Occidente, de la admiración al odio Fukuyama, ¿esta vez en el lado bueno? Hacia una hipocresía política sostenible Harvard, excelencia sin alma
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Posmodernidad: pros y contras Artículos de Zigmunt Bauman, Germán Cano, Enrique García-Máiquez y Gilles Lipovetsky
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DE POLÍTICA, CULTUR A Y ARTE
Sumario ueva evista
Nº 170 - 10 €
Nueva Revista
Sumario 04
POSMODERNIDAD (PROS Y CONTRAS)
Posmodernos: un prisma para pensar el siglo xxi
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La posmodernidad, marcada por el fin de los «metarrelatos», supone, según el autor, abandonar la preocupación por las injusticias económicas y sociales y trasladar la agenda hacia las luchas culturales, en «un desplazamiento de Marx a Freud». Por Germán Cano
84 La contribución romana al humanismo
El profesor Javier García Gibert traza en su obra Sobre el viejo humanismo una panorámica de los autores que han forjado Occidente. En el capítulo dedicado a Roma, explica que la huella de Cicerón y Virgilio se prolongó hasta Cervantes y Dostoyevski. Por José Ramón Ayllón
Camus, la honestidad frente a las ideologías Albert Camus se sintió atraído inicialmente por el marxismo, pero pronto descubrió su carácter nihilista que anulaba la libertad del ser humano. Su obra El hombre rebelde proporciona argumentos que sirven de contrapunto al pensamiento débil. Por Enrique García-Máiquez
PENSAR EN PRESENTE
98 Fukuyama, ¿esta vez en el lado bueno?
El politólogo Francis Fukuyama, en su nuevo ensayo Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, estudia los retos a los que se enfrenta la democracia en el siglo xxi, como los autoritarismos y los populismos. Por Manuel Cruz
34 Modernidad líquida
Lo líquido es una metáfora de la modernidad, porque no se fija en el espacio ni en el tiempo, según Bauman. En este texto, el filósofo polaco expone cómo esta modernidad líquida o fluida ha cambiado la condición humana de modo radical, y exige repensar los viejos conceptos que marcan su discurso narrativo. Por Zygmunt Bauman
104 Cómo se fabrica la propaganda
Jason Stanley, filósofo del lenguaje de la Universidad de Yale, desvela en su libro Cómo se fabrica la propaganda las trampas dialécticas de la propaganda mediante la manipulación de datos y de las palabras. Por Alfonso Basallo
44 La era del vacío
Si la edad moderna estaba obsesionada por la producción y la revolución, la posmoderna lo está por la información y la expresión. La afirmación corresponde al sociólogo francés Lipovetsky, quien asegura que la sociedad posmoderna es una sociedad narcisista, regida por la lógica del vacío. Por Gilles Lipovetsky
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CORRECCIÓN POLÍTICA (PROS Y CONTRAS)
118 Hacia una hipocresía sostenible
David Runciman, profesor en Cambridge, analiza en su libro La hipocresía sostenible. La máscara del poder, de Hobbes a nuestros días la teoría de que el arte de la política incorpora cierto grado de mentira. Hay propuestas sobre qué mentiras y cuáles no debe tolerar el ciudadano. Por Juan Claudio de Ramón
EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO
Entrevista a Rémi Brague
«Las leyes que rigen la humanidad misma del hombre son de origen más que humano», afirma en una conversación con Nueva Revista el intelectual francés Rémi Brague, profesor emérito de Filosofía Medieval en La Sorbona. Por José Manuel Grau Navarro
CUÉNTAME OCCIDENTE
70 Las raíces del sentimiento antioccidental
En las últimas décadas ha germinado el resentimiento contra Occidente y los valores que representa: la ciencia, los derechos y libertades, la libertad de mercado, la democracia y la modernidad, como explican Buruma y Margalit en su libro Occidentalismo. Por Daniel Capó
UNIVERSIDAD Harvard, excelencia sin alma
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Antología de textos de Harry R. Lewis, exdecano de Harvard College, procedentes de su libro Excellence Without a Soul. Se trata de una autocrítica en la que el autor afirma que «Harvard enseña a sus estudiantes pero no les hace sabios» y plantea qué debe hacer una universidad para transformar a los jóvenes en adultos responsables ante la sociedad. Por Harry R. Lewis
Nueva Revista 170 | 2019
Posmodernidad: pros y contras La posmodernidad, tan determinante en la cultura contemporánea, supone el predominio de la deconstrucción frente a las certezas y la sociedad líquida por encima de la sólida, como explica el filósofo Zygmunt Bauman. Todo ello plantea importantes retos que Nueva Revista expone en este número. Está la denuncia del nihilismo del sociólogo Lipovetsky en La era del vacío y se destaca que en un autor como Albert Camus, que terminó desencantado del marxismo, se pueden encontrar argumentos, basados en el compromiso por el hombre concreto y el rechazo de las ideologías totalitarias, que sirven de revulsivo contra el llamado pensamiento débil.
