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EXPERIMENTO FALLIDO -MicrocuentosOscar Sanzana Silva sanzanasilva.blogspot.com osanzana@gmail.com Concepci贸n, mayo de 2015.
Índice. Plusvalía En un lugar obscuro Reconocimiento La noche Escorpión La superficie lunar El gladiador Impacto con la realidad Discoteca Reptiles El alcalde Desconsuelo Detrás de la cortina Sermón efectivo Payasos borrachos
La caída Fiesta de la primavera Fauces Alergia Adiós Los incendios La justiciera Inmolación fallida Intimidades El hombre rana El secreto Sábado por la noche Síndrome de Stendhal Ciudad feroz Experimento fallido Justo castigo La despedida
Plusvalía Como cada noche, la veré colgar sus medias en la ventana. Volverá a hacerlo pese a las quejas de la presidenta del edificio, que dice que así le quita plusvalía al resto del bloque. Indiferente, ella colgará sus medias y volverá a ahogar su soledad en un vaso de alcohol. Se sentará en el sillón de mimbre a ver pasar los coches por la avenida Los Carrera. En cuanto el licor haga lo suyo, confundirá el resplandor de algún foco trasero con el paso de un cometa. Y pedirá un deseo.
En un lugar obscuro He vuelto a tener cuatro años. Guardé la pieza que faltaba en un lugar seguro. Así, mañana podré terminar mi rompecabezas. Podré, además, entender de una buena vez lo que ocurrirá si junto el cielo y el infierno, mi ser y mi sombra, para luego volver a extraviar las piezas y dedicar una nueva vida a resolver el siguiente enigma.
Reconocimiento No era la primera vez que se veían, claro. En realidad ambos creyeron haberse conocido a cabalidad en un par de sueños, aunque no estaban seguros del todo. Una porción abundante de pesadillas diurnas se las arreglaba siempre para cubrir con su envidiosa bruma los recuerdos oníricos más bellos. Sin embargo, esa tarde fue distinta. En cuanto sus miradas se cruzaron, se reconocieron. El problema era que estaban en los andenes contrarios del metro. Aunque pensándolo bien, ¿qué problema puede existir realmente para los enamorados?, ¿acaso el amor no los provee de valentía suficiente para atravesar montañas? La gente en su mayoría se pasa la vida ignorando estos asuntos, pero ellos no, y en último caso a nadie más importa. De allí que una señora gritara horrorizada –sin comprender– cuando la pareja bajó hasta las vías, y ante la proximidad de un tren en dirección a Moncloa, se uniera en un ardiente abrazo en mitad de los rieles. Juntos para siempre, al decir de Octavio Paz, como dos rimas felices pronunciadas por una misma boca invisible.
La noche Y la muerte era la noche, la gente de esa época lo sabía, y el humo de los incendios forestales se colaba por esa ventana de la Remo Paicaví. Había un grupo compartiendo al interior de aquel departamento. Ellos fumaban, reían, hablaban y bebían. Pero la innombrable tomó la forma de un antiguo rencor. Años atrás, los cuatro amigos sentados a la mesa –como en esa oportunidad– jugaban amistosamente a las cartas. Entonces, uno de ellos quiso quedarse con todo el dinero de la apuesta. Empleó la traición, sí. Pero eso no fue lo peor, sino la presencia de la chica de uno de los traicionados en la cama del vivaracho. Y la muerte era sabia, y sirviéndose del despecho acumulado, eligió a uno de esos cuatro amigos sentados a la mesa, como antes lo había hecho con otra media docena de sujetos durante esa tarde. Se coló por esa ventana siempre abierta a la noche, y dio vueltas hasta penetrar en el corazón de la casa encantada. Los humos, las risas, el blablá, la bebida, los gritos y de pronto un mortal silencio. La aparición de un cuchillo que poco antes de concretar su ejecución –clavándose con saña en el pulmón de un desdichado–, insistió en leer su declaración por boca del victimario, como si se tratara de un verdugo del Estado Islámico. Y la muerte era todopoderosa y no hubo quién pudiera impedir que tomara al apuñalado de la solapa, para llevárselo en andas. Después de la ira, la angustia, el arrepentimiento. Y una carcajada que los tres sobrevivientes oyeron desde la calle, mientras el humo de los incendios forestales seguía conectándolos con el infierno. La gente de entonces lo sabía: la noche era la muerte, y viceversa.
