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Los lacayos Novela
Oscar Sanzana Silva
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Oscar Sanzana Silva Registro Propiedad Intelectual: 238.350 Diseño de portada: Felipe Suanes El autor autoriza la reproducción total o parcial de este libro, siempre y cuando sea con fines NO COMERCIALES, y se cite su autoría.
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I Fue al abrocharse los botones de su camisa cuando Claudio Del Monte comenzó a sentirse extraño. Vestirse para ir al trabajo. Volver a cumplir órdenes y horarios, establecer una rutina, parcelar rigurosamente su tiempo, y someterse al asedio constante de un jefe. Hasta entonces se las había arreglado por su cuenta, consiguiendo clientes por aquí y por allá a los que hacer pequeños estudios de mercado y piezas publicitarias para sus negocios. Esta vez sería distinto, claro, pero todo parecía indicar que al menos económicamente, valdría la pena dejar de lado su independencia. A sus treinta y tres años, su desfile laboral había sido breve: dos meses en una oficina de contabilidad –hasta hoy no se explica cómo demonios fue a parar ahí-, y algunos meses en una multitienda, convenciendo a quien se le pusiera por delante de que los equipos ERC tenían el mejor sonido del mercado. Su última aventura posiblemente fue la más desgraciada: fracasó vendiendo seguros de vida, al no poder convencer a nadie de lo importante que era partir de este mundo dejando a alguien una recompensa. Tras un par de semanas, lo abandonó. En cierta medida, era comprensible que un suicida frustrado como Claudio Del Monte no fuera la mejor persona para semejante empleo. Decidió entonces montar su propia agencia de asesoría en marketing y publicidad. Los escasos clientes que llegaron a trabajar con él, si bien lo salvaron de la miseria, no consiguieron evitar que en poco tiempo reventara sus escasas tarjetas de crédito, procurando salvar su empresa. Se endeudó hasta el infinito, y el asunto terminó con un embargo que en cierta medida supo burlar, sacando a tiempo sus pertenencias más imprescindibles del departamento. Cuando los cobradores llegaron a su habitación, se sorprendieron de ver una colchoneta en el suelo y un velador tan apolillado que se desarmaría al intentar moverlo de allí. Mejor suerte tuvieron con una frazada que cumplía labores de cortina, que rápidamente fue considerada como botín de guerra y subida al camión de cobranza. El aspecto de la cocina no era menos desolador: una cocinilla y tres vasos –uno de ellos trizado-, más algunos implementos básicos desparramados en el suelo. Un televisor con una grieta que dejaba ver sus circuitos completó el escuálido botín de sus embargadores. Al cabo de una semana, y confiando en que no regresarían, Claudio acarreó de regreso sus pertenencias a su departamento. Por supuesto, no tuvo necesidad alguna de hacer más que un solo viaje. Pero allí estaba él, intentando recordar cómo hacerle el nudo a una corbata que se resistía a participar de semejante escena. Instalado en un departamento de la Remodelación Paicaví, se inquietó de pronto al recordar que nada sabía de ventas de softwares de información para empresas. Entonces recordó su diálogo con Anastasio en la barra de un bar al que llegó por azar. Entre el bullicio general, la música estridente de una banda de rock y el coqueteo frustrado a la chica que atendía la barra, las palabras de su otrora compañero de universidad rebotaron dentro de sus oídos, intentando abrirse paso para llegar hasta su mente: 4
— Mira huevón, esto no es ninguna ciencia. Necesito que diariamente llames a dos o tres viejos macucos y los convenzas de renovar su licencia con nosotros, porque somos los mejores, los más responsables, los que tienen mejor tecnología y blá, bla, blá. Te parecerá un trabajo de mierda, pero así se empieza.
Claudio Del Monte se definía como un ermitaño, un incomprendido, un outsider, como en más de una ocasión lo llamaron sus cercanos, en fin, un habitante de la ciudad inexistente para formar parte de instituciones y estadísticas. Pero ciertamente había sentido necesidad de llevar aquella vida de fantasma, jugando a desaparecerse del mapa por algún tiempo, y reapareciendo a las pocas semanas con algún gran proyecto, cuyo fracaso a la larga resultaba siempre irremediable. En una ocasión, sus amigos se preocuparon tanto con su desaparición, que se acercaron a la policía para presentar una denuncia por presunta desgracia. Sin embargo, antes de que comenzara su búsqueda, fue divisado dormitando sobre una banca del Parque Ecuador. Las deudas hicieron que le fueran cortados los servicios básicos de luz, agua y gas, por lo que decidió iniciar la autoflagelación de una vida en situación de calle, hasta que el panorama se tornara algo más favorable. De todas formas, su vocación de inadaptado se remontaba incluso a sus días de universidad, cuando se pasaba una o dos semanas encerrado en la pieza de su pensión, en una suerte de claustro o retiro voluntario, interrumpido solo por furtivas expediciones a la cocina y el baño. Eso, hasta que rompió toda relación con sus padres y abandonó los estudios, convencido de que para ser un creativo no se necesitaba otra cosa que no fuera abandonarse a los vaivenes de su inmensa imaginación, y atreverse a vivir la vida desde la acera del frente al sentido común. Le dio por unirse a un grupo de punk rock, pero incluso allí sufrió el rechazo de sus camaradas, una tarde en la que le dio por recitar poesías demasiado “afectadas” y con cero contenido contestatario. Los miembros de la banda resolvieron su expulsión de forma unánime y Del Monte no volvería a incursionar en la música. Acaso, detrás de ese vaivén de presencias y desapariciones se escondiera algún ardiente deseo de ser descubierto. ¿Por quién o quiénes? Es posible que ni siquiera él lo tuviera muy claro. Lo cierto fue que detrás de cada oportunidad laboral que atentara contra lo que denominaba “su libertad”, vislumbraba él una fuga inevitable. Por supuesto, no constituía un hecho deliberado ni sobre el que tramara alguna planificación, sino simplemente un pálpito, un presentimiento, al mismo tiempo tan íntimo como inexplicable, que si bien no llegaba a generarle angustia, tampoco consuelo. Solo un constante fluir en cada acto, la impresión de ser una pieza de rompecabezas que se niega a encajar a menos que se cambie el diseño que representa. Aquella predestinación alimentó en él una auténtica vocación de espectro. ¡Por supuesto que creía en el destino!, no por nada tuvo que deshacer a última hora los nudos corredizos de sus tres simulacros de renuncia a la vida, ¡ni más ni menos que tres veces! A su edad, Claudio ostentaba la triste estadística de un intento de suicidio por década.
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Pero esa tormentosa condena, esa permanente desilusión, de la que se creía a veces atrapado, se desvanecía en cuanto algo ocurría, que quebraba la lógica de su supuesta predestinación. Esto último no obedecía a lógica alguna. Cuando Huachipato salió campeón, sin saber un carajo de fútbol, salió a celebrarlo con más entusiasmo que los mismos hinchas. Su obstinado pesimismo no podía dar crédito a que un equipo chico llegara a ser campeón, convencido de que el fútbol es una mafia. Aquello le pareció hermosamente absurdo y lo celebró. Podría decirse que hasta la fecha siempre tuvo una excusa para no abandonar el barco y seguir navegando a contracorriente. No es que ame esta vida, es que soy un cobarde, le dijo a una antigua novia que alguna vez le pidió explicaciones, al encontrarlo desatando una horca, deshecho. Cobarde o no, Claudio Del Monte se propuso comenzar un nuevo ciclo de revelaciones y extravíos. De vez en cuando era necesario permitirse algunas concesiones para poder seguir viviendo. Una vez más, decidió intercambiar parte de su tiempo a cambio de una paga que le permitiera vivir de forma algo menos miserable. El departamento lo debía a la extraña herencia de un familiar indirecto. Era casi legalmente suyo, y esta ambigüedad de la ley impidió que le fuera hipotecado por sus deudas anteriores. Se sirvió un tazón de café y pan tostado, con la música de Morphine de fondo, y dio por terminado el desayuno en cuanto Anastasio llamó a su puerta: — Vine a asegurarme de que no llegarías tarde tu primer día. — Voy saliendo.
Se subió al audi de Anastasio y llegaron hasta un edificio del centro. Una gran planta dividida en pequeños cubículos constituía el lugar de trabajo. En ella se dispersaba alrededor de una docena de individuos, todos hombres, vestidos sin uniforme, aunque Claudio detectó cierta uniformidad en ellos. Se dejó conducir por Anastasio hasta la oficina del fondo, la única que tenía puerta, la oficina del jefe. — Mira, te voy a ser honesto. Llevo aquí cinco años y te puedo asegurar que los de allá afuera no son más que un montón de imbéciles. Debo decirles con lujo de detalles lo que tienen que hacer, y si algo se me olvida, es inútil pensar que lo harán por cuenta propia. Cuando te dije que podías trabajar aquí, estaba con algunas copas en el cuerpo, porque olvidé completamente la famita de maniacodepresivo que tenías en la universidad. Espero de corazón que hayas sentado cabeza. Si es así, te será fácil manejarte aquí dentro. La paga no es mala, y no faltan los pitutos, los negocios, los contactos. Aprovecha esta oportunidad, no la cagues.
Claudio Del Monte no recordaba haberle pedido trabajo a Anastasio en ningún momento de esa noche, pero asintió para dar rápidamente por concluida su rigurosa lectura de cartilla.
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— No te preocupes Anastasio. Esto es lo que andaba buscando. Además, si te puedo echar una mano para que las cosas anden mejor, cuenta conmigo. — Cuento contigo entonces, Claudio.
La oficina de Anastasio era un cubículo un poco más iluminado que los otros, cercano a un gran ventanal que daba hacia la Avenida O’Higgins. Claudio se distrajo un poco mirando hacia la Plaza Independencia. Recordó haberse parado en su odeón como orador en una jornada de protesta, en algún momento de su pasado. Se ofreció para leer unos poemas que, por supuesto, nadie además de él podría haber entendido. Fue abucheado por la multitud, ávida de versos fogosos y militantes, y de la poesía pasó a los insultos. Solo la oportuna intervención de un par de dirigentes lo salvó de una golpiza. De esa experiencia se puso como objetivo evitar en lo posible el trato con la gente. Anastasio lo condujo luego al que sería su puesto de trabajo. Se tomó un par de minutos para presentarlo al resto del personal, y no pasó mucho antes de que a Claudio se le acercara un sujeto medio calvo, de grandes lentes y sonrisa forzada: — Gusto de conocerlo, Del Monte. Me llamo Leonardo Peláez, y soy el segundo al mando de este buque. Cuando Anastasio no está, me toca a mí tomar las decisiones. — Encantado, Leonardo— le respondió, y continuó examinando su puesto de trabajo.
Claudio inspeccionó el que sería en adelante su escritorio. Una decena de carpetas empolvadas apiladas a un costado fue lo que más le llamó la atención. En su interior, una serie de currículums describían la labor profesional de unos cuantos, con evidente magnificencia. Le pareció asombroso y cierto. Había gente muy interesada en llegar a un lugar como ese, y no era poca. Miró las fotografías de cada postulante y buscó sus rostros dentro de la oficina. Dio con un par de afortunados. Luego echó un vistazo a los cajones: más papeles, timbres, corcheteras, clips, lápices en evidente mal estado, y una araña de rincón en el cajón más cercano al suelo. ¿Cómo era posible que semejante criatura se las arreglara para encontrar un hogar justo ahí? El edificio refulgía limpieza y orden, sobre todo esto último. Parecía un auténtico templo destinado a la dignificación del trabajo. Era hermosa, en alguna medida, la visión de todos esos estantes repletos de carpetas de colores, algunas perdidas en la altura, un par de maceteros con flores de plástico que a algún ingenuo se le había ocurrido instalar en medio de toda esa testosterona, las paredes impecables, el cielo raso suficientemente alto como para que quienes laburaban no pensaran que se trataba de una prisión. Y las ventanas, desde luego, las ventanas. Con pequeñas aberturas que aseguraban una adecuada ventilación, pero suficientemente estrechas como para evitar que algún desdichado en un ataque de locura se arrojara a la vía pública desde allí. “Sin duda, los arquitectos saben cómo construir estas jaulas para que uno no se extravíe en ellas”, pensó. 7
Poco antes de la hora de colación, se le acercó Anastasio: — ¿Dónde planeas almorzar? —le preguntó. — No lo sé aún. — Te recomiendo la cafetería. Buena comida, atención rápida, y no pierdes tiempo saliendo a otro lado. Además, todos estos almuerzan allí. Podrás enterarte de los chismes de este gallinero. — ¿Tú también almuerzas en la cafetería? — No. Yo generalmente tengo cosas que hacer en el centro, así es que aprovecho de almorzar por ahí. — Ah. — Ya, nos vemos a las tres. Recuerda que no hay ningún problema si quieres volver antes a la oficina para adelantar trabajo.
En cuanto hubo salido Anastasio, Claudio guardó las pocas cosas que había sacado de su bolso y decidió salir a estirar las piernas a la Plaza Independencia.
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II Hora de colación. Justo antes de insertar la llave en la cerradura, tuvo la extraña impresión de que alguien lo había seguido hasta allí. No acostumbraba a padecer este tipo de presunciones, por lo que, con cierto asombro, se dio la vuelta y caminó algunos pasos solo para constatar que el pasillo continuaba estando vacío. Miró hacia la Plaza de Tribunales. Los taxibuses seguían llenándose con la gente que abarrotaba los paraderos de la Avenida O’Higgins. No distinguió ningún rostro familiar en medio de la muchedumbre, y al fin se decidió a abrir la puerta, convencido de estar en posesión de la impunidad necesaria para completar este acto. En cuanto cerró la puerta, escuchó la voz de Fabiola, que al parecer provenía del baño. El departamento olía a su perfume, que imaginó rociado en pequeñas cantidades sobre su piel morena, como si se aprestara a salir. Esto fue lo primero que lo alertó. Lo siguiente fueron las maletas. En cuestión de segundos, su mente conectó ambos hechos, pero entonces ella salió del baño, lo vio parado en medio del living, como exigiendo una explicación, y disparó: — Me voy, Anastasio.
Antes de que se deshiciera el manto de hielo que arrojaron sus palabras sobre la habitación, Fabiola regresó al dormitorio en busca de su cartera. Él aprovechó esos segundos para acercarse al mini bar y servirse un whisky con hielo. Esperaría cómodamente. — No pienses mal. No fue solo por lo que ocurrió anoche. Es decir, sí. Pero resulta que además hay otras cosas —fue lo que dijo la chica antes de ponerse a buscar desesperadamente las llaves, para regresárselas a Anastasio. — Estoy en shock, Fabiola. ¿Tendrías la amabilidad de explicarme qué diablos está pasando? — Mira, no quiero ser latera. Creo que tienes un tremendo problema contigo mismo. No quiero entrometerme en tus asuntos, Anastasio. Hace tiempo que lo de nosotros ya no es como antes. No se trata de cuántas joyas me regales, de los viajes que me ofrezcas, ni siquiera del tiempo de oro que sé que robas a tus hijos para venir acá y estar conmigo. Estás mal, Anastasio. Vas por la vida siendo alguien que realmente no eres. Antes me gustaba tu ambición, querías llegar más lejos que tus hermanos, que los idiotas de tus padres. Luchabas por tu vida, y te las arreglabas para ser siempre un tipo interesante, lejos del arquetipo del trabajólico que tanto decías odiar. ¡Pero mira lo que ocurre cuando te sirves un par de copas de más! Aflora un odio que no puedo entender, como anoche, con esa pobre mesera sobre la cual descargaste tu ira, y a la que hiciste perder su empleo… dime, Anastasio, ¿hasta cuándo irás por la vida aplastando a los demás, como si eso te hiciera más ganador, más importante que el resto? A mí me da lo mismo lo que puedas
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responderme, pero mira a tu alrededor… ¿es que acaso también yo y tu familia, somos potenciales amenazas para tus objetivos?
Anastasio dejó escapar una risita, que aplacó sirviéndose otro vaso de whisky. Lejos de presentar el menor síntoma de rabia o enojo, se limitó a responder tranquilamente, con la vista en el ventanal que daba hacia la Plaza de Tribunales: — Ustedes, las mujeres, son unas criaturas extrañas. Les gusta jugar con fuego pero tienen miedo de quemarse. ¿Es que no puedes entender lo mucho que ha significado para mi carrera este último par de años? Me gusta mi trabajo, me gusta que los demás me digan que soy exitoso, me gusta el reconocimiento y también me gusta el dinero, ¿hay algo malo en todo ello? Me saco la cresta por las personas que amo, me la saco todos los días yendo de arriba para abajo y ganándome con esfuerzo cada chaucha. Tengo la suerte de estarme forrando siendo joven, pero ¿es acaso ése un defecto? No entiendo las estupideces que me dices. ¡Mírame Fabiola! De niño nadie daba un peso por mí y ya ves hasta dónde he llegado: estoy a punto de jugar en las grandes ligas. ¿Estrés? ¿Ansiedad? ¿Insomnio? Todo eso lo conozco, y de sobra. No seas tonta, vuelve aquí, además, ¿adónde crees que vas? No creo que a tus padres les agrade verte llegar de nuevo a casa con esas maletas… — Infeliz… — Sí. Ahora dime también que soy impotente. ¿Ya se te olvidó cómo gemías la otra noche, cuando llegaste caliente después de esa junta con tus amiguitas, y me llamaste a las dos de la mañana para que te echara un polvo? — ¡Pero cómo te atreves! Eres una basura, Anastasio. — Somos, tal vez. Empieza quitándote ese collar si deseas seguir insultándome.
Indignada, Fabiola se arrancó de un tirón la reluciente joya que embellecía su cuello. Le dio un par de vueltas en el aire, haciendo saltar las perlas que volaron hasta caer con gran estrépito al suelo. Anastasio, sin perder ni por un momento la calma que había conservado durante la discusión, se dio el tiempo para contemplar el espectáculo que ofrecieron las perlas, saltando y rebotando por todo el living. Volvió a beber de su vaso, y dijo en voz baja, como hablándose a sí mismo: — Estás hecha una loca de mierda, ¿eh, Fabiola?
Al escucharlo, la mujer pareció enloquecer:
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— ¿Quieres humillarme? ¿Eso quieres?
A tirones se arrancó el vestido, los aros, el par de pulseras. Todo lo que correspondiera a regalos de Anastasio. Fuera de sí, se desnudó con una violencia que no dejó de impresionar a su amante. Gritó como si junto con quitarse toda esa ropa se hubiese estado desangrando. En cierta medida, lo estaba. Absolutamente descolocada, e incapaz de entender la frialdad de quien hasta hace poco la estrechaba entre sus brazos, se sintió traicionada de la peor forma. Mientras lanzaba hacia la pared sus zapatos, con la esperanza de causar el mayor ruido posible, no podía dar crédito a que él se mantuviera en el sillón, con un vaso en la mano, mirando hacia otro lado, indiferente. Como si ella no existiera. A cada prenda que se quitaba y le arrojaba a Anastasio, profería una distinta maldición hacia él: — ¡Maldito! — ¡Miserable! — ¡Poco hombre!
Anastasio se sirvió otra copa, contemplando la escena. Fabiola se echó a llorar en el sofá solo con la ropa interior puesta. Entonces él miró su reloj y comprendió que no sería bien mirado si llegaba a la oficina a esa hora. Además, aquellos vasos de whisky comenzaban a hacer lo suyo dentro de su cabeza. Mejor era inventar una reunión importante que justificara su ausencia la tarde entera. Salió al balcón y llamó por teléfono a su secretaria. Aclaró el asunto, y en segundos se encontró desocupado. Miró hacia adentro: Fabiola seguía gimiendo semidesnuda sobre el sofá. Se le acercó, le tocó su hombro y esto provocó el inmediato rechazo: — ¡No te atrevas a tocarme!
El hombre fue hasta la cocina, y preparó café con mucha azúcar. Le puso la taza delante y se sentó a su lado. Fabiola ya no lloraba, pero estaba seria, muy seria. Herida por sobre todo. Una vez más, pensó Anastasio, dentro de ella la rabia se ha impuesto a la pena. Cuidando sus palabras, y luego de unos cuantos tensos minutos, Anastasio convenció a la chica de quedarse algún tiempo más en el departamento. — Sé que a veces me comporto como un imbécil, pero no puedo soportar la idea de que me abandones. Prometo no volverme a aparecer por aquí hasta que estés lista. Prometo no volver a forzar ninguna decisión. Te amo, eso lo sabes de sobra.
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“Sobra, sobra, sobra”, se repitió mentalmente una y otra vez Fabiola. Así era cómo se sentía ella: como una sobra. Le pareció haber encontrado el poderoso secreto que explicaba el éxito de Anastasio: hacerle sentir al resto que no eran más que sobras, que en el fondo no los necesitaba, porque él siempre conseguiría lo que quisiera, sin que importasen los obstáculos, las opiniones adversas, las presencias indeseadas. Se había acostumbrado a ser un triunfador que avasallara a sus rivales, que aniquila cualquier competencia, y jamás podría dejar de serlo, ni siquiera en cuestiones amorosas. Allí radicaba la razón de su encanto, después de todo. Se necesitaban muchas agallas para lidiar con él, y ella, Fabiola, se adjudicaba la valiente tarea que representaba domar ese carácter tan voluntarioso. Sí. Ella había aprendido a domarlo dejándose ganar como una tierra que se entrega ardientemente a su conquistador, relegando parte de su dignidad al desafío de saberse conquista, aventura, trofeo, recompensa. Ofrendándose. Incluso allí, siendo besada en sus hombros desnudos por quien se riera de ella en su cara minutos antes, se sintió envuelta en su poder una vez más; nuevamente sin la menor posibilidad de escapar de su posición de conquistada. Sintió que temblaba entera cuando él comenzó a acariciarle su pelo, y temiendo una voz amilanada por la humillante congoja, decidió, en lo sucesivo, asentir en silencio. Tragó saliva varias veces seguidas. Al fin, doblegada por Anastasio, Fabiola aceptó la invitación a almorzar en un restaurante de la Avenida Pedro de Valdivia, no sin antes tener que soportar que él llamara en sus narices a su mujer, para avisarle que una urgente junta de negocios lo haría llegar un poco más tarde. Instalados ya en el local, esbozó la primera sonrisa de esa tarde justo antes de que llegara la carta de los postres.
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III Mientras caminaba por calle Janequeo hacia su departamento en la Remodelación Paicaví, Claudio Del Monte volvió a experimentar la agradable sensación del día viernes, terminando su primera semana de trabajo, y con la promesa de descanso de los días sábado y domingo. No pensó tanto en el trabajo, como en la forma en que había afectado su tiempo. Las horas allí dentro encontrarán su último sentido a fin de mes, en aquel dinero que posiblemente me gastaré en cualquier estupidez. Le parecía insólito que a alguien se le pagara por realizar lo que él hacía dentro de esa oficina. Timbrar algunas órdenes, llamar a un par de sujetos diariamente para confirmar su lealtad para con la empresa, diseñar presentaciones para captar nuevos clientes. La empresa no está suficientemente segura de sí misma, por eso necesita a tipos como yo. Hubo un momento de esa tarde de viernes que le llamó la atención. Ocurrió inmediatamente después de que Anastasio saliera de su oficina malhumorado, y se dirigiera en términos poco amigables a sus empleados, responsabilizándolos de una supuesta rentabilidad negativa del último mes. — Me van a demostrar ahora mismo que están cien por ciento comprometidos conmigo y con la empresa. Necesito que se queden una hora más hasta terminar el pedido de los alemanes. ¡Sin ese pedido despachado hoy no se va nadie a dormir! Me comprometo a hacer todo lo posible con la administración para que esta hora adicional figure en sus liquidaciones de sueldo a fin de mes, pero ¡por favor, no me fallen!, ¡cuiden sus puestos de trabajo!
Por cierto, los encargados de dicho pedido eran los tres funcionarios más antiguos de la oficina, por lo que Claudio había escuchado en algunas conversaciones de pasillo. Los encargados del área comercial, como él, en poco o nada podían contribuir al éxito de aquella operación. Aun así, y aunque no muy convencido, decidió quedarse un rato más, como para expresar solidaridad con sus compañeros de labor. Lo que más le sorprendió fue el silencio que se produjo en la sala de trabajo. Inmediatamente después de que Anastasio pronunciara su arenga, se acabaron las bromas, los chistes, la música, en fin, el rumor que atestiguaba la presencia de seres vivos allí dentro. Intentó remediarlo, desconectando los audífonos de su equipo, dejando que la música rock se expandiera por la sala, pero una voz proveniente del cubículo de Leonardo Peláez, el Segundo al Mando, lo silenció de inmediato: — ¡Shisst, acaso no escuchaste al jefe, qué tienes en la cabeza Del Monte! ¡A trabajar se ha dicho!
Decidió no darle mayor importancia al asunto. Apagó la música, abrió un archivo de Word en su computador y fingió trabajar durante lo que restaba de esa maldita hora extra. Lo que hizo, 13
en realidad, fue copiar algunos versos del poeta español Leopoldo María Panero, que más tarde imprimió y pegó sobre el techo de su habitación. Tenía la extraña manía de llenar su cuarto con decenas de papeles con todo tipo de mensajes. Poemas, en su mayoría, pero no era difícil encontrar en aquel mosaico avisos de automóviles, bizarrísimas ofertas de empleo, fotografías de periódicos ya amarillentas por la acción del sol, y unas cuantas imágenes referentes a platillos voladores y fenómenos paranormales. Un tapiz delirante que abarcaba y definía su espacio más íntimo. Alguna vez escuchó por boca de un conocido que aquella correspondía a una conducta típicamente esquizoide. Frente a esa revelación solo pudo encogerse de hombros y asumirse un poco al margen de la razón, de la lucidez forzada, a la cual los demás parecían erigirle tantos monumentos… A las ocho de la tarde, y mientras sus compañeros seguían cabizbajos en sus escritorios, tal vez jugando solitario o bajando porno, decidió largarse. En la salida se topó con Anastasio, cuya oficina, estratégicamente, se encontraba contigua a la puerta de la sala de trabajo. Una sonrisa y un fugaz apretón de manos dieron por terminada la jornada laboral. Claudio Del Monte se detuvo en una panadería para comprar su once, y luego continuó su camino. A un par de cuadras de distancia, le pareció distinguir a alguien sentado en las escalinatas de su edificio. Al percatarse de su presencia con la bolsa de pan en la mano, la figura se levantó de un salto y comenzó a caminar hacia él. A medida que se fue acercando, a Claudio se le hizo más fácil identificar sus rasgos. Se trataba de Ramiro Nahuel, más conocido como El Loco Nahuel, uno de sus mejores amigos. — ¡Tanto que se hizo esperar la princesa! ¡Ya estaba empezando a echar raíces en esa puta escalera! —le dijo, dándole un abrazo. — Veo que ya volviste de tu viaje iniciático. ¿Viste la luz al final? — Así es. Ya estoy listo para seguir hinchándote las pelotas algunas noches por semana, ¿así es que estás trabajando?, ¿quién fue el pobre incauto que le ofreció pega a un ser con tantas tejas corridas? — Yo pensé que el loco eras tú. Fue Anastasio, no sé si te acuerdas de él… — Ah, sí. Alguien por ahí me contó que a ese gil la plata lo tenía medio cagado del mate… — No sé. Está en lo suyo, parece feliz. — Supongo que compraste pancito para dos, ¿o no? No almorcé hoy…
Claudio lo invitó a pasar y le convidó once. Una vez adentro, El Loco le sugirió reemplazar el café por unos vasos de cerveza.
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— Estoy trabajando —lo previno Claudio— ya no puedo chupar como antes. No me imagino llegar a esa oficina con caña. No podría aguantarlo. — Eso ya lo veremos…, pero acuérdate que hoy es viernes. No tienes escapatoria.
Ramiro Nahuel le contó de su experiencia mochileando por las provincias de Arauco y Malleco. Nacido y criado en las cercanías de Lumaco, su familia había emigrado hacía un par de décadas al sur. Tras algunos años de penurias económicas, y a costa de enormes esfuerzos, la instalación de una pequeña panadería y pastelería en el centro de Valdivia les permitió mayor estabilidad. Por entonces, Ramiro era un adolescente en quien comenzaron a despertarse fuertes sentimientos de afinidad hacia la lucha por la recuperación de tierras llevada a cabo por algunas comunidades mapuche en el sur, conciencia que se fortaleció paralelamente a su vocación de poeta. Por supuesto, aquella rebeldía no estuvo exenta de problemas para sus padres: suspensiones, malas notas, expulsiones. A duras penas terminó el cuarto medio, pero se las arregló para obtener el puntaje suficiente para estudiar pedagogía en español en una universidad del sur, cerca de la tierra de sus ancestros. De eso habían pasado varios años, y aunque al igual que Claudio, tampoco terminó sus estudios, Ramiro sobrevivía gracias a un escuálido trabajo en un preuniversitario, sumado a ocasionales clases particulares. Dedicaba la mayor parte de sus horas a trabajar al borde de la clandestinidad por lo que él denominaba “la causa de los oprimidos”, y al poco rentable oficio de escribir poesía. Cada cierto tiempo, sentía una necesidad imperiosa de visitar las comunidades mapuche cercanas al Lago Lleu Lleu, en un auténtico viaje introspectivo que usualmente daba como resultado algún poemarito autoeditado en papel roneo o de fotocopias, que se encargaba de regalar a sus cercanos. Entre ellos se encontraba Claudio, a quien conoció siendo Nahuel parte de una célula de apoyo de la Coordinadora, en una de las tantas tomas en la Universidad. Claudio le parecía entonces un pajarito aburguesado, que jugaba a la revolución en un intento de sacarle algún provecho a las espantosas resacas de su época universitaria. Así se lo había confesado en más de una oportunidad, recordando esos años con su humor característico. Mientras bebía un par de cervezas junto a Claudio, Ramiro recibió una llamada: — Tengo que confesarle algo, mi queridísimo señor Del Monte. He dejado de ser soltero. Cristina me acompañó a mi último viaje, y convencimos a una machi de que nos casara. Fue algo mágico, íntimo. Tienes el honor de ser uno de los primeros en saberlo. — Entonces te felicito, ¡vaya noticia! ¿dónde está ella ahora? — Comprando unos materiales en el centro. — ¿Materiales? ¿En qué andas metido ahora, Loco? 15
— Pinturas nada más, son para una brigada muralista que estoy creando junto a otros muchachos. — Ah. — Oye, me tengo que ir, otro día vengo a verte, amigo ermitaño.
