeta dejó expuesta una serie de datos sorprendentes y reveladores respecto a la disminución de temperaturas en el gradiente geotérmico del manto y el manto superior, así como en la discontinuidad de Lehmann, en la interfase que conforman en núcleo interno y externo, de modo que, como puede ver, no es una mentira podrida como usted dice… 56
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»Lamentablemente, la otra vertiente del proyecto usča,
que le fue ocultada por razones de seguridad, no tuvo los resultados esperados. Advertimos que los singletes de Higgs no registraban ningún desplazamiento en el continuum espaciotiempo de los haces enviados, y que al cabo de unos cuantos segundos se descomponían en otras partículas elementales, tal y como sucedía en el interior del colisionador, por lo que en ese aspecto el proyecto fue considerado como un rotundo fracaso. Sin embargo, por otro lado nos alegramos: habíamos constatado finalmente que ningún tipo de hadrones, incluyendo a los bosones y singletes de Higgs, causaban algún tipo de afectación fuera del colisionador. La doctora Berezutski frunció el ceño, extrañada. Algo no terminaba por encajar. —Un momento, doctor —dijo de pronto—. Hay algo que no entiendo. Si dice que los singletes de Higgs resultaron totalmente inocuos y que además no registraron ningún tipo de desplazamiento, descartando así la posibilidad de obtener un resultado positivo que pudiera haberse interpretado como una prueba irrefutable de haber consumado el viaje en el tiempo a nivel subatómico, ¿cómo es que las gráficas muestran ahora tan extraño comportamiento? Y sobre todo, ¿por qué se han esparcido de tan inusual forma siendo aún singletes de Higgs si se supone que habrían de descomponerse en otras partículas elementales? Repentinamente Korsakov tensó las mandíbulas. Su mirada se hizo más grave y adusta. El tono de su voz al hablar así lo confirmó. —Doctora —dijo con voz tensa—, hay algo que no le hemos revelado con relación al pulsatrón de haces… Berezutski puso cara de desconcierto. Recorrió los rostros 57
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de los científicos que tenía frente a sí con una creciente expresión de alarma. Su voz tembló ligeramente. —¿A… a qué se refiere exactamente? Korsakov tragó saliva. —Dado los resultados obtenidos y cansados de no conseguir ningún avance relevante, el icin desarrolló un sofisticado dispositivo capaz de modificar el estado de espín 0 del singlete de Higgs a ½ y 1 justo en el momento de su lanzamiento, convirtiendo a las partículas en dobletes y tripletes de Higgs. Se esperaba que al modificar su espín y en consecuencia sus propiedades, finalmente la partícula podría experimentar el desplazamiento en continuum espacio-tiempo y viajar en el tiempo. Este dispositivo fue colocado de manera subrepticia dentro del pulsatrón de haces poco después de su instalación, y fue dispuesto de tal forma que nadie, ni siquiera usted, reparara en él. Súbitamente la investigadora abrió los ojos de manera desaforada. Un ramalazo de estupefacción detonó en su interior, acompañado de un escalofrío que recorrió su espina dorsal. ¡Cuán claro e irrisoriamente obvio lucía ahora! De pronto sintió una oleada de cólera e indignación abrumadoras. Había sido engañada totalmente, embaucada como a una adolescente soñadora para que enviase partículas desconocidas hacia el centro del planeta en la inconsciencia total. ¡Dobletes y tripletes de Higgs, por el amor de Dios! Aunque el mundo de la física cuántica desconocía la existencia de dichas partículas ya que nunca antes habían sido detectadas en ningún acelerador de partículas del mundo, la teoría establecía que era totalmente factible crearlas siempre y cuando el espín de los singletes de Higgs fuera modificado mediante un transductor de ondas antisimétricas, una alteración cuántica 58
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en la que inexplicablemente nadie se había interesado antes por tratarse de una labor extremadamente compleja y costosa, y cuyos elevados costes el icin no hubiese podido sufragar por cuenta propia. Era evidente que los designios del gobierno ruso respecto a su osadía de emprender un proyecto tan desaforadamente ambicioso habían sido subvencionados en ausencia de ninguna clase de restricciones económicas. La doctora Berezutski movía la cabeza de lado a lado, incapaz de creer lo que había escuchado. —¿¡Es que se han vuelto locos!? ¿¡Se dan cuenta de lo que han hecho!? —estalló la científica llevándose las manos a la frente—. ¡Dobletes y tripletes de Higgs! Es seguro que acaban de desatar un fenómeno de dimensiones planetarias. ¡Quién sabe que podrían provocar este tipo de partículas! ¡No sabemos nada sobre la naturaleza de sus propiedades! Korsakov alzó las manos, tratando de calmar a la mujer. En su voz había un trasfondo de emoción. —Cierto, no lo sabemos. Pero en cambio estamos consciente de algo sumamente importante: el dispositivo funciona. El tipo de dispersión que han sufrido las partículas así lo demuestra, y ello no significa otra cosa más que lo siguiente: que somos precursores de una tecnología sin precedentes y que hemos sentados las bases para que en un futuro el viaje en el tiempo sea una realidad. Esto, mi estimada doctora, nos convierte en serios candidatos al premio Nobel. ¿Acaso no lo ve usted? Berezutski no parecía muy impresionada. Era incapaz de entrever las enormes implicaciones de aquel logro debido a su galopante preocupación. Sólo podía pensar en la naturaleza de las nuevas partículas y en las consecuencias que podrían desencadenarse. 59
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—No tienen la más mínima idea de lo que pueden haber provocado —arguyó con un dejo de desasosiego en su voz—. Este extraño comportamiento en definitiva no es una buena señal. Ninguna partícula elemental habría descrito semejantes trayectorias… Korsakov sonrió con un aire de amargura. —Recuerde que la vida media de éstas es de apenas trillonésimas de segundo —dijo el director—, de modo que no creo que puedan causar ningún tipo de estropicio. —Y yo le recuerdo que gracias a la creación de los haces la existencia de algunas de ellas ya ha rebasado la barrera del segundo. Korsakov sonrió entre molesto y divertido. —Cierto, pero ello no hace ninguna diferencia, doctora… Berezutski movía la cabeza de lado a lado con total desaprobación. —Doctor —insistió la científica—, su manifiesto entusiasmo me indigna. Son efímeras, ciertamente, pero no tenemos la menor idea de lo que podrían ocasionar. Modificar el espín de los singletes de Higgs y enviarlos fuera de un colisionador así como así conlleva una gran irresponsabilidad. Al margen de que el dispositivo pudiera tener éxito, no se sabe a ciencia cierta qué es lo que han creado. —¿Pero de qué habla usted? —se exasperó Korsakov ante la insistencia de la científica—. Todo sigue normal aquí, nada extraño ha sucedido. De haberse suscitado algún efecto pernicioso ya nos habríamos dado cuenta, ¿no lo cree así? Berezutski soltó una risilla. —No sea usted ingenuo. Los efectos podrían no ser inmediatos y manifestarse en cualquier parte del mundo, no precisamente aquí, en su maldito pulsatrón. 60
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El rostro de Korsakov se llenó de una expresión adusta. Enseguida sonrió, tratando de ser comprensivo. —Me parece que está usted exagerando y magnificando los hechos. No se preocupe tanto, doctora. Recuerde que se trata de partículas que apenas han visto la luz y que son totalmente desconocidas dentro del modelo estándar de la física de partículas. Quizá las trayectorias trazadas formen parte de su comportamiento normal, o quizá se deba a la interacción con la radioactividad del núcleo. No lo sabemos aún, son totalmente desconocidas para nosotros. Lo que sí sé es que no hay motivos para preocuparse. ¿Es que acaso no lo puede ver? ¡Hemos confirmado la existencia de dos nuevas partículas elementales! ¡¿Sabe lo que esto significa?! Berezutski alzó el rostro y miró fijamente a Korsakov, al tiempo que se llevaba la mano a la barbilla. Desde luego que sabía lo que esto significaba. Una completa revolución en el mundo de la física cuántica, fama y prestigio para el icin y los colaboradores del proyecto usča, lo que no era poca cosa, sin contar con la inyección motivacional que recibirían los obcecados científicos que nunca habían cejado en su intento de lograr el más mínimo avance en aquel obsesivo anhelo de lograr el viaje en el tiempo. A medida que la primera impresión comenzaba a diluirse, lentamente Berezutski empezaba a visualizar las verdaderas implicaciones del descubrimiento, un descubrimiento sin precedentes dentro de la física de partículas subatómicas, tan importante y trascendental como lo había sido en su momento la confirmación final de la existencia del bosón de Higgs, incluso aún más. La científica se volvió hacia el director con una expresión de vacilación en su rostro. Por un lado la noticia la había sobrecogido profundamente, pero por otro las dudas y la 61
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incertidumbre no dejaban de abrumarla. Korsakov percibió la inquietud en el rostro de la mujer. Era el momento de pronunciar las palabras finales. —No se preocupe, doctora —dijo el director, mostrándose fingidamente comprensivo y sin olvidarse de dar coba—. Estoy seguro que estamos ante algo grande, y usted forma parte de ello, recuérdelo. Sin su colaboración, el proyecto usča no habría llegado a su fase final. Ahora bien, si nuestras nuevas amigas resultan poseer dotes insospechados, sólo puedo garantizarle que algo es seguro… Berezutski frunció el ceño. —¿Qué cosa? —Que tarde o temprano terminaremos por enterarnos.
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5 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 La reacción fue instintiva. La multitud ahí reunida se dispersó en un acto reflejo, agolpándose hacia los alrededores. Se escuchó el estrépito de un tanque de monóxido de carbono al impactarse contra el suelo, gemidos ahogados por el pánico, el agitado golpeteo de pasos trastabillantes. Miradas de estupefacción y terror se cruzaron en el aire. Luego se enfocaron hacia el camastro, donde la masa sanguinolenta en la que Rahui se había convertido se extendía en un solo amasijo de tendones, cartílagos y huesos. Sus ropas se sumieron en el macabro revoltijo, disolviéndose con la misma celeridad que los restos de su cuerpo, ahora humeantes y descompuestos. A esta escalofriante imagen se le sumó el hedor de los vapores desprendidos, una combinación de ácido sulfhídrico y miasmas de metilmercaptano emanando desde el interior de burbujas sanguinolentas. Los científicos y técnicos que se hallaban al borde del camastro retrocedieron de manera instintiva, llevándose las manos al rostro a fin de evitar la inhalación de los gases. La intempestiva reacción provocó que éstos impactaran con el resto de colaboradores que se encontraban detrás de ellos, arrollándolos cual si fuesen pinos de boliche. Los científicos caídos sobre el suelo polvoriento jadeaban con dificultad 63
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entre un mar de piernas, a punto de perder el conocimiento. Los más afortunados, los que se encontraban más lejos del indígena, huían despavoridos a trompicones con rumbo a la salida. Una mano tomó a Votarde del cuello y lo alzó violentamente. Tenía los ojos desaforados y un hilillo de sangre emanaba por una de sus fosas nasales. Frente a él apareció el rostro de Alejandro Durán. El veterano científico tosió espasmódicamente y lanzó una maldición que al final se convirtió en un mugido ahogado. —¡Arghh! ¡Qué demonios…! Cisneros se sumó al auxilio instantes después. Entre los dos hombres condujeron al desvalido Votarde hacia la puerta, sorteando al resto de desconcertados investigadores en plena desbandada. Ninguno de ellos podía dar crédito a lo que acababan de presenciar. Nunca imaginaron que todas aquellas escenas de descomposición espontánea de cuerpos a las que tan campechanamente recurrían las películas de ciencia ficción pudieran materializarse en la realidad. A trompicones, cerca de una veintena de científicos y técnicos lograron salir al exterior. La oscuridad y la ventisca los recibió con un gélido abrazo. —¡¿Qué diablos ha sucedido…?! —resopló Votarde, haciéndose escuchar sobre el aullido del viento. Rodríguez salió detrás de él con un pañuelo pegado a su rostro. —¡No ha quedado prácticamente nada, doctor —informó el técnico a gritos—. Incluso los huesos parecen haberse disuelto! ¡Sólo queda una masa gelatinosa! El rostro compungido de Roberto Elizondo apareció en la puerta instantes después, cubriéndose la boca con una mano. Fue uno de los últimos en salir. Su andar era contenido y no lucía muy alterado, a diferencia del resto de los médicos, que 64
habían huido en estampida. Parecía más congratulado consigo mismo ante el hecho de ver consumadas sus predicciones que impresionado por la monstruosidad que había tenido lugar frente a sus barbas, aunque se podía atisbar una ligera sombra de desconcierto a través de la expresión de sus ojos. Lanzó una mirada vitriólica a Votarde al pasar junto a él. —¡Odio tener la razón! —se lamentó, destilando un hilillo de sarcasmo—. Esta situación hubiese sido más fácil de sobrellevar si el indígena se encontrara en el campamento ahora mismo. —¡Yo me haré cargo de la situación! —contraatacó Votarde—. Por el momento no ocupo de sus sermoneos. —¡Hay que retirar los restos del hombre de este lugar! —increpó Elizondo. —¡No me diga lo que tengo que hacer! Los restos serán enviados al campamento de manera inmediata. Sólo limítese a hacer su trabajo y déjeme hacer el mío. Acto seguido Votarde se echó a andar sobre la nieve, dejando a Elizondo con la palabra en la boca. Un cúmulo de réplicas aulló a sus espaldas. —¡Vayamos a los vehículos! —indicó Votarde a sus hombres, haciéndose escuchar por encima del feroz viento. En el trayecto se toparon con el resto de científicos que se habían congregado fuera del albergue. Varios de ellos intercambiaban impresiones con los ojos desorbitados; otros se tendían sobre la nieve con el fin de liberarse de la conmoción recibida. Votarde se dirigió hacia una de las vagonetas, alcanzó la puerta corrediza y la deslizó de un enérgico tirón. —¡Suban! La pequeña comitiva entró al vehículo de manera un tanto atropellada. Votarde fue el último en subir. Deslizó la puerta y la cerró con un fuerte empellón. El ambiente del 65
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interior de la vagoneta contrastaba marcadamente con la ventisca que rugía afuera. Sólo se escuchaba la respiración entrecortada de los nuevos ocupantes y el impacto del viento contra los cristales. Rodríguez no quitaba la vista de un pequeño instrumento que portaba entre sus manos. Se trataba de un lector a distancia que indicaba la intensidad de las cronoyecciones captadas por el ddt que permanecía en el interior del albergue. —¿Cuál es la lectura? —inquirió Votarde de pronto. —Arriba de 90 000 cronoxels por femtosegundo. Una expresión de incredulidad se dibujó en el rostro del científico. —¿¡Cuánto has dicho!? —Más de 90 000 cronoxels por femtosegundo. Aún mayor que la registrada en el momento de la muerte del indígena. Creo que nunca antes el aparato había registrado niveles tan altos… —¡Es una locura! ¡Una intensidad altísima! Durán y Cisneros intercambiaron una mirada fugaz. Comenzaban a sentirse impacientes. No tenían idea de lo que se estaba hablando. A medida que los datos fluían la curiosidad de los invitados iba en aumento. —¿Qué es lo que está sucediendo aquí, doctor? —inquirió Durán sin poder contenerse por más tiempo—. ¿Qué le ha sucedido a ese pobre hombre? ¿Qué son exactamente estos ddt o cómo se llamen? ¿Qué los origina, cómo se producen? ¿Qué los induce? ¿O es que acaso surgen de la nada? No recuerdo haber escuchado una explicación aclaratoria al respecto… Durán hizo una breve pausa y luego agregó: —Ah, y una pregunta más: ¿qué demonios son esas unidades? 66
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Rodríguez lanzó una mirada imperiosa hacia el doctor Votarde. Éste alzó las cejas ante lo inevitable de la situación. Sabía que se presentaría de un momento a otro, sólo era cuestión de tiempo. Se lo pensó unos instantes antes de hablar. Emitió un profundo suspiro. —De acuerdo —dijo, mostrándose reticente a hablar—. No pretendo profundizar demasiado en cuestiones técnicas, de modo que iré directamente al grano. Un aura de expectación se cernió sobre los dos hombres. De pronto la mirada se Votarde adquirió una expresión severa. —Pero antes de iniciar tengo que advertirles que el tema es absolutamente confidencial —les conminó—. Ninguno de ustedes, ¡escúchenme bien!, debe hablar de esto con nadie. ¿Entendido? ¡Con nadie! —De acuerdo, doctor. Despreocúpese… —convino Durán. Cisneros refrendó el pacto con un ligero asentimiento. Votarde se dispuso a comenzar. —Pues bien, los desfasamientos disruptivo-temporales son un fenómeno producido única y exclusivamente por nada más y nada menos que el choque de microagujeros negros contra la superficie terrestre… Los dos hombres alzaron las cejas. Al parecer, las sorpresas no terminaban. Intercambiaron algunas miradas, más perplejos que en un comienzo. —¿Alguno de ustedes ha oído hablar de los microagujeros negros?—preguntó Votarde al descuido, casi divertido ante la expresión consternada de sus interlocutores. Alejandro Durán negó con un movimiento de cabeza; en cambio Cisneros parecía tener una ligera noción. —He leído sobre el tema con anterioridad —dijo el bioquímico—, pero francamente no sé qué son con exactitud. 67