Escorpión Había algo en la ducha, yo lo vi. Era negro y parecía una pelusa de lana, pero no lo era. Se movió en cuanto traté de retirarlo y comprendí que quería hacerme daño. Supongo que la pequeña criatura pensaría lo mismo de mí, por lo que creí oportuno tomar una toalla y hacerle frente. El problema fue que el bicho se volvió hacia mí, diciéndome: - No tentarás al Señor tu Dios.
Y entonces creí desvanecerme como lo haría una burbuja de agua antes de irse por el desagüe.
La superficie lunar No sabe a queso suizo. Mucho menos a harina tostada. Que no, que no sabe a ninguna cosa que te parezca siquiera vagamente familiar, que no sea la nostalgia. La superficie de la luna está hecha de pedazos de corazones rotos, que han salido volando para encontrarse en algún lugar menos hostil que el cuerpo de un inocente. Hace tiempo que la Tierra se viene poblando de máquinas sin corazón. Si miras con atención los cráteres de la luna, divisarás sombras muy parecidas a rostros humanos. No se trata de ninguna coincidencia, sino de un último recurso de esos pobres corazones que buscan con desesperación volver a su lugar de origen.
El gladiador Lo vi retorcerse en la arena mientras los fanáticos lo alentaban para levantarse y volver a la carga. Su rival no llevaba ningún escudo, ni tridente ni red ni púa. Le faltaba un diente, si eso sirve para conferirle alguna fiereza. El luchador se levantó como pudo y antes de que pudiese abrir bien los ojos ya había recibido otra media docena de golpes en la cara. Sin embargo, debo admitir que los resistió muy bien, y ninguno de nosotros, los espectadores de aquella cancha-de-tierra-coliseo-romano-de-Hualpén pudimos entender cómo se las arregló para torcerle el brazo a su oponente, y con una llave tan hermosa como brutal, ponerlo de rodillas, suplicando piedad. Nosotros, el bajo pueblo de siempre, desempeñamos el papel que nos correspondía en aquel viejo guión, agitando en el aire nuestros pulgares abajo. Lo que vino después fue un alarido del vencido, y celebrar por la victoria de nuestro magnífico gladiador, que corrió junto con un fajo de billetes, correspondiente al dinero de las apuestas, rumbo a la primera cantina que encontrara en la población Críspulo Gándara.
Impacto con la realidad Después de verlo en ese estado de ánimo, no supo si llamar a la policía o a un religioso. El hombre le dijo que se iba a morir, y ante esto su extraño sentido común se conformó con palmotearle la espalda y desearle suerte. Algunos segundos después, el desdichado se dejó caer desde un piso trece, a vista y paciencia de un puñado de profesores universitarios que casualmente pasaba por el lugar, y quienes vieron abruptamente interrumpidas sus incoherentes teorías con su estrepitosa caída.
Discoteca Siguió guitarreando hasta no hace mucho. Llegaron los pacos y se calló. Así lo quiso la vecina del frente, a la que le gritaban de todo desde la calle. Llegaron los pacos y se llevaron a dos, que seguían cantando mientras los metían al furgón. El resto les avivaba la cueca desde la vereda, bailando como energúmenos. Yo me sentí al margen como una espectadora más, hasta que ese joven me sacó a bailar y yo hice lo que pude, danzando como para los dioses sobre los adoquines que tan bonitos se ven con la humedad, reflejando las luces de los postes como si fueran el piso de una discoteca.
Reptiles La primera vez solo alcancé a divisar su cola, cuando la cajera de la farmacia me ofrecía un vigorizante sexual por la compra de unas aspirinas. La segunda, capté algo más que su cuello, mientras se desperezaba dentro de una oficina municipal. La última vez me lo encontré de frente, predicando en la Plaza Independencia; hablaba con tanta seriedad y convicción, que estuve a punto de pensar que realmente se creía todas las barbaridades que salían de su boca.
El alcalde Caminó hacia el precipicio, convencido de acabar pronto con el asunto. Arrojó allí sus penas, su cuenta bancaria con ceros a la izquierda, su ropa harapienta, sus zapatos de suela gastada, su integridad, su moral, los principios que un día lo hicieran soñar con un mundo mejor, sus años de olvido, las purgas de un exilio que, a diferencia de otros acomodados, lo mantuvo lavando platos por años, ¡años! Arrojó, además, la bolsita de té que pensaba beberse cuando las cosas se sosegaran. Desde luego, todo ello sería inútil en su nueva posición: el pueblo lo eligió alcalde, y él estaba dispuesto a robarse medio pueblo.