Claudio acompañó a Ramiro hacia la puerta y luego se lavó los dientes. En cierta medida, era temprano para irse a la cama. Había mucho por hacer, y si se acostaba, pasaría solo un minuto entre cerrar los ojos tras haber culminado una rutina, y abrirlos para empezar otra. Fue ahí cuando recordó que era viernes, ¡qué sensación de alivio! Echó un vistazo a su estante con libros. Allí estaban las voces que tantos días y noches lo habían acompañado: Hesse, Alcalde, Bolaño, Cortázar, Nietzsche, Lowry, Borges, Kerouac, Rojas, Teillier, en fin…, una lista larga. Los poetas y filósofos siempre fueron unos vagos, se dijo, y entonces se sorprendió a sí mismo con la idea de salir a por más cerveza, o quizás algo más fuerte. Meterse en un bar. Se contuvo. Miró su computador, arruinado tras caérsele dentro de la taza del baño. Tendría que esperar a fin de mes, para obtener su primer sueldo y así poder repararlo. Apagó la luz, puso algo de Radiohead y se tendió en la cama. De vez en cuando, la luz de algún coche que pasaba por la Avenida Los Carrera se reflejaba en el cielo raso, y entonces inició el juego de pedir un deseo, o mejor aún, recordar algún momento particularmente feliz, al paso de cada reflejo. Se recordó niño, corriendo detrás de una pelota de fútbol desinflada junto a sus amigos del barrio en una calle de Lota Alto, ¿qué sería de ellos?, ¿qué estarían haciendo a esa misma hora?; se recordó adolescente, escribiendo una carta de amor que jamás se atrevió a entregar ¿qué tenía eso de feliz? ¿Acaso la destinataria de esa carta abortada no se había largado con el matón del curso, y, según sabía, hasta hoy era feliz junto a tan despreciable sujeto? ¿Se habría vuelto un buen tipo al fin?; el azul eléctrico de una baliza de la PDI le trajo el recuerdo de un par de novias visitando su guarida, su cama. Recordó a una de ellas desnudándose a contraluz, mientras él apagaba la radio con un rápido movimiento, que no dejaba de importunar el momento con una canción equivocada. El juego de los recuerdos asociados a las luces que invadían las paredes de su cuarto acabó junto con la música, y con Claudio Del Monte vencido por el sueño.
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IV En cuanto terminó de redactar cuidadosamente su primer Informe Mensual de Gestión, lo dejó de inmediato sobre el escritorio de Anastasio. Era un documento importante. Correspondía, ni más ni menos, a un balance de su primer mes de trabajo. La rentabilidad negativa de las últimas semanas, que tanto había mellado el ánimo de Anastasio, estaba quedando atrás rápidamente. Los softwares de administración se vendían como nunca entre las empresas de todo el país, especialmente en las del sur, al tiempo que se apuraban los planes de extensión de los servicios informáticos hacia países vecinos. Cada día aparecían nuevos clientes, y los antiguos daban valiosas garantías de fidelidad, querían saber de nuevos productos, y se arriesgaban a firmar contratos cada vez más comprometedores con la empresa. Anastasio era, en gran medida, el responsable del éxito de la compañía. Su estilo de liderazgo corporativo había sido ya reconocido en un par de revistas de circulación nacional. Por cierto, cada nueva cuenta de la empresa, le reportaba una asignación mensual adicional a su sueldo. Era durante la hora de colación cuando se hablaba del asunto. Instalados todos los empleados en la pequeña cafetería del edificio, algunos calentaban los almuerzos que traían desde sus hogares, preparados por madres, esposas o por ellos mismos. La mezcla de olores a diferentes comidas se hacía a ratos insoportable. Acostumbraban a comer todos alrededor de una misma mesa. Y a las bromas de rigor le sucedían conversaciones del estado de las cosas dentro de la empresa. Asimismo, circulaban algunos rumores en la oficina, respecto a la cantidad exacta de sueldo que percibía mensualmente Anastasio. “Es increíble lo que gana a costa de nuestro trabajo. Lo único que sabe hacer es estar en su oficina jugando solitario, y pasearse por las páginas sociales”, dijo uno. Pero pronto su comentario fue apabullado por el reconocimiento general: “Qué sabes tú, lengua larga. Desde que llegó, la empresa ha tirado para arriba”. “Es un genio y punto. El Jefe se las arregló para que hoy estemos en la cima”. “Es trabajólico y algo histérico, pero puta que hace buenos negocios. No va quedando empresa que no administre con alguno de nuestros programas”. Entonces, el mismo empleado que lo criticara respondía “Si es tan buen jefe, si nos está yendo tan la raja, ¿por qué no vemos ni un peso más a fin de mes? Se lo reparten entre ellos, entre puros sombreros grandes, y para nosotros, nada. Con suerte nos pagan una hora extra de todas las que hacemos al mes. Despierten, no sean huevones, nos están cagando”. Normalmente, en ese punto crítico intervenía Leonardo Peláez y la conversación acerca del trabajo se terminaba, para dar paso a los temas verdaderamente importantes de la sobremesa: el fútbol y la farándula. Claudio almorzó dos o tres veces en la cafetería, junto a sus compañeros de labor. Fue blanco de algunas burlas por su condición de nuevo. Eran bromas absurdas, que a Claudio incluso le costó algún trabajo comprender en su totalidad. Chistes internos que requerían la complicidad de unos esclavos condenados durante muchos años a remar en la misma galera. No pasó mucho tiempo antes de que se aburriera mortalmente de las conversaciones sin sentido, del conventilleo 17
acerca de algún personaje irrelevante, del olor de la comida, ese olor que se volvía agrio con el correr de los minutos, que seguramente escondía los secretos de la cocina familiar de cada uno de los comensales. Ese olor a comida que de una extraña manera, le hizo recordar casi con violencia la casa de su infancia en Lota Alto, con su madre aconsejándolo, mientras revolvía la cazuela en la olla de la que comía toda la familia. Pero el cruce de olores pronto lo devolvía a la realidad, y en aquel casino, a decir verdad, había muy poco que le recordara su casa. En una oportunidad, se le acercó un individuo al que apodaban Joya, y que al parecer era parte del personal de limpieza. Los otros empleados no se relacionaban con él, aunque eran numerosas las bromas dirigidas a su persona. Lo más usual era verlo llegar al casino cuando los demás ya se levantaban. Así ocurrió como aquella vez: — No sé si tú sepas algo de esto. Pero te ves más serio que este montón de payasos, y sé que no me vas a agarrar para el hueveo si te cuento lo que me pasa. — Cuénteme no más —le respondió Claudio Del Monte, echándose una abundante porción de ensalada a la boca —prometo no reírme en su cara, pero no respondo por lo que pueda decir luego a sus espaldas. — Es que si me va a agarrar para el… — Tranquilícese, hombre. Soy nuevo aquí, ¡ni siquiera tendría con quién comentarlo! ¿Qué le pasó? — Anoche tuve un sueño terrible —Joya miró a ambos lados, y tras constatar que no existían amenazas para la confidencialidad de su relato, se decidió a dar rienda suelta a su historia: — Los mataba a todos. A todos. ¡No quedaba títere con cabeza dentro de esa oficina inmunda! ¡Se negaban a pagarme el finiquito, los muy desgraciados! Es extraño, en la vida real yo sé que eso es imposible. Planeo irme de aquí, ya tengo vista la cabañita que me compraré en Hualqui. Sabe, joven, hace tiempo que deseo cambiar de vida. Aquí la paga no es mala, y aprendí a lidiar con estos insolentes. Pero ya estoy harto de sus burlas. Es lo que recibe uno por ser el más viejo, y el que gana menos. A mí eso no me importa gran cosa, llevo veinticinco años aquí dentro. Pagué la educación de mis hijos, viví con lo justo, pero nunca me faltó. En el fondo, estoy agradecido, solo que necesito ese último favor… ¿favor? Bueno, que me paguen lo que me corresponde no más, no estoy pidiendo migajas ni una gran recompensa, solo que me corresponde. — Eso está muy bien, Joya, ahora hábleme un poco más de su sueño. ¿Quiere decirme exactamente cómo los mató a todos, uno por uno o a todos juntos?
El Joya bebió un buen sorbo de su café. Se limpió finamente la boca con una servilleta, que luego arrugó, cerrando su puño:
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— Entraba disparando a diestra y siniestra a la oficina, pero con tal puntería que por todos lados caían víctimas de mis disparos. Algunos levantaban banderas blancas desde sus puestos, agitaban en el aire hojas de papel de fotocopia con mensajes tales como: “Yo estoy contigo, no me mates”, “Piensa en mi familia”, “Por lo que más quieras, Joya”. A mí me importaba un soberano cuesco que me mostraran sus papelitos patéticos. Iba hasta sus puestos y los ultimaba de un balazo en la nuca. Así, llegué hasta el fondo de la sala, y avancé, disparando y matando, hacia la salida. Me instalaba afuera de la oficina de Anastasio, pero el muy cabrón andaba en una reunión. Me senté a esperarlo, y en eso escuché que llegaba la policía. Ahí desperté. Se salvó el muy hijoputa. — ¡Ja, ja, ja! Debería hacerse ver Joya, no se puede ir por los sueños matando gente así como así… Cuénteme, ¿a mí también me llegaba un tunazo? — ¡Por supuesto! Fuiste uno de los primeros que me eché… — Oh, mierda.
Leonardo Peláez hizo su aparición en la cafetería, y como era usual, empezó a hablar de los últimos resultados de la Premier League o de la Copa de Campeones. — Es una pena lo que pasa con el Real Madrid. No pueden levantar cabeza…
Claudio se levantó a dejar su bandeja de comida. Entonces, Joya le tomó el brazo con una fuerza que le pareció un poco desmesurada, miró a Leo Peláez, que continuaba hablando de fútbol: — Ojalá que nunca te conviertas en uno de estos lacayos. Eso es lo que son. Lacayos. No piensan por sí mismos, se pasan el día siguiendo órdenes, y no me refiero solo a las del Jefe. La televisión, la publicidad, el canto de sirena de todo este podrido mundo. Hace rato que no oyen otra cosa, que no se oyen ni siquiera a sí mismos. Ojalá que nunca seas uno de ellos. — No sé qué decirle, Joya. Puede que tenga razón. — Hasta pronto, amigo Claudio. — Ahí nos vemos, amigo Joya.
Joya continuó sentado con su café. Anastasio se asomó y le hizo una seña a Claudio para que lo siguiera su oficina. Cerró la puerta y le ofreció un poco de etiqueta negra, de una botella que guardaba bajo su escritorio:
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— Quiero felicitarte. Acabo de leer tu Informe de Gestión y es exactamente lo que quería recibir. Me refiero a que no esperaba menos de ti, Claudio. Te aseguro que en ese documento hay más y mejor información que en los últimos seis meses de informes preparados por esos inútiles. Eres un hombre proactivo, Claudio, y eso siempre se agradece. Te propongo brindar por tu futuro, ¡salud! — Salud, y gracias, Anastasio —le respondió, alzando levemente su copa. — No tienes nada que agradecer. Escucha, tengo algo de lo que quiero que te encargues. Andan unos chinos detrás de nuestros productos. Tengo noticias de que nuestra competencia está contactándose con ellos para ofrecerle alguna baratija, pero ni siquiera los van a escuchar, eso te lo aseguro. Lo que necesito es que me prepares una presentación potente, abundante en muestras de satisfacción de nuestros clientes actuales. Creo que podrás conseguirlo sin problemas… Esos chinos no se nos pueden escapar, Claudio. — Tendrás esa presentación en tu correo antes de mañana al mediodía. — Eso quería escuchar. Esto es solo el comienzo. Estoy seguro de que serás un hombre exitoso, todo lo que necesitabas era una oportunidad, y me siento bien al haber sido yo quien te tendió una mano. De ahora en adelante, el camino lo vas a hacer tú solito. ¿Te acuerdas cuando en la universidad nos reíamos de esas palabritas que decíamos que inventaban los ricos, los hombres de negocios y los políticos? ¿Emprendimiento?, ¿innovación?, ¿oportunidades? Reconozco que me tuve que tragar mis burlas. Uno es harto pelotudo cuando cabro, no entiende nada. Entonces éramos incapaces de percibir que sin empresa privada y buenos negocios el país no crece, la vida de todos se estanca. La plata es la que mueve la economía, Claudio, y nos guste o no todos caemos en su bailecito. Aquí no se salva nadie. Mírame, llegar hasta acá me ha costado una buena sacada de mierda. Me he partido el lomo trabajando hasta veinte horas diarias, he pasado semanas sin ver a mi esposa y a mis hijos. Algún día te hablaré de todo ello. Pero ahora lo que me importa es que prepares una presentación que haga bailar a esos chinos, que los haga delirar, que fenezcan y firmen el contrato de exclusividad con nosotros…
En algún momento de la conversación, Claudio dejó de oír las palabras de Anastasio. Su mirada se había detenido en una fotografía ubicada sobre el estante. En ella, Anastasio aparecía estrechándole la mano a un sujeto de apellido Oliver, que se desempeñaba como presidente de la Sociedad de Fomento. En alguna época, Oliver había sido para Claudio un sujeto verdaderamente despreciable. Antes de ser elegido presidente de la Sociedad de Fomento, se desempeñó como ministro. Recordó algunas protestas contra su gestión, en alguna de las cuales había participado junto a Anastasio. Ahora, la fotografía ocupaba un lugar preferencial en la oficina de su jefe y amigo, donde ni siquiera había cabida para alguna imagen de su mujer y sus hijos. Seguro que aquello representaba todo un logro, toda una conquista moral, pensó. En cierta medida, Anastasio había derrotado a una parte de sí mismo. La había aniquilado, para que emergiera el nuevo Anastasio, el integrado, el emprendedor, el exitoso. Quizás lo 20
importante, se dijo Claudio, es que sea feliz, y al menos lo parecía. Una felicidad terrible, implacable. La felicidad de los leones, el éxtasis permanente de los campeones, los que respiran permanentemente su triunfo sobre la vida, sobre los demás y sobre sí mismos. Es posible que Ramiro Nahuel tuviera razón y que Anastasio se hubiera vuelto un poco loco de poder y dinero. En todo caso una enfermedad perfectamente comprensible para nuestro tiempo, se dijo. Y ahora, al verlo gesticulando con grandilocuencia, acerca de lo prometedor del futuro, parecía bailar alegremente sobre la tumba donde yacía lo que un día fue. La pregunta real era a cuánto estaba él mismo, Claudio Del Monte, de transitar por un viraje semejante, que culminara con la destrucción de quien fuera y con la emergencia de un nuevo ser, de un nuevo hombre: voraz, hambriento de victorias y de alegrías fugaces con cada una de sus conquistas. Y, sin embargo, no siendo más que un lacayo a fin de cuentas. De por medio estaba el dinero, ¡cómo lo había necesitado! Es verdad que nunca se imaginó deseándolo en demasía, pero eso se debió a que jamás, hasta ahora, se vio en una situación que le permitiera disponer del mismo. Era fácil ceder a la tentación, con la simple excusa de dejarse llevar, y terminar siendo esclavo de aquello que se comienza odiando y aceptando por necesidad. Ahora, si Anastasio tenía razón, y el dinero y el poder constituían la base de una buena vida, él estaba a tiempo para poder hacer algo al respecto, para alcanzar a subirse a ese carro que prometía estar destinado a la felicidad, o cuando menos, a darle sentido a una vida que hasta el momento para él no la había tenido. En un mundo en que las inmensas mayorías padecen, él podría formar parte de los vencedores, tener un buen pasar por esta tierra y empezar a preocuparse de las cosas sencillas, en vez de hacer caso a filósofos y poetas que solo lucharon por la inmortalidad a costa de su contagiosa amargura y sus hermosos fantasmas. Por primera vez, se sintió con el poder de elegir. Podía despertar de su letargo y transformarse, como Anastasio, en un integrado feliz, o continuar dentro de su caverna de outsider, de perdedor y solitario. El mundo le pertenece a los fuertes. Escuchó a Anastasio y lo comprendió. Luego se vio a sí mismo volviendo a su escritorio con una rara euforia, y comprobó con horror que no era del todo impermeable a las palabras de Anastasio. Después de todo él era su amigo, y su madre le enseñó una vez que a los amigos se les escucha, mientras revolvía la misma cazuela de la que todos comerían.
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V Leonardo Peláez avanzó algo dubitativo hacia la oficina de Anastasio. “El Jefe”, como se refería a él, no paraba de hablar por teléfono con alguien que, desde luego, suponía muy importante. Cuando al fin colgó el auricular, lo hizo evidenciando algún grado de molestia con la conversación que había tenido lugar. Esto contribuyó a que Peláez se esforzara más de la cuenta en ser cuidadoso con sus palabras, evitando que su presencia allí se tradujese en impertinencia: — Jefe, ¿lo puedo molestar un minuto? — Uno solo, Peláez. Dígame, ¿qué lo trae por aquí? —contestó secamente Anastasio. — Bueno, yo… — Sea breve, por favor. — Es que, mire, a lo mejor le parecerá una estupidez lo que le voy a decir, pero… — Son pocas las cosas que no me lo parecen, pero venga ya, vaya al grano. — Está bien. Sucede que vengo de la cafetería… — ¿Me viene a decir que andaba sacando la vuelta en vez de terminar el informe que le pedí? –le reprendió de pronto Anastasio, echando un vistazo al implacable reloj ubicado en la pared frente a su escritorio. — Pero Jefe, usted sabe que el primer martes de cada mes debo ir a hacer un trámite en el banco… — Ya, ya. Menos excusas y vaya soltando de una vez lo que tiene que decirme. — Estaba yo en la cafetería, cuando escuché un rumor a mis espaldas. Era el Joya que hablaba solo, decía algo acerca de un finiquito… parecía muy enojado. — Ah, sí. Finiquito quería el perla, igual yo lo siento por él, pero no hubo caso con los de arriba. Se quedó sin pan ni pedazo el viejo… — Sí, eso. Murmuraba tal cantidad de improperios que me resultaba difícil entender lo otro… — ¿Qué es lo otro, Peláez? — Eso es lo grave pues Jefe. Que decía que los iba a matar a todos, que nos iba a… disparar. — Está loco ese Joya. Hace rato que tiene una teja corrida. 22
— Yo creo que lo decía de pura rabia, pero de todas maneras, me pareció importante decírselo, Jefe. Usted sabe que en estos tiempos uno nunca sabe, se ve tanta cosa… — Sí, hizo bien Peláez. Voy a tener en la mira a ese viejo de mierda, en estas últimas semanas que le quedan dentro de la empresa. Ahora, váyase, vuelva a su puesto, que debo terminar de despachar unos documentos. — Sí, Jefe. Yo ya me voy, lo dejo, pues.
En cuanto Leonardo Peláez hubo salido de la oficina, Anastasio tomó el teléfono y marcó el anexo de Seguridad. Era para no creerlo. Lo único que le faltaba era que un loco quisiera hacer un escandalillo en su oficina. No podía haber elegido un momento peor. Justo ahora, cuando cada día se cimentaba más su ascenso. Ya lo veía venir: pronto recibiría una llamada desde Santiago para que formara parte del directorio. Entonces, este gallinero le parecería un lugar ridículo, una especie de pequeño infierno dejado atrás para ser parte de lo que él denominaba el “mainstream” de la empresa, la cima, y por fin no recibir órdenes de nadie. Porque incluso ahora se sentía poca cosa, ¿de qué servía que un puñado de imbéciles lo adorara como se adora a un dios castigador? Se hablaba de él en el directorio, su nombre lo conocían todos los grandes, pronto se codearía con ellos. Pero era preciso hacer las cosas bien con esta tropa. Amenazarlos de ser necesario, para que superaran por la fuerza su mediocridad -¡todos eran unos mediocres!, salvo Claudio Del Monte quizás, aunque en realidad, ¡también lo era ese rarito con alma de vagabundo!-, y sí, se aproximaba a pasos agigantados el día en que todos lo escucharían. Al menos allí dentro no vislumbraba competencia posible a su persona. De allí que una oficina ordenada y que funcionara como reloj fuera un requisito insalvable para un prometedor ascenso. Con este convencimiento, dio instrucciones precisas a los encargados de Seguridad para que estuvieran atentos a cualquier comportamiento extraño del Joya, y dentro de las medidas preventivas que les ordenó, se encontraba su propio resguardo. Pensó nuevamente en Claudio Del Monte. Su más reciente adquisición había sido todo un éxito. Se le ocurrió de pronto que sería divertido conocer un poco más acerca de él. Disponía de algunas horas, luego que no supiera nada de Fabiola en varios días, y que en casa Victoria, su esposa, estuviera convencida de que ese día le tocaba quedarse hasta tarde en el trabajo. Lo llamó a su puesto, y en cuanto se presentó en su oficina, le propuso una insólita invitación: — Ya es hora de que echemos unos tragos juntos, ¿no te parece? — Este…, claro Anastasio, vamos.
Una vez instalados en la barra de un bar llamado Malpaso, Anastasio pidió un par de whiskies a su cuenta. Contra todas sus expectativas, Claudio Del Monte parecía ser un empleado 23
con gran iniciativa, despierto, con buena estrella, y su imagen de inadaptado había quedado completamente atrás. Mientras Claudio le recordaba alguna anécdota de su época universitaria, por la mente de Anastasio pasaban a toda velocidad pensamientos como “no hay nada que una camisa de marca y un pelo suficientemente corto no puedan hacer por la imagen de un hombre”, “sabía que al final te venderías igual que yo, huevón”, “algún día me vas a agradecer el que te haya salvado de terminar en un psiquiátrico”, y otros afines. En fin, no era su amistad lo que buscaba, sino simplemente conocer otra experiencia de alguien que, aunque fuera superficialmente, al menos aparentaba cierta felicidad, cierta armonía: — Por lo que he visto en estas últimas semanas, eres un tipo brillante, con mucha proactividad y un espíritu de emprendimiento que muchos envidiarían, ¿me podrías explicar cómo diablos es que duraste tan poco en tus trabajos anteriores?
Claudio bebió de su vaso y miró a ambos lados antes de responder. — Mira, la mayoría de mis jefes resultaron ser unos idiotas. No había modo de llevarse bien con ellos. Además, aunque no se me note, la verdad es que sigo encontrando un sinsentido pasarse todas esas horas allí dentro. Ustedes, los jefes, deberían entender que mientras menos tiempo uno pase en la oficina, mejor se hace la pega. — Eso es válido para algunos. Para el ganado, no. — ¿Ganado? — No te hagas el huevón. Tú sabes que allí dentro hay algunos…, en realidad, casi todos, que son unos brutos. Actúan por obediencia, son serviles, aunque incapaces de pensar por sí mismos. Son demasiado dependientes. Si yo los mandara antes para la casa, no sabrían qué hacer con sus vidas. — ¿No será que estás justificando al explotador que llevas dentro? — ¡Qué extraña tu pregunta! —lo interrumpió Anastasio— no pareces ser un empleado conflictivo, pero hablas como si lo fueras. Eres un poco introvertido, medio ahuevonado tal vez, pero te las arreglas bastante bien en la pega. Con eso, al menos, te ganaste mi respeto. — ¿Gracias? — Déjame darte un consejo. Aprovecha de llegar lo más alto que puedas. Toma todas las oportunidades, arriésgate. Si tienes que mandarme a la mierda porque te salió una pega mejor, hazlo. Traicióname. Te odiaré algún tiempo, pero, finalmente, lo comprenderé. La única lealtad que conozco es hacia la plata, por muy abyecto que suene. — Vale, lo tendré en cuenta.
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Comenzó a llegar gente y el local pronto estuvo repleto. Murmullo constante, risas, brindis, la conversación algo incoherente de una muchacha sentada en la barra y el borracho que parecía ser su novio, alcoholes que iban y venían. De pronto, en medio de los cuerpos que poblaban el bar esa noche, Anastasio creyó divisar un perfil conocido. — Espérame un minuto, —le dijo a Claudio— pídete otra ronda mientras.
Anastasio se desplazó hasta una de las mesas contigua a la entrada. Saludó efusivamente y se sentó al lado de una joven que poco antes parecía abstraída en sus pensamientos, con claras intenciones de estar esperando a alguien. Las risas y miradas evidenciaban una gran complicidad entre ambos. Conversaron algunos minutos, luego Anastasio se levantó y regresó donde Claudio. — Ya está. A partir del próximo lunes tendrás a esa chica a tu lado. Se llama Karen Bernales y es diseñadora. — ¿Es que consigues a todo tu equipo en los bares? —le preguntó Claudio, sorprendido aunque risueño. — Más o menos. En los negocios, hay casualidades que no lo son. Yo les llamaría oportunidades que solo algunos podemos captar. No es pedantería. El tipo que estuvo en mi puesto antes que yo supuestamente tenía las mismas competencias mías, ¡hasta un MBA en una universidad gringa!, y la empresa se fue a la cresta durante su gestión. Yo simplemente sigo mis instintos. — Eres un puto ganador, Anastasio. — ¿Puto? — Perdón. Cuando me emborracho, se me sale lo soez. No te imaginas lo vulgar que puedo llegar a ser. — Procura no llegar pasado de copas al trabajo, o te echaré a patadas. — Descuida. — ¿Otro whisky? — ¿Por qué no?
A eso de las tres de la madrugada, Claudio y Anastasio tuvieron la mala idea de recordar que solo era jueves, y al otro día deberían volver al trabajo. Salieron del Malpaso en busca de un taxi, tambaleantes.
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— Creo que mañana voy a necesitar una grúa para poder levantarme. No quiero ni pensar en la resaca que… — ¡Cállate, ni lo menciones! — Oye, Anastasio, conozco un lugar… — ¿Qué lugar? — Un clandestino que hay por aquí cerca, en Janequeo pasada la Avenida Los Carrera, cerca de la Plaza Condell. Su dueño dibujó un perro afuera, para hacerse pasar por vendedor de comida para mascotas, pero al fondo venden vino y cerveza. A esta hora hay que golpear la puerta de al lado, pero siguen atendiendo. — Ni lo pienses. Después de tanto whisky, tomar vino nos va a mandar a la mierda.
Se dirigieron al clandestino, pero no tuvieron suerte. Después de golpear hasta el cansancio, solo se dieron por vencidos cuando una patrulla de carabineros pasó a su lado lentamente y con la baliza encendida. Entonces, a Anastasio se le ocurrió llamar a un taxi y cada uno se fue a su respectivo hogar. O por lo menos eso le dijo Anastasio a Claudio antes de subirse al taxi; a los pocos minutos, cambió de opinión e instruyó al conductor para que se dirigiera al departamento de Fabiola.
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VI La esquina conformada por las calles Rengo y Las Heras es apetecida por graffiteros y muralistas. Buena parte de la locomoción que cruza el centro de Concepción circula por ahí. Los últimos vestigios del casco histórico de una ciudad devastada por tres terremotos en los últimos cien años, albergan grandes murallones que se ofrecen como vallas publicitarias para los otros mensajes. Esos que delatan la presencia de un palpitar subterráneo, de un pensamiento divergente al de los medios de comunicación y sus mensajes invasivos sobre la vida cotidiana. Aquellos muros estaban allí para los escritos que provenían de la calle: grupos de toda orientación política – igualmente marginados, eso sí, de cualquier discurso oficial- que plasmaban urgentes llamados de atención sobre tal y cual cosa, o bien de graffitis que testimoniaban identidades que ciertamente seguirían siendo anónimas para la gran mayoría. Sin embargo, todo transeúnte y usuario de la locomoción colectiva se toparía con aquella marca, la de un chico o chica dispuesta a inmortalizar su huella en una ciudad de la que no conformaba sino una parte diminuta de sus extensos márgenes. Su historia siempre concitaba la admiración de sus compañeros de andanzas. Cristina había desarrollado ese gusto por rayar las paredes de Concepción en sus tiempos de estudiante del liceo. Se convirtió en una adolescente rebelde, en una piedra en el zapato para las autoridades de un par de colegios de los que fue expulsada. Un día, que aseguraba jamás olvidaría, ya no sintió la necesidad de rayar sobre sí misma, y utilizó su talento graffitero para causas sociales. Por esos mismos días conoció a Ramiro, el Loco, Nahuel. Y no encontró mejor forma de enseñarle Concepción que a través de sus murallas. Lo llevó, por ejemplo, al muro más antiguo de la ciudad, ubicado en calle Castellón, que data de 1770, cuando los españoles se sentían seguros de su hegemonía sobre esta pequeña colonia. Fue en una de estas incursiones, frecuentemente nocturnas, cuando Ramiro la besó por primera vez. Puede resultar curioso, o no, el hecho de que aquel primer beso haya tenido lugar justo bajo un poste de alumbrado público, ya en desuso, el último sobreviviente de su estilo art deco, ubicado en las calles Brasil y Ongolmo. Después de un par de años de noviazgo, Cristina y Ramiro decidieron crear una suerte de brigada poética/muralista. En poco tiempo, se adjudicaron cerca de un centenar de murales e intervenciones en todo Concepción. Una de las experiencias más significativas fue el rayado de una
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gigantografía, a la que revirtieron su mensaje original, buscando evidenciar el lucrativo negocio que un animador de televisión disfrazaba como una gran cruzada caritativa. En el último tiempo, se especializaron en la escritura de frases poéticas –de producción propia y ajena-, y algunos de sus mensajes desataron la ira de las autoridades más conservadoras. Esa noche, los muralistas la tenían difícil. Decidieron reemplazar un antiguo mural, realizado por una secta de carácter religioso, que decía “Vuelve a Cristo, aléjate de Satanás” con letras rojas y verdes, por algunos versos del poeta Alfonso Alcalde: Oh, solitario habitante Levanta los despojos de tantos sueños humillados Sobre la tierra que tiembla esperando tu aventura
Echar la primera capa de pintura blanca no fue ningún problema. Cristina se ubicó en lo alto de la calle, como subiendo hacia el Cerro Amarillo, y en cuanto creyó advertir una baliza, chifló lo más fuerte que pudo para alertar a sus compañeros. Cargaron sus materiales, y como pudieron, treparon por el muro hacia el cerro. Se escondieron detrás de los arbustos y esperaron. En cuanto hubo pasado de largo la patrulla, los pintores descendieron y continuaron su labor. Comprobaron que sería necesaria una nueva capa de pintura blanca para que las letras del mural antiguo no se hicieran visibles. A cada tanto, pasaba algún transeúnte por la calle, se detenía a mirar lo que estaban haciendo, y luego continuaba su camino. Un sujeto de edad avanzada se les acercó – contra todo pronóstico- para felicitarlos: — Por fin alguien se hace cargo de borrar esas barbaridades de nuestras murallas. Los felicito, cabros, sigan así. Por casualidad, ¿alguno de ustedes tendrá por ahí una monedita que les sobre?
Ramiro Nahuel hurgó en su bolsillo hasta encontrar una moneda de cien pesos: — Gracias por su apoyo, caballero.