[144] lecturas Historia del silencio, del Renacimiento a nuestros días, de Alain Corbin (por Aurora Pimentel) El camino que va a la ciudad y otros relatos, de Natalia Ginzburg (por Mercedes Monmany) De los libros, de Michael de Montaigne (por Ernesto Baltar) Un hobbit, un armario y una gran guerra, de Joseph Loconte (por Reyes Cáceres) El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (por Lourdes Ventura)
Posmodernidad (Pros y contras)
¿Qué queremos decir? Habida cuenta de que la posmodernidad tiene varias acepciones, incluimos a modo de introducción la explicación del Diccionario Español de Términos Literarios Internacionales.
pos(t)modernidad.
Del latín modernus, reciente, y del prefijo post, detrás de (ing: post-modern age; fr: postmodernité; it: postmodernismo; al: Post-moderne; port: pós-modernismo). Periodo de la historia de la cultura occidental cuya episteme (o «visión del mundo») se caracteriza por las notas de nominalismo, agnosticismo, relativismo, desinterés por la verdad y cientificismo. Estas notas están relacionadas entre sí y con consecuencias como eclecticismo, predominio de lo formal, búsqueda de nuevas maneras de expresión o ausencia de compromiso.
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egún el funcionamiento metonímico del lenguaje, tanto se puede decir que se trata de un periodo cultural como de la cultura de un periodo histórico. Su comienzo se puede datar en la penúltima década del siglo xx (convencionalmente, si se quiere, en 1980, fecha de la edición de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa cuyo relato manifiesta implícitamente todas las notas características). Sigue plenamente vigente en las primeras décadas del siglo XXI (…).
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Dentro de la caracterización posmoderna de la cultura se ha hablado de arquitectura posmoderna, literatura y cine posmoderno, música posmoderna. Las distintas manifestaciones artísticas (Foster ed., 1983) están transidas de la mentalidad dominante y, a la vez, esa mentalidad es resultado de las manifestaciones artísticas del momento. Se trata de un feedback incesante. También puede suceder que algunas manifestaciones artísticas se clasifiquen como posmodernas porque se han producido en el periodo temporal de referencia, aunque conceptualmente no guarden relación. Y, por supuesto, hay que tener en cuenta las especificidades dentro del campo léxico, ya que «posmoderno», en general, es lo que sucede a lo «moderno» y «moderno» lo que sucede a lo «antiguo». Y un poema puede ser «modernista» o «posmodernista» por la métrica, por ejemplo, sin que tenga nada que ver con la definición de que venimos hablando. La evolución histórico-social o la incidencia de la ciencia y de las tecnologías también cuentan. Hay quien ha querido ver en la sociedad de la comunicación instantánea y los mensaje sincopados la causa (y no solo la consecuencia) de esta cultura superficial, sentimental, poco comprometida, deudora de la retórica publicitaria y del espectáculo, la «sociedad líquida» de Zygmunt Bauman (2017), en definitiva. El relativismo propicia la aceptación de las nuevas sensibilidades y las nuevas circunstancias han servido de ejemplo y lección de opción relativista. Fenómenos sociales como la irrupción de ciertos feminismos, la cultura poscolonial, la globalización, el multiculturalismo y las cuestiones de género pueden ser vistos también como causas o consecuencias del relativismo imperante. Y, desde luego, ningún atisbo de algo parecido a la antigua tentación americana wasp (White Anglo-Saxon Protestant) tiene cabida en la posmodernidad. En cuanto a la génesis, se puede arrancar del Nominalismo como hace Eco en su novela o se puede partir de avatares más cercanos y señalar la Posmodernidad como superación del proyecto de la Ilustración. Es más, acontecimientos históricos como el mayo francés de 1968 o la caída del muro de Berlín en 1989 se pueden considerar cristalizaciones dentro del proceso. (M. A. Garrido Gallardo, «Posmodernidad», Diccionario Español de Términos Literarios Internacionales, s.v.). n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Posmodernidad (Pros y contras)
