Rituales

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Rituales Novela

Por Oscar Sanzana Silva


© Todos los Derechos reservados © Rituales © Oscar Sanzana Silva, 2012 © Al Aire Libro Editores Registro de Propiedad Intelectual N° 217942 I.S.B.N. : 978-956-8920-07-4 Colección: Alfonso Alcalde Portada: Felipe Suanes Corrección de Textos: Egor Mardones


PRÓLOGO

Desde los mismos cimientos que la sostienen y que la recorren en sus sombras, la ciudad siempre se ha reconocido como un territorio literario, quizás porque ella constituye esa especie de gran “lugar de lugares”, un interminable espacio donde ocurren miles de historias y dramas “escritos” por la vida de millones de seres que la habitan. Un lugar inacabable en que, especialmente en la historia moderna, se verifican los más grandes sueños, al mismo tiempo que las peores pesadillas, de casi todo ser humano. De esta manera, como un gran bloque de hielo a la deriva, la ciudad tiene dos caras, una visible, dispuesta, normada, y otra escondida, más voluminosa, desordenada y con una tendencia a la irracionalidad que dificulta todo molde y todo inflexible disciplinamiento. Esta realidad, difícilmente palpable, ese “no sé qué” o ese “casi nada” que identifica Jankélivitch, encierra la esencia de la inmensa totalidad social en que se inscribe el ser humano. Totalidad en la cual reside, presumiblemente, que situarse en ella a través de la escritura no resulte un ejercicio fácil y que, por el contrario, sea una tarea a la que le deparan serios peligros. De seguro el más complejo, el insoslayable, el que desbarata cualquier intento efectivo de relatarla, el estéril y común detallado inventario de sus zonas y calles, esa acumulación positivista de nombres y geografías que más que revelar, encierra y petrifica sus verdades, oculta el entramado profundo de sus relaciones y la erradica, posiblemente de manera definitiva, a un lugar técnico, a un sitio donde la literatura es cualquier cosa menos literatura y la ciudad es todo menos vida. Es que escribir con la ciudad como escenario de fondo no significa –exclusivamente- fijar la mirada en los contornos materiales de sus calles y plazas, ni tampoco en la excéntrica escena de personajes que habitan a medias en ella, la narrativa urbana es aquella deriva de formas, temáticas, subjetividades y acciones que genera la transformación de lo urbano, cuya naturaleza es el transito “ripiado” por una realidad inestable, imposible de atrapar en una definición estable y ajustada. Las ciudades destruyen las costumbres. Donde hay una de ellas caben miles de otras más. Lo que une todo lo que contiene no es el amor si no el espanto. Mosivais dictaba estas sentencias en relación al apocalíptico o, más precisamente, postapocalítptico D.F (como gustan llamar los siúticos de siempre), sin avizorar que en el transcurso de unos pocos años, éstas serían las características de toda ciudad, por más provinciana que fuere. Es que hoy en la ciudad se vive bajo la amenaza de una “realidad surround”, una confusión de voces generalizada y una pérdida total de puntos de referencia, frente a lo cual el habitante intenta trazar mapas que le orienten, que le muestren una ciudad vivida propia e interiorizada, con la esperanza, por remota que sea, de proyectarla y de evitar el abismo profundamente oscuro de la despersonificación.


Y claro, las ciudades están marcadas por nuevas experiencias que a los pocos instantes expiran, desagradables juegos que disuelven, en una especie de mareo infernal, el lazo invisible entre tiempo y espacio, dejando en la incertidumbre más angustiante el comienzo y el límite final de todo, de si la memoria, los afectos y las convicciones están en “línea” o aun se pueden ir a buscar a una esquina o a un bar de poca o nada de monta. Pareciera que en la ciudad se está en vísperas del arribo de algo que nunca llega, sumido en un tránsito guiado por la simulada ilusión de llegar a algo que todos saben que si está, en el instante mismo de alcanzarlo se disolverá. En este ejercicio límite, un cierto tipo de juego extremo de sobrevivencia, encontramos a los personajes de Sanzana enmarañándose en las “calles” de Concepción, convirtiendo bares, pensiones incógnitas y casas derruidas, en sitios heterotópicos, en sitios de suspensión, desvío, sanación, con el desesperado objetivo de reivindicar la existencia del in situ, del aquí y ahora, del hic et nunc. Frente a ellos y a la vez en lo más interior de sus conciencias se sitúa un shock, una conmoción mental, conscientes que ningún progreso se lleva a cabo sin una carga dramática y negativa, ningún tránsito lleva la cura de la pérdida y la perturbación en la relación con el otro y con el mundo. Los “habitantes de Rituales” –su autor y sus personajes- luchan íntimamente por salvaguardar todo lo que hoy está bajo condena, seguramente de muerte: lazos, afectos, memoria, justicia, incluso la moral. Una y otra vez esta lucha se filtra entre las letras como una declaración de principios, como un intento de reparación de las nauseabundas heridas del entramado en que se decanta el relato, el afuera y el adentro del relato, ese gran drama que de tanto verlo y padecerlo, se torna un objeto más del paisaje. Hacer visible eso que ahora yace dispuesto como mera positividad, todo lo que de oculto permanece, es lo que persiguen frenéticamente en cada acto, gesto y declaración; dar vida a través de la mirada y desnaturalizar todo lo muerto que hay en uno y en el otro. “Puede ser, pero mira, tú sabes que no escribo para paladares finos. Prefiero hablar de aquello que de tan común entre nosotros termina por hacerse invisible”. Un ritual permite liberar a los individuos, encierra un efecto catártico del cual se desprende una intensa fuerza capaz de romper con aquello que aprisiona y atormenta. La larga travesía de los personajes de Sanzana, sus imbricaciones inesperadas y sus actos de justicia, son en todo momento parte de un ritual que renuevan cada día los habitantes de una ciudad que maldice a sus habitantes, que los enferma y conduce a la muerte, a la muerte en vida y que lo hace por todas las vías posibles, abandono, locura, traición, amor, trabajo, venganza. Ver lo que se oculta de tanto estar expuesto, eso que la mala conciencia nunca quiso ver, es el rito que sana y que condena, pero que inevitablemente da vida, es lo que devuelve el sentido al paso de las horas. La mirada agazapada, indiscreta, vigilante, resultará ser el acto de cura de la pesada conciencia de sus personajes, de su maldición y de su “maldecir”, pero también de la cadencia versátil y flotante de experiencias que se viven en el día posterior a todo. Se encantan con la historia al momento que derrotadamente viven la memoria; La


mirada desde las alturas, desde el sitio de la ruina, resulta ser la ceremonia íntima de una especie de náufragos de altura, que ocultados en su nocturno panóptico perdido, exorcizaban los temores sobre el rito de tránsito que experimentaban todos, la cárcel de una sociedad infantilizada a la fuerza, sabiendo que el costo es la muerte temprana o la patética de la adultez anulada: la marca definitiva del profesional o del sujeto que confiesa su desesperada conformidad con la vida en la monotonía de su día a día. Cada habitante de Concepción y de la ciudad que la une a todas las ciudades, camina a cuestas con su ceremonia, cuyos resultados son casi siempre la desazón, aunque en algunas ocasiones más intensas vive el repliegue solidario con algún otro sobreviviente, o le queda aun la oportunidad de añorar a otro. Uno camina con los personajes, a través de la ceremonia inscrita en los mismos que vivo y habito, descritos con la pulcritud del que camina y se verifica en su territorio, en sus calles, en los sitios dislocados de la ciudad en que quizás pronto habitarán sus cada vez más distantes recuerdos, angustiosamente habitarán. El habitante de “Rituales” no se desplaza en un simulacro inauténtico de vida, de conexiones simuladas y frenéticas, de ese estado “pop”. Es como si en cada lugar de Concepción en que he estado, emergiera su arqueología presente y en una sucesión de capas entreviéramos las innumerables tragedias y amores que a través de sus archivos nos rodean; la ritualidad instantánea de una mirada liminal de la ciudad que nos permite resistir, o consolarnos en que las luces o los sitios que inestablemente observas, contienen sedimentos de mi vida y de las de otros con los cuales algún tipo de pacto he transado alguna vez.

Rodrigo Alarcón Muñoz


A la memoria de Guillermo Sanzana Vera


I Desde luego, no constituye altruismo alguno el deseo de querer ser escritor. Escribir implica exorcizarse, y nadie quiere aceptar de buenas a primeras sus demonios, aunque estos le pisen a uno su propia cola… de demonio. No, no debería ser motivo de orgullo saberse más malo que bueno, y tratar de liberarse de la abyección mediante unos cuantos garabatos que tal vez nadie se interese en leer ¡Bonita tarea la del artista! Abandonarse a la creación con la intención de salvar su pellejo, con el fantasma de la apreciación ajena rondándole, aunque después de todo ¿quién no escribe sino para ayudarse sí mismo? Y bueno, así volvemos al principio del asunto. Me llamo Esteban, y tengo una resaca descomunal. De anoche, la verdad es que no recuerdo mucho. Desde hace algunos meses vengo saliendo con esos dos, y no sé en qué iremos a parar. Hablo de Carla y Vicente. Mi novia y uno de mis mejores amigos. Mi rutina consiste en despertarme cerca del mediodía, pasar a buscar a Carla a su Facultad y pasear por ahí. Al caer la tarde, ir junto a ella a algún bar y si queremos seguir nuestras andanzas, llamar a Vicente. Él nunca se hace de rogar para acompañarnos, y aunque sé que algunas veces accede sólo para poder estar cerca de Carla, en verdad disfruto de su compañía. Además, bueno, considerando lo reventado que es Vicente, creo que no representa ninguna amenaza… A nosotros nos encanta recorrer la ciudad, especialmente de noche. No hablo solamente de los bares, sino de sus calles, sus plazoletas perdidas, sus espacios secretos. Cada lugar nos conecta con cierto ángulo desde donde es posible espiar a la gente en su frenético vaivén durante el día, y en la intimidad de su reposo nocturno. Es como si nos sintiésemos ratones y la urbe fuera nuestra gran ratonera. La ciudad nos pertenece como escenario de nuestras glorias y desdichas. Algunos días somos sus audaces descubridores, y otros sus víctimas. Pero la belleza existe, y obtuvimos del último terremoto el regalo siniestro de unos cuantos edificios en ruinas para que individuos como nosotros pudiéramos recorrerlos, y observar al monstruo urbano desde diversas alturas y perspectivas. No pasó mucho tiempo antes de que a los tres nos diera por subir hasta sus últimos pisos, y contemplar desde allí la ciudad por las noches hasta los primeros albores del nuevo día. El edificio Alto Arauco de Avenida Los Carrera fue uno de nuestros favoritos. Recuerdo que una noche subí con Carla, mientras Vicente venía en camino. Llevábamos una promo de pisco para paliar el frío. En las inmundas escaleras nos encontramos con un guardia que tenía encargado custodiar el edificio, pero que, al igual que nosotros, decidió echar un vistazo a la calle desde el que hasta hace muy poco era un hermoso departamento familiar: —Jóvenes, salgan inmediatamente del inmueble —dijo al vernos.


—Mire, lo único que queremos es tomarnos esto y estar solos, no le haremos daño a nadie —le respondí. —Además, no hay nada que pudiéramos robarnos. Ya se lo han llevado todo, hasta los marcos de aluminio de las ventanas —añadió Carla. —Ya, pasen, pero no quiero ningún escándalo o llamo a los pacos.

Le explicamos que un amigo estaba en camino, y a cambio de un par tragos de nuestra botella de pisco aceptó dejarlo pasar. Un guardia municipal de lo más amable. Tiempo después, fueron los Carabineros quienes se hicieron cargo de la custodia de los edificios y se hizo más difícil razonar con ellos. Pero de todas formas continuamos subiendo hasta lo alto; Vicente tenía una gran habilidad para distraer a la policía y nosotros rápidamente nos colábamos en las escaleras de emergencia. No era fácil hacerle el amor a Carla allá arriba. Los vidrios y restos de objetos hechos trizas sobre la alfombra de los departamentos complicaban la faena. Pero siempre nos las arreglábamos para pasar un buen momento antes de que llegara Vicente. Luego nos sentábamos en el balcón y observábamos las flores secas de los maceteros dejados allí a su suerte, como mudos testigos de la noche de horror. Aunque se llevaron todas sus pertenencias, nadie se preocupó de sacar de allí sus plantas y flores, ¡vaya mierda de mundo en el que vivimos! Esa noche, Vicente llegó algo más borracho de lo habitual, y jugó a descolgarse por las terrazas. Por más que uno le hablara, era inútil, no escuchaba. Y al muy idiota le daba a ratos por querer arrojarse al vacío. A veces pienso que debimos haberlo dejado, porque siempre parecía querer escapar, y aquella fuga hubiese sido de lo más honrosa. Yo no sé a qué le tiene tanto miedo, si al final se lo pasa en otra la mayor parte del tiempo. Dice que le gusta el dolor, aunque hace todo lo posible por escapar de él. Pero es un buen tipo, y reconozco que su permanente necesidad de distorsión es contagiosa. Suele arrastrarme a hacer barbaridades que sin todo ese alcohol y yerba dentro me resultaría imposible llegar a concretar. Va en su último semestre de Artes Visuales…, pero está en lo mismo desde hace como tres años. No sé casi nada de su familia y tampoco me interesa. Sin embargo, en Vicente descubrí a un tipo temerario y cada vez que salimos a beber, da la impresión de que aquella será su última juerga. “No me interesa sobrevivir más de lo necesario. No me angustia morir joven, en realidad muy pocas cosas me importan”, suele repetirnos a Carla y a mí en sus delirantes soliloquios, poco antes de caer liquidado. Y Carla, mi Carlita. La conocí algún tiempo después que a Vicente, y me asombró su bondad y sencillez. Eso de que puedes encontrar a la mejor gente en los peores lugares es


cierto. A Carla la conocí en un cine porno del centro de Concepción, hoy desaparecido. Realmente no sé cómo ni por qué llegué hasta allí. Un día me sentí ocioso e irremediablemente solo, y decidí conocer lo que se tejía ahí dentro ¿Qué hacía ella en ese lugar? Un trabajo para una asignatura llamada Bases del Comportamiento. Eso me dijo al menos, pero con el tiempo he llegado a pensar que se metió en aquel cine de puro morbo. Trata de canalizar todo el odio que guarda dentro de sí con una cara de ángel y con su participación en trabajos sociales y políticos adentro de su universidad, pero claramente esconde también su demonio. Pero bueno, no vale la pena entrar en eso. Esta noche volveré a ver a Carla, y le propondré que vivamos juntos. Estos dos años han sido maravillosos, y creo que es el momento de salir de esa pocilga de habitación que arriendo en calle Maipú. A Vicente, en tanto, lo veré mañana en la tarde, y le propondré emborracharnos como de costumbre.


II Podría haber estado mirando los pechos de esa cajera durante horas. En vez de eso, guardó la botella de cerveza bajo su abrigo y se sentó en la Plaza Perú, a beberla lentamente mientras

esperaba a Carla. Se le acercó un sujeto vestido de terno, delgado y de lentes. Su acento bien podía ser alemán, francés, inglés e incluso de un español afectado. Abrió un pequeño maletín de madera que parecía contener algo tan maravilloso como ilícito. Para decepción de Esteban, solo se trataba de llaveros hechos con réplicas de los personajes de Tim Burton. El joven del maletín se fue, y Carla apareció a los pocos minutos, saludándolo con un beso. —Hola amor, ¿vamos? —preguntó él. —Hola, esperemos un poco, que unos compas van a cortar la calle. Los vi venir desde detrás de los pastos. —¿Por qué? —Hoy es el Día del Joven Combatiente. —Oh, vale. En ese caso, compremos otra cerveza y miremos. Mientras caminaban en dirección a la licorería, una veintena de individuos con sus rostros cubiertos salió de la Universidad y encendió neumáticos cortando el tránsito en la Avenida Chacabuco. Otros, en tanto, apedrearon una farmacia cercana, gritando: —¡Aquí están los verdaderos delincuentes, los que nos cagan todos los días! ¡Nos llenan la cabeza de enfermedades y luego se enriquecen vendiéndonos los remedios! ¡Vamos a prenderle fuego a toda esta mierda!

Algunas personas que estaban en la Plaza los aplaudieron eufóricos. Una señora los recriminó, aunque las piedras y botellas fueron igualmente arrojadas al local. Al mismo tiempo, otros encapuchados arrojaban decenas de panfletos al aire, gritando consignas. Tras unos minutos los manifestantes se retiraron, y la pareja se dirigió a un bar de los alrededores. Pidieron cerveza y hablaron de lo bien que se sentían: —¿Qué sucederá cuando este idilio se acabe? —¿La futura terapeuta tiene miedo? —La máquina nos comerá, tarde o temprano, Esteban, y eso me aterra. Y más vale que lo asumamos desde ya, aunque ahora me sienta en las nubes estando aquí contigo y mirando a esos chicos que hacen sus barricadas creyendo en sí mismos, y en nosotros, supongo.


—No será tan así. Encontraremos nuestra trinchera y cada uno hará lo suyo desde allí. Tranquila, no deseo echarle cemento a estas nubes. Me sirve esta situación de estar y no estar. No quiero dejar de pensar que algún día todo lo que odiamos se caerá a pedazos y estaremos allí para celebrarlo, con una chela como esta… —No sé si tu exagerado romanticismo te ennoblece o te enceguece, de verdad. —¿Por qué dices eso? —No lo tomes a mal, pero míralo desde este punto de vista: no sabes lo que es trabajar, porque siempre has tenido lo que necesitas para vivir… pese a tu sencillez, tu mente va siempre demasiado por arriba de donde tocan tus pies. —¿De qué hablas? Uno mismo teje su mundo, eso no es pecar de idealismo, simplemente se trata de estar atento a las señales correctas. Estar vivos implica ser capaces de construir constantemente nuestra realidad, es un asunto de percepción. Además, ¿quién dijo que escribir no es un trabajo? Que no se pueda vivir de ello es cuestión del sistema en el que vivimos, que considera como piedras en el zapato a gente como nosotros. Pero es mi trabajo, y haré lo que pueda para dedicarme a esto…

Un sujeto que estaba en la barra cayó de pronto de espaldas. El ruido de la caída y los improperios que gritó interrumpieron la conversación. Corrieron dos o tres a socorrerlo, pero ante su agresividad, optaron por sacarlo en andas del local. La chica que lo acompañaba salió poco después, lo más discretamente que pudo, acaso sintiéndose en alguna medida responsable de la condición de su acompañante. Carla bebió otro sorbo de su vaso de cerveza, se acomodó un mechón de pelo detrás de su oreja, sonrió y añadió: —Jamás me hubiera imaginado que fueras tan hippy. Pareciera que con el pasar del tiempo te niegas a aceptar lo que es inminente. Necesitas madurar, Esteban. —¿Qué te hace pensar que crecer, que madurar, no es seguir a los demás padeciendo sus mismos errores? —Bueno, pero vas a tener que sobrevivir de alguna forma, ¿o no? —¿Y tengo que vivir como todos viven? —No vengas a hacerte el inadaptado. Si tus padres no te mantuvieran no podrías pensar igual.


—Puede ser, pero esa es mi pequeña oportunidad, y no puedo tirarla por la borda. Podría lanzarme a la vida y en vez de eso vivo con lo justo, trato de escribir y hacer algo. No quiero vivir amargado, teniendo que aguantarme diez horas en una oficina, soportando a jefes idiotas, preocupado por estupideces. Prefiero vivir con lo justo, ganar poco, pero haciendo lo que me gusta. Son pocas las personas que hoy pueden decir eso.

A esas alturas, el bar fue quedando vacío. Un empleado comenzó a limpiar las mesas y a colocar las sillas sobre ellas, para después trapear el piso. La música, en tanto, se escuchaba en un volumen cada vez más bajo. El bar se aprestaba a cerrar. La pareja continuó conversando animadamente, hasta que fueron invitados amablemente por el dueño a regresar al día siguiente. Cuando estuvieron levemente borrachos y él le propuso que vivieran juntos, Carla aceptó radiante, con una gran sonrisa en su rostro. Se marcharon del Neruda y caminaron hacia la pieza que arrendaba Esteban.

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Durante los días siguientes, la pareja se puso a buscar el que sería su futuro hogar. Muchas fueron las calles que recorrieron con los avisos clasificados bajo el brazo. No era fácil que las corredoras de propiedades aceptaran hacerle un contrato de arriendo a una pareja conformada por un joven profesional cesante y a una estudiante en práctica. Por ello decidieron buscar una casa sencilla, y reemplazar el bullicioso palpitar del corazón urbano por la tranquilidad de un sector residencial alejado del centro. Así llegaron a la población Higueras de Talcahuano. El aviso decía que se trataba de una casa interior, pero cuando una anciana casera les pidió que la acompañaran a lo largo de un oscuro pasillo, les pareció que más se asemejaba a la guarida de un criminal que al cálido hogar de una pareja de pololos. Era, en verdad, un escenario un tanto siniestro al que se accedía a través de una puerta de madera a punto de derrumbarse. La pintura exterior estaba gastada por el paso de los años – al igual que toda la vieja estructura de la casa-, y algunos de los pequeños vidrios lucían trizaduras, sobre las cuales las arañas habían construido sus nidos. En el interior, las cosas no mejoraban. Sobre las paredes se apreciaban enormes grietas, y era posible identificar una amplia variedad de manchas, como consecuencia de la humedad y de la mala ventilación. Algunas se asemejaban a rostros humanos, y otras más bien parecían monstruosas facciones.


Solamente pudieron conocer la ubicación del baño al salir al patio. Entonces fue cuando Carla y Esteban se percataron de la presencia de otras casas interiores alineadas hasta el final de un amplio sitio. Un hombre salió de una de aquellas cabañas, se dobló en dos y vomitó largamente, sujetándose en la pared. Parte del vómito cayó en sus zapatos. Largó unas cuantas maldiciones antes de entrarse. Decidieron largarse de allí lo antes posible. Agradecieron a la anciana por su tiempo y caminaron cabizbajos a tomar la micro. —Esa casa estaba bien para rodar una película de crímenes… —ironizó Esteban. —Me puso los pelos de punta, el ambiente estaba muy cargado —respondió Carla. —¿Muy cargado? —Energía, vibras, qué sé yo, el asunto es que me dio un miedo atroz recorrer esa casa. —Tal vez fuese un lugar adorable en otro tiempo, quién sabe, pero eso de que todas las casas compartieran el mismo baño me dejó enfermo. —¡Qué asco, ni lo menciones! —Bueno, en fin. No nos demos por vencidos tan pronto, tal vez deberíamos buscar algo en Nonguén o Los Lirios…

Caminaron de vuelta al paradero, pero prestando mucha atención a las ventanas de las casas vacías, con la esperanza de que alguna de ellas estuviera en arriendo. En eso pasaron por afuera de un negocio llamado El Esfuerzo. —Esteban, tengo sed. —Volvamos a Conce, en la pieza me queda agua mineral. —¡Pero Esteban, yo tengo sed aquí y ahora! —Bueno, pasemos a comprar algo… —¡Ya!