El anciano siguió su camino avanzando en dirección al centro de la ciudad, posiblemente en búsqueda de algún antro donde rematar esa noche. Por su parte, y acostumbrados a recibir este tipo de comentarios, la Brigada continuó pintando animadamente el mural. La tarea de dibujar los contornos de las letras sobre la segunda mano de pintura les tomó un poco más de tiempo de la cuenta, y fue lo que aprovechó la policía para intentar rodearlos. Alguien los había delatado. La primera en advertir la patrulla que se aproximaba sin baliza, fue Cristina. Cuando chifló ya era tarde, y media docena de efectivos habían descendido desde una micro de carabineros apostada a la vuelta, y caminaban por calle Rengo en dirección al grupo de pintores. — ¡A correr cabros, nos vemos en un rato en la base! —gritó Ramiro Nahuel, refiriéndose a la pequeña casa interior que arrendaba frente a la línea del tren. Se acercó algunos pasos a los efectivos y les arrojó el tarro de pintura, gritando: 28
—¡Tomen esto, esclavos de mierda!
Luego corrió junto a los demás integrantes de la Brigada. Cuando llevaba media cuadra corriendo, se percató de que había olvidado el pequeño bolso donde guardaba los pinceles más finos. No le dolió tanto perder sus herramientas de trabajo, como una importante información allí contenida, y que justamente escondió en ese bolso, del cual raramente se despegaba, para su seguridad. A las órdenes de detención inmediata, impartidas a gritos por los efectivos, los brigadistas respondieron lanzándoles las brochas y pinceles que les quedaban. Para hacer más difícil la persecución, el grupo se dividió. Cristina y Ramiro Nahuel torcieron en dirección al centro y luego, en la cuadra siguiente, volvieron a doblar, pero ahora en dirección a la casa del Loco. La sirena de una patrulla ululaba muy cerca. Se detuvieron un momento para determinar el origen del sonido. Los uniformados estaban encima. No encontrando otra salida, Ramiro impulsó a Cristina para que subiera al techo de un kiosco. Luego debió usar todas sus fuerzas para hacer lo mismo. En cuanto ambos estuvieron arriba, dos patrullas se detuvieron en la esquina. La radio de uno de los carabineros parecía indicar que continuaba la persecución de un grupo de sospechosos en el centro de la ciudad. Fue en ese momento cuando un aguacero torrencial se dejó caer sobre Concepción. La pareja seguía sobre el techo del kiosko, que crujía al menor movimiento. Los carabineros continuaban en la esquina, sin la menor idea de dónde podían haberse metido los fugitivos. Mojados ambos hasta los huesos, el Loco Nahuel miró a Cristina y le susurró: — Lo hicimos. Aunque nos agarren, habrá valido la pena. Alcancé a firmarlo. Mañana esos fanáticos religiosos andarán con cagadera. — ¡Shist! —Cristina lo interrumpió, temiendo que su risa los importunara en tan complicada situación. — Perdón.
El aguacero pronto se convirtió en una lluvia torrencial. Los efectivos policiales volvieron a sus vehículos y dieron por finalizada la persecución. Sin embargo, tanto el Loco como Cristina escucharon un disparo en las inmediaciones. Las patrullas volvieron a encender sus balizas y sirenas, y partieron a toda prisa en diferente dirección. — Me bajo yo primero y te ayudo. Vamos a tener que irnos con mucho cuidado para la casa. Acá está pasando algo raro. — Tranquilo, Ramiro. Estamos a pocas cuadras.
Entonces sonó el celular de Ramiro: — ¿Aló? 29
— Estamos a salvo todos, nos persiguieron hasta el Cerro Caracol. Llegamos azules acá arriba, pero los pacos se dieron la vuelta. Los derrotamos, compa. — Buena, buena. Cuando puedan, bajen y se vienen para acá.
Mientras atravesaban la línea férrea, la lluvia disminuyó de intensidad. Antes de entrar a su casa, miraron en todas direcciones. Entonces, a la distancia, divisaron a tres patrullas cruzar la línea a gran velocidad. Posiblemente se tratara de un operativo relacionado con el balazo que se escuchara minutos antes. Nahuel se alegró al escuchar el familiar crujido de la puerta de su casa abriéndose. Echó un último vistazo a la redonda, sintiéndose aliviado de que al menos esa noche no les hubiese tocado a ellos.
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VII Desde luego, a Anastasio le pareció insólito el tener que enfrentarse, en poco más de un mes, a dos separaciones. Si bien convenció a Fabiola de quedarse algún tiempo más en aquel departamento, que arrendó para poder disponer de ella cuando quisiera, a la hora que se le diera la gana, con lo que no contaba era que Victoria Amaya, su esposa, tuviera igualmente las maletas listas, y lo que era peor, a sus dos hijos con la chaqueta puesta, para cuando esa noche de viernes él volvió del trabajo. — No me preguntes el por qué. Lo sabes de sobra. Dale saludos a tu amiguita Fabiola. — No sé de qué mierda estás hablando, Victoria. Vamos, no puedes irte así como así… y llevarte a los niños. — No es justo que ellos permanezcan un día más soportando esta farsa de familia que tenemos. ¿Hace cuánto que no te ocupas de ellos? Regresas a casa de noche, cuando ya se han dormido, y vuelves a salir por la mañana, a primera hora, sin tomar desayuno siquiera. Dime, ¿hasta cuándo querías que aguantáramos esto? Al principio me negaba a creerlo, lo sospechaba, ¡por dios que lo sospechaba, Anastasio! Pero te fui incondicional. Entonces, un sábado por la mañana se me ocurrió echarle un vistazo a tu celular. Ahí encontré los primeros indicios de tu engaño. Con un inmenso dolor en el alma, seguí el consejo de mis amigas, y contraté a un detective privado. Del resto te puedes enterar tú mismo, revisando la carpeta que te dejé sobre el velador. Eres un hijo de puta, Anastasio. — Me parece increíble estar aquí oyéndote hablar tantas estupideces juntas, Victoria. Dime, ¿acaso no valoras todo lo que he hecho para sacar nuestra familia adelante? Todas las noches que he sacrificado mi tiempo para darles lo mejor ¡No puedes ser tan malagradecida! — Nosotros nunca te pedimos dinero, Anastasio. Únicamente te pedí amor y lealtad, te pedí que fueras mi compañero. Sabes, lo que más me dolió no fue verte besuquéandote con esa pendeja, ni que le hayas pagado un departamento para tirártela cada vez que así lo ordenara tu calentura. Lo que me destrozó fue comprobar toda la mierda que se escondía detrás de tus ausencias a las presentaciones de tus hijos en el colegio, las veces en que me dejaste plantada en un restaurante jurándome que llegarías, que no me hicieras el amor aunque te lo pidiera a gritos y en cambio te lo pasaras encamándote con esa cualquiera. Dime, ¿es tan fabulosa en la cama esa tal Fabiola? — Por favor, Victoria, no empieces. 31
— ¿Dónde la conociste? — Fue una secretaria que estuvo de paso en la empresa. Nada serio... — Nada serio, claro, y le pagas un departamento. Y se deja, la muy puta. Apuesto a que a ella sí le dices que la amas, ¿no? — No es más que una calentura. Mira, permíteme recompensarte. Voy a mandarla a la cresta, hace rato que tengo ganas de hacerlo. Empezaré una nueva vida junto a ustedes. — Es demasiado tarde para eso, Anastasio. Esas fotografías son de hace dos meses. — ¿Dos meses? ¿Y por qué esperaste todo ese tiempo para decírmelo? Es extraño, realmente insólito, ¿me ocultas algo, Victoria? — La segunda parte de la historia. Cuando me di cuenta de la mierda de hombre que eras, Anastasio, sentí tanta rabia como pena. Tuve ganas de destrozarte la cara, de arañártela hasta que sangraras por todos lados y te fuera imposible regresar a tu maldito trabajo. Por otro lado, no podía ver a mis hijos sin que me corrieran las lágrimas. ¡Imagínate lo que fue para mí guardar silencio hasta ahora! Entonces, ya había tomado la decisión de dejarte. Pero sabía que mi enorme orgullo, ese que conoces bastante bien, no me dejaría vivir en paz hasta devolverte la humillación. Sabía que mientras no liberara todo mi odio hacia tu persona, Anastasio, sería fácil para ti convencerme de que me quedara a tu lado. Porque, escúchame bien Anastasio, yo te amaba. Y la única forma de apartarte de mi vida sería matando el amor que sentía por ti. — No te entiendo, Victoria —interrumpió Anastasio— cuando hablas así no pareces tan herida como dices estarlo. — Lo estoy, Anastasio, lo estoy. Ahora, después de largas noches en vela, de las que por cierto, ni siquiera te enteraste. Después de largos episodios de llanto en el baño, de penosos paseos por el Parque Ecuador, escondiéndome con mi pena allí donde los niños no pudieran encontrarme, fue cuando de pronto algo pareció iluminarse dentro de mí. Había hallado la fórmula para sacarte de encima. Te vi vulnerable, Anastasio. A ti, el hombre fuerte e inquebrantable, te vi llorar como un niño, sin consuelo, y lejos de mí y de los niños. Te vi ahogado en tu propio veneno, y a mí feliz, liberada para siempre de tus engaños, de tu farsa de vida. Te visualicé atrapado en tu propio infierno, y de inmediato supe que había encontrado una forma de consuelo. Entonces, cerré mis ojos, apreté los dientes, y aunque en un momento se me revolvía el estómago de solo pensar la idea, lo hice. — ¿Hiciste qué? ¡Me asustas! — Pues bien, llevé a cabo un acto de desagravio, si prefieres que lo llame así. — No entiendo nada. Tengo el presentimiento de que en esta conversación se van a revertir los roles de acusador y acusado, ¿me puedes decir qué fue lo que hiciste?, o ¿es que acaso, después de todo, me has perdonado? 32
— A la única que perdoné fue a mí misma por ser tan imbécil, y echar por tierra tantos años de mi vida. Ahora sé que eres una máquina, Anastasio. En realidad, estoy a punto de comprobarlo. Si después de cruzar esa puerta junto a quienes también son tus hijos, tu vida continúa como si nada hubiera ocurrido, comprenderé que he salvado la mía. Habré llegado a conocer la raíz de tu insensibilidad. Tal vez eso explique por qué te va tan bien en el trabajo… — Escucha Victoria, yo te amo y quiero que sigas siendo mi esposa, sé que juntos podemos superar este episodio, yo… — ¡Cállate, Anastasio! —luego del grito de Victoria se produjeron un par de segundos de silencio que parecieron eternos; en otro cuarto, los niños aguardaban en silencio las instrucciones maternas— ¿es que no entiendes que ya me voy? Déjame decirte una última cosa. — Pero Victoria… — ¿Sabes cuál fue mi terapia, o mejor dicho… quién? —… — Uno que tú conoces. — ¿Qué quieres decir?
Victoria tomó su cartera que estaba sobre el sillón y llamó a sus hijos. De mala gana accedieron a despedirse con un beso de Anastasio. Él, en tanto, todavía no se recuperaba de su asombro, y aquello le añadió cierta frialdad a la escena. Podría decirse que Anastasio estaba más preocupado por lo que tenía que decirle Victoria que por sus hijos, a quienes despidió en fila con un rápido beso en la mejilla. Entonces, Victoria Amaya se acercó a Anastasio y le susurró al oído: — Quiero decir que elegí a uno de tus amigos, o, si no quieres que le llame así, a uno de tus conocidos, y me lo tiré hasta que saliste de mi cabeza, infeliz. Y como sé que desde ahora en adelante tu orgullo de macho hará que te desquicies, me voy satisfecha de poder mandarte a la mierda, así como me ves, con un poco de pena por el tiempo que perdí contigo, es verdad, pero despejada de los fantasmas del rencor. Me marcho en plena libertad, Anastasio. Con las cosas saneadas entre tú y yo. Por cierto, no pierdas tu tiempo tratando de averiguar quién fue el afortunado. Le ofrecí dinero por su silencio, y bueno, además le ofrecí otras cosas… — ¡Eres una zorra! ¡Seguro que eso lo acabas de inventar! —Anastasio hizo el ademán de acercarse para golpearla, pero lo contuvo las consecuencias de algo así en caso de que aquello se tratase de una burda mentira. — Adiós, Anastasio. Saludos de mi parte a la puta de Fabiola.
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Victoria no dio el habitual portazo que suele coronar este tipo de discusiones. Cerró delicadamente la puerta, e incluso se dio el tiempo de echarle llave por fuera. Luego se sentó al volante de su camioneta y salió del condominio lentamente. Se despidió del conserje como si fuera a ir al cine, o de compras, como si fuera a regresar pronto, como diciendo “voy y vuelvo”. Pero no volvería. Victoria se prometió no volver a poner un pie en esa casa ni aunque Anastasio fuera encontrado muerto colgando de una viga. El engaño la había vuelto inmune a cualquier padecimiento de su marido. Súbitamente, mientras manejaba por la Costanera en dirección al puente, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda al recordar su rostro mientras le confesaba su propia infidelidad. Sintió, sin embargo, que lo peor estaría en adelante cada vez más lejos. Se sintió fuerte, muy fuerte. Sonrió a sus hijos a través del espejo retrovisor, para tranquilizarlos, y supuso que las reiteradas ausencias de Anastasio mermarían en parte el sentimiento de la separación paterna en ellos. Además, no pretendía dejar a sus hijos sin su padre. Él podría volver a verlos dentro de poco, pero sin que el encuentro le generara falsas expectativas con respecto a ella. Sí, era una mujer fuerte. Había tomado la decisión correcta y esto le ofreció una calma impensada. ¿Por qué tanto reparo ético hacia la venganza? Acababa de comprobar sus bondades. Aunque venganza no era la palabra adecuada. Justicia le pareció mejor. Se detuvo en un servicentro e hizo caso a las súplicas de sus hijos: por esa noche, la saludable dieta familiar alta en fibra y baja en grasas saturadas se iría al diablo. Pidió hamburguesas, papas fritas y bebidas para los tres.
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VIII Cuando pudo recuperarse del impacto inicial, Anastasio se encontró en su terraza, con la vista fija en las luces que se desvanecían sobre las aguas del río Bío Bío, y con una botella de whisky etiqueta negra a medio vaciar en la mano. Se encontró, además, con una pequeña libreta donde había enumerado a sus escasos amigos y conocidos. El ejercicio practicado fue el siguiente: confeccionó una tabla y al lado de cada amistad estableció categorías de complicidad posible para con Victoria. No fue una tarea fácil. Victoria tenía una vida social algo inquieta, gustaba de mandarse a cambiar con sus amigas del alma –aquellas zorras que le guardan los secretos bajo siete llaves- y lo que ocurría en dichas salidas siempre le resultó un misterio. La libreta establecía categorías tales como: “Saludo y despedida”, y para ella alternativas de respuestas como “beso en la mejilla”, “beso en la mejilla y abrazo”, “beso en la mejilla, abrazo y luego tomadura de manos”, etc. Otra categoría correspondió a “Nivel de atractivo”, que contemplaba entre otras, las alternativas: “Guapo e interesante, pero pobre diablo”, “Pésima presencia, pero aristócrata”, “Sin gracia, pobre imbécil”, “Simpático y buena presencia, pero leal”, “Maricón sonriente”, entre otras. Le pareció un ejercicio interesante, que tarde o temprano revelaría la identidad del traidor, hasta que recordó el factor del dinero con que Victoria supuestamente pagó su silencio. Era para no creerlo. A lo que había llegado su mujer. Le costaba hacerse la idea de que fuera posible tanta abyección, pero no quedaba otra. En estos tiempos, todo puede pasar. La cagué, Dios mío, cómo la cagué. Hacía rato que venía con el presentimiento de que alguien me seguía. Bueno, lo hecho, hecho está, no me queda más que agarrar a ese carajo de amigo, ya que eso me dará cierto poder sobre Victoria. Por ningún motivo puedo dejar que me tire la piedra y luego esconda la mano. Si es verdad que me ha engañado con algún otro, seguro que lleva haciéndolo un buen tiempo, y ahora ha aprovechado el descubrimiento de mi relación con Fabiola para intentar blanquear el asunto. Hasta donde recordaba, ninguna de las personas con las que se relacionaba desde hacía algún tiempo tenía problemas de dinero. Es más, casi todos compartían su posición económica. Ello lo llevó a pensar que, conociendo la honorabilidad de sus cercanos, era altamente probable que Victoria eligiera a alguno con el que pudiera asegurar su silencio. Alguien que no tuviera reparos en aceptar su dinero, y que actuara como un gigoló, como un puto, a quien se le paga por un servicio y luego se manda de vuelta a su casa, o a su esquina. Anastasio sintió una rabia inmensa. Cada descubrimiento parecía moverle algún engranaje dentro de su alma, y se
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sorprendió de encontrarse allí solo, bebiendo e intentando descubrir una conspiración en su contra, y no estar pasando las penas en el departamento de Fabiola. Echó un largo trago de la botella y volvió a su libreta. Con resignación aceptó que a partir de entonces sería imposible no caer en la paranoia, no divisar al traidor en las pupilas de todos a quienes estrechaba la mano. Cualquiera podía ser Judas. ¿Cómo vivir, entonces? Era preciso encontrar lo antes posible al canalla y dar el asunto por terminado. Era una cuestión de honor. Le escupiría en la cara su traición, lo humillaría. Usaría su poder para arruinarlo, para forzarlo a irse de la ciudad. Y, ciertamente, se las arreglaría para que no volviera a tocarle un pelo a Victoria. Mal que mal, seguía siendo su mujer. Se sintió cansado y levemente embotado por el whisky. Por lo menos, su mujer tuvo el buen criterio de elegir un día viernes para irse y llevarse a los chicos. Si así lo deseaba, podría emborracharse y no llegar a la oficina por la mañana. Cuando un buen negocio lo ameritaba, no tenía mayores problemas para sacrificar un sábado, e incluso pasarse un par de horas al departamento de Fabiola antes de volver a casa. Pero aquella noche decidió que al día siguiente no trabajaría más que en descubrir al posible amante de su mujer. Después de todo, Victoria lo había dejado, ¿qué estaría haciendo a esa misma hora, a las dos de la madrugada? ¿Habría podido conciliar el sueño o algunas imágenes de la fría despedida le rondarían en su cabeza? Por lo pronto, dos cosas sacó en limpio de la discusión. La primera, es que tendría que llamar a su abogado para salvaguardar el contacto con sus hijos –sí, usó la palabra contacto para referirse a aquello-, y, en segundo lugar, que Victoria no se pasara de lista en caso de alguna eventual demanda de divorcio. Puso algo de música, y sin saber cómo ni por qué, se encontró de pronto dentro de su auto camino al departamento de Fabiola. Estacionó frente a los Tribunales, y anduvo un par de cuadras por calle Tucapel hasta encontrar un garito donde comprar algo de beber. Volvió al edificio, y comprobó que, al menos desde la vereda, no se veía luz en el departamento. Subió por el ascensor sabiéndose pasado de copas, perdiendo a ratos el equilibrio y rebotando en las paredes del pasillo. Sintió cierta impaciencia y tocó un par de veces el timbre: — ¡Abre, maldita sea!
Entonces escuchó pasos y se encendió una luz. La puerta se abrió solo un poco y apareció Fabiola: — ¿Qué estás haciendo aquí a esta hora? — Victoria se fue con los niños. Sabe lo nuestro. Y tengo un amigo que es como la mierda…
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Fabiola lo hizo pasar y Anastasio le contó todo. Hubo un pequeño intento de irse enseguida a la cama, pero el exceso de whisky impidió que prosperara. Tras beber algunas copas más, Anastasio se durmió en el sofá. A Fabiola le resultó imposible mover ese corpachón y llevarlo hasta el dormitorio. Lo tapó con algunas frazadas y volvió a su cuarto. Se durmió. Habrá sido un par de horas después cuando Anastasio despertó. Se encontró solo, en un lugar donde no le era conocido pasar la noche. Se desesperó. Había soñado con Victoria en los brazos de Natalio, un antiguo amigo del barrio con severos trastornos psiquiátricos que lo tuvieron al borde de ser internado de por vida en un manicomio. En el sueño, Natalio parecía ser muy bueno en la cama, al decir de los gemidos de Victoria. Con él nunca pareció disfrutar tanto como con Natalio. Y, por alguna maldita razón, estaba allí viéndolos, sin poder irse, sin poder gritar, ni siquiera arrancarse los cabellos para expresar su ira de alguna forma. Hubiese podido explotar de rabia y horror, pero en cambio despertó. Salió al pequeño balcón. Dos personas paseaban por una Plaza de Tribunales desierta. Se sirvió más whisky, queriendo sentirse un poco mejor antes de irse a acostar junto a Fabiola. ¿Qué estaría haciendo Victoria a esa hora? ¿Estaría realmente en los brazos de Natalio, o en los de algún otro conocido? Mientras más decadente y despreciable fuera el personaje que se la había cogido, tanto mejor para su remordimiento. Pero bien sabía Anastasio que eso era imposible. Por desgracia, Victoria era suficientemente atractiva e inteligente como para no utilizar al primero que se le cruzara. Sin duda alguna, había aplicado un riguroso criterio de selección, que él tendría que ser capaz de descubrir.
— Veo que despertó el bello durmiente —Fabiola interrumpió sus cavilaciones, encendiendo la luz del living. — Me tengo que ir. — ¿Así de copeteado? ¿A esta hora? — Sí. Mañana a lo mejor me doy una vuelta.
Anastasio se despidió con un beso rápido, y salió del departamento. Mientras conducía de vuelta a su casa, tratando de evadir los posibles controles policiales, la imagen de Victoria con su amante se encargó de atormentarlo una y otra vez. En cierta medida, fue esa rabia la que le impidió dormirse al volante, y llegar a casa sano y salvo en cosa de minutos.
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IX A dos cuadras de su lugar de trabajo, Claudio Del Monte sintió los brazos pesados y sus pantalones pegados a la piel a la altura de las rodillas. Una sensación muy desagradable. Llovía a cántaros sobre Concepción. El temporal había comenzado varias horas antes, durante la noche, y se prolongaba con la furia habitual de las lluvias del sur. Al pasar por la Plaza Independencia, tuvo que esquivar decenas de pequeñas ramas que fueron arrancadas de los añosos tilos por acción del viento. Los vehículos que avanzaban por la Avenida O‘Higgins levantaban tal cantidad de agua a su paso, que la gente que esperaba micro bajo los paraderos terminaba tan mojada como quienes caminaban al descubierto. Claudio alcanzó a ver cómo una valla publicitaria, ubicada en la azotea de una sucursal bancaria, comenzó a ceder, lenta pero inexorablemente, ante la fuerza que la naturaleza desplegaba esa mañana. Se trataba del aviso de una conocida marca de desodorantes masculinos, que acostumbraba a publicitarse con la imagen de alguna jovencita en bikini. Una imagen que, ciertamente, contrastaba con el clima de entonces, pero que por alguna misteriosa razón, los publicistas decidieron colocar en ese lugar. Estaba ya suficientemente inclinada como para que los transeúntes advirtieran el peligro. De pronto, se oyó el crujido de los hierros cediendo al peso de la estructura y se precipitó a tierra. La gigantografía cayó con gran estruendo, aunque sin producir mayores daños, salvo en las vitrinas del banco, cuyos vidrios quedaron esparcidos a varios metros. Del Monte se acercó al enorme letrero, pensando en tomarle un par de fotos con su teléfono, igual como lo hacía un buen número de curiosos. Desechó luego la idea, pensando en que esa lluvia tan intensa podría dañar el aparato. Estaba a punto de reanudar su marcha cuando, en medio del tumulto, le pareció distinguir un rostro vagamente familiar. Tras un breve cruce de miradas, ninguno pareció reconocer lo suficientemente al otro como para esbozar un saludo. Tras avanzar algunos pasos, Claudio lo recordó: se trataba de la joven que Anastasio había saludado en el bar. Entonces, se devolvió pensando en encontrarla y, ya que ambos habrían de comenzar a trabajar juntos desde aquel mismo día, presentarse personalmente. Sin embargo, no tuvo éxito, pues ella echó a correr bajo la lluvia, adelantándose demasiado como para que le resultase posible darle alcance. Retomó la marcha hacia su lugar de trabajo, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, mirando las gotas de lluvia golpear los charcos de la vereda. De vez en cuando, levantaba la vista para maravillarse del espectáculo que ofrecía la lluvia y el viento en esa ciudad tan mal preparada para sus característicos inviernos. Gente corriendo para todos lados, pedazos de la 38
techumbre de edificios, que si bien visualmente inspiraban modernidad y respeto, parecían a punto de ser arrancados de cuajo por el viento y salir volando. Concepción es una urbe donde la naturaleza se las arregla una y otra vez para reestablecer su soberanía sobre el progreso y otros dogmas humanos. Temporales, incendios, inundaciones, terremotos, derrumbes, maremotos. Hasta una tromba marina había sido avistada algún tiempo atrás frente a las costas de Lirquén. Aquí, en esta tierra, la naturaleza suele encabezar las revueltas y rebeliones contra la ilusión del desarrollo. Al llegar a la oficina, Claudio Del Monte se encontró con Anastasio en la entrada, quien miraba el temporal desde el ventanal: — ¡Te pilló el diluvio parece! — Vengo mojado hasta el alma. Casi me cae un cartel gigante encima, a duras penas pude esquivarlo. — No seas farsante, huevón, si desde aquí lo vimos caer, no había nadie cerca. Ya, anda a secarte y te vienes a mi oficina. Karen ya llegó y nos está esperando ¿Sabes? Así, toda mojada se veía harto rica… — Ya.
Claudio fue al baño a intentar secar sus pantalones. Desde la mitad de los muslos hacia abajo no había nada que hacer. Al estrujarlos cayó un significativo chorro de agua. Probó poniéndolos bajo el secador de manos, pero ni siquiera pegándolos al ducto conseguía deshumedecerlos. Se encontraba en estas faenas cuando le pareció escuchar una voz femenina desde el baño colindante. Volvió a dejar los pantalones bajo el secador y, lleno de curiosidad, pegó el oído en la pared. De pronto, creyó escuchar el ruido de muchos objetos cayendo al suelo, seguidos de un grito: — ¡Cartera de mierda!
Decidió consumar una práctica que, como se había enterado durante sus almuerzos en la cafetería, realizaban unos cuantos de sus morbosos compañeros de labor: subirse al inodoro para espiar el baño de mujeres, a través de una diminuta ventana que conectaba ambos espacios. Para algunos de allí dentro, ésta se había transformado en su diversión favorita, cuando alguna fémina salida de la nada se dejaba caer en la oficina. En calzoncillos, trepó por el baño hasta equilibrarse sobre la taza que, para su desgracia, no tenía tapa. Claudio Del Monte se sintió ridículo, aunque esto no impidió que con una mano permaneciera sujeto a la delgada pared del inodoro, mientras con la otra tratara de abrir, con la mayor sutileza posible, la ventana cuyos vidrios estaban pintados de blanco, para así reguardar la discreción de ambos lugares. 39
Tras varios intentos fallidos, y temiendo que el poco uso que le daban a esa ventana la hiciera chillar dejándolo en evidencia, estuvo a punto de dejarlo. Probó una última vez y consiguió abrir un breve espacio. Asomó el ojo por allí, y lo que vio lo hizo devolverse enseguida. Al igual que él, Karen se había quitado sus pantalones e intentaba secarlos en la máquina. El temor a ser descubierto hizo que decidiera bajarse de allí, no sin antes echar un último y rápido vistazo. Entonces vio a Karen subiéndose los jeans y acomodándoselos frente al espejo. Sin preocuparse de cerrar la ventana, Claudio se bajó del inodoro y comenzó a vestirse. El sonido de la lluvia se volvió perceptible incluso dentro del baño. Las ráfagas de viento se colaban a través del ducto de ventilación, y a cada tanto se le escuchaba silbar, como si un tornado diminuto fuera a salir por las rendijas adosadas a la pared. Mientras se abrochaba el cinturón, Claudio escuchó el chirrido de la ventana. Alguien la había cerrado desde el otro lado. Imaginó a Karen contemplándolo mientras se ponía los pantalones, con la misma impunidad que él la observara antes. Pensó en volver a subirse al inodoro y salir de la duda, pero habría sido peor. Lo habían descubierto y nada podía hacer para remediarlo. Claudio salió del baño con sus pantalones tan mojados como cuando entró. Fue hasta la oficina de Anastasio. Allí le fue presentada oficialmente Karen, la diseñadora con la que trabajaría en lo sucesivo. — Quiero que sepan que deposito toda mi confianza en ustedes dos —dijo Anastasio— tenemos importante clientes que están siendo tentados por la competencia. Si perdemos a cualquiera de ellos, nos vamos a la cresta. Ya saben que estamos próximos a jugar en las ligas mayores, acá cualquier descuido se paga muy caro. Su misión consiste en tener a esos clientes contentos, muy contentos. Pase lo que pase aquí dentro, ellos siempre deben tener el mejor servicio. Ahora, los dejo para que se conozcan y se pongan a trabajar de inmediato.
Fue una conversación muy agradable la que tuvieron Karen y Claudio. Sin embargo, las cosas pudieron haber comenzado mal si Claudio no se hubiese tomado con la mayor naturalidad del mundo la primera pregunta que le hizo Karen: — Tengo la impresión de que alguien me miró mientras secaba ropa en el baño. ¿Tienes alguna idea de quién pudo haber sido? — Tengo la impresión de que ya lo sabes.
Hubo algunas risas. Luego, prosiguió el diálogo: — ¿De dónde conoces a Anastasio? –le preguntó Claudio.
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— Somos viejos amigos. Alguna vez fui su novia. Nos separamos y yo me fui de Concepción. Estuve un tiempo viviendo en Buenos Aires, estudiando teatro. Después de una pasadita por Santiago, decidí volver a Conce. Todavía no me explico muy bien por qué. — ¿Cómo fue que pasaste del diseño al teatro? — No sé. Quizás la comunicación que está detrás en ambos. En realidad, para serte franca, tenía más ganas de conocer Buenos Aires que de estudiar. Además, tenía una deuda que saldar con Anastasio, y acepté venirme a trabajar en su equipo. Me alegro de que ahora le esté yendo bien. Es un buen tipo, ¿sabes? Tiene sus defectos, pero es un buen tipo. — Así es que fuiste su novia… — ¿Y si nos ponemos a trabajar? Ya habrá tiempo para tomarnos un café y contarnos nuestras vidas.
Claudio revolvió algunos papeles de su escritorio hasta dar con una carpeta de color amarillo rebosante de papeles. — Échale un vistazo y ve qué se te ocurre para la presentación. Nos juntamos a las tres y media en la sala de reuniones, ¿te parece?
Karen asintió sonriente, antes de levantarse con la gruesa carpeta bajo el brazo. Claudio la siguió con la mirada hasta que ella se sentó por primera vez en el que de ahí en lo sucesivo sería su puesto de trabajo.
