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C贸mo matar a tu jefe - Relatos -
Oscar Sanzana Silva sanzanasilva.blogspot.com osanzana@gmail.com
Concepci贸n, abril de 2013.
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Índice
El último relato de Daniel Belmar
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Cómo matar a tu jefe
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Los bultos
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El retorno
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Dos enamorados
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Falsas premoniciones
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El Poison
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Fealdad
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Los incendios
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La sentencia
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Mal día
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Karaoke
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La maleta
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En un motel de Avenida Rodríguez
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La venganza de los amantes
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El último relato de Daniel Belmar Se quedó espiando la ventana de su amada desde la calle. Las cortinas se cerraron como cada lunes a las siete de la tarde. Pero ese día Facundo sintió que algo se quebró para siempre en su interior. Tal vez por eso se decidió a entrar al local de libros antiguos de calle Maipú, y acatar lo que le ordenaran las páginas del primer escrito que consultara. Para su fortuna o desgracia, abrió Los túneles morados de Belmar, Daniel, justo en la escena en que el tren arrollaba al Oso, un borracho esquizoide, bajo la intensa lluvia que caía sobre la ciudad. Lo interpretó como un llamado urgente a la acción: se quitaría la vida mientras ella se entregaba a los brazos de otro. Caminó por Tucapel hacia Vicuña Mackenna, y esperó a que pasara algún convoy. No contaba con que ese día los trabajadores de ferrocarriles estaban en huelga, y tenían interrumpido el paso de los trenes. Esperó hasta que se oscureció y la bruma comenzó a hacerse espesa. Volvió a la librería y tomó otro libro, con la férrea intención de repetir el ejercicio. Eligió el mismo estante, dando con Ciudad Brumosa, justo en la página donde el protagonista Gastón Luna esquivaba el ataque de un bandido, respondiendo alevosamente con tres tiros de pistola a su agresor. Un tipo con cojones, pensó Facundo. Entonces se resolvió a liquidar a su enemigo que, a juzgar por las cortinas aún cerradas, continuaba disfrutando de la fogosa compañía de su querida Isidora. Resuelto abrió a patadas la puerta del tercer piso. Liquidó al amante de una certeza puñalada, o eso por lo menos eso creyó al enterrarle cerca de su hombro izquierdo un improvisado cuchillo de cocina. Isidora escapó por una ventana, arrojándose a la calle sin que nadie se percatara del suceso, por increíble que parezca. Facundo salió, horrorizado, del edificio. Y mientras pensaba hacia dónde escapar, se encontró otra vez frente a la librería. Juzgó que era hora de un último consejo. Volvió al estante aquel y esta vez Belmar le aconsejó desde su Roble Huacho, que cuando creyera ver a su pesadilla arder, se decidiera por el atajo de su libertad. Corrió sin saber muy bien dónde, pero al preguntárselo siguió corriendo y sus pasos lo llevaron lejos.
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Cómo matar a tu jefe Su primer día de trabajo, Claudio se afeitó y lustró sus zapatos. Puso más mantequilla de lo habitual a su tostada, y se reprochó el haber olvidado lavarse los dientes. Los primeros dos meses se convirtió en el empleado ejemplar. Fue el primero en llegar a la oficina. El último en irse. No apagaba su computador sino hasta que el auxiliar encargado de cerrar el edificio se le acercaba, recordándole que había vida afuera de aquella oficina. Entonces ordenaba parsimoniosamente sus objetos personales, echándolos dentro de su bolso, y regresaba a casa siempre por la misma calle. Se detenía a leer los mismos afiches descoloridos por la acción del sol. Dentro de sí, se veía participando de una vida social mucho más activa: conciertos, cenas