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EL MÁS ALLÁ COMO HECHO INDUSTRIAL ALEJO PONCE DE LEÓN
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EL MÁS ALLÁ COMO HECHO INDUSTRIAL
POR ALEJO PONCE DE LEÓN
la boca de mi revólver de coral me atrae como el ojo de un pozo brillante helado como el espejo donde ves los colibríes escaparle a tu mirada perdida en una exposición de lencería enmarcada por momias te amo
Benjamin Péret, “Allo”, 1936
En algún momento se pensó este catálogo como el diario de un viaje, porque en algún momento se pensó que esta exhibición se desprendería materialmente de un viaje. Un viaje que se dividía, a la manera del tridente luciferino, en tres destinos. El sur del país, en donde alguien, con un familiar enfermo, ya cercano a la muerte, cocinaba la cerámica en un horno anagama. El noreste subtropical y fronterizo del país, las minas de una colonia selvática llenas de amatista, mutación purpúrea del cuarzo que para los cristianos medievales simbolizaba la castidad. Entre el Paraná y el Uruguay, la última parada le correspondía al Archivo Histórico Municipal de Corrientes, asilo de censos y documentación acerca de asuntos provinciales de variada naturaleza. Al libro y a la exhibición les interesaba el barrio Cambá Cuá: una ribera pedregosa sobre la que se afincó el más grande asentamiento regional de libertos, negros libres y veteranos de la Guerra de la Triple Alianza.
Este viaje que no se hizo –y que quizá jamás se haga– disfruta sin embargo de algún tipo de existencia, como este texto está intentando demostrar: vive en forma de imagen mental proyectada desde una escritura, como señalamientos en un mapa que se recorre con el dedo en la pantalla de un celular, o como otras cerámicas y otros minerales, horneadas en otros hornos y extraídos de otras minas. La voluntad de escobar un territorio para recoger materiales culturales y prehistóricos diversos con la finalidad de orquestarlo, luego, dentro de una sala municipal de exposiciones y regalarle al público un momento de incertidumbre y excitación fue lo que podría definirse como un “deseo”. En un tránsito extraño, aquel primer deseo en el que se mezclaban el calor de la ruta con el frío de un bosque austral y el brillo de los minerales con la frecuencia estática y monocroma de un archivo terminó deflactado en este libro y en la exhibición que se celebra en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Para Jean-Louis Schefer la imagen es aquello sin lugar, lo que la acerca de algún modo al deseo. La amatista, en cambio, tiene su lugar: cuevas misioneras en las que el magma rico en hierro, frío desde hace cientos de miles de años, viró en una piedra violeta, filosa, con la que una inmigrante polaca se tajeó la mano alguna vez, bañando de sangre el suelo basáltico. Un soldado brasileño, negro, exiliado en Corrientes durante el siglo XIX, tiene una ficha que testimonia su paso por el mundo, sintetizado, casi doscientos años después, en un dato informático. El color rojo tiene su lugar en el mundo, es “el pendón que elige la gente”, el color de los santos populares de Cambá Cuá y que identifica a San Baltasar y a Santa Librada; un color que recorta el cielo cuando hay procesiones, que vibra a la distancia y que por eso se asocia con un poder trascendental, de protección astral y furiosa. Es gracias a la tecnología sónica ensamblada en parques industriales que los sentidos y las vigas de acero se conmueven con el techno en Berghain; lo mismo sucede con las imágenes digitales y los memes, que
circulan aceleradamente por circuitos impresos cuya manufactura es supervisada por empleados suicidas en Shenzhen. Si todas las cosas tienen su lugar, ¿el lugar del deseo se encuentra en el interior de las cosas o, como dice Schefer sobre la imagen, el deseo es eso que en realidad no está en ninguna parte? Los modos de hacer de Nicanor Aráoz, entre el informalismo escultórico y el diseño aplicado, entre la taxidermia y los hologramas, entre M. R. James y Marosa di Giorgio, entre el crimen y la creación, parecen querer reunir los continentes separados del deseo y la condensación matérica, y brindarle un correlato tangible a lo que Étienne Souriau definió como “el arte de existir” inherente a todas las cosas. No podría decirse que este escenario persistente de tensión, evaluado de manera cíclica a lo largo de la historia en términos, por ejemplo, de idealismo contra materialismo, o de locura contra razón, se resuelva gracias a las intrincadas configuraciones semióticomateriales que el artista despliega en sus obras y exhibiciones; se ajustaría más a algún tipo de verdad la afirmación de que Aráoz funciona como un coreógrafo para este baile eterno de cortejo entre las majestades de dos reinos enfrentados.
