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NICANOR ARÁOZ: SUEÑO SÓLIDO LUCRECIA PALACIOS

NICANOR ARÁOZ: SUEÑO SÓLIDO

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POR LUCRECIA PALACIOS

Si al plantar un cafeto le tuerces la raíz, al cabo de cierto tiempo ese árbol empezará a sacar multitud de delicadas raicillas cerca de la superficie. Jamás prosperará ni dará fruto; pero florecerá mucho más que los otros.

Isak Dinesen, “Los soñadores”, 1934

El Museo Noguchi, uno de los primeros espacios industriales reconvertidos en instituciones culturales en la década del ochenta, asienta pacíficamente sus ladrillos rojizos en Long Island. Fue creado y diseñado por el artista Isamu Noguchi años antes de su muerte. Él mismo, ya viejo, se ocupó de reunir allí varias de sus obras en basalto, los archivos de sus colaboraciones con Martha Graham, los diseños de sillas que realizó para Herman Miller y Knoll, las delicadas lámparas Akari, hechas a mano en papel Shoshi, que le quitan a la luz “la dureza de la electricidad” y la transforman en un resplandor cálido y contenido.

Allí construyó también el último de sus jardines, un espacio modesto, organizado en diferentes islotes y niveles cubiertos de guijarros. Se trata de un jardín mineral, petrificado. A lo largo de los senderos se levantan piedras esculpidas en formas blandas y lisas, como si más que un proyecto humano fuese el viento quien hubiese actuado. El verde de los árboles y las enredaderas se recorta, humilde, frente a un paisaje gris que parece detenido. Noguchi, formado con Constantin Brancusi, entendía que cualquier espacio era escultura. “He aquí la razón de que las esculturas o, mejor dicho, los objetos escultóricos creen espacios. Su función es producir ilusiones. El tamaño y la forma de los elementos se subordinan a los que tengan los demás elementos y el espacio. A estas esculturas yo las llamo jardín”,1 escribió. El destacado es de Nicanor Aráoz.

Aráoz visitó el jardín Noguchi en uno de sus últimos viajes. No deja de ser sorprendente que este espacio le haya resultado revelador. Después de todo, el trabajo de Aráoz se ha elaborado como una intensa reflexión escultórica sobre el cuerpo y las violencias que se ejercen sobre él. Las referencias a la criminología, la estética del cómic, el animé y la estética gótica son la cifra de algunos de los materiales desprestigiados con los que Aráoz construye sus piezas y exhibiciones, en las que la presencia de la disección, la excitación y la fragmentación de los cuerpos han llevado a que se las compare con cámaras de tortura o teatros anatómicos, resaltando el aspecto siniestro y perturbador de sus exposiciones. En la historia reciente, sus antecedentes más directos son quienes restituyeron la presencia del cuerpo durante la época oscura de la última dictadura militar argentina, como Norberto Gómez, Alberto Heredia o Juan Carlos Distéfano, artistas que tramitaron la violencia del período a través de esas formas torturadas.

Librada, una exposición realizada en 2013 en Galería Sendrós que llevaba el nombre de la madre de Aráoz, fue pensada como una escena de guerra en la que dos personajes se enfrentaban. De un lado, un samurái victorioso, brazo en alto; del otro, un personaje del que solo se veía una mano, como si el suelo se lo hubiese tragado. Sobre la pared, en un frenético trabajo de edición, la imagen de un arma repetida de modo viral creaba una cruz. En esa exposición aparecía ya de

una manera clara el imaginario pop y psicodélico, los colores flúo y las transiciones veloces con las que Aráoz organiza sus materiales, una velocidad que contrasta con el nivel de detalle y sofisticación plástica con las que el artista resuelve las obras. Los trazos de lapicera sobre el papel del traje del samurái, el fino origami de su capa, el tejido de mimbre de su cinto demuestran una artesanalidad conmovedora, una riqueza de elementos y materiales puestos al servicio de una visualidad intensa, de la construcción de “un salón de emociones fuertes”, según explicaba Alejo Ponce de León en su reseña de la muestra.

Glótica, una de sus últimas exposiciones, fue descripta como “espectáculo truculento”. Jalonada por una serie de paneles de colores vibrantes, en una especie de vía crucis, una serie de esculturas recreaba decapitaciones y empalamientos, disecciones de diferente tipo, crucifixiones. Entre el goce y la tortura, sumergidas en un ambiente de neón y nocturnidad, separadas por los paneles que las hacían aparecer y desaparecer según se recorría el espacio, eran también una escena de fiesta y boliche, imágenes del flash que se prende y apaga, de las altas horas nocturnas y de la alucinación. Aparecían allí los cuerpos realizados en calcos, una técnica que Aráoz viene perfeccionado desde hace años y que consiste en chorrear caucho líquido sobre los cuerpos y caras de quien soporta el martirio, esperar varias horas hasta que seque y forme un molde. Aráoz recubre el molde con vendas para construir el contramolde, que recibirá una catarata de poliuretano.