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Explíquenos, por favor… —Se trata de agujeros negros pero a escala muy reducida, también conocidos como agujero negros primordiales —explicó Votarde—. Según ciertas teorías, deberían haberse disuelto con el tiempo a partir del Bing Bang; sin embargo, investigaciones recientes han demostrado que éstos nunca han desaparecido y que sus incidencias comienzan a manifestarse con mayor frecuencia. Se estima que cerca de cuatrocientos microagujeros negros atraviesan la Tierra a diario. No obstante, debido a sus dimensiones tan pequeñas, es prácticamente imposible que provoquen daños en el planeta. Cisneros jamás había fruncido tanto el ceño en toda su vida. —Déjeme ver si entendí, doctor —arguyó—. ¿Se refiere a agujeros negros, los colosos cuya concentración de masa tan elevada genera un campo gravitatorio que ninguna partícula material, ni siquiera la luz, puede escapar de él? —Correcto. Sólo que no me refiero a este tipo de agujeros negros supermasivos. Toparse con uno de ellos significaría la destrucción del planeta y de todo el sistema solar, me temo. Hablo de microagujeros, agujeros negros primordiales que han existido desde el comienzo del universo, y que invariablemente se han originado a partir de la radiación cósmica. Por suerte, éstos tienen una vida muy corta. De hecho, se han creado microagujeros negros artificiales aquí en la Tierra, mediante aceleradores de partículas subatómicas en el cern, en la frontera francosuiza. La creación de estos agujeros negros artificiales se logra mediante el choque de hadrones, un tipo de partículas subatómicas, aceleradas a casi la velocidad de la luz. A tal velocidad, la materia bariónica se incrementa enormemente, lo cual explica la formación de estas singularidades y su subsecuente desarrollo. 68
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No obstante, éstos son efímeros, explotan en el momento mismo de su formación. Los dos científicos parecieron confundidos, perdidos en las explicaciones de Votarde. ¿Qué tenían que ver los microagujeros negros con lo que había ocurrido con los animales y con la aberración que recién habían presenciado en el interior del albergue? Durán se animó a preguntar: —¿Está tratando de decirnos que lo que ha sucedido con los animales y este pobre hombre se debe al choque de un microagujero negro en esta región? ¿Que no se supone que su tiempo de vida es efímero y no provoca ningún tipo de estropicios en la materia? Votarde asintió en forma teatral. —La respuesta a su primera pregunta es sí —respondió Votarde—. Respecto a su segundo cuestionamiento me temo que sólo en el caso de los microagujeros negros creados de manera artificial. En lo tocante a los que provienen de la radiación cósmica, su naturaleza es diferente. Hasta hace poco tiempo se tenía la certeza de que no producían ningún tipo de efecto sobre la superficie del planeta, pero investigaciones recientes han demostrado que el comportamiento de la gravedad cambia alrededor de ellos, al igual que el continuum espacio-tiempo, viéndose modificados significativamente en el sitio donde tiene lugar la incidencia o choque de un microagujero negro. Esto significa que todo, incluyendo a los seres vivos y objetos inertes, es afectado de alguna manera hasta hoy desconocida. »Se presume que los especímenes involucrados quedan atrapados dentro de una disrupción de este continuum espacio-tiempo, un sitio indefinido donde sus organismos se desarrollan de una manera muy distinta a la que estaban 69
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compuestos antes del fenómeno. Así, la información genética, bioquímica y fisiología de sus organismos se ven implicados en una especie de “fisura” temporal que los hace evolucionar de una forma extremadamente rápida… »Es muy posible que, a raíz de su desaparición, el tarahumara haya experimentado un tipo de evolución o transmutación en su organismo, de tal forma que el monóxido de carbono se haya convertido en su nueva fuente de vida, volviendo por el contrario al oxígeno en una sustancia totalmente tóxica para él, y extremadamente destructiva, como hemos podido atestiguar. Al final, es más que evidente que la estructura celular del indígena ha sido afectada de forma muy grave debido al singular trastorno de una de sus funciones vitales, al grado de que su organismo haya colapsado en su totalidad. O quizá la desintegración celular se haya debido a un efecto secundario causado por alguna especie de radiación desconocida infligida por el mismo microagujero. ¡Cómo saberlo! »Y lo mismo aplica para los animales involucrados, de modo que es un hecho que la incidencia de estos microagujeros negros están repercutiendo de manera bastante negativa en la vida animal y humana, a grado tal de terminar con la vida de algunos especímenes de una manera bastante sui generis. »Pues bien, a todo este embrollo al que me he referido es a lo que llamamos “desfasamientos disruptivo-temporales”, que no son otra cosa más que disrupciones en el continuum espaciotiempo provocadas por agujeros negros provenientes del espacio. El doctor Votarde calló y se dedicó a contemplar los rostros demudados de los dos científicos. Se divertía observando sus expresiones de pasmo y escepticismo. El bioquímico no demoró en hablar. 70
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—Dígame, doctor, ¿a qué se refiere con que “están comenzando a manifestarse con mayor frecuencia”? ¿Es que acaso estos microagujeros negros no han bombardeado el planeta desde tiempos inmemoriales? —Oh sí, desde luego. Desde que el planeta comenzó a formarse, hace más o menos cuatro mil quinientos millones de años. Me temo, sin embargo, que no todos los casos concernientes a sus efectos han sido documentados a lo largo de la historia antigua, aunque sí los más recientes. En la época contemporánea, por ejemplo, se han registrado casos como el de la explosión de Tunguska, Siberia, en 1908. Durante los años posteriores el evento se convirtió en todo un misterio, y no fue sino hasta 1921 cuando la Academia Soviética de Ciencias envió una expedición seria a la zona para su estudio. A partir de entonces surgieron más de treinta hipótesis y teorías sobre lo ocurrido. Entre éstas se encuentra la explosión de un fragmento del cometa 2P/Encke antes de impactarse sobre la superficie terrestre, la explosión de una bomba de hidrógeno natural, la desintegración de antimateria, una tormenta magnética, entre otras más peregrinas. Incluso hay quienes han especulado sobre la explosión de una nave extraterrestre averiada antes de colisionar con el suelo. Y quizá se trate de una de las menos inverosímiles. »No obstante, a lo largo de los últimos años una nueva teoría ha venido cobrando fuerza: los microagujeros negros. Aunque los astrónomos y astrofísicos aseguran que no causan ningún tipo de efectos debido a que son más pequeños que un átomo, de tal suerte que su horizonte de sucesos es demasiado pequeño para absorber demasiada materia, parece ser que eventualmente nuestro planeta topa con algún microagujero con características muy diferentes a los habituales, 71
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siendo éstos de una naturaleza particularmente destructiva. Y más aún, cada uno de ellos parece entrañar un sello muy particular: donde uno se manifiesta con una fuerza destructora implacable, como en el caso de Tunguska, otro lo hace de manera más sutil como en el fenómeno de los animales y el del infortunado tarahumara, aunque no exento de su propia y peculiar naturaleza destructiva. »El porqué de estos microagujeros “salidos de molde”, o “destructivos”, por así llamarlos, aún es un misterio. Nadie tiene una respuesta concreta por el momento. Es una suerte que el que ha impactado en esta región no haya sido de las mismas características que el de Tunguska… Durán clavó la mirada en el doctor Votarde. No se le veía muy convencido. —Pero dígame, doctor, ¿cómo es que los científicos han llegado a tal conclusión? ¿Cómo pueden estar tan seguros que el suceso de Tunguska fue causado por el impacto de un microagujero negro? Al final de cuentas no es un hecho comprobado. Se trata simplemente de una teoría, ¿no es así? Votarde se vio obligado a convenir. —Ciertamente es una teoría, pero les informo que mi equipo de investigación en conjunto con investigadores de otros países estamos a punto de dar con la clave que así lo compruebe de manera rotunda e irrefutable. Lo preocupante aquí es que la incidencia de este tipo de microagujeros “destructivos” está aumentando de manera paulatina e incidiendo en diversas zonas del planeta. Hasta el momento nadie tiene una respuesta satisfactoria. La buena noticia es que la gran mayoría de los microagujeros “destructivos”, si no es que prácticamente todos, sólo provoca disrupciones en el continuum espacio-tiempo, como el que ha incidido 72
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en esta región. Al parecer, las probabilidades de que microagujeros “destructivos” como el de Tunguska choquen con la tierra son remotísimas. ¡Si no fuera así, imagínense! La superficie de la Tierra ya habría sido barrida desde hace mucho tiempo… Las palabras de Votarde quedaron flotando en la silenciosa atmósfera interior. Hubo un breve lapso de silencio. El aullido del viento que impactaba los cristales del vehículo se hizo más patente. Uno de los visitantes hizo un gesto de impaciencia. —¿Acaso la explosión de Tunguska no se debió al impacto de un meteorito? —preguntó de pronto Cisneros. El repentino acceso de incredulidad dejaba en claro que el biólogo no desconocía del todo sobre el tema y que aún guardaba ciertos rescoldos de suspicacia. —Imposible —objetó Votarde—. El impacto de un meteoro hubiese dejado un cráter de varios de cientos de kilómetros de diámetro, y en toda la zona no se ha encontrado un solo boquete. Definitivamente no. Esa fue una de las teorías descartadas desde un comienzo. Durán se llevó la mano a la frente. El semblante de su rostro denotaba todo el escepticismo que se anidaba en su interior. —Microagujeros negros… —repitió en voz baja, como si hablara consigo mismo. Tanto él como Cisneros negaban con la cabeza, sin dar crédito. Aparecieron sonrisas incrédulas. —Sé lo que están pensando —masculló Votarde—, pero créanme que todo lo que acabo de explicarles tiene una base muy sólida. Ustedes mismos han sido testigo de ello… Al recordar lo sucedido en el interior del albergue ambos científicos se estremecieron. Podían desconfiar respecto a que el suceso de Tunguska hubiera sido provocado por un 73
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microagujero negro, pero no podían soslayar ni poner en duda de ninguna manera el pavoroso suceso que habían atestiguado minutos antes. Haciendo un esfuerzo por disipar de su mente la imagen del tarahumara, Durán se dirigió hacia Votarde. —¿Se han presentado otros casos similares en otras zonas del país? —No, por el momento, pero sí en otras partes del mundo. Existen otros grupos de científicos que se encuentran investigando fenómenos de la misma índole. Se tiene registro de una amplia gama de variantes en diversos países. Todos igual de desconcertantes… Votarde hizo una ligera pausa. Agregó: —Al parecer esto apenas empieza. En dos meses los casos se han incrementado de una forma alarmante, y aunque la mayoría de ellos se han mantenido ocultos, algunos ya han sido advertidos por la población, como ha sucedido con el tarahumara y los animales en esta región. Nadie debe saber, sin embargo, lo que le ha ocurrido al indígena. Es absolutamente necesario mantenerlo en secreto, de ahí que se les haya hecho jurar sobre el desconocimiento de este lugar y de los fenómenos que han ocurrido en los días recientes. La mirada de Votarde se hizo más penetrante, destilando a través de ella una advertencia intrínseca que era imposible soslayar. Los dos científicos se miraron de reojo, intercambiando un par de miradas fugaces. Sin pretenderlo, ahora eran sabedores de un ultrasecreto de proporciones planetarias donde se hallaba implicada la integridad de la humanidad y de toda forma de vida sobre la faz del planeta. De pronto, todo lo que estaba sucediendo en rededor les pareció surrealista, como extraído de una película de ciencia 74
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ficción y terror. Sin embargo, las pruebas eran irrefutables. Ahí estaban las fotografías y videos de todos los animales implicados, los análisis y reportes bioquímicos y toxicológicos, las pilas de registros del extraño caso de Rahui… y finalmente, el dantesco suceso que había tenido lugar justo frente a sus narices minutos antes. Todo era tan real como tangible, y nada de lo que ellos habían visto o experimentado hasta ese momento en el interior del albergue podía ser rebatido de ninguna manera. Durán se llevó las manos a la frente y sacudió su cabeza con marcado énfasis. ¡Acaso estaban bromeando! ¿Microagujeros negros bombardeando la superficie del planeta, creando fisuras en el tiempo, fisuras que alteraban la línea temporal de todo ser vivo y desnaturalizaban el funcionamiento de sus organismos a un nivel genético y fisiológico? ¿Microagujeros negros que causaban el derretimiento (literal) de una persona hasta reducirla a un miasma mucilaginoso?¿Microagujeros que podían causar una explosión de dimensiones colosales sobre la superficie del planeta? El bioquímico se repantigó sobre el asiento trasero de la vagoneta, echando su espalda hacia atrás, como si tratara de liberarse de la tensión acumulada. Suspiró. Se llevó la mano a la barbilla y se volvió hacia la ventanilla. Sólo había oscuridad y copos de nieve arremetiendo contra los cristales. Tras meditarlo por unos instantes, llegó a la conclusión de que algo no encajaba. No tenía idea del porqué, ni mucho menos tenía idea de cómo explicárselo, pero su intuición le dictaba que el caso de Rahui, los animales y los numerosos fenómenos que estaban ocurriendo en todo el mundo no tenían ninguna relación con los microagujeros negros y los desfasamientos disruptivo-temporales que Votarde y su equipo de 75
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investigación de fenómenos paranormales habían estado rastreando desde hacía dos meses. Sabía que había algo más, algo más sutil, más intangible y a la vez extremadamente pernicioso e intrincado. Algo que él, incluso Votarde y cualquier equipo de investigación del mundo estaban muy lejos de desentrañar. Algo que simple y sencillamente se hallaba fuera de sus alcances, fuera de su comprensión. No dudaba de la existencia de los microagujeros que Votarde perseguía con tan ahínco y que la superficie del planeta fuera bombardeada constantemente por estas entidades cosmológicas, pero algo le decía que éstos no eran los causantes de lo que estaba sucediendo en aquel poblado ni en otras latitudes. Fuese lo que fuese el causante, definitivamente estaban tras la pista equivocada. Sin embargo, Durán no se atrevió a exteriorizar sus apreciaciones. No estaba en condiciones de argüir ninguna clase de argumentación con base a una mera corazonada, en una mera intuición. Por mera prudencia elemental decidió permanecer callado y guardarse sus impresiones bajo la certeza de que ya fuera que lo expresara o no, la situación no modificaría un solo ápice, y que ni él ni nadie podrían hacer absolutamente nada para revertirla. De súbito, una voz quebrantó el silencio, interrumpiendo sus dilucidaciones. —La intensidad de las cronoyecciones comienza a disminuir —anunció Rodríguez con aire imperturbable, mirando fijamente el lector remoto del ddt—. ¿Qué procede ahora, doctor? Votarde se volvió hacia el técnico. —Es necesario recoger los restos del tarahumara y trasladarlos hacia el campamento. Debemos someterlos a un riguroso análisis para determinar las causas de su desintegración. Con toda seguridad el resultado será de vital importancia para 76
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la continuidad de la investigación. Pero antes llévenos al campamento, por favor. —De acuerdo —asintió Rodríguez, dirigiéndose hacia la puerta del vehículo. —Ordene también que todo el equipo sea trasladado hacia el campamento —agregó Votarde—. Ya nada tenemos que hacer en este lugar… Entornó la mirada hacia el albergue. Una mueca de disgusto asomó a sus labios, como si el lugar le produjera repugnancia. Rodríguez deslizó la puerta de la vagoneta y se enfrentó al viento gélido que aullaba fuera, provocando la entrada de una ráfaga que estremeció a los ocupantes en el interior. Cerró la puerta con premura y se dirigió hacia la cabina frontal. —Será mejor que nos marchemos —sugirió Votarde—. Nos queda mucho trabajo por hacer. Ya sobre el volante, Rodríguez arrancó la vagoneta y aceleró en medio de la ventisca. Ninguno de ellos pudo evitar mirar hacia el interior del albergue. A través de un resquicio de la puerta apenas lograron apreciar el manejo de un recipiente metálico y el movimiento de algunas batas blancas moviéndose frenéticamente en torno al desdichado indígena, o lo que quedaba de él. —¡De prisa —apremió Votarde—o nos quedaremos atascados! Precedido por el frenético vaivén de los limpiaparabrisas, la vagoneta dio una serie de bandazos sobre la nieve antes de perderse en la oscuridad.