Un prisma para pensar el siglo xxi Nuevos retos para la izquierda Germán Cano La posmodernidad es, para el autor, el horizonte intelectual desde el que tenemos que pensar en el siglo xxi. Un horizonte marcado por el fin de los metarrelatos, tanto de la izquierda (la igualdad, la lucha de clases), como del ámbito conservador (los valores absolutos, las verdades objetivas). Todos ellos han sido sustituidos por la interpretación y el trampantojo de la diversidad. El autor advierte que, para la izquierda, la posmodernidad supone abandonar la preocupación por las injusticias económicas y sociales y trasladar la agenda hacia las luchas culturales, en «un desplazamiento de Marx a Freud», en palabras de Richard Rorty.
Friedrich Nietzsche, Jean-François Lyotard, Michele Foucault (arriba, de izquierda a derecha); Jacques Derrida, Sigmund Freud, Karl Marx (debajo, de izquierda a derecha).
POR QUÉ TIENE SENTIDO LA DISCUSIÓN DE LA POSMODERNIDAD
¿Por qué ha regresado con tanta fuerza recientemente, sobre todo en el marco de nuestros debates políticos, el rótulo posmodernidad para explicar nuestros desafíos o impasses? ¿En qué sentido esta discusión, que tuvo su momento álgido en la década de los ochenta como una forma de delimitar un nuevo tiempo histórico o, mejor dicho, un tiempo paradójicamente poshistórico, puede tener algún sentido entrando en la segunda década del siglo xxi? Ciertamente, hay algunas claves generales que nos pueden ayudar a seguir ahondando en esta caracterización epocal. Fenómenos como la posverdad; la mutación del liberalismo clásico en neoliberalismo; el paulatino declive de la política representativa y los partidos tradicionales; las n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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nuevas «indignaciones» sociales sin cabezas visibles; los nuevos populismos y el retorno de dinámicas carismáticas; la crisis de la izquierda, sobre todo en su vertiente marxista; el cambio climático y un peligro ecológico que evidencia la «finitud» del planeta; la esterilidad de la crítica y las mediaciones tradicionales en un mundo horizontal en red; o la vitalidad de las nuevas olas feministas… todos ellos son indicios que parecen contextualizar nuestro presente en continuidad con las premisas posmodernas. En primer lugar, con lo que un pensador posmoderno como Jean-François Lyotard llamó «la crisis de los metarrelatos» (Progreso, Emancipación, Futuro, Igualdad, Lucha de Clases…), lo que ha llevado a algunos críticos a la izquierda del posmodernismo a sostener que este diagnóstico no es sino una versión desmovilizada del izquierdismo espontaneísta y una funesta «retirada» política de sus vanguardias intelectuales. Segundo, con un marco sociológico definido por la pluralidad, la fragmentación y la descomposición de las identidades tradicionales. Tiempos volátiles, no cabe duda, donde tanto la tradición procedente del liberalismo como la del marxismo encuentran dificultades de comprensión. Así, por ejemplo, tomando la figura del citado Lyotard, quien, desde luego, popularizó el término y asumió, a diferencia de otros colegas, la etiqueta intencionadamente, se suele cuestionar este «giro» posmoderno tanto desde la derecha como desde la izquierda. Desde la primera por fragmentar las identidades tradicionales y la ética del trabajo; desde la segunda por plantear toda distancia respecto a las formas estructuradas y 6
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organizadas de lucha contra el Al quedar erosionada capitalismo, entendidas como la idea utópica de una supuesta repetición de las emancipación humana mismas ilusiones que preten- universal, categorías como género, raza o dían combatir. sirven De ahí la necesidad de lu- colonialismo char contra esos falsos ídolos como microidentidaque serían los fundamentos, des de recambio los valores absolutos, la verdad y la «representación»; sería, pues, la hora de celebrar el afecto y el deseo; de desestimar toda vanguardia o pedagogía, de abandonar el texto por la interpretación, de sacrificar la virtuosa unidad por el trampantojo de la diversidad. En este panorama no es dato menor la importancia que el llamado «giro lingüístico» tuvo lugar en los debates contemporáneos en la filosofía de la ciencia y las ciencias de la cultura. SIGNIFICADO DE LO POSMODERNO