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X Transcurrieron algunas semanas en las que Claudio llegó a sentirse casi a gusto dentro de su lugar de trabajo. La sutil cercanía que mantenía con Anastasio –sobre todo algunas tardes y noches, fuera de la oficina- así como una incipiente amistad con Karen, le hicieron sentir bastante más llevadero el entregar las mejores horas de su existencia a una labor que, pese a todo, seguía sin entender del todo. Desde luego, el trabajo tenía cierta lógica, claro, pero lo que no entendía era el hecho de pasarse media jornada con un teléfono pegado en la oreja y sus manos sin apartarse del teclado. La tendinitis de las primeras semanas había quedado atrás. Por un lado, su cuerpo le daba ciertas señales de adaptación a esa nueva vida, pero en tanto se encontraba en la calle, sentía tal agrado, experimentaba tal nivel de liberación que le parecía simplemente absurdo el tener que esperar tantas horas para que le dejaran en paz, para que pudiese volver a hacer lo que a él más le gustaba: vivir. En alguna ocasión, Anastasio le reprochó aquellos sentimientos que el licor lo llevó a transparentar torpemente frente a su jefe. — ¡Eres un huevón sin agallas, Claudio! —le gritó Anastasio en la barra del Malpaso- Solo un tipo muy pajero podría tener ganas de pasarse la vida entera encerrado en su cuarto, o vagando por la ciudad sin un objetivo claro. La vida es muy corta para perder el tiempo en pelotudeces. Dime, ¿te crees hippy, acaso?
Normalmente, Claudio evadía toda confrontación con Anastasio –era inútil intentar convencerlo de aceptar algo tan intuitivo, tan poco racional a esa bestia de los negocios-, y la conversación derivaba rápidamente hacia otros asuntos. Por alguna extraña razón, Karen rara vez accedía a compartir con ellos fuera de la oficina. Claudio atribuía este reparo en la incomodidad que ella podría experimentar estando frente a su ex novio, hoy en una situación de poder en que a veces escucharlo resultaba algo intimidante. Con todo, Claudio pareció vivir algunas semanas en una especie de sopor. La rutina no dejó de ser estúpida, pero como bien le había dicho Anastasio, para llegar lejos lo importante es tragar más y masticar menos. Los chistes de sus compañeros de oficina, aunque seguía encontrándolos como el fruto de un humor para descerebrados, un día comenzaron a hacerlo reír. Karen llegaba cuatro o cinco veces hasta su puesto, toda sonriente, a entregarle algunas carpetas con diseños 42
que él se tomaba la atribución de elegir, antes de mostrárselos a Anastasio. Con el correr de los días, llegó a aguardar con crecientes ansias la aparición de esa chica con aspecto hipster, dividiendo la jornada en bloques de tedio que se hacían más llevaderos con su presencia, el cigarrillo que él –no fumador- la acompañaba a quemar en la terraza, y los planes de citas que urdía entre documentos de Word y planillas de Excel, que creía jamás se concretarían. Todo ello, de alguna forma, hizo que Claudio pudiese mantener su anárquico anhelo de libertad a raya, y someterse como el más dócil de los empleados a la voluntad de Anastasio. Solo por las noches su mente parecía rebelarse. Su conciencia se extraviaba en aquel nuevo orden de sus pensamientos y no tardaba en acusar el naufragio. Un insomnio implacable se apropiaba de buena parte de sus horas de descanso, privándolo del buen dormir, y dejándolo suficientemente atontado como para enfrentar la nueva jornada laboral como envuelto en la bruma anestésica del sueño. Y así, cual autómata, se entregaba al ritual de las tostadas, del vestirse apurado y llegar casi corriendo para no pasarse de los diez minutos de atraso. El secreto de la vida, pensaba al pasar sonriente por fuera de la oficina de Anastasio, consiste en saber esperar a que pase algo que lo cambie todo. Ya habría tiempo para sacar la cabeza del agua y saber cuánto y hacia qué dirección había avanzado todo ese tiempo en que se sintió fuera de casa. Mientras tanto se movería con la corriente, sí, pero dejándose llevar, sin dejar nada a cambio, sin compromiso alguno. Que en este mundo se estaba de paso y nada más, que un día se despierta y ya nada es como antes, y todos se han ido o te has ido tú. Y entonces, te enteras que el milagro ocurrió mientras te sentaste a esperarlo, en todas esas horas en que le tributaste al dios equivocado. La vida podía ser una trampa, ¡claro que sí! Pero esa mañana había tenido sentido levantarse de la cama porque una radiante Karen Bernales había tenido la gentileza de invitarlo a un café apenas constató sus terribles ojeras. Y bien, resulta que los milagros sí existen después de todo. Una tarde volvió a acercársele el Joya. Lucía más sombrío que de costumbre. Se sentó a su lado en la sala de reuniones, mientras Claudio editaba una presentación. Al esforzarse más de la cuenta para sacar de su bolsillo un papel doblado innumerables veces, Claudio notó que las manos el Joya temblaban visiblemente. —¿Qué pasó, Joya, cómo andamos? —Ay, Claudio. Si le contara…, estos infelices me han tenido como una semana sin dormir. —Vamos, Joya. El ser humano que no duerme en cuatro días comienza a hablar con fantasmas, a los seis días está bajo tierra. Se lo digo por experiencia. Dígame, ¿cómo le fue con su finiquito? —Eso es justamente lo que me tiene mal. Me enteré por ahí, en una conversación de pasillo, como se dice, que estos canallas no me quieren soltar ni un peso. ¡Imagínese, después de haberle dedicado veinticinco años de mi vida! ¡Mis mejores años! —No sé qué decirle, amigo Joya. Me parece una completa mariconada. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
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—Justamente de eso quería hablarle. Quiero que interceda por mí frente a Anastasio. Resulta que este tipo se ha quedado calladito. Los de arriba le tienen buena, ¿sabe? incluso se rumorea que podría llegar a integrar el directorio. Un par de palabras de él a mi favor podrían hacer mucho. —Bueno, es verdad. Alguna llegada tengo con él, pero no le prometo nada. Yo aquí soy un simple peón no más. Ésta es pelea de perros grandes. —¿Lo haría por mí, amigo Claudio? —Vamos a ver qué pasa, Joya. Haré el intento.
Joya abrazó a Claudio, quien no sabiendo otra cosa que hacer, le palmoteó la espalda intentando tranquilizarlo. Era evidente que aquel viejo funcionario lo estaba pasando mal. Lo único que pedía era poderse retirarse a vivir la vida que siempre anheló, y que postergó por evidente necesidad. Como lo hace todo el mundo, pensó Claudio, al ingresar a trabajar. Hipoteca tu tiempo para que un día, cuando salgas de aquí, empieces a vivir. Pero esto era una injusticia por donde se le mirara. Al Joya se le debía ese dinero, le correspondía. En el fondo, no se trataba de ningún favor, cualquier súplica habría estado de más en un estado justo de cosas. La justicia, otra vez la justicia. O mejor dicho, la injusticia. Pero él era un primerizo, demasiado ingenuo para que sus palabras hubiesen tenido el más mínimo eco en una persona como Anastasio. De allí que no le asombrara mayormente su respuesta, momentos después en su oficina: —Ese viejo de mierda está delirando, Claudio. No sabe lo que dice. Cree que las empresas son como el Hogar de Cristo. Acá se viene a producir plata. Todos tenemos nuestros sueños y problemas, pero imagínate que las empresas cargaran con cada uno de los antojos de sus empleados: ¡todas estarían en la quiebra! Así no funciona la cosa, Claudio. Yo lo siento mucho, pero no puedo hacer nada por él. —Pero Anastasio, el Joya no les está pidiendo ninguna ayuda extra, sino únicamente que le paguen lo adeudado. —Si está tan seguro de que la empresa le debe esa plata, pues que nos demande. —¿Qué dices, Anastasio? El Joya con suerte tiene para parar la olla, ¿de dónde podría obtener recursos para demandar a una transnacional? —Entonces que vaya a la Inspección del Trabajo o mejor no se meta en huevás. Si quiere plata que siga trabajando, que siga siendo alguien útil a la sociedad… —¿Acaso no lo fue? Él está pidiendo su merecido descanso. —Eso no puede ser y punto. Que se las arregle como lo hace todo el mundo. —¿Qué hay de ti, Anastasio? No entiendo cómo te puede resultar tan difícil ponerte en su lugar… 44
Anastasio se levantó abruptamente de su escritorio y comenzó a dar vueltas por la habitación. De pronto, se paró frente a Claudio, y mirándolo fijamente, de arriba hacia abajo, una mirada jerárquica, según se la describiera poco después al Joya, le dijo: —¿Y quién se pone en mí lugar? Estoy a un paso, a un pelo de conseguir un ascenso que me cambiaría la vida. ¿Sabes de lo que hablo? Yo creo que no, y perdóname Claudio, pero posiblemente nunca lo sepas. De aquí a seis meses puedo ser parte del directorio. El dinero nunca volvería a ser problema, podría viajar, tener casas y departamentos para moverme por donde yo quisiera: Nueva York, Madrid, París, Londres… ¡podría llegar a ser grande! ¿Tú crees que voy a mandar todos mis sueños a la mierda y agarrarme del moño con mis superiores para satisfacer el capricho de un viejo de mierda que se quiere construir una choza al lado de un vertedero? Estás loco, Claudio. No tienes idea de cómo se mueve el mundo. Ahora, si me permites, tengo otros asuntos importantes que atender.
Claudio pasó de sentirse disminuido –cosa que siempre le pasaba al hablar con Anastasioa experimentar una rabia violenta. Quiso tener el coraje de levantarse y golpear a Anastasio. Un puñetazo era lo que se merecía, por haberse transformado en aquella mierda de ser humano. Lo recordó hace unos años -¡apenas poco más de diez!- gritando consignas contra el gobierno de turno, llamándolo a él “amarillo” por negarse a destrozar un semáforo en los alrededores de la Plaza Perú. Lo recordó con el pelo largo y usando la misma ropa por días e incluso semanas, tumbado en el pasto junto a su novia de toda la universidad, a la que dejó de un día para otro, tras conocer a Victoria en una cena de su trabajo de entonces. En esos años, nadie hubiese podido sospechar en lo que se mutaría. Porque claro, al parecer todos se transformaban en algo distinto a medida que asumían otro tipo de responsabilidades. La casa propia, el auto nuevo, los hijos, el matrimonio, eran la excusa perfecta para dejar de ser quienes éramos. Para entregarse al vaivén infinito de los deseos prefabricados y lanzarse hacia una vida sin más horizonte que la acumulación de objetos –no digamos experiencias-, en el nombre del retorcido sentido común. Y mirar hacia atrás experimentando autocompasión, al ver lo absurdamente románticos que fuimos, cuando todo lo que queríamos era tener algún lugar en el mundo donde sentirnos seguros. Algunos, como Anastasio, lo consiguieron con dinero y poder; otros, jamás podremos entender esa lógica, pensó Claudio. Por mucho que me disfrace y mezcle entre ellos –se prometió furiosamente, recordando las antiguas y sabias palabras de un tipo tan humilde como el Joya-, por mucho que llegue a sentirme integrado, jamás podré ser uno de ellos. Lo comprendió todo, mientras Anastasio hacía llamar a Leonardo Peláez y él salía de su oficina hecho trizas, descubierto, revelado, pero poderosamente digno. Claudio quiso largarse en ese mismo instante de la oficina. Sintió deseos de hacer daño: borrar archivos, escupir en la cara a quienes consideraba unos perfectos imbéciles, comenzando por Anastasio. Volver por la noche y prenderle fuego a todo, así arriesgara unos cuantos años en 45
una celda, aunque más libre que aquí dentro. Quiso hacer todo esto y más. Pero al salir de la oficina dispuesto a putear a medio mundo, solo se encontró con Karen, que algo extrañada por el enojo que expresaba su rostro, decidió invitarlo a otro café, el segundo del día. Claudio con su cerebro en combustión se pasó el resto de la tarde jugando solitario, que solo interrumpió a cada tanto para garabatear unos cuantos poemas de odio, que ni siquiera se tomaría la molestia de guardar en su equipo de trabajo.
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XI Noche de insomnio. Claudio Del Monte sintió que agonizaba entre sus sábanas. Era una sensación paradójica, morirse de ganas de cerrar los ojos y dejarse vencer por el sueño, pero en cuanto parecía aproximarse al reposo absoluto, emergía del fondo de su mente algún vívido pensamiento, alguna imagen perturbadora que lo hacía abrir los ojos y lo devolvía a su forzosa vigilia. Faltando algunos minutos para que fueran las cinco de la madrugada, le pareció escuchar el citófono. Se levantó de mala gana y caminó hacia el living sin encender ninguna luz: — Claudio, soy Ramiro, ¡ábreme la puerta huevón, que me vienen siguiendo! — Oye, no quiero tener problemas con ningún… — ¡Abre, mierda!
Claudio apretó el botón, y la puerta metálica pronunció su habitual chirrido antes de abrirse gentilmente. El Loco trepó agazapado las escaleras, temiendo ser visto desde el exterior, y empujó suavemente la puerta del departamento de Claudio. — Me salvé, huevón. Esta vez casi me agarran. A mí no más se me ocurre rayar en la Rotonda Paicaví. — ¡Pero si está llena de cámaras! — Sí sé, pero era necesario anunciar la protesta del próximo jueves… — ¿Qué protesta? — ¿En qué mundo vives, Claudio? Se viene el segundo paro nacional de este año, queremos que se vayan todos: políticos corruptos, empresarios ladrones, ¡todos! — Vale. Oye y, ¿se verá tu obra de arte desde la ventana de mi pieza?
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— Miremos, po. ¿Estás solo, cierto? Aunque, pensándolo bien, hasta la pregunta es necia… ¿quién va a aguantar pasar una noche contigo? — Qué gracioso.
Se dirigieron a la habitación de Claudio, y corriendo lentamente la cortina, miraron hacia la Rotonda que unía las avenidas Paicaví y Los Carrera. Pese a la oscuridad, era visible el mensaje: TODXS AL PARO EDUCACIÓN, SALUD, COBRE, ASAMBLEA CONSTITUYENTE MARCHA ESTE JUEVES EN LA PLAZA PERÚ
Ramiro miró a Claudio, sintiéndose orgulloso de su acción propagandística, y quizás esperando alguna felicitación. En lugar de eso, Claudio le preguntó: — ¿Por qué pones una “X” donde debería ir una “O”? — Es que quiero decir “todos” y “todas”, pero para ahorrar tiempo y pintura, mejor pongo una “X”. — Ah. Un momento, ¿y a qué hora es la convocatoria? — ¿Qué? ¿No puse la hora? ¡Por la misma mierda! — Te pasaste para ser pajarón… hasta te diste el tiempo de remarcar los bordes de las letras y no pusiste la hora… — La cagué. Me vas a tener que acompañar a arreglar el asunto. — ¿Qué, estás loco? Mañana tengo que trabajar, huevón. Si me llegan a agarrar los pacos soy hombre muerto… y cesante. — Exageras. No se puede estar muerto y cesante a la vez. Ya, vamos, no voy a demorar nada. Dejé una lata de pintura escondida detrás de ese árbol grande. Tenía encima las balizas, pero me las arreglé para escapar por entremedio de estos pasajes. Los confundí, y bueno, menos mal que vives justo al frente. — Qué suerte, ¿no?
Al Loco Nahuel le costó algunos minutos convencer a Claudio de que lo acompañara a terminar su rayado. Empleó para ello su mejor retórica de amigo, así como numerosos recuerdos a su lado. Rememoró una protesta en la que ambos fueron detenidos y, como venganza, extrajeron 48
un plumón y llenaron de falos los asientos del bus policial en el que fueron trasladados a la primera comisaría. — Ya, vamos. Pero si me llega a pasar algo, te mato –aceptó finalmente y de mala gana Claudio.
Salieron sigilosos del edificio, tratando de aprovechar al máximo la oscuridad con que los protegía el ramaje de los árboles ubicados frente a la Rotonda. Para su fortuna, Ramiro encontró los tarros de pintura en el mismo lugar donde los había dejado. Claudio Del Monte tenía la única misión de estar atento a la aparición de algún vehículo sospechoso por cualquiera de las avenidas. Para ello, se subió a la parte alta, en mitad de la Rotonda, donde se supo enseguida expuesto a las cámaras de seguridad. 11 HRS
— ¡Estamos listos! —le gritó el Loco.
En ese mismo instante, dos furgones policiales aparecieron por la Avenida Paicaví, cambiándose de pista y andando en sentido contrario, a toda velocidad, en dirección hacia ellos. — ¡La repre, Ramiro, rajemos!
Ambos escaparon hacia a los bloques de la Remodelación Paicaví. Claudio se vio impedido de entrar a su departamento, luego que dos carabineros le pisaran los talones. Corrió en dirección a la otra esquina. Su deplorable estado físico le impidió correr más de prisa, por lo que no pudo sacarles mayor ventaja a sus perseguidores. Aun así, en su desesperación no tuvo muy claro hacia dónde estaba corriendo, aunque mentalmente se repitió hasta el cansancio “Loco de mierda, me la vas a pagar”. Llegó hasta la Plaza Condell, y al mirar hacia atrás, notó que no solamente los dos efectivos policiales seguían corriendo detrás suyo, sino que además, a ellos se le había sumado uno de los furgones, que se estaba dando la vuelta a la Plaza, seguramente para interceptarlo en el otro extremo. Cuando otros dos agentes se bajaron del furgón, Claudio Del Monte comprendió que sería inútil seguir corriendo. El corazón parecía salírsele de la boca, respiraba dificultosamente, y se sentía empapado de un sudor frío. Se paró en mitad de la Plaza con las manos en alto, y en cosa de segundos los cuatro efectivos lo derribaron, y comenzaron a patearlo en el suelo.
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— Así te queríamos pillar, infeliz. Nos tenías vueltos locos con tus muralitos cagones y tus rayados. Ahora, después de sacarte la cresta, te vamos a interrogar para que nos cantes a toda la tropa de delincuentes que componen tu brigada.
Claudio únicamente atinó a protegerse la cabeza, pero los puntapiés y los golpes de luma los sintió en todo el cuerpo. Comprendió que no solo no llegaría a trabajar en unas horas más, sino que con tal paliza le sería imposible moverse por varios días. A los cuatro carabineros que participaban de la golpiza, pronto se sumó la totalidad de los efectivos que participaron del operativo. Las patadas y lumazos se multiplicaron, y fue entonces cuando Claudio, inmovilizado ya por el dolor, escuchó la voz del que parecía estar al mando: — Hemos capturado a los dos, mi teniente. No se preocupe, los tenemos a los dos.
Sin embargo, en cuanto se hubo cortado la transmisión por la radio, el mandamás corrigió a los presentes: — Escuchen, el otro delincuente se nos hizo humo, así es que agarren al primer vagabundo o borracho que encuentren. Necesitamos meter en cana a dos revoltosos hoy día, o mañana mi teniente nos va a agarrar a chuchás, por giles.
Claudio fue arrastrado hacia uno de los furgones. De su boca emanaba abundante sangre, y sentía su cuerpo como una gran masa tumefacta, inmovilizada completamente por el dolor y el agarrotamiento muscular. A cada tanto cerraba los ojos y le parecía perderse en una bruma negra que lo cubría todo. A la hora que me baja el sueño, pensó. Las náuseas permanentes y un dolor agudo de lo que parecía ser una costilla rota, se encargaron de mantenerlo consciente. Una vez que los efectivos se subieron al furgón, los vehículos policiales desaparecieron sin dejar rastro. Amanecía en Concepción, y los primeros conductores y pasajeros de micros que transitaban por las avenidas Paicaví y Los Carrera pudieron enterarse de que una nueva gran movilización social se aproximaba: TODXS AL PARO EDUCACIÓN, SALUD, COBRE, ASAMBLEA CONSTITUYENTE MARCHA ESTE JUEVES EN LA PLAZA PERÚ 11 HRS
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XII Hurgar entre las cosas de Victoria no lo hacía un tipo mejor ni peor. Se contempló a sí mismo en el gran espejo de la habitación matrimonial, con una cartera de su mujer en las manos, e inmediatamente se perdonó. No, él no era ningún intruso ni tampoco un obsesivo. Por el contrario, tenía todo el derecho del mundo a saber con quién se había metido Victoria. Quién había sido el amante cuyo tan buen desempeño terminó por convencerla de perdonar su infidelidad. Le resultó imposible no concebir cierta admiración frente a la astucia de aquel que se las arreglara para llevarse a la cama a su mujer, y conseguir que le pagaran por ello. Victoria también era una mujer astuta. Bien sabía Anastasio no encontraría ninguna prueba demasiado incriminadora. Sus indagaciones tenían como único objetivo determinar con cuál de sus amistades mantenía algún tipo de contacto. Anastasio se lamentó de conocer tan poco el actuar de su propia esposa. Estando allí, hurgando entre cosméticos y papeles de todo tipo, ¡si hasta le pareció una desconocida! Y frente al desconocimiento de algo en apariencia tan sencillo, como lo era el saber lo que hacía su esposa en su cotidianeidad, creyó enfrentarse a una labor titánica. Un espejo añoso y diminuto encontrado en el interior de un bolso de viaje, que por alguna extraña razón, Victoria Amaya no ocupó para su fuga, lo hizo rememorar una tarde muy lejana, en la que ambos fueron felices. Bebió un trago de su vaso de whisky. Recordó. Todavía no nacían los niños; recién daba los primeros pasos de su carrera profesional. Vacaciones. Victoria pensando en estrenar un traje de baño regalado por Anastasio. El Lago Villarrica ofrecía generoso sus aguas para tal empresa. Mientras se tomaban una y otra foto en la orilla, Anastasio se lamentó de haber olvidado su short de baño. — Ya vas a ver cómo te vas a bañar igual —le dijo entonces Victoria, dándole un pequeño empujón que resultó suficiente para que Anastasio cayera al agua. De milagro, Anastasio evitó que la cámara fotográfica se sumergiera, manteniendo su brazo estirado en alto. Victoria no paró de reír, así como ninguno de los demás turistas que contemplaron la escena. Entonces, Anastasio recordó haberse sentido tan furioso, que la rabia pudo más que las ganas de reírse de sí mismo en una situación tan ridícula. Como pudo, salió del agua y se vio obligado a esperar sobre la arena a que se secara su vestimenta. Ella, en tanto, tendida a su lado, volvió a pintarse utilizando el espejo diminuto, y haciendo caso omiso a su indignación. Jamás, en todos los años de relación pudo entender Anastasio que Victoria arruinara 51
un momento así arrojándolo al agua ¿Qué motivaciones tuvo para hacerlo? ¿Cuál era la necesidad de una broma tan vergonzosa para él? Era inevitable volver al presente: ¿qué necesidad sintió de cobrarle engaño por engaño? Se trataba de una aplicación absurda y desmedida de la Ley del Talión, de una niñería cruel. Pero aquello, después de todo, no había sido ninguna casualidad. Lo que más asombró a Anastasio al recordar esta historia, lo que lo inquietó siempre y por sobre todas las cosas, fue la frialdad que demostró Victoria cuando él salió del agua, después de reír hasta las lágrimas. Lo había cagado, se había reído de él, había arruinado el paseo y las vacaciones, lo había arruinado todo realizando una broma estúpida. Se le repitió unas cuantas veces la escena de Victoria pintándose a su lado, en la más completa indiferencia hacia él. Aquella frialdad intrínseca sin duda la hizo capaz de cosas mucho peores. Se sirvió un último whisky, apagó todas las luces de la casa y se acostó. A la mañana siguiente, se despertó pensando en sus hijos. Ese día los vería por primera vez tras la partida de Victoria. Un reencuentro difícil. Y, por sobre todo, el tener que volver a enfrentar a su mujer. A eso de las diez y media de la mañana, Anastasio llegó hasta la puerta de la casa de los padres de Victoria, ubicada en el sector del Recodo, camino a la comuna de Santa Juana. Tocó el citófono y a los pocos segundos se abrió el portón eléctrico. Tras andar algunos pasos por el amplio antejardín, Victoria salió a su encuentro. Anastasio comprobó con cierta desesperación que sus manos temblaban, y que la sangre parecía precipitarse en una cantidad superior a la habitual hacia su rostro: — Hola, Anastasio —dijo ella. — Victoria, por favor, antes de que lleguen los niños, dime quién fue, ¡dímelo! — ¿De qué hablas? ¿Te volviste loco? Y anda bajando ese tonito, no aceptaré que me grites en mi propia casa. — Tú nunca has tenido casa. Esta es la casa de tus padres… — ¡Cállate, imbécil! Una palabra más y te puedes ir olvidando de volver a ver a tus hijos. — No puedes quitármelos como si fuesen de tu propiedad.
Victoria se dio media vuelta, regresando hacia la casa, pero entonces Anastasio se le acercó rápidamente y la tomó del brazo. — Escucha, no me iré de aquí sin haberlos visto. No quiero que discutamos, pero no me puedes pedir que no me sienta destrozado con lo que me dijiste… — Tenía derecho a decirte y hacerte lo que se me diera la puta gana, Anastasio. Yo no te pertenezco, ni te amo. 52
— Déjate de estupideces. Quiero saber quién fue el maldito al que le pagaste para que te echara un polvo. — ¡Cállate, Anastasio! Ya te dije que solo pagué por su silencio, para lo otro no necesité pagarle… — ¡Puta! — ¿Qué fue lo que dijiste? — Dime quién fue, por favor. Me estoy volviendo loco. — Ya vienen los niños, Anastasio. Lo mejor que puedes hacer es olvidarlo. — ¿Pero es cierto, no? ¿Es cierto? — ¿Qué crees tú? —le respondió Victoria esbozando una triunfal sonrisa, regresándose al interior de la casa.
Anastasio pasó todo el día con sus hijos, haciendo cuanto le fue posible para evadir las preguntas que ellos le hicieron respecto a su separación. No fue una tarea fácil. El zoológico, almuerzo en una pizzería de Avenida Los Carrera, y una tarde de juegos en la antigua casa familiar completaron la jornada de paternidad. Por supuesto, intentó obtener de ellos alguna información respecto a lo que hacía Victoria, pero a las pocas preguntas le resultó evidente que no estaban al tanto de lo que hacía su madre cada vez que salía de la casa de sus abuelos. Al regresar al Recodo, Victoria Amaya los esperaba en el antejardín. Una vez que los niños estuvieron dentro de la casa, ella le dijo: — Escucha, Anastasio, no te lo tomes de forma personal. A mí también me costó dejar de odiarte, pero preferí hacerlo antes de marcharme. Fue una excelente terapia. Cuando me vine con los niños no me sentí feliz, pero al menos salí con la conciencia tranquila de estar haciendo lo correcto. — ¿Y qué me dices de tu revolcón con un amigo mío? ¿Cómo quieres que no sienta rencor? — No eres nadie para juzgarme por lo que hice. Tú fuiste demasiado egoísta por mucho tiempo como para que yo siguiera pensando en tu bienestar. Opté por mí y por los niños. — No los metas a ellos en esto. Lo hiciste de caliente y punto. — Ya que dije que no te permito que me hables así. Guárdate tu mierda para cuando te consueles con esa tal Fabiola. — No te conformaste con dejarme y punto. Tenías que tratar de cagarme, y lo conseguiste. — Ya lo sé. — Ni siquiera pareces estar mínimamente arrepentida. 53
— No lo estoy. Ya te dije que no lo estoy. No entiendo por qué sigues con esto. — Lo único que te pido es que me digas quién fue. No volveré a joderte en ningún aspecto de tu vida… — Ya lo hiciste, Anastasio. — Pero ya no existo para ti. — Si me disculpas, debo entrar. No quiero complicar a mis padres con tu presencia en esta casa. Me parece bien que te intereses por tus hijos. Ellos te lo agradecerán. Ahora ándate, por favor.
Anastasio salió de allí horrorizado con la frialdad de Victoria. Se sintió congelado, paralizado por esa forma de hablar y de actuar, sin remordimientos. Por supuesto, era esperable su despecho. Pero la venganza era una cosa completamente distinta. Se marchó con más dudas que antes, pero sintió que debía entrar en razón. Preciso le resultaba no continuar atormentándose más de la cuenta por ello. Decidió irse a casa y darse un baño, antes de que se hiciera muy tarde. Luego podría cenar algo ligero y terminar la jornada -¿por qué no?- dándose una vuelta por el departamento de Fabiola.