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6 Объединённый институт ядерных исследований, оияи Instituto Central de Investigaciones Nucleares, icin Dubná, óblast de Moscú, Rusia Octubre de 2045 El hombre enfundado en un impecable traje gris oscuro entró a la habitación destilando una pasmosa parsimonia pese a la tensión que se respiraba en el interior. Incluso podría decirse que aquel enrarecimiento en la atmósfera del lugar surtía un efecto tonificante en su manera de conducirse, dotándole de ciertos modales que rozaban peligrosamente los terrenos de la afectación. A juzgar por la expresión resuelta de su mirada y la altivez que emanaba de la totalidad de su figura, era evidente que el hombre estaba habituado a aquella clase de situaciones. Detrás de él le seguían una mujer joven y un acompañante, al parecer asistentes apresurados, ambos atentos ante la más mínima expresión o gesto que surgiera del rostro que les precedía. Mediante una serie de gesticulaciones les indicó que se retiraran e hizo que cerraran la puerta tras de sí. Enseguida esbozó una sonrisa y se dirigió hacia una mesa donde se hallaba reunida una comisión conformada por algunos directivos del icin y el gobierno ruso. —Mis más sinceras disculpas —se excusó—. El tráfico es un caos allá afuera. 78
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El recién llegado se sentó, ocupando una silla que se le había reservado justo en la cabecera de la mesa ovalada. La mirada del enigmático visitante se posó enseguida en el director Yuri Korsakov, mostrándose entre curioso e impaciente. El director del icin carraspeó ligeramente antes de hablar. —Doctora Berezutski —dijo—, le presento a Aleksei Korovin, el delegado del Ministerio de Ciencia y Tecnología del gobierno ruso. Ambos aludidos se dirigieron una ligera reverencia. —El señor Korovin ha sido comisionado expresamente por el presidente Shishkin para valorar las últimas incidencias que han surgido en el seno del Proyecto usča. Cabe decir que el presidente se encuentra muy excitado ante la posibilidad de que éste tenga éxito, pero por otro lado le inquietan los rumores que han llegado hasta él a partir de que usted ha manifestado su total desaprobación en los alcances del mismo, una actitud poco entendible para él a sabiendas de que usted se encuentra inmiscuida en el proyecto, específicamente en la instalación del pulsatrón de partículas, la parte última y más importante del mismo… Berezutski escuchaba atenta con un velo de inexpresividad en el rostro. Se propuso desde un principio no alterarse y guardar la calma hasta el final, pero poco a poco sentía cómo la indignación y la ira comenzaban a alterar su compostura. —Como usted comprenderá, doctora —prosiguió Korsakov—, el presidente Shishkin se encuentra en una posición crucial y sumamente ambivalente. Por un lado puede erigirse como un colaborador inopinado de la comunidad científica internacional y supremo benefactor de la humanidad, pero por otro corre el riesgo de que la revelación de los 79
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entresijos del proyecto le juegue en su contra, propiciando así condiciones de inestabilidad en la ya precaria relación diplomática que sostiene con algunos países vecinos. Lo anterior no significa otra cosa más que lo siguiente: si realmente existe una razón de peso para mantener los resultados del Proyecto usča en secreto se tomarán todas las medidas necesarias para que así sea. De lo contrario, será él mismo presidente quien asuma la responsabilidad de darlo a conocer con bombo y platillo. Aquí el dilema es este: ¿cómo determinar de qué forma habrá de proceder el señor Shishkin? Korsakov calló, dejando la sala en un silencio sepulcral. Todas las miradas se dirigieron hacia la doctora Berezutski. Por un momento la científica pareció intimidada, pero enseguida recobró la compostura y se armó de valor. No podía dar su brazo a torcer. —Tengo mis razones para no compartir el mismo entusiasmo que embarga al presidente y a todo su gobierno. Entiendo que en esta carrera científica por determinar las causas que han provocado las anomalías en el interior del planeta nuestro gobierno no ha escatimado en esfuerzos ni recursos, todo con el objeto de convertirse en la punta de lanza de la investigación y proveer al mundo de las herramientas y claves para evitar una catástrofe de magnitud mundial en un futuro no muy lejano. Pero la manera en que se ha procedido en aras de lograr el ansiado viaje en el tiempo a nivel subatómico atenta contra el racionalismo científico y los principios de la física de partículas. No nos cabe la menor duda de que el presidente Shishkin y su gabinete se encuentran al margen de comprender a fondo sobre física cuántica, y no es necesario que lo entiendan. Lo que sí es necesario es que alguien se encargue de asesorarlo y le revele los riesgos que entrañan las 80
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verdaderas intenciones del Proyecto usča. De lo contrario, estarían guiándolo directamente a la cueva del lobo. No puede ensalzarse y anunciar a la comunidad científica internacional que el gobierno ruso ha creado dos nuevas partículas elementales cuya naturaleza implica la posibilidad de lograr el viaje en el tiempo y por consecuencia vaticinar la evolución del núcleo exterior a futuro cuando en realidad no conocemos nada sobre ellas. ¡Es una tremenda estupidez! Aleksei Korovin se encontraba impaciente por intervenir. —Doctora Berezutski, entiendo su argumento. Sin embargo, Korsakov me ha informado que usted sólo se basa en meras especulaciones y que no cuenta con un sustento científico que las respalde. Es cierto que el presidente Shishkin y su gabinete no saben nada ciencia, nada sobre física de partículas. Son políticos. En cambio, nosotros sí. Bajo esta premisa, dígame ahora: ¿en qué se basa para inferir que el lanzamiento de los singletes “modificados” pueden causar algún estropicio o afectación sobre la superficie terrestre? Debe saber usted que no se tiene conocimiento de ninguna anomalía o incidente reportado en alguna parte del mundo. Berezutski hizo una mueca de fastidio. Dijo: —Repito por enésima vez: de haber tenido éxito en su desplazamiento en el continuum espacio-tiempo, las partículas podrían provocar una serie de alteraciones insospechadas en los sitios de incidencia. No tengo la menor idea de qué tipo de alteraciones ni cuánto tiempo se requeriría para ello. Tal vez días, semanas, meses. ¡Qué sé yo! Tampoco tengo la menor idea de cómo poder evaluarlo o demostrarlo, pero algo me dice que puede llegar a suceder. No lo sé… Es como una especie de presentimiento. 81
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Korovin dirigió una mirada severa a la científica. —¿Me está diciendo que todo este revuelo que se ha armado en torno suyo se origina básicamente por una corazonada? Berezutski quedó demudada por unos instantes, sin saber qué responder. En lo más profundo de su ser sabía que así era. Se trataba de un arrebato de intuición del que no podía desentenderse sin sentir que se traicionaba a sí misma. Si respondía de manera afirmativa al cuestionamiento sus argumentaciones iniciales se irían a tierra de forma estrepitosa, pero por otro lado una respuesta negativa en ausencia de pruebas científicas tampoco sería tomada en serio. Berezutski vaciló. Se encontraba entre la espada y la pared. —Especular sobre los riesgos y posibles efectos que podrían causar dos nuevas partículas subatómicas que han sido creadas en el último momento y han sido lanzadas hacia el interior del planeta sin haberse estudiado y analizado de manera previa dentro de un colisionador de hadrones de forma controlada, como normalmente se hace y se debe de hacer, creo que es una premisa muy válida y lógica, de modo que de ninguna manera se trata de una corazonada. El Proyecto usča primero debió crear las partículas dentro del colisionador y posteriormente enviarlas al exterior. Ese es el punto toral de mi argumento. Y ni se diga que además de semejante aberración fui engañada pues nunca se me informó de la existencia del dispositivo alterador de espines. De haber tenido conocimiento tenga la seguridad de que no habría completado mi participación en la instalación del pulsatrón de ninguna manera… Korsakov intervino de pronto, ignorando el comentario final de la científica. —Lo que usted sugiere es algo que no se puede realizar. 82
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El dispositivo alterador de espines no se puede instalar dentro del colisionador. Ello conlleva un alto riesgo. —Pero sí se pueden enviar singletes modificados hacia el interior del planeta, ¿no es así? Korsakov permaneció impasible. —Todos los avances de la ciencia conllevan sus riesgos. La magnitud de nuestro proyecto así lo exige. El fin justifica los medios, doctora Berezutski. No lo olvide. Ese es un principio universal que debería saberlo a la perfección. La mujer lanzó una mirada reprobatoria al director. —Y usted debería saber que hay riesgos inadmisibles, como el que ha perpetrado a mis espaldas. Hay riesgos que simple y sencillamente no se pueden tomar. —El tono de voz de la científica se volvió extrañamente grave. Luego agregó—: De verdad espero que no suceda absolutamente nada de lo que tengamos que arrepentirnos… Un brote de tensión inundó la sala. El silencio se convirtió en un inesperado aliado de los argumentos de Berezutski. Miradas evasivas e inquisitivas se dispararon en todas direcciones. Fue el mismo Korovin quien quebrantó el incómodo mutismo. Una sonrisa forzada emergió de sus labios, resultando al final una mueca informe y descolorida. —No nos adentremos en discusiones intrascendentes y desgastantes. No resolveremos nada con ello. Tampoco caigamos en especulaciones ni divagaciones que no conducen a ninguna parte. Comprendo su preocupación, doctora Berezutski, pero sin una prueba concluyente sus argumentos no pueden ser tomados en consideración. Me temo que, dado el gran interés que existe por parte del gobierno de Shishkin en dar a conocer los resultados del Proyecto usča por las razones ya antes mencionadas, el presidente no reparará en conjeturas ni corazonadas 83
como la que usted ha desgranado sobre esta mesa en ausencia un sustento científico serio de por medio. En consecuencia, debo informarle que su propio juicio sobre la situación ha respondido a la pregunta que le formulé desde un inicio: el presidente habrá de proceder de acuerdo a la imposibilidad suya de demostrar que la alteración del espín de los singletes de Higgs constituya una fuente de peligro para la vida sobre la superficie terrestre a consecuencia de la inesperada dispersión de los haces. Aleksei Korovin hizo una pausa y permaneció observando a la científica de hito en hito. —¿Tiene usted algo que agregar, doctora Berezutski? Ante aquel último veredicto la mujer había quedado totalmente desarmada. Sin una prueba irrefutable no podía validar su hipótesis de ninguna manera, menos ante un delegado que había sido enviado por el presidente exigiendo una respuesta perentoria y a todas luces categórica. Ninguna de sus especulaciones haría mella en el desbocado ánimo de los científicos y del propio gobierno. Todos ellos, incluido el presidente Shishkin, se encontraban delirantes, presas de un rapto de enajenación ineludible. Cuánto deseo estar equivocada, profunda e irremediablemente equivocada, pero algo en su interior le dictaba que no podía ser de otra forma. Estaba segura de que algo sucedería, un fenómeno de dimensiones mundiales cuya insospechada naturaleza ninguno de los ahí reunidos estaba en condiciones de vislumbrar, ni siquiera ella, pese a todo su pesimismo y desconfianza. De pronto sintió que ya no tenía nada que hace ahí, que debía esfumarse, desaparecer. No estaba segura si continuaría como colaboradora en el proyecto, ahora convertido en el némesis de su motivación científica. Ahora que conocía los
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verdaderos motivos de su creación todo el entusiasmo que había derrochado inicialmente se había diluido de forma angustiosa. ¿Qué podía hacer? ¿Continuar con los nuevos derroteros del proyecto, enfrascarse en una profunda investigación en aras de demostrar que finalmente tenía razón? ¿Dimitir? En ese momento su cabeza era un torbellino en ebullición, de modo que no era conveniente precipitarse en la toma de ninguna decisión. Sólo el tiempo le indicaría qué hacer, y no tenía la menor duda que éste le daría la razón. Se volvió hacia Korovin y, tragándose su orgullo, respondió: —No, señor. Es todo lo que tengo que decir. El delegado asintió. —Bien, en ese caso mi consigna ha concluido aquí. Esta misma tarde el presidente Shishkin tendrá la respuesta a sus propios cuestionamientos. Señores… Korovin se levantó de la mesa irradiando una mezcla de energía y elegancia. Justo cuando se alzó los dedos para abotonarse su impecable traje gris, la doctora Berezutski cerró los ojos.
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7 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Un ronroneo sordo se alejaba a medida que emergía de las brumas del ensueño, se extinguía lentamente, amortiguado por la lejanía y el aislamiento de las paredes. Cuando el techo del habitáculo se visualizó con absoluta nitidez, el soñoliento Durán escuchó las últimas vibraciones de aquella resonancia agonizante. Sólo cuando el sopor se disipó un poco el bioquímico fue consciente de lo que había escuchado: un helicóptero había sobrevolado el campamento y se alejaba raudo bajo el frío manto de la mañana congelada. Se reincorporó con pesadez sobre la camilla superior de su habitáculo y miró a través de la ventana. No vio nada; sólo la vislumbre del gélido amanecer escabulléndose en cada uno de los rincones del poblado. En la camilla inferior de la litera Cisneros también comenzaba a salir de su letargo. —¿Qué sucede? —preguntó el biólogo, estirando los brazos. —No lo sé —fue la respuesta de Durán—. Vayamos a averiguar. Los dos hombres se incorporaron de sus camillas, empeñándose en despabilarse a la brevedad posible y comenzaron a vestirse. Habían pasado una noche de insomnio, 86
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conmocionados por lo que había sucedido la noche anterior, y sólo hasta altas horas de la madrugada habían logrado conciliar el sueño. Se sentían abotagados e incapaces de pensar con lucidez. Tras echarse agua sobre la cara salieron del habitáculo que se les había aprovisionado, exhibiendo sendas ojeras. El bullicio del domo principal del campamento contrastaba marcadamente con la quietud que había reinado durante los días previos al estremecedor desenlace del tarahumara. Hombres enfundados en sendas batas blancas se desplazaban en un frenético vaivén a lo largo y ancho de la sala, donde reinaba un desacostumbrado hacinamiento: los estantes lucían atiborrados de carpetas y reportes, los escritorios estaban invadidos de nuevas computadoras monocristal, monitores de luces parpadeantes no dejaban de pitar… Todas las áreas parecían haberse empequeñecido, volviendo el transitar más difícil y caótico. A mitad del recinto se toparon con una comitiva de cinco científicos enfundados en trajes nbq proveniente del laboratorio. Sus rostros apenas eran visibles a través de la cubierta plástica de las máscaras rematadas por gruesos filtros. La escena intrigó a ambos científicos, haciéndoles sentir cada vez más ajenos a lo que se desarrollaba a su alrededor. Aunque era la primera vez que veían aquella indumentaria desde que habían arribado al campamento, no les llevó mucho tiempo deducir que su empleo obedecía al pavoroso incidente que había tenido lugar en el albergue la noche anterior. Era obvio que los restos del indígena ya habían sido trasladados al campamento. Uno de los hombres se quitó la máscara y se aproximó hasta donde se encontraban ellos. El rostro de Votarde asomó debajo del plástico, exhibiendo su acostumbrada sonrisa, 87
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aunque esta vez algo sombría. No mostraba ya la resolución que había proyectado en días atrás, cuando se había encargado de poner al tanto a sus dos invitados. En su lugar, los dos hombres se toparon con un semblante que oscilaba entre la preocupación y el desconcierto. —Buenos días, señores —saludó Votarde—. Síganme a mi escritorio, por favor —indicó el científico sin más preámbulos. Detrás de él le seguía Rodríguez, igualmente enfundado en un traje y con el rostro desencajado. Éste último pasó de largo, sin saludar. Cisneros y Durán se miraron de reojo, sin comprender. Una pila de reportes y archiveros de plástico yacía sobre el mueble, en completo desorden. El científico se acercó y colocó la máscara antigás encimas de los papeles revueltos, emitiendo un profundo suspiro. Al girarse se volvió de inmediato hacia Rodríguez. —Quiero un análisis completo de los restos del cuerpo —indicó—. Para mañana a primera hora. El técnico asintió sin mucha convicción. ¡Mañana a primera hora! ¿Se ha vuelto loco? Ambos sabían que no podrían estar en tan poco tiempo. Ante lo inesperado de la indicación, Rodríguez supo enseguida lo que estaba sucediendo: el viejo había decidido fanfarronear un poco. Le gustaba hacerlo en público de vez en cuando, de modo que era más que obvio que la presencia de los dos científicos invitados le había incitado a ensayar uno más sus alardes de poder. Si había algo que le molestaba de su jefe era el despliegue de aquellos aires de superioridad y arrogancia que sólo contribuían a deteriorar aún más la imagen de Votarde ante sus ojos y ante los de los demás. El técnico estaba a punto de asentir y retirarse envuelto en un aura de mansedumbre, pero en el último instante se lo 88
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pensó mejor. Esta vez no estaba dispuesto a sazonar la exhibición de Votarde mostrando la subordinación de costumbre. —Los resultados no estarán hasta dentro de tres días —dijo de pronto Rodríguez, tratando de que su voz fluyera con naturalidad. Votarde lo fulminó con la mirada. Desde luego que lo sabía, pero no había ninguna necesidad de revelarlo, mucho menos en público. De inmediato se notó una ligera tensión en el ambiente, al igual que sucede cuando se desata una discusión personal ante oídos externos, generando un momento de incomodidad. —¡¿Tres días?! —exclamó Votarde, fingiendo sorpresa. —Por lo menos —respondió el técnico en un tono abiertamente cortante. Una expresión de desconcierto e impotencia fingida se reveló en el rostro del científico. Era evidente que esta vez Rodríguez no estaba de humor para seguirle el juego. Votarde no tuvo más remedio que convenir. Se llevó la mano a la frente, como si el gesto le ayudara a serenarse. Suspiró con cierto aire de resignación. —De acuerdo. Manténgame informado —ordenó Votarde con más serenidad y sin mucha convicción. —Desde luego, señor. —Ahora retírese. Necesito hablar con los señores. Rodríguez lanzó una mirada recelosa hacia los dos científicos que acompañaban a Votarde y se retiró del cubículo hilvanando una sonrisilla triunfal. Después de seguirlo con la mirada, los dos invitados se volvieron hacia Votarde. Estaban impacientes por escuchar sus impresiones. —¿Qué es lo que está sucediendo? —preguntó Durán con acrecentada excitación—. El helicóptero… Se ha ido. Votarde asintió. —Elizondo y su equipo se han marchado temprano del campamento —informó. Por el tono de voz y la expresión 89