románticas, sesiones de gimnasio, fiestas en compañía de amigos, en fin, haciendo algo además de timbrar papeles y garabatear algunas palabras en el computador. Sí, pronto comprobó con horror que sentía un tedio enorme por estar destinando las mejores horas de su vida a estar sentado en un escritorio con vista a la pared. Era increíble lo que un ser humano debía hacer para poder pagar el arriendo, echarse algo al estómago y cambiar zapatos una vez al año. Sin embargo, estas oscuras reflexiones solo tenían lugar una vez que finalizaba su jornada laboral. Era en la soledad de su cuarto de la Remodelación Paicaví cuando se atormentaba. Al trabajo continuaba llegando puntual y desempeñándose con suficiente preocupación. Su jefe -una ridícula mezcla de porfía mental, carencias afectivas y penosa arrogancia-, continuaba sonriéndole al encontrárselo en los pasillos. Pero Claudio ya se había dado cuenta de que no pertenecía a ello. 6
Fue una noche de viernes cuando Claudio conoció a Antonia. También conoció sus libros. De Borges a Wilde, de Benedetti a Alcalde, cada uno le fue abriendo un agujero por donde gustaba dejar escapar a su mente durante su insomnio. Y a partir de entonces, cada vez fueron más las veladas que pasó en compañía de Antonia. La mezcla era perfecta. Con el correr de las semanas, Claudio notó que aprendía mucho cada día, incluso a desayunar otros manjares en vez de tostadas, como el cuerpo de Antonia. El problema fue que pronto se sintió como en las nubes y, como suele ocurrir en estos casos, el trabajo empezó a importar cada vez menos. Su jefe se preocupó al notar que su empleado estrella sonreía más de lo habitual. Aquello, se dijo, simplemente no puede permitirse en un lugar donde tienen lugar tantas preocupaciones, donde siempre hay algo por hacer, y donde la alegría se asocia irremediablemente al ocio, al descuido, y a fin de cuentas, a la necedad. Llamó a Claudio a su oficina un par de ocasiones, en las que lo interrogó por el secreto de su insólita felicidad. Pero el hombre no obtuvo mucha información. De hecho, fue para peor. Claudio no supo interpretar el reproche que se escondía en cada una de estas llamadas a la oficina, y se empeñó en manifestar su alegría. Su escritorio se llenó de colores y mensajes perfumados con los que acostumbraba a sorprenderlo Antonia. Por otro lado, salía de la oficina con la excusa de respirar aire puro, y demoraba algo más de la cuenta en el baño porque usualmente se hacía acompañar de un libro interminable del gran Dostoievski. Eso sí, habría que decir en defensa de Claudio que los papeles siguieron siendo rigurosamente timbrados, las fichas llenadas en conformidad a lo que exigían las normas, y los pedidos despachados en el momento oportuno. Pero su
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jefe cada día parecía indignarse más con la alegría que Claudio contagiaba a los otros empleados de la oficina. Le pareció simplemente intolerable. El trabajo debía ser algo parecido a la religión: se llevaba devotamente bajo la piel, y el empleado nunca podía salpicar su funcionalidad de obrero con la indiscreción de sus emociones. Una noche el jefe creyó divisar a Claudio abrazado a Antonia. Reían a carcajadas bajo la lluvia en mitad de la pileta de la Rotonda de Avenida Paicaví. La escena lo impactó de tal modo que estuvo a punto de perder el control de su vehículo y estrellarse contra un poste. Venía algunas veladas sintiéndose un solitario, saliendo de su casa sin despedirse de sus hijos, a dar vueltas en su auto por la ciudad. Lo planificó todo mientras conducía a toda carrera: a
partir del día
siguiente, se las arreglaría para no volver a verlo sonreír. Usaría todo su poder: trataría de amarrarlo contractualmente a algún proyecto, y luego duplicaría su carga laboral por el mismo salario. Le haría sacar del escritorio esas fotos de su noviecita, esos libros, esos colores. No permitiría que nadie cantara en la oficina. Restablecería el orden, se impondría nuevamente la disciplina. ¡Nadie tendría derecho a una vida si él no la tenía! La convicción de que su victoria final sería implacable, no impidió que esbozara una última mueca de horror, cuando se desbarrancó por el Puente Llacolén. Su auto cayó a las aguas del río Bío Bío, que supieron guardar el secreto de su arrepentimiento.