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XIII Lo despertó el dolor ocasionado por la hinchazón de su párpado izquierdo. Pero lo peor fue tratar de conducir su mano para palpar la herida. Desde la articulación del hombro hasta los tendones de su mano parecían estar agarrotados por los golpes. Hizo el intento de recordar –hasta eso parecía demandar un doloroso esfuerzo-, si alguna otra vez en la vida había recibido una paliza semejante. Rememoró algunos pleitos desfavorables en su etapa de escolar, pero en nada se parecían a aquello. Luego, el dolor se hizo tan insoportable que tuvo que reprimir hasta el menor movimiento. Cuando se hubo recuperado un poco, volteó la cabeza para mirar hacia su espalda, y entonces comprobó que seguía en la misma celda, donde había sido arrojada su aporreada humanidad la noche anterior. Su celular le fue arrebatado por los carabineros, o bien salió disparado al momento de la golpiza. Pensó en que a sus captores no les sería posible retenerlo mucho tiempo más allí, sin que le formularan algún otro cargo al de andar destruyendo la propiedad pública. Las nueve y quince minutos, escuchó a alguien en la puerta de entrada al lugar donde estaba su calabozo. En la oficina seguramente estarían preguntando por él ¿Qué le diría dicho Anastasio si lo viera en tales condiciones, metido dentro de esa jaula? Ya tendría tiempo para pensar en lo que diría en la oficina, por lo pronto, era necesario arreglárselas para salir de allí. Su cuerpo estaba hecho una calamidad, y no tendría más remedio que pasar por la consulta de algún médico, que le proveyera de medicamentos y de una licencia hasta que pudiese retomar su vida normal. No, no era Anastasio quien le preocupó, sino Karen. Iba a pasar varios días sin verla. Justo cuando comenzaban a conocerse. Los primeros días son los más determinantes, los que siempre quedan grabados para la posteridad. La primera impresión. Por supuesto, su situación no podía ser más ridícula. Pero claro, con el rostro hinchado y el cuerpo cubierto de decenas de hematomas y cicatrices, resultaba impensado exponerse a su vista. Justo cuando empezaban a conocerse. Algo en ella lo atraía poderosamente. Acaso fuera el que hubiesen coincidido espiándose en un baño, mientras secaban su ropa húmeda. O el haberla visto sentada sola en un bar, como esperando algo o a alguien, aunque, tal vez, ese encuentro con Anastasio no hubiese sido nada casual. Días atrás, dentro de su insomnio, o mejor dicho, fruto del mismo, resolvió invitarla a almorzar. Sintió una extraña necesidad de saber algo más de Karen Bernales. Al escuchar ruidos provenientes del pasillo, su mente volvió a la realidad. Un cabo se asomó a la puerta de la celda: — ¿Tienes ganas de mear? — Me gustaría lavarme la cara —le respondió Claudio, levantándose con gran esfuerzo del banco metálico donde yacía. 55
— Te hace falta, te hicimos una cara nueva. Te pasó por ahuevonado no más, en todo caso. — Se pasaron para ser cobardes los huevones. Faltó que llamaran refuerzos para que me siguieran sacando la chucha… — La pagaste doble, por tu amigo. A ése le tenemos echado el ojo hace rato. Pero nunca podemos pillarlo con las manos en la masa. — ¿En cuánto rato más podré salir de aquí? — Eso va a depender de ti. Si nos cuentas más de tu amigo, te vuelves rapidito pa’ tu casa. — ¿Y qué quieren que les diga? Si a ese huevón no lo veo casi nunca…
Claudio fue conducido a una pequeña habitación sin ventanas. Apenas entró, supo que sería sometido a un interrogatorio. Había escuchado unas cuantas historias de gente que terminaba confesando los delitos más inverosímiles con tal de que los sacaran de allí. La policía chilena suele basar su dudosa eficiencia en la desesperación de sus víctimas, que con tal de evitar las torturas y malos tratos, normalmente acepta los cargos de los cuales son acusados, reflexionó Del Monte. Las llamadas fuerzas de orden deben proveer de forma constante a las autoridades de culpables, no vaya a ser cosa de que la ciudadanía actúe como un espejo, donde los poderosos se reconozcan a sí mismos como la máxima expresión del crimen organizado. Tras ser consultado decenas de veces en relación a las actividades supuestamente protagonizadas por Ramiro Nahuel, Claudio Del Monte exigió que le permitieran llamar por teléfono a su lugar de trabajo. Lejos de permitírselo, y tras continuar interrogándolo otro par de horas, Claudio fue al fin liberado. Eso sí, bajo la amenaza de que “si te volvís a meter en huevás, te cargamos y te secas acá dentro”. Cabizbajo y con una pequeña bolsa plástica con vendas, gaza, antiinflamatorios y relajantes musculares, Claudio Del Monte volvió a su departamento, tras pasar por el hospital. “Fue un milagro que los pacos me devolvieran mis llaves. Debería darles las gracias”, ironizó para sí. Al día siguiente, Anastasio le hizo una visita rápida. Pensó en inventarle alguna historia para justificar su condición, pero fue tomado por sorpresa: — Necesitaba comprobar que no estabas muerto, ni muy cagado. — Mira cómo me dejaron, y eso que me tomaron por error. — Por error iba a ser. Mira, Claudio, te daré un pequeño consejo: la vida es muy corta como para andar preocupándose de cambiar el mundo. Madura, huevón. A nuestra edad, no podemos seguir haciendo las mismas pendejadas de hace diez o quince años atrás. Recupérate bien, y recapacita. No te vuelvas a juntar con ese tipo de desadaptados que va por ahí alegando contra el sistema. 56
Cuando uno supera esa rebeldía adolescente, se da cuenta de que esa gente no tiene vida propia. Necesita echarle la culpa a la clase política, o a los capitalistas, o a los pacos o a quién sea. Déjale esa pega a los estudiantes, que no tienen nada mejor que hacer. Entiende que a nosotros nos toca sacarle partido a cualquier oportunidad que se presente. Yo también jugué a ser revolucionario y la huevá, pero con hijos y una pega en la que tengo que sacarme la cresta todos los días, la cosa cambia. Me importa un carajo el mundo mientras a mí me vaya bien. ¿Egoísta? ¿Acaso no lo somos todos? Si les ofrecieras un par de lucas a toda esa gente que anda marchando y predicando por ahí, lo más probable es que dejarían botadas sus banderas y se irían para la casa bien contentos. No les creas a esos charlatanes. El que se la puede, se abre camino solo; el que no, siempre será un cagón. — Ya, lo tendré en cuenta la próxima vez —le respondió lacónicamente Claudio. — Más te vale, huevón, si quieres seguir trabajando conmigo. Ya, mejórate luego, Che Guevara.
Anastasio se marchó, no sin antes indicarle que no contrataría a ningún reemplazante en la oficina, por lo cual debería trabajar algunos asuntos desde su lecho de convaleciente. Esa misma noche, en tanto, apareció por su departamento el Loco Nahuel. Lucía unas ojeras inmensas, y parecía abatido por el cansancio. Se disculpó largamente por haberlo arrastrado a una “acción fallida de agitación y propaganda”, en un lugar de alto riesgo y sin que él tuviera suficiente experiencia. Le explicó que él tuvo la suerte de encontrar un ducto de desagüe de aguas lluvias donde pudo esconderse. — Ahí dentro andaban unos guarenes que ni te imaginas, pero por lo menos los despisté. A la hora que me agarran, no solo me dejan peor que a ti. Además, no me hubiesen soltado tan rápido, y eso que dentro de todo igual soy un huevón inofensivo.
Antes de despedirse, Ramiro le dijo que estaría fuera de la ciudad algún tiempo, y que esperaba no volver a molestarlo de madrugada con otra invitación como esa. Sin embargo, Claudio lo interrumpió: — Loco, de lo único que me arrepiento es de no haber tenido mejor estado físico para haber corrido más rápido. Para mí esto fue como un aviso de que no puedo seguir viviendo en una burbuja, todo aburguesado. Me imagino cómo la pasan todos los días tus hermanos allá en el sur, o los cabros a los que agarran en las protestas. Cuenta conmigo, huevón. En serio, cuenta conmigo, mira que de ahora en adelante volvemos a ser compañeros. Y si realmente quieres que te perdone, partiste a comprar unas chelas…
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Con un abrazo y un apret贸n de manos, el Loco se sinti贸 perdonado y sali贸 en busca de esa otra medicina.
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XIV Fue un larga noche junto a Ramiro Nahuel. Grata conversación, recuerdos, anécdotas, confesiones. Tal vez lo único malo fue que se le pasara un poco la mano con la cerveza. El doctor no le había dicho nada en relación a la bebida, pero Claudio Del Monte estaba seguro de que los antiinflamatorios, los relajantes musculares y el alcohol conformaban un cóctel nada recomendable. No era tanto el dolor de cabeza, como la acidez, que lo obligaba a levantarse una y otra vez al baño. Entonces era cuando sus músculos volvían a agarrotarse, y él volvía a recordar su cara debajo de las botas policiales. Dos costillas inflamadas, aunque no rotas. Pudo ser peor, claro. Pudo perder un ojo, o tener una fractura expuesta. Se envalentonó: quizás, en el fondo, esto no fuera más que un rasguño. Mientras terminaba de revisar la documentación que Anastasio envió a su correo, creyó escuchar el citófono. Para sorpresa de Claudio, se trataba nada más ni nada menos que de Karen Bernales. En cuanto la miró por el ojo mágico de la puerta, se supo perdido. ¿Sería posible que ni siquiera lo hubiese llamado para avisarle que iría a verlo? Le pidió que le diera un minuto para lavarse y vestirse. Hacer las cosas rápido le dolía el doble. Se puso pantalones, una camisa y se lavó los dientes. Pasó la peineta algunas veces sobre su pelo. Se perfumó. Con todo, sintió una enorme vergüenza al momento de abrirle la puerta con esa pinta de boxeador noqueado en el décimo asalto. Karen sacudió su paraguas apenas entró. Curiosamente, el temporal de afuera apenas la había despeinado, aunque decenas de gotas diminutas en su rostro testimoniaban su paso bajo la lluvia y el viento. — ¿Qué te trae por aquí? —Claudio se reprochó inmediatamente el que no se le hubiese ocurrido decirle nada mejor. — Te vine a ver, ¿qué te parece? —le respondió la chica. — Me hubieses avisado que vendrías. Habría comprado algo de desayuno, qué sé yo. — No te preocupes. Además, desayuné en la oficina. Oye, no tienes tan mal aspecto. — Gracias.
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Karen echó un vistazo a las botellas vacías de cerveza, que sobre la mesa delataban la noche anterior. Una atmósfera que mezclaba algún olor a tabaco y encierro, parecía estar suspendida sobre el departamento. — Parece que tuviste una noche animada… — Sí, es decir, no. Vino un amigo al que no veía hace tiempo. — Ah. — Sí. Disculpa que sea tan descortés, ¿quieres un café? Un momento, no tengo café… ¿podría ser un té? — Claro, por supuesto. Pero déjame ayudarte. Como no tienes ninguna venda se me olvida que te duele todo. Anastasio me dijo que fue una caída horrible. A lo mejor fue después otra junta con amigos como la de ayer… —dijo Karen, tras echar un nuevo vistazo a las botellas sobre la mesa, sin poder evitar una risa burlona en los labios. — Una caída horrible, claro —Claudio decidió rápidamente continuar con la mentira —me saqué la chucha, como puedes ver.
Ambos entraron a la estrecha cocina a preparar el té. Claudio insistió en hacerlo todo, pero Karen se las arregló para ofrecer su ayuda y acercarse lo suficiente, buscando las tazas, como para que sus cuerpos se rozaran unas cuantas veces. En un momento, Claudio casi pudo sentir la suave humedad de las mejillas de Karen frente a las suyas. Cuando el hervidor hubo cumplida su tarea, él sirvió las dos tazas de té y se vio forzado a desocupar de botellas la mesa. Entonces, sintió que Karen lo observaba. — No te compliques limpiando. Conozco el desorden sempiterno de los departamentos de solteros. — En ese caso, podemos sentarnos y usar el baúl de mimbre como mesa de centro. — Por supuesto —respondió ella, acomodándose en el sofá. — Entonces… —Claudio retomó la conversación— ¿me vas a decir qué te trae por aquí? — Por supuesto. Anastasio me pidió que trabajara contigo unas propuestas gráficas para mañana en la mañana. Es para unos clientes chinos, me dijo que tú sabrías de quiénes se trata. — Sí. — Y entonces él pensó que sería mejor si me daba una vuelta por tu departamento y trabajábamos juntos. Mal que mal, yo tendré que reemplazarte en la reunión, así es que necesitaré que me cuentes pormenorizadamente quiénes son estos tipos y qué es lo que quieren. Debo volver a la 60
oficina en algún momento, de todas formas. Como soy nueva, Anastasio quiere dar el visto bueno a los diseños antes de la reunión. — Tranquila, yo hablo con Anastasio y asunto arreglado. Mira cómo está lloviendo, no me dirás que tienes ganas de volver a salir y quedar echa sopa…
Karen sacó su computadora y Claudio estuvo un buen rato explicándole cómo debía comportarse durante su reunión con los clientes chinos. Le contó un par de anécdotas que hicieron reír a Karen, como cuando llegó a una importante reunión con una horrible araña negra en la espalda. Sin darse cuenta, el arácnido trepó hasta su cuello y, para espanto de sus clientes, al sacudírsela la araña fue a dar a la carpeta de uno de ellos, donde finalmente fue triturada con un talonario. — Debiste haberle visto la cara a esos viejos. Estaban más asustados que yo, y no sabían cómo diablos decirme que tenía una araña. Igual se pasaron de canallas, por último la hubiesen hecho discreta, pero casi gritan de miedo cuando la araña salió volando hacia ellos. — Ja ja ja. — Un último consejo, ¿a qué hora es mañana la reunión? — A las nueve. — Vale. Entonces, esta noche no comas nada que tenga cebolla, ajo ni condimentos hoy en la noche. Y si vas a carretear, toma puro vodka tónico. — Ja ja ja, ¡por favor, Claudio! — En serio, la peor forma de echar a perder un negocio es por mal aliento. Te lo juro.
Claudio se levantó para ir al baño. Al salir, Karen Bernales se encontraba en el mismo sitio, pero desnuda. Completamente descolocado, Claudio no tuvo oportunidad –en realidad, tampoco sintió la necesidad- de hacer preguntas, pues estas las hizo ella: — Ahora mismo me vas a decir qué te parece mi aliento.
Se besaron, y una ráfaga de viento consiguió abrir la ventana, para que, acto seguido, la cortina comenzara a elevarse hacia afuera, de un lado a otro. Ambos rieron de lo que parecía ser una intromisión de la naturaleza. Claudio tuvo que superar el dolor de los músculos agarrotados en su espalda, así como los de ambas piernas. Varias veces estuvo a punto de separarse bruscamente de Karen, cuando ella pasaba a llevarle alguna zona demasiado delicada. En vez de eso, ambos se 61
besaron cada vez con mayor intensidad, hasta que, una vez en el cuarto, Claudio hizo todo lo posible para disimular la decena de moretones que dejaba ver su cuerpo. Karen no pudo evitar la risa al constatar el exagerado pudor con que él se desempeñó. Casi devolviéndole la confianza, lo atrajo suavemente hacia ella, envolviéndolo con suficiente arrojo hasta que él logró desentenderse por completo de su lamentable condición física. Poco antes de irse de vuelta a la oficina, Karen le pidió a Claudio Del Monte la mayor discreción respecto a lo acontecido: — Sobre todo con Anastasio. Llevo muy poco ahí dentro como para tener problemas. Estuvo bien, pero dejémoslo hasta aquí, que este sea nuestro secreto, ¿te parece? — Claro, por supuesto. No pensaba salir a pregonarlo. Escucha, no sé si conseguiré dormir esta noche porque me siento, aunque gratamente, más molido que antes. Es interesante, eso sí, esta sensación de tránsito del placer al dolor. Te agradezco hacerme más llevadera la paliza que recibí… — ¿Cuál paliza? Caída, querrás decir, ¿o hay algo que yo no sé? — Es una historia muy larga. Dejémoslo en que me caí, pero recibí alguna ayuda. — ¿O sea que te empujaron? — No exactamente. — Un momento. Todas esas hematomas que tienes…, tú no te caíste, a ti te sacaron la mierda, ¡eso fue! Pero, ¿por qué alguien quiso dejarte así, hecho bolsa? — Esa información le costará muy cara, señorita. — Creo haber pagado por adelantado, señor. — Todo a su momento. Te acompaño hasta la micro, tengo que comprar algunas cosas.
Salieron, pues, del departamento y caminaron bajo la persistente lluvia en dirección al paradero, esquivando aparatosamente los charcos bajo el mismo paragua.
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XV Las ventanas del segundo piso de la casa daban a la calle Miraflores. Los vidrios fueron recubiertos con papel de periódicos para que nadie desde fuera pudiese saber lo que ocurría adentro. La fachada, en tanto, lucía un par de grafitis alusivos a la conmemoración del Día del Joven Combatiente, fecha en la que diversas organizaciones de izquierda recuerdan la muerte de los hermanos Vergara Toledo, asesinados en 1985 por los órganos represivos de la dictadura. Los empleados del taller mecánico que funcionaba casi frente al inmueble, nunca sospecharon de las personas que diariamente se daban cita allí. Días después de que tuviera lugar una redada por parte de la policía, cuando los periodistas les preguntaron si habían visto algo extraño en la casa, uno de los mecánicos se limitó a decir: — Sí. Nos llamaba la atención que todos venían con las mochilas bien cargadas, y con bolsas de pan en la mano, justo a esa hora de la tarde cuando uno estaba más cagado de hambre. Entonces aparecía un montón de cabros chicos de por aquí cerca, y al parecer les daban once ahí dentro. Otras veces, algunos lolos llegaban con uniforme de colegio y salían con libros en la mano. Lo más probable es que haya habido una biblioteca. Una noche, apareció de la nada un grupo de jóvenes recitando poesías a grito pelado. Al poco rato, escuchamos un cuetazo y la se cortó la luz…
En el allanamiento participaron alrededor de cincuenta efectivos, quienes, por cierto, llegaron acompañados de los medios de comunicación. Para hacer el espectáculo más atractivo ante las cámaras de televisión, dispusieron de vehículos blindados, cascos, metralletas y escudos, temiendo –y tal vez, deseando- una feroz resistencia por parte de los habitantes de dicha casa okupa. En lugar de eso, solo se encontraron con lo que parecía ser una sala de clases y una pieza repleta de libros, textos escolares en su mayoría. El único morador que hallaron fue sacado en andas por los uniformados, y sindicado a la prensa como responsable de los últimos atentados con bombas incendiarias a una sucursal bancaria ubicada a pocas cuadras de allí. Se trataba de un anciano apodado El Pituco, conocido borrachín del barrio en situación de calle, y que a cambio de prestar “vigilancia” a la casa okupa, le era permitido pernoctar algunas noches allí dentro. Su única declaración a los medios tuvo lugar mientras era transportado por cuatro fornidos agentes al interior del camión que, en una clara muestra de optimismo, había dispuesto el responsable del operativo para trasladar a los antisociales que fueran detenidos. Por algunos 63
segundos, fue puesto frente a las cámaras con cierto orgullo. Mientras intentaba taparse los ojos para evitar los tibios rayos de sol de esa mañana, vociferaba: — ¡Déjenme dormir, oh! ¡Apaguen esa luz, malditos cerdos! De esta forma versó el despacho de un periodista enviado por un canal de televisión a cubrir el acontecimiento: “Se trata de un peligroso sujeto, apodado El Pituco, quien fuera detenido custodiando un arsenal de bombas caseras, y materiales para la confección de armas y explosivos de alto poder. El Pituco sería uno de los cabecillas de esta organización terrorista, que desde hace algunas semanas se ha dedicado a la colocación de explosivos en al menos una docena de bancos e instituciones de previsión. Según trascendió, la Fiscalía pretende contar con el apoyo del gobierno para la aplicación de la Ley Antiterrorista. De esta forma, El Pituco podría pasar sus últimos años de vida tras las rejas, en una cárcel de máxima seguridad. Otro dato que podemos incorporar a este despacho es la gran cantidad de evidencia incriminatoria encontrada en la casa okupa, y que explicaría el comportamiento agresivo, así como las orientaciones ideológicas de este grupo terrorista. Entre ellas, cabe considerar, al menos un poster del Che Guevara, un nuevo testamento al que le fueron sustraídas algunas hojas, presumiblemente para el consumo de sustancias alucinógenas, un libro de profecías mayas, otro libro de poesía anarquista, una foto del presidente retocada, en la que el Primer Mandatario luce colmillos y cuernos, y un maniquí vestido de carabinero de Fuerzas Especiales. Seguiremos atentos el desarrollo de esta noticia”.
Un par de días antes de que tuviera lugar el allanamiento a la casa okupa, en una de sus habitaciones del segundo piso, Ramiro Nahuel terminó de imprimir unos volantes que se utilizarían en la jornada de paro nacional que se aproximaba. A su lado, Cristina apiló una decena de tarros de pintura –que fueran donados por un ferretero “consciente”-, y otro par de muchachos dibujaban los bocetos de una nueva serie de murales que se realizarían en Barrio Norte. Uno de los jóvenes pintores sugirió a Ramiro que saliera a comprar algo para comer. El Loco Nahuel caminó lentamente hacia el negocio de la esquina, pero cuando se dio la vuelta por la Avenida 21 de mayo, le pareció advertir que un sujeto dentro de una camioneta estacionada no le quitaba los ojos de encima. “Qué fácil es caer en la paranoia”, se dijo a sí mismo. Pagó las galletas. Al salir del negocio, la camioneta seguía ahí. Otro detalle inquietó a Ramiro: un retén móvil de carabineros se detuvo en la esquina de Miraflores, encendiendo las luces de advertencia. Siguió caminando normalmente hacia la okupa, pero al ingresar indicó a los presentes que la jornada de trabajo había llegado a su fin, pues los extraños movimientos de la calle indicaban que algo podía pasar: un desalojo, una allanamiento, un posible montaje. Cristina echó la totalidad de los panfletos dentro de una mochila, que luego cargó sobre sus espaldas. Si se apuraban, podrían escapar a través del amplio patio, que daba directamente a un sitio baldío. Desde detrás del papel de diario de las ventanas, Nahuel observó a un furgón del GOPE que ingresó por la Avenida 21 de mayo, y del cual descendieron varios efectivos, que caminaron en dirección a la puerta. Los otros dos jóvenes, en tanto, cargaron los tarros de pintura 64
hasta el patio, treparon la muralla y luego echaron a correr por el sitio eriazo en dirección al Cementerio Municipal. Lo mismo hicieron el Loco y Cristina, cuando los efectivos llamaron a la puerta. Ambos corrieron en dirección a la Costanera, donde fueron recogidos por un vehículo sin patente, y conducidos a una casa de seguridad ubicada en Barrio Norte. — Esto se está volviendo costumbre. Estoy hasta más arriba del cogote con andar arrancando —le dijo esa noche Cristina a Ramiro. — No sé por qué se ensañan con nosotros. Hay gente que huevea más y recibe menos represión. Pero si gastan tantos recursos en nosotros, es porque algún daño debemos hacerles con nuestros murales y rayados. — Deberíamos parar la mano un tiempo, guardarnos hasta que se calme un poco la cosa. — Quizás, quizás. Ojalá que no hayan echado abajo la puerta esos pacos. — No creo. Yo creo que en el fondo sabían que no le íbamos a abrir. Si no pasa nada, en unos días la okupa podría volver a abrir sus puertas...
La mañana en que tuvo lugar el allanamiento, Cristina se encontraba en Los Ángeles, en casa de sus padres, mientras que Ramiro Nahuel hacía clases en un preuniversitario del centro. Cuando, horas más tarde, se enteró del operativo, su primera reacción fue de alivio, pues le resultó evidente que cualquier montaje sobre la persona de El Pituco se desplomaría con facilidad. Bien sabía que al gobierno le resultaría imposible condenar a un alcohólico de mal llevados sesenta y ocho años bajo la ley antiterrorista. Ya de vuelta en su pequeña guarida, el Loco pensó seriamente en la posibilidad de abandonar la ciudad por algunas semanas. Eso le dijo dicho a Claudio Del Monte, que se mantendría fuera un rato, el suficiente como para que las cosas se calmaran. Precisamente, recibió una llamada de Claudio durante la tarde: — Supe lo de la okupa. — Sí. Se veía venir, ojalá no vayan a quemar todos nuestros libros. — Es lo más probable. Tiene huellas dactilares de niños terroristas… — Qué gracioso. — Oye, huevón, te tengo una propuesta. — A ver. — Vente a pasar unos días a mi departamento. Si te caen encima estando solo o con la Cristina les van a sacar la cresta antes de mostrarlos a las cámaras de televisión. Piénsalo. — Lo voy a pensar. 65
— Ah, otra cosa. — Claudio, existe cierta posibilidad de que mi celular esté intervenido, ¿qué más quieres decirme? — Que te vayas a la mierda, entonces. Hablamos.
Al día siguiente, Ramiro Nahuel se dejó caer en el refugio de Claudio con una mochila de campaña en sus espaldas. — Escucha, no quiero meterte en más problemas. Al primer movimiento extraño que vea, me largo enseguida. — No te preocupes, pero dime, ¿qué es de la Cristina? Si quieres ella también puede… — No hace falta. Estará en la casa de sus padres hasta que se sosieguen las aguas… — Ah. — ¿Cómo va tu recuperación? — Mejor, ya puedo dormir la noche de corrido. Las heridas y dolores no me despiertan cuando me muevo. — De cara al menos tienes mucho mejor aspecto. — Qué bien.
Claudio le indicó al Loco Nahuel el sofá donde podría dormir hasta que pasara el peligro. Luego se fue a su cama a intentar conciliar el sueño. Ramiro, en tanto, llamó un par de veces a Cristina, pero solo obtuvo como respuesta su buzón de voz. Luego se tendió en el sofá, cerró los ojos y se durmió.
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XVI Cuando supo que Anastasio pasaría por su departamento a la hora de almuerzo, Fabiola lo dispuso todo. Para no ser una buena cocinera, se las arregló bastante bien preparándole un plato de ñoquis caseros. Tenía la esperanza de que aquel encuentro revitalizara su relación. A Anastasio no le había gustado nada que ella comenzara a trabajar como secretaria en un banco del centro. De allí que ese día viernes lo hubiese pedido libre para estar un momento a solas con él. Quería mostrarle que un poco de independencia no le venía mal a nadie. Al contrario de lo que pensó tras su separación de Victoria Amaya, Anastasio no se volvió a ella más que ocasionalmente, y siempre con la intención de sexo. Eso sí, siguió telefoneando religiosamente todos los días, y el alquiler también siguió cancelándose con regularidad. Pero las visitas escasearon cada vez más. Ni siquiera, como en otras ocasiones, Anastasio hacía su aparición de madrugada, y el abandono produjo que ella recordara con alguna nostalgia todas esas veces en las que el whisky lo condujo hacia sus brazos. Sonó su teléfono: — Fabiola, me atrasé un poco en la oficina. Voy saliendo, llegaré en quince minutos. Un beso.
Siempre lo lacónico, pensó Fabiola. ¿Llegaría el día en que Anastasio le fuera a dedicar más tiempo, o es que acaso debía conformarse con que se dejara ver con la misma y triste sorpresa de un fantasma? Hubo una época en la que Anastasio la amó locamente. La hubo, claro que sí. Y ella se acostumbró a recordar esa dicha que experimentó cada una de las noches en las que Anastasio se devolvió de su casa, tras darle las buenas noches a sus hijos, hacia su departamento. Su departamento, como le pedía una y otra vez Anastasio que ella dijera, queriendo que internalizara que él únicamente se hacía cargo de pagar la renta, pero que el espacio auténticamente le pertenecía a ella. Después de todo, se trataba de un detalle pequeño dentro de todo lo que significa habitar un espacio, había supuesto ella, hasta entonces. ¡Había tantas otras cosas que Fabiola realizaba! Mantener sobre la mesa del comedor un florero siempre bien alimentado de flores frescas. Al principio las traía él, pero luego, poco a poco, fue la propia Fabiola la que se fue haciendo cargo de comprarlas. — Ya sabes, flaquita, lo que puede pensar la gente si me ve con flores en la mano…
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Y entonces ella compraba sus ramos, de rosas o claveles. Y cuando él llegaba se admiraba de encontrar siempre flores frescas sobre la mesa donde raramente comían. Fabiola siempre se resistió a ver a Anastasio como un hombre del montón. Cuando llegó por primera vez a su oficina, él la observó detenidamente antes de saludarla, pero no hubo en esa mirada altanería alguna. Fue una mirada conmovida por la belleza de Fabiola, una chica que apenas días antes había terminado su práctica en otra oficina muy parecida a aquella. Al cabo de una semana, Anastasio debió valerse de ella para sobrellevar una tarde infernal, repleta de clientes difíciles. Fabiola respondió magníficamente, y fue entonces cuando, en parte por agradecimiento, en parte por otros intereses que pronto le manifestaría, la invitó a tomarse un café, que a la segunda taza él cambiaría por whisky y ella por un daiquiri. La conversación pasó de los rigurosos temas de oficina a las vivencias personales, y de allí a la soledad que ambos se confesaran experimentar por separado. Soledades peligrosas. El camino de vuelta estuvo repleto de anécdotas, recordó Fabiola. El atropello de un ciclista en la Autopista que une las comunas de Concepción y Talcahuano, ocasionó un taco gigantesco, obligándolos a esperar un largo rato antes de poder avanzar en el audi de Anastasio. Poco después, y aprovechando un semáforo en rojo, Anastasio se agachó a buscar sus lentes a la guantera, y fue entonces cuando se besaron. Un beso dulce y largo. Al separarse, un grupo de jóvenes que hacía malabarismos a un costado de la calle los aplaudió con entusiasmo. La constante reminiscencia de esas pequeñas pinceladas de felicidad era lo que mantenía con vida la relación de Fabiola y Anastasio. Sin embargo, y por alguna extraña razón, ella padecía de la triste convicción de que escenas como esas no se repetirían. Cuando Anastasio tocó el timbre, ella tenía todo listo. Sobre la mesa, dos platos de ñoquis a punto, una botella de pinot, y por supuesto, un glorioso ramo de rosas frescas. Al terminar de planchar su pelo, y aproximarse a la puerta, Fabiola experimentó en su estómago una sensación de grata ansiedad que hacía mucho no experimentaba. ¿Sería Anastasio el verdadero responsable, o se trataba de una simple sugestión? Después de todo, Anastasio había sido un buen tipo. La había salvado de perder un trabajo, la había agasajado como ningún otro hombre en su vida se molestó nunca en hacerlo y, al menos durante un buen tiempo, la trató maravillosamente. Aunque, claro, no ignoraba que Anastasio sufría de lo que Fabiola bautizó como una afectofobia, que le impedía desarrollar un trato que reflejara una mayor afectuosidad que la de dos personas intrínsecamente solitarias que se dan aliento. Algo así como amigos con ventaja. Esto último parecía predominar: dos polos magnéticos que se atraen y fusionan a ratos, para luego repelerse irremediablemente, retornando por separado a la soledad de sus respectivas guaridas. Tras aquel intercambio, no obstante, algo sobrevivía. Por eso siempre valía la pena repetirlo. Si bien esa lógica de compañerismo nada tenía que ver con los amantes, como lo conversaron alguna vez, al menos la fogosidad sexual de Anastasio siempre actuó como una válvula de escape frente a su propio vacío. Sí, para Fabiola era preciso enfocarse ahora en aquellos lejanos días de sol. Si todo esto que hemos construido tiene un sentido, y evidentemente lo tiene, se dijo Fabiola quitando el cerrojo de la puerta, Anastasio puede un día volver a enamorarse de mí. — Tenía tantas ganas de verte…
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Fabiola no alcanzó a corresponder el breve saludo de Anastasio, cuando este ya había cubierto su boca con un apasionado beso. Ella realizó un ademán de querer separarse para que él contemplara la mesa puesta, el almuerzo servido que esperaba por él, y que con tanto esmero había preparado. Anastasio echó un vistazo rápido a su entorno, sin prestar demasiada atención, y continuó guiándola hacia la pieza. — Vengo con los minutos justos, tengo otra reunión en poco más de media hora, pero no podía dejar de venir, tenía unas ganas locas de verte…
Mientras la lengua de Anastasio entraba y salía de su boca, adquiriendo un ritmo cada vez más frenético, al borde de la desesperación, la mente de Fabiola empezó a visualizar con claridad aquello a lo que tantas veces se negó a ver. Para eso la quería Anastasio. En eso se sustentaban todas esas inmensas ganas de verla. ¿Es que alguna vez había dejado de ser un simple objeto para este hombre, siempre tan seguro de sí mismo, tan inquebrantable, tan indiferente y, al mismo tiempo, tan posesivo? Porque ahora le quedaba claro que él la poseía. Como nunca, esa tarde ella se sintió prisionera dentro del departamento, a merced de sus instintos, esclava de la calentura de Anastasio. Fue desnudada sin ninguna consideración ni atención a su propio deseo. Si Anastasio me mirara a los ojos ahora sabría muy bien lo que estoy pensando. Ella había sido necia todo ese tiempo, muy necia. Y mientras sus pezones eran devorados salvajemente por el animal que ahora tenía encima, sintió una fuerza dentro de ella que conforme avanzaba Anastasio en la posesión de su cuerpo, se transformó en una revelación que le pareció tan verdadera como brutal: después de todo, la perra de Victoria fue más inteligente. Su pensamiento pronto se concentró en la frialdad de ese hombre que decía haberla echado de menos, que si bien nunca en toda la historia de esa relación prohibida había mencionado la palabra amor, ella creyó enamorado. Hasta ahora, que vio su ilusión destrozada y se sintió consumida por una rabia de la que nunca se creyó capaz de experimentar. Eso era lo que ella necesitaba, donde encontraría la fuerza para mandarlo al diablo. Había dejado que sus ñoquis cocinados con tanta dedicación agonizaran sobre la mesa, tan bellamente decorada para él. Pero ahora aquellas le parecieron las flores de un funeral, mientras él daba rienda suelta a su animalidad, valiéndose de su cuerpo para satisfacer su vulgar deseo. Y si al principio ser objeto de su libido le resultó excitante, hoy no sentía por ello otra cosa que un asco enorme, y en ese cuerpo que se movía sobre ella, penetrándola como una máquina fuera de control, con la mirada proyectada en las grietas de la pared, comprendía que no volvería a hacerla sentir otra cosa que no fuera repugnancia. Fabiola pasó del amor al odio, en poco más de unos minutos. De la dulce espera de tenerlo almorzando junto a ella, ahora hubiese pagado para tener la fuerza física suficiente como para quitárselo de encima. Con sus ojos mirando el cielo raso, y los de él obsesivamente fijos en la pared, Fabiola entregó por última vez su cuerpo a Anastasio, que a los pocos minutos, se tendió a su lado. 69
— Me quedan poco más de diez minutos para volver a la oficina —él tuvo la desfachatez de decirle. — Eres una mierda, Anastasio. Ojalá que lo hayas disfrutado, porque la puta en la que me has convertido se acoge a retiro en este preciso instante. — ¿Qué quieres decir, Fabiola? — Fabiola, Fabiola. No puede ser “mi amor”, o “cariño”. Acabamos de revolcarnos y me sigues llamando Fabiola, a secas, ¡ni a una prostituta la tratarías tan fríamente! — No empecemos de nuevo con lo mismo… — Te odio, Anastasio. Maldigo el día en que llegué a esa estúpida oficina y reparé en ti. — No tengo tiempo para tus berrinches, Fabiola. Debo ir a cerrar un negocio, clientes importantes. Lo siento.