Dicho esto, preguntémonos no tanto por el significado hoy de lo posmoderno como por su uso. Es decir, realicemos una aproximación al debate no tanto en términos teóricos como pragmáticos. ¿Quiénes y bajo qué condiciones se está usando el significante posmodernidad como arma arrojadiza o como término impugnatorio para, de alguna manera, cerrar un debate mucho más complejo? En cierto modo, el uso actual de posmoderno tiene algunas similitudes con el de populismo: más que una autodefinición, ambos son términos que sirven fundamentalmente como un insulto, que revelan un cierto tipo de n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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incomodidad moral o que se lanzan peyorativamente como epítetos confusos, no bien definidos. En síntesis, cuando se usa habitualmente el término posmoderno, este suele aparecer en un contexto defensivo respecto a un supuesto marco de legitimación epistemológico, moral o cultural que se valora como erosionado. Preguntando por su uso, apreciamos hoy que el problema posmoderno tiene que ver fundamentalmente con un hecho: el paulatino desplazamiento en la agenda política —en realidad, una retirada o claudicación— de la preocupación por las injusticias económicas hacia las humillaciones culturales; «un desplazamiento de Marx a Freud, o de la problemática del egoísmo a la problemática del sadismo» que ha producido la emergencia de «una izquierda cultural dentro de la academia», por decirlo en el análisis crítico de un socialdemócrata como Richard Rorty1. Según esta lectura, este giro parcialmente funesto hacia las políticas de la identidad y las diferencias culturales o hacia luchas orientadas al «reconocimiento» habría terminado eclipsando otras cuestiones como la justicia social o la redistribución económica, distanciando a esta nueva intelectualidad de la agenda política concreta y promoviendo «estudios de victimismo». Desde las filas del marxismo revisionista de Žižek podemos encontrar un diagnóstico parecido2: un nuevo paradigma habría triunfado desde la década de los ochenta sobre el nuevo campo de batalla de las reivindicaciones sociales. No es difícil seguir su rastro: la lógica subyacente que recorre fenómenos tan aparentemente diferentes como el multiculturalismo, las reivindicaciones de género, 8
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el miedo a la globalización sur- En el relato de la izgido al socaire de la crisis de quierda el giro posmola Unión Europea o las nuevas derno se entendería reconstrucciones históricas como un revés polítinacionalistas revelarían un co, una compensación nuevo mapa de luchas, signi- o suplemento ante la ficativamente más culturales derrota que directamente económicas, nacido de la desvertebración de ese horizonte sociopolítico que, por simplificar, llamaremos moderno. Un modelo de recambio para la izquierda tradicional cuyas presuntas bondades oscurecen, a juicio de Žižek, un alto precio desde el punto de vista de sus antiguos objetivos emancipadores. A medida que las aspiraciones a la comprensión de la totalidad social del marxismo dejaron de convertirse en el gran referente crítico del sistema capitalista y el concepto de clase social deja de ser útil en el plano teórico, el descontento social se canaliza de otro modo, transformándose en un número indefinido de reivindicaciones colectivas totalmente independientes entre sí. Es decir, al quedar erosionada la idea utópica de una emancipación humana universal, categorías como género, raza y colonialismo sirven como nuevas microidentidades de recambio. Žižek reconoce que el desplazamiento del relato izquierdista posmoderno del pasaje del marxismo «esencialista» con el proletariado como único Sujeto Histórico, el privilegio de la lucha económica de clase, etc., a la irreducible pluralidad de luchas posmodernas, describe indudablemente un proceso histórico real. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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El problema es que sus partidarios, como regla, omiten la resignación que implica la aceptación del capitalismo como la única opción, la renuncia a todo intento real de superar el régimen capitalista existente, naturalizando en esa medida el trasfondo estructural. «En la medida en que la política posmoderna implica un “repliegue teórico del problema de la dominación dentro del capitalismo”, es aquí, en esta suspensión silenciosa de la lucha de clases, cuando nos encontramos ante un caso ejemplar del mecanismo de desplazamiento ideológico: cuando el antagonismo de clase es repudiado, cuando su rol estructurante clave es suspendido, otros indicadores de la diferencia social pueden pasar a soportar un peso inmoderado; de hecho, pueden soportar todo el peso de los sufrimientos producidos por el capitalismo»3. DESVINCULACIÓN DEL MARXISMO