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Los bultos Sucedió alrededor de las tres de la mañana. Yo me serví un último ron cola, y observé cómo dos sujetos salían rápidamente del local con un bulto. Tal como en una película, llevaban algo envuelto en una alfombra y tenía forma humana. A esas alturas no se me ocurrió decir nada, ya que la camarera nueva no me quitaba los ojos de encima, y seguro que debutar con algo así rompería enseguida el encanto. Así es que bebí tranquilamente hasta que me levanté para ir a orinar. Al acercarme a los baños vi a una chica discutir con quien parecía ser su novio. Al volver a la barra, observé a la misma jovencita sentada sola, fumando en un rincón. A los pocos minutos, un nuevo bulto era sacado del bar por los mismos dos sujetos. No sé si por curiosidad o por deslumbramiento, me acerqué a la chica y la invité un trago. Aceptó de buena gana y conversamos unas cuantas trivialidades. Las bebidas, por cierto, siguieron circulando por cuenta mía. Estando ya algo borracho, me dijo que tenía que irse, y me pidió que la acompañara hasta su auto. —Está allí, bajo esos árboles, cerca del río—me dijo, pareciéndome muy extraño el que eligiera un lugar tan apartado y solitario para estacionarse. Aun así, en mi embriaguez percibía un sentimiento de atracción entre ambos, es decir, pensé que le gustaba y que me invitaría a subir a su coche para irnos quién sabe dónde. —De acuerdo, vamos.
Hacía frío, y saqué un cigarrillo. Me detuve para encenderlo, y entonces pude ver a tiempo las sombras que aguardaban detrás de unos arbustos. Una trampa, pensé en seguida.
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—¡Muchachos, a él! —gritó mi acompañante, al darse cuenta de que los había visto — ¡Con este completamos la media docena, no lo pierdan de vista!
Al principio corrí de vuelta al bar, pero al ver que tres tipos en la puerta haciéndome señas, lo comprendí todo: estaban coludidos. Corrí entre los árboles, bordeando el río, con mucha suerte conseguiría llegar a San Pedro Viejo. Me sentía lúcido y aterrado. Me caí un par de veces, pero la adrenalina hacía que me levantara de inmediato. Al fin, distinguí la luz de una casita que resultó ser propiedad de un cuidador de por allí. Mis perseguidores se habían esfumado entre la bruma, y no volví a saber de ellos. Fue un par de días después, cuando tomé desayuno en el café de siempre, que me enteré de lo sucedido. La chica del bar era conocida en el hampa como Nikita, y la detuvieron junto a sus dos acompañantes camino a Coronel. Al revisar el maletero de su auto, los agentes encontraron trozos de cadáveres correspondientes a al menos cuatro cuerpos. Sentí una extraña sensación de alivio al beber mi taza de café. Ciertamente, era gratificante haber evitado mi destino de bulto, pero bien sabía que no tendría los cojones suficientes para plantarme de nuevo en mi bar, despedir a los empleados que intentaron traicionarme, y convencer a la camarera nueva de participar en el negocio.
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El retorno Si esa mañana a Sofía no le hubiese caído parte de la paila de huevos encima, no habría tenido la necesidad de regresar a casa y, al no hacerlo, tampoco hubiera contestado el teléfono que justo sonó al abrir la puerta. Si al atender no hubiese escuchado a su ex novio suplicándole una segunda oportunidad, no hubiera arrojado la botella vacía de vino hacia una pared; los vecinos no se hubiesen alarmado y no habrían tenido la necesidad de llamar a la policía. Si César (el ex novio) no se hubiera despertado medio borracho afuera del Fusión, no habría recordado que todas las copas que desfilaron ante él fueron en nombre de Sofía. Entonces no le hubiese entrado la valentía de llamarla a esa hora, sabiéndose aún bebido, y ella no se habría enfurecido de escucharlo así de nuevo. Él no se hubiera quedado tendido en la vereda mirando perdidamente el cielo, la señora del almacén no habría pensado que se trataba de un drogadicto, y por cierto, no habría tenido la necesidad de llamar a la policía. Si la policía no se hubiese llevado a ambos para dejarlos en el mismo calabozo, Sofía no le hubiera rasguñado la cara a César hasta hacerlo sangrar. Desde luego, él no habría sacado su pañuelo para limpiarse, dejando caer una improvisada carta de reconciliación escrita en el bar. Sofía no la hubiese leído, conmovido y luego perdonado; ambos no se hubieran besado salvajemente, y no habrían tenido la necesidad, una vez que fueron dejados en libertad, de celebrar una nueva reconciliación, un nuevo retorno.