Desconsuelo Hasta el día de hoy no recuerdo si él bailaba solo o con aquel pedazo de tocador, desprendido por acción de terceros un día después de la fatal discusión. No sé, tampoco, si la odiaba mientras insistía en apegar su boca a la foto de ella, o mientras refregaba la misma imagen por sus mejillas, como si buscara untarse de alguna bendición, invisible para nosotros. Lo peor, sin embargo, sucedió ya al final de la noche. Lo encontramos en un rincón balbuceando un nombre, una canción y una fecha. El pedazo de tocador había salido volando por la ventana anunciando la proximidad del sol, mientras él insistía en ahogarse en aquel conmovedor charco de lágrimas.
Detrás de la cortina Todas las noches ocurre algo interesante detrás de las cortinas rojas del departamento de enfrente. De día, permanecen abiertas y desde mi posición solo alcanzo a ver la mesa de comedor y un cuadro donde aparecen tres jóvenes desnudas. Al caer la tarde, las cortinas se cierran y otras luces se encienden. El baile habitual de las siluetas es algo mágico, algo así como una teatralización fascinante. Ejerce un efecto hipnótico sobre quienes la contemplamos, deseosos de tener el coraje suficiente para cruzar el pasaje y situarnos detrás de aquella alucinante cortina.
Sermón efectivo Extrañamente, el público de la iglesia pareció volver de su sopor ante el ingenuo anuncio del sacerdote. Al grito de “amaos los unos a los otros”, procedieron a lanzarse como energúmenos, en carnavalesca orgía, los unos sobre los otros, y enredándose todos los asistentes a la misa en inesperados lances amorosos.
Payasos borrachos Pude entender entonces el terror que algunos experimentan para con los payasos. Y estos, para colmo, estaban borrachos, borrachísimos. El maquillaje corrido solo los hacía lucir más grotescos. El primero fingió frente a mí cierta alegría, pero no encontré nada en aquella sonrisa de infierno que se asemejara a la bondad. El segundo, se hizo de mi billetera con desdén, mientras silbaba un tango de Gardel, revólver en mano. Decepcionado, la arrojó algunos metros más allá al no encontrar en ella nada de provecho. Yo desperté al día siguiente, deshecho, un poco más pobre que antes y con un nuevo trauma campeando en mi conciencia.
La caída Fue sublime, al fin. Un cuerpo yéndose a la mierda de ese modo tiene elegancia en su derribo. Las voces, las risas, los aplausos, la sangre. Llegando al río. Tocándonos a todos los serviles esclavos. Estando todos condenados. Y aun así fue sublime al máximo. Verlo irse a la mierda de esa manera tan pintoresca, en mitad del discurso con que habitualmente nos torturaba los días jueves, y que nos hacía maldecir su nombre. Atragantarse hasta perder el equilibrio con una pastilla de menta fue la cristalización en azúcar y anilina de nuestros más sentidos deseos.
Fiesta de la primavera Cuando aquel importante empresario vio la flor carnĂvora, fue demasiado tarde. Se le habĂa ido encima, con todos sus dientes y el peso de su invicto como cazadora de insectos.
Fauces Llegué hasta tu puerta con el corazón latiendo a mil. Mis labios quisieron llamarte “princesa”, “corazoncito”, “guagüita”. Pensé en términos como “reconciliación”, “oportunidad”, “perdón”, “error horrible”. Sí, esta boca estaba preparada para liberar las palabras que habrían de encandilar tus oídos. Preparada para hacerte ver que la vida sería más hermosa manteniéndote a mi lado. Incluso, mis fauces tenían instrucciones para regatear un perdón apuradito, que diera pie a una disculpa carnal, a un abuenamiento fugaz y ardiente. Estaba mi hocico, pues, preparado para cualquier reacción, menos que reventaras esa botella sobre esta jeta que, al menos en ese momento, estaba dispuesta a destilar amor.
