Premio Memoria 2009 - Pasto, un pueblo no un ejército

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PREMIO MEMORIA PASTO, UN PUEBLO NO UN EJÉRCITO


PREMIO MEMORIA 2009 ISBN 978-958-8890-57-9

Presidente del Consejo Superior Sergio Fajardo Valderrama Rector Universidad de Antioquia Mauricio Alviar Ramírez Vicerrector de Extensión José Edinson Aedo Cobo Director del Museo Universitario Santiago de Jesús Ortiz Aristizábal Curador de la Colección de Historia (2008 – 2009) Lázaro Antonio Mesa Montoya Coordinador Editorial Yulisa Palacios Cuesta Diseño y Diagramación Juan Carlos Jiménez Tobón Corrección de Estilo Yulisa Palacios Cuesta Juan Carlos Jiménez Tobón Portada El Destino, obra del Museo del Carnaval de Blancos y Negros. Pasto – Colombia Foto: Sergio Elías Ortiz 2008 Impresión Litoimpresos y Servicios 2015 Universidad de Antioquia, Vicerrectoría de Extensión, Museo Universitario Calle 67 Nro. 53 - 108, Bloque 15, Ciudad Universitaria (574) 219 5185 http:museo.udea.edu.co museo@udea.edu.co Las ideas, conceptos y opiniones que contienen los diferentes artículos del presente libro son responsabilidad exclusiva de los autores.


UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA VICERRECTORÍA DE EXTENSIÓN MUSEO UNIVERSITARIO PREMIO MEMORIA, convocatoria 2009 TEXTO ESCRITO

El día 14 de diciembre de 2009 nos reunimos como jurados del Concurso “Premio Memoria Convocatoria 2009”, en la categoría Texto escrito. En esta categoría se presentaron nueve trabajos sobre diferentes temáticas, relativas a la convocatoria abierta por el Museo Universidad de Antioquia. Destacamos la seriedad de estos trabajos y su interés por proponer nuevas lecturas sobre el tema del bicentenario de la independencia. De manera unánime decidimos seleccionar como ganador del concurso el trabajo “Pasto, un pueblo no un ejército”, presentado por Sergio Elías Ortiz Tobón, identificado con la cédula de ciudadanía número 98380979. Consideramos que este trabajo constituye una nueva mirada sobre uno de los períodos más significativos del proceso de la independencia, que hasta ahora ha sido prácticamente desconocido en la memoria nacional. Este trabajo llama la atención sobre el hecho de que la independencia no quedó concluida con la Batalla de Boyacá de 1819; invita a pensar que el concepto de “independencia” tenía significados diferentes, de acuerdo a las situaciones históricas vividas en cada localidad o región; muestra que la emancipación colonial no fue un proyecto político homogéneo en el territorio neogranadino y que, por el contrario, tuvo resistencias que apoyaron la continuidad del régimen realista, en una lucha que contó con un amplio respaldo de los sectores populares negros, mestizos e indígenas. Por último, resaltamos la calidad de la exposición y el rigor de la investigación histórica en que se apoya. Consideramos que la lectura de este trabajo, para el público interesado, va a sugerir nuevas reflexiones sobre el proceso de la formación nacional colombiana. Amparo Elena Murillo Posada Marta Cecilia Ospina Echeverri

OBRA GANADORA

León Restrepo Mejía

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“LAS CARAS DE LA MONEDA” Jaime León Álzate Restrepo Impresiones digitales sobre papel adhesivo (in situ) Dimensiones variables 2009

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Introducción Nacer en la ciudad de Pasto es nacer en una región colombiana que representa las montañas andinas. Cuando se adquiere la conciencia de ser pastuso es cuando se adopta, para siempre la nacionalidad suramericana. “Pasto, un pueblo no un ejército” es parte de una investigación que busca encontrar, en el contexto temporal determinado por la lucha del pueblo pastuso frente a los ejércitos republicanos, cómo la sociedad construye un tipo de resistencia basado en el territorio y en la unión y reafirmación de las tradiciones agrícolas, económicas y culturales de los sectores populares. De la misma manera busca comprender cómo se estructura una conciencia colectiva sobre la necesidad inalterable de defender un territorio libre dentro de una lucha por la libertad, y de la mano de esta búsqueda, hacer visible la memoria de un pueblo. Con este objetivo, la investigación se centra en describir, por medio de fuentes escritas de historia oficial, y fuentes orales y documentales de memoria popular, el periodo comprendido entre los años de 1822 y 1824, tiempo en el cual el pueblo pastuso es abandonado y traicionado por los representantes monárquicos y de la iglesia católica y a la vez atacado ferozmente por el ejército libertador. Como consecuencia de ello se unen los sectores populares con los indígenas y los negros esclavos y cimarrones, quienes, utilizando el territorio, se enfrentan a los

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ejércitos patriotas en la búsqueda de su autonomía y del respeto por sus libres determinaciones como comunidad. En este arraigado proceso de construcción cultural regional el entorno se convierte en factor determinante de las dinámicas y características sociales, como son: los patrones de poblamiento, el uso de la tierra, las relaciones sociales y económicas de verticalidad geográfica propias de los Andes, que establecen estructuras que transforman y ordenan las comunidades y las mentalidades de los individuos. La aparición del caudillo y héroe regional Agustín Agualongo, y sus recorridos por el territorio pastuso en el tiempo de los procesos de independencia americana, es el mismo trayecto de las comunidades pastusas en la lucha por sus ideales de autonomía y libertad; es el camino de construcción del espíritu andino y la búsqueda por saciar ese grado de inconformismo que genera la relación con la República de Colombia, que obligó a los pastusos a adoptar los ideales de una “independencia” que no se deseaba. El pueblo, el territorio y Agualongo se convierten en el símbolo de la difícil relación de la comunidad pastusa con el resto de la nación colombiana. La “historia oficial” considera la lucha pastusa como un “pequeño escollo” para el gran proyecto bolivariano, y como

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un “error” que fue pagado por un pueblo confundido, terco, necio y que tendría que ser sometido por la fuerza de las armas. La proyección de esta idea hace eco en la concepción que el país tiene de la región pastusa, como lo considera Cristóbal Gnecco. La historia encausa y estructura la memoria social, “ya que el pasado legitima el orden social contemporáneo” (2000: p.172). La identidad como nación colombiana se construye a través de ideas del pasado que certifican la historia oficial como verdad inapelable, esto conlleva a interpretar e inclusive a ignorar las luchas que en contra de los procesos independentistas se llevaron a cabo en la región de la provincia de Pasto. El resultado de la “domesticación” (Gnecco, 2000), y la carencia de información suficiente que la historia oficial construye, es la base en la estructuración de referencias culturales equívocas, que para el caso de la región pastusa se reflejan en la caricatura de las comunidades y en los chistes contra este grupo social, que pueden tener un carácter tendencioso y hostil, y de acuerdo a la clasificación de Freud, tiene la intención de “señalar en forma aguda, y algunas veces peyorativa, las características disonantes de un segmento minoritario en contraste con las de un grupo dominante” (Sigmund Freud. Cfr. Montenegro, 2002). La sociedad pastusa se niega a olvidar. La tierra pastusa no ha muerto y es la cuna y el aliento de la memoria de un pueblo en el que los héroes son olvidados, pero la tierra nunca se olvida. Los movimientos sociales en Pasto nacen en estos contextos especiales y viven eternamente aferrados a sus propias maneras de resistencia, es por esto que la “memoria popular” muestra un pueblo orgulloso y responsable de sus decisiones; recuerda y evalúa el pasado; personifica el mito de Agualongo y reprueba el de Bolívar; respeta las determinaciones de las mayorías, aunque vayan en contra de la patria grande a la que pertenece y continua cuestionando su relación con esa patria que le obligó a doblegar el orgullo y las convicciones, pero que nunca tomó sus tierras. A esta historia se agregan los componentes a los que se refiere Herinaldy Gómez con

respecto al pueblo Páez, y que son aplicables desde el punto de vista de esta investigación al pueblo pastuso, en cuanto a que el sentido histórico territorial que contiene la memoria popular no excluye o niega la presencia e influencia del Estado colonial español y el Estado republicano colombiano, ni corresponde a la construcción de una imagen romántica o una necesidad política de disidencia con respecto a la nación; corresponde, más acertadamente, a una “memoria cultural ancestralmente divergente, estructurada en base a una cosmovisión de la naturaleza” y especialmente aplicable al pueblo pastuso a “una concepción del espacio territorial que genera una relación vinculante entre historia, territorio y acción política” (Gómez, 2000: p.46). Este trayecto se formó con base en lecturas y charlas con personas propias y ajenas a la región; las voces se han mezclado en los recuerdos y las grabaciones han quedado para el registro. En el desarrollo del texto las luchas del pueblo pastuso se han organizado cronológicamente, y cada subtítulo remite a una característica del pueblo y al desarrollo de una idea de resistencia. El territorio es de vital importancia pues, por sus características y su protagonismo, se convirtió en un personaje más de la historia de la resistencia del pueblo pastuso.

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“Donde el verde es de todos los colores” Pasto y su gente eran, como relataba Sergio Elías Ortiz, un pueblo “perdido en una arruga de los Andes” (Ortiz, 1974: p.18). Sin embargo, esta referencia a su ciudad natal en ningún momento pretende restarle méritos a una región de inmensa fortaleza e importancia, acaso hacer notar el hecho de su poca relevancia con relación a sus ciudades vecinas: Popayán y Quito, de igual edad y similares fundadores. Ortiz se refería a la “importancia” en el sentido práctico de existencia de una ciudad colonial, es decir, poseer un obispado, una autodeterminación jurídica, una representación y autonomía político–administrativa y que su majestad conociera y ponderara los logros y vida de sus súbditos. Pero la ciudad de Pasto estaba ubicada en un lugar de complicado y arriesgado acceso que le había costado la suerte de depender en aspectos económicos, políticos, administrativos y religiosos de las dos principales ciudades vecinas: las ya nombradas Quito y Popayán. El indígena rural, quien conformaba el grueso de la población de la Provincia, era declarado inferior ante los de habla española y religión católica, pero poseía títulos de propiedad sobre la tierra, exenciones de impuestos autorizados por la corona y posibilidades de libre comercio en toda la región (Libro Capitular, 1802). Sin embargo, las formas económicas y sociales de la población indígena habían sido reprimidas y destruidas, por lo cual era prohibida la utilización de la lengua Pasto y Quillacinga, y sólo se autorizaba el uso del Quichua o el español.