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animada de su rostro era indudable que lo embargaba un gran regocijo interior—. Tras la muerte del tarahumara ya no tenían mucho qué hacer aquí… Además —agregó—, parecer ser que ha sucedido otro fenómeno en Chiapas, cerca de la frontera con Guatemala… —¿Otro fenómeno? —inquirió Cisneros—. ¿Cómo los que han sucedido aquí? —No estoy del todo informado —respondió Votarde, encogiéndose de hombros—, pero todo parece indicar que sí. La información fluirá con el correr de las horas. Los dos científicos alzaron las cejas. —¿Y qué resultados ha arrojado el análisis de los restos de Rahui? —cuestionó Durán—. ¿Qué le ha ocurrido al pobre hombre? —No podemos determinarlo con exactitud hasta que no hayamos examinado a conciencia los análisis citoplasmáticos practicados en el indígena. Pero todo parece indicar que previo a la desintegración celular se presentó un cuadro extremo de oncosis y piroptosis, propiciando así la tumefacción de las células y la dilatación de los organelos citoplasmáticos. Todo ello contribuyó además a la rápida pérdida de los potenciales de membrana, presentándose como consecuencia la depleción de la energía celular, daño en los lípidos de membrana y la pérdida de la función de los canales homeostáticos. Sin embargo, aún no se sabe qué desencadenó la desintegración celular al grado de convertir al hombre en gelatina. Votarde guardó silencio durante unos instantes, calibrando la reacción de los dos hombres que tenía frente a sí. —¿Alguna sugerencia? —preguntó. Ambos científicos se miraron el uno al otro de manera 90
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inquisitiva. Durán se animó a responder, mostrando una sonrisa tímida. —Puedo vislumbrar las causas y consecuencias de la oncosis —dijo con cierta flema—, pero no tengo la menor idea de las posibles causas de la desintegración celular… Votarde sonrió con aire teatral. —¿Usted, señor Cisneros? —preguntó. El biólogo se encogió de hombros. —Coincido con Durán. La oncosis es una cosa, la desintegración celular que hemos observado es otra. Nunca había visto algo semejante. Tras un breve silencio, Votarde caminó alrededor de su escritorio con los brazos echados sobre la espalda. Repentinamente el atribulado científico dijo: —Es posible que la clave se encuentre en la desaparición previa y posterior reaparición que han experimentado todos los organismos involucrados. Tras la reintegración material quizá las células sufran una especie de lisis irreversible que propicia un colapso general de la membrana plasmática al cabo de unas horas o días, tal y como ha sucedido en el caso del indígena. Durán caviló durante unos instantes. Enseguida dijo: —Ciertamente es una posibilidad. Pero dígame una cosa: ¿por qué no ha sucedido lo mismo en los animales? Ninguno de ellos ha sufrido algún tipo de desintegración celular, como en el caso de Rahui… Votarde asintió. —Buena pregunta. Podría ser que la desintegración celular se presente sólo en seres humanos, o tal vez se deba el producto de una eventualidad nada más. No lo sé… Me temo, sin embargo, que ello sólo podría ser comprobado a menos que 91
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se presentaran varios casos similares al del indígena y esperar su desenlace. Lo único que puedo asegurarles es que en las decenas de casos presentados en animales no se ha observado ningún tipo de desintegración celular. Ello nos lleva a inferir que la afectación es mucho más severa en los seres humanos. Durán frunció el ceño al tiempo que Votarde se llevaba la mano a la mejilla y se frotaba la barba grisácea. —Lo único que nos resta por hacer es esperar los resultados de los análisis… —indicó el investigador—. Ahora, si me lo permiten, me gustaría mostrarles el análisis de las cronoyecciones registradas por el ddt justo en el momento que el cuerpo del indígena se esparció ante nosotros. Síganme, sin son tan amables… Votarde se dirigió hacia una pantalla monocristal que se encontraba sobre su escritorio. Retiró algunos papeles desparpajados e invitó a los científicos a que se acercaran. —Lo que están viendo ahora mismo es la transducción de las cronoyecciones que les he mencionado. Para alguien que no esté habituado a este tipo de tecnología las imágenes podrían resultar repetitivas y no tener significado alguno, pero lo cierto es que hay algo que nunca había sido detectado por un ddt: un tipo de radiación desconocida, quizá una especie de radiación remanente del microagujero negro que ha impactado en la región. Aquí, ¿la ven? A un costado de la bisectriz del desfasamiento disruptivo-temporal… El científico indicó con el dedo. Durán y Cisneros se aproximaron hacia la pantalla. Vieron una especie de imágenes digitales arremolinándose y distorsionándose en torno a sí mismas, desapareciendo al cabo de unos instantes para enseguida volver a aparecer y trazar el mismo patrón una y otra vez. Aquellas imágenes no significaban nada para ellos. 92
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—Sí. ¿De qué tipo de radiación se trata? —preguntó Durán, siguiendo la corriente. —Aún no ha sido determinada —respondió Votarde—. Hasta el momento sólo se ha descubierto que este tipo de radiación crea pares partícula-antipartícula. Estos pares se desintegran rápidamente entre sí devolviendo la energía y materia prestada para su formación. Esto significa que, a gran escala, en un agujero de dimensiones considerables, la reintegración de la energía y materia absorbidas es factible, no así en microagujeros negros, como el que ha pillado al indígena. Al momento de la reintegración, es posible que la entropía de estos microagujeros derive en una neguentropía o entropía negativa… Durán se aventuró a interrumpir. —¿Ha dicho entropía negativa? —Tal cual. También se le conoce como neguentropía o sintropía de un sistema vivo, es decir, la entropía que un sistema exporta para mantener su entropía baja, donde se encuentra la intersección de la entropía y la vida. Ambos científicos se miraron el uno al otro, sin comprender. Votarde captó el desconcierto en sus semblantes. —Quizá éste sea un concepto nuevo para ustedes, pero les puedo asegurar que es más antiguo de lo que creen. El término se puede definir como la tendencia natural de que un sistema se modifique según su estructura y se plasme en los niveles que poseen los subsistemas dentro del mismo sistema. Durán enarcó las cejas sin entender nada. Aquello parecía un trabalenguas. —Nunca había escuchado sobre ello… Votarde sonrió. —Comprendo, señores. Ya habrá tiempo de ahondar en el tema cuando sean entregados los resultados de los análisis. 93
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A partir de este momento estarán en condiciones de aplicar sus conocimientos y comprenderán la razón por la que los hemos llamado. Una chispa de intriga restalló en el interior de los dos invitados. Durante el tiempo que habían pasado en el campamento no habían dejado de preguntarse un solo instante cuál era su función ahí siendo que estaban rodeados de científicos especialistas en el tema, involucrados en un fenómeno que hasta hacía dos días desconocían, rodeados de equipos, aparatos y términos que ignoraban por completo. Por otro lado, Durán no dejaba de cuestionarse la validez de la teoría que de forma tan fervorosa Votarde y su equipo de investigadores habían propulsado al grado de crear una tecnología totalmente nueva e incomprensible para el resto de las disciplinas convencionales. Había llegado el momento en que toda aquella palabrería le resultaba meros términos sin sentido, una entelequia científica en toda la extensión de la palabra. Algo en lo más profundo de su ser no dejaba de sugerirle de manera persistente que todos ellos estaban completamente equivocados y que simple y sencillamente se habían tendido sobre un rastro erróneo cual sabueso descarriado entre los intrincados misterios de la naturaleza y el cosmos. Con el ánimo de encontrarle algún sentido a lo que veía a su alrededor y menguar aquella sensación de absurdidad que le acarreaba el despliegue de todos aquellos extraños aparatos, se decidió a preguntar: —¿Nos dirá finalmente para qué ha solicitado nuestra colaboración, doctor? Votarde sonrió de nuevo, percibiendo la intriga en la mirada del bioquímico. 94
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—No puedo revelarles los pormenores, por ahora —respondió el científico—. Sean pacientes, por favor. El tiempo que han pasado en el campamento les será de mucho provecho al momento de darles a conocer la labor que les espera. Paciencia, señores… Durán enarcó las cejas, resignado. Miró a su compañero. —¿Podemos ayudar en algo entretanto? —inquirió. —Por desgracia, sin tener el conocimiento elemental en la investigación de este tipo de fenómenos, la ayuda que nos pueden proporcionar es poca —Votarde sonrió con un gesto de lamento—. Antes es absolutamente imprescindible que comprendan la naturaleza de lo que estamos tratando, de modo que volvamos a las cronoyecciones. Ahí se encuentra la clave de todo este embrollo… Ambos científicos asintieron. Por lo visto, no tenían más remedio que someterse al ineludible aleccionamiento que les esperaba. —¿Nos explicará más a detalle qué demonios en la neguentropía? —preguntó Cisneros, como un alumno que se dirige resignado hacia su pupitre. —Desde luego, es precisamente lo que pensaba hacer…
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8 Cherrapunji, Estado de Megalaya Distrito East Khasi Hills, India Diciembre de 2045 Las hojas salpicadas de lluvia se agitaban ante los últimos embates del viento. La tormenta comenzaba a escampar y un arcoíris lejano iniciaba su lento despliegue entre las nubes grisáceas. Del interior de una densa masa de arbustos salió un hombre de complexión delgada, tez morena y bigote. Sus ojos se alzaron hacia el cielo, y, al comprobar que el torrencial chaparrón había pasado, se echó a andar en medio de un claro lleno de charcas y arroyuelos. Metros más adelante la jungla lo envolvió de nuevo. El camino fue copado por algunas lianas y enormes helechos que se mimetizaban con la glauca monotonía que se extendía en rededor. El hombre alzó sus brazos para apartar el denso follaje y procurarse el paso, al tiempo que comenzaba a acelerar la marcha. Había sido una suerte que hubiera llovido minutos antes. Las voces de sus persecutores ya no se escuchaban a sus espaldas. Era evidente que la lluvia los había retenido un poco, de modo que era el momento propicio para sacarles ventaja. Miró a sus espaldas con aire furtivo y comenzó a correr sobre el fango. No se arrepentía de haber matado a su mujer. Era lo menos que podía haber hecho después de haberla 96
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encontrado con aquel hombre en la cama. Los hermanos de ella, sin embargo, discrepaban marcadamente respecto a tan impulsiva determinación… Tras correr sin parar durante varios minutos, el hombre se detuvo y posó las manos sobre sus rodillas, visiblemente agitado. Se volvió sobre sus espaldas y aguzó los sentidos. No se escuchaban pisadas, ni gritos, nada. Sólo el canto lejano de algunas aves y el incesante goteo desde las copas de los árboles sobre el suelo enfangado. Luego de tomar aire durante unos segundos, el hombre entornó la vista hacia el frente, dispuesto a continuar en su desesperada huida. Estaba a punto de dar el primer paso, cuando de pronto escuchó un extraño zumbido. Su primera impresión apelaba a la lógica: había entrado en una nube de mosquitos tigre, pero de inmediato desechó la idea luego de no advertir la presencia de ningún insecto volador alrededor suyo. Además, el misterioso zumbido no se parecía en nada al impetuoso aleteo de tales bichos. Se trataba de un sonido más penetrante, más intenso, como una punzante trepidación en el aire que poco a poco comenzaba a afectar la cavidad de sus oídos. Desconcertado pero a la vez consciente de la cercanía de sus persecutores, el hombre reemprendió la carrera. Unos metros más adelante se detuvo abruptamente y se llevó las manos a los oídos de manera instintiva, presa de un lacerante dolor. El extraño zumbido se había incrementado de golpe, como si obedeciera al mando de un dial imaginario. Alarmado, el fugitivo miró presa de la angustia a su alrededor en busca de aquella inquietante vibración sónica. No encontró ningún aparato o artefacto, sólo la profunda acuosidad de la selva envolviéndolo todo como una fina película indisoluble y omnipresente. 97
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Aullando de dolor, el hombre comenzó a dar vueltas sobre sí, totalmente desorientado. El follaje de la selva desfilaba ante sus ojos a una vertiginosa velocidad, como si ésta de pronto se hubiese convertido en un tornado de hojas y ramas. Doblegado por la agobiante sensación, sus piernas se vencieron y cayó de rodillas sobre el suelo. Instantes después se desplomó de costado y comenzó a revolcarse sobre el fango, incapaz de soportar el dolor. Presa de una total desesperación, comenzó a gemir espasmódicamente y su vista comenzó a tornarse difusa. Los contornos de los árboles y plantas se volvieron nebulosos, lejanos; el cielo cubierto de nubes se transformó en un vacío en el que se precipitó a una increíble celeridad. Un oscuro abismo se abrió ante él justo antes de desvanecerse, dejando tras de sí toda la estela de sufrimiento que lo abrumaba. El hombre quedó tendido sobre el suelo, cubierto de fango. El silencio sobrevino como un bálsamo etéreo que reestableció la armonía que reinaba en el lugar antes de la imprevista intrusión. A la distancia el sordo ronroneo de los truenos cobraba fuerza, amenazando más lluvia. De pronto, como por obra de un soplido mágico, algunas de las plantas próximas al hombre desfallecido se agitaron y comenzaron a moverse, impulsadas por extraños tallos en forma de resorte, lo que les permitía desplegarse o contraerse de manera retráctil según la ubicación de su objetivo. Sus hojas eran grandes y anchas, de unos cincuenta centímetros de longitud, y una ristra de manchas de color negro moteaba las orillas, dotándolas de un aspecto extraño y perturbador. A medida que las exóticas hojas se aproximaban al cuerpo desvalido, las manchas comenzaron a contraerse y del centro emergió una especie de hebras amarillentas que agitaban sus 98
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puntas al aire hasta alcanzar la piel del indefenso hombre. Lenta pero inexorablemente comenzaron a extenderse sobre su piel. Cara, brazos y piernas fueron cubiertos al término de unos minutos, supurando en su avance un líquido amarillento que adormecía la piel de la víctima al tiempo que comenzaba a reblandecerla, disolviéndola lentamente, al igual que sus ropas. En una forma de acelerar el mecanismo de disolución, las hojas rociaron un líquido aún más corrosivo por medio de las estomas, facilitando así la labor digestiva del convulso entramado de hebras. Algunas volutas de vapor comenzaron a desprenderse de la piel del infortunado hombre, impregnando el lugar de un olor acre. Cada vez más numerosas, las enormes hojas se entrelazaron entre sí, arropando la totalidad del cuerpo hasta formar un solo manto vegetal. Conforme transcurría el tiempo, el bulto que yacía debajo comenzaba a empequeñecerse, mientras que los tallos y hojas de las plantas, por el contrario, ganaban grosor…
Minutos más tarde, un grupo de hombres con machetes en mano pasó corriendo con visible premura a unos metros de una gran masa de plantas de anchos tallos. Se escucharon algunos gritos en bengalí. El prófugo no aparecía por ninguna parte, habían perdido el rastro de sus huellas. Era como si se lo hubiera tragado la selva. Sólo vieron plantas y árboles, la opresiva espesura de la jungla envolviéndolo todo. En medio de una andanada de gritos e indicaciones, los agitados hombres reemprendieron la persecución alzando los machetes contra las lianas que colgaban desde los arboles con mayestática indiferencia. 99
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Detrás de ellos sólo quedaron sus huellas estampadas en el fango, una algazara impetuosa extinguiéndose por el efecto de la distancia. Uno de los hombres había pisado una pieza metálica que yacía sobre el suelo, hundiéndola en el cieno. Era una moneda de una libra esterlina que había caído accidentalmente del bolsillo de un taxónomo inglés en el mismo lugar hacía dos meses atrás, justo cuando describía en su bloc de notas el esplendor de unas flores multicolores que sobresalían por encima de una masa de plantas de enormes hojas…
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9 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Durante el resto del día aquellos términos y conceptos desconocidos se negaban a apartarse de su cabeza. Todos y cada uno de ellos parecían haber sido extraídos de una mente fantasiosa que jugara al desarrollo de una ciencia paralela, al margen de leyes y principios convencionales. Por un momento tuvo la sensación de que se encontraba atrapado dentro de una trama estrambótica montada a santo de sabrá qué propósitos y objetivos donde sólo desempañaba un papel de comparsa cuya reacción a su entorno era estudiada minuciosamente. Sin asomo de dudas, aquella sarta de explicaciones y conjeturas científicas emanadas de labios del doctor Votarde habría sido tomada como un embuste sofisticado de no ser por el espantable portento que había ocurrido frente a sus ojos, en el interior el frío albergue. Durán no tenía la menor duda de que Votarde deseaba darse el espacio con el objeto de revelarles un aspecto muy particular de la investigación, pero por otro lado estaba consciente de que al veterano científico le gustaba suministrar la información a cuenta gotas con el ánimo de crear un ambiente de creciente expectación. Como si realmente se necesitara, pensaba el bioquímico con cierta dosis de frustración humorística. 101
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Tanto él como Cisneros no dejaban de preguntarse hasta en qué momento serían aplicados sus conocimientos sobre intoxicación por monóxido de carbono en el marco de una aportación seria y tangible. Con frecuencia se inclinaban a pensar que la muerte del indígena había modificado por completo el curso de la investigación al desenfocarse del insólito acontecimiento de su supervivencia a manos del tóxico gas, de modo que ya no tenían cabida dentro de la improvisación de los nuevos sucesos. Ya no había más monóxido de carbono qué inhalar… sólo vísceras qué analizar. La actividad del campamento decreció a medida que el día avanzaba, dejando atrás la agitación que había reinado durante la mañana. El crepúsculo tiñó de escarlata las bulbosas nubes que se aglomeraban en el horizonte, amenazando tormenta de nuevo. A eso de las cinco de la tarde la oscuridad se cernió sobre el poblado como un manto lóbrego, trayendo consigo poco después las primeras ráfagas de viento y los primeros copos de nieve. Una vez caída la noche no había más qué hacer: el intenso frío y la deficiente iluminación de las calles volvían al pueblo un sitio nada atractivo de recorrer. El doctor Votarde y el resto de los científicos convivieron un poco a la hora de la cena, tratando de distender la tensión acumulada durante el día. La mayoría se retiró a sus habitáculos temprano, unos a dormir, algunos otros a ver televisión o leer. Durán y Cisneros hicieron lo propio, y sintiendo como la temperatura comenzaba a bajar pese al sistema de calefacción electroplásmico, a las ocho de la noche se acurrucaron los mejor que pudieron sobre sus camillas de litera y se dispusieron a dormir.