Alergia Comenzó con los plátanos. La sola presencia de esta noble fruta sobre la mesa hacía que se llenara de ronchas. Luego fueron los duraznos, las peras y los membrillos. El asunto parecía ya un mal sueño, más cuando a la triste lista le siguieron el pescado, las nueces, el azúcar y la cerveza. Si vivir sin cerveza era ya una maldición, cuando descubrió que además era alérgico a los perfumes, las flores y los gatos, se sintió como adentrándose en un túnel cuya sola oscuridad lo aterraba. La situación se tornó insostenible cuando las personas que lo rodeaban, y en quienes acostumbraba a descargar sus frustraciones, le provocaron estornudos, sarpullidos y espasmos. Decidido a no dejarse irritar por nada, usó todo su dinero para aislarse en una cabaña remota. A los pocos días, una pareja de ermitaños lo encontró vagando de forma errática por el bosque. Al principio, la cantidad de ronchas los hizo dudar de si se trataba o no de un ser humano. No sabían si llamar a una ambulancia, a los pacos o a la NASA. Al parecer, la culpa la tuvo la irresistible visita de su novia con motivo de su despedida. Su lápiz de labios no era de la mejor calidad para una piel tan sensible como la suya. Y, claro, alérgico y todo el hombre necesitaba alguna alegría después de tanta calamidad.
Adiós Lo creyó definitivo. Leyó una vez más los ojos de ella antes de cerrar la puerta, y aunque estuvo tentado a finalizar la discusión con un portazo, se contuvo. La última manifestación de ella consistió en arrojar el retrato de él hacia la puerta ya cerrada. Consciente de que su oído seguía pegado a la puerta, el ahora inútil objeto se hizo trizas, y junto con él, algo más que una ridícula fotografía.
Los incendios Por tercera noche consecutiva, la ciudad estaba llena de humo. Se respiraba por todos lados, mientras media docena de incendios forestales producían bellos y terribles resplandores a lo lejos. Estábamos en un pequeño departamento, planificando lo que sería nuestro golpe definitivo. Alguien sugirió minutos antes hacer volar el Banco Estafa. En el transcurso de la reunión, me pregunté varias veces qué diantres hacía allí, con toda esa cantidad de personajes extraños. Había uno, por ejemplo, que tenía el pelo verde petróleo y unos ojos flamígeros. Cuando irrumpió la policía, nos encontró más que preparados. Para entonces, los incendios que rodeaban la ciudad habían hecho lo suyo. Era tal la inminencia del fuego que hasta la gente parecía arder, y que unos cuantos agentes salieran disparados por la ventana y envueltos en llamas a la calle, la verdad, a nadie causó mayor impresión.
La justiciera El asunto olía mal desde el principio. Demasiado bella, demasiado sola y demasiado aburrida. Digo, uno no suele encontrarse este tipo de chica salvo en sueños o en alguna película de Woody Allen. Se lo cuestionó todo antes de girar la manilla y entrar en la habitación. Finalmente, cedió a la tentación. Lo primero que lo deslumbró fue su portaligas de encaje blanco, lo segundo la pistola, y lo tercero, el hecho de que ella abriera fuego sin siquiera preguntarle su nombre. “Seré recordado como un héroe anónimo”, pensó estúpidamente antes de irse a negro.
Inmolación fallida Ocurrió una mañana de sábado. Ignoro lo que habrá motivado a ese individuo a inmolarse frente al Portal de Julio, una cantina decadente ubicada en calle Ongolmo. Ignoro lo que allí dentro habrá afirmado, prometido o despreciado. Si habrá sido asunto de principios, pago de apuesta o pena de amor. Allí adentro, el selecto público bien habría salido a presenciar el espectáculo, de no ser porque la policía lo desbarató. Para desgracia del proyecto de suicida, el nuevo carro lanzaaguas Mercedes Benz de Carabineros pasaba por allí, y viéndolo con un bidón de bencina en la mano, procedió a manguerearlo. Cuando se repuso del impacto, hecho sopa, el humillado desistió de toda operación y echando mano al Plan B, rompió a llorar como el más mundanal de los cristianos.
Intimidades Se trataba de un patio interior que compartían dos o tres bloques de departamentos, en Lorenzo Arenas I. La octogenaria señora Petronila encontró el amor a destiempo, claro, si acaso fuese posible concebirlo así. Pero don Olegario lucía radiante esa mañana. Mientras ambos colgaban su ropa interior, frente a frente en bloques distintos, no pudieron evitar sonrojarse cuando sus miradas se encontraron. El resto lo hizo la taza de té y la media marraqueta que compartieran al desayuno. Y claro, una vaga historia común que ambos recordaran sin mayor esfuerzo, la de un par de jóvenes que un día soñaron con una oportunidad como ésta, y que ellos procurarían encarnar ahora, dispuestos a enfrentar el paso de sus años con una última y bien ganada dosis de felicidad.