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Dos enamorados Era imposible visitar el Don Hami y no salir volteado por el alcohol. Eso pensaba Gustavo D. mientras caminaba dando tumbos hacia el centro de Concepción. Entonces divisó –o creyó hacerlo- a Marianela del brazo de un tipo conocido como El Beto. Enseguida recordó la tarde en que ella le había mandado amorosamente al diablo, en una esquina de la Plaza Acevedo. No dudó en acercarse a la pareja e intentar arruinar el asunto. — ¡Linda compañía encontraste, ella será tu ruina, infeliz!
Impactado, El Beto guardó silencio. Gustavo D. se aprovechó de aquello y le asestó un beso en los labios a la chica. Ella pareció no resistirse demasiado. — ¡Te haré tragar tus excrementos, maldito! – vociferó el humillado acompañante.
Anticipándose, Gustavo D. intentó golpear en la barriga a El Beto, pero el alcohol lo hizo desviarse contra una reja. Entendiendo que estaba demasiado ebrio para defenderse, optó por correr a lo largo de calle Las Heras, en dirección a su hogar en Orompello. Era sábado en la tarde, y la policía los sorprendió trenzándose a golpes. Ambos debieron explicar el motivo de su riña, con la permanente amenaza de la luma. Pero eso no fue lo peor. A la distancia, ambos enamorados contemplaron con asombro, tristeza y un tanto de desesperación la escena: mientras era subida al furgón policial, Marianela intentaba explicar inútilmente a su marido, el teniente Arredondo, su presencia en medio de una pelea entre dos borrachos rematados.
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Falsas premoniciones Yo le juro doctor, que a la Johanna la quise de jovencito. Después del colegio me fui a trabajar y ella entró a estudiar. Ahí le perdí el rastro hasta que varios años después me la pillé en el Don Jorge, trabajando de mesera. Había quedado embarazada, dejado los estudios, y al poco tiempo se casó. Pero su esposo un día llegó medio borracho y la golpeó. Entonces se fue a la casa de sus padres con el crío. Le prometo que fueron varias copas de cerveza glacial en ese bar antes de que me decidiera a declararle mi amor. Me convencí a la Johanna para que entráramos a la mala al Colegio Brasil, donde ambos estudiamos varios años hace ya. Allí sería nuestro reencuentro. Y justo, ya ve usted lo que pasó esa noche de viernes..., justo la mala pata de esos temblores, el terremoto que dicen. Casi se nos caen encima las paredes y los vidrios. Eso sí, alcanzamos a vaciarnos media botella de fuerte antes de salir arrancando en pelota. Ahí fue cuando me dio por visitar la iglesia del Hermano Domínguez. Un tipo choro, ah. No vaya a creer usted que es un charlatán. A la Johanna después de esa noche no la vi más en el Don Jorge. Yo la dejé en uno de los pocos taxis que andaban por ahí, y me fui a mi pensión. Pero doctor, yo le aseguro que no nos equivocamos con el acabo de mundo del martes pasado. No me mire con esa cara, que sé muy bien que si usted aprieta ese botón amarillo, entran los enfermeros con sus inyecciones. Créame, le digo que el próximo remezón viene fijo este viernes. El hermano Domínguez ya habló con el ángel ese. Entre nos, doctor, ya sé que esta conversación no va a ningún lado. Usted quiere encerrarme por loco y por eso acaba de apretar el botón amarillo. Al menos
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junte harta agua y téngame presente cuando venga el temblor. No olvide que esta es una historia de amor y fe. Yo no soy parte de ninguna secta, ¡le aseguro que yo no incité a nadie al suicidio, si ése fue el tonto del arcángel Miguel! Yo a la Johanna la quería, sí, ¡yo la quería!
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El Poison Bebieron un último trago de Bruce Douglas y salieron a la calle. Afuera había dejado de llover, y los rayos de sol que se filtraban por entre las nubes ofrecían un maravilloso espectáculo. A poco rato de andar dieron con El Poison en las cercanías del Mercado. Su amistad con lo peor del hampa, hicieron de él una persona sencilla, aunque respetada. Exitoso sociólogo, sus excesos le pulverizaron el cerebro hasta dejarlo en la calle. Sobrevivía captando clientes VIP entre proxenetas, micreros, carabineros, adictos terminales y pordioseros. Compraron, y El Poison los atendió amablemente, como siempre, aunque lucía preocupado. — ¿Qué te ocurre Poison? — Fue ayer, en medio de una discusión con mi padre cuando pasó. No pude resistirlo más, el viejo se ponía demasiado desagradable cuando tomaba. Le di con el brasero en la cabeza. Homicidio simple, ya lo sé, pero sucede que adentro de la cárcel la pasta es más difícil de conseguir. — La policía no lo dejará así, Poison. Te cargaste a tu padre, no es para menos.