Se detuvieron en un negocio y Esteban compró dos bebidas. Comenzaba a hacer algo de calor. La pareja miró los avisos de papel pegados sobre un poste, la mayoría de los avisos correspondían a piezas individuales y pensiones. En eso, la señora que atendía el almacén se acercó a Carla, y mientras apilaba naranjas en un cajón, le dijo:


—Señorita, si ustedes dos andan buscando casa por aquí, les paso el dato de una que hace tiempo está desocupada, en la calle Las Hortensias, derechito hasta la línea del tren y luego a la derecha. —¿Por casualidad usted no sabe si la arrienda una corredora de propiedades? —preguntó Esteban. —No, qué va, si sus dueños viven por acá cerca. Allí vivió por varios años una pareja, bien jovencitos los dos… —¿Y qué pasó, por qué se fueron? —No sé, dicen que el joven andaba metido en algo medio raro, fue hace harto tiempo en todo caso. —Ah… —En todo caso, la casa es estupenda para ustedes. Está media viejita, pero con una manito de pintura les quedaría a la pinta, échenle un vistazo pues… —¡Muchas gracias por el dato! Iremos a verla…

La pareja caminó en dirección a la línea del tren y dobló luego como la señora les había indicado. De pronto se sintieron observados, miraron hacia el segundo piso de una casa y notaron una silueta que se movió detrás del visillo. El lugar indicado quedaba al lado. Un descolorido cartel informaba sobre el arriendo de esa propiedad. Había un número telefónico. En menos de media hora los dueños estaban allí tratando de convencerlos. Era una casa bastante acogedora, pese a que el tiempo en que permaneció deshabitada había hecho lo suyo. —Es una casa antigua pero sólida, ya no construyen casas como esta. Además el patio es grande y tiene una pieza para guardar cachureos. El terremoto no le hizo ni cosquillas, ¡mire los muros, joven! ¡Están intactos! —¿Te gusta? —preguntó Esteban a Carla. —Me parece perfecta… te apuesto a que la dejaríamos súper linda. —Estamos, entonces…

Esteban abrazó a Carla, luego le susurró al oído que esa misma semana se mudarían.


III Nadie sabe quién soy realmente. No me agrada meterme en la vida íntima del resto. No soy un intruso, no necesito valerme de otras vidas para satisfacer las carencias de la mía. Yo he elegido un camino y habré de caminarlo sin marcha atrás. En eso consiste la existencia: en trazarse un objetivo y no doblegarse jamás ante la adversidad. ¿Compañerismo, solidaridad? Eso viene después, claro. Pero Dios sabe por qué las cosas son de este modo, y uno debe hacerse respetar, ganarse su propio terreno siendo el mejor. Esa es la única pelea a la que merece la pena entregarse. No, no soy el típico personaje amargado que purga sus propias culpas por medio de la envidia, ahogándose en un vaso de licor, detrás de los delgados y sucios visillos que me separan del mundo de allá afuera. Y si esto me suena como a una incómoda confesión, es solo porque este vaso de whisky no ha cumplido aún con su trabajo. Nadie puede juzgarme. No soy un espía sino un vigilante. Y eso es más que una diferencia semántica. A veces resulta imperioso desprenderse un poco de la realidad de la calle, tomar distancia. Sí, porque no se puede formar parte del Mal para combatirlo. Desde niño me enseñaron con toda claridad que no se puede ser parte de la enfermedad, aunque en contadas ocasiones deba uno involucrarse un poco con ella para poder conocer sus fortalezas y debilidades. Pero para eso están los espías, los agentes infiltrados. Yo, en cambio, soy un francotirador. Lo mío es actuar en estos tiempos con el objetivo de devolverle al mundo una parte de su cordura. Hay quienes han llegado a pensar que estoy volviéndome loco, ¡loco!, y todo por ir con rectitud frente a la vida, solamente por creer en Dios, en la autoridad, en el orden y en la disciplina. Esa gente no se ha dado cuenta aún de que el mundo ha perdido su belleza. Asistimos a la época de la vulgaridad, donde cualquiera se siente con el derecho de tenerlo todo, aunque sea un pobre diablo. Como esa anciana del negocio, una vende-papas simplona, con sus hijos descarriados quién sabe por dónde. La última vez que los vi estaban rayando muros algunos pasajes más allá. Vaya forma de perder el tiempo y la juventud. Pero bueno, qué más se podía esperar de esa vieja. En todo caso, el error fue mío por haberme ido a meter en ese cuartucho que más que negocio parece una cueva, oscura y pestilente. Debí ir, como siempre, al supermercado. —Pero, don Calixto, dígame —me preguntó la muy impertinente— ¿hasta cuándo piensa andar con esa cara? —No es su problema. Véndame lo que le pedí y punto. —No tiene para qué ponerse así, yo lo único que le digo es que no tiene motivos para amargarse de esa manera, usted es un hombre joven todavía…


—¡Yo ando como se me da la gana, y no tengo por qué darle explicaciones a una pobre mujercita como usted!

Desde luego, me fui del negocio sin la mercadería. Y a ella por suerte no la he vuelto a ver. Me dolió, eso sí, oírla gritar desde la esquina, justo antes de doblar rumbo al otro almacén: —¡La gente no tiene la culpa de la canallada que te hicieron tus padres!

Aquello me hizo hervir la sangre. Muchas ganas tuve de darme la vuelta y abofetearla, pero me contuve con todas mis fuerzas y conseguí llegar a casa. Confieso que me ofendió muchísimo su impertinencia, al punto de no querer salir de casa hasta un par de días después. La verdad sea dicha, me desagrada la gente. Han sido pocas las personas con las que me he llevado bien, muy pocas. Eso de que soy un ermitaño, bueno, algo tiene de verdad después de todo. Sucede que en estos tiempos no hay a quién creerle, porque todos tienen algo que ocultar. Yo también tengo algunas cosas que ocultar, pero es diferente. La gente es interesada, y por eso está obligada a acercarse con un rostro amable, pero si todos supieran de antemano lo que piensan, harían como yo. Tomarían distancia. En el fondo, la gente necesita imperiosamente mirarse a sí misma. Hace algún tiempo oí la historia de un hombre que decía tener la facultad de leerle el pensamiento a quien se le pusiera enfrente. Es una historia trágica. Una noche, siendo niño, se despertó de madrugada. Fue al baño y luego se acostó e intentó volver a conciliar el sueño, pero entonces comenzó a percibir un murmullo que provenía de la calle. A medida que se esforzaba por quedarse dormido, el murmullo se hacía más nítido, hasta que en pocos minutos ya podía identificar una voz pidiendo socorro. Se levantó con algo de temor y caminó hacia la ventana de su cuarto. Entretanto, seguía percibiendo las súplicas de auxilio, aunque no las escuchaba, si no más bien las sentía dentro de su cabeza. Cuando corrió levemente las cortinas, pudo distinguir que justo debajo del poste de alumbrado yacía el cuerpo de un hombre. Parecía herido gravemente y, a juzgar por su prolongada quietud, lo estaba. De inmediato, el niño corrió a despertar a sus padres para notificarlos del suceso. Llamaron a la ambulancia y al cabo de unos minutos los paramédicos llegaron y se llevaron al sujeto, a quien milagrosamente consiguieron salvarle la vida. Al cabo de unas semanas, el hombre ya recuperado volvió al vecindario donde vivía el niño, visitó su casa y agradeció a la familia el haberle ayudado. Contó, ante la mirada atónita de los padres del menor, que había sido asaltado y apuñalado en el atraco. Quedó


tendido en el piso sin perder la conciencia, pero las graves heridas le impedían tener fuerzas suficientes para gritar pidiendo auxilio. Su situación era particularmente delicada, pues estaba perdiendo mucha sangre y si no recibía pronta atención médica, moriría en el lugar. Desesperado, comenzó a pensar en pedir ayuda y fue tanto su nivel de angustia, que el muchacho consiguió, de alguna misteriosa forma, percibirlo. A medida que fue creciendo, el joven consiguió sacarle buen provecho a su extraordinario poder de leer los pensamientos. Pudo, de esa forma, sacarse de encima a personas que deseaban hacerle daño, a otras que se acercaban a él solo por interés, e incluso para evitar ser castigado por sus padres y profesores. Sin embargo, al alcanzar cierta madurez llegó un momento en que su poder le comenzó a reportar amargura tras amargura. Se dio cuenta de que muchas personas a las que estimaba mucho, tenían en realidad una opinión despreciable de él. Así, desde amigos a quienes consideraba como hermanos, hasta novias a las que amó profundamente, lo decepcionaron cuando, por intermedio de la lectura de sus pensamientos, averiguó sus reales sentimientos hacia él. Por desgracia, no fue capaz de controlar el flujo constante de murmullos y voces provenientes de sus cercanos. Un día sufrió tal desencanto con la que por entonces era su esposa, que no resistió más y terminó arrojándose al vacío desde lo alto de un céntrico edificio. La televisión llegó poco después que su cuerpo se estrellara en el asfalto de calle O’Higgins. Fue en verdad impactante para mí conocer esa historia. Aquello vino a confirmarme que no se puede confiar en la gente. Poco importan los sentimientos que uno desarrolle hacia ellos, tarde o temprano los terminarán traicionando. La especie humana nació para traicionarse. Dios nos puso en el mundo para amarnos, y hemos terminado arrancándonos los ojos unos a otros. Por eso yo no confío en las caretas. Ser cuidadoso no significa ser antisocial. Que la vida florezca, pero lejos de mí. No me interesa el trato con esa gente de allá afuera. No los odio, pero tampoco significan nada para mí. Mientras más lejos, mejor. En soledad aprendí a cultivar el huerto que me alimenta. Aunque, claro, cuando llueve tan intensamente sobre uno, todas las soleras son de una gloriosa ayuda. Por eso voy a la iglesia. Y que conste, que a esas almas autodestructivas poco les importa el hecho de que sea yo un creyente tan esforzado por seguir el camino de la bienaventuranza. A ellos poco les importa que cada domingo por la mañana consiga revivir una parte importante de mi persona que se consume al contemplar esta realidad. Aunque tal vez no se trate de un renacimiento, porque nunca me he sentido muerto. No, yo permanezco en estado latente. Bueno, el punto es que después de tanto tiempo no pensé que mis nuevos vecinos fueran solo un poco más jóvenes que los anteriores. Para ser franco, no me causaron una buena impresión esos chicos risueños. Dije que no creía en las sonrisas fáciles de los jóvenes. No digo que sean malas personas. No digo que no merezcan estar aquí, cruzarse conmigo en la calle, ni comprar sus provisiones en el mismo negocio que yo. No tiene nada que ver, pero


ellos están perdidos en el rito constante que les impone su propia juventud. Para crecer no les basta con dejar desfilar el tiempo frente a sus ojos. No les basta con escucharse a sí mismos. Y en esa búsqueda de experiencia habitualmente se les va la juventud, la vida. Reconozco que me enfadé cuando los vi la primera vez. Estaba dándome una ducha, tenía calor. De pronto, escuché esos ruidos en la casa que por tantos años estuvo vacía, y para mi sorpresa era una pareja de pololos. Pero, en fin, no puedo juzgarlos de antemano. Pudiera ser que en verdad se trata de buenas personas, y que esa alegría que tanto denotan corresponde a una ofrenda de Dios sobre sus vidas. Pudiera ser. Y supongo que el hecho de que sean observadores se deba a algún tipo de inquietud intelectual. En fin, creo que estoy suponiendo demasiado, y que no son, en verdad, más que un par de críos que viven felices y radiantes bajo la armadura de su juventud. Yo también fui joven, pero prefiero no recordarlo. Tal vez ellos tendrán muy buenos motivos para hacerlo, cuando pasen los años. La juventud está muy descarriada. Se han olvidado de sus valores, los han modificado de tal modo que los han hecho permeables a cualquier situación. Por ejemplo, creen que saliendo a marchar lo van a conseguir todo. No tienen idea de lo que es trabajar y esforzarse por algo ¡Qué importa que sean miles los que salen a la calle! Están profundamente equivocados si creen que van a cambiar algo así. Lo peor de todo es que hay gente que sí les compra sus discursos. La misma vieja vende-papas que salió la otra noche con su cacerola a meter ruido junto a sus hijos. Esa sí que está buena, no faltan las tontas que les siguen el juego a estos muchachotes malcriados. ¿A quién culpar por el desperdicio de mundo en el que vivimos? A veces pienso que Dios parece estar lo suficientemente lejos como para poder llegar a interesarse en nuestras miserias. Si así fuera, los hombres nos tendríamos a los hombres y punto, con que no existe una patrulla de Dios, pero algo debe hacerse, de eso no hay duda. Estamos tan abandonados en el mundo, pero la ley divina es una sola y debe cumplirse, sin importar quién la lleve a cabo.


IV Mi amada Gabriela: Al principio contaba los días que faltaban para salir de aquí. Ahora prefiero dormir un poco más, o aprovechar al máximo mis contadas salidas al patio. Me divierte observar las nubes. Mientras más altas y lejanas, mejor. Juego a imaginar que un día viajaré recostado sobre una de ellas, y que para hacerla llover únicamente me bastará con pellizcarla. Que podré contemplar el atardecer desde las alturas y saberme libre cuando el sol se haya ocultado. Pero, bueno, las nubes siempre estarán allá arriba, y acá abajo la cosa es dura. Soy un prisionero político lejos de sus camaradas, un sobreviviente, y otras son las nubes que habitan mi conciencia. Decidí decorar las paredes de mi celda. Parece estúpido que alguien intente construir un hogar en medio de este vacío, pero me he dado cuenta de que es bastante más común de lo que se cree. Incluso a los gendarmes, esos otros muertos vivos, ya no los considero mis enemigos. El calabozo se devora sus sueños con la misma voracidad que a los nuestros. Imposible no sentir el daño, son demasiadas las heridas como para olvidarme del pasado. A estas alturas el dolor no se siente a flor de piel, sino bien adentro, se alimenta de uno hasta que no se distingue de la sangre. Gabriela, mi compañera, terminaré por resistir como el viejo gato de puerto que fui, que sigo siendo. Desde adentro, los barrotes lucen como un recordatorio indeleble de la vida que pudo ser y no fue. He llegado a pensar, querida, que allá afuera, en esa pequeña casa, lo teníamos todo, teníamos un pequeño paraíso. Éramos libres y nada de lo que ocurriera detrás de esos muros podía afectar nuestra felicidad interior. Para eso estaba nuestro compromiso por cambiar las cosas. Te asombrarías si supieras con qué cantidad de detalles recuerdo ahora cada una de nuestras pequeñas aventuras. Así transcurren mis tardes, entre remembranzas. Y luego pienso que estás afuera, posiblemente muy lejos, tal vez incluso en otro país, dueña de otra vida, pudiendo encontrarnos solo en la realidad paralela de nuestros recuerdos. ¿Te acuerdas de todas esas tardes en que tocaba en la guitarra viejas canciones para ti y para nuestra Emilia? ¿Recuerdas cuando entraron unos gatos a la casa mientras cocinabas croquetas de jurel? Tú corrías como loca intentando echarlos, pero ellos se subían a los muebles y botaban las figuritas de loza. Yo no podía parar de reír, e incluso me dediqué a sacarte fotos persiguiendo a esos felinos hambrientos. Luego, cuando al fin se fueron, no sin antes voltear el tarro de jurel y llevarse buena parte, te pusiste furiosa y de pura rabia me quitaste el sombrero y lo arrojaste al patio del vecino… Yo no podía comprender que lo ocurrido fuera tan grave.


Fue un tiempo muy hermoso, al fin y al cabo. Y como toda belleza ha de ser necesariamente fugaz, nuestro idilio terminó como el de muchos otros en años anteriores. Primero cayó Martín. Él sí que supo resistir hasta el final, y consiguió sacar a su compañera del país cruzando la cordillera. Tengo fresco aún el sabor de tu tristeza y de mi resignación, de tus lágrimas y de mis dientes apretados, la tarde en que supimos que lo habían acribillado. Para mí, te lo digo, fue un extraño alivio saber que alcanzó a sacar su arma y a dejar inválido a uno de esos sicarios del gobierno, antes de quedarse sin balas. En fin, Gabriela, se vienen años de cambio, sí. El pueblo que hoy está dormido, un día habrá de despertar. Eso es parte de nuestro legado de perdedores. Todas las noches, cuando ellos se despiden de sus hijos, no pueden evitar mirar por la ventana, como esperando que suceda algo que castigue tanto daño, tanto crimen, tanta maldición que han dejado caer sobre la gente para salirse con la suya y seguir gobernando. En lo único que puedo confiar es que allí donde sembramos tanto trigo no puede volver a crecer la hiedra. Ya verás cómo esto empezará de nuevo, algún día. Amada mía, espero no morirme sin antes volver a verte. Te prometo que ni estas mazmorras, ni los años de tortuoso encierro han corrompido la fuerza de lo que siento por ti y por nuestra Emilia. Te cuento que aquí adentro andan unos cuantos bien entusiasmados con eso de la apelación. Para serte honesto, te diré que prefiero no pensar en que esto acabará muy pronto. Una condena absurda se hace más llevadera cuando se termina por renunciar a los razonamientos. Aunque suene a tarea imposible para nuestra generación.

Siempre tuyo, Facundo.

Módulo 9, Cárcel El Manzano, Concepción, diciembre de 2010.


V La pieza que Esteban arrendaba en calle Maipú se ubicaba en un tercer piso, justo al frente de un almacén de libros usados y antigüedades. Aquel constituía uno de sus lugares favoritos, y era habitual que bajara de tarde en tarde a escarbar entre los viejos anaqueles en busca de un tesoro: una primera edición, alguna polémica antología, o cualquier libro de añosas tapas cuya simple visión evocara fantásticas emociones en su mente de poeta. El tiempo allí dentro, pensaba el joven, transcurría en una dimensión paralela a la cotidianeidad exterior. Cuando se hacía acompañar de Carla, normalmente ella terminaba abandonándolo a su éxtasis, harta de objetos cuya única utilidad para ella radicaba en el valor de su pasado, y libros cuya característica cubierta de polvo se impregnaba en sus manos. Cuando esa mañana, después de cinco años de pololeo, Carla lo pasó a buscar para ir hasta el que sería su primer hogar juntos, Esteban, con una terrible resaca a cuestas, se dio un minuto para contemplarla. Lucía hermosa con su pelo negro y largo descendiendo sobre su blanca polera y sus jeans bordados. Si Carla no hubiese tenido el acierto de colocar una flor junto a su oído, él mismo habría fabricado una de papel para situarla allí. Toda una princesa, pensó, mirándola desde la puerta: —¿No habíamos acordado que estarías listo a las diez? —preguntó ella. —Es que ayer me pasó a buscar Vicente y lo vi tan achacado que no le pude negar mi compañía— respondió Esteban. —¿Qué le pasó ahora? —Sonia. —Ah, ya. —Pero sabes, me pareció que escondía algo más. — ¿Qué escondía? —Pasa po’, acá te cuento.

Carla entró a la habitación de Esteban. La conocía muy bien. Pese a su insistencia por inculcarle algo de orden, la pieza era un caos total. Libros y botellas por todos lados, ceniceros rebosantes, platos con restos de comida fosilizados en su fondo. Unas cuantas veces, estando ambos tendidos sobre el lecho, habían reparado en la presencia de alguna


botella de fuerte en medio de las frazadas. Papeles con poemas e ideas varias garabateadas, esparcidos en su habitación como panfletos en la calle después de una marcha. El rostro de Carla en la pared, regalo de cumpleaños que su amigo Vicente dibujó para él, un par de cuadros descoloridos, además de alguna que otra fotografía antigua de Concepción, constituían toda la decoración. Una de las anécdotas favoritas que Esteban contaba a sus amigos, fue “no haber tenido la necesidad” de ordenar su guarida después del terremoto. Las cosas cambiaron de posición, claro está, pero el desorden generalizado conservó su insólita rigurosidad. Ambos se sentaron en la cama. Esteban lió un porro y se lo pasó a Carla para que lo encendiera. —El problema de Vicente es que es un depresivo. —Y eso que conversando con él, pareciera que no le falta nada —respondió Carla, conteniendo la respiración. —O le falta todo. —A mí me parece un tipo de lo más interesante. —¿Te gusta? —¡Qué dices, no seas celoso! —Siempre lo soy, es parte de mi naturaleza.

Minutos más tarde, Esteban se vistió y ambos abordaron una micro en dirección a la casa recién arrendada en la población Higueras. En el camino continuaron hablando de Vicente: —De verdad, me preocupa mucho, se lo está consumiendo la noche, el copete —sentenció Carla. —¿Qué hay de malo en la bohemia? —Nada, pero hay especies que resisten vivir bajo el agua y otras que no. —¿Qué quieres decir? —Que Vicente no pertenece a ese mundo, en verdad. —¡Estás loca! Ese es su mundo, no me imagino a Vicente levantándose temprano para ir a la oficina, o llevando a la escuela dominical a sus hijos pequeños… —Lo de Vicente es un escape, aunque el motivo es un misterio.


—Él aprendió a defenderse en ese medio, como yo. —Pero tú te controlas. No necesitas excederte de esa forma para sentirte vivo. —Si tú lo dices… —Has tenido problemas con la bebida, es cierto, pero tu instinto de conservación se ha impuesto. No podría estar con alguien que viviera siempre en aquel otro mundo, como Vicente. —Me parece muy bien. Lamentaría tener que romperle la cara a mi amigo. —¡Qué tonto eres, toca el timbre mejor que ya nos pasamos!