Territorio Pasto. Valle de Yacuanquer. Al fondo los volcanes Cumbal, Azufral y Chiles. Pasto (Colombia) - Fotografía: Juan Pablo Ortiz, “Tuchi” 2009

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Para el inicio de Siglo XIX, gran parte de la población indígena había sido aniquilada por diferentes circunstancias, entre las cuales se contaban la violencia del conquistador en la usurpación de las tierras y recursos, el desplazamiento de población indígena masculina a áreas de trabajo como minas y poblados, las enfermedades europeas a las cuales los nativos de América eran completamente vulnerables, y el establecimiento de “la encomienda”, que para la provincia de

Pasto fue especialmente violenta al generar un descenso de los “indios tributarios” del 83%, en el periodo comprendido entre los años 1559 y 1668 (Zúñiga, 2002: p.48). A diferencia de los indígenas, la población de origen hispánico crecía en el área urbana de la provincia de Pasto (Sañudo, 1938: Parte I, p.117). El blanco era el encargado de las encomiendas y accedía a cargos administrativos si demostraba ser de origen noble e indudable “pureza de raza” que se imponía, por orden de la corona, como sistema de control para evitar que creciera el mestizaje, pues el mestizo no estaba obligado a cumplir el régimen tributario, la encomienda o la mita, y lograba beneficios con respecto a titulación de tierras, empleos en cargos administrativos, ingreso a colegios, universidades y seminarios, lo que perjudicaba económicamente los intereses de los europeos que habitaban en la Nueva Granada (Aguilera y Vega, 1998: p.60). Las clases sociales con mayor capacidad económica aportaban cierta cantidad de su fortuna en la creación de mejoras para la ciudad y la región; es por eso que la ciudad de Pasto construía el primer puente de ladrillo del Virreinato y, más importante, un colegio de primera clase dirigido por la comunidad religiosa Jesuita. Si dado el caso llegaba a escasear algún recurso, el cabildo poseía plena autoridad para obligar a los distribuidores, pulperos y mercaderes a entregar los suficientes productos para evitar problemas de salud pública. Los únicos lujos evidentes consistían en poseer caballos y prendas de vestir traídas de Europa. No existía interacción entre clases sociales, excepto en las fiestas de regocijo popular, como la jura de un Rey, el nacimiento de un príncipe, la fiesta de la Virgen de las Mercedes o la natividad; fechas en las cuales toda la población se reunía en la plaza principal para el festejo (Zarama, 2005: p.274).

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Agualongo, hijo de la tierra Agustín Agualongo nace el 25 de agosto de 1780, en el “pueblo de indios” de la “Laguna”, muy cercano a Pasto y fundado sobre tierra fértil en medio de las montañas. Agualongo fue “hijo legítimo de Manuel Criollo, indio, y Gregoria Sisneros, montañesa1.” (Libro De Bautismos. Año de 1780 a 1800. Tomo V, Fol. 5.). Al nacer era protagonista del mestizaje entre la sangre montañesa y la india. Para la época, las determinaciones del Cabildo influían dentro de toda la comunidad, y Agualongo hace su ingreso a la “vida” pastusa cuando se establece que los jóvenes no pertenecientes a comunidades indígenas y que habitaran los pueblos cercanos al casco urbano de Pasto fueran destinados a aprender y a desarrollar diferentes oficios. Esto se determinó por la carencia de aprendices artesanos y para evitar la vagancia que se castigaba con destierro o trabajo obligado en obras públicas, de esta manera todos los individuos debían tomar algún tipo de ocupación, dar razón de esta y así ganar su subsistencia (Libro Capitular, 1795). Es de esta manera como Agustín Agualongo aprende desde muy joven el oficio de pintor al óleo, lo cual aparece registrado en su tarjeta de filiación militar: Compañía 3ª. De milicias del cargo de el capn. Dn Blas de la Villota. Grabado de Agustín Agualongo de autor anónimo, la firma es la que aparece registrada en su tarjeta de filiación militar (Colección particular)

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1. Montañés (a), era la denominación que se le daba a las personas mestizas que provenían de padres pertenecientes a diferentes grupos sociales y que se ubicaban en pequeñas parcelas de suelos fértiles aledaños a los centros urbanos, las cuales cultivaban.

Filiación: Juan Agustín Agualongo, hijo lgmo. De Gregoria Almeida y de Manuel, natural y vecino de esta ciudad de Pasto de la Govnacn. De Popayán; su oficio, pintor al óleo, su edad más de veinticinco años; su estado casado, pero divorciado legalmente; su religión., C.A.R.; su estatura cinco pies; sus señales, éstas: Pelo y cejas negros.; ojos pardos; nariz regular; poca barba; algunas cicatrices debajo de los ojos, semejantes al carate; cari-abultado; color preto bastante abultado el labio superior; centó plaza voluntario, para servir por el tiempo de la voluntad de Ntro. Soberano, hoy 7 de marzo de 1811 y firma esta su filiación, a presencia de los dos Sargtos. 1º y 2º. De la misma compañía. Agustín Agualongo. – José Mariano Moya. - José Mesías. Apruébase este individuo. Santa Cruz (Ortiz, 1974: p.106 y 107).

El hijo del campo y de la tierra se convertía en pintor y luego en guerrero. Sin embargo, llama la atención su condición de “divorciado legalmente”, si se tienen en cuenta las circunstancias especiales de poder y autoridad de la iglesia católica y cómo esta manipulaba lo sagrado y lo profano como instrumentos de dominio. No se poseen documentos específicos de las razones que tuvieron Agustín Agualongo y su esposa, “Jesús Guerrero”2, ni las circunstancias por las cuales se autorizó el divorcio, más aún cuando existía una hija de este matrimonio, llamada “María Jasinta” quien fue bautizada el 13 de septiembre de 1802 (Libro de Bautismos, 1800 a 1813: Fol. 127).

2. Casados el 22 de Enero de 1801 y en ese momento “precedidas las proclamas y de ellas no haber resultado impedimento” (LIBRO DE MATRIMONIOS, 1778 a 1828: Fol.153),

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El rey se marcha y Dios cambia de bando “De la tierra en que yo muera, surgirá como una espiga, roja y negra, de la pólvora y la sangre, mi Bandera” (Agustín Agualongo).

El armisticio negociado a finales de 1820 permitió que la región norte de la Provincia del Cauca quedara al mando de los patriotas, la provincia de Pasto en poder de los realistas, y que las guerrillas Patianas fueran desmanteladas (Restrepo, 1969). Este periodo de no agresión se rompe el año siguiente, cuando llega a Cali el general Antonio José de Sucre con el fin de organizar los ejércitos que marcharían al sur en busca de la independencia de la presidencia de Quito y del Virreinato del Perú. La expedición de Sucre salió por Buenaventura hacia Guayaquil el 24 de marzo de 1821, lo cual produjo la inmediata reacción de los realistas, quienes reactivaron las guerrillas del Patía (Restrepo, 1969). Es entonces cuando Bolívar modifica sus planes sin escuchar el consejo de Francisco de Paula Santander que le recomienda: “abandonar el proyecto de llevar ejército alguno por Pasto, porque siempre será destruido por los pueblos empecinados, un poco aguerridos, y siempre, siempre victoriosos” (Francisco De Paula Santander. Cfr. Andrade, 1982). Marcha el libertador para atacar Pasto, en un plan que requería que el general Sucre llegara a la ciudad de Guayaquil y conformara una fuerza capaz de atacar al ejército realista de Quito, subyugando el sur.

Monumento a Agustín Agualongo Plaza e Iglesia de San Andrés – Pasto - Colombia (Fotografía: Sergio Elías Ortiz 2012)

Bolívar debía impedir que las tropas de Pasto auxiliaran a las quiteñas en el momento en que Sucre atacara a Quito, y de esta manera, las tropas de esa región estarían incapacitadas para concurrir a la defensa de Pasto. Por otra parte Bolívar lograba la traición de Obando al Rey y lo incorporaba al ejército republicano venciendo así la resistencia de los Patianos, muchos de los cuales hicieron el tránsito de guerrilleros realistas a soldados patriotas (Zuluaga. 1958).

Bolívar sólo contaba con enemigos en Pasto, pero no se trataba de soldados regulares, sino de las guerrillas compuestas en su mayoría por indígenas y mestizos, movilizados gracias al influjo de los miembros de los cabildos y de los frailes. Es el año de 1822 y el comandante del ejército español del sur, Basilio García, derrota en el campo de Bomboná al ejército republicano comandado por Bolívar, que se retira hasta un sitio cercano a la ciudad de Popayán llamado “El Trapiche” (Hoy, Bolívar); pero García, al enterarse que los ejércitos realistas de la presidencia de Quito habían sido vencidos en Pichincha por las fuerzas de Sucre, y que se acercaban refuerzos desde la ciudad de Popayán, toma la decisión de capitular ante Bolívar. El texto de la capitulación solicita para españoles, pastusos y Patianos respeto a la vida, las propiedades, el territorio, y que se les exima de todo impuesto hasta que la región se recupere de la guerra que para entonces llegaba a los 13 años. Los comandantes españoles entregan la región de Pasto y el pueblo se siente traicionado: “Capituló Don Basilio, no nosotros…”, es la frase que circula en las calles. Las armas aún se esconden en las casas y las mujeres recorren los campos comunicando la capitulación “de la que han sido víctimas”. El 8 de Junio entró el “Zambo”3 a la ciudad y fue recibido con honores por Basilio García, y el obispo Jiménez de Enciso celebró una ceremonia en la iglesia matriz; dos horas después entró a la ciudad el Ejército “Libertador” y los pastusos se retiraron a sus casas indignados. Habían entregado su fuerza,

3. Simón Bolívar, llamado de forma despectiva por el pueblo Pastuso.

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sus productos y sus tierras a un gobierno que los abandonaba; la entrada victoriosa del ejército enemigo que habían superado y expulsado de su territorio era la confirmación de que la Corona les daba la espalda y de que la resistencia en contra de las ideas independentistas quedaría en palabras tras las puertas de las casas. Bolívar escribe a Santander: Estos hombres son los más tenaces, más obstinados, y lo peor es que su país es una cadena de precipicios, donde no se puede dar un paso sin derrocarse; cada posición es un castillo inexpugnable, y la voluntad del pueblo está contra nosotros, pues habiéndoles leído aquí mi terrible intimación, exclamaban que primero pasarían sobre sus cadáveres, que los españoles los vendían y que preferían morir a ceder…al obispo le hicieron tiros por que aconsejaba la capitulación. El coronel García tuvo que largarse de la ciudad huyendo de tal persecución (Simón Bolívar. Cfr. Ortiz, 1974).