Al verlo levantarse y comenzar a vestirse tan apaciblemente, ignorándola nuevamente, Fabiola estuvo a punto de perder el control y destrozarle la camisa. En vez de ello, y utilizando todas sus fuerzas para controlarse, se levantó, tomó los zapatos de Anastasio y los arrojó por la ventana hacia la calle Tucapel. — Tendrás que cerrar tu cochino negocio sin zapatos, infeliz. — ¡Loca de mierda!
Fabiola se encerró en el baño, y consiguió liberar todas sus lágrimas, tan hábilmente contenidas hasta el momento. Escuchó a Anastasio hablar solo, recriminándose por haber venido a perder el tiempo. Después oyó que la puerta cerrarse de golpe, y comprendió que sería un buen momento para salir del baño, con plena disposición a rehacer sus maletas, y su vida.
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XVII Claudio despertó con unas ojeras inmensas. Sacrificó el desayuno por algunos minutos más de sueño. Un sacrificio inútil, claro está, después de un insomnio que ya cumplía un par de semanas atormentando sus noches. Se arrastró como un zombi hasta el baño, se metió a la ducha y ni siquiera el chorro de agua fría logró aplacar el sueño. Resignado a una nueva jornada laboral, y fruto del cansancio mental, se vistió por tercer día consecutivo con la misma ropa, dejada sobre una silla, al lado de su cama. Frente al espejo constató una barba que reforzaba su mal aspecto. Sin proponérselo, en el poco tiempo que llevaba trabajando para Anastasio, Claudio se había convertido en un empleado ejemplar. Sus compañeros de labor lo miraban con cierta admiración y respeto. Al no involucrarse demasiado con ellos y, en cambio, gozar de cierta simpatía del jefe, no tardó en considerársele como un líder en potencia. Anastasio contribuyó en gran medida a que fuera así. Del Monte se dejó conducir por los consejos de Anastasio, casi ciegamente le hizo caso en todo y los negocios marcharon muy bien para la empresa. Claudio se convirtió en el primer funcionario de esa oficina que recibió el pago de la totalidad de sus horas extras, así como de un par de incentivos, cosa verdaderamente insólita para alguien que llevase solo algunos meses. Tras otra jornada laboral en la que accedió gustosamente a hacer horas extras, de nada le sirvió a Claudio acostarse temprano esa noche de martes. Pese a su buena disposición, volver al trabajo después de una semana de licencia implicó el regreso a los horarios, a la rutina y al insomnio. Su cuerpo mostraba inequívocas señales de recuperación. Si bien un par de machucones en el rostro continuaban atormentándolo por la mañana al verse en el espejo, por lo menos no le dolía ningún músculo al andar. Tampoco sentía vibrar sus costillas al reírse, ni el cuello le atormentaba al girar la cabeza para mirar hacia el lado. En síntesis, la vida estaba retornando a paso firme a su organismo. Debía, eso sí, hacer algo con respecto a su insomnio. El sueño que lo aquejaba en la oficina, producto de sus largas noches en vela, en más de alguna ocasión se le hizo simplemente insoportable. Aquel martes, por ejemplo, debió encerrarse a dormir en el baño después de la hora de colación, utilizando la alarma de su teléfono móvil para despertarse. Sin embargo, eso no fue lo peor. Karen debió darle un codazo tras sorprenderlo cabeceando durante una reunión que se alargó más de la cuenta. Bastaría que algún deslenguado le llegara con el rumor a Anastasio, para ganarse su recriminación. Ciertamente, Claudio Del Monte sabía que allí dentro, a diferencia de sus compañeros, a él no se le permitiría ninguna conducta que amenazara su productividad. La mediocridad era permitida solo en aquellos que mostraban una mayor docilidad, o como decía 71
Anastasio, no para los que aguardaban el término de la jornada laboral como se cree en una luz al final del túnel. Así es que esa noche de martes, Claudio se acostó temprano. Le pidió al Loco Nahuel que le bajara el volumen a la radio y actuara lo más silenciosamente posible antes de acostarse en el sofá. A la mañana siguiente le esperaba una reunión con clientes que no aceptarían verlo dormirse frente a sus narices. Siguiendo el consejo de Ramiro, Claudio se tomó un vaso de leche antes de acostarse, y se fue a la cama con un libro de poemas de Girondo, a los que echó una hojeada antes de decidirse a apagar la luz. Todo anduvo bien por un par de horas, hasta que la urgencia de ir al baño lo arrebató de los brazos de Morfeo, para devolverlo al laberíntico mundo del insomnio. Tras moverse como un pez entre las sábanas, hacia ambos lados de la cama, Claudio Del Monte tuvo el convencimiento de que sería inútil cualquier intento por volver a conciliar el sueño. No era una preocupación específica la que le privaba de dormir. O al menos llegó a esa conclusión, tras intentar decenas de veces aislar el presunto pensamiento perturbador. Debería existir una enfermedad psiquiátrica con ese nombre. Posiblemente, ya exista: Presunto Pensamiento Perturbador. Podría abreviarse de forma bien sencilla, como PPP, y diagnosticarse a los locos rematados cuando intentan ponerse cuerdos, como él. Por algo existen las pastillas para dormir, por eso se venden como pan caliente. Tal vez nunca podremos llegar a la raíz de nuestros problemas, pero siempre podremos regar con narcóticos la plantita que somos, aunque así jamás la veamos florecer. Consciente de su nueva derrota, y resignado a pasar una nueva jornada laboral entre las brumosidades del sueño, pensó en encender la luz y retomar el poemario de Girondo. Pero entonces, la poesía lo alejaría de su Presunto Pensamiento Perturbador. ¿No era eso lo que necesitaba? ¿Evasión? ¿No era aquella la medicina maldita que tenía medio podrido a este mundo? Pero claro, él no era ningún apologista de la racionalidad ni la lucidez, como para venir a hacer parábola de un asunto tan complejo. El problema es que en toda posesión de lo material existe un empobrecimiento de la libertad espiritual. La vida misma bien podría considerarse como una misión misteriosa en la que el éxito -¿sería ésta la palabra adecuada?- deviene tras sucesivos de desprendimientos, y entonces ¿cuál era el afán que tenían algunos de aferrarse a algún dogma? Las religiones, el gobierno, las sectas, los equipos de fútbol, los holdings de grandes empresas, ¡patrañas de la peor especie! De existir algo real a lo que los seres humanos tuviéramos acceso, entonces habría que desplazarse por el mundo como atravesando el espejo propiciado por nuestras propias ilusiones humanas. Alicia en el país de las maravillas le pareció de pronto algo más profundo que las experiencias lisérgicas de una adolescente drogata. Tenemos que encontrarnos con lo que está allá fuera atravesando nuestro propio espejo. Allí estaba el cruce que nos lleva al encuentro con la realidad. De lo contrario, jamás el ser humano estaría a salvo de su propia locura. El sueño hacía posible la supervivencia del yo en un mundo habitado principalmente por espectros. Vuélvete a tu cama, Claudio, hijo, mira que la gente que no duerme bien termina por volverse loca. Las palabras de su madre rebotaron dentro de su cabeza. Era necesario despertar, atreverse a cruzar el espejo. Supuso que el grosor de ese espejo dependía de la calibración íntima de cada persona, y si todo aquello podía sonar un tanto absurdo, se conformó pensando en que tampoco existía evidencia suficiente como para demostrar lo contrario. De 72
pronto, sintió como si conociera ambas caras del espejo. Las últimas semanas se esforzó por entender el mundo. Había jugado de acuerdo a sus leyes, o al menos, se estaba dejando conducir por sus espejismos. Ya estaba llegando la hora en la que debía decidir a través de cuál de sus caras deseaba continuar su camino. Se acercó a la ventana. La Avenida Paicaví lucía como la arteria principal de una gran ciudad. Si bien la pantalla gigante que normalmente reproduce recomendaciones de tránsito estaba apagada, lo que le pareció fascinante a Claudio fue el conjunto de colores que producían juntas las luminarias, semáforos, vehículos en tránsito y detenidos, el avisaje comercial de las azoteas, etc. Como un colorido mosaico al que se tiene la oportunidad de internarse, Claudio se vistió rápidamente y decidió salir al encuentro de esa gran noche, con la intención de perderse en ella, de desnudar aquel espejismo. Acaso no existiera otra forma de relacionarse con el mundo: a partir del descubrimiento de lo verdadero y del exorcismo de toda ilusión. No era otra cosa lo que se escondía detrás de todas esas luces: ilusión, pura ilusión. Pero, ciertamente, había tanta belleza en ello, como para perder la cabeza y arrojarse a vivir para siempre prisionero de aquel vacío fascinante. Sintió cómo una leve euforia se apropió de él a medida que se vestía. Tuvo ganas de hacer una locura, como la de salir por la ventana. Era una pendejada, por supuesto, pero un extraño éxtasis se apoderó de él, cuando utilizó las rejas de protección de las ventanas del departamento del primer piso, para descender hacia la calle. Echó a caminar por la avenida, observando con atención. Olvidó consultar la hora, aunque a esas alturas poco importaba. Anduvo algunas cuadras intentando trazarse algún recorrido específico. Pronto desechó este andar decidido y se abandonó a recorrer la ciudad dejándose conducir por pequeñas señales, por sutiles arrebatos, o mejor dicho, por simples tincadas. Una luz encendida en lo alto de un edificio, el murmullo de una fiesta, una sirena, la detención de un automóvil, un afiche pegado en la pared, un rayado como el que hiciera Ramiro Nahuel en la rotonda, el mismo que lo llevó a conocer la brutalidad policial. Se abandonó con una curiosidad infantil al redescubrimiento de esas calles que recorría a diario, pero que solo entonces sintió como propias, como su espacio, su territorio. Después de todo, le gustaba esta ciudad. Se quedaría en ella para siempre. A poco de andar, constató que aquel ejercicio le transmitía alguna tranquilidad. El Presunto Pensamiento Perturbador, la soledad existencial, la conciencia del vacío, su inconformismo enfermizo, los espectros con los que lidiaba a diario, en fin, se disiparon al deambular por esa ciudad que, sin la luz del sol, parecía otra, sin la luz del sol. Los paraderos, que siempre le parecieron un lugar absurdo, siempre repletos de gente dispuesta a empujarse con tal de subir primeros a la micro, ahora yacían desiertos, a lo sumo con pequeños grupos de jóvenes esperando una locomoción imposible de encontrar a dichas horas. Un carrito ofrecía café y completos a la entrada del Paseo Barros Arana. Dos o tres comensales salidos de la nada hacían fila para comprar. Mendigos que levantaron sus cabezas al sonido de una sirena. Una ambulancia cruzó la calle con urgencia. En algún lado, alguien se encontraba en problemas. Los vagabundos volvieron a cubrir sus cabezas con las frazadas sucias, pasado el peligro. Seguramente, imaginó Del
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Monte, aquellos habitantes de la nocturnidad son los encargados de soñar las pesadillas de la ciudad diurna. Claudio desembocó en la Plaza Independencia, donde dos hombres se trenzaban a golpes arriba del odeón. Se detuvo junto a un grupo de curiosos que contemplaba ávidamente el improvisado duelo pugilístico. Alguien sugirió hacer apuestas. Finalmente, el contendor que parecía más débil, terminó conectándole un deslucido uppercut a su rival, que tras dar un par de tumbos, cayó derribado. Tibios aplausos celebraron al vencedor. Claudio subió el cuello de su chaqueta y continuó su periplo. Un taxista que esperaba junto a su vehículo se le acercó: — ¿Me podría prestar fuego? — Desde que dejé de fumar, no traigo fósforos conmigo.
El taxista siguió con la vista fija hacia la Avenida O’Higgins, como si hubiese sido paralizado por la respuesta de Claudio, quien decidió dar la vuelta y regresar, siempre por el Paseo Barros Arana. Miró hacia el edificio corporativo donde trabajaba. Desde allí, con su fachada envuelta en sombras, no parecía un lugar importante. Como un gigante dormido, aquel coloso no le inspiraba respeto alguno. Era en la noche cuando la realidad perdía su sentido, cuando la ilusión y su reino absurdo queda al desnudo. Cuando restaban pocas cuadras para llegar a su departamento, se encontró con un anciano vestido de manera muy elegante, que caminaba relajadamente con un paraguas en la mano, blandiéndolo como si se tratase de un bastón. ¿Sería un fantasma?, se preguntó Del Monte. Alto y un poco rechoncho, tanto su vestimenta como el propio paraguas le conferían un aspecto distinguido. La barba blanca también ayudaba. ¿De dónde saldría un personaje como aquel a esas horas? Su apariencia no solo le pareció pintoresca, sino que además se diferenció de todo lo que había visto en su caminata nocturna. Sintió ganas de hablarle y cruzó la calle, saliendo a su encuentro. — Buenas noches, joven —lo saludó el hombre, ahorrándole el trabajo de pensar en algo para decirle. — Buenas, una noche fría, ¿eh? —le respondió Claudio, por decir algo para continuar el diálogo. — Como todas estas últimas noches, pues. Me haría un favor inmenso si me dijera dónde puedo encontrar una farmacia de turno. Tengo a mi esposa enferma, y necesito conseguir su medicamento.
A Claudio le extrañó que, siendo ése el móvil de su salida nocturna, anduviese por la calle con tal serenidad, como si se tratase de un paseo. Era, desde luego, una contradicción. Antes de 74
que pudiese responderle, el anciano se despidió, dando la conversación por terminada y continuando su camino. — ¡Que le vaya bien! —le gritó Claudio.
Entró a su departamento por la puerta –estuvo tentado a hacerlo nuevamente por la ventana-, y entre la oscuridad observó a Ramiro, que se había caído del sofá y yacía en el piso, perfectamente acomodado, roncando. A Claudio se le ocurrió que los ronquidos del Loco bien podrían haber sido escuchados en todo el edificio. Se metió a su pieza, se tendió en la cama, y al cabo de algunos minutos, consiguió entrar en sueño profundo.
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XVIII Claudio Del Monte llamó a Karen para concertar una cita en un café del centro. Era una mañana fría, y los medios de comunicación no hacían otra cosa que hablar del incendio del Mercado Central de Concepción. El día anterior, Claudio Del Monte se encontraba en su departamento junto a Ramiro Nahuel, cuando escuchó pasar varios carros de bomberos en dirección al centro. Al mirar por la ventana notó que una columna de humo, tan gruesa como la de un pequeño hongo nuclear, se levantaba algunas cuadras a la distancia. Movido por la curiosidad, Del Monte decidió hacerse de su cámara fotográfica y salir a echar un vistazo, acompañado del Loco. Se pasó buena parte del día sacándole fotos al Mercado en llamas. A cada tanto se escuchaban fuertes explosiones provenientes del interior, debidas posiblemente a los cilindros de gas que guardaban los restaurantes y cocinerías. Lo que más lo sobrecogió, sin embargo, fue escuchar de boca de los propios dueños, la presencia de un número indeterminado de animales en las tiendas de mascotas. Por desgracia, los encargados no alcanzaron a abrir todas las jaulas, y decenas de perros, gatos, aves, entre otros, perecieron calcinados. Claudio Del Monte se hizo pasar por periodista para que lo dejaran subir a la terraza de un edificio aledaño, desde donde obtuvo magníficas postales del siniestro. Las numerosas autoridades que llegaron al lugar con el objetivo de posar frente a las cámaras fingiendo preocupación por los trabajadores y locatarios del Mercado, insistieron en que este incendio marcaría un antes y un después en el patrimonio arquitectónico de la ciudad. Lo cierto es que, mientras ellos expresaban su más irrestricto apoyo a los damnificados por el siniestro, los propios locatarios no pararon de entrar a la estructura y rescatar aunque fuera una parte de su capital. En medio de aquel tenso ajetreo, Ramiro comenzó a ayudarlos acarreando cajas, sacos y sobretodo inmobiliario. El calor se hizo insoportable, y comenzaron a circular rumores de que en cualquier momento al lugar llegaría un helicóptero, especialmente acondicionado para hacer frente a incendios forestales, que descargaría miles de litros de agua sobre sus cabezas. Otros alarmistas pregonaban que nada impediría el avance del fuego destructor hacia una ferretería aledaña, y que la manzana completa volaría en pedazos. Finalmente, nada de esto sucedió. En una de sus tantas vueltas, Claudio Del Monte cruzó por una cuadra repleta de curiosos, muchos de los cuales mantenían sus celulares en alto, buscando el mejor ángulo para obtener un registro fotográfico de la tragedia. Mientras se desplazaba apretadamente en medio de la gente, escuchó de pronto que alguien lo llamaba por su nombre. Al volver la cabeza, se encontró con el 76
rostro de Karen Bernales casi pegado al suyo. Se separaron de la multitud para dirigirse a una fuente de soda del Paseo Aníbal Pinto. Allí, Karen le preguntó a Claudio por su recuperación: — Mejor. Cada día me duele menos moverme. — Me vas a hacer sentir cargo de conciencia, Claudio. No debí haberme permitido arruinar tu reposo el otro día… — Oh, por favor. Créeme que me hiciste sentir mucho mejor. Y hablando de eso, yo quería… — Espera, Claudio. ¿Sabes qué? Mejor no hablemos de eso. Cuéntame mejor, ¿qué hacías sacando fotos a ese incendio como el más morboso de los seres humanos? — No sé si sea morbo, pero me gusta tener registro de cuando pasan estas cosas.
Durante la conversación, a Del Monte le resultó imposible referirse a lo acontecido en su departamento, lo que se tradujo en una sensación extraña y al mismo tiempo embarazosa. Karen le habló de su familia, de sus andanzas en Buenos Aires, hasta de sus gustos literarios…, pero ninguna referencia ni a Anastasio ni a él. — ¿Tienes alma de historiador, acaso? — De curioso por sobre todo, creo yo.
Fue una conversación grata. Sin embargo, lo que le llamó la atención a Claudio fue que Karen Bernales se esforzara por no hacer ninguna mención a lo sucedido en su departamento. Esto generó cierta inquietud en Claudio, que se sintió intrigado por el silencio de la chica que solo días antes se entregara tan apasionadamente. Dos días después, se encontró esperándola minutos antes de la entrada al trabajo. Tal como Claudio lo intuyó, Karen no llegó sino un par de minutos antes de la entrada a la oficina. Ello determinó que únicamente tuvieran la ocasión de caminar juntos algo más de cuadra y media, espacio de conversación que se consumió en el saludo y un par de preguntas de cortesía. Al llegar al edificio corporativo, les causó cierta conmoción el ver dos vehículos policiales detenidos en doble fila, con sus respectivas balizas encendidas. Indudablemente, algo había ocurrido al interior del inmueble. Dos agentes desplegaron una cinta amarilla que suponía la prohibición de acercarse a un sitio del suceso, o peor aún, a la escena del crimen. Con evidente nerviosismo, Claudio y Karen se dirigieron al ascensor, pero allí fueron interceptados por un detective, que procedió a realizarles un control de identidad: — Tengo órdenes de no dejar subir a nadie —les señaló el efectivo. 77
— Pero, ¿qué ha pasado? — Acabamos de detener a un sujeto que portaba un arma de fuego. Se nos alertó oportunamente, y conseguimos reducirlo antes de que consumara su plan. — ¿Plan? ¿De qué habla? —preguntó Karen. — No puedo entregarles más informaciones. Les voy a pedir que salgan del edificio inmediatamente. Esperen afuera a que se normalice todo.
Entonces apareció Anastasio en el hall de acceso. Les hizo una seña para que lo siguieran afuera. — Hola Anastasio, ¿qué diablos está pasando? — Karen, Claudio, me alegro de que ambos estén bien. Tuvimos un problema con un empleado. Es decir, casi atentan contra todos nosotros. — ¿Podrías explicarnos qué pasó exactamente? —se inquietó Claudio. — Ese tipo al que le dicen el Joya, se volvió loco, llegó con una pistola amenazando a todos. Sabía que algo así podía pasar, alguien lo vio hablando solo en el comedor, y jurando que se vengaría por no haber recibido el finiquito. — ¿No le dieron su finiquito? —preguntó Claudio. — Se comportó como un enfermo. Llamamos de inmediato a la policía. Imagínate que este desquiciado amenazó con dispararles a los pacos. — ¿Y qué pasó entonces? —interrogó Karen, queriendo apurar el desenlace de la historia. — Alcanzaron a meterle un tiro antes de que se rindiera. El muy tarado seguía maldiciendo mientras se lo llevaban en ambulancia. En todo caso, harto aguante tiene el viejo. El tunazo le hizo mierda la pierna. — ¡Dios mío! —exclamó Karen. — ¿Por qué no le dieron su finiquito? —volvió a preguntar Claudio. — Ni idea. A la administración no le pareció no más. Yo no tengo pito que tocar en ese asunto, ni tampoco sus compañeros de pega. A este viejo tanto limpiar wáteres le cagó el cerebro. — No seas malo, Anastasio. — Vamos, muchachos, nada puede justificar que haya actuado como un delincuente.
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En ese momento, Leonardo Peláez se acercó por detrás y los saludó. — Un momento —señaló Anastasio llevándose del hombro a Peláez.
Anduvieron algunos pasos, pero ni siquiera esa pequeña distancia impidió que tanto Claudio como Karen escucharan con toda claridad las felicitaciones pronunciadas por Anastasio hacia Peláez: — De la que nos salvaste, Leo. Te anotaste uno grande. Pasa por mi oficina en la tarde. — Gracias, Jefe, ahí estaré.
A los pocos minutos, apareció por el lugar una mujer que Leo Peláez identificó como la esposa del Joya. Detrás de la cinta de seguridad, y custodiada por dos agentes, comenzó a gritar: — ¡Por poco me lo mataron, malditos! ¡Lo único que quería era que le reconocieran todos sus años de servicio! ¡Ladrones y asesinos! ¡Eso es lo que son ustedes, unos asesinos! ¡Qué les puede importar la vida de un trabajador, para ustedes no son más que piezas de máquina! Una más, una menos, ¿a quién puede importarle? ¡Pero para que sepan Florencio tenía familia, y no descansaremos hasta que se le haga justicia! ¡Me van a volver a ver, lo juro por mi marido, que es un hombre bueno, a diferencia de ustedes!
Antes de entrar al edificio, Anastasio se dirigió a Peláez: — Leo, te anotas otro punto si convences a los pacos para que saquen inmediatamente de aquí a esta vieja de mierda, y prohíbele a todos hablar con los periodistas. — Como usted diga, Jefe.
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XIX En cuanto oyó los cánticos y proclamas de la marcha estudiantil que se aproximaba, Ramiro Nahuel dio por finalizada su clase de lenguaje en el preuniversitario, e invitó a sus alumnos a sumarse a la columna, que daba la vuelta por calle Lincoyán. Uno de ellos le preguntó: — Mis padres dicen que esos que andan marchando no son más que una tropa de vándalos, que lo único que hacen es buscar una excusa para hacer desorden. — A mí me dijeron lo mismo –añadió el compañero que se sentaba a su lado.
Antes de que el Loco pudiera responderle, una joven sentada en el fondo de la sala se anticipó, levantándose de su asiento con su bolso en la mano: — Esas son las mismas cosas que dicen los gobernantes y los medios de comunicación. Yo creo que tus papás deberían apagar un ratito la tele y darse una vuelta por la calle, a ver si la gente no tiene que endeudarse para poder comer, educarse, vestirse y tener dónde vivir. Mi hermana mayor va en quinto año de obstetricia y es como si le debiera una casa al banco. Los sueldos son bajos y las deudas, enormes. Yo voy y marcho. — ¿Y qué me dices de los destrozos, de la violencia, de los encapuchados? –insistió el primer alumno en hablar. — A ver, muchachos —intervino Ramiro—, lo primero que hay que tener en cuenta es que hay varios tipos de violencia. Una cosa es que un grupo de cabros destruya un semáforo o les tire piedras a los carabineros, y otra cosa bien distinta es que un banco decida hipotecar tu casa porque perdiste el trabajo y no pudiste seguir pagando el crédito. Una cosa es que los estudiantes se tomen un liceo, y otra es que los lleguen a desalojar las fuerzas especiales, armados hasta los dientes, apaleando a los alumnos y destruyendo el mobiliario. Vivimos en una sociedad violenta, pero el origen de esa violencia no está en los jóvenes, sino en los más viejos, en los que manejan la economía y el poder político. — ¡Yo se la compro, profe! —gritó uno desde la puerta— ¡Eso es lo mismo que digo yo! — Es que estos otros dos son más fachos… -murmuró la chica del fondo de la sala, refiriéndose a los primeros en hablar. 80
— Bueno, ya es suficiente. La clase ha terminado, vamos saliendo todos, que tengo que dejar cerrada con llave la sala. Además, lo de marchar juntos era una idea no más, el que quiere me acompaña y el que no, asunto de él, ya están grandecitos para tomar sus propias decisiones, ¿no les parece? Ya, afuera todos. Ramiro Nahuel anduvo un rato entre la multitud que copaba ahora el Paseo Barros Arana, acompañado de sus alumnos. Saludó a dos o tres conocidos. Más que una marcha, aquello parecía un carnaval, lleno de colores, bailes, carteles de todo tipo, disfraces, tambores, etc. Para tratarse de un acto de protesta, la columna parecía desbordar demasiada algarabía, pensó. Sin embargo, tras meditarlo algún momento, se alegró de que así fuera. Si todas las formas de lucha eran igualmente válidas, como había escuchado innumerables veces dentro del mundillo político y social de la izquierda, la alegría también era una de ellas. Por supuesto, no se trataba de ninguna felicidad vacía, prefabricada para las cámaras, sino de un estado de ánimo a través del cual se creía posible la subversión de la realidad. Como principio, claramente. Todos bien sabían que tarde o temprano, tras tomarse por algunos minutos la Avenida Chacabuco, harían su aparición las fuerzas especiales, con sus vehículos blindados, sus gases, sus temibles balines de goma, sus efectivos fuera de forma encajados malamente dentro de sus armaduras. Entonces, a esta voluntariosa alegría le sobrevendría la rabia, el instinto, el combate metafórico. Y las piedras lanzadas por cientos de jóvenes responderían a los chorros de agua con acetona y a los gases que emanarían de los vehículos policiales. Los neumáticos en mitad de la avenida detendrían el paso de los autos, vendría el desafío al orden, a la autoridad, y tendría lugar la respuesta del poder. Los chicos volverían a casa convencidos de que a cada marcha ellos se sienten más respaldados por la gente, y seguros de que sus actos, tarde o temprano, traerán consigo los cambios anhelados. El poder, en tanto, volvería a esconder su temor detrás de su soberbia habitual. Cuando la marcha se aproximaba a la Diagonal, el Loco se sorprendió al divisar a Cristina sentada en las escalinatas de un edificio. A su lado se encontraba un sujeto que no consiguió identificar, y con quien mantenía una conversación. A cada tanto, Cristina dirigía una mirada hacia los costados, momento en que Ramiro Nahuel, siguiendo un raro instinto paranoide, se ocultó para no ser visto por ella. Al cabo de un par de minutos, su acompañante se marchó y Cristina bajó las escaleras del edificio. Entonces se encontró de frente con el Loco. Ambos se abrazaron: — ¿Y tú, mi amor, qué estás haciendo aquí? — Llegué a Conce hoy en la mañana. No aguantaba más en Los Ángeles, acá está todo pasando. — ¿Por qué no me contestaste el teléfono ni el correo en todos estos días? — Tú sabes que en el campo de mis viejos no tengo señal. Además, se cayó internet. No te llamé tampoco, como andas perseguido con eso de que intervinieron tu celular. Pero bueno, aquí me tienes. ¿Dónde pasaste tú la noche? Cuando llegué no estabas en casa. — Me estoy quedando en el departamento del Claudio, ¿con quién estabas conversando recién? — Ah, no sé. Un tipo que me pidió que lo ayudara con una dirección. 81
— Para ser una simple pregunta, hablaron caleta de rato… — Nada que ver, Ramiro. El hombre venía saliendo de una oficina y estaba un poco perdido. Era de Arauco, y venía muy poco para acá, ¿te pusiste celoso, mi amor? — ¿Celoso? Por favor. Ya, acompáñame a la Plaza Perú, que quiero sacar unas fotos cuando quede la cagá. — Vamos.