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Al día siguiente Durán se despertó temprano, revitalizado por los efectos de un sueño reparador. A diferencia de la noche de insomnio anterior, el descanso se había consumado a plenitud. El Sol despuntaba sobre los árboles y no había ninguna nube sobre el horizonte ni el más mínimo indicio de viento. Sólo un manto de nieve engrosado y veinticinco grados bajo cero a la intemperie. Un aroma a huevos refritos proveniente de la cocina terminó por despertar sus sentidos y se apresuró a vestirse para llenar una taza de café antes de que Votarde vaciara la cafetera por completo. No solía tomar café a menudo, pero procuraba hacerse de algunos sorbos durante el desayuno cuando las condiciones climáticas así lo requerían. Una sensación de calidez envolvió su mano a medida que el líquido hirviendo se arremolinaba en el fondo del recipiente. Agregó un poco de azúcar y sopló por encima de la taza, disipando los efluvios de vapor que emanaban del interior. Justo cuando se llevaba la taza a la boca escuchó un grito proveniente del pasillo que comunicaba al laboratorio, el área restringida donde se habían confinado los restos de Rahui. Se volvió y advirtió gente en movimiento, expresiones de asombro y desconcierto. En medio de la confusión el doctor Votarde apareció corriendo como un poseído, poniéndose su inseparable bata blanca de forma errática y apresurada. —¿Qué sucede? —preguntó Durán, intrigado. Votarde detuvo la marcha. —Parece que se trata del indígena… —dijo atropelladamente—, o mejor dicho, de lo que ha quedado de él. —¿Rahui? ¿Pero…? —El ddt se ha activado hace unos momentos —explicó el científico—. Las cronoyecciones aparecen a raudales. Algo está sucediendo en el tanque de conservación… 103
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Cisneros apareció a espaldas del bioquímico. —¿Qué sucede? Votarde lanzó una mirada fugaz hacia el biólogo, ignorando la pregunta por completo. Se volvió hacia sus colaboradores y comenzó a vociferar instrucciones a diestra y siniestra. Al parecer, no era el momento propicio para ahondar en explicaciones. Tras mascullar las últimas órdenes el científico se echó a andar como un bólido a lo largo del pasillo. Los dos científicos lo siguieron en silencio, sin tener la menor idea de lo que ocurría. La puerta del laboratorio, al que se les había negado el paso tras la desintegración del indígena, estaba abierta por completo. Dentro un enjambre de técnicos y científicos se arremolinaba alrededor del tanque de conservación donde habían sido depositados los desechos del cuerpo. Mientras se aproximaba, Durán tuvo una especie de dejà vú. El recuerdo del tarahumara en el momento justo de su desintegración aún continuaba vívido en su memoria. Un escalofrío recorrió su espalda y por un momento cruzó por su cabeza la idea de retroceder antes de aproximarse lo suficiente como para ver a través de las paredes cristalinas de plexiglás. Cisneros, por su parte, estaba pasmado. La expresión de los científicos que se encontraban más cerca hizo que Durán desistiera de su propósito. Esta vez no había rostros descompuestos ni aterrados. Una mezcla de sorpresa y desconcierto moldeó sus facciones, embargándoles de una emoción indescriptible. Se escucharon algunas voces. —¡Increíble! —¡No puede ser…! Vencidos por la curiosidad, finalmente los dos científicos se hicieron paso en medio de la aglomeración y buscaron en el interior del tanque el origen de tan acrecentada estupefacción. 104
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No demoraron mucho en descubrirla: un cuerpo desnudo de piel morena yacía en el fondo, totalmente aovillado a causa del frío que reinaba en el interior. Una tenue capa viscosa cubría su piel, como el vérnix caseoso de un bebé recién nacido. Algunas áreas de su cuerpo aparecían moteadas por manchones de sangre y restos orgánicos aquí y allá, aunque no parecía haber ninguna clase de heridas o cortes. La piel cobriza del indígena lucía totalmente sana, producto de una convulsa y acelerada regeneración celular. Su respiración era normal a simple vista, el pulso y el ritmo cardíaco correspondían a la de una persona dormida, y entre otros detalles, la circulación y presión sanguínea eran normales y estables. Nada parecía haberse modificado respecto al cuerpo que había yacido sobre el camastro a mitad del albergue, mientras estaba conectado a los tanques de monóxido de carbono. La única disimilitud gravitaba en su trémula desnudez, lo que confería a la escena un aire más sobrecogedor. Nada quedaba ya de sus desarrapadas sandalias, su calzón, chamarra y banda sobre su cabeza. Se habían esfumado, como lo había hecho su cuerpo original en medio de un amasijo burbujeante de vísceras y carne. Pronto los atónitos científicos advirtieron que la película viscosa y los rastros de sangre que envolvían la piel del tarahumara iban desapareciendo conforme transcurrían los minutos, cual una fina capa de agua que se evapora sobre una superficie expuesta al aire libre. La realidad era que los últimos millones de células que quedaban por regenerarse habían completado el proceso de reconstrucción. Sólo cinco minutos después del descubrimiento del nuevo Rahui, los restos orgánicos habían desaparecido por completo. Maravillados, los desconcertados científicos llegaron a conclusión de que estaba siendo testigos de una prodigiosa 105
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metamorfosis suscitada a una velocidad sin precedentes en la historia de la ciencia, dando como resultado la completa reestructuración del cuerpo original del indígena. Por un instante, todos ellos quedaron petrificados, incapaces de mover un solo músculo. Incluso algunos de ellos llegaron a restregarse los ojos, creyéndose engañados por su propia vista. En un rapto inconsciente de fascinación, Rodríguez abrió una de las portezuelas del tanque y acercó su mano hacia el lustroso cuerpo que yacía frente a él. —¡No lo toques! —ordenó el doctor Votarde, aprensivo—. No sabemos qué tipo de sustancias pueda ahora contener su cuerpo. Debemos practicar varios análisis antes de acercarnos a él. Rodríguez alejó la mano de manera instintiva. Miró a Votarde como un niño regañado. Un tenso silencio inundó la sala. —Es muy probable que vuelva en sí durante las próximas horas —agregó Votarde, dominando su estupor—. Debemos monitorear sus signos vitales. Acerquen también un tanque de monóxido de carbono. No sabemos si la regeneración celular apele a alguna especie de memoria genética y requiera inhalarlo para poder mantenerse con vida, como ya sucedió antes. —Parece que está respirando con naturalidad… —apuntó Rodríguez. —Por ahora. Nada nos asegura que su condición actual se mantenga estable y no ocurra una reversión imprevista, esta vez a la inversa. Debemos tomar todas las precauciones necesarias. Hazte cargo de los nuevos análisis de la misma forma como se practicaron mientras yacía en el albergue y efectúa la comparación. Antes que nada haz una prueba de 106
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adn. Debemos estar completamente seguros de que se trata del mismo individuo. —Podría incluso tratarse de un clon —aventuró Rodríguez—, creado a partir de su información genética original. Votarde lo observó con un esbozo de sorna en su rostro. —¿Un clon? —preguntó, cautivado ante la sugerencia. Pareció meditarlo durante unos instantes. No se le había ocurrido ni por asomo. Pese a la sugerencia de Rodríguez, algo le decía que se trataba del mismo individuo. Luego repuso—: ¡Cómo saberlo! Podría tratarse de cualquier cosa… Vamos, abócate a lo que te he ordenado. ¡Durán, Cisneros! Los dos científicos invitados se envararon. Se colocaron de frente a Votarde. —Quédense con Rodríguez. Es momento de que se vayan involucrando un poco más. —Desde luego, doctor… —respondió Durán—. ¿Qué debemos hacer? —Rodríguez les dará algunas indicaciones. Ahora, si me disculpan… Quiero meditar un momento a solas. Los dos científicos asintieron y vieron a alejarse a Votarde con el rostro meditabundo y apesadumbrado, abriéndose paso entre la multitud congregada. Algo en el ánimo del científico había cambiado drásticamente, pero ninguno de ellos podría precisar si se había debido a la pregunta que Rodríguez había formulado sobre la posibilidad de que la reestructuración celular de Rahui entrañara la conformación de un clon propiamente dicho o si sólo se hallaba extenuado ante los acontecimientos que se habían presentado los últimos días. Con un gesto, Rodríguez indicó a los dos científicos que lo siguieran, mientras de reojo observaba el alejamiento de Votarde. Vio 107
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como éste abrió la puerta de servicio del campamento y, sin más, salió al congelante frío de la mañana recogiéndose las solapas de su bata blanca.
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10 Galway, condado de Galway Provincia de Connacht, Irlanda Diciembre de 2045 Steven Doherty apartó la carpeta que yacía sobre el escritorio y se concentró de nuevo en la pantalla monocristal que tenía frente a sí. Sus dedos se dirigieron al teclado y se pusieron a trabajar a un ritmo febril en las últimas imágenes satelitales que había recibido el procesador de datos. Mediante una mirada furtiva oteó el reloj en la pantalla. Debía darse prisa si quería entregar el último pronóstico del tiempo a la hora justa. Comenzó por hacer una copia de las imágenes y las superpuso en el filtro de su base de datos personales. Las imágenes fueron adquiriendo una coloración y ópticas distintas. La primera de ellas fue la de infrarrojo. Luego infrarrojo gama dos, tres y cercano. Enseguida topes de nubes, vapor de agua, visible, rgb y animación. Tras observar durante unos segundos sus cejas se alzaron ligeramente. Lo que vio no le gustó para nada. El sistema de tormenta que se había formado en el Atlántico Norte parecía haberse reforzado y ahora avanzaba de manera inexorable hacia el sur de Islandia a razón de ochenta kilómetros por hora. De acuerdo a las últimas proyecciones de imagen, si los vientos se mantenían constantes, en las próximas seis horas las 109
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costas sureñas de la isla nórdica comenzarían a sentir los primeros efectos del temporal. El meteorólogo permaneció examinando la imagen durante varios segundos. Luego desvió la vista hacia el reloj, esta vez al de pared. Diez minutos para las tres de la tarde. Sólo faltaba realizar el cálculo de la temperatura del viento y del agua de la zona para establecer las isotermas. No llevaría más de cinco minutos, de modo que aún tenía tiempo. El reporte meteorológico del oeste de Irlanda estaría terminado a tiempo, como era habitual, cada media hora. En el último momento Doherty se enlazó al ordenador de la oficina central del sistema meteorológico nacional con sede en Dublín y envió la información. Justo a tiempo, pensó, respirando profundo. Echadas los manos sobre la nuca y sintiéndose relajado, Doherty decidió que había llegado el momento de comer algo. Se lo merecía por partida doble: durante toda la mañana había cubierto el puesto de Thomas Curley en las isotermas que integraban los reportes matutinos, lo que, si bien no era algo excesivamente complicado, consumía tiempo extra del que no disponía. La oficina se encontraba prácticamente vacía. La mayoría de sus compañeros ya habían salido a comer o se habían retirado temprano. Sólo se encontraba la señora Whelan en la recepción. Huraña, como siempre. Una mala opción para compartir los alimentos. No, gracias, se dijo. Será mejor que salga a comprar algo. La búsqueda no le llevó demasiado tiempo. Consciente de que además de elaborar el siguiente reporte tenía otros pendientes, finalmente Doherty se decantó por un boxty. Los mejores eran los del restaurante Miller’s Town. El gran atractivo 110
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del local, además de la buena sazón, residía en la ventanilla de autoservicio que daba a la calle. Por lo común la fila era mínima y los pedidos para llevar no demoraban más de dos o tres minutos en ser despachados. Cuando recibió su almuerzo consultó de nuevo la hora, esta vez en su reloj de pulsera. Las tres y quince de la tarde. Disponía de quince minutos para enviar el siguiente reporte, tiempo suficiente para calcular también el promedio de temperaturas registradas en el condado durante el mes pasado y el promedio de temperatura del agua de la Corriente del Atlántico Norte, tanto la vertiente sur como la norte. O’Really se lo había solicitado desde hacía dos días y hasta el momento no había sido capaz de dedicarle ni un solo instante. A su regreso la oficina continuaba igual. La señora Whelan miraba las noticias de la tarde en un televisor pequeño empotrado en el estante de un librero, con el rostro cada vez más ceñudo. Doherty esbozó una sonrisa fugaz y se dirigió a escaleras arriba a toda prisa, apoyándose en la balaustrada de madera tallada. Espero que no hable antes de haberlo terminado, pensó dando un suspiro, mientras entraba en su cubículo. Se sentó de nuevo en su escritorio y sacó el boxty de la bolsa. La tarta de patata aún humeaba cuando la destapó. Dio unos cuantos bocados y se volvió para mirar el ordenador, incapaz de encontrar reposo incluso para comer. Luego añadió en su pensamiento: Sólo espero que no haya boyas averiadas como el mes pasado… Miró el reloj de pared. Ocho minutos para las tres y media. ¡Al diablo! El encargo de O’Really podía esperar. Acercó el teclado y pulsó la clave para acceder a la base de datos de imágenes satelitales más recientes. Lo que siguió a continuación fue un símil del procedimiento que se había 111
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ejecutado media hora antes. Tras haber superpuesto los filtros, las imágenes habían quedado listas para ser interpretadas. El meteorólogo permaneció observando las imágenes en silencio durante unos minutos. Las imágenes en infrarrojos, vapor de agua, visible y rgb no le dijeron mucho, pero cuando reparó en la imagen de animación, éste frunció el ceño. Lo que vio le sorprendió sobremanera. En un principio no estaba seguro si la imagen que estaba observando estaba siendo interpretada correctamente, pero al cabo de unos minutos no le cupo la menor duda: la espiral antihoraria del sistema de tormenta parecía estar descomponiéndose a un ritmo frenético, formando un conglomerado de nubosidades que lentamente se rehacía para conformar una espiral que comenzaba a girar hacia la derecha, es decir, en el sentido de las manecillas del reloj, desviando así la tormenta hacia el sureste. Lo más sorprendente, sin embargo, es que semejante metamorfosis había tenido lugar en el lapso de ¡sólo veinte minutos! La temperatura del agua y el viento era la misma, las isobaras e isotermas se mantenían estables. Todas las variables permanecían sin cambios significativos. Incluso la corriente en chorro que transitaba por el norte de Europa se mantenía a una velocidad endiablada, encauzando así las condiciones propicias para el fortalecimiento del vendaval. Ahora no eran las costas del sur de Islandia las amenazadas, sino el norte de Irlanda, Escocia e Inglaterra. Steven Doherty se rascó la cabeza, acuciado por un brote de desconcierto. En sus veinte años de experiencia como meteorólogo nunca antes había visto un sistema de tormenta en el Atlántico ni en ninguna otra parte del mundo cambiar su espiral de giro con tal celeridad. ¡Nunca! 112
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Sumamente intrigado, Doherty volvió a efectuar el procedimiento de filtrado y solicitó un nuevo envío de imágenes satelitales. Mientras esperaba se ocupó de nuevo en analizar las imágenes de animación anteriores, corroborando lo que había detectado en la primera observación. No cabía la menor duda: las variables eran las mismas, pero el sistema de tormenta en toda su magnitud había virado bruscamente, tanto en su giro interno como en su dirección de desplazamiento. ¿Qué hacía ahora? ¿Hablaba con O’Really para contarle? ¿Hablaba a Dublín para informar? Dado el peculiar comportamiento del fenómeno dedujo que no le quedaba otra opción, aunque con toda seguridad el centro meteorológico de Dublín ya debía haberlo detectado por su cuenta. Tras meditarlo durante unos segundos, el meteorólogo decidió calmarse un poco y se arrellanó sobre la silla. Hizo a un lado el boxty, ya frío. Había perdido por completo el apetito. ¿Acaso se estaría precipitando? ¿Debía esperar a que llegaran las próximas imágenes satelitales antes de emitir un juicio definitivo? Impelido por una creciente excitación, Steven Doherty se levantó de la silla y comenzó a caminar por la oficina en un vaivén impaciente. Al cabo de unos minutos se abalanzó hacia el ordenador. Las nuevas imágenes satelitales ya debían haber llegado. Así era. Aplicó los filtros y de inmediato agrandó la imagen de animación. Lo que vio terminó por confirmar sus sospechas. El disturbio atmosférico que horas antes había amenazado a Islandia ahora se dirigía a razón de cien kilómetros por hora hacia el norte de Irlanda y Escocia, amenazando con impactar con gran fuerza. Aunque no era la primera ocasión que debía dar la alerta debido al azote de una tormenta en el oeste de Irlanda, tan frecuentes en el Atlántico Norte, esta vez el meteorólogo era 113
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instigado por una extraña sensación. Nada tenía que ver con su intensidad ni con los estragos e inundaciones que a buen seguro habría de provocar. Ya antes se había encargado de seguir y monitorear sistemas de tormenta mucho más agresivos y devastadores. No se trataba de nada relacionado con su intensidad o su fuerza, sino con su naturaleza. Había algo extraño en ella que le resultaba decididamente inquietante, algo que no se ajustaba al proceso de desarrollo de una tormenta típica. De súbito, el meteorólogo pareció salir de su rapto de intuición. Debía enviar las imágenes y el último reporte a las oficinas centrales para que se encargaran de emitir la alerta en la costa este. Por su parte, él haría lo propio en los condados de la costa oeste y norte. El siguiente reporte del tiempo, el de las cuatro, sorprendió a buena parte de la audiencia que había estado siguiendo la evolución de la tormenta a través de sus radios y televisores. No podían creer que ésta se había desviado en el último momento, enfilando hacia las islas británicas. Doherty escuchaba el resumen de su reporte a través de la radio local mientras observaba el tranquilo oleaje de la Bahía Galway parado frente a la ventana. Aquella quietud desaparecería en unas cuantas horas, modificando el paisaje drásticamente. Angustiado ante aquella visión, Doherty dio un sorbo al café irlandés que humeaba frente a rostro. En ese mismo instante, mientras los efluvios de vapor acariciaban su rostro, miles de meteorólogos que estudiaban y analizaban el clima alrededor del globo terráqueo se encontraban igual de desconcertados que él o incluso aún más. En las últimas horas habían observado cómo las borrascas y sistemas de tormenta se desviaban, cómo los vientos alisios cambiaban de dirección súbitamente, cómo la espiral de nubes que formaban los 114
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huracanes y tifones se deshacĂa de manera impensada para luego convertirse en jirones de nubosidades que se reajustaban y comenzaban a girar en direcciĂłn contraria. Todos y cada uno de ellos, frente a las pantallas de sus ordenadores, mudos de asombro, no veĂan el momento de cerrar sus bocas.