Pasto, “más realista que el rey”

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Entonces, aunque no se predicaba la igualdad, todos éramos uno, todos nos amábamos, nos ayudábamos y mutuamente nos socorríamos… Entonces, aunque no se jactaba la libertad, podíamos todos pensar, todos hablar, todos tratar y honestamente divertirnos en honestos placeres (Ocampo, 1969).

Los sectores populares, cuando se encuentran determinados por una serie de conflictos sociales, toman como base su

4. Expresión de uso generalizado, a partir del reconocimiento que haría Pablo Morillo de los logros conseguidos en batalla por los pastusos que conformaban el grueso del ejército realista de la Provincia de Popayán e inclusive de la Real Audiencia de Quito.

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cultura para expresar simbólicamente sus expectativas y estados de ánimo, sin abandonar sus propios ritmos valorativos y su dimensión temporal. Es así como bajo circunstancias especiales los sectores populares crean, conciben y manifiestan su realidad (García Canclini, 1982). En el momento en que la Corona abandona al pueblo y la Iglesia católica apoya las nuevas ideas independentistas, se usan como herramientas de resistencia las prácticas cotidianas y la adaptación al discurso popular de las tradiciones orales ancestrales de los grupos sociales. Este discurso, entrelazado con las ideas hegemónicas del dominio español, genera posibilidades de un desarrollo autónomo dentro de los territorios; es por esto que la desaparición (el gobierno español) o el cambio de tendencias (los representantes de la iglesia católica) no destruyen la autonomía, ni cambian el objetivo. Los pastusos notan y critican el cambio de dirección que se ve reflejado en la indignación causada ante la entrada del ejército libertador y mantienen la resistencia, porque este camino es la vía lógica, elemental y territorial que permite la autonomía cultural, económica y legal, manteniendo así, entre los sectores populares y las élites un sólo criterio y una autoridad suficiente, al ataque de las propuestas liberales de los independentistas. Por ello Pasto es forzado a aceptar la libertad, la igualdad y la fraternidad. La fama de pueblo aguerrido y testarudo en sus decisiones, le creó [a Pasto] una leyenda ingrata y la signó desde entonces como ciudad fanática. Ese fanatismo, empero, de que se hizo constante acusación, era, en este caso, un término vacío de sentido. Fanáticos fueron todos los pueblos, cada uno por sus ideales, y sin ese fuego sagrado, jamás hubieran triunfado las causas que defendieron (Ortiz, 1948).

esto, se despierta el abierto rechazo de la comunidad pastusa, pues el pueblo recuerda que en 1808 el cabildo declaró la guerra a Francia por haber usurpado el trono de Fernando VII. (Libro Capitular, 1808). Las ideas independentistas traen en la siguiente década la incertidumbre sobre las nuevas nociones liberales, que proponen el concepto de igualdad desde el punto de vista político e institucional; estas ideas contrastan con la propuesta del pueblo pastuso, que se originaba en las propuestas de un gobierno paternalista y todopoderoso que solucionaba los conflictos, mantenía el orden y el buen juicio, y velaba por el bien colectivo de sus súbditos (Vovelle, 1989). La reflexión de la sociedad de Pasto no era exclusiva de la provincia, ya que en otras ciudades del Virreinato también existían divergencias con las ideas liberales francesas; así se pone de manifiesto en un publicación del año 1814 realizada por el Presbítero José Antonio de Torres y Peña, de Tunja, cuya “Réplica al ciudadano Miguel de Pombo”, pone en evidencia un hecho del cual el pueblo pastuso comenzaba a ser víctima: Independientes en la apariencia aún no hemos llegado a calcular los males terribles que se seguirán a esa libertad insignificante sin recursos para sostenerla, sin comercio, sin contacto político en las Naciones Europeas, indefensos nuestros puertos, sin un hombre que dirija las operaciones militares, sin gente, sin disciplina, y, sobre todo, sin dinero, es una quimera el creer que el Nuevo Reino de Granada pueda figurar como soberano y sostener todo el aparato de una nación independiente; él vendrá a ser, atendida su debilidad y miseria, la presa del primer pirata que se presente en nuestras costas; entonces, entregados como manadas de ovejas, al extranjero, sentiremos todo el peso de las cadenas y un sistema bárbaramente colonial se dejará ver entre nosotros con todos sus horrores. Entonces sí conoceremos que cosa es la opresión, entonces veremos cómo son las cadenas y la esclavitud (De Torres y Peña. Cfr. Corsi, 1994).

El Cabildo y los españoles de la Provincia tenían la certeza de que los pueblos de la región lucharían bajo el estandarte del régimen monárquico, pero que la resistencia del pueblo provenía de la amenaza a las propias rutinas cotidianas, a la tradición y al territorio. El estado monárquico se debilitaba y abandonaba al pueblo al tomar la determinación de capitular y entregar la región. El nuevo régimen proponía una serie de planteamientos conflictivos y contradictorios; las agresiones armadas y los desastres políticos de los independentistas habían afectado a la comunidad por 13 años. Los pastusos no creían en la Iglesia, pues el Obispo había entregado al invasor las creencias en el origen divino de los mandatos reales, y por primera vez en todo este proceso de resistencia en contra de las ideas republicanas, se inicia el distanciamiento entre las clases populares y los que en palabras de Sergio Elías Ortiz tenían “algo que perder”, es decir los dueños del poder económico (Ortiz, 1974). Agualongo había retomado las armas en el año de 1821, luego de la violación del armisticio establecido entre los ejércitos independentistas y la corona española, y al presenciar la vergonzosa capitulación de mayo de 1822, decide refugiarse en las montañas junto con las guerrillas de los sectores populares. Se ignora cuántos hombres habían mostrado semejante constancia, tenacidad y celo en la lucha, pero en el momento en que se retomaban las banderas del territorio y de la autonomía pastusa, es el pueblo quien elegía este lado de la lucha con la convicción profunda de pelear por su legítimo derecho y por la religión de su nación, que era su provincia.

El nuevo discurso que traen los independentistas carga con el peso ideológico de la Revolución Francesa, y a causa de

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Agustín Agualongo, pastuso, indio y montañez, pintor al oleo, guerrero y general de brigada del ejército español “Cuando los procedimientos empleados por los dominadores nada tenían de convincentes y sí mucho de salvajes, ¿qué más podías hacer, oh Agustín Agualongo, sino oponer la violencia a la barbarie y la decisión a la torpeza?” (Quijano, 1983).

Agustín Agualongo reúne a los sobrevivientes de trece años de guerra, se unen a él los que por causa del enemigo se enfrentaban a la gloria o a la muerte. Agualongo fue convertido en el caudillo que el pueblo pastuso construyó, y refugiado en las montañas, recibió a los personajes que conformarían la cabeza de la resistencia en contra de las políticas y los batallones independentistas; estos comandantes ocupaban un puesto estratégico dentro del territorio de la provincia de Pasto y movilizaban con ellos a los habitantes de estas zonas. Agustín Agualongo tenía a su lado en el comando de la resistencia a Estanislao Merchancano, pastuso, letrado y abogado, que había dirigido la administración pública, el aspecto fiscal y la actividad política interna y externa de la Provincia. El cargo de segundo jefe, por su habilidad estratégica y el conocimiento del territorio aledaño a la ciudad de Pasto, lo tenía Joaquín Enríquez, del cual se dice que era “un gigante capaz de matar a un hombre con su puño”, y a su lado alguien similar, Juan José Polo, otro gigante que por sus heridas debía quedarse como ayudante. Las fuerzas de la capital de la provincia contaban con el capitán Ramón Astorquiza, único miembro de las élites de la ciudad de Pasto vinculado a las fuerzas de Agustín Agualongo. (Morales,

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1964). Las personas encargadas de los asuntos administrativos fueron Ramón Medina, Lucas Soberón, Juan Bucheli, Francisco Ibarra y José Folleco. Los aspectos religiosos fueron asumidos por el Presbítero Manuel José Troyano León y Calvo, quien abandonó la parroquia de Buesaco y se unió al movimiento con el título de “Vicario general provisional castrense en nombre del rey Fernando VII” (Benito Boves. Cfr. Ortiz, 1974). Los españoles que acompañaron en este momento a Agustín Agualongo fueron Juan Muñoz, Francisco Moreno, Domingo Martínez y Benito Boves, que era un Teniente Coronel español capturado por Sucre en la batalla de Pichincha, y que luego de huir de la cárcel en Quito se dirigió a la provincia de Pasto. La entrada sur de la capital de la provincia era defendida por José Canchala, Cacique indígena de la región de Catambuco, obedecido y respetado por su pueblo y con un perfecto conocimiento del territorio montañoso del volcán Urcunina, ahora llamado Galeras. Cerca al cañón del río Guáytara se encontraba Manuel Inzuasti, quien estaba convaleciente, y junto a los pastusos Francisco Terán y Joaquín Guerrero, se situaron en los pueblos de Yacuanquer y Siquitán. Más al sur se localizaba Calzón, comandante de las fuerzas de los indígenas Pastos provenientes de Cumbal, y los Benavides, quienes serían los encargados de concentrar a los

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sectores populares de Túquerres, y construirían la fuerza del Sur de la provincia. El norte era vigilado por Gerónimo Toro, famoso guerrillero que, con el grado de Coronel, comandaba a los pobladores de la región del río Patía. Por último, las zonas mineras de Barbacóas eran guiadas por el “Negro” Francisco Angulo, “cimarrón” que dirigiría a todos los negros libres y a los esclavos mineros de la zona. Todo el territorio de la Provincia de Pasto estaba cubierto por el mando de estas personas, y con el apoyo de las comunidades indígenas de la Provincia, los montañeses y los sectores populares de la ciudad, se reinician las batallas en una guerra de guerrillas.