A la tipificación tradicional y agotada del arte instalacionario como acción organizativa sobre el hardware de la civilización, Aráoz le opone una respuesta casi visionaria, que se manifiesta en forma rítmica y barroca: la redención epifánica de toda tensión por vía entrópica. Sin llegar a ser caos, su poética se estructura como un asalto contra el orden semiótico, una contaminación cruzada entre materia y deseo, entre capital y sueño, con efectos mutágenos sobre ambos campos. Esta respuesta se aleja tanto del trabajo programático y exhaustivo con una sola sustancia —rasgo que caracterizó a la escultura europea de posguerra, de la que toma varios recursos—, como también de la tendencia hacia la taxonomía y la categorización cientificista de elementos que pudo verse representada en muchas galerías alrededor del globo durante los últimos años. A la inteligencia técnica y al exceso de autoconsciencia a los que es proclive la actualidad artística, su obra le responde con ráfagas de inspiración acientífica. “Flechas lanzadas casi simultáneamente por la idea”, un absurdo delicadísimo que se sostiene en saqueos, impulsos, intuiciones. Por eso, cuando mezcla el yeso con la lana rizada de una oveja o las fotocopias con el puré de papas, hace más que favorecer las condiciones para que tenga lugar el encuentro, fantaseado por Lautréamont, entre una máquina de coser y un paraguas. La observación y la fabricación se funden gracias a su arbitraje psicodélico.
La crítica –lo que queda de ella– parece poco interesada en lidiar –si no incapaz de hacerlo– con los asuntos de producción material propios del arte. Hace casi diez años, Pamela M. Lee consideraba que “si se le diera a elegir al crítico entre reflexionar sobre abstractos problemas estético-políticos o atender los avances en el campo tecnológico del prototipado rápido, la decisión parecería estar tomada de antemano”. ¿Por qué separar entonces el espectáculo del mundo, que llueve sobre los confines maquínicos y arruinados de la libido, de un arte que existe en ese mismo mundo, si es un arte que se sostiene con instrumentos de financiación idénticos a los que se emplean, por ejemplo, en el sector inmobiliario? ¿Por qué separar nuestro deseo de los fetiches que lo movilizan, de las canciones, la ropa interior, las zapatillas y los tatuajes? Este no es un mundo cristalino y vacante, aunque las salas de exhibición quieran hacerlo parecer así.
Si la crítica no puede funcionar como interferómetro para medir la dinámica complementaria entre estas
esferas, el recorrido de Aráoz (desde sus primeras instalaciones, en las que incluía galletitas y camiones, colibríes disecados y alacenas, hasta su posterior foco en la centralidad del cuerpo como piedra de toque para la práctica escultórica) sí parece haber servido para delinear una imaginación materialmente lúcida, capaz de reflejar esta instancia de total integración contradictoria entre el terreno del deseo y los resultados de la hiperexplotación posindustrial. Como si parafraseara a Suely Rolnik, que afirma que el inconsciente es el ámbito de producción de los territorios de existencia, la progresión de Aráoz señala que el arte no debe ser entendido solo como iconografía y artilugio de representación; el arte es un objeto del mundo y el “más allá” que encarna, por lo tanto, es un hecho industrial, un compuesto de polímeros sintéticos. En su obra no hay un desarrollo del inconsciente para poner la realidad política y social en perspectiva, sino más bien lo contrario: hay un despliegue intenso de la realidad, de sus asesinatos, sus ciclomotores y sus esculturas, que sirve para poner en perspectiva el peso de lo irreal. El infierno es una madriguera eterna de plástico; el cielo, la grabación de un campo lumínico multicolor en una película fotosensible. En el portugués brasilero resulta bastante común el empleo del sintagma nominal “sonho de consumo” para hablar de aquellos productos o experiencias que conducen la libido del sujeto en el reino del capital. En The Creators of Shopping Worlds, Harun Farocki develó cómo es que arquitectos, empresarios y técnicos de vigilancia diseñan centros comerciales que moldean el deseo de aquellos que los visitan, reafirmando la noción del capitalismo como régimen molecular, capaz de condicionar incluso nuestras sinapsis futuras. Si el deseo es ante todo caos, el capital intenta normativizarlo, aplacarlo y reconducirlo con metalenguajes y sobrecodificaciones fenomenológicas, arquitectónicas, sensoriales. Hoy más que nunca se puede afirmar que uno de esos metalenguajes es el arte contemporáneo, un código común desterritorializado que asiste al capitalismo a prolongar su existencia sobre la tierra. Pero el de Aráoz es un espectáculo ideado por aquel sujeto que fue él mismo creado por las sobrecodificaciones del espectáculo del mundo y no, en particular, por el lenguaje indiferenciado del arte contemporáneo. El suyo es un show a veces animado por la inteligencia antigénica del capital, que muta para intentar estar siempre a la altura del caos y la poesía, y, a veces, por esta misma poesía, que es la licuefacción del orden semiótico. Entonces, el lugar del deseo parecería ser el Embattled Garden, de Martha Graham, un edén asolado que es también la Guerra de los huertos de Marosa di Girogio. El lugar de nuestros cuerpos está en el mundo y, adentro de un museo, Sueño sólido es un lugar para el mundo, para algunas trazas de su guerra entre el caos y el deseo filtrado por el capital.