Carla y Esteban descendieron de la micro, cruzaron la Avenida Colón, después la línea férrea, y llegaron hasta la casa. Era una mañana verdaderamente hermosa, y ambos lucían felices y radiantes. Era el comienzo de una nueva aventura para ellos, y en todos lados parecía respirarse algo diferente. Corrían tiempos muy interesantes. Masivos movimientos sociales se dejaban oír a lo largo del país. Marchas multitudinarias exigiendo gratuidad de la educación, asambleas ciudadanas en todos lados para definir demandas territoriales, cacerolazos nocturnos, cortes de calle, etcétera. Más de alguna vez se habían dicho que se aproximaba una primavera. Era difícil comprender cómo el país había cambiado en tan poco. Un par de años atrás todo el mundo parecía dormido, y los gobernantes no tenían nada más que hacer que sentarse a contemplar esa taza de leche y robarse cuánto podían. Pero fue como si después del terremoto de 2010 hubiese tenido lugar un gran grito de “¡Basta!”, y entonces, claro, ya nadie podía seguir siendo el mismo, nadie podría volver a ser indiferente. “Todo lo que un día soñamos está comenzando a suceder, es delicioso”, se habían dicho una y otra vez antes de dormirse. Esteban hurgó en su bolso hasta encontrar las llaves. Una señora que cortaba racimos de uva desde el parrón de su antejardín no les quitó los ojos de encima, aunque cuando ellos le devolvieron la mirada, ella les sonrió. Entraron a la casa y, tras recorrer las habitaciones, la encontraron un poco más grande que cuando la vieron por primera vez. Carla fue la primera en advertirlo. Ambos se abrazaron en medio del living amplio y vacío. El delgado visillo que cubría la ventana no impidió que un vecino los observara detenidamente, mientras disminuía el tranco para poder concentrarse mejor en lo que veía. En un momento, incluso, se detuvo justo frente a la puerta de la reja de entrada. Miró de un lado a otro la casa y luego se dio media vuelta y entró en la que era la casa de al lado. Entonces Carla se volvió hacia Esteban y le preguntó:


—¿Te has dado cuenta de lo curiosos que son los vecinos? —Sí. —Es como si estuvieran pendientes de todo lo que acontece en esta casa. —Ya lo investigué con la señora del negocio…, me aseguró que no se cometió ningún crimen aquí dentro. —Bueno, habrá que acostumbrarse y tratar de tener una buena relación con todos ellos. —No queda otra, además no parecen malas personas.

En ese instante pasó un tren de carga, y el estruendo de su sirena los sobresaltó, haciendo que se separaran bruscamente, luego volvieron a abrazarse: —Vamos a tener que acostumbrarnos a eso también… —Así parece.


VI A duras penas alcanzó a entrar al Havana Club, ya que el sitio estaba repleto, y buena parte de los asistentes a la fiesta universitaria habían quedado afuera. Los guardias consideraron que adentro no cabía un alfiler, y cerraron la reja pese a que los frustrados asistentes, entre ruegos, amenazas, escupitajos y toda clase de improperios, intentaban persuadirlos para que se les diera cabida. Vicente entró tan colocado como pudo. Era su costumbre, claro, pero esta vez se sintió distinto. Pese a mezclar adrede sustancias equivocadas y a buscar la distorsión, le ocurrió que nada le pegó como debía hacerlo. Sentía el poder del licor y los diazepanes dentro de sí, terribles demonios cuyas lenguas de fuego se batían a duelo dentro de su cabeza. Pero había algo que no le permitía caer liquidado. Algo parecido a una ligera angustia que frenaba el proceso habitual de sus excesos. La fiesta había empezado para él tres días antes, cuando asistió al asado de un amigo. De ahí no paró hasta el mediodía siguiente, cuando cayó en un profundo sueño debido a la alta ingesta alcohólica. Al despertar, y luego de un frugal tentempié, volvió a la carga, esta vez en el bar Amadeus. Cuando sus amigos eligieron continuar la fiesta en un departamento cercano, él prefirió quedarse un rato más en el local. Sonia D. estaba en la mesa del fondo, con dos amigas. Sonia D., su musa y fugitiva obsesión. Esquivo y voluptuoso veneno que bien enganchado lo tenía desde hacía un par de años, aunque desapareciera con la misma facilidad con que nutría sus fantasías. Pero para llegar a Sonia D., Vicente requería poner los pies en la tierra, y por el momento no estaba dispuesto a ser domesticado, o al menos eso creía él. De todas formas, cuando sus amigas se fueron al baño, no dudó en acercarse y sentarse junto a ella. —Hola. —Hola. —Tenía unas ganas locas de encontrarte en un lugar como este. —¿Sí? —Así es. Ya lo he decidido. Quiero casarme contigo. —Estás cada día más chiflado, Vicente, deberías hacerte ver. Sigue bebiendo, es lo que mejor sabes hacer, ¿o no? —Solo hay una cosa que puedo hacer mejor que beber, pero requiere algo de complicidad y consentimiento… —No me interesa, ándate a la mierda. Ya, me voy.


Sonia D. se levantó y se dirigió hasta la puerta, donde la esperaban sus amigas. Vicente se quedó allí, mirando con cierto éxtasis las contorsiones de aquella mujer tan deseada esquivando las mesas vacías del bar. Su cuerpo era algo que merecía ser admirado y representado en alguno de sus trabajos, pensó. Luego miró a su alrededor y notó que las chicas habían dejado algunos conchos de cerveza. Vació todos los conchos en un vaso y se los bebió lentamente… En el Havana Club, la fiesta parecía verdaderamente animada. Vicente caminó hacia la barra y pidió un trago. Se instaló allí, a observar a las decenas de parejas que bailaban en la pista. Cada una lo hacía de una forma distinta. De pronto sintió el olor. Venía de un grupo que estaba a un costado de la barra. Echó un rápido vistazo y encontró a un conocido. Rápidamente se le acercó y lo saludó efusivamente. —Necesito un caño con urgencia. —Vale, por ser tú, un lucazo. —Por ser yo. Toma.

Le pasó el billete y se guardó la yerba en el bolsillo de su chaqueta. Enfiló hacia el segundo piso, ubicó un asiento disponible y se sentó. Extrajo su croquera, un lápiz de mina y empezó a bocetear a Sonia caminando entre las mesas vacías del Amadeus. Le resultaba muy placentero dibujar a Sonia estando bebido. Ella siempre se las ingeniaba para no salir de su cabeza, pensaba, ¿o sería acaso que él no se daba una oportunidad a sí mismo? Un problema complejo. Cerró los ojos, pero a través de sus párpados se filtraban las luces estroboscópicas de la pista de baile. Todo comenzó con un dibujo. Recordó. Fue en la fotocopiadora donde la conoció. Sonia D. fotocopiaba algunas páginas de un libro de Belmar. Él estaba ocupado tratando de memorizar unas cuantas frases malditas de Wilde en su Retrato de Dorian Gray. Cuando ella salió de la fotocopiadora, Vicente la siguió hasta el árbol donde ella se tendió a leer Los túneles morados. Sigilosamente, se colocó justo detrás de ella, al otro lado del tronco. Primero comenzó a recitarle despacio unos versos. Luego decidió cambiar de estrategia y se alejó a una distancia prudente. A esas alturas, Sonia ya se había percatado de su presencia, pero dejó seguir el juego. Entonces él la dibujó de perfil. La consideró una de sus mejores ilustraciones. Cada trazo la retrataba majestuosamente. Incluso dibujó sus manos sosteniendo el libro, y una hoja que caía suspendida en el aire. Lo más impresionante era la intensa ternura que proyectaba la mirada de su musa. Caminó hacia ella, se sentó a su lado y le obsequió su obra. —Acabo de robar tu alma. De ahora en adelante me pertenece.


Aprovechando la impresión que le causó a Sonia el verse tan hermosamente retratada, Vicente la besó. Fue un beso mágico, algo realmente grato. Ella se mantuvo en silencio, y él no estuvo dispuesto a arruinar toda aquella buena obra soltando alguna de las barbaridades que usualmente se le venían a la mente. Salió delicadamente de la escena, y como un gran actor se alejó para mirar hacia atrás desde una distancia prudente y como para asegurarse de recordar su rostro. Por su parte y sumida en un verdadero hechizo, Sonia D. no pudo volver a concentrarse en su libro. No hubo más palabras hasta esa noche, cuando se la topó en una fiesta organizada por la Facultad. Cuando ambos coincidieron con un cigarrillo bajo el gran sauce, se terminó el silencio y la distancia. Aquel carrete seguía siendo para Vicente el mejor, y vaya que habían sido unos cuantos en su vida. Probablemente, el recuerdo de esa noche actuara dentro de él como el componente adictivo de una poderosa droga, de la que se busca repetir inútilmente el efecto de su primera dosis a través de nuevas y sucesivas ingestas. Detrás de cada sorbo, de cada pastilla, de cada piteada se escondía la búsqueda de aquel placer y sus emociones. De pronto, las luces de la pista de baile que se filtraban a través de sus párpados se volvieron ligeramente caleidoscópicas. Los venenos al fin comenzaban a hacer efecto. Se alegró de aquello. Algunos gritos provenientes de la barra lo sacaron del placentero sopor en que se encontraba. Una pelea de borrachos, comentó alguien que estaba cerca. A Vicente le producía una extraña fascinación el contemplar ese tipo de espectáculos. Eran para él verdaderas representaciones teatrales dignas de ser disfrutadas con cierta cuota de irresponsabilidad. Había en los peleadores borrachos algo incontrolable, una locura que se distanciaba del sano éxtasis de sucumbir buscando algo dentro de sí mismos. A él le iba la introspección, pero la furia ajena lo perturbaba. Los que peleaban elegían el camino difícil; tal vez se equivocaban de viaje. Por supuesto, Vicente no era ningún pacifista empedernido, pero aborrecía la violencia que no era capaz de comprender. Y esos tipos a los que en cuanto el alcohol se les subía a la cabeza se volvían prepotentes, eran todos un montón de bestias, que debían ser inhabilitadas para estar en ese tipo de lugares. Sin embargo, mucho le atormentaba cuando en la soledad de su reflexiva resaca, llegaba a la conclusión de que verdaderamente era él quien estaba en el sitio equivocado. Ella, Sonia D., se lo había dicho unas cuantas veces: —Ese no es tu espacio. Tu lugar es donde la gente se interese en escuchar lo mucho que tienes que decir y mostrar… tu gran problema es que malgastas tu arte persiguiendo la continuidad de un ritual estéril. — ¿Cuál es ese ritual? —El ritual del éxtasis por el éxtasis. Crees que la ocasión la hacen los lugares y no las personas.


—Los lugares están llenos de personas… —Sí, pero no todas las personas son dignas de todos los lugares. Me extraña decirte estas cosas, cuando el artista eres tú. —No puedes reducir mi desencanto a un problema de estética. —¿Por qué no?

Y así terminaba el asunto, por lo general. Él, solo e insatisfecho, con una resaca de los mil demonios, lleno de culpa por haber gastado sus escasos pesos en estériles rondas de licor, y con la convicción de no repetir lugares, situaciones, personas ni actuaciones. No se trataba de divertirse, no bastaba con ello. Para tener inspiración, se necesita tener buenas historias, y para tener buenas historias era imprescindible vivir al filo de todo. Una discusión vieja y laberíntica. Por su lado pasaron dos tipos cargando a una jovencita. Aparentemente había bebido más de la cuenta, necesitaba con urgencia ir al baño y no se podía los pies. Alcanzó a escuchar el comentario de uno de ellos —Te dije que debíamos comer algo antes de los golpeados…

Liquidó lo que quedaba en su vaso y quiso bajar lo antes posible. Necesitaba ir al baño, además podría ver de cerca la pelea que se estaba desarrollando abajo, de la que aún se oían gritos. De pronto ya no escuchó sino un mismo y monótono rumor. La embriaguez había terminado por envolverlo, y únicamente le permitía escuchar el canto de sus sirenas bohemias. Notó que sus piernas no le respondían con la obediencia y coordinación necesarias para mantener el equilibrio. Se afirmó en la baranda y miró hacia abajo. Todos esos cuerpos moviéndose de pronto lo perturbaron. Levantó la vista y se encontró de frente con las luces parpadeantes. Se sintió mareado, y una extraña sensación de euforia le sacudió el cuerpo como un escalofrío. Súbitamente, todo comenzó a darle vueltas, las luces, la música que ahora retumbaba dentro de sí, los gritos, la gente que lo miraba desde otros sillones divirtiéndose con su embriaguez. Volvió a sentarse, completamente derrotado. Dentro de sí, las chicas ya no sonreían, ya nadie lucía tan alegre ni radiante. Era el fin. El fin de su pequeña tragedia de esa noche. Cerró los ojos intentando recuperar el control, pero los síntomas de la bebida aumentaron terriblemente. El ocaso del éxtasis, del exceso. Pero así era la vida que él había elegido. A


veces el cuerpo aguantaba, se ganaba, y otras veces, como ésta, se perdía. Y siempre era bienvenido perderse. Un empleado del Havana Club lo tomó de los hombros y lo sacudió. Vicente hizo un ademán de quitarse las manos extrañas de encima, mas carecía de suficiente fuerza para zafarse. Tres días hueveando, ¿acaso terminaría alguna vez esta fiesta eterna? No era un buen momento para semejantes cuestionamientos. Le bastó por toda respuesta dejarse arrastrar por dos guardias hacia la salida. Hizo una última súplica para que lo dejaran ir al baño antes de sacarlo del recinto. Accedieron, y tras mojarse la cara, Vicente se sintió un poco mejor. Salió del baño, y en cuanto los guardias le dieron la espalda a la puerta, se metió en la pista de baile. Allí sería imposible que lo detectaran. Vicente se sintió solo. Sus amigos no habían querido acompañarlo a esa fiesta. Su círculo raramente frecuentaba las discos. A él, en cambio, le daba igual colocarse donde fuera. Podía ser en un bar, en la universidad, en una plaza o en la pensión de Carla. Además, vivía cerca del Havana, por lo que no corría demasiados riesgos en el camino de vuelta. En eso se percató de que dos mesas más adelante, un grupo de sujetos había dejado sus tragos a medio servir y estaban internándose en la pista de baile. Se paró y muy discretamente se hizo de los dos vasos más llenos. Volvió a su mesa y se arrinconó de forma tal que no pudieran verlo. La oscuridad ayudaba bastante. Vació de dos largos tragos el primer vaso. Sin ninguna precaución, y pese a que volvió a sentirse mareado, encendió el porro que tenía en el bolsillo de la chaqueta. Happy end: alcanzó a dar dos o tres piteadas antes de desplomarse sobre la mesa.


VII Mi padre es el único que comprende mi temor a no ser capaz de adaptarme a lo que me espera, a estar lejos de él. Tal vez por eso, desde que Mamá nos abandonó, me pregunta recurrentemente qué pienso acerca de mi futuro. Si bien no puedo negar que me atormentan sus preguntas, sé que lo hace pensando en mi bien. Ha vivido días difíciles. Y desde que entré a estudiar, sé que la casa se le llenó de fantasmas y ha debido hacerles frente él solo. No necesito aplicar profesión para comprender lo que me pasó, aunque los talleres de autosuperación y crecimiento personal fueron una valiosa ayuda para no generar rencor… Me basta con recordar la noche en que Mamá se marchó para que mi ánimo aún hoy se venga abajo. Papá acababa de notificar a la policía la desaparición de Mamá tras dos días de no saber nada de ella. Yo no me despegué del teléfono en toda la noche, siguiendo sus instrucciones. Entonces pensábamos que algo muy grave le había pasado. Ella tenía que volver temprano, no más allá de las nueve, ya que supuestamente andaba en clases de yoga. Pero cuando a la una de la mañana seguía sin aparecer y, lo peor, no contestaba su celular, llegamos a la conclusión de que debíamos actuar lo más rápido que se pudiera. Recuerdo haber llamado una por una a todas sus amigas, a mis tíos y tías, a mis primos, a toda la familia. Incluso, con la máxima discreción, llamé al número de un antiguo novio con el que seguía siendo muy amiga, pese a la condena declarada por mi padre hacia dicha relación. Las horas pasaron, y mi padre volvió a fumar después de cinco años. Podía percibir su nerviosismo, su angustia. A partir de ese momento, se desvaneció la imagen que tenía de él, como un hombre seguro, fuerte, invencible. Pude sentir su fragilidad, su desamparo, y entonces me pareció más cercano, acaso más humano, de como yo lo conocía. Tal fue mi impresión que me vi de pronto perdonándole algunos episodios de violencia que se perdían en mi memoria. Aunque jamás llegó a levantarnos la mano ni a mi madre ni a mí, la angustia del desempleo en más de una ocasión lo hizo ponerse difícil con nosotras, intratable quizás, pero todo eso ahora no resulta sino un mal recuerdo, perdido en la lejanía del tiempo. Cuando Mamá llegó al fin, mi Padre y yo estábamos abrazados. Ambos llorábamos sobre el hombro del otro. La magia de aquel momento se desvaneció de pronto, cuando mi madre tropezó con la mesita de la entrada. Ambos corrimos a abrazarla, y aunque nos sentíamos aliviados de verla bien a primera vista, temíamos mil cosas. Es cierto que había bebido sus copas, pero mi Padre y yo supimos de inmediato que no estaba borracha, como quiso hacerlo parecer. Acaso para disfrazar la terrible traición que estaba a punto de cometer. Por


eso, cuando esas sucias palabras salieron de su boca, se me revolvió el estómago, y me sentí una con mi Padre: —¡Buenas noches familia, vengo a decirles que me voy! —¡Estás loca, mujer, nos tenías a todos angustiados, están todos nuestros amigos buscándote! ¿Dónde estabas? – mi padre no tardaría en pasar del alivio a la ira. —¡No te me acerques, no seré más tu mujer! —continuó mi madre. —¿Qué dices? Tu hija y yo esperamos una explicación. —¿Una explicación? A ver, bueno, te dejo por otro, ¡ahí la tienes! —¡Mamá! —no pude evitar gritarle. —¡Cállate tú, que solo me has traído problemas! Siempre justificando a tu padre cuando era un amargado. —¡Pero mamá, no seas injusta! Yo siempre estuve contigo. —¿Conmigo?, No me hagas reír, ¿acaso crees que no sé que estás enamorada de tu padre?

Entonces Papá la abofeteó. Caminó hacia mí, pero luego se dio la vuelta, gritando: —¡Cállate, desgraciada! —No volveré a esta casa inmunda. No volveré por ninguno de ustedes, no me interesan. —¡Vete entonces, maldita, si tanto lo deseas!

Mamá subió corriendo las escaleras, mientras mi padre y yo nos quedamos atónitos en el living. Ninguno de los dos parecía reaccionar. Recuerdo haber tenido la impresión de que afuera un auto la esperaba con el motor en marcha. Pero en el instante en que mi padre se preparaba para subir y encararla, ella bajó a toda prisa y, dirigiéndonos una última e inexpresiva mirada, se marchó dando un portazo que nos hizo al fin reaccionar. Pasaron algunos días antes de que pudiéramos conversar el tema. Un par de semanas más tarde mi padre recibió un correo a través del cual nos enteramos de quién era ese otro. No se trataba de un ex novio ni de un antiguo compañero de universidad. Mi madre recibió una propuesta de su jefe directo en la oficina de contabilidad. Con el tiempo, he llegado a pensar que en el fondo deseaba castigar a mi padre por los años de apuros económicos que la había hecho pasar. Y no encontró mejor forma de hacerlo que abandonarnos a los dos.


Lo que nunca pude comprender ni perdonarle fue que me relacionara incestuosamente con Papá. Eso no. Cualquier cosa menos una ofensa tan baja y ruin hacia mí, que tantas veces había llorado junto a ella por la desastrosa vida a la que mi padre nos condujo como familia. No merecía aquella ofensa. Bueno, así pasaron los meses. Lentamente, ambos nos fuimos acostumbrando a la vida hogareña sin mi madre. Estoy segura de que él no termina de comprender lo que sucedió esa noche, así como tampoco las tardías llamadas de arrepentimiento que nos sorprendieron de vez en cuando, siempre de madrugada y con la voz de mi madre un tanto gastada, acaso por la bebida, acaso por el sentimiento de culpa, acaso por el fracaso de su aventura. De todas formas, estudiar me significó salir de Santiago y, por lo tanto, me obligó a un ejercicio de adaptación rápida a las circunstancias. No le guardo rencor a mi madre, pero no sé si me gustaría volver a hablar con ella, aunque tal vez así pudiera ayudarla. En fin, mi preocupación ahora es terminar mi carrera y que todo ande bien con Esteban, con nuestra nueva vida. Al único que le he contado ese episodio de mi pasado, además de a un par de amigas, es a Vicente. Un día me sorprendió junto a la ventana del Neruda. Había estado llorando y Vicente lo detectó enseguida. Se sentó junto a mí, y no tuve más remedio que contárselo todo. Entonces me miró fijamente, y antes de hacer una seña para pedir una cerveza, me dijo: —Es lamentable que entre ustedes, las mujeres, ni siquiera existan códigos de honor, lazos de familia, para la guerra permanente que sostienen unas contra otras… —¿A qué te refieres? —le pregunté, confundida con su comentario. —¿No amas a tu padre, verdad? —Sí, lo amo. —Me refiero…, eróticamente. —Ah, por supuesto que no de esa forma ¡No entiendo cómo me pudo haber dicho eso! —Te lo dijo porque formó parte de su estrategia de guerra, no hay otra explicación. Insisto en que el problema se reduce a una cuestión de honor. —¡Pero ella me insultó de una forma horrible! —Y tú estás justificando su insulto, al negarlo de una forma tan tajante. —¿Qué quieres decir?