El Hombre Rana Fue mi compañero de liceo, aunque entonces era “rana” a secas. Un tipo con suerte: vestía pantalones agujereados y su delantal siempre lucía con manchado con lápiz, con témpera, con tierra o con mierda. Pero para nosotros, los demás alumnos, aquel individuo era el puto amo: tenía loca de amor a la más cotizada de las niñas, que acostumbraba a pasear de su brazo por el patio del colegio, únicamente para hacernos reventar de envidia. Con el paso de los años, al Rana se le acabó la suerte. Su chica drásticamente dejó de ser la más guapa, y él sumó fracaso tras fracaso. Tuvo un impulso, casi como una revelación, y se hizo buzo mariscador convencido de que algún día llegaría a ser un grande. La lectura de unos cuantos libros baratos donde se enseñaba a ser exitoso como emprendedor lo convenció. Así pasó de rana a Hombre Rana. Bajo el agua, sin embargo, tampoco la vida quiso saber nada de él. Realmente no sé qué se propondría hacer cada vez que hundía cabeza y cuerpo en el mar, pero lo único que encontró un día fueron los dientes de un tiburón despistado que navegaba con la apremiante desesperación de saberse lejos de sus aguas, y hambriento. Tras un ataque feroz, el Hombre Rana consiguió escapar, perdiendo casi todo su equipo en la huida. Una vez en casa, curiosamente, el despojo continuó y nuevamente se encontró con otros dientes afilados, que esta vez le amenazaron con dejarlo en la calle: el banco decidió acabar abruptamente con su aventura submarina y lo devolvió a la absurda realidad de sus hipotecas y sus dividendos impagos.
El secreto No me explico cómo alguien puede pasarse la vida ocultando un secreto como ése. Ni siquiera anciano, al redactar su testamento temiendo que una simple gripe lo fulminara, fue capaz de confesárselo ni a sus hijos ni a sus nietos. Existía una sola persona que conocía lo que realmente sucedió esa mañana de enero de hace muchos años atrás. Se trataba de un sacerdote octogenario, amante de las palomas y cuyo paradero actual le era desconocido. Con él, un día no resistió más y lo soltó todo. Había llegado hasta la biblioteca municipal con la intención de releer a Shakespeare y ante a su desorientación, se encontró con una amable y educada esfinge que le indicó la ubicación exacta del libro. Por miedo a que le tomaran por loco, siguió viviendo esa mañana y el resto de su vida como si aquello no hubiese tenido lugar, como un simple paréntesis dentro de la normalidad del mundo. Solo pareció reaccionar –y he aquí la necesidad de dicha confesión-, cuando algunas semanas después del incidente, escuchara hablar de un funcionario de aseo, conocido por sus malos modales y vocabulario soez, que fuera encontrado muerto precisamente a los pies de la misteriosa esfinge.
Sábado por la noche Sábado por la noche. Hubiese sido mejor encargar una pizza, buscar una peli en internet, dormir un poco, darse un baño de tina, beberse algo. Cualquier cosa era más inofensiva que quedarnos a solas en una habitación acostumbrada a nutrirse de nuestras ausencias. Un lugar que no nos exige hablar en serio, donde podemos jugar a dispersarnos, a partirnos en pedazos y jugar luego a rearmarnos con las piezas del otro. Los teóricos del arte deben tener un nombre para esto; los loqueros también. No hay terapia más profunda, ni ejercicio más perfecto. Quien diga lo contrario es probable que jamás haya salido de su metro cuadrado. Y, sin embargo, la dulce soberbia del exceso. Salimos a la calle sintiéndonos otros, decididos a no entregarles nuestras mentes y corazones al mundo que deseaba gobernarnos, porque ya no le pertenecíamos.
Síndrome de Stendhal Hace algunos años escuché hablar de ciertas personas que sintiéndose muy perturbadas por una obra de arte, de un momento a otro las emprenden contra la creación, haciéndole el mayor daño posible. Escenas de este tipo se han reportado en importantes museos de Europa, como el Museo del Prado de Madrid, así como también en el conocidísimo Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York. Y, por supuesto, no podía faltar un insólito caso de esos entre los bloques de la población Camilo Olavarría de Coronel. Estando yo una noche escribiendo una historia por encargo, me pareció escuchar que alguien gritaba en mitad de la multicancha. Me asomé a la ventana y me pareció divisar una silueta que pasó corriendo en dirección a los murales que un grupo de muchachos había pintado algunos días atrás. Se trataba de un conocido indigente del sector, al que mis padres le dan comida un par de veces a la semana. Sin dejar de gritar, el sujeto debió estropearse las manos de tanto rasguñar uno de los murales, precisamente el que tenía la imagen de una jovencita semidesnuda, que dando la espalda a sus observadores, parecía emerger desde un portal dimensional, o algo así. El vagabundo alcanzó a descascarar una parte del mural –la de aquel voluptuoso cuerpo femenino– poco antes de arrojarse al piso y comenzar a llorar desconsoladamente. Lo creí flechado, enfermo de amor por la mujer pintada en esa pared, o bien poseído por terribles recuerdos que ahora le estrangulaban el alma. Los carabineros que acudieron alertados por sus gritos, sin embargo, no tuvieron otra explicación que atribuírselo al lugar común del delirium tremens. Ellos, claro está, nada sabían del extraño mal que aqueja a los espíritus más sensibles, aquellos que sin ser necesariamente artistas, han convertido su vida en una tragedia de increíble belleza, que los críticos jamás podrán enjaular en sus museos.