Ha sido Perry Anderson, ciertamente, en su recorrido de la escena marxista de Europa occidental quien mejor ha acotado el futuro marco de discussion sobre la posmodernidad y sus supuestos repliegues políticos de los setenta, señalando los límites de esta posición culturalista «hipertrófica» y entendiendo este desplazamiento como una desviación en el desarrollo del pensamiento de la izquierda. Ese privilegio otorgado a las cuestiones culturales e ideológicas en el marxismo no ha reflejado, según él, sino un paulatino aislamiento y un repliegue académico de los intelectuales marxistas de Europa occidental con respecto a los imperativos de la lucha política y organización de las masas; su divorcio de las «tensiones controladoras de una 10
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relación directa o activa con ¿No se confunde posuna audiencia proletaria»; su modernismo como ideo distancia de «las prácticas po- logía con posmoderpulares» y su sometimiento nismo como lógica escontinuado al predominio del tructural del capitalispensamiento burgués. Esto mo tardío? había conducido —argumentó— a una desvinculación general con respecto a los temas y problemas clásicos del Marx maduro y del marxismo4. Terry Eagleton ha sabido explicar este giro posmoderno de la teoría en términos muy expresivos: «Atrapados entre el capitalismo y el estalinismo, grupos como la Escuela de Frankfurt podían compensar su falta de hogar político volviéndose hacia cuestiones culturales y filosóficas. Políticamente abandonados, podían alzarse sobre sus formidables recursos culturales para enfrentarse a un capitalismo en el que el papel de la cultura estaba convirtiéndose en algo cada vez más vital, y así mostrarse una vez más políticamente relevantes. En el mismo acto, podían disociarse de un mundo comunista bastante ignorante, al tiempo que enriquecían infinitamente las tradiciones de pensamiento que ese comunismo había traicionado. Sin embargo, al hacerlo, gran parte del marxismo occidental acabó siendo una especie de versión aburguesada, academicista desilusionada y políticamente desdentada de sus antepasados revolucionarios militantes. Esto también se contagió a sus sucesores en los estudios culturales, para quienes pensadores como Antonio Gramsci acabaron por representar teorías de la subjetividad más que la revolución de los trabajadores»5. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Eagleton plantea una cuestión decisiva: ¿hasta qué punto el «marxismo occidental» no fue sino un modo de hacer de necesidad virtud, un, solo hasta cierto punto, comprensible repliegue culturalista ante una situación de perplejidad histórica que, asimismo, permitía al intelectual crítico disfrutar de los privilegios de su bagaje teórico sin hacer cuestión de sus incómodas fricciones con la práctica política? Es conocido cómo esta tesis ha hecho fortuna en el relato de la izquierda: el giro posmoderno se entendería como un revés político, una compensación o suplemento ante la derrota. Ahora bien, ¿hasta qué punto esto es exactamente así? N U E VA S R E I V I N D I C A C I O N E S
Tras lo dicho hasta ahora, resulta pertinente, a la hora de acercarnos a un rótulo tan discutible como posmodernidad, hacernos algunas preguntas. Por un lado, ¿no se trata de una categoría en 2019 demasiado confusa, donde conviven autores, planteamientos incluso contradictorios entre sí? ¿No se adscriben al posmodernismo posiciones que, no pocas veces, son atribuibles, por ejemplo, al posestructuralismo? Y lo que es más importante, ¿no se confunde el posmodernismo como «ideología» (diferencia, relativismo, pluralidad) con el posmodernismo como lógica estructural del capitalismo tardío, una dinámica que, efectivamente, necesita, como nunca, del plano de la construcción cultural para perpetuar su hegemonía? Como ha destacado la teórica Wendy Brown, es muy posible que nuestros mayores obstáculos a la hora de desarrollar hoy políticas de progreso o «modernistas» 12