—Que lo que más te duele probablemente sea el hecho de haber sido la excusa que tuvo tu madre para hacer lo que hizo, entonces, de algún modo, te esfuerzas tanto en negar algo que terminas reafirmándolo, o cuando menos, haciéndolo que sobreviva como una historia oculta. —Mira, Vicente, mejor cambiemos de tema…

No soporté que Vicente utilizara esos argumentos tan vacíos. No dice nada, incluso es como si se burlara, como llevando los problemas ajenos a su mundo, donde no existen los límites ni las leyes, donde hasta lo más bizarro es permitido. Él no es malo y, sin embargo, siempre tiene un argumento para justificar las cosas más horribles. Vicente es un rarito, qué duda cabe. Esteban, en cambio, es un mago. El primero es para escucharlo un rato bebiéndose algo, y como para tener con él una aventura. El segundo, en cambio, quiero pensar que es para tenerlo siempre a mi lado. Acabo de darme cuenta de que comparé a Vicente con Esteban. Realmente no sé por qué lo hice. Necesitaba contrastar fuertemente a Esteban con una personalidad más poderosa, aunque no sé si el depresivo Vicente esté al alcance de dicha comparación. Me parece increíble esa parejita de amigos, tan diferentes en apariencia y, sin embargo, con tantos valores comunes. Creo que Esteban es un punto más cercano en el alejado mundo de Vicente. Es como él, pero sin abstracciones, sin excesos autodestructivos. Por supuesto, tiene otras grandes cualidades que lo diferencian. Es capaz de expresar sus emociones, pero además puede contenerse cuando su timidez lo traiciona. Puede ser un caballero cuando se lo propone, puede proyectarse a sí mismo, puede trascender, consigue hacerme soñar con él. Y creo que es el primer hombre que lo consigue. Incluso en las circunstancias más extrañas. Pero debo reconocer que estos últimos meses junto a ese par han sido maravillosos. Nos hemos juntado los tres a carretear, y a la mañana siguiente, resacosos a más no poder, nos las hemos arreglado para salir a marchar y luego arrancar de los pacos. Ambos son las personas más divertidas que conozco. Y ahora me esperan en la Plaza Perú. El plan de esta noche consiste en subir hasta la azotea del edificio Centro Mayor de calle Freire. Nos esperan veinte pisos de escaleras, pero vale la pena observar la noche desde allá arriba. Mirar todas esas luces encendidas en los edificios de los alrededores, y jugar a suponer qué sucede allí dentro, con sus moradores insomnes. La última vez observamos de madrugada a un hombre que caminaba desnudo alrededor de la cornisa del edificio de enfrente. A ratos miraba hacia donde estábamos, aunque era improbable que nos detectara en medio de la oscuridad. Nos pareció evidente que dudaba si lanzarse o no al vacío. A veces miraba hacia abajo y a mí al menos se me revolvía el estómago de solo pensar lo que estaba por suceder. Sin embargo, lo que quedaba de noche se le fue en medio de estas cavilaciones, y los


primeros rayos de sol lo contuvieron. Volvi贸 a colocarse su bata y se devolvi贸. Se hab铆a impuesto la vida, y compartimos nuestro 煤ltimo cigarrillo para celebrarlo.


VIII Amada Gabriela: No deseo empezar esta carta, que puede ser la última que recibas de mí como prisionero político, sin reprocharte el hecho de que jamás, en todos estos años, me hayas respondido siquiera una sola de ellas. Mas no me interesa encender malos ánimos dentro de mi cabeza, en este momento menos que nunca, ya que una luz de esperanza me ha despertado esta mañana. Los barrotes siguen allí mismo, claro, pero hoy Nanito, el único de estos guardianes por quien siento algo de afecto, me ha informado del rumor de que se acogerá nuestra apelación, y que figuro dentro de la nómina de los posibles prisioneros que quedarán en libertad. Si bien mantengo la serenidad y paciencia que han sido mis mayores aliados durante estos años de injusto encierro, no puedo menos que aferrarme a la esperanza que he alimentado desde el primer día que caí preso: largarme de este maldito lugar. Nanito no me mentiría. Él sabe lo que ocurre acá adentro con todos nosotros, es un tipo sencillo, hijo de campesinos de la Novena región. Su vida de carcelero se terminó hace algunos años, cuando su único hijo de solo dieciséis años fue detenido por Carabineros, quienes después de torturarlo lo inculparon por la quema de un camión forestal en los alrededores de Puerto Choque. El motivo de tanto ensañamiento: ser un conocido dirigente estudiantil, comprometido con la causa Mapuche. El chico se sacó el montaje y quedó libre por falta de méritos, pero Nanito no volvió a ser el mismo. Se replanteó todo lo que hacía, y dejó de ver en nosotros los presos a simples delincuentes. Un buen día lunes llegó renovado tras haber pasado el fin de semana en Temuco junto a su hijo, decidido a cambiarse de bando, aunque a su manera. Nos ayudaría desde adentro a hacer más llevadero y digno nuestro cautiverio como prisioneros políticos. Al principio, todos los internos seguimos su cambio con mucha desconfianza. Así, aceptamos con cautela los primeros cigarrillos, las petacas de pisco para poder sobrellevar el amargo sabor de las fiestas en ausencia de nuestras familias. La información de actualidad que nos servía de guía cuando éramos incomunicados. De cierta forma, se fue ganando nuestra confianza en la medida en que se jugó más y más el pellejo. Ello ocurrió hasta que llegó un momento en que fuimos nosotros mismos quienes terminamos por advertirlo de lo que podía suceder, si continuaba perseverando con la misma audacia en su afán de ganarse nuestra confianza. Me emociona la posibilidad de salir, ahora que han pasado tantos años y al parecer las cosas están cambiando. Ahí tienes a los estudiantes, marchando con alegre convicción, invitándonos a renacer como artífices de una sociedad distinta. Ni te imaginas cómo


hemos celebrado cada marcha de esos chiquillos acá adentro. La gente ha perdido el miedo y el poder tiembla. Qué gran momento sería este para salir de aquí. Continúo enviando mis cartas a la dirección de nuestros días felices: la casa de calle Las Hortensias de Talcahuano. Y quiero que sepas que no me interesa esperar una respuesta de tu puño y letra que sé que jamás llegará a esta maldita y olvidada celda. No, no esperaré nada, porque tengo la convicción de que un día no demasiado lejano podré salir de aquí para ir a buscarte hasta donde te encuentre.

Siempre tuyo,

Facundo.

Módulo 9, Cárcel El Manzano, Concepción, agosto de 2011.


IX —¡Esos cuadernos tuyos no quedaron bien bajo mi velador, mejor tráelos y los guardamos en el baúl de revistas, al fondo! —gritó Esteban. — Ya, pero puede ser que tenga que sacar algunos apuntes para mi informe final —le contestó Carla, que sacaba más y más cuadernos desde una mochila. —De acuerdo, quedan en el closet y punto, junto a mi colección de literatura erótica. —¡Qué manera tan elegante de referirse a la pornografía!

La pareja durmió su primera noche en la casa. Había sido agradable, aunque el paso de dos trenes de carga consiguió despertarlos en ambas oportunidades. Pero claro, aquello no era una cosa tan grave. Ahora, después del desayuno, ambos se dedicaban al desembalaje de sus pertenencias, así como a la distribución dentro de la casa. Carla volvió del dormitorio con algunos sobres llenos de polvo en sus manos. —¿Sabes? Encontré un montón de cartas debajo de una caja con cerámicos que estaba en el living. —¿Cartas, y de quién? —Es extraño. No tienen remitente, pero después de leer algunas pareciera que están dirigidas a una mujer que habitó en esta misma casa, y a su hija. Son harto tristes, en realidad… ¿Quieres leerlas? —¡Claro que sí!

Esteban se sentó a leer en un viejo sofá. Carla volvió al dormitorio principal. En eso alguien abrió la reja metálica, cruzó el antejardín y tocó la puerta. Esteban dejó las cartas a un lado y abrió: —¿Sí? —Buenos días, joven. Mi nombre es Berta, pero acá todos me dicen Doña Beti, soy parte de la Junta de Vecinos de Higueras. Quería darles la bienvenida oficial a nuestra querida población. —Gracias. —Me gustaría hablar otra cosita con ustedes, además.


—¿De qué se trataría? —De don Calixto Santelices, su vecino de al lado. —Ah, sí. Ya tuvimos la oportunidad de conocerlo, parece un buen tipo. —De eso precisamente quería hablarle, joven, más bien advertirle que se equivoca usted… —¿Por? —Ese hombre es muy raro. Tengan cuidado con él, tiene fama de ser muy chismoso, y le gusta espiar a sus vecinos. —Jaja, qué divertido, a nosotros nos encanta exhibirnos. Vamos a ser magníficos vecinos… ya nos habíamos dado cuenta de su curiosidad, en todo caso. Por cierto, ¿usted sabe quién vivía aquí antes de nosotros? —Mmm, sí, aquí vivió una familia también un poco rara. De día se notaban muy normales y felices, pero por la noche se esfumaban, o al menos eso parecía porque la casa quedaba como vacía, sin ninguna luz. El problema fue que tiempo después detuvieron a este vecino, según dicen las malas lenguas, por ponerle una bomba a un banco. No recuerdo su nombre… Bueno, que les vaya muy bien. Y si necesitan algo, yo vivo un pasaje más allá, cerca de un negocio que se llama Borilondi. Hasta lueguito. —Hasta luego… Perdón, ¿cuál era su nombre? —Beti, soy la señora Beti.


X Esta tarde me han despertado unos gritos allá afuera. Parece que estos nuevos vecinos llevan una vida desordenada. La oscuridad no me permitió observarlos bien, pero aparentemente llegó un tercer muchacho a la casa. Ojalá no lo haga con mucha frecuencia. Con la parejita es suficiente. Yo estaba resolviendo el crucigrama del periódico, como es habitual, cuando sentí los primeros movimientos en la casa de al lado. Música, sí, pero eso no fue lo peor, sino el movimiento, las risas. Fui al patio y me subí al lavadero que quedó inutilizado tras el terremoto, desde allí puedo verlos bien. Queda justo en una esquina de la muralla, de tal forma que la vista del otro patio e incluso el interior de la habitación es privilegiada. Además, como aún no tienen visillos me resulta muy fácil observarlos. Me llamó mucho la atención la gran cantidad de libros que acarreaba el joven de un lado a otro, para luego ordenarlos pacientemente dentro de un estante todo apolillado. Y ella mirándolo desde un rincón, como acechándolo diría yo. A ratos los veía muy juntos, muy apegados y cariñosos. Pero cuando se quedaban solos parecían abstraídos, como idos. Reían por cualquier cosa tonta, como que él se tropezara con una caja y cayera arrodillado al piso, o que ella comenzara a esparcir su ropa interior por toda la casa, sin percatarse que la bolsa que la transportaba estaba rota. Sí, me impresionó la forma en que se reían el uno del otro. Llegaba a ser burlesca y, sin embargo, ambos parecían profundamente conectados en lo que realizaban. Lucían realmente felices ¡Quién sabe lo que pasa por la cabeza de estos jóvenes! Para mí que deben fumar alguna cosa, de otra forma no se explica tanta risa. En un momento, estuvieron mirándose fijamente por espacio hará de dos minutos o más, sin decirse nada. Luego se acercaron y se abrazaron. Comenzaron a besarse cada vez con más entusiasmo. Cuando él le quitó la ropa a ella no supe si seguir mirando o entrarme a terminar ese crucigrama. Pero entonces recordé la última vez que presencié algo así. Fue hace hartos años, cuando vivía ese tal Facundo aquí al lado. La escena fue más o menos parecida, aunque claro, esos eran mayores que este par de mocosos. En aquella oportunidad, estando solo en casa comencé a escuchar unos ruidos al lado. Salí al patio y me subí al lavadero para poder mirar mejor. El problema es que el palto no estaba tan grande ni con tantas hojas, por lo que tenía que agazaparme para no quedar tan expuesto a que me vieran. El caso es que allí estaba Facundo con su mujer. Según recuerdo, también tenían una hija pequeña, que me imagino o se encontraba durmiendo en otra habitación, o no estaba en casa ese día. Y Facundo le hacía el amor a su mujer. Y yo los observaba. En realidad detestaba a esos vecinos. No iban conmigo, me desagradaba la forma en que


hablaban, cómo caminaban por la calle y, bueno, después supe que el tipo era un extremista y lo denuncié a los Carabineros. Pero esa es otra historia. Los primeros instantes fueron de curiosidad, pero luego empecé a sentir un poco de asco y decidí bajar. El problema fue que en mi afán de escapar rápidamente, no me percaté de que había unas cuantas paltas remaduras sobre el lavadero, por lo que con la desesperación pasé a pisarlas y me resbalé, con tan mala suerte que fui a caer en el patio vecino, sobre unos cactus apilados en una mesa de madera. Mi caída fue estruendosa. Lo peor fue que Facundo y su mujer escucharon el ruido y detuvieron su quehacer. Luego, él se asomó por una ventana y gritó furioso, aún sin verme: —¿Quién anda ahí?

Al principio pensé en ocultarme, pero al ver que sería imposible saltar la muralla desde este lado, decidí improvisar algo, aunque a duras penas pudiera soportar la humillación que ello significaba: —Discúlpeme, vecino, quería sacar unas paltas de este maldito árbol, pero perdí el equilibrio y aquí me tiene…, todo magullado y lleno de tierra hasta las orejas. —Ah, es usted. Bueno, para la otra tenga un poco más de cuidado, podría haberse sacado la cresta con una caída como esa. Espéreme un minuto, que salgo para abrirle el portón —me respondió Facundo, abotonándose su camisa.

Varias semanas me costó reponerme de tal humillación. Lo peor de todo, creo yo, fue que Facundo ni siquiera se dio cuenta de lo mucho que para mí significó ese incidente. Me molestó su excesiva tranquilidad, pues apenas si notó la situación indigna en la que entonces me encontraba. Hubiese preferido que me insultara, que me golpeara incluso, consciente de que estaba allí por querer espiarlo. Pero no, no me trató como al enemigo suyo que era. Me ignoró, y acaso esa subestimación hacia mi persona le costó lo que le costó. Bueno, a ese nunca le importó nada, en realidad. Ni siquiera el dejar a su mujer y a su hija por dedicarse a jugar a la revolución. No, ni siquiera ellas le importaron. Porque yo lo observaba jugar con su cría en el jardín, y aparentaba tanta normalidad, que mucho me impresionó cuando supe en realidad el monstruo que se escondía detrás de aquella amorosa máscara. Claro, porque no puede uno acariciar a sus hijos y luego andar poniéndole bombas a las instituciones. Y digo jugar a la revolución, porque eso es lo que hace precisamente


todo ese mundillo de hombres que le declaran la guerra a sus propios compatriotas. Un juego maligno, desde luego, frente al cual no quedaba otra que aplicar mano dura. Y por favor no me vengan con la excusa del ímpetu de la juventud, que yo también fui joven y tuve mis ideales, pero nunca me vi en la necesidad de apuntar con una pistola en el pecho a alguien para que creyera en lo mismo que yo. La libertad lo es todo en este mundo, pero amar la libertad no significa amar el libertinaje. Pero el país que proponían estos personajes era algo nefasto. Con eso de que todos tenemos los mismos derechos, de que todos somos iguales, por Dios, eso es desconocer la historia. Está bien que todos tengamos derechos, pero el ideal romántico de esta chusma se sustenta en poco menos que volver a vivir en tribus, en destruir nuestra sociedad. Son unos primitivos. Esta gente no tiene vuelta. Es un círculo. Por mucho que hayamos tenido un gobierno autoritario, igual están los hijos de quienes encarcelamos, y caen en los mismos vicios y miserias que sus padres. Van por el mismo camino, y alguien debe detener esta fábrica de inadaptados. Eso es una tarea pendiente para nosotros como sociedad. No cuesta tanto entender cómo son las cosas en realidad, basta con un poco de sentido común. La misma muchacha de al lado, por ejemplo. Hace un par de días la vi conversando con otros cabros del barrio. Los mismos que tienen un centro cultural algunas cuadras más atrás. Tienen una biblioteca popular, o algo así que le llaman. Como si alguno de esos pasquines pudiera ser considerado un libro. Su vestimenta es descuidada, y se les nota en la mirada el resentimiento. He visto a esas mismas lacras encapucharse y lanzar cadenas al tendido eléctrico algunas noches, para luego instalar barricadas en la Avenida Colón, o en la Avenida Alto Horno. Sé que son ellos, son los únicos revoltosos que andan por ahí en vez de dedicarse a hacer algo constructivo con sus vidas. A propósito de esta revuelta de los jóvenes, alguien debería ponerles mano dura. La televisión ha mostrado hasta el cansancio que no son más que un grupo de anarquistas buscando excusas para hacer de las suyas, para destrozar todo a su paso. Y a estos dos de al lado los vi el otro día pintando lienzos en el patio. Seguramente andan en las mismas. Yo me pregunto dónde están las autoridades que no se ponen los pantalones. Para eso los elegimos, ¿o no? A fin de cuentas, a mí también me gustaría cambiar la sociedad. A cada quien lo suyo, y a cada quien su espacio propio. Pero lo que requiere la juventud no es creerse los héroes y salvadores, sino obedecer a la autoridad y remar todos para el mismo lado. Necesitamos a alguien que les diga lo que es correcto, pero con suficiente energía como para no darles la oportunidad de sentarse a discutir el porqué. Eso pensaba mientras ellos se besaban y acariciaban en su cuarto. Mas no quise mirarlos mientras intimaban. Esta vez tomé la precaución de quitar las paltas remaduras para que no me pasara como con Facundo, y bajé del lavadero sin ningún problema, pese al ramaje del palto. Entré a mi casa y me serví un vaso de vino, luego me senté y volví a mi crucigrama.



XI Pasaron un par de semanas antes de que Carla y Esteban invitaran a algunos de sus amigos a conocer su nuevo hogar. La limpieza había tardado más de lo habitual, al igual que conseguir los muebles indispensables como para hacer sentir acogidas a sus visitas. Esteban, por su parte, estaba feliz de disponer de más espacio para sus quehaceres literarios. Una vieja mesa de cocina le sirvió de escritorio, sobre el que acomodó buena parte de las innumerables hojas sueltas sobre las que plasmaba sus escritos. Carla lo dejaba hacer, siempre y cuando no entorpeciera su decoración. El día en que Esteban intentó convencerla de utilizar un viejo inodoro trizado como mesa de centro, Carla no transó: —¡Estás loco si piensas que voy a vivir dentro de un baño público!

Y el inodoro finalmente fue relegado al patio, detrás de un biombo roído a más no poder por las termitas. —Ya verás cuando inauguremos la casa, a los más borrachos los mandaremos detrás del biombo, para tomarles fotos y tirarles agua con tierra —decía Esteban mientras bebía una botella de cerveza.

Uno de los primeros en aparecer por la casa fue Vicente. La primera vez llegó junto a Esteban, luego de pasar toda una tarde bebiendo en el departamento de un amigo en común, en la Remodelación Paicaví. Un día, Carla intentaba cocinar fideos y vienesas dentro de un hervidor eléctrico. Aún no tenían cocina y los pocos implementos de cocina eran aprovechados al máximo. Entonces apareció Vicente, luciendo muy pálido y con las pupilas exageradamente dilatadas. Su andar era lánguido, como si todo su ser navegara en medio de violentos devaneos, que parecían abordarlo a cada tanto. —¿Quieres comer algo? Pareces un poco débil —le sugirió Carla. —Estoy bien, no necesito comer nada, nada… ahora —respondió Vicente, dejándose caer en el sofá. —Vamos a ver —lo interrogó Esteban, que salía del baño con la edición impresa de una revista llamada El Culo del Maestro —¿pisco con clonazepán? — No. — Tonariles, ¡un montón de tonariles!


—No. —Sonia. —Mierda, no. Un san pedro, eso es todo. Me siento maravillosamente bien. —¿Tomaste mezcalina? —Carla se le acercó y quiso examinarle de cerca las pupilas, pero Vicente se acomodó evitando su cercanía. Cada vez que se movía, parecía derretirse un poco. —Sí, ha sido un buen viaje hasta el momento. — Háblanos de ello, ¿qué se siente? —le pidió Esteban.

Vicente se zambulló en la profundidad de su éxtasis mezcalínico y fue soltando ideas. Una tras otra, sin parar, y aparentemente sin demasiada conexión entre ellas. — “¿A quién culpar si nadie está realmente tan lejos. Es decir, un día saldrá el sol y todos habremos llegado. Nos descubriremos, despojados de nuestras máscaras; por primera vez sabremos cómo somos realmente, y nadie sentirá miedo de mostrarse como es. ¿Qué hemos aprendido acerca del amor, hay alguien allá afuera? La esperanza surge del más allá, de estar en una playa y hacer de sus olas un desierto donde perderse, como un guerrero líquido que decide enfrentar a los demonios que habitan el océano de su soledad de esclavo. Prisionero de un poder que no entiende, ni jamás entenderá. “Sigo sin comprender nada, esto me supera, las palabras se desvanecen igual que los tonos musicales, los colores, la humanidad y sus ideas, se pierden en medio de las luces que a diario nos encandilan. La oscuridad pareciera ser más sabia, No consigo comprenderlo sino por un pequeño instante, orgásmico, en que el velo de Isis se descubre. “Sí, viajando en mezcalina somos ángeles sobrevolando el infierno, y aunque no podamos largarnos de aquí sabemos que puede haber algo más, y parece una causa lo suficientemente increíble como para dejar la vida en ella. Dejo entrar la droga dentro de mí. La dejo envenenarme. Lo merezco todo para mí esta tarde. Y ustedes allí sentados me maravillan. Los amo. No me malinterpreten, pero me encantaría poder amarlos acá mismo, con tal de contagiarlos de esta energía, que en tres o cuatro horas más me abandonará, y me dejará igual de podrido que siempre, a punto de caer al vacío, dándome licencia para mandar al diablo las creencias en las que nunca tuve auténtica fe. Pero acá está todo, estamos todos, y ustedes podrían venir a echar un vistazo. El destino, el cielo, la eternidad, ¡yo los habré visto! Aunque vuelva resignado a mi triste interpretación del personaje que soy, y al que todos juzgan creyéndolo mi ser real. Antes de estrellarme con la irrealidad de la vida me


habré sacudido por un instante este sueño pasajero. ¡El ego debe morir para abonarse a la tierra que habitaremos después de muertos!”.