Al llegar a la Plaza Perú, y como era habitual, decenas de jóvenes interrumpieron el tránsito de la Avenida Chacabuco. A cada tanto se sumaban más personas de pie o sentadas en la berma. A una cuadra y media de distancia, los vehículos policiales esperaban la orden para actuar. Entonces, un individuo al que apodaban Fraile se acercó a Ramiro, hablándole al oído. — Hoy a las diez de la noche nos juntamos. Queremos hacer un mural gigante denunciando a una un gasoducto que se quiere instalar en la comuna de Bulnes, camino a Penco. Cosa fácil, anoche le dimos la primera manito de pintura al muro. Sería cosa de minutos si traes a tu gente. Además, va a estar un periodista amigo, por si te interesa. — ¿Está autorizado? — Ni pensarlo, es el muro de una empresa. — Estamos muy quemados, Fraile. La última vez que nos movimos en patota casi nos agarran. Sinceramente, no vale la pena que nos vayamos todos. Es una estupidez, mejor guardarse hasta que la cosa se enfríe un poco. Cristina y yo iremos en representación de nuestro grupo. — Pero será una reunión breve, Ramiro, más de media hora no nos va a tomar. Queremos hacerte una propuesta. Aparte, tenemos vecinos amigos que nos ayudarán si la cosa se pone fea. — ¿Dónde es exactamente?
Inmediatamente después de que el Fraile le diera las coordenadas exactas, Ramiro Nahuel lo consultó con Cristina. Tras meditarlo un momento, ella le dio su aprobación, y ambos comprometieron su ayuda. Eso sí, irían solos. Los estudiantes que protestaban en la avenida encendieron las primeras barricadas de esa tarde. Se oyó luego una explosión, seguramente producida por una bomba de ruido. El Loco Nahuel sugirió a Cristina tomar algo de distancia, frente a la inminente llegada de la policía. — Hay algo que me parece raro en todo esto.
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— ¿Qué cosa, Ramiro? — Estos últimos días me he sentido extraño, y ahora el Fraile me sale con lo del periodista. Dime, ¿cómo sabe él que necesito hablar con alguien de la prensa? — Por favor, Ramiro. Naturalmente fui yo quien se lo dijo. Tú no hiciste otra cosa que hablarme de una evidencia que supuestamente debías entregarle a los medios de comunicación. — Sí, pero ando con la impresión de que me van a caer encima en cualquier momento. — ¿Quiénes, Ramiro, la repre? — ¡Quiénes más van a ser! — Mi amor, no te andarían siguiendo por pintar murales. No quisiste darme detalles de esa evidencia de la que hablas, ¿no será que estuviste metido en alguna cosa antes de que nos juntáramos en Tirúa? — Es una historia larga. Hay cosas de las que no te hablo por tu seguridad. — Pero hay algo más, ¿no? — Sí. — El incendio de aquel predio, el del guardia que quedó herido… — No me sigas preguntando, por favor. Pero sí, hay algo de lo que me enteré. Algo bien siniestro. Hemos hablado un montón de veces de lo mismo. Del gobierno y sus montajes. Estuve en el momento y lugar precisos. Por eso pienso que pueden tenerme tantas ganas. Le importan muy poco los murales a esta gente. — Ya me parecía. Oye, mejor ya nos vamos, ¡mira!
En ese momento, efectivos policiales comenzaron a detener a algunos jóvenes en la Plaza Perú, al tiempo que dos carros lanza aguas se turnaban para mojar a quienes insistían en permanecer en mitad de la Avenida Chacabuco. Cayeron las primeras piedras sobre los uniformados. Se oyeron disparos de bombas lacrimógenas. Ramiro Nahuel tomó de la mano a Cristina y salieron de la Plaza Perú, para ponerse a salvo.
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XX — Ten por seguro que a Anastasio le importará un carajo que lleguemos algunos minutos más tarde de lo previsto. — ¿Algunos minutos, Claudio? ¡Hace dos horas que deberíamos estar en la oficina! — Tranquila, ¿viste lo fácil que fue venderles el último software a la gente del Puerto? — Anastasio debe estar feliz.
Karen Bernales y Claudio Del Monte caminaron por la arena de Playa Blanca después de haber almorzado en un restaurante, por idea de él. Fue Claudio también quien insistió en beberse esa botella de vino blanco en pleno horario de trabajo. Para tratarse de una tarde invernal, había un sol espléndido. La brisa marina no aportaba demasiado frío ni humedad, y eso se traducía en un ambiente grato, ideal para caminar por la orilla del mar. — ¿Puedo hacerte una pregunta, Karen? — Una sola..., dale. — ¿Qué te pasó conmigo exactamente esa tarde? En lo último que pensé con la pinta que tenía entonces fue en impresionarte. — De hecho, no lo hiciste –contestó la chica, tras pensarlo algunos segundos —Mira, la verdad es que me arrepiento un poco de lo que pasó en tu departamento. Siento que la cagué. Nos estamos recién conociendo y tuvimos onda, sentí ganas de estar contigo y me dejé llevar, pero ahí se terminó todo. Quiero que volvamos a ser compañeros de pega, amigos si quieres, pero no te pases ningún otro rollo conmigo, ¿puedo pedirte eso? — Hay algo que me parece un poco extraño aquí. No sé. Te refieres a lo que pasó entre nosotros como algo de lo que no solo reniegas ahora, sino además como algo que, en realidad, nunca quisiste hacer. — Bueno, a lo mejor fue así.
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— ¿Qué quieres decir con eso? —Claudio no pudo evitar exaltarse, frente a las dudas que le producía la situación. — Nada, Claudio. Es justamente esto lo que no quería que ocurriera. Eres un buen tipo, no quisiera hacerte daño. En otro tiempo, en otras circunstancias, quizás, yo misma te habría propuesto que tuviésemos algo más. Ahora no puedo, y te pido por favor que no me hagas preguntas. — Karen, parece que no estás entendiendo lo mío. No se trata de ningún enamoramiento. Es solo que me llaman la atención tus cambios de ánimo. ¿Eres bipolar, acaso?
La risa de Karen vino a distender un ambiente en el que a ella no le resultaba nada fácil contenerse. Había un secreto, pero habría sido una locura confesárselo en medio de la arena de esa playa, y del eco de las olas que parecía acercarlos íntimamente aún más. Caminaron de vuelta hacia la carretera. Les esperaba un viaje de hora y media hasta su lugar de trabajo. A poco de andar, Karen fingió estar dormida para evitar continuar con la conversación. Todo anduvo más o menos bien para sus planes, hasta que, casi a punto de dormirse, sintió que Claudio la besaba, y ella no tuvo otra opción que la de recibir cordialmente a esa boca. Y al diablo con todo lo demás. Abrió los ojos: — Hablemos.
Claudio la miró con incredulidad. Fue ella quien hizo las preguntas: — ¿Cómo te cae Anastasio? — Ahora quieres hablar de él, veamos. Me cae muy bien, es un buen tipo. — ¿Conoces a Victoria Amaya? — ¿A quién? — Olvídalo. Cerraré los ojos, y si vuelves a besarme, te juro que me bajo y tomo otra micro.
Tomando aire, Del Monte respondió lo más naturalmente posible: — Bipolaridad, ya no me quedan dudas. ¿Sabes? conozco un psiquiatra que… — ¿Quieres cerrar la boca?
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Al llegar a su hogar esa noche, Claudio Del Monte se encontró a un Ramiro Nahuel sombrío, que utilizaba su computador recién adquirido para escanear un par de fotografías en muy mal estado. — Pensaba terminar este asunto antes de que llegaras, pero tu computador se pegó dos veces, ¡déjate de bajar tanto porno, esta chatarra no puede tener más virus! — ¿Qué dices? ¡Está nuevo! Funciona de maravilla, lo que pasa es que esas fotos que tienes están demasiado descoloridas para digitalizarlas, ¿qué les hiciste para que quedaran así? — No me manejo mucho con la tecnología. El problema es que están sacadas con una cámara zenit, de esas antiguas que fabricaban en la URSS. Me la prestó un peñi para hacer un par de fotos a un predio que quieren recuperar como comunidad. Nunca imaginé con lo que me encontraría. Y dadas las características de las fotos que tomé, tuve que revelar yo mismo el rollo. ¡Imagínate! Hacía años que no sabía de revelar mis propias fotos. Al final, el rollo en cuestión se me perdió arrancando de los pacos cuando me pillaron pintando un mural en calle Rengo. Estúpidamente, lo tenía escondido en el bolso donde guardaba los pinceles más finos, y tuve que dejarlo botado cuando nos cayeron encima. Ahora estas fotos borrosas son la única evidencia que tengo. Para colmo, ellos se enteraron de la existencia de estas imágenes, y por eso me tienen en la mira. El punto es que este material puede significar la libertad de dos o tres hermanos que están siendo injustamente acusados de la quema de un fundo. En fin, supongo que no me quedaba otra que contarte, si quiero que me ayudes. — Yo lo único que veo ahí son un montón de tipos con cara de giles, ¿me vas a decir quiénes son? — Claudio, tú me dijiste que estabas dispuesto a volver a ser mi compañero, y yo te creo. Sin embargo, no quiero que te saquen la cresta de nuevo por mi culpa, así es que te resumiré la importancia de estas fotos sin entrar demasiado en detalles. Voy a pedirte que conserves una copia y que tengas respaldo de ella fuera de tu departamento. Guárdalas en un disco, en un pendrive, o en tu computador de la pega, pero no las tengas aquí. — Ramiro, por primera vez en muchos años, estás empezando a asustarme, ¿en qué estás metido ahora? — Es curioso, pero siempre tienes la misma forma de interrogarme ‘¿en qué estás metido ahora?’, así es que me daré el lujo de responderte con suficiente vulgaridad, como te gusta: Claudio, ahora, estoy con la mierda hasta el cogote. — Ja ja ja. — Dejémonos de bromas: esto es muy serio y delicado. Lo que ves ahí es la evidencia de que el Wallmapu está lleno de repre, y que esta necesita justificar su presencia allí. Todas las semanas les hacen montajes que corren por cuenta de infiltrados, al no tener pruebas para acusarlos y condenarlos. En una de mis andanzas, me topé con una camioneta verde oscura en mitad del camino. Al lado de ella había otro furgón de color negro. Yo andaba a pata, y te puedo decir que 86
me dio la impresión de que los integrantes de ambos vehículos parecían incómodos con mi presencia. Seguí mi camino y di la vuelta varios metros más allá. Me metí a la mala al predio, con aquel vejestorio de cámara bajo el brazo, y desde allí observé al furgón negro adentrarse hasta que se detuvo en un claro. Tuve que correr para acercarme, pero como te digo, tenía la convicción de que algo extraño estaba pasando en ese lugar. Evidentemente, esos no eran peñis. Del furgón se bajaron cuatro tipos con pinta de guardias de privados, y empezaron a descargar bidones –que yo presumo con algún tipo de combustible- y otros materiales, como mechas y una caja de cartón con algo en su interior. Como seguía estando lejos, usé el zoom de la cámara, algo bueno tenía por lo menos, y conseguí captar a los individuos metidos en el asunto. Algunas horas más tarde, a un kilómetro y medio de allí se quemó una hacienda, después de un breve enfrentamiento en el que resultó herido un guardia. El gobierno utilizó ese incendio para justificar la utilización de la Ley Antiterrorista, ¿qué me dices de todo eso? — Que no hay prueba alguna en estas fotos. Es decir, lo único que se ve es a cuatro tipos descargando cosas de un furgón. — Lo que sucede es que esa es solo una parte de las fotografías, las otras ya está en poder de la Defensoría. Pero está la secuencia completa del montaje. — Y ahora, ¿qué vas a hacer? — No sé. Cada vez que salgo a la calle me siento más perseguido. Ya ni siquiera uso teléfono. Desconfío de todo y de todos. — ¿También de mí? — ¡Por supuesto, ni Cristina se salva!…, no, es broma. Jamás podría desconfiar de ustedes dos. — Yo creo que estás un poco paranoico, pero en fin. Acá están tus fotos. Fue lo mejor que pude hacer. — Gracias. — No me agradezcas a mí, sino a Photoshop. — En serio, te pasaste. — Ahora, tengo que ir a Penco a una reunión. — ¿A esta hora? — Sí. Es cosa fácil, en todo caso, no te preocupes. — Cuídate, Loco. No me gustaría que pasaras por la misma golpiza que yo. — Créeme que en mi caso podría ser mucho peor.
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— Entonces no te dejes atrapar, ¿y la Cristina? — Me está esperando allá, viendo que no hayan moros en la costa.
Claudio se despidió de Ramiro con un abrazo. Cuando se hubo ido, lamentó haberle dado ese cariz dramático a su despedida. Estaba seguro de que a Ramiro Nahuel no le abandonaría el ángel de la guarda que parecía protegerlo en cada cruzada que emprendía, por quijotesca que fuese...
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XXI Fabiola era una puta, hombre, de qué te preocupas. Ninguna mujer decente aceptaría renunciar a su trabajo ni se dejaría pagar un departamento, donde su única labor consistiera en estar solícita cada vez que alguien necesitara satisfacer su calentura. No te angusties por huevadas. Después de todo, la pasaste bien todos estos meses. Sí, fuiste un cara de raja, tirándote a la secretaria a la misma hora en que debías estar en la cama junto a tu mujer, o cuando ella te creyó en algún almuerzo o cena con clientes importantes. Los años no pasan en vano. Tu mujer se hizo cada día más lista, hasta que ya no te creyó más. Lo mejor que te pudo pasar es que se fuera. Los niños están mejor con ella, sin duda. Y tú estás mejor así, solito. En cuanto a tus jefes, a los conservadores miembros del directorio, ya tendrás tiempo para explicarles lo de tu separación. Pero todo a su momento. Por ahora, lo importante es volver a la normalidad, y eso pasa por que encuentres al amante de tu mujer. Anastasio, eras un tipo envidiado. Padre de familia, con un par de hijos maravillosos – aunque pienses que no los conoces lo suficiente-, con una esposa de buena familia y que, pese a todas tus cagadas, te amaba. Eras dueño de una carrera meteórica que muchos la querrían para sí, y una cuenta corriente que te permite ciertas licencias, como la de Fabiola. Te diste el lujo de ser infiel con todas las comodidades del mundo, aunque tuvieras que prometerle cielo y tierra a una pendeja media tonta con gusto a leche. Anastasio, un tropezón no es caída. Tus mujeres te abandonaron, pero no es para echarse a llorar. No en tu caso, al menos. Si, en el fondo, lo único que te duele es la posibilidad –todavía no es ninguna certeza, admítelo- que tu esposa le haya pagado a algún desdichado para revolcarse con ella hasta olvidarse de ti. Y eso, claro, le dolería a cualquiera. ¡Quién hubiera pensado que detrás de esos ojos azules, detrás de ese rostro de muñeca habitara una mujer de semejantes instintos! Y tú reaccionaste como asustado. Te fuiste hacia dentro. Paralizado por el horror de que aquello fuese verdad. La vida no pudo haber sido más cruel contigo, Anastasio. O sea, en el fondo, bien sabes que no hiciste nada del otro mundo. Todo el mundo es infiel, unos más, otros menos. Pero lo que te hicieron, fue otra cosa. Esa vuelta de mano fue simplemente una mariconada. Lo que pasa es que eres un buen tipo. Anastasio, entre nos, eres lo máximo. Y ahora le demostrarás a ese par de putillas lo que realmente vales. Las verás llorar por ti, por el éxito que seguirás teniendo lejos de su lado. En cuanto a tus hijos, ya verás que a medida que crezcan se irán haciendo incondicionales a ti. Aprenderás a ser un buen padre, que siempre sepa cómo ganárselos. Así es que ya está, no te preocupes por eso. En adelante, tu único deber además de tu trabajo es 89
descubrir al presunto amigo que se acostó con tu mujer, y hacer que pague. Tu victoria debe ser impecable, y si eso pasa por cagarse a alguien, Anastasio, lo harás. ¿Pero qué cosas estoy diciendo? Tampoco puedo mandar al carajo mi vida por un simple error de cálculo. Porque que Victoria se enterara de lo tuyo con Fabiola fue un asunto técnico. A cualquiera le puede pasar algo así. Pero cuidado con que esa consciencia se desborde, huevoncito. El caso es que, sea quien sea ese hijo de la gran puta, cuando se sepa descubierto, va a lamentar haber nacido. Usarás todo tu poder para hundirlo, lo acabarás en vida. Y si nunca has sido un mal bicho, Anastasio, por recuperar tu honor, aprenderás a serlo.
Anastasio acarició el documento que tenía sobre el asiento de copiloto. Miró para todos lados antes de entrar al Puente Llacolén. No había nada como dar una vuelta en su audi del año para despejar la cabeza. Era la suavidad de aquel vehículo, de aquel desplazamiento, lo que lo conducía por la ciudad como si anduviera en sueños. Si se hubiese quedado en casa, a esta hora ya se habría vuelto loco. Sin dejar de manejar, volvió a examinar el documento. Fue un gran golpe dar con la cuenta del teléfono de Victoria. Aprovechando su descuido, ahora él se enteraría de las llamadas telefónicas de los últimos meses. Además, la cuenta lo proveería del código de acceso para revisar las facturas de los meses anteriores en internet. Finalmente, tendría acceso a toda la información que necesitaba para descubrir al amante de su esposa. Al borde de no poder resistir la ansiedad, tuvo que dar un par de vueltas en su coche, esperando serenarse un poco para no cometer ninguna estupidez. Estacionó, sacó la cuenta de teléfono y entró apresuradamente a su casa. Fue hasta la sala de estar, extrajo del bar una botella de etiqueta negra y echó mano a la factura. Ahora sí, iba a tener todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su investigación. No era poco el placer que le arrojaba esta tarea maldita. Bebió de un solo trago el primer vaso. Tomaría uno más, y todos los que él quisiera. Si hasta entonces no había sido completamente dueño de su vida, lo sería a partir de ahora. Conocer la verdad lo haría libre. ¡Había tanta alegría en ello! Y, sin embargo, bien sabía que aquel descubrimiento le rompería el alma. Pero a esas alturas no le quedaba más remedio que tomar el riesgo, y prometerse ser fuerte para poder salir airoso, digno, y con su honor definitivamente recuperado. Anotó uno a uno los números telefónicos en una libreta. Por supuesto, eran tres o cuatro los que concentraban la mayor parte de las llamadas realizadas por el teléfono de Victoria Amaya. Encendió su computador, y en cosa de minutos consiguió descargar el detalle de las facturas de Victoria correspondientes a los últimos seis meses. Si este asunto venía de antes, estará igualmente jodida, pensó. En poco más de media hora, tuvo una treintena de números anotados, con llamadas relativamente frecuentes que, por lo general, superaban los cinco minutos. Mucho tiempo para alguien que, como Victoria, pocas cosas odia más en la vida que cotorrear con sus
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amigas por teléfono. Las deducciones se sucedían unas a otras, imparables, dentro de la cabeza de Anastasio. Sacó su teléfono, y fue en busca de la agenda familiar –algún día lo fue-, donde se guardaban números de teléfono comunes, tales como la casa de suegros, amigos, pizzas a domicilio y contactos de emergencias, entre otros. Consiguió reducir a diez los números sospechosos. Le quedaba, por supuesto, la parte final y más importante de su misión: conocer exactamente a quién pertenecía cada uno de eso números. Lo bueno fue que en la agenda familiar se encontraban registrados los celulares correspondientes a las amigas de Victoria. Entre estos diez, era casi seguro que se hallaba el de su amante, su gigoló o su puto, a secas. Que alguien lo perdonara si no sabía cómo llamar a ese infeliz.
Estás jodida, Victoria. Después de esto, vas a tener que cambiarte el nombre. Lo tuyo será una derrota inapelable, de la que no podrás reponerte jamás. E incluso, si también el orgullo no te vence antes, querrás volver a mí, y entonces me las arreglaré para mandarte al carajo y quedarme con los chicos. Tú bien sabes, Victoria, que soy capaz de cualquier cosa con tal de que no te salgas con la tuya. Diez números. No sabes lo que me costó averiguar uno a uno quiénes eran tus contactos. Cosa curiosa, nunca antes se me habría ocurrido siquiera el andar espiando tu lista de llamadas. Debo ser un bicho raro, pero la traición me vuelve implacable, feroz. Ahora lo sé absolutamente todo acerca de ti. Por ejemplo, tu afición por los cosméticos naturales y por el sushi. Debería felicitarme, y lo hago, ni siquiera tuve que pagarle a un detective privado. Lo decía Hitler: “el hombre fuerte lo es aún más cuando se siente solo”. Y en eso no se equivocaba el infeliz. Fabiola me gustó hasta que se transformó en una harpía, igual que tú, Victoria, y ahora que ambas me abandonaron, me siento más fuerte y poderoso que nunca. Nueve números. Que en cuanto nos separáramos salieras con Gerardo Norambuena, no me causó ningún asombro. Fue tu último novio antes de que te casaras conmigo, y asumo que trunqué lo que pudo haber sido una relación interesante. ¿Ya te lo tiraste? Yo creo que sí, de otra forma no se explica ese par de llamaditas a las tres de la mañana de un día sábado. Vicente Goic, un tipazo. Parece que no lo trataste muy bien, muñeca. Sus amantes se cuentan por docenas, y es una lástima que no haya vuelto a llamarte. A lo mejor, en esa cita, cometiste la indiscreción de hablarle de mí, de nosotros. Sería para no creerla, tamaña estupidez. Y supongo que la tonta de la Beatriz sigue siendo tu compañera de juerga. Parece que únicamente te acuerdas de ella cuando tienes ganas de salir por ahí a conocer a otros hombres. Existe otro par de números que, a decir por el horario, supongo que corresponden a clientes de esas baratijas de catálogo que te dio por vender. Como si no te hubiese bastado con lo que te daba todos los meses. Pero entonces, entonces llegamos a lo bueno. Esa mañana de sábado en la que tomaste mi teléfono y te hiciste con el número de mis amistades. Resulta que llamaste a dos buenos amigos míos. El Vacilo y el Triste. Vacilo hace más de cinco años que vive con su familia en Nueva York. Por supuesto que no te pescó 91
ni para el hueveo. ¿Le habrás alcanzado a hacer alguna proposición? Lo dudo, porque El Vacilo hubiese sido el primero en ponerme al tanto del tipo de mujer que tengo. Uno menos. En todo caso, no sabes el alivio que sentí al descartarlo. Con el Triste fue más fácil. Es posible que de haberle contado tu historia, te hubiera encontrado toda la razón del mundo. El Triste es uno de los hombres de mejor corazón que conozco, y te la habría comprado todita. Pero existe una barrera inquebrantable para que hubiese accedido a revolcarse contigo. El Triste es un gay inclaudicable. Se pasó la adolescencia rodeado de machos rudos que intentaron por uno y otro medio “convertirlo”, pero él terminó dándonos a todos sus compañeros una lección. Después de conocerlo a él, era imposible que alguien padeciera de homofobia. Vamos viendo. Se completa un total de nueve números develados, por tanto, el único que me queda por resolver, es sobre el cual recaen todas mis sospechas. Es curioso que, viviendo en la misma ciudad, tuvieran que pasar casi cinco años para encontrarme con Claudio Del Monte. Lo vi una noche, estando ambos pasados de copas, en la barra de un local clandestino cercano a la Avenida Manuel Rodríguez. Tomamos unos tragos, nos pusimos al día. Yo andaba buscando un profesional para el área comercial, y al verlo allí pensé, por qué no. Le ofrecí que trabajara conmigo. Para que aceptara, incluso le solté algunas lucas más de lo que tenía presupuestado pagarle a quien ocupara ese puesto. Y mira cómo vino a pagarme el muy carajo. De todos los amigos que llamaste, Claudio Del Monte es el único con quien no tengo tanta confianza, y anduvo siempre tan cagado de plata como para aceptar tu proposición, Victoria. Y juraste que yo no me enteraría. Pobrecita ingenua. Ahora lo veo todo claro, y enhorabuena. Fíjate que tengo todo para hacer que su vida sea un infierno. Lo tengo, como quien dice, en la palma de mi mano. Baila para mí ese monito. Incluso lo visité en su chiquero un par de veces, ¡volví a tomarme unas copas con él! Sin saber la puñalada que el muy infame me había asestado por la espalda.
Anastasio bebió un último vaso de whisky, y se fue a la cama con la satisfacción de haber descubierto al fin al amante de Victoria. Era una evidencia no demasiado incriminatoria, lo reconoció. Sin embargo, algo le decía que un tipo como Claudio Del Monte, dueño de una irreverencia tan irracional como infantil, sí era capaz de actuar de la forma más retorcida. Esos que van por el mundo dándoselas de justicieros, de masa crítica, son los peores, quién lo diría. Así es que tuve frente a mis propias narices a mi Judas, todo este tiempo dirigiéndome a él como un idiota, o mejor dicho, como un tipo de principios convencido de que se rodea de los más leales. Pero la vida hace rato que me viene escupiendo en mi cara su podredumbre. Necesitó realizar grandes esfuerzos para vencer la tentación de ir hasta el departamento de Claudio Del Monte y encararlo. Se contuvo, pensando en que era allí, dentro de la oficina, donde a Claudio no le quedaría mayor alternativa que pagar por su traición.
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Después de todo, fue en aquel espacio donde, de alguna manera, lo forcé a que dejara de ser un inadaptado, para transformarlo bajo mi férrea disciplina y consejo, en un simple lacayo a mi servicio. ¿Qué pensabas, Anastasio? ¿Qué lo matarías? ¿Realmente pensaste en…? No, pero qué ordinariez más grande. Eso sería como golpearlo. Mi deseo es estrangularlo con las mismas reglas de la sociedad que antes rechazó, y que ahora lo tienen agarrado de la garganta. Perdiste, Claudio Del Monte. Mañana volverás a tener motivos para odiarlo todo…, y a todos. Incluso a Karen, con quien Leo Peláez ya me informó que tuviste un revolcón. Mañana aprenderás que todo se sabe, que nadie pasa por esta vida haciendo lo que quiere, ni siquiera quienes intentan jugar al ermitaño. Esos son los que siempre terminan más cagados. Mañana lo comprenderás…
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XXII Apenas se hubo bajado de la micro para dirigirse al punto de encuentro, el hombre al que apodaban el Fraile se le acercó: — Hola, Ramiro. Gracias por venir, pero te cuento que se suspendió la reunión. La Cristina estuvo aquí y me contó que convocaron a otra junta de urgencia en Barrio Norte, donde también estaría el periodista ése. Me dio a entender que tú sabrías dónde. — Raro que no me haya avisado. — Dijo que pensó en llamarte, pero que tú sospechabas de que te habían intervenido el teléfono. ¿Te acompaño? — Gracias, Fraile, pero prefiero ir solo. Ya, me voy altiro para allá. — Vale.
Cuando el Loco Nahuel abordó otra micro, tuvo la certeza de que esa noche intentarían detenerlo. Tenía que actuar rápido, deshacerse de las fotografías. Entregarlas oportunamente al periodista que seguramente asistiría esa noche a la reunión. Luego, con los días, pasaría lo peor, las aguas se calmarían. El hecho se haría público y la tensión sobre sus espaldas disminuiría. Cristina se resistió con anterioridad a llamarlo a su celular, por lo que eso no era motivo de desconfianza. Además, claro, Cristina no lo traicionaría, ¿o sí? Ramiro Nahuel sintió que sus intestinos se retorcieron de una forma distinta a lo habitual. Su paranoia no le permitió desconfiar de Cristina de la boca hacia afuera, pero por dentro no se salvaba nadie de caer bajo sus sospechas. Quizás Claudio Del Monte. Recordó gravísimos casos de infiltración en otras células de su organización. Antiguos camaradas que hoy estaban pudriéndose en prisión. Rememoró agotadoras conversaciones en las que cuestionó una y otra vez el no tomar las medidas adecuadas para prevenir que se les metiera algún sapo. Pero a Cristina la conocía desde hacía años…, aunque no supiera nada acerca de su círculo íntimo, salvo que residían en algún lugar de Los Ángeles. Ella siempre se resistió a presentarles a sus padres, y aunque a él le pareció algo así como un signo de 94
independencia, algunas veces creía estar frente a alguien que escondía un lado oscuro, al que no podría acceder jamás. Pero estaba el amor, la cotidianeidad, las complicidades mutuas, ¿podía ser fachada todo eso? Lo mejor era apretar los dientes y seguir en lo suyo. Al liberarse de esas fotos tendría tiempo de sobra para meditarlo todo. La micro avanzó por calle Janequeo hasta doblar por Bulnes, en dirección al Terminal Camilo Henríquez. Con cierto disimulo, miró por encima de su hombro hacia el fondo del bus. Dos sujetos de pelo corto le llamaron la atención. Subieron en el mismo paradero que él, e iban sentados uno frente al otro, ambos en el asiento que daba al pasillo. Otra vez la desconfianza, la paranoia. En otro tiempo, cuando daba sus primeros pasos en el activismo político, lo encontraba de lo más divertido, incluso en algún minuto deseó ser seguido, “andar con cola”, como decía entre sus compañeros. Ahora toda diversión se había evaporado. Vivir al filo de la clandestinidad lo tenía cansado, indispuesto para otras cosas más interesantes. Y todo por una tontería: haber permitido que la policía se hiciera de parte de la evidencia. Si aquello no hubiese sucedido, podría haber continuado pintando murales sin mayores dificultades. Pero, en fin, se dijo, alguien tenía hacer el trabajo sucio. Con la cabeza atormentada por estas largas cavilaciones, el Loco Nahuel se bajó de la micro en el paradero indicado. Miró a su alrededor. Comprobó que la calle estaba absolutamente desierta. Siguió la micro con la mirada. Cuadra y media más allá volvió a detenerse, aunque la oscuridad le impidió identificar a los pasajeros que descendieron de ella. ¿Habrán sido los de corte militar? La pregunta le devolvió el malestar en el estómago. Mierda. Aquello olía a trampa. Ni siquiera la belleza de la Laguna Lo Méndez le devolvió la serenidad, la confianza. Palpó el pendrive que contenía las fotografías dentro de su bolso. Debía deshacerse de ellas lo más pronto posible. Ahí estaba la casa de dos pisos. De día un centro cultural, de noche un refugio para conspiradores. Igual que la okupa de Miraflores, que luego del último allanamiento, su destino inequívoco era la demolición. La reja de la casa de dos pisos estaba cerrada, y desde afuera no se distinguía ninguna luz encendida. Ni rastro de Cristina ni de ninguno de los demás participantes. Miró en dirección adonde momentos antes se detuviera la micro. Dos siluetas parecían avanzar lentamente hacia él. Miró hacia el otro lado. Entonces, un individuo de rostro familiar atravesó corriendo la calle. Al verlo, le gritó, perdiéndose en el acto: — ¡Están a la vuelta! ¡Nos van a caer en cualquier momento! ¡Corre, Ramiro!