En términos del discurso que declara el “fin de la historia”, la arquitectura corporativa mundial de las ciudades no se deja impresionar por el tiempo. Tiende más bien a una autopreservación mecánica que se da a través de los aparatos culturales y tecnológicos virtualizantes, como si las ciudades fueran recintos futuros para su propio pasado. Los museos contemporáneos funcionan un poco así, como agentes que articulan esos relatos de un tiempo que ya fue y de otro que está por venir, examinando los restos de realidad que una obra de arte contiene. Aráoz indaga en esas realidades virtuales, en las narraciones oscurecidas de la historia de las masas y sus detritos materiales. Sin embargo, la relación pasional que tiene con el fetiche lo obliga a vincularse de un modo singular con la fábrica de subjetividad serializada que, entendemos, es la matriz del capitalismo.
El fetiche cultural en su obra es una observación sobre la distribución de lo sensible pero no en términos críticos, sino orientada a intentar recuperar el deseo como campo, como esencia o como instancia primigenia en la vida de todas las cosas.
Entendida como un giro pop en términos masotteanos, la importación al interior de esta exhibición, o de este mismo libro, de lenguajes exógenos y preexistentes tales como una flor o una máscara de kendo habla de una curiosidad sobre el origen relativo al deseo. Sueño sólido se proyecta desde un intersticio en el que los objetos ready-made se funden con expresiones escultóricas idiosincrásicas, en las que la propia materia fabril –una semiótica fuerte– no tiene ninguna forma, o se disuelve en deformaciones irreversibles; el arte y su industria de las emociones llenan el aire como música que se reproduce desde una rockola: aunque esté filtrado por el capital, lo que el sonido organizado provoca también es un misterio.
Sin ahondar en definiciones psicoanalíticas, el fetiche como objeto de deseo aparece en Aráoz dividido en dos: un objeto de deseo normalizado (que es preexistente y puede pertenecer a los ámbitos de lo cultural, lo sexual, el consumo, etcétera) y un objeto irreconocible de deseo, una nueva articulación espacio-objetual, un reflejo del espectáculo del mundo que se vuelve, a su vez, espectacularmente irreconocible. Para Baudrillard, fascinado por el objeto hiperreal que gira sobre sí mismo acercándose al vacío, el arte actual “sólo ejerce la magia de su desaparición”. Aráoz en cambio repone la presencia visionaria y alucinada del arte en tanto objeto consumado de un deseo imposible, en tanto existencia de lo inexistente. Por eso mismo, además de lo invisible, en su obra aparece también aquello que es “más visible que lo visible”: los exhibidores de las tiendas que comercializan artículos de lujo, el crimen, las superestrellas de la industria musical o el propio arte contemporáneo entendido como despliegue inmoral de recursos económicos. Todo eso a lo que Baudrillard llamó “obsceno” no es, en realidad, más que otra faceta en el cuarzo del deseo.
En este cruce se consolida una dinámica dual, muy propia de la práctica de Aráoz, que es la disección del fetiche cultural entendido como producto perfecto de un sistema de industrias y la disolución violenta de la propia materia industrial que lo compone (látex, plástico, hierro, poliuretano expandido, etcétera). Sin poseer un conocimiento preciso sobre la estructura del mundo, su manera de coreografiar las cosas funciona como acción unificante y lírica entre la realidad codificada por el capital y una realidad sustancial, sin semiotizar. Su pregunta es cómo hacer retornar las cosas a ese estado primigenio de deseo. Cómo hacer que la cilindrada de una moto sea deseo, que los intestinos de una rata sean deseo, que la ampliación microscópica del corte transversal del ojo de un gato regrese al deseo.
Aráoz piensa como Roberta, el personaje de Ionesco que desde un idioma radical apela a la total unidad semiótica para intentar clarificar las guerras del mundo: “En el sótano de mi castillo todo es gato. Hay una sola palabra: gato. Los gatos se llaman gato; los alimentos, gato; los insectos, gato; las sillas, gato; tú, gato; yo, gato; el techo, gato; el número uno, gato; el número dos, gato; el tres, gato; el veinte, gato; el treinta, gato; todos los adverbios, gato; todas las preposiciones, gato. Así es fácil hablar”.
Se vuelve sencillo hablar siguiendo los pasos de esta especie de pedagogía apocalíptica integradora, que se enuncia contra la carencia, contra la prohibición, que reclama para sí las cosas y que de algún modo