“Haced lo posible por destruir a los pastusos”, ordenó Bolívar, y lo intentó con toda la furia de sus secuaces, cuando la ciudad fue destruida en 1822 (Simón Bolívar. Cfr. Samper, 2006).

Estos son los “anti-héroes” de la Independencia, las personas que en medio de la guerra plantearon por primera vez en la historia la tesis de la libre determinación y la autonomía de los pueblos, desde una minúscula provincia. Iniciaba para Agustín Agualongo su destino trágico de resistencia: los cuarteles, los campamentos, las interminables caminatas, el hambre, las prisiones, el muro de fusilamiento. Definitivamente quedaba atrás el hogar, el taller de pintura, la calma y la riqueza que le ofreció su amada provincia de Pasto. Agualongo así lo había decidido, ese era su ideal y se había convertido en la razón de su vida. Su juramento como soldado voluntario sostendría su fe y su lealtad hasta el fin, pero más allá de sus propias convicciones se encontraba el dolor de su pueblo humillado y traicionado, primero por España y luego por Colombia. La resistencia del pueblo pastuso, comandada por un pintor al oleo, le costó a la región toda una gama de afrentas: “Ciudad infame y criminal que será reducida a cenizas”, anunció el Gobierno de Popayán en voz de Macaulay. “Voy a instruir que los principales cabecillas, ricos, nobles o plebeyos, sean ahorcados en Pasto”, escribió Francisco de Paula Santander luego de no poder convencer a Agustín Agualongo y a Estanislao Merchancano de aliarse a la causa independentista.

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La navidad de 1822 en Pasto. Lo que la historia le justifica a los “héroes” “La infame Pasto ha vuelto a levantar su odiosa cabeza de sedición, pero esta cabeza quedará cortada para siempre. Esta será la última de la vida de Pasto, desaparecerá del catálogo de los pueblos si sus viles moradores no rinden sus armas a Colombia” (Simón Bolívar. Cfr. Díaz Del Castillo, 1983).

Bolívar se encuentra en la ciudad de Guayaquil y recibe la noticia que el Ejército Patriota, dispuesto en la ciudad de Túquerres para controlar la provincia de Pasto, había huido hasta la región de Ibarra perseguido por el pueblo pastuso, comandado por el español Benito Boves. La reacción del “Zambo” es reclutar y completar con los integrantes de los batallones “Bogotá, Vargas y Rifles” un total de 2000 hombres bien armados, y al mando de Sucre someter de nuevo a la región.

El Destino, obra del Museo del Carnaval de Blancos y Negros. Pasto – Colombia (Fotografía: Sergio Elías Ortiz 2008)

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El error del “Zambo” era pensar que enfrentaría a un ejército y no a un pueblo, y es por eso que cuando Sucre llega a mediados del mes de octubre de 1822 a la muralla natural del río Guáytara, observa que el ejército contra el que combatiría son indígenas y campesinos con escopetas de caza, lanzas y piedras. En conclusión, lo que el ejército veía a lo lejos eran dos o tres personajes vestidos con uniformes del ejército español y una cantidad apreciable de mujeres.

Sucre decide atacar con toda la fuerza de sus batallones la resistencia pastusa del río, pero las “insignificantes” tropas pastusas lo vencen, y la simpleza de los hechos del 24 de Noviembre de 1822, sorprende al “Mariscal de Ayacucho”: Mientras el ejército libertador intentaba subir por las montañas del cañón del río para alcanzar al enemigo, los pastusos esperaban pacientemente, y al tenerlos cerca, soltaban una lluvia de piedras que destruían a todo aquel que se encontrara en la montaña, y aquellos que buscaban un acceso diferente a las grandes alturas del cañón en las partes bajas o altas del río, terminaban perdidos en territorios inhóspitos. Sucre decidió retirarse, pero el patriota se detuvo en la ciudad de Túquerres para pedir refuerzos; Bolívar desde Quito le envió 1000 hombres más (Díaz del Castillo, 1983). Se acercaba el 24 de diciembre y la mayoría de la tropa voluntaria de Pasto empezó a regresar a sus hogares para vivir la navidad en familia, ninguno de ellos pudo imaginar que la

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tropa de Sucre pudiera atacar en una fecha “santa”. Antonio José de Sucre, por su parte, no tenía ninguna intención de detener por nimiedades la marcha de la “Independencia”: 22 de Diciembre de 1822: Sucre se sorprende al ver que las trincheras del Guáytara se encuentran vacías y avanza hasta la población de Yacuanquer, en donde los habitantes se defienden débilmente en contra de la enorme fuerza de los independentistas, y las pocas tropas sobrevivientes huyen hacia la ciudad de Pasto para alertar sobre la llegada de los ejércitos de Sucre. 23 de Diciembre de 1822: Desde Yacuanquer, Sucre amenaza a Pasto con su destrucción y el cabildo le responde “que no entraría sino sobre sus cadáveres” (Cabildo de Pasto. Cfr. Díaz del Castillo, 1983). 24, 25 y 26 de Diciembre de 1822: Los patriotas avanzan sobre la ciudad y destruyen toda resistencia que se encuentra a su paso, su ritmo no se ve menguado por los embates de las guerrillas pastusas y los “libertadores” entran a Pasto, donde las fuerzas populares se encuentran con la aplastante tropa: “El país aún ignora que la mayor masacre de civiles de nuestros anales la cometió Antonio José de Sucre en la navidad de 1822, cuando entró a Pasto y permitió que sus tropas fusilaran, violaran, robaran y destruyeran a su antojo” (Samper, 2006). Benito Boves, el Presbítero Manuel José Troyano León y Calvo, y otros españoles, huyen hacia la ciudad de Mocoa, y además del clérigo, no se vuelve a saber de ellos. Entre tanto, las guerrillas pastusas se internan en los montes vecinos buscando ser perseguidos por los patriotas y así librar a la ciudad de la lucha que se llevaba a cabo. Los republicanos sabían que el territorio montañoso era uno de los fortines pastusos, y al perseguir a las guerrillas estaría perdida la batalla, por lo cual decidieron buscar a

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los “enemigos” de la patria de casa en casa, rompiendo las puertas y saqueando todo lo que les era posible cargar. Las mujeres eran violadas y luego degolladas, a los ancianos se les consideraba cómplices de los realistas y morían fusilados, los niños eran asesinados a golpes de fusil por sospecha o porque su llanto acompañaba los cadáveres de sus parientes. 36 horas de matanza y saqueo dejaron más de 400 muertos civiles, en especial mujeres y niños. Luego de esto, y con la premeditación propia de un siniestro comandante, se da la orden de dirigirse a los 21 pueblos indígenas vecinos y continuar el terrible acto: “no dejar vivo a nadie que respirase en ellos” (Díaz del Castillo, 1983). La orden escrita se cumple de tan certera forma que en el informe posterior se anota: “no han dejado un indio en los pueblos ni en las haciendas” (Díaz del Castillo, 1983). Son además sacrificados todos los animales de especies menores para alimentar a la tropa, y se envían 10000 piezas de ganado bovino y 8000 caballos a Quito para las tropas del “Zambo”. 29 de Diciembre de 1822: Es domingo y Sucre obliga a todos los sobrevivientes a jurar fidelidad a la constitución colombiana. Luego de la misa en el piso aun ensangrentado de la iglesia matriz, se instala una mesa en la plaza principal, donde uno a uno van pasando a firmar el acta de fidelidad; después de haber firmado deben ir a encerrarse en sus casas para esperar que finalice el obligado ritual. Una vez terminado el proceso, son llamados los hombres firmantes, que alcanzan un total 998, y en medio de un gran número de soldados independentistas, son atados por parejas y llevados a Tumaco, para ser embarcados a Guayaquil e incorporarlos a los batallones que combatirían contra el Virreinato del Perú (Díaz del Castillo, 1983). 2 al 6 de Enero de 1823: Entra el “Zambo” a la ciudad dispuesto a terminar con la posibilidad de renacimiento de la provincia, y con ese objetivo dictamina que se deben entregar 30000 pesos al ejército libertador “para ocurrir a los gastos

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indispensables de la expedición, organización y arreglo de los negocios”; además de 3000 reses y 2500 caballos (Ortiz, 1974). 13 años de guerra y la salvaje entrada del ejército de Sucre un par de semanas antes, hacía que fuera imposible que la población pudiera cumplir con semejante exigencia, por lo cual Bolívar decidió expropiar los bienes de los que no pudieran pagar y enviar a estas personas a Quito para organizar el ejército que avanzaría hacía el Perú. “Esta ciudad, furiosamente enemiga de la República, no se someterá a la obediencia y tratará de turbar el sosiego y la tranquilidad pública, si no se le castiga severa y ejemplarmente” (Simón Bolívar. Cfr. Ortiz, 1974). Los bienes expropiados se adjudicaron a comandantes republicanos, y los elementos de plata encontrados se entregaron a los soldados. Por otra parte a los indígenas se les cobró el tributo del cual habían sido exonerados por Morillo en 1817, percibiendo los años atrasados; y por último, Bolívar ordenó el destierro de todos los sacerdotes de la provincia y su reemplazo inmediato por eclesiásticos afines a la causa independentista. 14 de enero de 1823: El “Zambo” marcha para Quito, dejando instrucciones al general Bartolomé Salom para que continúe con los castigos al pueblo de Pasto. Los 23 días desde la entrada de Sucre a la provincia hasta la salida de Bolívar de la ciudad de Pasto habían dejado claro al pueblo que los patriotas llegarían a cualquier extremo de violencia y traición con el fin de rendir a los pastusos. Los primeros días de muerte y abusos desembocaron en destierros, fusilamientos y reclutamientos forzosos. La premura de los actos y el uso de la fuerza antes de la política, llevó a la conclusión que la solución para el obstáculo que representaba el pueblo pastuso a los intereses bolivarianos era generar en la gente el terror a la muerte y a la pérdida de la tierra donde se vivió.