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11 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Al anochecer el doctor Votarde convocó al equipo a una reunión de última hora. Con mirada adusta explicó los últimos acontecimientos: nuevos desfasamientos disruptivo-temporales se habían presentado en otros poblados de la región, aunque ninguno de ellos estaba relacionado con la muerte o desaparición de algún lugareño. Se trataba sólo de animales, casos muy similares a los que el equipo había investigado en las semanas anteriores. Ante la creciente agitación de sus colaboradores, Votarde les instó a permanecer tranquilos e hizo hincapié en la vigilancia y los análisis del recién reestructurado cuerpo de Rahui. Cierta inquietud, sin embargo, se atisbaba en su mirada, un agobio estoico y silencioso que contrastaba con la imagen entusiasta y vehemente que trataba de transmitir. Tal dualidad de estados de ánimo se reflejaba incluso en el timbre de su voz, por un lado cargada de forzado alborozo y por otro de ineluctable resignación. Era como si el hombre hubiese sido asaltado por un presentimiento cuya naturaleza se rehusara a exponer ante sus hombres ante el temor de que éste se convirtiese en realidad. —Debemos estar alertas —dijo de pronto en medio del silencio que se había creado a su alrededor—. Ciertamente 116
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el fenómeno se ha reiniciado en otros poblados cercanos, de modo que no podemos descartar su reanudación aquí, en esta comunidad. De hecho, me temo que es posible que el fenómeno ya haya comenzado ante nuestras propias barbas con la reestructuración del cuerpo del indígena, manifestando así una faceta hasta ahora inédita. Nada asegura, sin embargo, que el cuerpo del tarahumara no vuelva a sufrir el mismo desguace sufrido en el albergue, o quizá… Votarde calló, guardándose la última advertencia para él. El grupo de científicos y técnicos quedó a la expectativa. Recorrió los rostros que le miraban con una mezcla de curiosidad e inquietud, luchando contra sus deseos de externar la agitación que se anidaba en su pecho. Sin embargo, en el último momento se contuvo. —Ante esta posibilidad tenemos que redoblar la vigilancia sobre el indígena —agregó—. Es necesario que sus funciones vitales sean monitoreadas las veinticuatro horas, incluyendo guardias personales, por lo que se montarán guardias de cuatro horas a partir de este momento. Rodríguez, tú serás el primero. Las guardias consecuentes quedan a designación tuya. Rodríguez asintió y comenzó a mirar de inmediato a su alrededor para ubicar los rostros de sus relevos. —En cuanto a ustedes —dijo Votarde volviéndose hacia Durán y Cisneros, al tiempo que los apartaba un poco, como si se propusiera confiarles un secreto—, necesito que estén alertas. Ambos científicos fruncieron el ceño. —¿Por qué? —preguntó Cisneros destilando ingenuidad. —Es improbable que suceda —explicó Votarde escuetamente—, pero debemos estar preparados. Durán lo miró con extrañeza. 117
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—No comprendo. —Me refiero a una probable reversión en el sistema respiratorio del indígena. Si los restos del hombre se han regenerado al grado de reestructurar su cuerpo en su totalidad y volverlo a la vida, cabe la posibilidad de que también experimente una reversión en su sistema respiratorio y demande la inhalación de monóxido de carbono que había respirado durante las horas previas a su muerte. ¡Quién sabe! Estoy hablando de una mera hipótesis, estoy especulando nada más, tal y como ya lo había expresado este mañana… Si ello llegara a presentarse, necesito que intervengan de inmediato en conjunto con Rodríguez y se aboquen a estudiar exclusivamente el sistema respiratorio del tarahumara y los mecanismos de respiración. Hemos de determinar cómo es posible la supervivencia de un individuo mediante al inhalación de tan tóxico gas, aunque ésta sólo se presente por unas horas, como ya ha sucedido… Votarde hizo una ligera pausa y luego prosiguió: —Para ser más precisos, es el verdadero motivo por el que han sido invitados a formar parte de esta investigación. Una expresión de sorpresa se dibujó en los rostros de los dos científicos. Ambos se miraron de reojo. Durán tuvo la extraña sensación de no saber cómo tomarlo: si como una revelación que movía a regocijo o como una confidencia abiertamente indignante. ¿Para ello tanto secretismo? ¿No podría haberlo exteriorizado inicialmente sin tantos rodeos y reservas? La opinión de su compañero coincidía a la perfección. De pronto las cejas del bioquímico se arquearon enfáticamente. Por lo visto, a Votarde le gustaba andarse con misterios. —¿Y por qué no nos lo dijo desde un principio? 118
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—reprochó Durán invadido por una mezcla de perplejidad y fastidio. Votarde resopló. —No me había sido posible debido a todos los asuntos que tenía que atender y al curso que ha tomado la investigación. Además, contaba con que la reversión a oxígeno del indígena se prolongara unos días más, tal y como había sucedido con los animales domésticos. De esa manera pretendía explicarles con más calma. Evidentemente ha sido un craso error. Votarde emitió un suspiro. —Mi mente no estaba del todo lúcida en ese momento —agregó—. Sabía lo que tenía que hacer, pero no tenía idea por dónde empezar. Ahora, a raíz de la impensada regeneración del cuerpo del tarahumara, veo una segunda oportunidad inmejorable para que ustedes dos actúen. ¿Me he explicado? Durán asintió. Cisneros hizo lo propio. Pese a lo imprevisto y decepcionante de los argumentos de Votarde, ambos experimentaron una sensación de alivio. Por primera vez desde que habían arribado al campamento, Votarde parecía sincerarse con ellos, de modo que finalmente sabían con certeza cuál era el motivo por el que habían sido llamados. Dicho de otra manera, por primera vez desde que habían cruzado la puerta del domo principal, después de ver a todo mundo a las carreras mientras ellos no encontraban qué hacer, se sentían potencialmente útiles. Casi deseaban que Rahui volviera a necesitar más monóxido de carbono para subsistir. La voz de Votarde los sacó de sus morbosas ensoñaciones. —¿Ha quedado claro? ¿Alguna duda? Ambos científicos negaron enfáticamente.
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—Ninguna —respondieron casi al unísono. —Bien. Cualquier cosa no duden en avisarme. Votarde comenzó a alejarse, como si caminara distraídamente sin una dirección aparente. Por momentos se le notaba ligeramente trastabillante. —¿Se encuentra bien, doctor? —preguntó Durán. —Sí. Sólo me siento un poco cansado. Ahora mismo iré a mi habitáculo a descansar. Todo este embrollo me trae de cabeza. —No es el único —dijo Durán—. Se lo aseguro. Votarde abrió los brazos de par en par, como si se propusiera emitir una oración frente a un altar invisible. —Vayamos entonces a descansar. Mañana nos espera un largo día.
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12 Vuelo transpacífico Los Ángeles-Tokyo, Boeing 799, algún lugar del Océano Pacífico, Diciembre de 2045 La azafata entró a la cabina del piloto exhibiendo una amplia sonrisa. Pese a las horas de vuelo acumuladas su rostro apenas reflejaba un ligero velo de agotamiento. Consciente de que faltaba poco para iniciar el descenso, consideró oportuno acercar un servicio de bebidas y bocadillos a la cabina de mando. Al abrir la puerta se encontró con el primer oficial parado frente a los tableros laterales, revisando la bitácora de vuelo. —Permiso, señor —anunció. —¡Margaret! —se sorprendió el piloto, dirigiéndole una sonrisa—. Llegas justo a tiempo. La expresión sonriente de la azafata se intensificó. —Lo sé, señor Richardson —dijo con voz ladina—. Bien sabe que no me olvido de ustedes. ¿Café o té? —Por esta vez me decantaré por un té —respondió el hombre soltando una risita—. Aunque con muchas ganas me inclinaría por un escocés. John Richardson extendió su mano y tomó una taza con el humeante líquido ambarino.
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—Una excelente idea, capitán —convino la chica—, pero será una vez que nos encontremos en tierra firme. Aunque antes le recomendaría un sake. Richardson emitió un ronroneo gutural por lo bajo. Guiñó el ojo. —Eso dalo por hecho. La azafata sonrió ante el comentario y enseguida se volvió hacia el segundo oficial, un joven copiloto en entrenamiento que le había gustado desde el primer vuelo en el que se había sumado a la tripulación. Estaba de espaldas, concentrado en los controles, mirando de vez en vez a través de las ventanillas, como si esperara vislumbrar algo en medio de la profunda oscuridad. Margaret se acercó lentamente, sintiendo de nuevo aquella extraña sensación que la acometía en la boca del estómago cada vez que se encontraba cerca de él. Hizo un gran esfuerzo para que su voz fluyera con naturalidad. —¿Café, señor Dwrigth? El joven piloto se volvió ligeramente, mirándola apenas. —No, gracias —respondió destilando cierta timidez, y se volvió hacia los controles. La sonrisa de la azafata se desvaneció, pero no se dio por vencida. —Quizá un té… —Gracias, estoy bien, de verdad —el copiloto negó enfáticamente con la cabeza y esta vez sus labios esbozaron una ligera sonrisa. Ante aquella demostración de simpatía la azafata se dio por satisfecha y decidió retirarse, no sin antes corresponder al gesto. Dos pequeños hoyuelos se dibujaron en sus mejillas. El capitán rio por lo bajo, ensalzando las cualidades del joven aviador. 122
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—No le distraigas mucho, Margaret. Nuestro nuevo oficial se encuentra muy ocupado en los controles. Estamos a punto de iniciar el descenso… La azafata sonrió e hizo una inclinación, volviéndose hacia la puerta. Definitivamente si deseaba conocerlo nunca lo haría en el interior de una cabina, y mucho menos en pleno vuelo. —Gracias por el servicio —repuso el capitán—. Avisa a los pasajeros por el altavoz que dentro de pocos minutos estaremos descendiendo. —Con gusto, señor. La esbelta figura de la chica desapareció detrás de la puerta. Richardson se volvió y se dirigió a su asiento. Al sentarse dio una palmada en el hombro de Dwrigth. —Nada mal, eh —dijo con una sonrisa socarrona—. Parece ser que le gustas… El copiloto se volvió hacia el capitán con expresión de extrañeza casi rayana en la idiotez. —¿Usted cree, capitán? Richardson echó la cabeza hacia atrás y rio llanamente. Luego se volvió hacia su a acompañante, haciéndose escuchar entre la hilaridad remanente. —Siempre es lo mismo —dijo con aire sentencioso—. El cortejado es el último en darse cuenta. —Luego añadió—: Acuérdate de mí cuando tengan la primera cita a la luz de las velas, ¿de acuerdo? Dwrigth vaciló un poco. No sabía exactamente qué responder. Finalmente se decantó por seguir la corriente. —Lo haré, señor. John Richardson se había volcado ya sobre los controles de su asiento, haciendo que la respuesta de su pupilo se escuchara ligeramente desfasada. Tenía la sensación de que 123
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se había retrasado en las revisiones de rutina a causa del arribo de la azafata. Tras verificar la altitud y la velocidad de crucero, se volvió hacia Dwrigth. La expresión jocosa y campechana de hacía unos minutos había desaparecido por completo y ahora mostraba una actitud circunspecta y profesional. —¿Altitud? —inquirió de pronto. —Veintitrés mil quinientos pies, señor. —¿Velocidad de crucero? —Trescientas cincuenta millas por hora, señor. —¿Temperatura exterior? —Menos diecisiete grados Fahrenheit, señor. —¿Posición? El copiloto titubeó por un instante. —De eso quería hablarle desde hace un rato, capitán. Hay algo extraño aquí. Los ojos grises de Richardson se volvieron hacia Dwrigth de manera intempestiva. En su rostro se dibujó una ligera expresión de alarma. —¿Extraño? ¿Qué sucede? —De acuerdo al itinerario de vuelo y a la distancia recorrida, en este momento deberíamos estar divisando las luces de la costa este de Japón, señor. Ninguna de ellas aparece. El capitán no pareció inmutarse. —¿Revisaste ya el estado del tiempo en la zona? —preguntó con indiferencia mientras empinaba el último trago de su té. —Ya, señor. La costa este se encuentra totalmente despejada. No hay neblina, nubes, nada que impida la visibilidad. Richardson alzó ligeramente las cejas, sin mostrar ninguna preocupación real. Con aparente calma dejó a un lado 124
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la taza y se concentró en el frente de la cabina. El chico tenía razón. Una punzada de reproche lo aquejó de pronto. Había tenido muchas distracciones ese día. —Ya consulté con el servicio meteorológico de Japón, señor —insistió el joven piloto—. Informan que la totalidad del país se encuentra despejado. Hizo una pausa, como buscando el momento de anunciar la revelación final. —Pero eso no es todo —repuso con voz contenida—. El sistema de navegación indica que nos encontramos a novecientos cuarenta kilómetros al sureste de la costa japonesa. —¡Eh! Eso es imposible —exclamó Richardson, abalanzándose sobre la pantalla del radar ads-b—. Debe tratarse de un error. —No lo hay, capitán. Cerciórese usted mismo. El oficial mayor contempló la pantalla durante unos minutos. El muchacho tenía razón. La posición del avión de encontraba muy alejada de la ruta de vuelo, aún y cuando el trazado de coordenadas mediante radiofrecuencia y radar sobre boyas a lo largo del Océano Pacífico había sido corroborado hasta cinco veces desde que habían despegado. Richardson simple y sencillamente no lo podía creer. Era como si algo hubiese desviado el curso del avión sin que el sistema de navegación mismo hubiese reparado en ello, sino hasta el final de la travesía. —Esto es inaudito —dijo Richardson en voz baja, como si las mismas palabras se negaran a salir de su boca—. La trayectoria ha sido trazada mucho antes del despegue. No hemos realizado ningún cambio de curso. ¿Cómo puede ser posible? —No lo sé, capitán —dijo el chico—. ¿Qué sugiere que hagamos? 125
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Con los ojos casi desorbitados, Richardson se volvió a su copiloto. Por un momento pareció vacilar. Su mente era un torbellino de confusión. —Corrige el rumbo, muchacho. Cuarenta y cinco grados al noroeste. Me comunicaré de nuevo con Tokyo. —A la orden, capitán. Richardson se sumergió en una profunda reflexión durante unos minutos después de carraspear algo en el comunicador. ¿Qué debían estar pensando en la cabina de control de Tokyo en ese momento? Aquello no podía estar sucediendo, debía tratarse de una maldita broma. Del avión, de la propios instrumentos. Incluso del mismo Dwrigth. Nunca antes en sus veinticinco años de experiencia como piloto le había ocurrido algo semejante. Era como si el avión hubiera sido tirado por una fuerza invisible, una fuerza que no tenía nada que ver con los vientos en cola, cruzados o en cara. Era como si el grupo de islas que conforman Japón, el continente asiático mismo, se hubiera recorrido de su posición original, evadiéndolo de una manera inconcebible. Trató de serenarse un poco. Al fin de cuentas no se encontraban perdidos, sólo desviados del curso de manera inverosímil, de modo que no había nada de qué alarmarse. Todos los instrumentos del sistema de navegación funcionaban correctamente, y lo único que tenían que hacer era corregir el rumbo. Novecientos cuarenta kilómetros a la velocidad que viajaban serían un suspiro. Un ligero retraso en la llegada y nada más. Sin embargo, pese a lo simplista de la solución, una pregunta tan punzante como lógica martillaba en su mente: ¿qué demonios había sucedido, que demonios había desviado al avión de su ruta de manera tan pronunciada? 126
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Sumamente intrigado, Richardson vio cómo su pupilo, a quien había encomendado la corrección del rumbo a fin de ir probando su temple en situaciones como aquella, tomaba el timón y viraba el curso hacia su derecha…
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13 Galway, condado de Galway Provincia de Connacht, Irlanda Diciembre de 2045 El taxi derrapó con un rechinido estridente y se detuvo a un costado de la acera. Frente a las puertas acristaladas del aeropuerto un hombre parado con maleta en mano se volvió sobre sus espaldas y se dirigió hacia el vehículo. Steven Doherty abrió la puerta trasera, echó la maleta por delante y se introdujo a toda prisa. —Disculpe la demora —se disculpó el taxista en el interior—. Estaba discutiendo un asunto de horarios con el encargado de la lanzadera. ¿Hacia dónde se dirige? Doherty minimizó el comentario con un gesto fugaz. —Despreocúpese. Lléveme al Centro Meteorológico de Dublín. Se encuentra en el distrito de Clontarf. El taxista lanzó una mirada furtiva por el retrovisor. —¿El distrito de Clontarf? —inquirió con cierta suspicacia. —En efecto. —De acuerdo. Sólo que tendremos que dar un rodeo. Las vialidades y pasos a desnivel que conducen a esa parte de la ciudad aún se encuentran inundadas a causa de la última tormenta. —No hay problema. Pero dese prisa, por favor —concedió Doherty. 128