Vicente se desvaneció entonces sobre el sofá, quedando traspuesto. Carla fue a buscar una frazada para cubrirlo. A Esteban no le quedaban dudas acerca de la locura de Vicente, ¿qué sería aquello de lo que hablaba? El cielo, la eternidad, el amor, la distancia ¡vaya mundo el que tenía Vicente dentro de su cabeza!, y pese a todo, también él tenía esas inquietudes. Desde pequeño lo habían atormentado. Recordó cuando de niño la oscuridad lo aterrorizaba de tal modo que prefería pasarse la noche en vela, resistiendo las ganas de ir al baño, antes que abandonar la habitación y atravesar el pasillo de la casa donde vivía junto a sus padres. El miedo se incrementaba cada vez que junto a sus compañeros se juntaban a contar historias de terror. A la frecuencia de aquellas reuniones le debía su vocación por la literatura, por contar historias propias y ajenas, pero aquellas habían sido además sus noches más horribles, con el riesgo de despertar de madrugada en medio de la oscuridad, creyéndose observado por todas las dudas y temores que no tardaron en adoptar la forma de auténticos demonios dentro de su mente infantil. Jamás, eso sí, presenció alguna cosa sobrenatural, ni siquiera alucinó, y ello ciertamente constituyó con el correr de los años no solo una decepción generalizada de todo aquel universo, sino la aceptación humillante de sus absurdos temores. Claro, Vicente también sabía algo de aquello; el alucinógeno lo había poseído, pero ¿acaso no había algo de razón en su discurso? Tenía que probarlo. Su vida ya no sería la misma si estaba dispuesto a experimentar con ese tipo de emociones. Esteban comprendió que sólo era un niño, y sus ambiciones le parecieron estúpidas, infantiles, irrelevantes. Podía escribir acerca de la vida, pero había dos formas de hacerlo: observando a los demás con atención, siendo un riguroso voyeur, o viviendo a través de la experimentación, acudiendo presuroso a la interpretación de los grandes misterios, aunque, como bien dijera Vicente, en eso se le fuera la vida. Se sufría menos cuanto menos se supiera, y si aquellas drogas le permitieran ir más allá… ¿estaría dispuesto a pagar el precio? Vio a Carla llegar presurosa con un vaso de agua para Vicente, que todavía no volvía de su silencio. —Se nos cayó raja Vicente, ¿ah? — dijo Carla. —Tenemos que hacerlo, lo antes posible. —¿Hacer qué? —Probar mezcalina, quiero probarla. —Esteban, eres igual que un niño. Todo lo que él hace te causa asombro, te fascina.


—No es cierto, sólo que me parece interesante el poder proyectar tus sentidos de esa forma. Imagínate si todos pasáramos así, como mirando hacia el otro lado a voluntad. —Seguramente si eso pasase, tendría mucho trabajo. Una gran consulta y una fila interminable de locos buscando una interpretación terapéutica para sus vidas. —¿Y acaso ya no está lleno de ese tipo de personas? Observa los siquiátricos, las cárceles, los estadios, las iglesias… —Bueno, sería peor, supongo.

Esteban se acercó a Carla y la abrazó, luego la besó despacio. Vicente murmuró algo ininteligible. — Quiero que lo hagamos juntos. Sería la gran inauguración de nuestro hogar, el ritual perfecto, ¡hagámoslo!

Carla lo miró compadeciéndose de la inmadurez que veía en él. Sin embargo, no dejaba de encontrarle cierto gusto a toda la pureza (¿sería realmente pureza?), que parecía haber en su infantilismo. Era casi ridículo tenerlos allí a los dos. Aquel que pese a llevar una existencia errática, parecía más seguro de sí mismo y dueño de una oscura fascinación por la vida. Y el otro, que era su novio, dueño de una inseguridad que lo empujaba a someterse a cada nueva cosa que se le ocurría para estimularse. Tras mirar a Vicente, que comenzaba a balbucear algunas palabras, echando mano al vaso de agua, no pudo contener la risa, y sonriente se dirigió a Esteban, que la miraba esperando su respuesta: —Bueno, ya. Preguntémosle a Vicente si se anima la próxima semana.


XII No he salido de casa en dos días. No me interesa hacerlo, menos después del encuentro con Bernardo. Tanto tiempo tratando de olvidarlo. Tantas noches intentando expulsar de mis pesadillas a ese malnacido, para encontrármelo en la calle, sin ninguna posibilidad de esquivar su presencia maldita. —¡Qué gusto me da verte, Calixto, han pasado tantos años!

Fue lo primero que me dijo. Han pasado tantos años. Yo sabía que habían sido unos cuantos, pero no quería que nadie me lo recordara, ni siquiera él. No quería repetir la escena, con Bernardo hablándome acerca de sus definiciones políticas, dándome sus lecciones de moralidad. Como si nadie lo conociera. Como si nadie supiera que durante su juventud usó y abusó de la religión a su antojo, para sus propios fines. Bernardo asistía al mismo grupo juvenil de la iglesia que yo. Cada sábado por la tarde nos juntábamos primero en casa de sus padres, para preparar la charla antes de la reunión con el resto del grupo. Ambos éramos los más aventajados y concitábamos la admiración de los demás participantes. Cuando llegábamos al templo a recitar nuestras fábulas y pasajes, allí dentro todo el mundo giraba a nuestro alrededor, los niños y jóvenes nos concedían la razón, y mientras más énfasis hacíamos en la rectitud moral y en la necesidad de alejarse de los placeres mundanos, más aplaudida era nuestra prédica. Pasaron los años y ambos continuamos con aquella tradición de los sábados por la tarde, siendo ya unos adolescentes tardíos. Esto lo reconozco no sin cierta cuota de arrepentimiento. Claro, porque si bien la vida me ha enseñado muchas cosas por las cuales le estoy enormemente agradecido, hay otras tantas que para esos años mozos no me imaginaba yo que pudieran existir. Cuando aquella tarde de mis dieciocho años entré al cuarto de herramientas del templo, y sorprendí a Bernardo con esa chica inconsciente y semidesnuda, un relámpago en mi mente me hizo cuestionarlo todo. Entonces, joven y con decenas de espinillas salpicando aún mi rostro, no pensé en lo que sucedería a partir de entonces. Quiso el maldito Bernardo que fuera yo y no él quien se hiciera cargo del asunto. Me la cedió. Y en cuanto él hubo abandonado la habitación, procedí a recorrer sus formas, a manosearla, aprovechándome de su cuerpo inerte, de su conciencia ida, y al principio la toqué con mucha timidez, con las yemas de mis dedos tiritando al tacto de su blanca piel. Temor. Temor de que se despertara y supiera que era yo quien abusaba de ella. Sin embargo, en un momento el demonio se apoderó de mí, y de allí en adelante no me importó nada en absoluto, que no fuera aplacar el deseo salvaje que me invadía, y me fue imposible dejarlo hasta ahí. Me bajé los pantalones, la penetré y comencé a embestirla como un enfermo, como una bestia, besando


sus labios entreabiertos a cada tanto, petrificados en una expresión que combinaba el asco y la súplica, sus labios que con el pasar de los años y del remordimiento aparecieron en mis sueños para recriminarme la horrenda violación. Cuando al fin terminé –puñado de minutos que se me hizo una eternidad- fue como si despertara de una pesadilla. Oh, Lilibeth, no sé dónde te encuentras, si estás viva o perteneces ya al mundo de los muertos. No sabes el gran alivio que ha sido para mí no volver a verte después de esa fatídica tarde. A pesar de que es imposible que recuerdes mi rostro, no ha pasado día alguno en el que no te recuerde. Mi primera y única amante, desflorada por mí como un obsequio divino. Un regalo cuantioso, una inyección de vida para mi alma, por esos entonces tan fustigada por lecciones crípticas y relatos ajenos. Creo que aún hoy podría comprenderlo todo a tu lado, Lilibeth, y llenar contigo las pocas fantasías que me permito almacenar en mi cerebro, y a eso llamarlo amor, si así debiese ocurrir para obtener tu perdón. Yo no tuve la culpa de lo que pasó, eso lo tengo claro. Demasiado joven, demasiado inexperimentado. Y bueno, mis creencias estaban allí, pero entre tanta mística ficción necesitaba con urgencia un golpe de realidad. Su cuerpo semidesnudo sobre un sucio mesón fue la ofrenda carnal que en mi vida hube de obtener. No busco más. He vencido esos apetitos y estoy orgulloso de ello. Y Dios lo sabe. He recibido su gracia. Algunos meses más tarde, lo que le hice a esa chica se durmió para siempre en el claustro de mi conciencia, permaneciendo en ella en la forma de un recuerdo perverso al que no obstante se le guarda secreta gratitud. Pero de esas primeras noches de terror y abominaciones, Bernardo fue el culpable. Me sentí muy mal y lo confesé entre sollozos a mis padres adoptivos. Me expulsaron de casa esa misma tarde, siendo dicho desamparo un precio bajo, a fin de cuentas, por su silencio. La versión oficial fue que había intentado apuñalar a mi padrastro, pero comprendí que debían guardar las apariencias, y me fui de allí con la satisfacción de haber sido recompensado, después de todo, con su complicidad. El grupo de estudio de la iglesia se acabó ese mismo día. Y a Bernardo no volví a verlo, hasta antes de ayer. Fui alertado por un cercano de que me andaba buscando. Y aunque entré a esa librería de calle Rengo en cuanto lo vi cruzar, bien sabía que sería inútil tratar de evitarlo. Él también entró, me saludó y luego de decirme han pasado tantos años, yo miré a mi alrededor, tragué saliva y lo enfrenté con una mirada inquisidora: —Sí, unos cuantos. Por cierto, supe que tuviste algunos problemas en el sur. —Cierto. La mentalidad de esa gente no termina de impresionarme. Me asquea a ratos, incluso, con ese provincianismo servil… —¿De qué hablas, Bernardo? ¿Acaso has perdido el juicio? —No, pero me molesta que se censure la palabra de Dios.


No me cabían dudas acerca de que la condición mental de Bernardo se encontraba muy deteriorada. A ratos su aparente lucidez se transformaba en paranoia, y finalmente en un peligroso desquiciamiento. Aun así, intenté seguirle la corriente, y no pude esquivar la invitación a tomarnos un café en el Cantabria, frente a la Plaza Independencia. Allí continuó contándome acerca de sus delirios. —He llegado a la conclusión de que Chiloé es un lugar maligno. Esas historias que se cuentan son ciertas. —¿No me vas a decir que de verdad crees en toda esa mitología como cierta, verdad? —No, por favor. Me refiero a que la gente hace brujería, hechizos y toda esa clase de cosas. ¡Vi a un tipo desaparecer frente a mis propios ojos! —¡Qué barbaridades dices, Bernardo, por favor! —Es cierto, lo vi. Tampoco lo creía yo al principio, después me convencí. —¿De qué? —De que el Mal está por todas partes y en todas las formas concebibles. Detrás de la mujer más atractiva, por ejemplo, podemos encontrar a un demonio; y no me equivoco si te digo que nuestros cuerpos son los vehículos del diablo. —En eso no puedo dejar de hallarte cierta razón, pero me parece que no lo enfocas desde el punto de vista correcto. —¿Punto de vista correcto? ¿Cuál fue tu punto de vista cuando aceptaste violar a la Lilibeth, o acaso pensaste que había olvidado su nombre? —Detente, Bernardo ¿A qué viene que sacaras a colación eso? Yo lo creía olvidado. —Lo hice solo para demostrarte un principio. En esta tierra amar se limita a desear; y tú deseabas tanto a Lilibeth, que terminaste por consumar ese torcido amor en el que estoy seguro debe ser para ti el más abominable de tus recuerdos de juventud… —¡Por supuesto que lo es, maldita sea! —¿Ves? Ahora la culpa ha derribado en ti todo sentimiento de gratitud hacia la vida, que te concedió esa oportunidad. —No sabes lo que dices, estás enfermo, Bernardo. No quiero volver a saber nada de ti, ¡no vuelvas a buscarme!


Me levanté y lo dejé allí. Sé que me gritó un par de cosas, pero lo ignoré. Esta vez fue demasiado lejos. Él no puede hablar esas aberraciones con tanta soltura. De hecho, me pregunto a cuántos más les habrá contado aquello que yo creía para siempre olvidado. Yo no soy de su misma calaña, por eso me duele tanto que conozca información que puede destruirme; y lo peor de todo, que esté dispuesto a soltarla al menor comentario. Caminé varias cuadras sin dirección, pensando en lo perturbador que resultó Bernardo para mi vida, y con ganas de acabar para siempre con esa amenaza para mi estabilidad. Ahora no es más que un demente, un sicópata que vaga de ciudad en ciudad cometiendo quién sabe qué fechorías escudado en su diabólica interpretación de la religión. Y resulta que ha vuelto a Concepción con mi terrible secreto a cuestas. Tal vez haya llegado el tiempo de hacerme responsable por lo que debí haber hecho años atrás. Quizás sea un buen momento para salir de casa y ajustar algunas cuentas con mi pasado.


XIII Se dio vuelta una vez más, intentando dormirse de lado, pero fue inútil. A través de la ventana se colaba la luz anaranjada de un farol. Las ramas del tilo ubicado al lado del poste también hacían lo suyo, reflejando siluetas a ratos amigables, a ratos siniestras. Llevaba un par de semanas padeciendo el mismo problema. Y eso que esta vez llevaba solamente dos días sin beber. Su mente se perdía en devaneos febriles cada vez más delirantes. Ahora creía formar parte de un monstruoso batallón compuesto por soldados cadavéricos y agresivos: su misión consistía en pasar una a una las espantosas pruebas a las que era sometido. Su angustia era tal, que cada vez que el enorme capitán se le acercaba para darle las órdenes correspondientes, se despertaba: —¡Soldado Vicente Pereira, dé un paso al costado!

Asustado y confundido, atinó a distanciarse de sus compañeros, quienes continuaron impertérritos su marcha. Él en cambio se quedó a un lado de la pista, justo bajo la tribuna de los generales. Miró hacia lo alto y entonces lo vio muy bien. Uno de los que suponía parte de los altos mandos bajaba presurosamente hacia él, llevando una antorcha en su mano. Bajo la visera de su gorra, Vicente pudo distinguir una sonrisa maligna en la calavera que componía el rostro de su superior, que echó a correr hacia él, desenfundando su arma de servicio. Aterrorizado, Vicente huyó ciegamente por la pista donde se desarrollaba el desfile, despertándose al sentir los primeros balazos en su espalda. Sentado en el borde de su cama, constató que su camiseta estaba empapada en sudor, respiraba agitadamente, sentía el pecho oprimido y, lo peor de todo, el rostro cadavérico de aquel general permanecía dentro de su cabeza. Se levantó y caminó hacia el baño. Al destapar la taza notó que había olvidado tirar la cadena. Sintió náuseas y vomitó sobre sus fecas. Luego se quedó allí, con ambas manos sujetándose del lavamanos, contemplando su rostro demacrado, en medio de la penumbra. Volvió a la cama, no sin antes consultar la hora: 2:37 de la madrugada. Para su desgracia, quedaba aún bastante noche por delante. Vicente sabía muy bien que aunque intentara dormir no lo conseguiría. Dos semanas. Eso es lo que llevaba viviendo ese calvario. De día las clases en su Facultad eran una sucesión interminable de bostezos. Incluso hubo un profesor que se lo advirtió:


—Esta es la última vez que permitiré que te duermas en mi clase. La próxima vez que te vea con esa cara no volveré a dejarte entrar…

Habitualmente, encontrándose solo en su habitación víctima de insomnio, los recuerdos y pensamientos lo atormentaban. Para colmo, tenía los nervios de punta y cada sonido proveniente de la calle hacía saltar a Vicente. Todos los ruidos, por insignificantes que fuesen, tenían un origen que los hacía inquietantes, y su imaginación se encargaba de dicha búsqueda. Estando en estos desvaríos, y por momentos incapaz de distinguir la realidad del delirio, Vicente escuchó el eco de dos voces provenientes de la calle. Se asomó a la ventana, pero los vidrios estaban demasiado empañados como para distinguir alguna silueta en la calle. Los ecos se transformaron en murmullos cada vez más cercanos, hasta que consiguió distinguir con cierta nitidez el diálogo de dos muchachas, que por esas altas horas caminaban por allí, y que detuvieron su andar justo frente a su ventana. —¿Estás segura de que vive en esta cuadra? —Sí, si una vez me invitó a su casa, pero no me acuerdo cuál de estas dos puertas es la indicada. —Pucha, y justo cuando pensaba que nos habíamos salvado. —Tranquila, Flaca, que al menos conseguimos despistarlo, y esta no la contamos dos veces…

Intrigado detrás del visillo, Vicente escuchaba atentamente el diálogo. Una de las voces le parecía familiar. Decidió mandar al diablo la discreción y desempañó con la cortina un costado del vidrio. A través del cristal, reconoció el rostro de Flo, una compañera de Facultad a la que hacía varias semanas no veía. Los rumores que circulaban entre sus compañeros indicaban que andaba en muy malos pasos, perdida entre la venta y el consumo de coca. Incluso, una que había sido su amiga había dejado entrever durante una conversación de pasillo que Flo había abandonado sus estudios para marcharse al norte en compañía de una banda de narcos. Pero eso no era todo, hay otros que la daban por embarazada de uno de sus integrantes, y que con la presión de la familia, había terminado por ceder a practicarse un aborto que no había salido del todo bien. Otros, los menos, la hacían en un retiro espiritual voluntario. Completamente al margen de aquellos venenosos comentarios, Vicente se alegró mucho de volver a ver a Flo, aunque no sin cierta cuota de asombro por tenerla a esas horas afuera de


su casa. En los momentos más críticos de su mal pasar con Sonia, Vicente encontró en Flo a una confidente y consejera. Allí forjaron una amistad que los mantuvo muy unidos por un tiempo, pero que luego los continuos extravíos de Vicente fueron enfriando. Sin embargo, el vínculo sobrevivía. Vicente golpeó el vidrio de su ventana y le hizo una seña. Al verlo, Flo dirigió una mirada hacia el cielo como agradeciendo algo, y le hizo una seña para que le abriera la puerta. Vicente se vistió con lo primero que encontró, y luego abrió la puerta y ambas chicas entraron y se sentaron. Con la mayor cortesía, extrajo una botella de pisco a medio beber que escondía bajo su cama. Al principio ambas rehusaron ingerir alcohol, pero luego, en atención al frío y al nerviosismo, terminaron por aceptar el ofrecimiento. Vicente sacó tres vasos de vidrio que había robado, cargándolos entre sus ropas al salir de un céntrico bar. Sirvió tres medidas de pisco y añadió un poco de jugo en polvo a cada una. Era uno de sus tragos preferidos. —¿Qué las trae por aquí? —preguntó echando un buen sorbo. —Es una larga historia… —respondió Flo, bebiéndose su vaso de un solo trago. —La noche es joven. —Bueno, está bien. Empezaré por contarte por qué desaparecí de la Facultad, pero antes sírveme otro trago. —De acuerdo.

Vicente volvió a hacer la mezcla y sirvió otra ronda. Entonces Flo comenzó su relato: —No es verdad ninguna de las cosas que has escuchado acerca de mí en la Facultad. No estoy embarazada, no me fui con ningún narco, no tuve ninguna crisis nerviosa ni ando en negocios sucios. No estoy segura de quién echó a correr esos rumores ni por qué. Aunque la verdad no es mucho más alentadora. Como sabes, a fines del semestre pasado el Profesor Gatica nos invitó a todos a exponer nuestros trabajos de arte digital en la Sala Maestra. La idea era que las obras estuvieran abiertas al público, y que los propios autores tuvieran la oportunidad de interactuar con los visitantes. Participamos ocho expositores y nos turnamos para atender a las visitas. “Un día estaba a punto de irme cuando llegó un caballero que se puso a observar atentamente mis obras. En particular, le llamó mucho la atención una pieza que bauticé como ‘Seno Divino’. Es más bien abstracta, pero él parecía muy interesado en examinarla, me atrevo a decir que lo hacía como si buscara en ella algún contenido oculto. La miraba


desde distintos ángulos, incluso se agachaba o se colocaba en puntillas para verla mejor. Habrá estado unos diez minutos frente a mi obra, cuando se volvió hacia mí y me preguntó: —¿Usted sabe cómo puedo ubicar a Florencia Núñez? —Soy yo, señor, ¿en qué lo puedo ayudar? —Oh, me gustaría que me hablara un poco de su obra ‘Seno Divino’, si fuera ello posible…

“Entonces le di una pequeña reseña de la conceptualización y elaboración de la pieza. De pronto me miró fijamente, se me acercó y, como si formara parte de un interrogatorio, preguntó: —¿Qué le llevó a ensuciar nuestra Santa Imagen con los superfluos placeres carnales?

—No lo sé. Supongo que el deseo de desacralizar las imágenes… —respondí sin haber procesado mucho su pregunta, lo confieso.

“Se levantó repentinamente de su asiento y caminó hacia la salida, pero al llegar a la puerta se detuvo y regresó al mesón para decirme —Es usted una enferma, ¿no cree que tenemos suficiente desorientación en el mundo para que una mocosa desequilibrada trate de banalizar lo poco que nos queda de sagrado?

“Permanecí en silencio, un poco desconcertada. Entonces empezó a dar vueltas por la sala, moviendo los brazos como un loco, hablándome del daño que había hecho a la humanidad; se acercó a la pieza y la acarició soltando una risita nerviosa. Era evidente que se estaba conteniendo de hacer alguna torpeza. Luego se llevó una mano al bolsillo y, previendo yo lo que podría suceder, apreté el botón de seguridad. Como la alarma era silenciosa, el caballero siguió con lo suyo. Cuando vi que tenía un cortaplumas en la mano me dieron ganas de salir corriendo, pero me contuve, pensando en que considero a ‘Seno Divino’ una de mis mejores obras, y no quería dejarla a merced de un lunático. —Asesinaré esta diabólica creación, que ofende terriblemente la moral y el buen sentido de nuestro Padre – gritó de pronto, como abandonándose a su locura. —¡Señor, por favor, es sólo una obra de arte! —intenté mediar para que no la hiciera añicos.


—Nada de lo que me dices es cierto ¡Solo una mente desquiciada podría ensuciar la santa belleza! Algo divino no puede llegar a seducirnos de esa manera. Es antinatural. Si usted fue quien engendró esta pieza endemoniada, ¡le daré la oportunidad de que acabe usted misma con la vida de su atrocidad!

“Dicho esto se me acercó cuchillo en mano y extendió su arma hacia mí. Yo me sentí muy aterrada, al punto de que no pude moverme de donde estaba. Los guardias de la Sala Maestra no aparecían. Como era tarde, era probable que se hubiesen marchado y quedara en la galería únicamente don Moncho, el auxiliar. Yo había leído acerca de algunas personas que se sentían muy perturbadas frente a determinados cuadros. Sin embargo, jamás pensé que uno de mis trabajos pudiese llegar a ocasionar una reacción semejante. Era un orgullo inútil, claro está. De pronto el sujeto estaba tan cerca de mí que no tuve más opción que aceptar su arma. —De acuerdo, acabaré con ella, aunque sigo pensando que es un poco exagerado. —Cuando se trata de frenar el mal del mundo ninguna precaución es exagerada — respondió.