Entonces, ¿por qué Noguchi y sus jardines zen se transformaron para esta exhibición en las piedras basales para diseñarla? ¿Qué puede explicar el jardín zen de una flor dionisíaca cuyos pétalos son 36 cuerpos de tamaño real? ¿Cómo pueden vincularse esas piedras pulidas y biomórficas con una rockola que archiva la historia de la música tecno en un cuerpo de dragón? ¿No es la luz de neón la forma más exacta de la “dureza eléctrica” de la que Noguchi quería alejarse? ¿Qué hay de la paz y la meditación a los que aspiraba Noguchi en este parque de estímulos poderosos en el que se transformó Sueño sólido?

ATENCIÓN FLOTANTE Las técnicas del psicoanálisis y su discurso no han sido ajenos al trabajo de Aráoz quien, casualmente, estudió psicología antes de volcarse al arte. Así como resulta imposible pensar su trabajo por fuera del concepto de trauma (Freud lo definía como el “rompimiento de la barrera contra los estímulos”),2 tampoco es posible dar cuenta de él sin notar, como señala Martín Legón, las múltiples “referencias al sueño y al dormir como lugar inconsciente de procesamientos de miedo o tramitaciones del trauma”. Araóz describió alguna vez su método de trabajo como de “atención flotante”, un concepto de la clínica freudiana que describe la forma en que los analistas escuchan a sus pacientes: sin establecer jerarquías entre los materiales y ejerciendo la asociación libre sobre lo que escuchan. Del mismo modo, Aráoz es capaz de reelaborar las más diversas fuentes, desplazándolas, mixturándolas, haciéndolas irreconocibles. “Condensar y desplazar”, podría decir el psicoanálisis, como metodologías centrales. No es casual, en este sentido, que la figura de la cadena, la imagen con la que Freud explicaba la relación que une a los elementos en los procesos oníricos, sea también un tropo, una imagen repetida en la obra de Aráoz.

La película de Steven Spielberg Encuentros cercanos del tercer tipo, que el artista vio en su adolescencia, puede reaparecer en una pieza realizada en 2010.3 Allí, Araóz reelabora una escena en la que el padre, obsesionado

ante la presencia de los ovnis, esculpe ante su hijo la forma de una montaña con puré de papas. Es una escena doméstica de derrumbe familiar, dramática, en la que el hijo observa llorando a su progenitor atrapado en la locura. Años después, Aráoz presentó una enigmática escultura: un colchón de bebé sobre una mesa y, sobre el colchón, una montaña de puré en la que había colocado unas fotocopias de manos sosteniendo una flor. Mitad cuna, mitad sepultura, en la obra se cifraba la fragilidad de la infancia, la precariedad, la inocencia y el desastre.

Por esos años, también se interesó por las fotografías de Murderous Mary, un caso que llenó los tabloids de Estados Unidos hacia septiembre de 1916, cuando, en Tennesse, se ahorcó a una elefanta de circo con una grúa por haber dado muerte (asesinado, se decía en los diarios) a uno de sus cuidadores, en un espectáculo público que ya en esa época fue descripto como maltrato animal. Araóz convocó al fantasma de la elefanta, que se dio cita en Galería Abate en forma de ectoplasma enojado y vengador.4 La figura de esta paquidermo, realizada en resina, se iluminaba en la oscuridad y arrastraba con ella, adosados en su lomo y sus patas, pájaros muertos, walkmans, zapatillas deportivas. Los años ochenta y sus detritus retornaban en un fantasma animal.

Con esas obras, era claro que el trabajo de Aráoz se había corrido de la representación de escenas del trauma familiar, en las que la referencia a los cómics, la domesticidad, lo siniestro y el mundo infantil se daban cita, para empezar una reflexión sobre la introyección de esas violencias sobre los cuerpos. Para una obra sin título a la que todos se referían como “El jinete”, el artista usó su propio cuerpo como modelo.5 El cuerpo descabezado, azulado y cosido como un frankenstein adolescente, montaba una mesa doméstica. En uno de sus brazos, esgrimía una cadena con púas que dibujaba formas ovales en el aire. Con esa pieza, Aráoz iniciaba un romance con la torsión barroca y el mundo de lo monstruoso, a la vez que era una cita directa a Acéphale, la revista creada por Georges Bataille junto a una sociedad secreta, en cuyo primer número André Masson realizó para la tapa una figura descabezada que sostiene en sus manos una antorcha y una espada.