De pronto se aproximó una patrulla. Los dos jóvenes escritores huyeron hacia el centro de la ciudad por los pasillos del Mercado. El Poison se quedó de pie aunque con una mueca que mezclaba atrocidad y dolor en su rostro, esperando la violenta e inútil llegada de los agentes.
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No volvieron a saber nunca más de El Poison, aunque continuaron drogándose a menudo. Esa tarde, sin embargo, no la olvidaron fácilmente. Antes de escapar se aseguraron de despojarle de toda su mercadería, y asestarle una buena puñalada al parricida.
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Fealdad Su primer encuentro con lo feo se produjo cerca de los siete años. Eso decían los recuerdos, al menos. Acompañó a su padre a una librería y entonces se topó con ello. La cubierta de una novela de samuráis se transformó en el primer verdugo de algunas noches de su niñez. No pudo evitar despertarse de madrugada y creer divisar en la oscuridad el horroroso rostro de aquel guerrero nipón que tanto lo impresionara. Una despiadada abyección recorría cada surco de su cara, y le pareció que tarde temprano se hallaría frente a él, y que entonces le habría llegado su hora. La segunda experiencia lo marcó de tal manera que se creyó perdido. Solo el tiempo pudo remediar en algo su miedo, hasta devolverle la normalidad. Sin embargo, se convenció de que cuando contemplara una tercera Gran Fealdad como esa, no se repondría. Se trató de su primera novia, cuando tenía algo así como diecisiete. Se tomó el asunto muy en serio. Se hizo amigo de sus suegros, habitué en casa
de su
amada, y tres veces estuvo a punto de perder su carrera
universitaria por amor. O mejor dicho, por calentura. Porque él ignoraba por completo que a su novia no le bastaba con las dos sesiones semanales de amor. El encontrársela desnuda en la cama de su hermano mayor fue algo realmente feísimo. La insultó a lo largo y ancho de toda la Remodelación Paicaví. En uno de sus jardines, consiguió que ella se arrodillara suplicándole perdón, solo para tener una última fotografía antes de abandonarla bajo la intensa lluvia. La tercera vez que pasó por algo semejante, la cosa anduvo un poco más lenta. Para cualquier ser humano, aceptar una derrota tan dolorosa no resulta tarea fácil. Fue arriba de una micro Rengo-Lientur. Volvía a su casa agotado luego de un
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turno de noche en una industria de Hualpén. Cuando estaba a punto de quedarse dormido en su asiento, la micro se detuvo en un paradero de Avenida Chacabuco y coincidió con que le dio el semáforo en rojo. Esto hizo que tuviera todo el tiempo del mundo para fijar su atención en un hombrecito de lentes, de mirada algo extraviada, vestido desaliñadamente, y que cargaba una enorme mochila en sus espaldas. De inmediato, reparó en el rostro del sujeto. Aquella expresión reflejaba no solo el cansancio de portar por largo rato el peso de esa mochila. Había algo más. Detrás de los lentes, esos ojos ocultaban una llamarada de rencor. Profundo rencor hacia una vida que lo había reducido a eso. Supuso que en otro tiempo este hombre había soñado con ser otro, y que había sido la vida la que se encargó de barrer con sus expectativas, reduciéndolo a lo que era ahora: una cosa fea, peor incluso que el samurái. La micro reanudó su marcha, pero la imagen del sujeto del paradero se las arregló para hacerse indeleble dentro de su cabeza. Sin embargo, no constató la fealdad sino hasta la mañana siguiente. Cansado por el nuevo turno y con el peso del trasnoche a cuestas, no pudo evitar mirarse un poco más de lo normal en el espejo tras lavarse la cara. Entonces lo descubrió. Sus ojos poseían una expresión flamígera y rencorosa similar a la de aquel individuo. También él había soñado con ser otro. Domesticado, explotado y exprimido, los días en los que se pensó libre, dueño de su vida, con la posibilidad de dejarlo todo y volver a empezar una y otra vez, se habían marchado para siempre. La vida se las arregló para atraparlo, y hacer de él también una cosa fea. Herido y desesperado como estaba, usó un frasco de perfume para quebrar el espejo en varios puntos. Luego se tumbó sobre la cama y se echó a llorar, como un condenado a muerte.