“Me acerqué a la pieza, pero lo engañé. Me di la vuelta y me coloqué frente a él. —¡Un paso más y te parto en dos, viejo loco! —Señorita —respondió tranquilamente —no pensará usted que yo sería tan imbécil como para darle un arma sin pensar que ustedes los artistas siempre defienden sus creaciones, por vulgares que sean estas…

“Entonces extrajo un revólver de entre sus ropas y yo caí de rodillas de la impresión. Realmente pensé que era mi fin. Mi vida terminaría en las manos de un loco intolerante de quién sabe qué calaña. Sentí una angustia terrible, el cuchillo se me había resbalado de las manos y no tenía ninguna posibilidad de defensa. En alguna medida, me sentí víctima de una especie de Inquisición. “Después de todo, pensé, morir de esa manera poseía una cierta belleza que completaba mi trabajo. Mi obra trascendería, y yo pasaría a formar parte de ella, con mi sangre, con mi sacrificio. Sería perfecta. Entonces olvidé todos los pensamientos y, como si me fuera a negro, deseé el lunático aquel disparara.


—¡Mátame, asesino, si eso es lo que quieres, y considera quitarle la vida a una artista la gran hazaña de tu vida! ¡Dispara, loco de mierda! —¡Calla, chiquilla impertinente!

“Cerré mis ojos, parecía el momento indicado para hacerlo. Entonces apareció don Moncho. —¿Qué está pasando aquí? —Eso no te incumbe, anciano —gruñó mi verdugo. —¡Deje ir inmediatamente a esa pobre niña! —¡Fuera de aquí o juro que te mato a ti también, por intruso! —Señor, por favor, suelte esa arma y conversemos este asunto… —atiné a decir. —No tenemos de qué conversar. Bien sabido es que no se debe prestar la menor atención a las palabras engañosas de los hijos de satanás. —¡Deje ir a esa niña, viejo de mierda! —gritó Moncho acercándose muy cautelosamente a mi agresor, que continuaba dándole la espalda. —Tiene dos días para dejar esta ciudad, señorita. Dos días. Yo me ocuparé de que el plazo se cumpla. Si vuelvo a ver esta obra en alguna galería o donde sea, prometo que la buscaré y la mataré. Ya está advertida, libere al mundo de esta inmundicia.

“Entonces escuché dos tiros que estallaron muy cerca. ‘Seno Divino’ tenía ahora dos agujeros, pero definitivamente a la obra le venían bastante mejor que a mí. Entonces el hombre corrió hacia la puerta y desapareció en dirección al Paseo Barros Arana. Don Moncho me ayudó a levantarme, y tras explicarle unas tres veces que no estaba herida, lo convencí de no llamar ambulancia ni a los pacos. “Lógicamente que para mí fue demasiado chocante la experiencia, pero preferí guardar silencio. Tú sabes que ya les he dado suficientes problemas a mis padres como para contarles esta nueva escenita. Es cierto que esta vez fue diferente. Nunca imaginé que algo salido de mis manos podría perturbar tanto la mente de un hombre. “El caso es que ha pasado un mes desde que ocurrió aquel incidente, y te juro que este tiempo ha sido un infierno. Desde esa misma noche, cuando me fui a casa con los nervios destrozados, no he dejado de sentirme observada en todo momento. Estoy segura de que él


anda tras mis pasos; no sé si actúa solo o si alguien lo ayuda. Por supuesto, esa misma noche retiré la totalidad de mis obras de la Sala Maestra. Por fortuna, el administrador no me hizo muchas preguntas, y si bien Moncho le contó parte de lo que vio, estoy segura de que no le creyeron mucho. Tú sabes que tiene fama de viejito loco. Ni siquiera los impactos de bala en la pared consiguieron impresionar al administrador. “Convencí a mi mamá de que me encontraba concentrada en un nuevo trabajo y requería aislarme un poco. Me lo pasé en cama, tapada hasta las orejas y recordando la siniestra silueta del tipo, apuntándome y amenazándome con volarme los sesos. Fue atroz. No contesté mi teléfono por varios días y tuve las cortinas de mi pieza cerradas. Después de los primeros dos días de reclusión voluntaria, cuando se cumplió el plazo fatal, cada hora que pasaba se transformó en una eternidad. Me atormentaba no tener el valor para relatarles a mis padres lo que me ocurría realmente, ni para prevenirlos de un posible ataque de ese bandido a mi hogar. “Así pasaron muy lentamente los días. Y llegó el fin de semana y al fin decidí contestar mi teléfono. Era la Flaca invitándome a hacer algo esa noche. Lo primero que se me vino a la mente fue decirle que no, pero no pude improvisar ninguna excusa, ella detectó mis incoherencias, y no tuve más remedio que recibirla en mi casa. Le expliqué todo con lujo de detalles, y me convenció de salir y tratar de superar un poco el miedo. Desde luego fue peor, me sentí perseguida en todo momento y algunas cosas confirmaron nuestras sospechas. Ambas nos sentimos observadas, y aquello bien podría haber sido pura sugestión, de no ser porque al pedir la cuenta en el local donde bebimos un jugo, nos llegara con un mensaje que no dejaba duda alguna de su origen:

“Tuviste tu oportunidad, ahora dense ambas por muertas”

“Horrorizadas, salimos corriendo aunque sin saber muy bien hacia dónde ir. Pronto llegamos a la conclusión de que el camino a mi casa era demasiado arriesgado. Seguramente ese psicópata nos estaría esperando en alguna esquina, y por mucho que evitáramos las penumbras, terminaríamos en sus garras. Lo peor de todo era que ahora la Flaca igual estaba metida en el entuerto. “Finalmente, decidí irme al departamento de mi amiga. Y he permanecido allí todo este tiempo. Mis padres lo saben, pero ignoran por completo las circunstancias. Nos sentimos angustiadas, sobre todo al pensar lo mucho que me complica meter a los pacos en esto. Después de que el año pasado me acusaran de microtráfico por andar con un par de lucazos en el bolso, capaz que me encierren a mí y dejen a ese psicópata en libertad. No, no quiero hacer revivir a mis padres ese proceso de transitar por fiscalías y tribunales”.


Vicente, que hasta el momento había escuchado atentamente el relato de Florencia, la interrumpió: —Creo que es muy imprudente lo que estás haciendo, anda un loco suelto que quiere asustarlas y ustedes no dan aviso a los pacos, lo ocultan a sus padres y tratan de seguir con su vida como si todo estuviera normal. Son unas irresponsables. —Vicente tiene razón, deberíamos hacer algo, Flo —dijo la Flaca. —¿Qué crees que deberíamos hacer, Vicente? —En primer lugar, debieron haberme contado antes. ¿Qué las hizo venir a estas horas? Yo pensé que andaban buscando algún carrete y me salen con esto… —Lo siento mucho, pero pasó que nos topamos con ese hombre, mejor dicho, con uno de sus mensajes. Como tú sabes, la Flaca vive frente al Cerro Amarillo, en un departamento del tercer piso. Estábamos viendo televisión, confiadas en que nuestro perseguidor no tenía idea de dónde nos encontrábamos, cuando en una de esas se me ocurrió mirar hacia afuera. Había un mensaje escrito con pintura blanca, en la pandereta que corta el cerro:

“Haré que la ofensa se pague con sus vidas”

El ver algo así escrito me hizo sentir en la Edad Media. Yo pensé que estas cosas ya no sucedían ¡Ayúdanos, Vicente! —¿Qué quieren que haga yo? —Que te deshagas de él, que le des un escarmiento para que no vuelva a molestarnos. —¿Estás loca? —No, pero lo voy a estar si no me ayudas. —Vicente, debes ayudarnos, por favor —añadió la Flaca. —Un momento, ¿se puede saber cómo mierda voy a dar yo con el paradero del psicópata? —Bueno, hay algo que no te hemos contado. Lo seguimos antenoche. Sabemos exactamente dónde vive, o por lo menos en qué lugar se hospeda. —¿Y eso dónde sería?


—En una casona amarilla, frente a la Plaza Acevedo. —¿Cómo fue que lo siguieron? —Pura suerte. Lo vimos salir borracho de un bar llamado Chiquito 3B en la Avenida Paicaví. Cagadas de miedo, lo seguimos a una cuadra de distancia. Estamos seguras de que no se percató de nuestra presencia. Entró por la primera puerta a la izquierda, puede que se trate de una casa interior —explicó Flo. —Vicente, sería cosa de esperarlo, o de derribar esa puerta y buscarlo. —Están completamente locas, tal vez les cayó mal el pisco con jugo, no debí servirles esto. —¡Cállate, Vicente! —gritaron a coro las dos.

Pasaron dos o tres minutos de silencio. Entonces Vicente se levantó: —Miren, voy a ir echar un vistazo. Es todo lo que está a mi alcance por el momento. A lo mejor lo podría asustar un poco, pero si está armado hasta los dientes sería muy peligroso que intentara algo más.

Flo y la Flaca pasaron la noche donde Vicente, quien recolectó algunos conchos de varias botellas de licor semivacías, y sirvió otro par de rondas. Pronto cambiaron de tema y comenzaron a recordar los viejos tiempos de Facultad. En eso, Vicente decidió hacer algo provechoso con su insomnio, y después de señalarles a sus amigas donde acostarse, salió en dirección a la casa del supuesto acosador. Tenía bastante claro la casa a la que se referían, pues recordaba haber vivido allí durante un tiempo, en sus primeros años de estudiante. Tomó la precaución de llevar consigo su arma, aquella que le había salvado la vida en más de una ocasión, cuando las cosas se habían puesto difíciles luego de que la noche de juerga terminara en mala forma: una gruesa cadena metálica, dotada de un candado en uno de sus extremos. Un arma callejera brutal, sin duda, pero que poco o nada de resistencia podía ofrecer frente a una de fuego. Vicente lo sabía. Por eso, cuando faltaba apenas una hora para que amaneciera, llegó a la supuesta casa del agresor y tocó el citófono de la casa interior con una sola idea en mente: derribarlo enseguida, sin esperar a confirmar la historia. A esa hora era poco probable que alguien llamara con un buen propósito, por lo que era comprensible perfectamente una mala reacción por parte del sujeto. Tocó insistentemente el timbre, afirmó bien la cadena entre sus manos, y esperó a un lado de la puerta.


La Plaza Acevedo estaba desierta. Sobre los juegos infantiles, entre los que se encontraban enormes réplicas de dinosaurios, solo había lugar para las pequeñísimas gotas de humedad nocturna. Vicente escuchó pasos, y de inmediato imaginó al perseguidor caminando lentamente y a medio vestir por el oscuro pasillo que separaba la casa interior de la calle. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Comenzó a escucharse la chapa de la puerta desde el interior, alguien le quitaba el seguro. Vicente acomodó la cadena detrás de su hombro, entonces alguien se asomó. El frío hizo que le ardieran los ojos. Descargó el furioso golpe sobre aquel cuerpo que cayó desplomado bajo el umbral de la puerta, y se largó corriendo de allí antes de que comenzara a brotar la sangre.


XIV Aquel lunes a las nueve de la mañana, Facundo metía en un pequeño bolso las prendas que le sirvieron de uniforme durante sus años de prisión. A cada tanto miraba las nubes a través de los barrotes de su ventana, pensando en lo que le esperaba allá afuera. Lo primero que sentía era la imperiosa necesidad de integrarse a un mundo que parecía nada tener que ver con aquel que dejó atrás. A todos sus antiguos camaradas los hacía muertos, o viviendo clandestinamente en algún recóndito lugar. Se venían tiempos difíciles, acaso más complejos que los dejados atrás, pero pese a todo se sentía como un viejo guerrero, y algo tendría que hacer para continuar su guerra. Pensaba en Gabriela, en Emilia ¿Qué sería de ellas, volvería a verlas? Era inútil evitar pensar en ellas, en su prolongadísimo silencio, y en lo que eso significaba ¿Habían desaparecido, las habían apresado, ejecutado? ¿Cómo explicar los años de silencio, sin que nadie fuera capaz de darle noticias de ellas? Aquello continuaría siendo una pesadilla. Podría volver a caminar por la calle, recorrer lugares, pero la búsqueda no sería fácil, ni tampoco asumir su incierto desenlace. Si bien Facundo tenía la certeza de haber sido delatado, no estaba del todo claro respecto a quién lo había hecho. La modalidad de testigos protegidos con que operaba el gobierno para perseguir y condenar a personas como él, impedía que los acusados estuvieran en igualdad de condiciones para defenderse. Sin embargo, y a fin de cuentas, pensó Facundo, poco importaba todo ello si la vida le proporcionaba la oportunidad de dejar el pasado atrás, recuperar a los suyos, y salir adelante. Recorrió por última vez los pasillos del módulo 9, acompañado de dos gendarmes. Escuchó atentamente los gritos de despedida de sus compañeros de encierro, que desde esa mañana quedarían atrás, lejanos, perdidos en la bruma de un pasado difícil de olvidar. Lucía peinado, con la barba algo recortada aunque continuaba siendo lo bastante larga como para que los otros presos lo reconocieran, dándoles la mano a su paso por las celdas. En otro lugar del penal, dos gendarmes revisaban con atención la bolsa plástica donde se guardaban las pertenencias de Facundo. La ley exigía la devolución de aquello que portaba al momento de su encarcelamiento. Una billetera, un reloj grabado, un sombrero medio roído, gafas oscuras con sus cristales salidos del marco, una libreta, un lápiz, y por lo menos una docena de cartas con diferentes remitentes, requisadas en la portería y que jamás fueron entregadas al preso que sería puesto en libertad. —Estas cartas de mierda habrá que quemarlas, porque a esta altura poco le servirán a ese barbón…


—¿El Facundo? —Sí, ese gil. De pura maldad no se las entregaron estos desgraciados de más arriba. Parece que son las cartas que le mandaba alguna minita que tenía afuera, pero son de hace varios años, así es que no creo que tengan mucha importancia ahora... —¿Y por qué no las abrimos, a ver qué dicen? —Estás loco, si alguien nos cacha hasta aquí no más llegamos. Aparte deben decir puras huevás anarquistas, si al Facundo lo trajeron acá primero por andar poniendo bombas, y después por quemar camiones en el sur. Salió bueno pal hueveo el infeliz. —Ya pos, mi teniente, pero al menos déjeme ver de dónde vienen las cartas, ¿están en orden? —Así parece. Si esta corresponde a la primera, está dirigida desde Santiago, igual que la segunda y la tercera, pero esta se la mandaron de Temuco, y parece ser del mismo remitente. Mírale la letra, es idéntica en todas las cartas. La última no tiene la firma de ella, no tiene remitente. —A ver, ábrala. —Ya te dije que no, huevón porfiado, que si nos pillan nos echan cagando. —Si no viene nadie, no sea perseguido, mi teniente, leámosla qué tanto, si este viejo se larga en un rato y no lo vemos más en nuestras putas vidas. Ábrala, para saber qué le deparará el destino al pobre, una vez que vuelva a la calle. —Ya, mierda, pero si alguien entra y nos ve, la culpa la vas a tener tú.

Los gendarmes abrieron la carta. Tal como aparentaba serlo por fuera, el texto se asemejaba a una notificación. Era breve, breve y terrible. Estimado compa Facu: Hice todo lo posible para poner a salvo a tu mujer y a tu hija. Tuvimos muchos problemas. Un vecino tuyo fue quien te delató, al parecer. No nos explicamos cómo sabía tanto. Fuimos interceptados, la niña consiguió pasar al otro lado de la cordillera, pero Gabriela falleció en medio del tiroteo. De esto han pasado casi seis meses. Sé que debí haberte comunicado esto mucho antes, pero el solo hecho de acercarse a la cárcel donde tú te encuentras, hubiese puesto mi vida en peligro, y soy el único de nuestra célula que sobrevivió. He sido informado que tal vez salgas el próximo año, reunámonos en cuanto estés afuera, ya me haré ver.


Un abrazo, Miguel.

En cuanto terminaron de leer la carta, ambos se miraron un momento y guardaron silencio. Uno de los gendarmes la volvió a meter en el sobre, abrió un cajón y la echó ahí junto con las otras. —Ni una palabra de esta huevá a nadie, Nanito, ¿estamos? —Estamos, mi teniente.

Nanito dio media vuelta y se dirigió hacia la galería, dispuesto a iniciar su última ronda de esa mañana.


XV Despertar en esas condiciones era peor que una resaca. Al dolor de cabeza y las arcadas le sucedieron primero el espanto y luego la desesperación. Lo acompañaba aquella extraña sensación que suele anticipar a los recuerdos más terribles después de una noche de juerga, en que la memoria ha sido reemplazada por una bruma alcohólica. Y como fantasmas, las imágenes concurrieron a su mente dispuestas a refrescar su memoria. Recordó a Flo y a la Flaca. Luego, su caminar hacia la Plaza Acevedo y el golpe propinado a aquel desconocido. El ataque había sido artero, motivado básicamente por el temor a encontrarse con un criminal mejor armado que él. A pesar de que el golpe tumbó enseguida a su víctima, no estaba seguro de haberlo matado. De cualquier modo, podía estar metido en un buen lío. Al menos, confiaba en que la Flo, al igual que la Flaca, sabría guardar el secreto, agradecida por haberla liberado de su perseguidor. Estaba solo en su cuarto. Se levantó presuroso, se metió a la ducha y enfiló luego hacia su Facultad. En el camino, no pudo evitar desviarse y volver a la Plaza Acevedo. A cuadra y media de la casona, divisó a un grupo de detectives que periciaban el lugar. Se paró a una buena distancia a observar, y entonces no tuvo dudas: lo había asesinado. Si bien el cuerpo ya había sido retirado, era lógico que las labores de investigación policial continuaran realizándose. Casi explotando de los nervios, corrió hacia una cantina cercana, llamada La Rueda, y ordenó una cerveza. Al salir, los agentes ya habían acabado su labor, y Vicente caminó hacia su Facultad sin despegar los ojos del piso. Al llegar al Barrio Universitario, divisó a lo lejos a Sonia. Lucía radiante. Esta vez, sin embargo, su visión no tuvo el mismo encanto para Vicente. Un detalle vino a perturbar más aún sus pensamientos: un sujeto le hacía compañía a su musa. Ambos reían a cada tanto, y los gestos parecían revelar una inequívoca complicidad. Vicente detuvo su andar. Se sentó en un banco de piedra, a metros de su Facultad. Se llevó las manos a la cara y quiso reprocharse a sí mismo por la tragedia de su vida, aunque no supo por dónde empezar y finalmente decidió devolverse e ir hacia alguna cantina. Para entonces, Sonia y su acompañante se había perdido entre los puestos de artesanías instalados en la Plaza Perú. Vicente fue hasta un teléfono público y marcó un par de números. Citó a un par de amigos en el Amadeus. Era un día difícil, pero la noche sería peor. El primero en llegar fue Pepe. —Creo que maté a un hombre, Pepe.


—¿Qué? —Como lo oyes. Anoche llegó la Flo a mi casa y me contó que un tipo la andaba siguiendo; no sé si fue el pisco con jugo o qué, pero recuerdo haber ido hasta su pensión y haberlo golpeado con mi cadena. Te juro que… —No puedo creer lo que me dices, Vicente. Parece que nuestros profes tenían razón: o terminas en la cárcel o en el manicomio, ¿qué te pasó exactamente?

Después de algunos minutos fueron sumándose otros conocidos. Vicente se sintió incapaz de relatarles sus confusos recuerdos de la noche anterior. Por consejo de Pepe prefirió guardárselos, pensando en que tal vez todo fuera nada más que una pesadilla, y que los funcionarios policiales estaban allí como parte de otro procedimiento. Por supuesto, eran demasiadas las coincidencias. Aun así, optó por guardar silencio, limitándose a contestar con monosílabos las numerosas preguntas de sus amigos. Se sentía enfermo, le resultaba preciso emborracharse. —¡Otra ronda de cervezas lo antes posible! —gritó alguien hacia la barra, como leyéndole el pensamiento.

Cuando se sintió vagamente borracho, sus pensamientos comenzaron a agitarse una vez más con las imágenes de la noche anterior. Era preciso retirarse antes de que le fuera imposible contener el secreto frente a sus amigos. Se levantó para despedirse de cada uno, pero en la puerta se encontró con Martínez, el único del grupo que no estaba en la ciudad, y que había llegado precisamente esa noche desde Santiago. —¿Adónde crees que vas, pequeño? — le dijo a Vicente luego del abrazo de reencuentro — no puedes irte. Hoy es mi fiesta de bienvenida en casa de mi hermano. —Escucha, estoy raja y me siento muy cansado. —Nada de eso, vamos, tomemos otra cerveza hasta hacer hora, nos espera a las diez. —Lo siento, Martínez, pero no he tenido un buen día… —Entonces tendrás la noche fabulosa que te mereces. —No puedo. —Va a estar Sonia. —¡Mierda!


Al escuchar el nombre de Sonia, se derrumbó todo poder de voluntad en Vicente. Volvió sobre sus pasos y se instaló en la mesa una vez más. Desde luego, debió soportar unas cuantas burlas de su grupo de amigos. Pero no tenía opción, luego de verla del brazo de otro tipo, tal vez no hubiese otra oportunidad después de esa noche. Además, por sobre todo necesitaba una confidente. Bebieron hasta pasadas la una de la mañana. Entonces, frente a la resistencia del grupo de beodos, la encargada del local los echó entre improperios. A esas alturas, los recuerdos de la noche anterior continuaban latentes dentro de Vicente, como un eco ensordecedor que lo complicaba todo. Se le hacía un nudo en el estómago de sólo recordar a la Flo, y al constatar que la presunta arma homicida –la cadena- continuaba en el bolsillo de su chaqueta. El hermano de Martínez vivía en la Avenida Chacabuco, cerca de la Plaza Perú. Era un edificio alto, y su departamento se ubicaba en el piso número once. El grupo de jóvenes se abasteció de licor en un negocio cercano. A cada paso que avanzaban hacia el lugar de la fiesta, Vicente se sentía más nervioso. Al llegar, consiguió calmar en algo los nervios con la ayuda de un par de sorbos de una botella de ron. Había por lo menos veinte personas adentro, esperando a que apareciera el recién llegado. Por eso, cuando el grupo donde venía entró, todos lo ovacionaron y se acercaron a saludarlo. Una de ellas era Sonia, quien no se percató de Vicente sino hasta después de su abrazo con Martínez. Vicente se metió detrás de la pequeña cocina americana y se sirvió un vaso de ron con bebida. Se quedó instalado allí algunos momentos, mientras intentaba detectar la presencia de algún indeseable acompañante de Sonia. Aparentemente, andaba solo con sus amigas. Se sirvió un trago más para el valor, y abordó a Sonia mientras fumaba solitariamente un cigarrillo en el balcón: —Necesito hablar contigo. —Yo no siento ninguna necesidad de hacerlo.