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A medida que el taxi se internaba en la ciudad, el meteorólogo comenzaba poco a poco a descubrir los estragos del fenómeno que había azotado al país cuatro días antes, aquel que había visto cómo se desviaba de forma tan inusual e inesperada sobre el Atlántico Norte. Aunque los sistemas de alcantarillado en la capital así como en el resto del país eran de lo más eficientes, éste había colapsado en algunas ciudades costeras, y la capital no había sido la excepción. El vendaval había traído vientos máximos sin precedentes y una cantidad de lluvia nunca antes vista. Decenas de túneles y calles adyacentes al río Liffey se encontraban totalmente anegados, rodeados de un ejército de bombas centrífugas que succionaban las aguas y las enviaban al mismo río de retorno. A medida que las zonas anegadas de Dublín desfilaban antes su vista, el rostro de Doherty se cubría de un manto de preocupación. Sin embargo, no eran los estragos dejados por la tormenta en Irlanda y en el resto de las islas británicas lo que realmente lo inquietaba, sino lo que estaba sucediendo con el clima alrededor del mundo. Desde que había detectado el cambio de rumbo de la tormenta en su oficina de Galway, los modelos de circulación general habían registrado una serie de variaciones y cambios en los patrones climáticos de una forma nunca antes vista. Empero, Doherty estaba convencido de que estas perturbaciones no guardaban ninguna relación con el fenómeno del cambio climático con el que la población mundial y la comunidad científica estaban tan familiarizadas. Se trataba de un fenómeno más singular, mucho más extraordinario. Tras días de análisis y replanteamientos había llegado a la conclusión de que no se trataba de una variación del clima, propiamente dicha, sino una alteración de los factores que determinaban 129
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el clima a nivel mundial. Aunque no de todos, sino de uno en particular. Cuando finalmente confirmó que la circulación de los vientos alisios y circumpolares había cambiado su patrón de dirección, e incluso el de las corrientes marinas de todo el planeta, no le cupo ya la menor duda de la validez de su hipótesis. Todos los colegas con los que se había comunicado en diversas partes del mundo para corroborar sus nuevos modelos de circulación convalidaron sus observaciones de una manera categórica. No había forma de equivocarse: ¡la circulación general de la atmósfera y las corrientes oceánicas se habían modificado abruptamente en un lapso de cuatro días! ¡Cuatro días! Doherty y el resto de meteorólogos del mundo sólo tenían una interrogante en sus mentes: ¿qué demonios estaba sucediendo? Conforme transcurrían los días los modelos de circulación se volvían cada vez más erráticos, de modo que la predicción del pronóstico del clima se volvía cada vez más difícil lograr. Ningún centro meteorológico del mundo podía acertar un pronóstico a unas cuantas horas. Pero ello no sólo implicaba un pronóstico del tiempo imprevisible sino algo aún más alarmante: un cambio climatológico a nivel mundial de consecuencias catastróficas. Pronto los cuestionamientos se volvieron más específicos: ¿acaso de trataba de una especie de aceleración del cambio climático global? ¿Los albores de un nuevo e insospechado fenómeno meteorológico de proporciones planetarias? A diferencia del resto del mundo científico, Doherty no se enfocaba en la naturaleza de las consecuencias, sino en la sutileza de las causas. De momento cualquier teoría era descabellada. ¿Aceleración del cambio climático, un nuevo e 130
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imprevisto fenómeno meteorológico? Definitivamente no. La respuesta era más insospechada de lo imaginado. Ahora que su hipótesis había cobrado forma en su sesera, Steven Doherty no hallaba la hora de encontrarse frente a O’Really y exponerle sus impresiones, aunque no dejaba de sentir cierta aprensión. Había desistido de hacerlo por teléfono mientras trabajaba en sus reportes en Galway, aún y cuando su jefe se había mostrado especialmente insistente una vez que a Doherty se le había escapado una ligera insinuación acerca de las causas que habían desatado el fenómeno. Dado que O’Really tenía en gran estima las capacidades de Doherty, la insinuación no había pasado por alto, y, por el contrario, las expectativas del director del centro meteorológico de Dublín aumentaban día con día. Esta misma expectativa había contagiado al resto de los meteorólogos de la oficina por igual. El taxi se estacionó frente a un edifico de cinco plantas de estilo victoriano. Doherty extendió el pago al conductor y salió de estampida del vehículo. Se internó en pasillo de baldosas rodeado de un bosquecillo y finalmente atravesó la entrada principal del edificio. Dentro era un hormiguero en ebullición. Gente con hojas en mano, rostros hundidos en las pantallas de las computadoras monocristal. Todos con las mismas expresiones de turbación en sus ojos. En cuanto Doherty entró en la oficina se dirigió al despacho de O’Really. El director conversaba con dos de sus asistentes. Al ver al meteorólogo su rostro pareció iluminarse. Empero, el tono de su voz se hallaba cargado de tensión. —¡Por todos los cielos, Doherty! Pensé que no llegabas nunca. Dímelo ahora y déjate de rodeos. ¿Qué es lo que te has estado reservando todo este tiempo? 131
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El recibimiento de O’Really no sorprendió a nadie. Tan directo como siempre. Justo al grano. Doherty titubeó antes de hablar. Vio cómo a su alrededor comenzaba a agolparse una pequeña multitud. —Creo saber por qué los modelos de predicción ya no funcionan. Creo haber encontrado la clave de lo que está sucediendo —anunció el meteorólogo. O’Really frunció el ceño. —Explícate. ¿De qué hablas? —Todo se debe al efecto Coriolis. O’Really y el resto de meteorólogos pusieron cara de perplejidad. —¿El efecto Coriolis? ¿Qué tiene que ver el efecto Coriolis aquí? —Muy sencillo: parece ser que su efecto se ha invertido. La expresión de desconcierto fue aún mayor. Todos le miraron como a loco. Doherty sabía que se expondría a ello, pero no tenía otra opción. —¿¡Estás demente?! ¿Cómo puede ser eso? —inquirió O’Really, perdiendo la paciencia. —He analizado el patrón de circulación en varias zonas del mundo. Los sistemas de tormenta, los anticiclones, las corrientes marinas… Todos parecen haberse revertido, de tal forma que giran en dirección contraria. Esto no guarda ninguna relación con el cambio climático, se lo aseguro. Es la inversión del efecto Coriolis lo que lo ha ocasionado. O’Really se serenó un poco. Pareció meditar la revelación de Doherty. Aunque el director había hilvanado sus propias teorías, nunca se le había ocurrido pensar en algo tan descabellado como aquello. La inversión del efecto Coriolis… 132
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Hablar de una perturbación en el efecto Coriolis era tanto como anunciar que la gravedad de la Tierra había desaparecido y que todo lo que descansaba sobre el suelo estaba a punto de flotar. Imposible, realmente imposible. O’Really comenzó a caminar con actitud serena, llevándose una mano hacia la barbilla. Miró hacia la pared, hacia un objeto indefinido. Poco a poco parecía asimilar la naturaleza y las implicaciones del fenómeno al que se estaban enfrentando. El efecto Coriolis, uno de los fenómenos más interesantes y fascinantes que tienen lugar sobre el planeta no era otra cosa más que el efecto observado en un cuerpo en movimiento dentro de un sistema de referencia en rotación. En palabras simples y llanas, a nivel global era la fuerza que influía en todas las masas de fluidos líquidos y gaseosos del planeta que se encuentran en desplazamiento debido a la rotación de la Tierra. Su importancia en la meteorología era trascendental ya que ayudaba a comprender el comportamiento de las direcciones del viento, la formación de tormentas, los vientos alisios, las zonas de calma ecuatoriales, entre un sinfín de conceptos asociados con la predicción climatológica. El efecto Coriolis determinaba el patrón de desplazamiento de los vientos de manera invariable: en el hemisferio norte giraban en sentido de las manecillas del reloj, es decir, hacia la derecha, mientras que las borrascas giraban en sentido contrario. En el hemisferio sur era exactamente al revés. Los vientos giraban en sentido contrario a las manecillas del reloj, es decir, hacia la izquierda, mientras que las borrascas giraban en sentido contrario. Ello significaba que un huracán en el Caribe siempre giraría en el sentido contrario a las manecillas del reloj, es decir, hacia la izquierda, mientras que un tifón en Indonesia lo haría en sentido contrario. Este comportamiento atmosférico 133
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era una constante que se había preservado desde la conformación del planeta hacía cuatro mil quinientos millones de años. Pero no sólo influía en la circulación general de los vientos, sino también en las corrientes oceánicas, la trayectoria de los cohetes, aviones y objetos grandes que viajan grandes distancias a través de la atmósfera del planeta. En balística y en la industria de la aviación se tenía muy en cuenta este efecto ya que de ignorarse los aviones encontrarían destinos diferentes y los misiles caerían en lugares equivocados. En sus desplazamientos, tanto aviones y misiles en realidad nunca viajaban en línea recta. Sus trayectorias siempre eran curvas, y dependiendo de la distancia recorrida el cálculo de destino debía efectuarse a varios cientos de kilómetros hacia la derecha o izquierda del objetivo, dependiendo del hemisferio en el que se desplazaba. Por otro lado, el efecto Coriolis era también responsable de la creación de uno de los mitos más grandes de la humanidad: el sentido de rotación del agua en los desagües de baños y lavabos. Desde que el término comenzó a aparecer en la literatura meteorológica y oceanográfica en las postrimerías del siglo xix, la creencia popular había sostenido que el agua giraba hacia la derecha, es decir, en sentido de las manecillas del reloj en el hemisferio norte, mientras que en el sur se daba de manera contraria. Una falacia total, ya que el efecto Coriolis sólo tiene efecto en grandes masas de aire o agua, y el giro del agua obedece a factores como el diseño, tamaño del desagüe, desniveles y vórtices provocados por otras causas. Se requeriría de un lavabo colosal de cientos de kilómetros de diámetro para que el efecto Coriolis se hiciera patente. De vivir aún, Gaspard-Gustave Coriolis, un ingeniero mecánico francés descubridor de este efecto en 1835, lo habría encontrado divertido. 134
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Súbitamente O’Really se volvió hacia Doherty. Su rostro estaba desencajado. —Es imposible… Debe haber algún error. —Por desgracia no —fue la respuesta. Doherty repuso—: La circulación de los vientos y corrientes marinas se han ajustado a este nuevo patrón. Puede usted comprobarlo en cualquier lugar del mundo. En ese sentido, el hemisferio norte y sur se encuentran invertidos totalmente… O’Really alzó las cejas. Fue un gesto casi imperceptible, un gesto que solía aflorar en la expresión de su rostro cuando se topaba con una realidad ineludible. ¿Era posible que aquel efecto inmutable y omnipresente al amparo de las leyes de la física viera modificada su naturaleza de manera tan repentina? ¿Cómo podía haberse alterado así como así? ¿Cómo podía ser posible? Dado los acusados cambios climáticos observados a nivel global y la gravedad con la que Doherty se expresaba, no había forma de pensar en falsas alarmas o juicios erróneos. Lo había sabido desde el primer momento, desde que Doherty se había negado a revelárselo por teléfono. Con acentuada pesadumbre, el hombre se dirigió hacia una ventana llevándose la mano hacia la barbilla. Contempló el cielo atiborrado de bulbosas nubes que flotaban sobre la ciudad. —¿Se dan cuenta de las graves consecuencias que esto podría provocar? —dijo volviéndose de pronto—. El clima a nivel global podría alterarse de una forma sin precedentes. ¡Por todos los cielos…! Un incómodo silencio se creó en la habitación. —Estamos muy conscientes de ello —intervino Doherty hablando por los demás—. Creo que debemos hablar con la omm en Ginebra y externarles mi teoría. 135
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O’Really lo miró con inesperada intensidad. —Es muy probable que en Ginebra hayan llegado a conclusiones muy similares—respondió el director—. Aun así telefonearé en su debido momento. Entretanto no quiero que descuiden sus labores. Debemos ajustar los modelos de predicción a la nueva circulación de los vientos y corrientes oceánicas. Nuestra labor no debe verse entorpecida en ningún momento. El pronóstico del tiempo debe emitirse a como dé lugar, y lo más acertadamente posible. ¿Quedó claro? Un silencio vacilante sobrevino como toda respuesta. Alguien en el fondo masculló un “sí, señor” desganado y carente de toda convicción. La mayoría de los asistentes se sintieron contrariados. Aún en adversidades como aquella, O’Really no dejaba de exudar su temperamento tiránico. —Muy bien. A moverse. Aún dubitativos y visiblemente atribulados ante el concluyente informe, el grupo de meteorólogos, incluido Doherty, comenzó a moverse con pasos vacilantes y lentamente comenzó a avanzar hacia la puerta. Ya en su despacho, mientras O’Really levantaba el teléfono para hablar a las grandes ligas, Doherty ocupaba un cubículo, apostado frente a una computadora. En cuanto había salido de la oficina del director fue bombardeado por decenas de preguntas de sus compañeros. Abrumado por el viaje y el tropel de cuestionamientos, el meteorólogo no tenía respuestas concretas para ninguna de ellos. Un sentimiento de vanagloria comenzaba a acometerlo a medida que se iba adaptando a la oficina donde se había iniciado como meteorólogo, antes de que fuera asignado a la ciudad de Galway tres años atrás. Se sentía privilegiado al saberse digno de la confianza de O’Really, aún y cuando su actitud dictatorial no concedía 136
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pautas para reconocimientos públicos o privados. Conforme pasaban los minutos su envanecimiento era cada vez mayor, de tal manera que por un momento llegó a pensar en la posibilidad de pasar a la historia como descubridor del fenómeno, provocándole un estremecimiento de emoción. No tenía idea, sin embargo, de que no era el único que había hilvanado tal suerte de conjeturas. Cientos de meteorólogos en otras latitudes lo habían intuido a partir de las mismas observaciones que él había hecho, llegando así a una misma conclusión. Unos en el anonimato, otros anunciándolo con bombo y platillo en sus respectivas agencias, al igual que Doherty. Todos creían ser los primeros, todos creían que sus nombres serían escritos en letras de oro dentro de los anales de la meteorología mundial. Ninguno de ellos, empero, estaba en condiciones de vaticinar las repercusiones que podrían desencadenarse en el clima global. Podían intuirlo, pero no precisarlo. Conscientes de la inquietante amenaza que se cernía sobre la vida a nivel planetario y a medida que comenzaba a disiparse la embriaguez del triunfo y la vanagloria, poco a poco un cuestionamiento tan lógico como trascendental comenzó bombardear la conciencia de los meteorólogos y científicos de todo el mundo: ¿qué demonios había provocado la inversión del efecto Coriolis? ¿Cuál había sido la causa? Un sinnúmero de teorías comenzaron a desgranarse enseguida. Sin embargo, no tenían idea de cuán lejos se encontraban de vislumbrar la respuesta. Lejos, muy lejos…
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14 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 Nadie dentro del campamento podía dormir. Incluso los que habitualmente gozaban de un sueño placentero tuvieron problemas para conciliarlo, lo que no sucedió hasta altas horas de la madrugada. El doctor Votarde era uno de ellos, y en su intranquilidad, de cuando en cuando se levantaba y salía de su habitáculo para echar un vistazo en el laboratorio y cerciorarse de que las guardias estuvieran relevándose conforme a lo programado. Después de tomar varias tazas de café y enfrascarse en el análisis de algunos reportes relacionados con la portentosa reestructuración celular de Rahui, Votarde se quedó dormido a mitad de sus papeles, echado sobre su escritorio como si alguien le hubiese clavado un puñal en la espalda. Al filo del amanecer despertó aturdido, presa de escalofríos y con la sensación de no saber dónde se encontraba. Reordenó algunas hojas arrugadas sobre las que se había desplomado y miró en dirección a la cafetera para inspeccionar el nivel del líquido. Apenas quedaban unos mililitros, fríos como el agua subyacente de un lago congelado. De pronto escuchó un ruido, seguido de pisadas vertiginosas. Provenían del laboratorio, y de inmediato se levantó de su asiento a indagar, luchando contra la modorra. A unos 138
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pasos se topó con el técnico que se encontraba de guardia. Éste avanzaba a trompicones y en su rostro había una expresión de alarma. —¿Qué sucede? —preguntó Votarde. —¡El tarahumara! ¡Ha desaparecido! —¡Qué! ¡Imposible…! —Sólo me ausenté un momento para ir al baño… Cuando regresé ya no estaba. Se ha esfumado como si nada. Votarde hizo un gesto de impotencia. —Debe estar en algún lugar… —Ya lo he buscado por todo el laboratorio y el resto del campamento. No se encuentra en el interior. En ese momento arribó Rodríguez por el otro extremo del pasillo. —¿Qué sucede aquí? El ddt se ha activado nuevamente. Las cronoyecciones aparecen y desaparecen a velocidad vertiginosa… —informó. Su mirada interrogante se clavó en el rostro del sobresaltado Votarde. —El tarahumara ha desaparecido —dijo el científico. —¿Eh? No es posible… —Rodríguez se volvió hacia el técnico que se encontraba de guardia, mirándole de manera incriminatoria. Éste sólo acertó a encogerse de hombros. Acto seguido Votarde se precipitó hacia el laboratorio, seguido por los dos hombres. Como un acto instintivo, Votarde se dirigió hacia el tanque de conservación donde se encontraba Rahui y observó a través de la pared de plexiglás. Sus ojos se pusieron como platos: confirmaba lo explicado por el técnico, el indígena no se encontraba en el interior. Había desaparecido. —¡No está! —fue su primera reacción ante el hecho de confirmarlo con sus propios ojos. Rodríguez se acercó al tanque sólo para corroborar 139