El General Salom comenzó a ejecutar las órdenes dadas con la expropiación de los bienes y decidió reclutar a todo aquel que pudiera portar un arma, enviando a Quito un batallón de aproximadamente 200 indígenas y 1000 hombres, desde campesinos hasta cabildantes, los cuales en su mayoría murieron, ya que según lo que narra O’Leary: Muchos de éstos perecieron en el tránsito resistiendo a probar alimentos y protestando en términos inequívocos su odio a las leyes y al nombre de Colombia. Muchos al llegar a Guayaquil pusieron fin a su existencia arrojándose al río, otros se amotinaron en las embarcaciones en que se les conducía al Perú y sufrieron la pena capital, impuesta por la ordenanza en castigo de su insubordinación (O’Leary. Cfr. Ortiz, 1974). En la ciudad de Pasto, Salom se enteró de que en las montañas rondaban las guerrillas pastusas y patianas, por lo cual ordenó que se capturara a 14 ciudadanos representativos de la ciudad, y al no obtener una confesión de ellos decretó que se les trasladara a Quito, pero de manera silenciosa ordenó al teniente coronel Paredes que los matara y desapareciera sus huellas, por lo cual Paredes llegó a la parte alta del cañón del río Guáytara y, junto con otros sospechosos, los ató espalda con espalda y él mismo los arrojó al vacío, ya que sus soldados se resistían a hacerlo (Ortiz, 1974). Salom también ordenó que todas las mujeres que defendían a la monarquía fueran desterradas y llevadas a la ciudad de Piura, en el Perú, con una nota que decía: “Como desafectas a nuestra causa, y coaligadas con los facciosos de los Pastos” (Ortiz, 1974).

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Los pastusos de ayer “Cuando se analizan las dimensiones de su resistencia no se puede aceptar y sostener el concepto simplista de que ni Pasto ni Agualongo querían la libertad del dominio de España; precisamente, en fuerza de su probidad y de su hombría, lucharon por todo cuanto les pareció sano y honesto, por todo lo que tuvo ante sus ojos y ante sus aspiraciones contornos de virtud, y a su manera, aunque fueran otros el sentido del tiempo, el origen de las agitaciones y el rumbo de la esperanza, ellos también, Pasto y Agualongo, lucharon encarnizadamente por su propia idea de libertad” (Montezuma, 1982: p. 345).

El pueblo sufre las normas violentamente represivas de Salom, y al contrario de lo esperado, cuando los comandantes realistas se trasladaron hacia los pueblos, se unen a ellos las mujeres y los hombres con capacidad de combatir, y ocurre lo mismo con Agualongo en las montañas de la ciudad de Pasto. Resultaba sorprendente que luego de 14 años de guerra, la violencia y la masacre de la navidad del año de 1822 y el reclutamiento forzoso por parte del ejército independentista, fueran las clases populares, los negros y los indígenas, cruelmente golpeados y traicionados, quienes conformaran un ejército sin armas, pero motivados por su territorio y su autonomía (Díaz Del Castillo, 1983).

Laguna de la Cocha. Pasto - Colombia (Fotografía: Sergio Elías Ortiz 2007)

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No es posible dar una idea de la obstinada tenacidad y despecho con que obran los pastusos; si antes era la mayoría de la población la que se había declarado nuestra enemiga, ahora es la masa total de los pueblos la que nos hace la guerra, con un furor que no se puede expresar. Hemos cogido prisioneros muchachos de nueve y diez años (Bartolomé Salom. Cfr. Pabón, 1995).

El general Salom es reemplazado por el general venezolano Juan José Flores, quien continúa con las labores de pacificación y reclutamiento (Montezuma, 1982: pp. 119 - 120). Flores se entera de la labor de Enríquez y Polo en la zona de Funes y

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envía al ejército de veteranos a enfrentarlos, logrando una victoria y capturando a 23 pastusos que son fusilados sin fórmula de juicio (Díaz Del Castillo, 1983: p. 38), y para que no existieran nuevos brotes rebeldes en la región, el general Flores: “Mandó un día al teniente coronel Francisco Esteban Luque a castigar a las poblaciones Chimbatangua, Tangua y Siquitán, que fueron convertidas en cenizas, al mismo tiempo que sus habitantes indefensos sufrían tormentos inauditos […] Como con esto no se hacía más que cumplir con el deber de «castigar a un pueblo rebelde»” (Obando, 1972: p. 60 y 61).

y de los fusiles a los pastusos que respondieron a la orden dada. La batalla fue corta, Flores y 50 hombres de su caballería recorrieron los 300 kilómetros que separan el poblado de Catambuco de la ciudad de Popayán huyendo, “derrotado a palos”, sin descansar un solo tramo y habiendo dejado atrás 300 muertos y 300 prisioneros.

Flores resultaba más cruel que el general Salom, y sus acciones recorrieron la provincia por tres meses más. Sin embargo, Agualongo rodeaba la ciudad y hacía sonar los cuernos de los indígenas en diferentes puntos montañosos, a lo que el general enviaba tropas para perseguir enemigos invisibles. El objetivo de Agualongo era sacar al ejército de Flores de la ciudad, y lo consiguió cuando los informantes del republicano le dieron la noticia que las milicias de Agualongo y Merchancano se encontraban en la población de Catambuco.

En la gloriosa y memorable acción [el combate de Catambuco], fue enteramente arrollado el enemigo, habiéndole muerto en la campaña más de trescientos hombres y héchole prisioneros igual número, tomándoles las armas, pertrechos, y más utensilios de guerra y cada día se nos están presentando por nuestras partidas militares los fugitivos que se dispersaron por los montes. Fuera de la acción de guerra a ninguno de ellos, se le ha hecho, no se le hará la menor hostilidad, pues antes si a todos les mantenemos con toda la consideración y humanidad que nos es característica… Sin inferir en persona alguna los notorios males desastrosos que causó Colombia a este fiel vecindario con sus continuos latrocinios, homicidios y monstruosas violencias, incendios de muchas casas, de haciendas, y de tres pueblos enteros, y otras más inequidades propias de semejante gobierno bárbaro (Agustín Agualongo. Cfr. Díaz del Castillo, 1983: p. 39 y 40).

El general Flores comandó la tropa entera y a la poderosa caballería con 200 novatos de guerra, 200 pastusos reclutados forzosamente y un ejército de 500 veteranos de Pichincha y Bomboná que llevaban cinco meses de relativa calma y buena alimentación, contra la resistencia pastusa, que sabía a ciencia cierta que estaba mal armada y era poco disciplinada. El 12 de junio de 1823, Agualongo, Merchancano y 800 militantes, esperaban en Catambuco a los patriotas; al no existir armas de fuego la orden era: “Un palo al jinete y otro al caballo, el chuzo al estómago” (Ortiz, 1974: p. 341). Flores llegó con toda su fuerza al poblado de Catambuco y se encontró con el sonido de cuernos y el retumbe de tambores, pero sin intimidarse atacó con toda la fuerza de la caballería

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Las milicias de Agustín Agualongo recogieron los fusiles y la artillería abandonada, y a pesar de todas las atrocidades cometidas contra el pueblo de Pasto, y en especial la reciente masacre de la “navidad trágica”, se decide:

El siguiente paso era lograr ingresar al territorio de la presidencia de Quito, con el fin de reunir las fuerzas pastusas con los ejércitos realistas peruanos. El pueblo que partió con Agualongo para la provincia de Ibarra llevaba un gran número de personas aparte de los milicianos vencedores en Catambuco, y a la marcha se le unían los habitantes de las regiones cercanas (Ortiz, 1974: p.

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343). Esto alarmó a la gente de la presidencia de Quito, en especial a Salom, quien huyó de la zona del Puntal hacía la villa de Ibarra sin enfrentar a los pastusos (Díaz del Castillo, 1983: p. 41). Bolívar se hallaba descansando cuando recibió la noticia de la derrota de Flores “a palos” y de la marcha de los pastusos hacia el sur, y se comunicó con la ciudad de Lima, donde Sucre preparaba la tropa para enfrentar al Virreinato. Bolívar viajó a Quito y pidió aplazar la campaña en el Perú, exigiendo a Sucre el envío de 1000 hombres para combatir a los pastusos que se acercaban a la villa de Ibarra (Ortiz, 1974: p. 343). Agualongo, los milicianos y los voluntarios, marchaban teniendo como objetivo entrar a la ciudad de Quito, y desde allí, contactar a los realistas del Perú. A diferencia del ejército libertador, decide pedir permiso al concejo para ingresar al poblado de Otavalo y tomar un descanso de la marcha en ese sector: Le requerimos amistosamente, a nombre del rey nuestro señor, que reunamos nuestras voluntades y fuerzas para así conseguir más pronto y a menos costo el buen éxito a que aspiramos; en la inteligencia y seguro concepto que si difiere a nuestra justa solicitud le juramos bajo nuestra palabra de honor, que usía ilustrísimo y todo ese vecindario tendrá toda nuestra protección y amparo, y serán tratados con la debida amistad y fraternidad, sin que de nuestra parte experimente la menor opresión ni hostilidad en sus personas ni bienes (Agustín Agualongo – Estanislao Merchancano. Cfr. Ortiz, 1974: p. 344).