Vicente extrajo un pito y le pidió a Sonia que le convidara fuego. Miró las luces de la ciudad, y a las parejas que se internaban sospechosamente en las laderas del Cerro Caracol. Luego, como despertando de un sueño, retomó su conversación: —Sonia, yo… —Mira, si hubiese sabido que llegarías aquí no hubiese venido —lo interrumpió la joven.


—Sabías que iba a venir, Martínez es uno de mis mejores amigos. —Vicente, realmente no entiendo por qué insistes en verme, en hablar conmigo. ¿Es que no puedes dejar el pasado donde está? También tengo recuerdos hermosos, pero nada más. No estoy dispuesta a perder un minuto más de mi tiempo por la aventura que significa estar contigo. Y si me lo preguntas, no estoy arrepentida de lo que pasó entre nosotros, pero ahora necesito que me dejes en paz. —Sonia, no es de nosotros de lo que quiero hablar contigo. Deseo contarte algo que me pasó antenoche. No sé bien por qué se me da contarte mis cosas con tanta facilidad… —Vicente, te lo dije hace dos años y te lo repito: tú no necesitas una novia, sino un psiquiatra. —Por la mierda, Sonia, te la voy a hacer corta: ¡Creo que acabo de matar a alguien! —gritó al fin.

En ese momento, todas las conversaciones quedaron suspendidas y únicamente se escuchó la música. Los invitados los miraron desde el interior del departamento. Coincidentemente, las amigas de Sonia regresaron del baño y, casi cumpliendo la función de guardaespaldas, rodearon a Sonia y se la llevaron, dejando solo a Vicente. En eso se le acercó Martínez. —Vicente, porque también echaba de menos tus escándalos, no te echaré a patadas. Sé perfectamente lo que sientes, no es fácil aceptar que tu ex ande con otro… —¿Tú qué sabes de eso? —Es algo de hace poco, según me contaron. Pero a todos nos queda claro que el problema eres tú, Vicente, no la presencia de algún otro.

El joven se acercó nuevamente a la cocina dispuesto a liquidarse. Cansado y derrotado, la situación no daba para más. Pero al llegar se dio cuenta de que no quedaba ni una sola gota. Buscó en sus bolsillos hasta hacer la cantidad necesaria para una última petaca. Quiso echar un vistazo a Sonia, pero sus amigas la tenían recluida dentro de la pieza principal. Avisó a Martínez de su salida y se largó a buscar algo que beber. No esperó a que los demás hicieran la habitual cucha. Fue hasta una botillería de la Plaza Perú y compró pisco. Al regresar, se percató de que Sonia estaba sentada en un banco del Parque Ecuador. No parecía haber ninguna de sus amigas cerca. Vicente caminó hasta ella y se sentó a su lado. Pasó algún momento antes de que alguno de los dos se decidiera a romper el hielo. Finalmente, fue Sonia quien lo hizo:


—Dijiste que necesitabas hablar conmigo… —Así es, pero no es lo que tú crees… —Al grano. Mis amigas me esperan. —No estoy seguro de haber matado un hombre anoche…

Vicente le relató todo el asunto, con los detalles que recordaba. Le habló de la nebulosa que envolvía todas sus imágenes de la noche anterior. Ella se limitó a escucharlo y a cada tanto sonreía incrédula o se horrorizaba de lo que escuchaba. —¿Qué has hecho de tu vida, Vicente? ¿Dónde está aquello que hace tiempo buscas y nunca encuentras? —El problema se reduce a que ya no sé lo que busco, pero el ritual me sigue arrastrando. —¿Es que siempre buscarás compasión para justificar tu estupidez? ¡No eres un niño, Vicente! ¡Acepta que todo es un puto ciclo! Lo único que te faltaba, pitearte a un desconocido. —Comprendo la inutilidad de la confesión, pero creo que jamás debí apartarme de ti. —No es el momento para sentimentalismos, necesitamos que la policía no te descubra, aunque primero debemos saber si mataste a alguien o no. —¿Estás de mi lado?

Entonces se miraron y él la besó. Pese a la inicial reticencia de Sonia fue un beso dulce. Era muy grato reencontrar el camino a casa, pensó Vicente. Ella, en tanto, constató la peligrosa supervivencia de su amor por el joven. —Escucha, existe la posibilidad de que aquello no haya sido más que un sueño —dijo él. —Lo primero será revisar los diarios. Quiero creer que se trataba de un mal sueño, de otro de tus delirios. Me resisto a pensar que eres capaz de matar a un hombre.

El diálogo fue abruptamente interrumpido por sonidos de sirenas. De un momento a otro, media docena de coches policiales se instalaron en la entrada del edificio. Al parecer, se trataba de una redada. Decenas de efectivos entraron por el acceso principal. Al cabo de algunos minutos, vieron desfilar esposados a algunos de los invitados a la fiesta rumbo a


uno de los vehículos. Las amigas de Sonia gritaban histéricas a un costado de la acera, hasta que otros agentes se encargaron de ellas. —Vamos a ver qué pasa —fue la primera reacción de Sonia, pero luego, examinando el pálido rostro de Vicente, comprendió que no era lo más apropiado. —¡Me buscan, me buscan! —exclamó el joven, descompuesto —¡larguémonos de aquí!

Ambos corrieron hacia la subida del Cerro Caracol. Casi como un reflejo, Vicente tomó la mano de Sonia y así se fugaron entre los árboles. Luego salieron a la calle y continuaron corriendo hacia el centro de la ciudad. En eso llegaron hasta la casa donde vivía Vicente y se refugiaron. Pese a su nerviosismo, él no sintió la necesidad de echar mano a la botella de pisco recién comprada, pero en cuanto Sonia cruzó el umbral de la puerta sintió que algo revivía dentro de él. Entre la alegría de tener allí a Sonia, y el miedo a aceptarse como un fugitivo, lentamente se fue soltando, y dejó escapar una que otra sonrisa, alguno que otro verso, palabras y tactos suficientes como para que finalmente Sonia accediera a besarlo de nuevo. Ambos se recostaron sobre el lecho y recordaron viejas historias. Vicente comprendió que tampoco olvidaría aquella noche.


XVI Esa mañana, Esteban se levantó un poco más temprano de lo habitual, con mucho sueño. Se había quedado despierto hasta las cuatro de la madrugada, terminando un relato que debía entregar personalmente y por escrito a primera hora de ese día miércoles. Se trataba de una colaboración para una revista literaria emergente de Concepción. La publicación ya contaba con un número de lectores suficiente como para ser considerada por Esteban como una buena tribuna. Necesitaba darse a conocer, no sólo para beneficio de su obra, sino además para demostrarle a Carla y sus padres que no era un simple holgazán. Ella comenzaría a trabajar en pocas semanas en un consultorio, mientras que él seguiría sin siquiera intentar hallar un empleo. Mientras se preparaba un café bien cargado, escuchó a lo lejos la sirena de un tren que se aproximaba. No le molestaba en absoluto su presencia. En las pocas semanas que llevaban allí, ambos ya se habían adaptado completamente a los rigurosos dos trenes de carga que a las tres y cinco de la madrugaba pasaban por fuera de la casa. Más allá de un leve sobresalto, el sueño o el carrete continuaba sin mayores problemas. Al terminar su café, se levantó de la mesa de la cocina y fue a buscar su bolso a la pieza. Para su sorpresa, Esteban se encontró a Carla sentada al borde de la cama, desperezándose, dispuesta a iniciar tempranamente el día. —¿No vas a dormir más? —No. Necesito terminar de leer un libro, supongo que cuando comience a trabajar tendré menos tiempo para la lectura. Además, le prometí a la Andrea que iría a dejarle temprano el vestido que me prestó para la ceremonia de titulación. A todo esto, ¿cómo te fue anoche con tu relato, pudiste terminarlo? —Sí, fue una odisea, pero conseguí meterme en la cabeza del asesino y hacerlo justificar su crimen pasional frente al juez. —Tal vez deberías probar escribiendo cosas menos sórdidas. Después de todo, tu vida no es así. —Puede ser, pero mira, tú sabes que no escribo para paladares finos. Prefiero hablar de aquello que de tan común entre nosotros termina por hacerse invisible… —Al final, todo está en la mente de las personas. La gente pesca lo que le agrada del mundo, y lo demás simplemente no lo raja.


—Concedido, pero es algo así como cuando tú intentas curar a tus pacientes a través de tus terapias. Yo lo intento a través de la locura. Bueno, en fin, ya me tengo que ir, juntémonos a almorzar, ¿te parece? —Bueno, como a la una en la Plaza Perú está bien.

Esteban besó a Carla y salió de la habitación. Antes de cruzar la puerta de la reja, miró hacia atrás, pensando que Carla lo seguía con la vista. Sin embargo, la mirada de la joven se posó sobre su propia imagen en el espejo. Esbozó una sonrisa –fría, astuta, acaso presumida- y dejó caer su pijama. Contempló con cierto pudor su desnudez. Si bien se sabía atractiva, fue en ese momento cuando se percibió como toda una mujer. Su cuerpo expresaba una seriedad asociada al irremediable paso del tiempo. Seguía siendo joven, claro, pero allí estaba también la huella de lo que era, lo que había sido, de lo que sería. Comenzó a repasar sus formas con las manos. Sí, ya era una mujer y estaba a punto de ser parte de una sociedad cuyos valores en gran medida despreciaba. Tenía que resistir, en eso consistía la auténtica lucha del ser humano, no abandonarse a la ilusión de ser parte de algo a lo que no se pertenece sino de facto. Trascender el mundo de las apariencias, llegar más allá. Era maravilloso que los objetos no le ofrecieran ninguna satisfacción. Únicamente el tiempo era lo valedero: el tiempo que se dedicaba a sí misma, a su padre, a Esteban, a Vicente, a sus amigos, a los niños del taller de educación popular en que participaba; el tiempo que dedicaba junto a Esteban y Vicente para espiar la vida nocturna desde un edificio en ruinas, y cuando los tres se escapaban a echar unos tragos en un garito llamado Monserrat, a pocas cuadras de casa, en Higueras. El tiempo. Aquello era lo único importante, después venía todo lo demás. “Carla Salinas es un ser de tiempo”, le había dicho Vicente en más de alguna ocasión. Y esa mañana frente al espejo, casi como una epifanía, era la primera vez que le hacía mucho sentido. De pronto se despertó, como si de un sueño se tratase. Se sintió observada. Con alarma, se cubrió con lo primero que encontró, y dirigió una mirada a todos lados. A un costado del patio, por el lado del palto, le pareció advertir una presencia que desapareció en cuanto creyó divisarla. Rápidamente cerró las cortinas. ¿Había sido el vecino, o sólo su imaginación? Se vistió, y al terminar de hacerlo decidió no darle mayor importancia al asunto. Tras beberse dos tazas de café se dispuso a salir. Entonces escuchó unos débiles golpes en la puerta. Al abrir, se encontró a Calixto: —Disculpe que la moleste, joven, quería hacerle una consulta. —Dígame, caballero.


—Mi nombre es Calixto Santelices —dijo con la voz entrecortada, evidenciando su nerviosismo— y como sabe soy su vecino… ehh… he vivido aquí por varios años, y bueno, es decir… ehh, la verdad es que como la casa estuvo deshabitada por un buen tiempo, no había podido pedirle a nadie lo que vengo a solicitarle…

Carla escuchaba atentamente, aunque se le había hecho un poco tarde y llegaría retrasada a su compromiso, y no podía disimular su preocupación. No obstante, le parecía interesante el hecho de conversar con el personaje cuya excesiva curiosidad lo había transformado en el blanco de unas cuantas bromas junto a Esteban. Tras superar la primera impresión, a Carla le pareció evidente que detrás de Calixto se escondía un hombre extremadamente tímido y con innumerables trabas. Aunque intentaba ser muy respetuoso, le costaba una enormidad poder encadenar una idea tras otra, y cada vez que ella lo miraba a los ojos parecía perturbarse, como volviendo dentro de sí en busca de un refugio donde esconderse para poder continuar la conversación. Así, tras dar dos o tres vueltas en la misma idea de la imposibilidad de conversar con algún antiguo morador de esa casa, Calixto planteó por fin el tema: —He considerado que existe la posibilidad de que existan algunas cosas mías en esta casa… —¿Ah, sí, como cuáles? —preguntó Carla. —Cosas que le presté a un patán, disculpe la expresión, a un sujeto que vivió acá hace un tiempo… —¿Pero qué cosas? ¿Herramientas, muebles, libros? —Sí, claro, unos libros. Mire señorita, yo sé que ustedes han estado haciendo aseo y que han sacado kilos y kilos de basura, pero lo que busco son unos libros o documentos… —¿Documentos? —O sea, quiero decir, que pudiesen estar dentro de los libros. Con su respeto, si me lo permite, podría buscarlos yo mismo dentro de los muebles antiguos que los he visto apilar en el patio. No vaya a creer usted que soy un mirón, sucede que a veces me encaramo a aquel árbol a sacar paltas y entonces es cuando sin querer veo su patio.

Carla comprendió en seguida que lo que buscaba ese hombre eran posiblemente las cartas que había encontrado dentro de uno de los muebles viejos. Le parecía, sin embargo, que Calixto tenía una segunda intención, que consistía en satisfacer una terrible curiosidad que parecía atormentarlo. En efecto, si bien se encontraba apoyado en el marco de la puerta, no


perdía ocasión para desviar su vista hacia el interior de la casa. Recordó entonces lo sucedido hace un momento, la sensación de ser espiada en su habitación. De cerca, Calixto no le pareció un tipo peligroso, pero comprendía que su visita tenía por objetivo husmear su hogar. Carla llegó a sentir cierta compasión por el sujeto, y solo por ello se negó a echarlo de mala forma. Incluso, en otra circunstancia aquella le hubiese parecido una situación de mucho cuidado, considerando el riesgo que existía en dejar la casa sola, con este vecino ávido de curiosear en su intimidad doméstica. Sin embargo, consideró que no venía al caso tanta alarma. Después de todo, era sólo un inofensivo viejo sapo, con miles de frustraciones, y había que romper con los tabúes sociales de una vez por todas. Para ello se necesitaba amor, compromiso, paciencia, y ella los tenía. Así es que optó por ser atenta y comprensiva: —Lo entiendo perfectamente, don Calixto, pero ahora estoy un poquito atrasada como para que usted pueda revisar con calma. Este fin de semana podría ser, de todas formas, le diré a Esteban que me ayude a buscar lo suyo, y si encontramos algo, se lo haremos llegar de inmediato. Y, por favor, cualquier cosa que necesite, no dude en pedírnosla. Me alegro mucho de haberlo conocido. Mi nombre es Carla, y el de mi novio es, ya sabe, Esteban ¿Lo ve?, ya no somos extraños. Ahora, lo dejo, que ya me tengo que ir. Cuídese. En cuanto Calixto se despidió de Carla se dio la vuelta, enredándose al abrir la reja. Hizo un ademán de dolor que reprimió de inmediato, para luego devolverse a su casa y cerrar rápidamente la puerta. Carla, que observaba la escena desde detrás de la cortina, pensó en que tal vez podría utilizar sus conocimientos profesionales para ayudar a aquel hombre que le pareció tan perturbado. Por lo pronto, ya tenía asegurado un buen tema de conversación para su almuerzo con Esteban.


XVII No recuerdo haberme sentido así en años. Ser un hombre justo tiene su precio y yo con creces lo he pagado. Nadie podría culparme por no cumplir con mi deber, por no aprender a valorar la dignidad por sobre todo. Dios posee una explicación para todas las cosas, y a nosotros nos queda solamente la alegre satisfacción de ser sus siervos incondicionales. Son las cinco de la tarde. Faltan otras cuarenta y ocho horas para volver a verla. Ay, es tan intenso esto que ahora vivo, ¿cómo puede un ser humano cambiar en tan corto tiempo? No, nadie puede decir que soy el mismo Calixto de hace una semana atrás. Me siento rejuvenecido, tal vez sean los zapatos deportivos, o dejar crecer mi barba de dos días. Siento como si el tiempo no existiera, como si todo pudiese pasar de aquí en adelante. Es una sensación extraña, pero supongo que se reduce al hecho de que me siento liberado. No me lo explico, volver a sentir esta ansiedad que creí ida para siempre, que pensé extraviada desde lo sucedido con mi querida Lilibeth. Pero ese mal recuerdo quedó atrás para siempre, como una leyenda negra que mi memoria ya se cansó de intentar olvidar. Y la justicia al fin llegó para el criminal. No me resultó difícil, después de todo. Tenía que ser capaz de enfrentar mi pasado si quería volver a sonreír y a sentirme en paz conmigo mismo. Elegí el momento adecuado, no se lo esperaba el maldito. Tuve que emborracharlo para acabar con él, pero valió la pena. ¡Y vaya que tenía enemigos el rufián! Cuando estaba a punto de marcharme escuché que alguien forzaba la puerta, y jugándome la vida, decidí escapar corriendo de la escena del crimen. Entonces, alguien me golpeó con lo que parecía ser una cadena, y desperté algunos momentos después. Para mi fortuna, la Plaza Acevedo estaba tan desolada que nadie se percató de mí. Conseguí escapar dejando al inmundo Bernardo allí, abandonado a su justa muerte, dejándolo atrás para siempre. Como ser humano, tenía el deber de liberarme, lo repito, y al fin lo he conseguido. Estoy seguro que cuando uno hace las cosas correctas la misma vida se encarga de premiar nuestro actuar, de allí que el hecho de liquidar a Bernardo haya sido algo así como el comienzo de un renacer que, bueno, ya está arrojando sus primeros frutos. Soy otro. Lo dijo hoy el empleado del banco, cuando fui a cobrar mi pensión, único legado de mi estúpido padrastro. —Usted parece otro, don Calixto, pareciera que ha rejuvenecido un par de años. Lo felicito.


Y para mí esas palabras corroboraron el cambio que estaba experimentando. Se acabaron las sombras, los adioses, el desprecio, la soledad. Hoy me veo y me siento distinto. He recuperado mi vitalidad. Desde luego, tengo bastantes años, y todo ese tiempo se traduce en una pesada carga a mis espaldas. Pero la ansiedad de vivir el día a día opera como el mejor antídoto contra su peso. He vuelto a esperar algo del mundo, a tener esperanza. Jamás, desde que volví a asistir rigurosamente a la iglesia, me había sentido así. Y, ¡vaya sorpresa!, mi salvación no vino por la sabiduría de la Palabra, ni por las numerosas ofrendas, ni por los rigurosos consejos del hermano Alfredo. No, mi salvación no vino por mi fe ciega, aunque ahora le agradezca silenciosamente a Dios. Mi salvación vino de la mano del único ángel auténtico que he conocido, y que acaso conoceré, y su nombre es Carla. Sé lo que dirán algunos hipócritas si llegara a confesárselo, casi puedo adivinar sus palabras condenándome. Pero no se trata de un simple capricho de viejo chocho, porque no me olvido de mis buenos años. Por favor, no existe en esta luz un ápice de impureza. No, no soy ningún degenerado como piensa esa vieja estúpida del negocio, ¡qué sabrá ella del amor, de la esperanza, del renacer entre las cenizas! Es tan bello lo que hoy vivo que me resulta imposible expresarlo con palabras. Recuerdo esa mañana como si fuera hoy mismo. Sí, quería conocer cómo vivían mis jóvenes vecinos, quería saber cómo es un hogar donde existe calidez, donde sobrellevan sus alegrías y penurias dos seres humanos que se inician en el mundo. Necesitaba de un buen motivo para aparecerme por allí, sin quedar como un intruso. Fue entonces cuando me subí una vez más al palto y entonces, ¡oh, gloria infinita!, presencié el espectáculo más bello y sublime que en mi vida hubiese podido concebir. Carla, mi hermoso ángel, se contemplaba a sí misma desnuda frente a un espejo que parecía salido de algún cuento de hadas. La escena no pudo ser más reveladora para mí. Tenía aún fresca la terrible imagen de mi brazo clavando una certera puñalada en la espalda de Bernardo. Pero entonces mi golpeada humanidad pudo presenciar a este ser de luz y redimirse en el acto, para dejar atrás mis solitarias oscuridades. Mientras ella se tocaba yo asistía al renacer de mi conciencia. Necesito aclarar algo. Sería un estúpido si me hiciera ilusiones proyectándome con Carla en una faceta que muy difícilmente llegaremos a conocer. Me refiero a la del amor erótico. Si de mí dependiera, creo que aprendería por ella y con ella a amar en ese plano. No hubo ni habrá otra después de Lilibeth. Simplemente no necesito de ello. Me basta con saber que ella estará a mi lado, dispuesta a hablar conmigo, a escucharme, a entender que Calixto Santelices tiene muchas e importantes cosas que decir. Admito que me fascinó que ella fuera capaz de detectar la sabiduría que por tantos años he atesorado con la esperanza de algún día entregársela a quien esté dispuesto a escucharme. Allí donde otros veían a un viejo amargado, ella tuvo la humildad espiritual necesaria para reconocer en mí al sabio. Al hombre maduro que, si bien ha tenido una vida difícil,


dispuesto está para entregar a las nuevas generaciones las innumerables lecciones que se desprenden de sus vivencias. No, no existe en mí ningún afán degenerado de poseer físicamente a esa chiquilla que, bien lo sé, podría ser incluso mi nieta. Pero no estoy dispuesto tampoco a considerarla como tal. No. Yo, que la he visto desnuda, despojada de sus velos, la considero una obra de arte, y a través de su visión puedo reencontrarme hoy con lo que un día fui, un muchachito preocupado tempranamente, demasiado pronto ahora lo veo, de encontrar alguna belleza que proveyera de sentido a mi vida. Porque la belleza es pureza, no cabe duda, y la pureza es sin duda el motor de la trascendencia. Incluso mientras la veía tocarse agazapado sobre ese lavadero, no sentí deseo carnal alguno. Ella me pareció una suerte de pieza inmaculada, que no puede permitirse sucumbir al trato grosero que en nuestra época banaliza el ímpetu sagrado del sexo. Lo mío junto a ella se acercará a una relación entre maestro y discípula, y nada más. Lo mejor de todo quizás sea que para mí el paso de las horas ha vuelto a tener un sentido. Carla, mi Carla, te volveré a ver en un par de días, y entonces te abriré mi corazón, ya lo verás.