“El interés en el surrealismo y en las figuras de lo monstruoso involucra no sólo un giro de los cómics a la historia del arte, sino también un interés en pensar el rol de la violencia en la estructuración del sujeto”, anotaba Claudio Iglesias6 sobre la exposición en donde se expuso el jinete, llamada Mocoso insolente. El mundo de la adolescencia, sus marcas y sus restos, representarían, a partir de entonces, una zona que Aráoz deja crecer en sus muestras. El tiempo monstruoso del adolescente, la inestabilidad y la deformidad de una identidad en metamorfosis reemplazará a la infancia como tiempo emocional del que el artista recoge cosas, tecnologías ya obsoletas, marketing y películas, recuerdos generacionales para quienes hayan vivido su primera juventud en los años noventa.

Internet es uno de esos elementos que recupera del universo emocional de la adolescencia, quizás el que, de tan requerido, debería anotarse entre los materiales que usa, junto al neón y el plástico. Aráoz estaría de acuerdo en relacionar, como Kenneth Goldsmith, el ADN de internet con el surrealismo. Para él, la web es una especie de sueño colectivo y social, un archivo surrealista veloz y a la carta, del que puede tomar música, noticias; una nube vacilante de ideas, imágenes sin origen definido y deseos contrapuestos que pueden anclar esas imágenes sin las inhibiciones de la proximidad física. En cualquier

caso, el uso que le da a Internet es el opuesto al de un vehículo comunicacional y transparente. Para Aráoz es una fuente de aquella información más secreta y misteriosa, opaca e inaccesible. A la web le reclama un universo teórico y referencial más amplio que al psicoanálisis, uno que le ofrezca más imágenes, más estímulos, más irresponsabilidad.

SUEÑO SÓLIDO Pensada sobre la base del jardín de Noguchi, Sueño sólido se organiza también como archipiélagos que transmiten tonos emocionales diferenciados entre sí. De la excitación a la calma, del tránsito a la quietud, de la batalla al refugio, Aráoz acomoda en el espacio cuatro grandes grupos escultóricos. La exposición no dispone, como nos tenía acostumbrados en su obra, de recursos extraescultóricos para crear su ambiente. No hay marcas gráficas, ni alfombras, ni paneles, ni especias, estrategias que servían a Aráoz para transformar el cubo blanco en ilusiones completas y autorreferenciales. Una inmensa flor construida por 36 cuerpos, dos tornados que se ciernen encima de una pasarela sobre la que se levanta una moto, una rockola alada y un calabozo o bosque de neones son las estructuras principales para crear un universo ficcional propio, tan deudor de la visualidad de los videojuegos como de los “islotes” del jardín Noguchi. Aun cuando haya 36 cuerpos, una cifra realmente exagerada, la exposición no desarrolla la forma humana como tropo, sino que el imaginario de Aráoz se desliza hacia otro tipo de siluetas biomórficas, que se contraponen con las otras visiones de la sala producidas por una imaginación técnica: una moto, el neón, una rockola.

El vocabulario de Aráoz sigue allí, y allí están los tonos violáceos y el clima nocturno de sus exposiciones, los procesos vívidos de transformación de la materia; allí los tornados para recordarnos sobre la violencia; allí los elementos que toma y coloca en sus exposiciones, a lo ready-made; allí el mundo de la torsión, la música y el baile. Y sin embargo, Sueño sólido es una exposición difícil de relacionar con sus preocupaciones anteriores. Incluso la idea de sueño, un tema que, como hemos visto, ha sido transitado por el artista, parece adquirir otro sentido, menos vinculado al espacio onírico que a la fisiología. “A solid sleep” suelen decir los angloparlantes, no para referirse a las imágenes que traspasaron su cabeza durante la noche, sino para expresar que han dormido bien, un largo tiempo que les ha permitido descansar.

En ese sentido, el sueño como momento sintético y último de la subjetividad parece interesarle menos a Aráoz que ese espacio desindividualizado del “dormir”. La transformación del cuerpo individual en una flor construida por varios cuerpos podría indicarnos también el desplazamiento de la construcción de mitologías personales crípticas hacia preocupaciones más colectivas. Después de todo, las imágenes de catástrofe que podrían sugerir los tornados son fotos que nuestras retinas ya han catalizado en relación con el cambio climático y el desastre ecológico, un trauma de escala planetaria imposible de personalizar. La flor de cuerpos podría ser también una imagen de la mutación y la monstruosidad, una violencia sin agresor visible.

Incluso cuando estas imágenes están en la exposición, sería difícil pensar que en la obra de Aráoz, un artista que ha escapado sistemáticamente a cualquier tipo de intención documental, sean una visión posapocalíptica, antropocénica. La cultura psicodélica a la que hace referencia en sus exposiciones lo lleva a la imagen de la alucinación como una descripción más certera.

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