Agualongo y Merchancano no amenazaban con terribles consecuencias, los pastusos no eran un ejército, eran un pueblo armado con palos que no atacaría a sus iguales por más herido, cansado y traicionado que se encontrara; se trataba de gente sencilla, trabajadora indígena, esclava y montañesa, sin nada que perder más que la vida ofrecida a su Dios, pues la

tierra solo resurgiría si sus manos luchaban por liberarla de la tiranía y si ellos regresaban a abonarla. Es el mes de Julio del año de 1823 y Bolívar reúne una tropa de 1800 hombres que centra en la caballería su mayor fortaleza. El ejército libertador se divide en tres partes para atacar a los pastusos, que el día 12 de julio habían ingresado sin resistencia a la villa de Ibarra, y que, sin esperar el ataque de la caballería, se habían dedicado a dormir, saciar su hambre y, según lo narrado por Eduardo Ortiz Cabrera: “Se dedicaron fue a beber y a bailar con la música de los pífanos, quenas, zampoñas, cuernos y tambores; formando los hombres parejas con las mujeres de las milicias, que hartas había”5. La batalla inicia el 17 de julio de 1823, la caballería arrasa todo lo que se interpone en su camino, los pastusos resisten sin armas, buscando derribar a los jinetes con sus propios brazos, pero luego de un combate de más de nueve horas los pocos sobrevivientes pastusos se retiran hacia el norte. O’Leary narra: “El indómito valor de los rebeldes no cedió en medio de la derrota, despreciando el perdón que se les ofrecía si deponían las armas, prefiriendo hacerlas pedazos cuando a causa de sus heridas, no podían valerse de ellas contra sus contrarios” (O’Leary. Cfr. Ortiz, 1974: p. 346). Alrededor de 500 pastusos lograron huir al norte y se refugiaron en las montañas vecinas a la ciudad de Pasto. Bolívar, lleno de entusiasmo, le escribe a Santander: Logramos en fin, destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces, con esos malditos hombres pero me parece que por ahora no levantarán más su cabeza los muertos… Yo he dictado

5. Entrevista con Eduardo Ortiz Cabrera. Enero 10 de 2009.

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medidas terribles contra ese infame pueblo… Las mujeres mismas son peligrosísimas, algunos de los del Patía también lo son. Quiere decir esto que tenemos un cuerpo de más de 3000 almas contra nosotros, pero una alma de acero que no plega por nada. Desde la Conquista acá, ningún pueblo se ha mostrado más tenaz que ese… Ya está visto que no se pueden ganar, y por lo mismo es preciso destruirlos hasta en sus elementos (Simón Bolívar. Cfr. Ortiz, 1974: p. 346 y 347).

Las nuevas normas son para la ciudad de Pasto ya no pacificadoras sino exterminadoras. Salom era de nuevo el encargado de ponerlas en práctica, pues su eficiencia había quedado demostrada en la etapa de pacificación. Bolívar buscaba que no existiera ninguna posibilidad de resistencia, y la única manera de hacerlo era exterminar y cambiar a la gente de la provincia, por ello algunas de las órdenes que da a Salom son: 3ª. Destruirá usía todos los bandidos que se han levantado contra la república. 4ª. Mandará partidas en todas direcciones a destruir estos facciosos. 5ª. Las familias de estos facciosos vendrán todas a Quito, para desterrarlas a Guayaquil. 6ª. Los hombres que no se presenten para ser expulsados del territorio, serán fusilados. 7ª. Los que se presenten serán expulsados del país y mandados a Guayaquil. 8ª. No quedarán en Pasto más que familias mártires de la libertad. 9ª. Se ofrecerá el territorio de Pasto a los habitantes patriotas que lo quieran habitar. 10ª. La misma suerte correrán los pueblos de los Pastos y del Patía que hayan seguido la insurrección de Pasto. 11ª. Las propiedades privadas de estos puebles rebeldes serán aplicadas a beneficio del ejército y del erario nacional. 13ª. Dentro de dos meses debe usía haber terminado la pacificación de Pasto (Simón Bolívar. Cfr. Ortiz, 1974: p. 347).

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Salom entró a la Provincia sin ninguna resistencia, la gente había huido por miedo a las represalias; a pesar de ello, Salom empezó a cumplir sus órdenes, leyendo un bando en el que ofrecía perdón a quien se acogiera a las leyes de Colombia. Los pastusos, recordando la anterior rendición escrita ante Sucre y ante el propio Salom, no asistieron. La siguiente acción fue enviar partidas de soldados a los poblados de la provincia, pero algunas de estas partidas no regresaron, por ello pidió ayuda a Flores en Popayán, quien arribó buscando revancha con su ejército para completar 2000 hombres y asegurar la labor de “pacificación”. Salom decidió expulsar a los sacerdotes a Quito y fusilar a dos de ellos, uno de los cuales era el Presbítero Manuel José Troyano León y Calvo. También ahorcó a cuatro pastusos que tenían armas en sus casas y llevó a la cárcel a ancianos representativos de la ciudad en calidad de rehenes, para fusilarlos al primer intento de rebelión. Salom cumplía sus órdenes a cabalidad, lo único que no pudo llevar a cabo fue la “pacificación” en dos meses, pues un mes después de la batalla de Ibarra los pastusos empezaron a brotar de la tierra, de las montañas y alrededor de la ciudad plagada de patriotas: “empezaron a levantarse columnas de humo en los contornos de la ciudad y a resonar los cuernos anunciadores de una nueva revuelta” (Ortiz, 1974: p. 348). A partir del 18 de Agosto de 1823, Agustín Agualongo atacaba a diario a los independentistas y pretendía entrar con cuadrillas por las calles, pero se replegaban cumpliendo el único objetivo de atemorizar a los republicanos que disparaban a todas las sombras que existían. Las columnas de humo rodeaban la ciudad, los tambores sonaban día y noche. Hasta que pasados cinco días Salom envía, a nombre de todos los generales y comandantes independentistas, una comunicación conciliadora en la que pide cesen las

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hostilidades. Salom no encontró mejores mensajeros de esta comunicación que tres monjas de la Concepción, las cuales fueron obligadas a salir de su clausura para calmar el ánimo de Agualongo. Las monjas regresaron donde Salom con la disfrazada rendición, sin haber sido siquiera abierta, ya que ellas mismas aconsejaron a Agualongo no ceder, pues Salom y Flores eran asesinos traicioneros (Ortiz, 1974: p.349). Los combates arreciaron hasta que los pastusos se retiraron estratégicamente de la zona de Catambuco, permitiendo a Salom salir desesperadamente por ese sector, pero luego cerraron el cerco a la vanguardia de la huida, y es entonces cuando en medio de la batalla se encuentra Agualongo con el futuro presidente de Colombia, Pedro Alcántara Herrán. Este, en presencia de las dos fuerzas combatientes, cae de rodillas, y con las manos juntas pide que no lo maten, pues él es un antiguo compañero de armas. Agualongo le responde con desprecio: “yo no mato rendidos” (Ortiz, 1974). Pedro Alcántara Herrán no era nadie especial, Agualongo seguía fiel a su criterio de no igualarse en crueldad a su enemigo, ni permitir que la venganza fuera el motivo de su lucha, por ello, en similares ocasiones, se había mostrado generoso y benévolo con sus prisioneros, y a menudo contenía enérgicamente los feroces instintos de sus soldados (Ortiz, 1974: p. 363).

Los pastusos en medio de los abismos En Bogotá, Francisco de Paula Santander era consciente de varias situaciones: En primer lugar, sabía que la realidad en Pasto se salía de control y que enfrentar a un pueblo era más difícil que enfrentar a un ejército; en segundo lugar, Bolívar con sus órdenes desproporcionadas y Flores con su actuar cegado por la venganza, convertían cada ser vivo de la

región en un enemigo potencial; en tercer lugar, los pastusos usaban su territorio como un arma que superaba los fusiles y los cañones del invasor. Por esto envió a dos frailes con una comunicación a los Caudillos pastusos, Agualongo y Merchancano, en los siguientes términos: Si ustedes reflexionan un poco lo que han hecho, deben convencerse de que su empresa es desesperada y que es imposible que ustedes resistan a las fuerzas que el gobierno puede hacer mandar por el sur y por Patía. Son ustedes los únicos enemigos que le quedan a Colombia y por mucha confianza que les inspiren sus rocas y sus desriscaderos, al fin debemos triunfar nosotros, porque somos más y tenemos infinitos recursos. ¿Y qué ganarán ustedes de morir peleando, o de andar huyendo por las montañas? ¿Mejorarán con eso su causa y harán feliz a su país? ¿Les dará recompensas el rey de España? ¿Sus familias vendrán a ser felices?... reunidos a Colombia tendrán quietud, podrán buscar el alivio de sus familias… Que ustedes estuviesen antes equivocados con respecto al poder de la España hasta el punto de creer que nos pudiera conquistar, es disculpable; pero que ahora estén pensando que podemos volver a sucumbir a los españoles y que piensen, ustedes solos, metidos en un punto insignificante, hacernos perder nuestra libertad, es el colmo del delirio y de la locura… El pueblo que en otro tiempo no ha temido a Morillo, a Murgeón, ni a Morales, menos puede temer ahora a cuatro hombres arrinconados sin elementos de guerra y sin protección… ¡Quiera el cielo romper la banda que cubre los ojos de ustedes y darnos quietud para recoger los frutos de la paz a la sombra de la libertad! Quiera ahorrarme el dolor de renovar en Pasto escenas trágicas que sólo pueden atribuirse a la obstinación y ceguedad de ustedes (Francisco de Paula Santander. Cfr. Ortiz, 1974: p. 351 y 352).

La carta de Noviembre 6 de 1823 llegaba con 14 años de retraso, pues desde el año de 1809, con las comunicaciones desde Quito del Marqués de Selva-Alegre, los mensajes

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eran amenazantes y en ningún momento se referían a las necesidades de los pastusos como sociedad autónoma. En la carta enviada por Santander era la primera vez que uno de los cabecillas de la Independencia se dirigía al pueblo con respeto y evaluando consideraciones más políticas que bélicas, y aunque Santander comete el error de no reconocer los excesos, la violencia y la desproporción que han tenido las acciones independentistas sobre el pueblo de Pasto, busca un punto de entendimiento que hacía 9 años pedía el Cabildo de la ciudad con el prócer Antonio Nariño.