el hallazgo de Votarde. Se volvió sobre sus espaldas con una expresión estupefacta en el rostro. Negó con la cabeza repetidamente. —Tiene que estar en alguna parte… De pronto se escucharon pasos presurosos a sus espaldas. —¿Qué ha ocurrido? —era Durán. Detrás de él se acercaba Cisneros con el rostro abotagado. Ambos acusaban los estragos de una nueva noche de insomnio. —El tarahumara ha desaparecido —informó Rodríguez. Los dos científicos se vieron sorprendidos. Apenas daban crédito a lo que escuchaban. Hicieron algunas preguntas que no encontraron respuesta. Fueron acalladas por la confusión que reinó instantes después. Entre la vocinglera resaltó la voz del doctor Votarde. —¡Escuchen! No puede haber ido muy lejos. Debe estar en algún rincón. En caso de que haya escapado no creo que pueda haberse alejado mucho con el frío que hace afuera… —La puerta de servicio está cerrada. El sistema de seguridad no registra ninguna apertura desde anoche —informó el técnico de guardia. —Bien. ¡Rodríguez! Tú quédate pegado al ddt. Quiero que analices bien esas cronoyecciones… El científico enfiló hacia la puerta del laboratorio. Se disponía doblar hacia el pasillo cuando de pronto se escuchó un extraño zumbido. Votarde se detuvo, haciendo un gesto para que el resto de la comitiva que le seguía prestara atención. —¿Han escuchado? —preguntó. El grupo se frenó en seco, mirando en todas direcciones. Sin duda lo habían percibido también. Un zumbido sordo, parecido al aleteo de una mosca gigante debajo de la tierra, se cernía sobre el campamento y penetraba hacia el interior a través de las paredes,
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incrementando su intensidad a cada momento. Instantes después todo comenzó a vibrar. Los estantes, el tanque de plexiglás, los equipos electrónicos y las paredes del laboratorio comenzaron a sacudirse violentamente. —¡Un sismo! —gritó Rodríguez, alarmado. Todos miraron a su entorno. Aunque sabían que el domo de la sala principal estaba conformado por una estructura ligera, el pánico se reflejó en cada uno de los científicos. Se miraron unos a otros con acrecentado nerviosismo. —No —dijo de pronto Votarde. Su voz no transmitía ningún asomo de exaltación—. No es un sismo. Está comenzando a suceder… Todos lo miraron, confundidos. —¿Qué está comenzando a suceder? —inquirió Durán sin saber exactamente a qué se refería—. ¿De qué habla? —De lo que sucede a nuestro alrededor. Un nuevo desfasamiento disruptivo-temporal se cierne sobre el campamento —respondió Votarde—. El indígena no se ha marchado por su propio pie. Su cuerpo se encuentra atrapado en una especie de bucle producido por las reminiscencias del mismo desfasamiento temporal que lo hizo desparecer por primera vez. Su cuerpo podría aparecer y desaparecer indefinidamente, hasta que los efectos del microagujero negro se diluyan finalmente… En el último momento dio la impresión de que Votarde estaba hablando para sí. De pronto se giró de manera intempestiva. —¿Qué novedades nos tiene el ddt? Rodríguez alzó el extraño aparato que portaba en sus manos y colocó la placa frente a él. Extrañas figuras aparecían y desaparecían vertiginosamente, revelando una gran inestabilidad. En la parte su inferior un contador trepidaba a gran velocidad. 141
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—100 000 cronoxels por femtosegundo —anunció Rodríguez. —¡Esto es una locura! —Los ojos de Votarde parecían salirse de sus cuencas. —Más desconcertante aún son los perfiles de las cronoyecciones —reveló el técnico—. Nunca antes había visto algo parecido, ni siquiera durante la desintegración celular de Rahui en el albergue. Rodríguez volvió su rostro desencajado hacia el científico. Éste asentía como en cámara lenta, presa de un rapto de incredulidad. A medida que transcurrían los segundos el científico era más consciente de que había hecho un gran hallazgo, un hallazgo cuya naturaleza implícita conllevaba la propia destrucción de su descubridor. —Está aquí —dijo Votarde, como si estuvieran a merced de una fuerza superior, con la mirada clavada en un punto indefinido—. Está aquí… Durán se volvió hacia el hombre, presa del desconcierto. —¿Qué está ahí, de qué demonios…? El bioquímico no pudo terminar la pregunta. Su voz quedó ahogada por el estertor de su propio azoramiento. Alzó su brazo y señaló hacia un rincón de la habitación donde Votarde miraba de hito en hito. Todos se volvieron en el mismo sentido. Los rostros que contemplaban la escena eran el vivo retrato de la estupefacción. Nadie podía creer lo que estaban mirando: frente a ellos, una pantalla monocristal, varios papeles y carpetas que descansaban encima de un escritorio comenzaron a levitar hasta quedar suspendidos sobre la superficie del mueble. Pronto se dieron cuenta de que no eran los únicos objetos. Los cables e instrumental de laboratorio también empezaban a moverse, y pronto quedaron bamboleando a la altura de sus hombros, 142
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inundando la habitación de objetos de toda clase y tamaños. Los hombres miraban aterrados a su alrededor. Lápices, sillas, monitores, vasos de precipitado, tazas, cafeteras, burbujas de café y otros líquidos de colores flotaban frente a ellos como si se hallaran sometidos a un campo de gravedad cero que comenzaba a extenderse hacia el resto de la habitación con suma rapidez. Un grito de terror brotó de la garganta de Durán. Se volvió hacia Votarde, como si en el sólo hecho de buscarlo se encontrara la respuesta. El veterano científico se hallaba no menos horrorizado, con la mirada perdida en los objetos que se hallaban a su alrededor. Súbitamente, en medio de la conmoción, Votarde señaló hacia el tanque de conservación. El resto del grupo se volvió, intrigado, y pronto descubrió el motivo del arrobamiento que invadía al científico: las paredes de plexiglás comenzaron a distorsionarse en una especie de movimientos ondulatorios, como si se encontrara detrás de una película de agua que hubiese sido alzada por arte de magia. Pronto el efecto comenzó a extenderse rápidamente hacia el techo y los equipos e instrumental del laboratorio, descendiendo por las paredes como una onda expansiva sobre la superficie de un estanque. Era como si todos los objetos en rededor hubiesen adquirido propiedades elásticas y se deformaran en todas direcciones bajo el influjo de una fuerza invisible y misteriosa, sometidos a la distorsión del espacio-tiempo y la materia ante la influencia de una entidad supermasiva. En cuestión de segundos, la inquietante distorsión de los objetos alcanzó el piso y se extendió con extrema rapidez hasta alcanzar los pies de los científicos. Todos ellos observaron con acrecentado pavor cómo el efecto recorría sus piernas y brincaba a sus pechos y brazos, hasta finalmente apoderarse de sus rostros. Los hombres alzaron sus brazos y observaron 143
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aterrorizados cómo su piel oscilante comenzaba a desvanecerse y finalmente volverse traslúcida. Por un momento los huesos de las extremidades se volvieron visibles, como si hubiesen sido sometidos al efecto de una radiografía. Sus miradas se cruzaron entre ellos, como si buscaran en el de junto una explicación al fenómeno que estaba ocurriendo a su alrededor. Ninguno de ellos, sin embargo, pudo articular palabra alguna. En aquel desvanecimiento de sus cuerpos las voces resultaron meros susurros aflautados, el estertor agónico de un murmullo sibilante. Trataban de advertirse que sus humanidades estaban desapareciendo, que era posible ver los objetos a través de sus carnes y ropas. Ninguno de ellos lo logró. Lentamente, uno a uno comenzó a desaparecer, y sus voces se extinguieron como meros susurros arrastrados por el viento.
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15 Sierra Tarahumara, Chihuahua, México Diciembre de 2045 El hombre caminaba afanosamente sobre la nieve. Un campo deslumbrante aparecía ante él, mimetizándose por momentos con las albas montañas que se perfilaban sobre el horizonte. Una ráfaga de aire helado le golpeó el rostro. Se sentía extraño y desorientado. No recordaba cómo había llegado ahí. Tampoco recordaba su nombre ni nada acerca de su vida, y el único recuerdo tangible era el calor de un anafre en medio de una noche oscura y fría. Había algo familiar en aquel lugar, sin embargo. Lo mismo que en el letrero metálico a medio oxidar que descollaba entre la nieve al fondo del camino. Al pasar junto a éste no se molestó en leerlo puesto que no sabía, pero algo le decía que ya había recorrido aquellos parajes tiempo atrás. Detrás del vaho de su propio aliento descubrió una agrupación de edificaciones que se divisaban entre las colinas brumosas. A medida que se acercaba las siluetas se volvieron más definidas: el campanario de una iglesia, el kiosco de una plaza, una pequeña torre de reloj… Un cúmulo de sensaciones se agolpaba en su pecho sin tener la menor idea de su origen. ¿Por qué le resultaban tan familiares todas aquellas construcciones que veía por primera vez en su vida? ¿Por 145
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qué caminaba hacia ellas acuciado por la extraña certeza de dirigirse al punto de partida de un viaje que nunca había iniciado? Impulsado por la espléndida vista, el hombre aceleró el paso sobre la nieve blanda, provocando que sus piernas se hundieran por completo. Extrañamente sus pies no estaban congelados, pese a que sólo calzaba un par de roídas sandalias. Tampoco sentía frío en el resto del cuerpo a pesar de los veinte grados bajo cero que reinaban en el ambiente. Lejos de sentirse aterido, cansado o hambriento, el hombre se sentía revitalizado, propulsado por una gran fuerza interior cuyo origen remotamente podía explicar. De súbito, algo distrajo su atención. Una especie de domo gris rodeado de vagonetas y habitáculos menores se alzaba en medio de un claro, mimetizándose con la albura cegadora de los alrededores. Nunca había visto algo parecido. Presa de la curiosidad, el caminante desvió su andar y se dirigió hacia la extraña edificación. Luego de recorrer un centenar de pasos, el extraño domo de diez metros de altura apareció ante él en toda su magnitud. La puerta principal estaba abierta. Con sumo sigilo entró, oteando en todas direcciones. Dentro, el vestíbulo principal era un caos total. Objetos que nunca había visto en su vida aparecían regados sobre el piso de plexiduel: escritorios, carpetas, pantallas monocristal, cables, equipos electrónicos… Tras un vistazo fugaz a su alrededor descubrió un pasillo al fondo del recinto. Instigado por la intriga se dirigió hacia una puerta entreabierta. Una habitación más pequeña apareció ante él, albergando el mismo revoltijo de la pieza anterior. Nada de lo que había ahí le era común. Extrañas mesas, equipo de laboratorio, sondas provistas de electrodos en sus extremos. 146
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Todo se encontraba revuelto, como si un torbellino hubiera entrado y arrasado con todo en su interior. Un extraño tanque roto de extremo a extremo se alzaba a mitad de la habitación. Al contemplarlo de cerca experimentó una especie de repulsión cuyo origen no se pudo explicar. Al desviar la vista, impelido por una singular sensación en su cuerpo, descubrió una puerta de servicio abierta de par en par. Instigado por una repentina necesidad de salir del lugar, el hombre se volvió intempestivamente y se echó a andar con paso presuroso. De pronto sus pies toparon con un objeto que yacía sobre el suelo. Al bajar la vista descubrió una taza metálica. La tomó y la inspeccionó durante unos segundos. Un asiento de café yacía congelado en el fondo, salpicado por algunos copos de nieve que se había colado hacia el interior. Otros objetos yacían regados en rededor suyo, cubiertos por una fina escarcha. Los tomó y los inspeccionó durante unos instantes, incapaz de identificarlos. Nunca había visto una computadora portátil, un tanque de monóxido de carbono, un lector de ddt aplastado sobre el piso, exhibiendo una maraña de cables y circuitos al aire. Indiferente, los lanzó sobre el suelo helado y continuó inspeccionando el lugar. La taza fue a rebotar en un rincón, emitiendo un ruido estridente. Todo lo que veía le parecía extraño y repulsivo. De súbito sintió la necesidad de alejarse de ahí. Como la impronta ancestral de una cultura milenaria, el hombre se llevó las manos sobre la cabeza y se ajustó la banda roja que le cubría la frente en un gesto de determinación. Lanzó un último vistazo y se lanzó hacia la puerta de servicio. Al salir el aire agitó sus cabellos grasientos, cubriéndole una parte de su rostro moreno. Su mirada resuelta se clavó de nuevo en las construcciones que se alzaban a la distancia. Una alegría primitiva 147
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lo embargó. Impulsado por una extraña convicción se echó a andar en dirección a ellas. Tras avanzar un buen tramo de pronto se detuvo y se volvió sobre sus espaldas. Contempló de nuevo el extraño domo gris que se alzaba sobre la nieve. Una misteriosa sensación de triunfo lo invadió, sin tener la más remota idea de su origen, y tras observarlo por unos minutos, se volvió y avanzó sin mirar atrás.
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Sobre el autor Christian Durazo D. (Hermosillo, 1975) es ingeniero químico de profesión (Universidad de Sonora), pero desde temprana edad se mostró atraído por la literatura y las artes plásticas, lo que posteriormente lo llevaría a estudiar pintura, dibujo y escultura de manera paralela a su carrera como ingeniero, además de literatura en la Universidad Autónoma de Baja California. Deambula por las calles de Tijuana desde julio de 2001 y casi desde entonces funge como inspector ambiental en la Secretaría de Protección al Ambiente del Gobierno del Estado de Baja California. De manera paralela se desempeña también como escritor de fantasía y ciencia ficción, pintor y escultor. Ha publicado El Reencarnado y sus orígenes lingüísticos (1995), Don Tramontino de Sigüenzal (2000), La esencia oculta (ILCSA, 2007), Paisaje natural de Estado de Baja California (Algibe, 2007), Relámpagos de medianoche (ILCSA, 2009), Paisaje natural del Estado de Baja California II (Cruce Fronterizo, 2010), El Quijote lunar (Edit. ILCSA, 2011), Paisaje natural del Estado de Baja California III (Artificios Media, 2012), revista Arquetipos 33 (muestra de pinturas, 2014), revista digital Penumbria 21 (Antología de cuentos, 2014), Futuros por cruzar. Cuentos de ciencia ficción sobre la frontera (Artificios, 2015), El misterio del tarahumara (Monomitos, 2014), así como también cuenta con varias exposiciones de pintura y escultura. La mano izquierda del tiempo es su primera novela corta. Visita la página de arte del autor en https://www.facebook.com/pages/Christian-Durazo-D/707541382601718
Sobre MonomitoS Monomitos es una editorial independiente de ediciones digitales e impresión bajo demanda especializada en la narrativa gráfica, de horror y ciencia ficción. La colección Departamento de Mostros Perdidos reúnes historias de autores que exploran la literatura de la imaginación. Busca otros engendros de la colección: 1. Réquiem por Tijuana de Néstor Robles 2. El misterio del tarahaumara de Christian Durazo D. 3. El blues de San Vicente de Jesús Montalvo Visita: http://monomitospress.blogspot.mx
La mano izquierda del tiempo de Christian Durazo D. se imprimió en diciembre de 2017. Esta edición digital fue publicada el 14 de agosto de 2018, conmemorando al adolescente que, 26 años atrás en el tiempo, fue golpeado por un fragmento de tres gramos de un meterito que cayó en Uganda. Afortunadamente salió ileso.
En uno de los inviernos más crudos de los que se tiene memoria, la sierra tarahumara es asolada por una serie de fenómenos sobrenaturales cuya singularidad naturaleza es investigada por un grupo de científicos empeñados en descifrar el enigma que los envuelve. Del otro lado del mundo, a miles de kilómetros de distancia, un experimento fallido en un acelerador de partículas subatómicas, cuyo objetivo es determinar las causas de un repentino e inusitado enfriamiento del núcleo terrestre, desencadena una retahíla de consecuencias insospechadas sobre la totalidad de la vida y las leyes inerciales de la física a nivel planetario. Tanto las anomalías que tienen lugar en el norte mexicano como los miles de extraños fenómenos que comienzan a producirse de súbito a lo largo y ancho del orbe se hallan intrínsecamente relacionados con el malogrado experimento, pero ninguno de los científicos que reparan en sus repercusiones por primera vez son capaces de establecer una conexión pese a sus esfuerzos individuales de investigación. Sólo al final comprenden que, tanto en la ciencia como en la vida, los acontecimientos más ínfimos desencadenan los efectos más grandes e impredecibles.
Departamento de Mostros Perdidos