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convincentes no surjan de los Resulta absurdo opocimientos académicamente nernos a la posmodesmoronados de la Verdad, dernidad bajo un juicio la Objetividad o el Sujeto moral: es, querámoslo moderno —en el fondo, un o no, el horizonte insudebate escolar—, como sue- perable desde el que len sostener quienes se pre- tenemos que pensar sentan como contrarios a la teoría posmoderna, sino de determinados rasgos «materiales» propios de nuestro tiempo: una expansión de la razón técnica o instrumental que neutraliza las cuestiones de sentido, una honda desorientación cultural-espacial y una tendencia política generada por esa misma desorientación, lo que denomina el «fundamentalismo reaccionario». La observación de Brown es muy pertinente, porque ayuda a percibir por qué determinadas dinámicas objetivas de nuestra época son las causantes de fenómenos que torpemente identificamos como «subjetivos». El mejor ejemplo de ello es nuestra incapacidad de desplegar lo que Fredric Jameson ha llamado «cartografías cognitivas». Si hoy nos cuesta tanto desplegar sistemas de orientación que permitan dar cuenta de las estructuras que determinan o limitan nuestro comportamiento social, planos de totalidad desde los cuales comprender el funcionamiento sistémico de nuestras sociedades, no es tanto por la mala fe de sus actores como por limitaciones objetivas y transformaciones en el ámbito del trabajo (posfordismo) que obstaculizan la construcción política de cualquier gramática de futuro o colectiva. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Desde este punto de vista, resulta absurdo oponernos a la posmodernidad bajo un juicio moral; esta es, querámoslo o no, el horizonte insuperable desde el que tenemos que pensar: una estructura ligada a la tercera fase del capitalismo tras su fase liberal (siglo xix) y monopolista-imperialista (finales del siglo xix hasta la segunda guerra mundial). Vivimos, así pues, en un dispositivo histórico cuyas transformaciones económicas (formas de dominio del capital financiero, posfordismo, neoliberalismo y globalización); histórico-sociales (una modernización que ha eliminado toda naturaleza original); psicológicas (dispersión del sujeto); y culturales (eclipse de la diferencia entre alta y baja cultura) habrían modificado nuestro escenario existencial. A tenor de todo ello, el asunto, como ha destacado uno de sus analistas más lúcidos, Fredric Jameson, es que estamos dentro de la cultura del posmodernismo a tal extremo que un repudio simplista es tan imposible como complaciente y funesta es igualmente cualquier fácil celebración de la misma. L A I D E O L O G Í A C O M O F U E R Z A M AT E R I A L
Llegados aquí, ¿podemos afirmar que es la desviación posmoderna la principal causa responsable de las derrotas de la izquierda? Como ha resaltado Stuart Hall en su crítica a Anderson, si bien resulta necesario extraer su planteamiento crítico acerca del marxismo occidental, en el sentido de que su énfasis y construcción de los debates sobre la ideología terminaron impulsando un cierto aislamiento de la praxis, debemos descartar «cualquier insinuación de que, si no fuera por las distorsiones producidas por el 14
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“marxismo occidental”, la teo- Vivimos tiempos voría marxista podría haber pro- látiles, no cabe duda, seguido cómodamente su ca- donde tanto la tradimino designado, siguiendo el ción procedente del liprograma establecido: dejando beralismo como la del el problema de la ideología en marxismo encuentran su lugar subordinado, de se- dificultades de comprensión gunda categoría»6. Hall, siguiendo a Laclau, sostiene que la relevancia del plano ideológico-cultural, simplificado como posmoderno, tiene al menos dos fundamentos objetivos de implicaciones políticas directas. En primer lugar, el crecimiento del papel de las industrias culturales en la creación de la conciencia de masas y, segundo, el problema del consentimiento de la clase trabajadora respecto al sistema en las sociedades ya no solo capitalistas avanzadas. Un «consentimiento», señala Hall, sin duda escaldado por la