Ciudad feroz A ver si tú adivinas dónde estuve todo ese rato. Puedo decir que desplacé entre trampas y raras latitudes que la bruma volvía aún más extrañas. Me dejé caer desde la cornisa de un alto edificio, siendo rescatado por un ejército de aves nocturnas que acudió a mi llamado. Jugué a establecer una relación entre las desapariciones y los bancos de niebla con los que cada mañana la ciudad suprime ciertos territorios a los ojos de sus habitantes. Me alcanzó una lluvia de la que no me pude defender. Me empapó hasta los huesos con sus gotas de angustia, y debo reconocer con cierta amargura que nunca había sentido tanta sed como cuando esa lluvia me mojaba, inmisericorde. En fin, terminé en el río y por poco siendo parte de su cauce, de no ser porque un sendero de tierra apareció frente a mí, devolviéndome salvadoramente a mi orilla.
Experimento fallido A Oscar Lautaro. Algo salió mal en el laboratorio. Tubos de ensayos reventados; pipetas que se dispararon en todas direcciones; papeles con fórmulas absurdas volando por el aire; un humo rosáceo inundándolo todo. El científico, un anciano que aseguraba ser descendiente de un biólogo de las SS, ido en un rincón, preguntándose qué demonios pasó en su lugar de trabajo. Su ayudante, algunos metros más allá, le respondió con aquella impúdica ingenuidad que él tanto detestaba: - Por acá todo bien, doctor. Lo único raro es este escorpión de dos cabezas que no deja de mirarme como si yo fuese el ser más extraño de este planeta.
Justo castigo Prometí no cobrar revancha sobre la anciana del piso de arriba, que arrojó un puñado de tierra –espero que no haya sido de cementerio– dentro de mi piscola. Solo por el hecho de entonar a todo pulmón una canción de los Doors a alguna hora de la noche no significa que pueda faltarme el respeto de esa forma. Y claro, sé que deberé enfrentar además la versión de los carabineros a los que insulté desde mi ventana, sin tomarme la molestia de abrirles la puerta. “Ni con orden judicial entran los huevones”. La choreza duraría poco, es cierto, pero debo reconocer que mientras lo decía me sentía como una especie de dios dorado. El asunto se resolvió con una multa de tres UTM, una cuasi expulsión del edificio que zafé por estar al día en el pago de los gastos comunes, y tener que soportar diariamente la amarga presencia de la señora de la tierra.
La despedida Se la tragó el vacío, tal como lo oye. Se fugó dejándose caer. No sé si feliz, pero como siempre, hermosa. Se despidió de mí con una seña. Yo con el corazón latiendo a mil, porque me había prometido no dejarla partir sin antes darle un beso. Ya ven cómo ocurren las cosas hoy en día. Todo es demasiado rápido. Mi maldita timidez lo hizo de nuevo. Me quedé como un imbécil mirándola mientras se iba baranda abajo, hasta que desapareció en mitad de aquel breve y vertical infinito, como suelen hacerlo los ángeles. Y sabe, yo estoy seguro de que ella lo era. Estoy seguro, además, de que no fue mi culpa, aunque ustedes me arresten diciéndome todas esas barbaridades: que la dejé lanzarse sobre los autos desde ese puente ferroviario que cruza la Avenida Paicaví, que no hice nada por detenerla, e incluso que la empujé. Pero yo únicamente dejé que se fuera, y volvería a hacerlo una y otra vez, porque cuando se despidió -aunque no lo hiciera con un beso- ella supo que descendería hasta alojarse en mi alma, y que yo estaría condenado a sufrirla por siempre.