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Los incendios Antes de quemar la automotora de Avenida Paicaví, Mario Bonzo era un completo infame. Pero tuvo suerte, y las cámaras llegaron justo a tiempo. Alcanzó a sonreír frente a ellas y a maldecir a un par de autoridades, antes de que lo subieran al carro policial. Durante los largos meses de prisión preventiva, recibió algunas cartas de supuestos admiradores de su causa. Como por ayuda de los dioses, esquivó la ley antiterrorista y al fin lo dejaron en libertad. Su abogado arguyó una depresión, debido a un desgarrador fracaso amoroso en sus tiempos de dócil oficinista. Le dijo al juez: — ¡No sería justo culpar a un tipo cuyo pene fue incendiado por una novia perversa!
Tras unas semanas de readaptación, volvió a sus andanzas. Primero quemó la estatua de un general. Después, destrozó los vidrios de un banco. Una noche, medio borracho, las emprendió
contra
la
gigantesca publicidad de
una
multitienda. Dibujó un monstruoso pene bajo el rostro sonriente de un animador de televisión. Consciente de que la policía le seguía los pasos, Bonzo se recluyó algunos días en un sencillo motel de calle Bandera. La mañana en que fue detectado, improvisó un lienzo con las inmundas sábanas, y y lo descolgó por la ventana:
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“NUESTRA ESPERANZA NO CABE EN SUS HURNAS NI EN PALABRERÍAS ¡ELEGIMOS SER REBELDÍA!” Acto seguido, dejó caer sobre los oficiales unas cuantas bombas incendiarias. Se escucharon algunos disparos. Luego, los agentes ingresaron cautelosamente al inmueble. De Bonzo, ni rastro.
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La sentencia — No tienes salida, muchacho… Se lo dijo justo antes de ahogarlo con su almohada. La traición se consumó en el Hospital Higueras, mientras media docena de abuelos esperaban su turno para entrar a pabellón. Don Matías conocía a Don Enrique desde hacía 73 años. Don Enrique no se conformó con quitarle un par de novias de liceo. Lo mismo hizo con su mujer, a la que convenció de abandonarle junto a sus hijos, tras dos décadas de dulce matrimonio. Y claro, Don Matías se cobró su derecho a venganza. Lo hizo tras perdonarlo públicamente, y luego que Don Enrique accediera a comprar todos esos boletos de lotería junto a él. Era un plan ambicioso: dependía del azar. Quiso el destino que los insólitos amigos le jugaran al boleto ganador. Don Enrique lo juzgó milagroso, y confió en el perdón a sus traiciones. Pensando en los tiempos venideros se entregó a una alcohólica alegría, que su corazón no resistió. Un preinfarto lo mandó al hospital, y hasta allí llegó su ‘preocupado amigo’. — Ya lo ves, mi buen Matías, la vida nos exige reconciliarnos…— alcanzó a musitar Enrique, antes de que el furioso anciano ejecutara sobre él su fatal sentencia.
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Mal día Eugenio debió pensarlo dos veces antes de decidirse a salir de casa ese día. Comenzó
tomando prestadas unas rosas que crecían libremente en la
Remodelación Paicaví. Iba donde Catalina. Desconocía por completo que la chica había pasado un excelente fin de semana –que él creyó de llanto y culpa-, en compañía de un amigo de infancia. No tuvo necesidad de cruzar la puerta para que las flores le quedaran de sombrero. —¡No vuelvas a aparecerte por aquí, ya no me importas, ya no te quiero!—le gritó Catalina desde el balcón de su departamento.
Pero lo peor para Eugenio no fueron los insultos de Catalina, sino aquella enigmática silueta que contemplaba la situación, desde detrás del visillo del que otrora fuese su cuarto. Se fue de allí con la cola entre las piernas, como se dice, decidido a no saber nada más acerca de ella.
