3 minute read
El arte de comer pan en México
Por Sergio Colín
La Concha
Advertisement
A los 17 años se es muy joven. Al igual que el año, los fríos de invierno habían acabado y la hermosa primavera florecía en cada rincón. Al igual que las flores abrían, un nuevo amor comenzaría para mí.
La fui a conocer en una cena, me miró como si fuera algo especial, no sabía de qué hablarle y lo único que se me ocurrió fue compartirle de mi postre. Una pequeña concha que aceptó con una sonrisa en sus labios. Jamás una mujer tan hermosa se había fijado en mí. Sus cabellos rubios y sus ojos tan negros… ¡Quedé cautivado!.
En aquellas cálidas noches después de cenar, salíamos a caminar por la madrugada. El pensar que se quedaría por siempre fue una combinación de juventud, cobardía, ingenuidad. No fue sino hasta el último día antes de su partida, que me armé de valor para confesarle mis sentimientos. Ella solo me contestó con una tristeza en el corazón -y desilusión en sus ojos- “ya es demasiado tarde mi pequeño”. Y así nomás, se fue para nunca volver. Mis manos las esperaron muchos años. Nunca volví a probar la dulzura de sus labios y nunca volví a comer otra concha para no recordar a mi primer amor.
La oreja
¡Qué bello es el verano con sus implacables lluvias! Época de vacaciones para cualquier estudiante.
Por las mañanas, solía pasear a mi perro, un labrador extremadamente amigable e inteligente. Un nublado sábado todo cambió, cuando mi perro se dejó acariciar por la chica de los ojos azules, fue la invitación a su mundo.
¡Qué idílicos eran los tiempos cuando paseábamos a nuestros perros por horas mientras platicabamos sobre nuestros sueños. En esos recorridos conocí cada calle y cada casa de mi colonia. Solíamos divertirnos inventando heroicas historias sobre la gente.
Podía caer lluvia y no importaba; encontrábamos nuestro propio rincón en el mundo. El frío ya no era un problema; con su cuerpo y un chocolate caliente -acompañado de una oreja recién hecha- la mayor tormenta parecía la más tranquila.
Nuestro amor duró lo que tardó en llegar el otoño. Un día comprendí que no éramos tan compatibles. Todas esas historias solo fueron una tregua entre la soledad y yo. Ahora tenía la edad de un nuevo adulto y tuve que dejar la oreja, el chocolate caliente, dejé hasta el lugar en donde crecí y por donde tantas veces caminé. Huí a un lugar en donde no hubiera un recuerdo nuestro.
Pan de muerto
Los atardeceres de otoño son mis favoritos. Son frescos, el viento sopla fuerte, las hojas de los árboles caen por montones y en el horizonte se dibuja un característico color naranja. Varios años han pasado desde que dejé de comer la concha y la oreja. Había hecho y rehecho mis caminos y desde hacía un tiempo, había dejado de esperar. Solo me encontraba comiendo un pan de muerto, mi favorito y me encontraba cómodo, feliz y satisfecho.
Al ser el cambio la única constante en esta vida, mi exilio no duró mucho. Un chiste, una canción y un par de películas bastaron para que mi amor por esta chica comenzará. Era tan diferente a las demás... Ella vivía en aquel lugar de donde tanto me quise alejar. Su pan favorito era la concha y siempre lo acompañaba de chocolate frío.
Intenté alejarme pero ella hizo un cambio en mi vida. De repente los atardeceres no eran los mismos sino estaba con ella. Al ver una película sentía como me hacía falta su cabeza y su pelo para acariciarlo. Son este tipo de cosas por las que amo el otoño y la amo a ella. No quisiera que ninguno me faltase algún día.
La rosca de reyes
Es el pan que menos me gusta, pero el que más comparto. Una rosca de reyes significa un nuevo comienzo; una promesa que si te sale un niño, estarás ahí para proveer de tamales a la familia. A diferencia de todos los panes anteriores, es la única que se parte en familia. Cuando más frío hace y las noches son las más solitarias del año, aquí está ella, calentándome el corazón. Han pasado ya muchos años, no sé cuánto más pueda durar esto o cuántas roscas de reyes compartiremos. Sin embargo, no me agobia el futuro, ella me durará toda la vida. La vida es ahora.