XVIII Esteban tuvo algunos problemas con el editor de la revista donde envió su colaboración. Estuvo claro desde el comienzo que no le pagarían ni un cinco por su relato. Pero aquello no representó problema hasta que se enteró de que otros dos escritores, tan desconocidos como él, recibieron alguna compensación económica por sus aportes en poesía. Lo que más le molestó fue la respuesta del editor de la publicación, cuando le preguntó directamente cuál era la diferencia entre ellos: —Mira, no los mires a huevo —le dijo— Estos dos chicos tienen una gran experiencia. Han ganado concursos y recibido numerosas distinciones. En su mayoría han sido publicados en varias antologías. —Concursos, premios y antologías que seguramente habrán organizado ellos mismos… — pensó en voz alta. —No deberías hablar así de la gente que te lleva cierta ventaja escribiendo, Esteban. —Tal vez la única ventaja sean sus contactos ¡Estoy harto de gente como ustedes!

El joven tomó su relato y abandonó el lugar de un portazo. Caminó hasta la casa de Vicente y, al no encontrarlo, se fue hasta el Amadeus. El local estaba recién abriendo sus puertas, pero en el fondo del salón había alguien sentado en una mesa, de espaldas. Esteban no tuvo la menor duda que se trataba de Vicente. Pidió una cerveza y se sentó a su lado. —Andas medio desaparecido y tienes una cara de poto terrible, ¿se puede saber dónde te habías metido? —No me lo vas a creer si te lo cuento. —Podría creer cualquier cosa de ti a estas alturas, dime ¿ahora qué? —Bueno, primero maté a un hombre y después volví con Sonia. —Jojo. —De lo del hombre la verdad es que no me acuerdo mucho. Al principio, de hecho, pensé que era parte de un sueño. Tuve un par de crisis esta última semana, ya sabes, no sé si estoy soñando despierto o qué, pero después de vivirlo me parece un recuerdo brumoso. —Pero entre soñar que mataste a un hombre y matarlo de verdad habrá alguna diferencia, creo yo.


—También lo creo, por eso no me explico qué diablos pasó. Por otro lado, he buscado la noticia en los diarios y nada. —¡Qué mala! ¿Y cómo sucedió? —Déjame hablarte de lo de Sonia primero. Para lo otro necesito más bebida en el cuerpo. —De acuerdo. — Fui a una fiesta y estaba allí. Llegó la policía mientras estábamos afuera. Lo vimos todo, se llevaron a algunos. Pensé que venían por mí, pero al parecer fue la Brigada Antinarcóticos, ya conoces a los hermanitos Martínez, siempre metidos en líos. — Igual que otro…

Esteban pidió otra botella de cerveza, se acercó al Wurlitzer, puso Riders on the storm seguido de otras canciones, y se las arregló para que sonara lo suficientemente fuerte con tal de que nadie escuchara su conversación. —Ahora, cuéntamelo todo, ¿qué mierda te pasó?

Vicente le narró la historia, la visita de sus compañeras, el golpe al sujeto que abrió la puerta, su borrachera culposa, su reencuentro con Sonia, etc. A medida que escuchaba a su amigo, Esteban no podía dejar de preguntarse dónde iría a parar aquel proyecto de artista visual que ahora parecía estar a punto de enfrentar cargos por homicidio. Se sentía sobrepasado por Vicente. Él mismo, no tenía dudas, era un chico demasiado bueno como para llegar al fondo de esa mente que parecía albergar a un ángel y a un demonio, a un artista y a un payaso, a un genio y a un héroe macabro. Esteban sabía que la mejor novela que pudiese escribir no le llegaría ni a los talones a cualquier día en la vida de Vicente. Bebieron un poco más, y Esteban recordó su cita del almuerzo con Carla, que no estaría nada contenta de verlo llegar medio borracho tan temprano. Para evitar una pelea segura, decidió invitar a Vicente y escudarse en su escabrosa historia. Caminaron hacia la Plaza Perú y en eso Carla llamó a Esteban para decirle que se había atrasado, y que la esperara en algún local. Le comentó que Vicente estaría también allí y Carla pareció alegrarse. Al llegar, ambos decidieron pasar la espera con otra cerveza. Al sentarse, Esteban descubrió que alguien había olvidado el diario en el asiento. Despreocupadamente, y mientras Vicente se levantó para ir al baño, comenzó a hojearlo. Al llegar a la página policial, se topó con una sección llamada “Resumen de la Semana”. La primera nota decía algo acerca de un tiroteo ocurrido en la Remodelación Paicaví; la segunda crónica informaba de un incendio


ocurrido en una fábrica de pisos de madera, el que habrían provocado unos pandilleros en represalia contra el dueño de la fábrica. Fue la tercera noticia, sin embargo, la que dejó petrificado a Estaban. Tanto que cuando la mesera le puso la jarra de cerveza a su lado no movió un solo músculo. Solo cuando volvió Vicente se despegó del diario, indicándole la nota:

Extraña muerte de fugitivo En horas de la mañana de este miércoles, en una casa interior ubicada en las inmediaciones de la Plaza Acevedo de Concepción, fue encontrado el cuerpo sin vida de un hombre identificado como Bernardo Lizana Riffo, de sesenta y cinco años. El sujeto era intensamente buscado por la justicia, acusado por los delitos de violación, robo con intimidación, extorsión y porte ilegal de arma de fuego. Adicionalmente, la Brigada de Homicidios informó que Lizana se habría fugado hace unos meses de la cárcel de Osorno, donde se encontraba cumpliendo una condena por estos y otros delitos. El cuerpo presentaba alrededor de diez puñaladas, y la policía baraja un ajuste de cuentas como principal móvil del crimen. Sin embargo, y según se indicó, aún no existen sospechosos.

Al terminar de leer la nota, Vicente, en tanto, suspiró aliviado. Simplemente, no podía haber sido él. Ambos se miraron un momento, y tras echar un buen trago de sus respectivas cervezas, acordaron no mencionar el asunto frente a Carla, que llegó casi al instante. —¿Ya están tomando? Ustedes dos no tienen arreglo. Estoy muerta de hambre, pidamos algo luego. A todo esto, Vicente, ¿cómo estamos para el sábado? Me has tenido toda la semana pensando en probar la mezcalina. Espero que no te eches para atrás, porque ya nos entusiasmaste lo suficiente.


XIX Durante la mañana de ese sábado, Esteban y Vicente se dedicaron a conseguir la mezcalina y a prepararla como es debido. Quitaron la piel del cactus San Pedro, le limpiaron las numerosas espinas, extrajeron la pulpa y la secaron. A la preparación se unió tardíamente Carla, quien básicamente se limitó a observar a los dos cocineros. Por supuesto, Vicente era quien daba las instrucciones: —Ya, esos otros pedazos de pulpa hay que partirlos, están demasiado grandes. Así no se secarán nunca.

Esteban y Carla obedecían. Pese a las recomendaciones de quienes le vendieron la mezcalina, respecto a no ingerir carne ni alcohol en las horas previas a su ingesta, ellos decidieron beberse unas cuantas latas de cerveza mientras la preparaban. —Ya está —dijo de pronto Vicente— ahora todo lo que tenemos que hacer es tragarnos este polvillo con algo. No les recomiendo hacerlo con agua, porque el sabor es horrible, mejor con jugo o bebida.

A eso de las cinco y media de la tarde, los tres estuvieron listos para iniciar lo que Vicente llamó “el ritual”. —¿Alguna cosa más que debamos saber antes de mandarnos esta mierda? —preguntó Esteban. — No te refieras así al San Pedro, los antiguos creían que el espíritu de la droga podía montar en cólera y hacerte pasar un mal viaje. Creo que ya les he dicho todo, además, no pretendo dármelas de chamán. Quiero que pasemos una tarde divertida, de exploración introspectiva. —¿Iremos a salir o nos quedaremos en casa? —preguntó Carla. —Lo ideal es tomarla en ambientes al aire libre, pero tampoco es tan terrible hacerlo en una casa que tenga sus espacios, sus rincones, ojalá con patio. Veo algunas plantas allá afuera, así es que no hay ningún problema con quedarnos acá. Por último, si nos dan ganas de salir, lo hacemos y punto ¿Alguna otra pregunta?


Esteban y Carla se miraron. Luego miraron a Vicente y asintieron, había llegado la hora. Cada uno tomó su vaso de bebida y a cada sorbo se tragaron un montoncito de mezcalina. No fue nada fácil la misión. A cada tanto, alguno hacía arcadas debido al mal sabor de la sustancia. Luego se sentaron en los sillones, mientras Vicente ponía de fondo la música más sicodélica que encontraba, diciendo que era para “crear el ambiente”. Y así, llenos de ansiedad se sentaron a esperar a que la droga hiciera su efecto.

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Calixto llegó temprano a su casa. Había asistido por cumplir a la iglesia en la mañana, con tal de poder desentenderse del asunto durante la tarde. Esa tarde sería especial, lo había dispuesto todo. Carla le había dicho que podría ir a revisar personalmente algunos viejos baúles donde era probable que se encontraran las cosas que supuestamente le adeudaba Facundo. Por supuesto, esta había sido la excusa con la que se colaría en la casa. Carla, en tanto, había olvidado por completo el compromiso. Para él, aquella sería su gran oportunidad de conocer la intimidad de Carla, su hogar, y sobre la base de lo que viera entonces, podría conocerla mejor y, quién sabe, propiciar un acercamiento más profundo. Había llegado a soñar por las noches con Carla. Se le ofrecía desnuda, acariciándose frente a él, como lo hiciera frente a su espejo. Fue hasta su habitación y buscó en el armario sus últimas adquisiciones de vestuario. Se colocó frente a un espejo y, para agregar solemnidad al asunto, al caer la tarde decidió vestirse a la luz de las velas. No pudo evitar, al verse desnudo frente al espejo, volver a recordar aquella revelación con la que había comenzado todo, y casi de forma infantil, comenzó a imitar lo que había visto, repasando con sus manos su cuerpo. Mas llegado a un punto declinó continuar: no se permitiría de ningún modo contaminar la pureza del ritual. Sonrió y continuó vistiéndose.

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—Esta mierda es un fraude, Vicente —protestó Esteban— mejor hubiésemos comprado algo de yerba con la plata. —Ten paciencia, todavía no pasa ni media hora —Carla se anticipó a responderle.


—Carla tiene razón, a veces se tarda hasta una hora en hacer efecto, y cuando estás de lo mejor maldiciendo a quien te lo vendió, ¡paf!, se te revuelve la guata, vomitas y empiezas a alucinar en mala —sugirió Vicente. —Bueno, al menos dime que sacarás un caño y se la facilitaremos a la mezca… —He leído que eso ayuda, ¿es así, Vicente? —Así es. Ustedes ganan, ¿tienen papel?

Vicente enroló un pito, lo encendió y lo echó a correr. Todo para él había pasado muy rápido en los últimos días. Sus borracheras, el incidente con el supuesto asesino de Bernardo, Sonia, y ahora esto. Bueno, sabía que sería como una catarsis, no sería un buen viaje, pero debía aclarar algunas ideas. Sentía que debía unir con urgencia algunas piezas dispersas dentro de su cabeza, la mezcalina no le proporcionaría respuestas, pero tenía la esperanza de que le lanzara las preguntas adecuadas. Si bien estaba acostumbrado a ir siempre a la deriva, a su rumbo errático y experimental por la vida, sentía por primera vez la necesidad de sentarse a pensar en lo vivido ¿Dónde estaba Sonia? Ahora la necesitaba. En eso pensaba, cuando lo interrumpió el grito de Esteban: —¡Oh, por la mierda, ya no soporto más, quiero vomitar! —Ahí te dejé una bolsa, por si no llegas al baño. Vicente, yo igual me siento mareada y el estómago me da vueltas —dijo Carla. —Bienvenidos al tren, cabros —respondió Vicente con seguridad, recostándose con la vista perdida en el techo del living.

Al cabo de algunos minutos, la primera oleada de la mezcalina se hizo sentir en los tres jóvenes. Esteban intentaba inútilmente garabatear algunas impresiones en una libreta. Ante su asombro el lápiz parecía derretirse en su mano, demasiado lánguida como para trazar la línea más insignificante. Cerraba los ojos y parecía comprenderlo todo. Cada cosa tenía su propio ritmo y más le valía aprender a sintonizarlo correctamente. Los renacimientos hacían necesarias todas las muertes, los vaivenes, la vida, los ciclos, las estaciones, pero eso difícilmente podría explicarlo un libro. Ahí estaba la limitación de las letras, la finitud del lenguaje. Pero al menos podía dejarse llevar por el ritmo de sus pensamientos, cosa de por sí bastante grata. Y las imágenes, las ideas, las creaciones, también tenían su realidad, solo así le resultaba posible concebir a sus personajes, a quienes desde entonces siempre consideró vivos en otra dimensión.


Vicente fue el único que no vomitó. Su viaje comenzó suavemente, volviendo su cuerpo líquido, indefenso, a merced de una percepción que se abría de par en par, y nuevamente se sintió aceptado dentro de esa fuente de conocimiento invisible del que muy pocos hombres hablaban. Luego se fue a negro, sintió terror de lo que le esperaba, intentaba gritar pero era inútil, simplemente su garganta parecía impedirle la emisión de todo sonido. Gritó una y otra vez. Entonces apareció ante sus ojos Sonia, tendiéndole una mano, intentando sacarlo de allí. Vicente se aferró a esa mano, que luego se acercó tiernamente a su boca para indicarle que ya no había necesidad de que gritara, que ella iría en su rescate al fin, y que como su musa había decidido darle una oportunidad. Se incorporó con esfuerzo, acercando su boca a la de ella, pero entonces abrió los ojos y se encontró con Carla. Carla tuvo ante sí a un ángel y a un demonio. Pero ambos le resultaban igualmente familiares. Carla había perdido la noción de todo y, sin embargo, se sentía feliz de ser aceptada dentro de una extraña familia. Era agradable sentirse así, realmente agradable. Esteban y Vicente se habían incorporado casi al mismo tiempo en su vida, y ambos se las habían arreglado para tener un lugar importante y único. Juntos habían vivido unas cuantas aventuras, y creyó percibir en ello una especie de totalidad. Y aunque ella se involucró sentimentalmente con Esteban, Vicente siempre permaneció cercano, muy cercano. Jamás le fue indiferente lo que le sucediera con Sonia. Y el modo en que se reía de ella cuando intentaba analizarlo psicológicamente, le hacía percibir a Vicente como una personalidad tan compleja como fascinante. Un verdadero desafío profesional, pensaba ella, de no ser porque su sola presencia no la dejaba indiferente. Al comenzar a sentir los efectos de una nueva oleada de mezcalina, Carla miró a Esteban sentado en la alfombra garabateando algo ininteligible en su fiel libreta. Lucía preocupado porque aquello que ahora vivía y captaba con sus sentidos abiertos no se le escapara. Sí, había descubierto en Esteban al compañero perfecto, y todo lo que hacía junto a él lo sentía alegremente correcto. Entonces escuchó los gritos reprimidos que provenían del sofá. Vicente parecía ahogarse en medio de sus ensoñaciones. Lucía atormentado, y únicamente cuando ella tomó su cabeza entre las manos, pareció interrumpir su aflicción. Lo veía ahora tan entregado a sus pesadillas, como si hubiese sido arrojado allí por otros demonios de su pequeño infierno. Abordada por un raro instinto de protección dentro de ese mundo extraño, acercó sus labios a los de él y lo besó. Al separarse, ambos se miraron y sin decir palabra volvieron a besarse. Entonces, Carla notó que a quien estaba besando ahora era a Esteban, y por un segundo creyó comprenderlo todo: ¡aquellos dos no eran sino uno solo! El penetrante aroma al incienso que por idea propia había colocado para disimular el olor a cannabis, la hizo llegar casi flotando a la habitación, adonde fue seguida por los demás participantes del ritual. Sin que ningún temor la invadiera, Carla se desnudó y se tendió sobre la cama, cerró los ojos y se dejó llevar por una nueva oleada de mezcalina.


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Ya estoy listo. Me he vestido, me he peinado, y ya parece ser una buena hora para visitar a Carla. Todavía no he inventado lo que les diré cuando no descubra nada. Porque, claro, jamás le hubiese prestado nada a ese imbécil de Facundo, ni menos a su mujercita. Pero ya basta, no es bueno que vuelva sobre fantasmas que yacen enterrados, ni tampoco llenar mi cabeza con viejas odiosidades cuando la necesito más limpia y despejada que nunca para mi ángel. Carla, te has vuelto la dueña de mi existencia. Puedo adivinar lo que me dirías si en verdad te lo dijera. Seguro me pedirías que no te considerara una santa de mi devoción, y lo entiendo. Yo sé que no eres santa, ni una santa es lo que persigo que seas. Tan sólo eres un pequeño ángel que ha venido a rescatarme de mi triste soledad, y al que debo el privilegio de aconsejar y llevar por el buen camino, porque tu belleza es…, es… ¿Qué ruidos son esos? Parecen alaridos, y vienen del patio. Oh, dios mío, qué gritos son esos, ¿no te estará golpeando ese vago que tienes por novio? Mejor será que salga al patio, porque aquí no consigo diferenciar de dónde provienen esos gritos. No pierdo nada si subo al palto a echar un vistazo, aunque me prometí una y mil veces no volver a hacerlo. Además, ¿con qué necesidad? Si a un paso estoy de conocer su casa, como es debidamente correcto. No, no tengo necesidad alguna de repetir esta vieja escena. Han sido demasiadas las tristezas y solamente una alegría la que me ha dado subirme a ese lavadero. No, no debo sucumbir a hacerlo, debo esperar a que sean las ocho y tocar la puerta. No, no debo… ¿pero qué ruidos son esos?, ¿será posible que…? Al diablo con el maldito palto, ¿está ahí o no? Quiero mirar hacia el otro lado y voy a hacerlo. ¡Pero qué mierda, porquería grande, maldita sea! ¡Maldita ella, maldito yo!, ¡No, no puede ser…! La muy pestilente, cerda asquerosa, no ¡No! Me ha roto el corazón. Esa no es Carla, mi Carla, mía. No puedo creerlo, ¿pero quiénes son esos? No puede ser, los tres desnudos, y Carla allí en medio, gimiendo como una cualquiera, ¡como una perra en celo! ¡Mierda, jodido mundo y jodido yo por creerle a esta puerca vida sus falsas reconciliaciones! Palto del diablo, te arrancaré de raíz, ¿dónde está el hacha? Ahora verás, maldito árbol que solo me has traído desgracias, la culpa es mía, pero ya no molestarás más con tus visiones, ¡no importunarás a nadie, infeliz! Ah, tengo tanta rabia, esta casa seguirá siendo mi prisión, ¡mírenla caer!, a la mierda con estas velas, quémenlo todo, ¡fuego destructor sácame de aquí, aléjame para siempre de mi vergüenza! Aún puedo escuchar los gritos de esa cualquiera a la que confundí con un ángel. Y a esos dos jadeando a su lado, como los perros infelices que son. Me ha roto el corazón. Parecían estar drogados los tres, seguro que sí, ya puedo esperar cualquier cosa de ese demonio llamado Carla. ¡Que se pudra el mundo, que se ahogue en su propia mierda! Ya no podrán reírse de mí otra vez. Con suerte, el fuego alcanzará su casa y morirán junto a mí ¡podridos hijos de puta, los odio!



Epílogo La vieja casa ardía. Mientras las llamas se propagaban irremediablemente a través del techo, el humo escapaba por puertas y ventanas. El fuego producía un gran resplandor, visible a varias cuadras de distancia. Algunos curiosos se ubicaron en las cercanías para presenciar el espectáculo. Algunos de ellos se sobresaltaron cuando un tren de pasajeros silbó anunciando su llegada a la estación de Higueras. Del tercer vagón descendió un hombre de cabellos largos bajo su sombrero, bigote y barba. Vestía un abrigo largo, y jamás despegó las manos de los bolsillos. Caminó tranquilamente entre las decenas de curiosos que corrían presurosos hacia el lugar del incendio. Por su parte, al interior de la casa, en un rincón de la habitación principal que daba directo a la escalera, Calixto Santelices estaba sentado en cuclillas con la espalda sudorosa pegada a la pared, rodeándose las rodillas con los brazos. Con la vista perdida, repetía insistentemente: me ha roto el corazón, y pese a que el humo ya se hacía notar dentro de la casa, en su arranque de furia no había dejado vidrio sin romper, y esto le permitió seguir respirando. No tenía ninguna intención de ponerse a salvo, aunque se inquietó al oír pasos que subían lentamente por la escalera. Pestañeó pesadamente y al abrir los ojos no tuvo duda alguna de estar observando a quien sería su verdugo: —No sé quién te haya roto a ti el corazón, maldito, pero he venido a hacerte pagar por haber destruido mi vida. —¿Eres tú, Facundo? —¿Quién más tendría tantas ganas de matarte con sus propias manos como para meterse en una casa en llamas, únicamente para asegurarse de tu muerte? —Perdóname por lo que te hice, toda mi vida fue un desastre. Es un alivio saber que al fin este será el último capítulo. —De eso no hay duda, Calixto, ¿así te llamas, no? —Sí. —Bueno, esto va por Gabriela, por Emilia y por mí.

Facundo descargó su arma sobre Calixto, cuyo cadáver conservó intacta la mirada perdida. Las tronaduras coincidieron con el estallido de algunas planchas del techo, por lo que pasaron desapercibidas para los curiosos. Se escucharon las primeras sirenas de bomberos. Facundo miró a su alrededor y se percató de que la única vía de escape consistía en una


ventana que daba al que años atrás fuera su patio. Allí, dos siluetas que permanecían abrazadas y envueltas en una misma frazada lo observaron. El último pensamiento antes de comenzar a descolgarse fue para su hija.

Concepción, mayo de 2012.



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