Pero claro, los furiosos recuerdos se rebelaron
dentro de sí, llenándole los ojos de lágrimas tan profusamente, que fue incapaz de divisar el auto que se desplazaba por la Avenida Paicaví y que terminó por embestirlo. Es verdad que sufrió lesiones menores, algo de suerte le tocaba al pobre entre tanta adversidad. Lo llevaron al Hospital Regional, donde lo atendió un médico que padecía una resaca descomunal –era domingo-, y lo tuvieron en observación un buen rato. Salió con la esperanza de recompensarse por tanta desgracia. Para ello se dirigió hasta una concurrida sanguchería del centro. Pidió un par de barros lucos
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con abundante queso. Y bueno, devoró como un energúmeno hasta que descubrió un par de alas pequeñas y delicadas en medio de la carne. No pudo contener el asco y asomaron las arcadas. Corrió hacia el baño con la esperanza de que estuviese desocupado, pero los guardias interpretaron mal el asunto y creyeron estar frente a un creativo perromuerto. Tras sacudirlo y golpearlo un poco, lo arrojaron a la calle. Eugenio caminó cabizbajo hasta su casa, y cuando tropezó con una baldosa suelta y se partió la cara, por primera vez en el día esbozó una sonrisa.
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Karaoke Nunca podremos sentirnos suficientemente seguros caminando
de
madrugada por el centro de Concepción. Sin embargo, lo que le sucedió a ese pobre borracho no se puede atribuir a otra cosa que no sea una maldición, un castigo de los dioses, el karma o la simple mala cuea de estar en el lugar equivocado a la hora incorrecta. Dejó la mitad de su sueldo en un local de karaoke. El asunto fue motivado por una tragedia amorosa, aunque la música allí dentro bien hubiese podido alimentar fantasías suicidas hasta en el espíritu más limpio. Por eso, mientras los demás cantaban tales abominaciones, él se dedicó a beber un trago tras otro, hasta perder la cuenta y la conciencia. Fue arrojado a la calle por un par de gorilas, y caminó dando tumbos por Barros Arana. Se decidió por fin a cantar a todo pulmón un tema de Favio, y entonces comenzó su vía crucis. Alguna gente despertó sobresaltada de sus pesadillas, y corrió al balcón para gritarle groserías o arrojarle algún objeto. Pronto comenzaron a lloverle escupitajos, baldes de agua fría, maceteros, relojes, galardones de concursos literarios, zapatos, etc. Nada lo detuvo, y siguió interpretando a Favio hasta que en un arranque de locura, y sin dejar de cantar, se desnudó. Justo en ese instante comenzó a llover muy fuerte, lo que tampoco le importó gran cosa, sabiendo que sería imposible regresar así a casa y darle una explicación coherente a su mujer. Al final, una horrorosa tulipa que observaba la escena con alguna compasión, se ofreció generosa a dar buen término al calvario de aquel beodo. Lo tomó con sus tentáculos, lo condujo en el aire hacia su pistilo y se lo bebió como a un batido rancio de cualquier Servicentro de Avenida Los Carrera. Del hombre nunca más se supo, aunque hay quienes aseguran escucharle cantar a Favio en las noches más desordenadas del paseo Barros.
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La maleta La historia es más o menos así. El tipo caminó hacia su departamento, después de visitar a su madre, que sonrió al verle llegar. La calle Salas estaba a oscuras, y a poco de andar tropezó con una maleta de viaje. Sin pensarlo demasiado, decidió llevarla consigo. Escuchó algunos improperios desde un edificio aledaño. Eran policías, y al parecer acababa de arruinar un procedimiento. Irracionalmente, tomó la maleta y corrió con ella en dirección a Barros Arana. Una vez en su cuarto, descubrió que la maleta estaba llena de billetes. Parecían legales y estaban ordenados perfectamente en fajos. Al fin algo de suerte, pensó mirando el techo, con grandes manchones de humedad y grietas que permitían ver la espesa bruma que comenzaba a cubrir la ciudad. De pronto, escuchó que alguien forzaba la cerradura. Recordó que la logia conducía a un restaurante chino. Tenía una oportunidad. Sacó su viejo revolver del velador, tomó el maletín y salió de su cuarto cuidadosamente. — ¡Suelta esa maleta, hijo de puta, somos la policía! — gritó alguien desde la oscuridad, al tiempo que se oyó un disparo Entonces repelió el ataque, y oyó gritar a uno. Bajó las escaleras de la logia usando la maleta como escudo. Tres metros más y lo conseguiría. Sintió que un par de balas le rozaban la cara y se creyó perdido. En eso llegó abajo y salió a la cocina del restaurante, donde meseras y cocineros chinos lo miraron aterrorizados. Se preguntó si sus gritos se escucharían igual en Shangai, luego lo olvidó.