Las derrotas de los pastusos sucedían una tras otra, y en diciembre de 1823 los combates se silenciaron. Flores y su ejército vigilaban incansables la ciudad; Bolívar no se hallaba conforme, pues estando en el sur, mientras planeaba el ataque al Perú, escribe a Santander: “No debemos esperar nuestra libertad sino de los 12.000 colombianos que he pedido para que vengan al Perú. De los cuales 3.000 deben venir a Pasto, para poder destruir a esos numantinos tártaros, que se están poniendo casi invencibles”. (Carta de Bolívar a Santander. Cfr. Díaz del Castillo, 1983: p. 57).

Agualongo y Merchancano no conocían a Santander, para ellos la carta provenía del Gobierno de Colombia, pero existía una contradicción con las palabras escritas y los hechos que realizaban los comandantes independentistas asolando la región y fusilando pastusos sin un juicio previo: ¿Acaso Santander tenía más poder que el “Zambo”, para ofrecer una paz prolongada aceptando que los pastusos retornaran a los campos y reagruparan a las familias? ¿No era acaso el “Zambo” el jefe de la Independencia? El tiempo no había sido suficiente para que los pastusos olvidaran que el mismo “Zambo” había ordenado la pacificación violenta de la región; él mismo ordeno los fusilamientos, las expropiaciones, los reclutamientos y los destierros. Los patriotas de Colombia habían demostrado que nunca dejarían a la provincia de Pasto ser autónoma en sus decisiones y regirse por sí misma, y al final así lo reiteraba el informe de los frailes que los independentistas utilizaron como mensajeros:

El silencio de los pastusos no era una buena señal y los patriotas desconfiaban de cada miembro de la población, fue así que al finalizar el mes de enero de 1824, una gran cantidad de pastusos y Patianos aparecen en el horizonte de la ciudad. La cantidad era tal que los soldados republicanos nada pudieron hacer ante esto y se retiraron a las afueras, para reagruparse y atacar a principios de febrero con la temida caballería. Los pastusos resisten por tres días dentro de los muros de la ciudad, pero temiendo que las represalias contra los inocentes se repitan, se repliegan hacia las montañas perseguidos por los independentistas. La lucha fue tan fuerte que Agualongo y otros comandantes de los que no se tienen referencias, se refugiaron en el convento de las monjas de la Concepción. Sabiendo Flores esto, mandó a atacar el edificio pidiendo la rendición inmediata de los caudillos, pero ni las monjas, ni los caudillos veían esta opción posible, y luego de un incansable enfrentamiento y de un largo diálogo con las nuevas autoridades eclesiásticas patriotas, se detuvieron los ataques y se solicitó a las monjas su colaboración; las monjas se abstuvieron de ayudar a los patriotas, y sin que nadie pudiera notarlo lograron sacar a los caudillos fuera del convento a los refugios en las montañas.

Protestando hallarse resueltos a morir [los pastusos] antes que rendirse a Colombia, de quien no se fían y acusan de criminal, en haberles faltado a lo que se les prometía… por último dijeron que siempre que se les dejaran las armas en Pasto y libres en su gobierno como lo somos nosotros en el nuestro no habrían hostilidades y entrarían en tratados con Colombia (Montezuma, 1982: p. 140).

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Ramón Astorquiza, que en la plaza mayor fue fusilado en presencia de sus familiares, obligados por el “Patriota” a observar la muerte. El escarmiento continuó con todos los prisioneros capturados (Ortiz, 1974: p. 353). Los rumores de la conformación de una nueva fuerza realista cerca al poblado de Chachagüí, hicieron que Flores decidiera atacar antes de ser atacado, y envió una fuerza descomunal a la zona. Los pastusos que no estaban acostumbrados a ser atacados se vieron sorprendidos por un ejército que los superaba en proporción de cinco a uno, y poco pudieron hacer para defenderse en contra de los independentistas. Flores recoge un nuevo botín de guerra, y según lo narra Sergio Elías Ortiz: “La ciudad presenció estremecida de dolor la entrada de los miserables restos del ejército del rey, amarrados en cadena, rodeados de las bayonetas de los vencedores, para ser luego ajusticiados” (Ortiz, 1974: p. 353).

Al final de estas batallas, Flores había conseguido un trofeo de guerra consistente en 200 milicianos, entre ellos al capitán

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Independencia sin libertad “Agualongo había sido demasiado grande en su teatro, tanto por su valor y constancia, como por la humanidad que había desplegado en competencia con tantas atrocidades cometidas contra ellos [los pastusos]… En esas luchas encarnizadas que tenían como epílogo ordinario crueldades abominables, el nombre de Agualongo no aparece manchado con ninguna indignidad personal, con ninguna brutalidad que desdiga de su entereza de hombre y de soldado” (Morales, 1964: p. 151).

Volcán Urcunina (Galeras) Pasto - Colombia (Fotografía: Juan Pablo Ortiz, “Tuchi” 2009).

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Agustín Agualongo se retira con 100 pastusos y los comandantes Enríquez, Terán e Insuasti, por la ribera del río Mayo hasta alcanzar el río Patía. El caudillo no tiene certeza de la suerte de los comandantes: Moreno, Merchancano, Polo y Joaquín Guerrero. Las comunicaciones están cortadas, pero la gente de la zona del Patía se une a su marcha hasta conformar un cuerpo de 400 personas, con las cuales en Mayo de 1824 establece un hospital de campaña para los numerosos heridos en el poblado de “El Castigo”. Es ahí donde recibe la noticia que Flores capturó a Polo, Guerrero y Moreno, y aunque no se tenía evidencia del ajusticiamiento, era iluso pensar que no había ocurrido. La incertidumbre lo orienta al mar, enfrentar las tropas de Flores en Pasto era chocar contra un muro infranqueable y las represalias contra los civiles volverían a ser dolorosas. La población de Barbacoas parecía un buen inicio

en la búsqueda de los puertos que permitieran el contacto por mar con los corsarios españoles y las tropas rebeldes a la independencia en el Perú y norte de Chile. Las milicias a cargo de Agualongo construyeron balsas para recorrer el río Patía hasta el río Telembí y llegar a Barbacoas por esta vía. El ataque a Barbacoas fue el último esfuerzo de los pastusos. Agualongo y Francisco Angulo pensaban sumar la lucha por el territorio y la autonomía pastusa, a la lucha por la libertad de los esclavos de las minas de oro, así se podría conseguir la sublevación de los miles de esclavos negros que trabajaban en las minas de oro de Buenaventura y del Chocó, y con ellos marchar sobre Quito buscando el apoyo de los españoles y los realistas del Virreinato del Perú. Sin embargo, los comandantes patriotas se habían adelantado a esta propuesta,

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y prometiendo la libertad, reclutaron 200 esclavos para construir un fuerte que soportara un ataque por tierra, además fueron entrenados para luchar cuerpo a cuerpo en contra de los pastusos. Esta fuerza se sumaba a los 100 veteranos bien armados y saludables que poseía el puerto en esos momentos. El coronel Tomas Cipriano de Mosquera se hallaba el 29 de mayo en Barbacoas cuando llegó la noticia del ataque de los pastusos, por lo que tomó el mando de la población y envió una lancha con una pieza de artillería a interceptar las canoas que avanzaban por el río Telembí. Se hizo contacto a menos de una hora del puerto. En ese momento la lancha de los independentistas disparó una carga que hundió una canoa matando a 30 pastusos, lo que obliga al resto a descender y a buscar el ataque por tierra. El primero de junio a las seis de la mañana se inicia el ataque al cuartel de la población que, según palabras del propio Mosquera, fue rechazado con la pérdida de 30 pastusos, entre ellos el coronel patiano Gerónimo Toro. Luego, en la persecución, un soldado apellidado Martínez le disparó a Mosquera a dos pasos y le destrozó las quijadas y la lengua, lo que lo obliga a regresar al fuerte. Las milicias de Agualongo huían, pero fueron alcanzadas por un español, el teniente coronel Parra, que estaba a órdenes de Mosquera. Este le aseguró a Agualongo su completo apoyo a la causa realista y que la mejor estrategia para ganar la batalla era regresar y quemar las casas vecinas al cuartel, lo cual generaría un gran incendio y obligaría a los patriotas a salir a descubierto. Agualongo se convenció, regresó y atacó tal como lo propuso Parra, pero los independentistas estaban mejor armados y lograron contrarrestar el fuego y los ataques, matando a 140 realistas, y capturando a 150 de la tropa y a 33 oficiales que fueron fusilados por incendiarios (Ortiz, 1974: p. 356).

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Agustín Agualongo estaba herido en su pierna izquierda y el camino de ascenso a las montañas de los Andes se le dificultaba, por ello trató de mejorar las condiciones de su llegada y escribió una carta al comandante Martínez para que le esperara con víveres en la población de “El Castigo”; sin embargo, Martínez, al igual que los heridos del hospital de campaña, había sido apresado por los ejércitos de José María Obando, que conociendo los movimientos de su antiguo compañero de armas realistas, se adelantaba a los caminos del caudillo e inevitablemente logró capturar a Agualongo a su llegada a “El Castigo”. Obando informó en una parca comunicación al coronel Ortega sobre la detención de “Agustín Agualongo, Joaquín Enríquez, Francisco Terán, Manuel Insuasti, 12 hombres, 12 fusiles, 1 caja de guerra y la bandera de sangre” (Ortiz, 1974: p. 358).

benevolencia y dulzura de modales que le distinguen; se hacía visitar de él con frecuencia, le trataba con la más dulce familiaridad… Una noche que se habían hecho durar la conversación hasta tarde… se despedía Merchancano para recogerse en su casa; Flores manifestóle temores de que le sucediese algo en el camino, le obligó a aceptar la compañía de un capitán Vela (español) que vivía en casa del mismo Flores y se fueron juntos: al pasar por la plazuela de San Sebastián, Vela desenvainó su machete, cortó la cabeza a Merchancano y… asunto concluido (José María Obando. Cfr. Díaz del Castillo, 1983: p. 69). El capitán Vela nunca fue juzgado por este acto y continuó viviendo en la casa de Flores y ayudando en el nuevo gobierno de la provincia de Pasto.