El Loco Nahuel quedó estupefacto. A esa altura no le quedó ninguna duda de que quienes avanzaban hacia él eran los dos sujetos de pelo corto que venían en la misma micro. Iban por él. Echó a correr en dirección a la laguna, intentando ampararse en la oscuridad. Volvió la cabeza antes de saltar hacia el césped, y entonces vio un vehículo blindado conocido como “zorrillo” con tres policías tomados de sus agarraderas. Era una redada de proporciones. Por su mente se cruzó la estúpida idea de arrojarse a las aguas de la laguna. Pero entonces, las fotos, la evidencia, quedaría destruida. Corrió desesperadamente bordeando la orilla, por donde los vehículos no 95
podían acceder. Escuchó gritos a sus espaldas. Un disparo. Otro. Intuyó que no eran pocos los que escapaban. El corazón le latía de forma desmesurada. De reojo creyó divisar a uno de los pelicortos a sus espaldas. Lo tenía encima. Si lo derribaban estaba perdido, pues eso les daría tiempo a sus demás perseguidores de llegar hasta él y molerlo a golpes, como a Claudio. Inesperadamente, se echó al suelo. El sujeto pelicorto no alcanzó a frenar a tiempo y tropezó con él. Ramiro Nahuel se levantó y alcanzó a encajarle una patada en las costillas antes de reemprender su corrida. Para su suerte, el segundo pelicorto venía mucho más atrás. Salió del césped y echó a correr por entre los pasajes. Los vehículos policiales rápidamente se dieron la vuelta. Dentro de su cabeza se mezclaban los ruidos reales e imaginarios: sirenas, gritos, radiopatrullas, disparos. Si tuviera un arma no me serviría de nada, pensó. ¿Qué sería de Cristina ahora? No supo nada de ella durante la tarde. Imposible saber algo en ese momento. Dejaría esa vida clandestina. Nadie puede vivir así. Pero antes, la pagarían esos hijos de puta que andaban persiguiendo a sus hermanos en el Wallmapu. Sintió que sus piernas lentamente comenzaron a experimentar un cansancio que pronto las inmovilizaría, o al menos, le impediría mantener el ritmo de su huida. La adrenalina cumplía estupendamente su función. A pesar de sentirse extenuado, no se le pasó por la cabeza el detenerse. Dos cuadras más y podría cruzar la Avenida Alonso de Ribera. A los carabineros les resultaría más difícil continuar su persecución. Una cuadra corta le restaba para llegar a la Avenida. Vio los autos pasar en ambas pistas. Entonces escuchó un vehículo que frenó en seco a sus espaldas. Cagué, se dijo, esperando el balazo que lo lanzaría al suelo, matándolo, o hiriéndolo de gravedad. De cualquier forma, un balazo que acabaría con su vida, fuera mietiéndolo en la cárcel o dejándolo con graves secuelas para el resto de sus días. En vez de eso, escuchó nítidamente la voz de Cristina: — ¡Ramiro! Se detuvo, jadeante y completamente superado por las circunstancias. Cristina lo llamó desde un vehículo que conducía un sujeto con un perfil vagamente familiar. — ¡Vamos Ramiro, apúrate, que están encima! ¡Nos caen, Ramiro, sube rápido!
Por la mente del Loco Nahuel pasaron decenas de imágenes que se sucedieron unas otras, vertiginosas. En la milésima de segundo que demoró en decidirse, bien podría haber transcurrido una vida. Pero el tipo con que vio charlar a Cristina, el hombre de Arauco no pudo ser tal. Y de hecho, se parecía mucho a quien manejaba el vehículo. Maldita desconfianza, maldita paranoia, maldita represión. Dio media vuelta, echó a correr con el alma destrozada, y temerariamente cruzó la Avenida Alonso de Ribera de una pasada, lo que ocasionó que un par de vehículos frenaran en seco para evitar atropellarlo. Si me pasan por encima me hacen un tremendo favor. Pensó en entregarse, la lucha parecía de todos modos perdida. Al menos esa noche, Cristina se había llevado algo de sí que él jamás recuperaría. Desde el otro lado, las unidades policiales lo vieron perderse en la oscuridad, corriendo erráticamente, solo y herido, pero fuera de su alcance. 96
En tanto, al interior del vehículo, el conductor miró atónito a Cristina, como exigiéndole explicaciones. Ella, en cambio, siguió con la vista perdida en la avenida: — Corre, Ramiro, corre. Ya nos veremos en otra vida.
Se acercó un superior a la ventanilla del vehículo. La increpó: — ¿Y tú para qué mierda tienes arma de servicio? Ya se nos escapó ese delincuente de nuevo. Tiene más vidas que un gato. Aquí mi general jefe de zona va a hacer rodar cabezas… — Si es que no rueda la de él primero —susurró para sí Cristina, guardando el arma débilmente empuñada, y que a último momento decidió no descargar sobre quien hasta hace poco le escribía un poema todas las semanas, y a quien esa misma tarde llamó con terrible y cínica naturalidad “mi amor”.
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XXIII Al mirarse al espejo esa mañana, Anastasio se encontró demacrado. Se lo achacó al exceso de reuniones, a su separación, y al exceso de whisky de los últimos días. Contrariamente a lo que pensó, Victoria y Fabiola se las arreglaron para hacerle algún daño. Y si todo este asunto de las separaciones, los alejamientos y las respectivas mandadas al demonio no se transformaron en una bola de nieve, fue porque el gigantesco ego de Anastasio lo había evitado. ¿Cuáles eran los límites de su orgullo? Anastasio bien que lo sabía. De allí que se mantuviera haciendo buenos negocios, encontrando uno y otro nuevo cliente, finiquitando millonarios contratos amparados en gran medida por el buen desempeño de Claudio del Monte. Mientras mi cuenta corriente ande bien, mientras mi nombre se escuche en las altas esferas, mientras tenga posibilidades de ascender en esta empresa, todo marcha para ti, hombre. Tranquilízate. El problema radicaba en las frecuentes discusiones consigo mismo que acostumbraba a sostener por las noches, antes del sueño. Debería estarme sacando a ese par de brujas de la cabeza, en vez de eso, estoy aquí todo cagado, bebiendo una copa tras otra . El dinero no solo hace la felicidad, también la justifica. Pero entonces, el sinsentido. La contradicción de aquel mensaje en su teléfono, con que se desayunó. El ingeniero informático al que pagó para tener acceso a la cuenta personal de correo de Claudio le aseguró que no existió ninguna comunicación entre su empleado y su esposa. Al menos desde ninguna de sus cuentas conocidas. Esto frenó por algunos instantes la firme determinación de declararle la guerra a su empleado estrella. ¿No sería mejor dejar la odiosidad de lado y hablar con Victoria, hacer las paces con ella? Ojalá fuera tan fácil. Anastasio, no puedes olvidar que la ofensa fue desproporcionada y cruel. A ti, que te sacrificaste tanto para proveer a tu familia de todas las cosas que quisieron. No. Con Victoria solo quedaba un camino: resolver el enigma de su amante, aunque ella nunca más volviera a referirse al asunto, escupirle en la cara su mentira, en lo posible alejarla de los niños, y mantenerse suficientemente a salvo del sexo femenino. Así es que llegó esperanzado esa importante mañana a la oficina. En la sala de reuniones lo esperaban dos importantes inversionistas de la empresa. La presentación de sus cifras como 98
encargado de la Unidad Comercial debía lucir brillante a los ojos de aquellos “sombreros grandes”, como acostumbraba a referirse a ellos. Llegó un poco más temprano de lo habitual, encontrando la sala desierta. Solo un tecleo le llamó la atención desde un rincón. Era Karen, que terminaba de repasar los detalles de la presentación. Inmediatamente, se le acercó: — Hoy es el gran día, señorita Bernales. — Sí, Anastasio. — ¿Todo bien? — Muy bien. De hecho, añadí un par de gráficos en el respaldo de tus últimas gestiones. Se están imprimiendo. — Ya. Mira, debo hacerte una pregunta. — Dime. — No se trata de trabajo, exactamente. — Ah. Bueno, de todos modos, dime. — ¿Qué sabes de Claudio? — ¿Cómo así? — No te hagas la lesa, sabes a lo que me refiero. — ¿Quieres conversar ahora de eso? — Si no te molesta… — Preferiría que lo habláramos después. — Al almuerzo, te vienes conmigo al almuerzo y lo hablamos, ¿está bien? — No puedo. Quedé de almorzar con Claudio, justamente.
Anastasio dirigió entonces una mirada severa a los ojos de Karen. Comprobó que seguían solos en la sala y luego volvió a la carga: — Dime una cosa, Karen, ¿me estás hueveando? — ¿Por qué me dices eso? — No te lo digo, te lo pregunto.
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— No, cómo se te ocurre. No entiendo… — Ustedes dos están saliendo, ¿no es verdad? — Hemos salido un par de veces, pero te juro que… — ¿Acaso se te olvidó por qué te traje aquí? — Anastasio. A lo largo de estas semanas te he demostrado con creces mi profesionalismo. He hecho méritos para ganarme tu respeto. — No te contraté como diseñadora. Es decir, al principio, sí. Después te propuse un negocio que tú aceptaste, y que entre otras cosas implicó que te subiera el sueldo. Necesitaba que entraras en confianza con Claudio para que me dijeras si mi mujer le pagó para acostarse con ella, ¿no estuvo claro desde el principio? Siempre desconfié de él, y anoche descubrí que mi mujer lo llamó desde su teléfono. — Pero Anastasio, eso podemos conversarlo después. Además, deberían importante más mis informes… — ¡A la mierda con tus informes y tus gráficos, no me interesan! ¿Te contó, sí o no? — No sé en qué estaba pensando cuando acepté trabajar contigo, Anastasio. Pensé que nos llevaríamos bien, que lo tuyo no pasaba de ser una broma producida por el trago... — Te contraté como espía, si lo quieres ver así, y no estás cumpliendo tu parte. — No le he preguntado directamente, Anastasio. Claudio es un buen tipo, estoy segura de que no haría algo así. — Lo único que me faltaba… ¡no puedes ponerte del lado de él! Es a mí a quien tienes que ayudar… por lo que fuimos. — Déjate de tus chantajes emocionales, Anastasio. A la única persona que amas es a ti mismo. — Quiero que te vayas enseguida de esta oficina. — Pero Anastasio, tengo que presentar…
Sin dejarla terminar, él la tomó de los brazos, con fuerza, sin que le importase gran cosa la posibilidad de que algún empleado lo sorprendiera: — ¡Tú no vas a presentar nada! ¡Tú te metiste con ese vago de Claudio! De no ser por mí estaría en la calle, igual que tú… ¿es que no te das cuenta de que cada vez que quiero ayudar a alguien me terminan traicionando? ¡Primero ese huevón se mete con mi mujer, y ahora tú te metes con él! 100
El diálogo entre Anastasio y Karen se fue haciendo más áspero, y él fue subiendo el tono hasta que comenzó a gritar, y sus gritos fueron perfectamente perceptibles desde la sala. Los inversionistas no tardaron en levantarse de sus asientos, y se asomaron a ver lo que pasaba. Descontrolado, Anastasio tomó de los hombros a Karen: — ¡Dime si fue Claudio el que se cogió a mi Victoria! ¡Dímelo, no lo protejas!
Cuando Claudio del Monte llegó a la oficina, los gritos de Anastasio se escuchaban desde el pasillo. Pasó frente a los inversionistas haciendo un gesto de curiosidad. Al verlo, Anastasio quiso increparlo inmediatamente, pero Claudio se anticipó: — Anastasio, ¿te encuentras bien, qué está pasando aquí? — Vas a ser tú mismo quien me va a contestar, pobre huevón. — ¿Qué ocurre, Anastasio? ¡Por favor, cálmate! — ¿Fuiste tú, no? — ¿Qué? ¿A qué te refieres? — No querrás que le diga a todos los presentes lo que le hiciste a mi familia…
Claudio miró a Karen, y luego a los demás empleados, sin entender absolutamente nada. No pudiendo evitar cierto temor frente a la incertidumbre, trató nuevamente de calmar los ánimos. — Anastasio. No sé qué te pasa. Te puedo llevar a tu casa si te sientes mal. No entiendo de qué diablos me estás hablando, pero por favor, piensa que estás en tu lugar de trabajo, y que hay dos personajes muy importantes en la otra sala. Estás armando un escándalo.
Luego intervino Karen, y entre los dos llevaron a Anastasio hasta la cafetería. Claudio se acercó a Anastasio, pero en cuanto hubo empezado a hablar, él lo silenció. — Perdóname, Claudio. Reventé. No puedo más con la conciencia, con los celos ni con el orgullo. Se acabó todo, me voy para no volver. Me da lo mismo si fuiste tú o no el que se metió con Victoria. — Pero Anastasio, cómo puedes sospechar de mí… ¡ni siquiera conozco a tu mujer! 101
— No me mientas. Sé que ella te llamó desde su teléfono. — Jamás he hablado con ella. A lo mejor fuiste tú, esa mañana después que salimos a echar un trago. Recuerdo que me llamaste desde un número que no era el tuyo.
Anastasio se quedó en silencio, como hurgando dentro de su memoria en búsqueda de algún recuerdo que expiara de sus sospechas a Claudio. Sin embargo, el whisky usualmente le traía como resultado la pérdida de memoria al final de la noche, y si bien esa llamada supuestamente la había realizado durante la mañana, tampoco consiguió recordarlo. Confundido y, en cierta medida, derrotado por las circunstancias, no le importó la posibilidad de estar frente al Judas equivocado. Continuó argumentando débilmente: — No sé qué pensar, Claudio. No recuerdo ese episodio. Además, tú estabas cagado de plata y… — ¿De qué hablas? — Victoria Amaya, mi esposa, te pagó para que te acostaras con ella, ¿no es así?
Claudio miró a Karen como buscando una explicación que, desde luego, no hallaría. — Anastasio, me habían advertido que la plata, o mejor dicho, tu obsesión exitista te estaba volviendo loco, pero esto definitivamente sobrepasa todos los límites. — No se diga más. En realidad, no quiero saberlo. De todas maneras, me voy. Dile a ese par de inversionistas que tuve un problema, que más tarde me comunicaré con ellos.
Sin decir más, Anastasio se levantó de su asiento y abandonó la cafetería para dirigirse a su auto. Ante la mirada atónita de Claudio, dio un par de vueltas absurdas en el estacionamiento antes de salir a toda marcha hacia la calle.
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XXIV Ocurrió todo muy rápido. Su mente nunca olvidaría ese día. Las situaciones, los diálogos, las despedidas, el horror. El sacrificio. Si todo tenía algún sentido, él tardaría su vida entera en encontrar el de aquellas últimas horas. Sentado en una silla dura de la sala de urgencias del Hospital Regional, Claudio aguardó expectante un desenlace que, cualquiera que fuera, en el fondo no quería escuchar. ¿A qué retorcido razonamiento debía el haber sido sindicado por Anastasio como el amante de su mujer, a la que ni siquiera llegó a conocer? Era una pregunta imposible, por supuesto. Y ahora esto: un accidente inexplicable para coronar un día trágicamente absurdo. Una enfermera asomó la cabeza por la puerta de acceso a los box de los pacientes. Claudio se levantó de su silla, intentando hacerse visible en medio de la docena de personas que esperaban atención de urgencia. La hora y media en que permaneció sentado le pareció una eternidad. Al hospital ingresó tal variedad de heridos que no pudo menos que conmoverse frente a la visión del sufrimiento humano. La presencia de un acuchillado –que, según se enteró al día siguiente por la prensa, logró sobrevivir de milagro-, lo hizo levantarse al baño con ganas de vomitar. Y eso que no se consideraba un tipo particularmente impresionable. Sobre una camilla fue trasladado por paramédicos y enfermeros un sujeto con su cabeza envuelta en una gasa empapada en sangre. La hoja de un afilado cuchillo sobresalía desde su boca, como un mástil sanguinolento. La empuñadura seguramente estaría alojada en la parte posterior de su cráneo. Prácticamente la totalidad de los enfermos que esperaban atención llegaron a experimentar cierto alivio, frente a la contemplación de aquel desdichado. Luego vinieron otros apuñalados, menos graves. Un abuelo con ataque de tos, y un par de personas cuyo aspecto reflejaba grandes dolores. Claudio del Monte esperó con la vista fija en la puerta de ingreso a los box de atención, y cuando la enfermera asomó su cabeza y lo miró, se levantó incluso antes de escuchar el nombre de Karen. Fue conducido hacia el box donde ella permanecía.
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A varios kilómetros de allí, e instalado en su sala de estar con vista al río Bío Bío, Anastasio terminó de vaciar lo que quedaba de whisky en su vaso, y luego arrojó la botella hacia un rincón, donde el sonido de vidrios destrozados pareció llenar el espacio por un par de segundos. Ni siquiera él mismo sabía qué era lo que estaba esperando. Por lo menos ya no pensaba en arrojarse del Puente Llacolén en su vehículo. Incluso se sintió un tanto avergonzado por el padecimiento de dicha idea suicida, algunos momentos atrás. Eso habría significado huir como un cobarde, cuando la justicia para con la vida ya había sido hecha. ¿Qué era lo que estaba esperando?, se preguntó otra vez, bebiendo su whisky y mirando las luces que se reflejaban en el lecho del río. Recordó los diálogos de la mañana de aquel día furioso. ¿Cómo se había salido todo de control? No encontró respuesta posible. Y, sin embargo, se había hecho justicia. Una justicia ciega, por cierto. Enceguecida, quizás. Mejor así. Victoria estaría lejos, con sus hijos. Lejos de Concepción. En otro país, posiblemente. Así por lo menos le había informado en un correo la semana anterior ¿Fabiola? Volvería con él tarde o temprano, por supuesto. Seguramente se compadecería al saber de su desgracia… ¿cuál desgracia? Después de todo, no perdió su empleo. Su cuenta corriente, más importante que su corazón, seguía palpitando, llenándose de seguridad, de posibilidad de nuevos y mejores sueños. ¿La vida, el amor? Eso era otra cosa. Ya tendría su momento. Lo más relevante era lo otro. Apenas si los “sombreros grandes” se enteraron de su desmadre en la oficina. Por lo demás, ¿acaso ellos nunca recriminaron en público a alguno de sus empleados?, ¿no leyeron los mismos manuales de managment y comportamiento organizacional? En fin, era evidente que una vez más habían primado los números. Otra vez fue salvado por sus números. Mientras siguieran favoreciéndole, cubriéndolo como si de ángeles de la guarda se tratase, su existencia tendría un buen pasar. Así es que lo llamaron los “sombreros grandes” y le dijeron: “Anastasio, tómate unos días. Ya estarás mejor. Se vienen cosas interesantes para ti, te necesitamos, cuida ese sistema nervioso, esas neuronas, que valen millones”. Millones. Y consciente de lo burdo y grotesco que sonaba, repitió en voz alta esa palabra hasta caer en sueño profundo.
Porque, claro, todo comenzó muy temprano, cuando, con un enorme signo de interrogación en sus espaldas, esa mañana Claudio del Monte caminó de vuelta a la oficina junto a Karen. — Está claro que hay algo que tú sabes y yo no ¿Se puede saber qué mierda pasó allá arriba? —le preguntó a la chica. — Anastasio se volvió loco, eso pasó. Creo que te mereces una explicación y te la daré. Él estaba convencido de que Victoria, su esposa, te pagó para que te acostaras con ella. Durante los últimos días me agobió para que te sacase información, cosa que, como pudiste comprobar, ni siquiera me atreví a preguntarte.
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— Me parece increíble lo que me dices. Sencillamente no puedo entender cómo pudo Anastasio desconfiar de mí, y ¿de dónde sacó que su esposa le pagó a alguien?… pues eso me parece lo más increíble de todo. — Se lo dijo en medio de una discusión. Lo más probable, conociendo a Victoria, es que sea una mentira. Lo dijo de puro despecho, creo yo. Pero Anastasio se anduvo obsesionando con la idea de que su mujer no solo le había sido infiel, sino que además le pagó a uno de sus amigos para que se acostara con ella. Tal y como él, en alguna medida, lo hizo con una de sus amantes. No me explico en qué momento cambió tanto Anastasio. Cuando yo lo conocí, cuando yo me enamoré de él, te juro que era otra persona. No sé qué habrá hecho de su vida, pero ahora estoy convencida de que detrás de todo ese éxito, se esconde un monstruo.
Claudio y Karen retiraron sus cosas de sus respectivos escritorios. Su trabajo para la Compañía de Softwares de Administración y Marketing Digital Didáctica S.A. había terminado. Como quien despierta de un prolongado sueño, Claudio se sintió más lúcido que nunca. El enorme paréntesis había llegado abruptamente a su fin. La fascinación por el dinero y el poder volvía loca a la gente. Anastasio era la prueba irrefutable de ello. Él podía respirar aliviado: el tiempo nuevamente le daba la razón a su vocación de inadaptado. Solo que esta vez, no se iría solo. Karen comprendió con desilusión, y también con dolor, que había sido utilizada de una forma miserable por Anastasio. Una lealtad estúpida la llevó a acceder a los juegos delirantes de un antiguo amor. En el intertanto, casi sin darse cuenta, Claudio se había transformado en alguien muy importante para ella, algo así como una persona cuya sencillez y puros sentimientos se ofrecía para redimirla. En la sala de reuniones, los inversionistas que fueran convocados a la reunión, nunca se enteraron de lo que en realidad pasó con Anastasio. Fueron informados por Leonardo Peláez de que Anastasio había sufrido una suerte de colapso nervioso producido por el estrés, que lo obligó a retirarse en busca de atención médica. Y tras echar un vistazo a los deslumbrantes informes preparados por Claudio y Karen, restaron al asunto toda importancia como no fuera la pronta recuperación del brillante Anastasio. Saboreando la libertad de una cesantía que se espera inconscientemente, Claudio del Monte se las arregló para invitar a Karen esa misma noche a un pequeño recital. Una banda local, llamada Pasajera, brindaría un concierto de despedida en la Sala Andes. Aquella velada terminó siendo casi una celebración, en la que Claudio se sorprendió gratamente al descubrir a una Karen todo lo cálida y comunicativa que no había sido en los días precederos. Una vez más abandonaba voluntariamente un empleo. Probablemente, el mejor que había tenido en su vida. Tal vez el espejo más difícil de atravesar, pero finalmente lo consiguió, y a partir de ahora podría volver a apreciar la realidad desde una libertad que lo devolvería desnudo al mundo. Sin más tesoro que el de su tiempo, a completa merced suya, como una auténtica bendición de los malditos, de los inadaptados, de los parias, de los vagabundos. Volvería a trabajar de forma independiente, a echar el anzuelo al agua esperando que alguien picara, y disfrutando 105
hasta la última gota de aquella espera que podía ser tan grata como miserable. Ese pelo, esa camisa, ya no le pertenecería. En cambio, allá afuera había una ciudad, esperando a que uno a uno los solitarios habitantes, como él, levantasen los despojos de tantos sueños humillados sobre esta tierra que, él ya lo sabe, tiembla esperando su aventura. Eso decían sus versos favoritos del poeta Alfonso Alcalde, los mismos que el Loco Nahuel —¿en qué guarida andará escondido ahora ese Loco?— pintara en las paredes aledañas a una importante arteria de tránsito de Concepción. Y, entonces, esa noche. La música, la cena posterior, los besos, el paseo por la Avenida Paicaví. Todo marchaba maravillosamente. Hasta entonces. Mientras cruzaban abrazados la Rotonda Paicaví, ambos se distrajeron lo suficiente como para no advertir que un auto a gran velocidad había decidido ignorar la luz roja del semáforo. Cuando la pareja se percató de su presencia, el vehículo ya estaba casi encima de ellos. Instintivamente, ambos saltaron hacia la vereda, pero Karen no pudo esquivar completamente al auto, que alcanzó a impactarla, lanzándola algunos metros más allá. Para su suerte, cayó sobre el césped del bandejón central. Desesperado, Claudio no tuvo tiempo para fijarse siquiera en la patente del auto, que si bien le resultó familiar, aceleró dándose a la fuga. Toda su atención se dirigió a auxiliar a Karen, que permaneció consciente en todo momento, aunque sin poder moverse, sobre el césped. Un par de transeúntes se acercaron dispuestos a ayudar. Fue uno de ellos el primero en llamar una ambulancia. Otras personas que estaban algo más lejos, hicieron un esfuerzo por anotar la patente del móvil que se dio a la fuga. Asustado, Claudio del Monte imaginó por un momento que Karen iba a morir en sus brazos. — No me dejes sola —murmuró ella con voz débil y suplicante antes de que la subieran a la ambulancia.
Claudio acompañó a los paramédicos, que rápidamente inmovilizaron a la joven, y por primera vez en la vida se vio dentro de un vehículo al que los demás conductores abrían paso, sujetando la mano de Karen, pensando que ese tipo de escenas solo eran concebibles detrás de una pantalla.
Como era de costumbre cuando necesitaba despejar su mente atribulada con las más inverosímiles preocupaciones, Anastasio sintió irrefrenables ganas de manejar su audi, sin destino fijo. En cuanto salió de la oficina, creyéndolo todo perdido, echó a andar hacia la Autopista del Itata, a más de ciento cuarenta, y con no pocas ganas de que algo se cruzase en su camino, para volar en pedazos y, desde la ultratumba, seguir culpando al destino. La partida la ganó Victoria, y él siempre se supo un mal perdedor. De la noche a la mañana todo, salvo su dinero, le fue arrebatado. Mujer, hijos, amante, y en el peor de los escenarios, su empleo. A medida que avanzaba por la autopista –ya había tomado el retorno- fue sintiendo más ganas de regresar a Concepción y ajustar cuentas con Claudio. Si era inocente, si realmente no 106
había sido el canalla que se cogió a su esposa, entonces todo podría arreglarse, o, al menos, su vida podría continuar. Se detuvo a comer algo en una estación de servicio. Llenó el estanque de su auto. Compró una barra de chocolate para el camino. La vida podría volver a sonreírle. Tuvo la idea de pasar antes por su casa. Se tomaría un par de copas, se daría una ducha, y luego pasaría por el departamento de Claudio y arreglaría todo el entuerto. Hubo cierto amago de optimismo mientras realizó todas esas tareas, a la espera de lo que podría ser su reconciliación con el mundo. Ya se encargaría la vida de proveerle de alguna otra oportunidad de revancha para con Victoria. Tengo claro que su punto débil son nuestros hijos, por ahí podría cagármela. Imaginó un desenlace judicial favorable, o mejor aún, impedir que se fuera del país con los niños, obligarla a regresar. Y de ésa, de ésa sí que no escaparía. Le costó bastante sacrificio el mantenerse inalterable, el poder darse a sí mismo la posibilidad de perdonar a Claudio, e incluso de perdonar a Karen por fallarle. Incluso, la aceptación de la sola posibilidad de su inocencia fue algo de lo que se tuvo que convencer por la fuerza. De allí que se sintiera particularmente descolocado al verlos desplazarse por la Avenida Paicaví proyectando tanta alegría. La pareja reía destilando felicidad. Aquel par de marionetas, aquel par de lacayos, sus lacayos, habían terminado por rebelarse y escapar juntos. Mirarlos caminar abrazados, verlos besuquearse, constituía no solo una ofensa a su honor, sino además a su amor propio. Los lacayos no tienen derecho a ser felices, a vivir en ausencia de su señor. De pronto, un pensamiento tan perverso como obsesivo le ensombreció la conciencia: este par de huevones está coludido en mi contra. La idea relampagueó dentro en su cabeza. Sintió pronunciarse una ira ciega dentro de sí, y en fracción de segundos, lo resolvió. Ellos cruzaron dándole la espalda. Ahí estaba su oportunidad de hacer justicia. Karen atinó a mirar hacia atrás, sin percatarse de su presencia. Así es que yo sobro en esta historia de amor. Y Claudio abrazó a la joven en el momento oportuno para que Anastasio les tirara el vehículo encima. Apenas hubo escuchado el sonido atroz de un cuerpo siendo impactado por su auto, aceleró y pasó en rojo también el semáforo siguiente. No pienses ni una huevá, ya pasó, ya pasó; estás vengado. Tragó saliva y puso la radio. Cerró el vidrio de su ventanilla y tarareó demencialmente lo primero que escuchó.
En cuanto entró al box donde Karen permanecía con una pierna completamente vendada, Claudio del Monte escuchó con alivio el diagnóstico del médico de turno. Se acercó a la camilla. Karen, que parecía estar dormida, abrió repentinamente los ojos: — Gracias por acompañarme. — ¿Cómo te sientes? — Mejor. No me duele nada aparte de mi pie. Pero tengo un moretón que te mueres en el muslo derecho. — Cuando estaba en la sala de espera, se me acercó un carabinero para decirme que necesitan que identifique al autor del atropello. 107
— Tuvo que ser algún huevón curado. — Es lo más probable. — ¡Qué día más raro! Mira en lo que vine a terminar… — Supongo que nunca más volverás a aceptar alguna invitación de mi parte. — No seas tonto…, me gustó ene la música de esa banda, y después el paseo…
Claudio se agachó para abrazar a Karen y le prometió quedarse en la sala de espera toda la noche, si era necesario. En tanto, a esa misma hora, una escena completamente distinta tenía lugar en la casa de Anastasio. Con la mayor sorpresa, dos carabineros se presentaron en su puerta y lo detuvieron, después que su auto fuera identificado por uno de los testigos del atropello de Karen. A esas alturas, ebrio de whisky y de altanería, Anastasio no tuvo problemas para confesar la autoría del delito, sino que además lo justificó argumentando la deslealtad de dos amigos a quienes “en algún tiempo quise mucho”. Cuando, al día siguiente, su rostro apareció en la portada de un par de periódicos sensacionalistas, supo que su carrera, al menos en la empresa, había llegado a su fin. No volvería a saber de los “sombreros grandes”, y su nombre dejaría de escucharse para siempre en las reuniones de directorio, como no fuera con motivo de burla. A muchos kilómetros de Concepción, Victoria Amaya no pudo contener las lágrimas al enterarse de la suerte de su ex esposo, que incluso arriesgaba algún tiempo en prisión. Por supuesto, era consciente de que lo más probable era que Anastasio jamás llegaría siquiera a pisar una cárcel. Pero por primera vez sintió que tal vez hubo algo de perversión en su venganza. Tratándose Anastasio de un tipo tan obsesivo. Acaso haya sido su conciencia la que la llevó a redactar un urgente y lacónico correo a su ex marido, con un mensaje sencillo que, más que mensaje, a él le pareció una absolución: ANASTASIO, POR FAVOR NO BUSQUES MÁS. NUNCA HUBO TAL AMANTE. QUE HOY MISMO TERMINE TU MALDICIÓN. TE QUIERE (INCLUSO) VICTORIA.
- FINConcepción, junio de 2013.
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