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Salió a la calle y sólo entonces se percató de que cojeaba: su pierna sangraba abundantemente. Pero no era para espantarse, debía evitar a toda costa irse a negro, lo peor había pasado y necesitaba seguir. Atrás quedaban sus verdugos, los tres años y un día de cárcel por un atraco que nunca cometió, el divorcio de su mujer que lo dejó en la miseria, y la misteriosa desaparición de sus dos hermanos. El bus estaba cerca y tal vez su madre volvería a sonreír.
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En un motel de Avenida Rodríguez Y el revólver que ella usó es el mismo que escondió tu personaje La flor del viejo hotel. MECÁNICA POPULAR
Se refugió en un motel de la Avenida Manuel Rodríguez. Llevaba diez años escribiendo relatos erótico-policiales para una pequeña revista. Apenas pasaba los sesenta, pero se sentía viejo y decrépito. Hacía tres ediciones que no resolvía la historia de una muchachita que de pronto se vio envuelta en tres horribles asesinatos en calidad de acusada. Se sentía harto y aquella calurosa tarde decidió darle un merecido final. Sin embargo, como escritor le quedaban muy pocos argumentos para demostrar la inocencia de la jovencita. — ¿Y si la hiciera culpable? ¿Acaso perdería su encanto? — se preguntó. Iba por
su segunda botella de whisky barato cuando alguien golpeó la
puerta de su habitación. Una deslumbrante señorita se presentó como fiel seguidora de sus relatos: — Hace tres ediciones que no puedo dormirme sin antes pensar que ese personaje soy yo misma. De cualquier modo, vengo a darte una idea…
El hombre se sintió acalorado, conmovido y borracho. Entonces enloqueció sorpresivamente y se abalanzó sobre la jovencita, fuera de sí. De las habitaciones contiguas le oyeron decir entre gritos: — ¡Eres mi creación, te di la vida y haré lo que quiera contigo, maldita mujer! ¡Entrégate!
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Entonces se escuchó un disparo, y más tarde apareció la policía. Sobre el escritorio, el cuerpo semidesnudo del escritor y un boceto inconcluso de la que sería su última historia.
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La venganza de los amantes Me ocurrió hace algún tiempo. Yo paseaba por la Universidad. Ella estaba sentada en el pasto, leyendo un gastado ejemplar de El Amante de la China del Norte. Esperaba a su novio al parecer, pero para cuando llegó, se había despachado un par de pitos y supongo que ya no era la misma. Nada era lo mismo. El asunto fue que el tipo le pidió un beso. Ella accedió, y fue un beso muy largo. Lo que vino después no sabría cómo describirlo. Habrá sido la envidia, el asombro, la calentura, qué sé yo. Un carabinero que paseaba junto a su perro, echó al can a un lado y comenzó a tocarse allí mismo. Un par de profesores que miraban la escena, comenzaron a besarse y pronto se quitaron la ropa. Algunos grupos de estudiantes que caminaban por el campus se desordenaron: dos para una, tres para uno, y así. Incluso, en un momento, el perro guardián salió disparado y comenzó a afilarse a una quiltra. Todo fue amor hasta que la chica terminó violentamente su ósculo. Para sorpresa de su acompañante, extrajo de su morral una serie de cartas, las que empezó a destruir una a una. A medida que lo hacía, las parejas, tríos y cuartetos que se habían armado, se disolvían. El último en despegarse fue el subteniente Alvear de su quiltra. En cuanto rompió la última carta, la chica cayó fulminada, y su acompañante fue cercado por los amantes que, furibundos, lo culpaban de haber terminado con el hechizo. Yo intervine para que no lo lincharan, y consiguió escapar a duras penas. Entonces me acerqué a la chica y quise hacerla volver en sí con un beso, cual príncipe encantado a su bella durmiente. Sin embargo, en cuanto posé mis labios sobre los suyos, ella me separó bruscamente y me propinó una feroz cachetada. Entonces desperté solo, en medio de la pista de baile de un antro pestilente del Barrio Estación.
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