Flores pidió desde Pasto que se le enviaran los detenidos con el fin de ajusticiarlos en esa provincia, pero debía darse por bien servido, ya que la caída de Agualongo produjo un efecto desmoralizante que hizo que los encuentros con las guerrillas realistas sobrevivientes fueran fatales para estos: “Una tras otra fueron eliminadas las partidas del comandante Calzón en Gualmatán, del teniente coronel Canchala en Siquitán, de los comandantes Eusebio Rebelo y Mesías Calderón en Cumbal. Más tarde caerían los Benavides en Túquerres” (Ortiz, 1974: p. 360). Merchancano, por quien Agualongo pidió expresamente el indulto a Obando, se entregó en la ciudad de Pasto convencido del amplio y generoso perdón que se promulgaba luego de la captura del máximo caudillo. Sin embargo, según lo narra José María Obando: Merchancano se acogió al indulto, pero su familia estaba en Pasto y por este aliciente hizo lo contrario de lo que su amigo le aconsejaba: Fuese a Pasto, donde el coronel Flores pareció acogerle con aquella

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Agualongo y la muerte “Agualongo… Es posible también que lo guie otra convicción, tal vez un poco desperfilada pero real y pegada a sus suelo nativo, el sentimiento difuso pero cierto de que los hombres de su tierra son todos así, leales a su pasado y a su ejemplo, duros al mismo tiempo como las líneas montañosas que se dibujan en el horizonte y libres de escoger las rutas de su corazón y el estilo de su vida” (Montezuma, 1982: p. 345).

El hombre que se interponía en el camino de la tan anhelada “libertad” marchaba ahora encadenado por las calles de Popayán. El coronel inglés John Potter Hamilton estaba presente en el momento que entró Agualongo a la ciudad y narra así los hechos: […] y alguien al observar su menguada estatura y sus facciones duras y feas, exclamó: “¿Es aquel hombre tan bajito y tan feo el que nos ha tenido en alarma durante tanto tiempo?” Sí, contestó Agualongo, taladrándolo con la mirada feroz de sus grandes ojos negros. “Dentro de este cuerpo tan pequeño se alberga el corazón de un gigante (John Hamilton. Cfr. Díaz del Castillo, 1983: p.69).

Mausoleo de Agustín Agualongo en la Iglesia Matriz de San Juan en Pasto - Colombia (Fotografía: Sergio Elías Ortiz 2012)

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Encerrado en el cuartel de la ciudad por el grado de importancia y el cuidado que se debía tener con él, Agualongo recibió la visita del intendente de la provincia, José María Ortega, de su captor José María Obando y del Obispo Salvador Jiménez. Todos estos hombres le proponían aliarse a la causa republicana conservando su grado militar y salvando su vida, pero para los ideales de Agualongo no había retorno. Los argumentos presentados por el presbítero Liñán y Haro a Agualongo tampoco fueron de valor para el caudillo: España había dado la espalda y aceptaba la independencia de las provincias, los “nobles” hacía tiempo ya habían abandonado la lucha, el clero estaba con Bolívar y muchos súbditos del rey hacían parte del gobierno colombiano. Colombia como estado soberano era ahora su patria y a ella debía jurar fidelidad (Ortiz, 1974: p. 362 - 363).

Agustín Agualongo rechazó todos los argumentos, su título de coronel del ejército español no lo convertía en más o menos pastuso, sólo lo hacía un hombre más luchando por conciencia, no por honores, por ello la muerte tenía más sentido que la rendición, para Agualongo lo primero era la reafirmación de sus ideales y lo segundo su desanimo moral definitivo. El día 12 de julio de 1824 llega de Aranjuez la cédula que confiere a Agustín Agualongo el título de “General de Brigada de los ejércitos del Rey”, firmada por Fernando VII (Morales, 1964: p. 151). También el día 12 de julio de 1824 entraron en capilla los condenados. Sus creencias los prepararon para la muerte que habían esquivado en múltiples ocasiones y que para Agualongo llegaba en el momento justo para que elevara su nombre hacía la inmortalidad. Ni la ignorancia, ni el odio, ni la sangre y el desprecio contra el pueblo “políticamente incorrecto” de Pasto, harían borrar su nombre de la memoria inmortal de su gente. En Agualongo brillaron de manera superlativa sus dotes innegables como caudillo, por su lealtad, su valor temerario, su constancia sin fatiga, su entrega absoluta, su renunciamiento de apóstol, su generosidad con el vencido, su espíritu humanitario a toda prueba, la ejemplar e indeclinable amistad con sus compañeros de lucha, su muerte heroica (Díaz del Castillo, 1983: p.74).

Estas fueron las causas que llevaron al “Indio Agualongo” al patíbulo, y todas se resumían en una sola: el haber interpretado

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fielmente el alma de su pueblo, y por ello, según lo dicho por Kathleen Rómolí: “el Nathan Hale realista… ese campesino hirsuto y feo se erguía insignificante ante sus vencedores, pero no derrotado” (Rómoli. Cfr. Ortiz, 1974: p. 364). Pues su pueblo, aun después de la muerte del caudillo, no abandonó la lucha por la autonomía y el territorio. El 13 de julio de 1824 Agustín Agualongo se enfrentó al pelotón de fusilamiento. Pidió al gobernador vestir el uniforme de coronel del ejército español y que no le cubrieran los ojos pues “quería morir cara al sol, mirando la muerte de frente, sin pestañear, siempre recios como su suelo y su estirpe” (Rómoli. Cfr. Ortiz, 1974: p. 364). Los fusiles frente a Agualongo, sus compañeros junto a él. El último grito de “Viva el Rey” acallado por el ruido de las armas no se convertía en una expresión hueca o fanática, era un símbolo que afirmaba la victoria sobre el olvido, la unión del pueblo y la autonomía. Morir sin claudicar ante el enemigo hacía vencedor a Agualongo por última vez en la lucha más heroica y definitiva, la del olvido.

PREMIO MEMORIA CONVOCATORIA 2009 BICENTENARIO COMO ACTO DE MEMORIA: CONSTRUCCIONES Y DECONSTRUCCIONES DE LA INDEPENDENCIA EN COLOMBIA MUSEO UNIVERSITARIO, UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA ACTA DE SELECCIÓN Y PREMIACIÓN Los días 1 y 2 de diciembre de 2009, se reunieron en la sede del Museo Universitario de la Universidad de Antioquia - MUUA, los miembros del jurado de selección del PREMIO MEMORIA, convocatoria 2009, Categoría OBRA ARTÍSTICA, compuesto por los artistas Isabel Cristina Restrepo Acevedo, Mauricio Hincapié Acosta y Fredy Álzate Gómez. Después de revisar que las obras participantes cumplieran con los requisitos de la convocatoria, los jurados procedieron a realizar el proceso de selección considerando los siguientes criterios: claridad en la presentación de la obra, pertinencia de la propuesta con los lineamientos temáticos de la convocatoria, y el aporte brindado por los desarrollos formales de cada obra para fortalecer el desarrollo conceptual. En este sentido, los jurados deciden por unanimidad, seleccionar 16 obras dentro de las 35 que fueron presentadas en esta categoría. Las obras seleccionadas son: 1 Los hermanos mayores, ensamble (001) 2 Serie dibujos y transfer sobre (003) 3 Los colores de la bandera (010) 4 Virreinato (017) 5 Las batallas desde bolívar (018) 6 Liberal - es (019) 7 Las caras de la moneda (020) 8 Si los objetos hablaran (028) 9 Mapa mudo (030) 10 De Patriotas y de villanos 11 Esto no tiene nombre (033) 12 La junta (034) 13 Emancipación de la imprenta (035) 14 Nuestra tierra (037) 15 Tricolor (039) 16 Sin título (044) De otro lado, el jurado determinó premiar la obra “LAS CARAS DE LA MONEDA”, realizada por Jaime León Álzate Restrepo, dado que la propuesta interroga sobre los aspectos de la historia política de Colombia con capacidad crítica, a partir de la utilización de elementos simples y contundentes que referencian el papel moneda como soporte físico que representa una memoria colectiva. Con el inventario de los billetes, el artista nos brinda un espacio que permite visualizar los diferentes

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imaginarios propuestos sobre el concepto de nación, así como la relación de éstos con los diferentes procesos de independencia y dependencia que ha vivido el país. Finalmente, el jurado deja planteadas las siguientes observaciones para los artistas participantes así como para los organizadores de futuras versiones: 1. Dado que la convocatoria premia obras acabadas es de vital importancia, que aquellos artistas que deseen participar con obras multimediales, de video instalación o de performance, anexen suficiente material complementario para entender los aspectos constitutivos de la obra y de su instalación. Algunos ejemplos de material complementario son: videos, planos de montaje, fotografías, sonidos y grabaciones, descripción de aspectos constitutivos de las obras, entre otros. 2. Para garantizar la adecuada elección del ganador el jurado propone que se establezca una metodología de selección y premiación diferente. Específicamente, se proponen dos etapas. La primera etapa sería de selección de las obras a partir del análisis del material escrito y de registro que se establece en los parámetros de la convocatoria; la segunda etapa sería la de elección de la obra ganadora, para ello el jurado propone que se brinde un tiempo para que los artistas envíen las obras en físico, de forma que se pueda deliberar sobre éstas en sus dimensiones reales. Dado en Medellín a los 2 días del mes de diciembre de 2009

Isabel Cristina Restrepo Acevedo Magister en Arte con énfasis en Multimedia de San Diego State University. Docente e investigadora de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia.

Mauricio Hincapié Acosta Maestro en Artes Plásticas y Curador de la colección de Artes Visuales del Museo Universitario

Fredy Álzate Gómez Magister en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia

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