experiencia del thatcherismo, que si bien no puede separarse de los mecanismos ideológicos, no se mantiene solo a través de ellos. Lo interesante de esta aproximación más compleja al problema es que lo dota de mayor filo político: la necesidad de comprender la ideología como fuerza material en un doble sentido. En tanto naturalización de una forma particular de poder y dominación que reconcilia a los agentes subalternos con su lugar subordinado en la formación social como posible potencia de cambio; y como articulación de los procesos a través de los que surgen nuevas formas de conciencia y nuevas concepciones de mundo que movilizan a la acción contra el régimen imperante. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Este impulso teórico que trasciende los límites de las preocupaciones teóricas y prácticas del marxismo, por tanto, no puede reducirse al intento teórico compensatorio de aislarse sofisticada y académicamente de la praxis, toda vez que busca intervenir prácticamente mejor en el contexto social. «Estas cuestiones están en juego en un abanico de luchas sociales. Es para explicarlas, con el fin de comprender y dominar mejor el terreno de la lucha ideológica, que necesitamos no solo una teoría sino una teoría apropiada para las complejidades de lo que estamos tratando de explicar». Por otro lado, otra de las virtudes de este giro es que permite comprender en qué medida el poder contamina el propio aparato conceptual del planteamiento crítico. Este reconocimiento, como dice Judith Butler, no puede despacharse en términos simplistas como «impugnación de lo universal» o como «el advenimiento de un relativismo nihilista incapaz de crear normas, sino [que es] más bien la misma precondición de una crítica políticamente comprometida. Establecer un conjunto de normas que están más allá del poder o la fuerza es, en sí misma, una práctica de poder y de fuerza que sublima, disfraza y extiende su propio juego de poder mediante el recurso a figuras retóricas de universalidad normativa. Y de lo que se trata no es de deshacerse de los fundamentos, o incluso defender una posición conocida como antifundamentalismo»7. Solo porque el problema del posmodernismo se articula desde el principio bajo la forma de un «atemorizante condicional» o, a veces, «de un desdeño paternalista hacia lo joven e irracional», se necesita, como contrapunto, un esfuerzo de apuntalar las premisas primarias, de establecer 16
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por anticipado que cualquier Estamos tan dentro teoría de la política requiere de la cultura del posun sujeto y presumir su sujeto, modernismo que un la referencialidad del lenguaje repudio simplista es y la integridad de las descrip- imposible y funesta es ciones institucionales que pro- igualmente cualquier porciona. Pero, «¿buscan estas fácil celebración de la afirmaciones asegurar la forma- misma ción contingente de una política que requiera que estas nociones sigan siendo características no problematizadas de su propia definición? ¿Sería el caso que toda política, y la política feminista en particular, resulta impensable sin estas preciosas premisas? ¿O es más bien que una versión específica de la política se muestra en su contingencia una vez que esas premisas son tematizadas problemáticamente?»8. ¿ U N M O D O FA L S O D E R E G R E S A R A L PA S A D O ?
Por ello, siguiendo esta línea de argumentación de Brown, Hall y Butler, ¿no sería el intento de demonizar lo «posmoderno» un modo falso de regresar melancólicamente al pasado? Para Butler, de entrada, la acusación de que los nuevos movimientos sociales son «meramente culturales» y que, por ejemplo, una teoría unitaria y progresista debería retornar a un materialismo basado en un análisis objetivo de clase tiene el problema de presuponer una diferencia, la existente entre la vida material y cultural, que no parece ya defendible a la luz de las aportaciones que, en la propia teoría marxista se han producido desde Althusser, Raymond Williams, Stuart Hall o Gayatri Chakravorty Spivak: n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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«En realidad, el resurgimiento extemporáneo de esta distinción favorece una táctica que aspira a identificar a los nuevos movimientos sociales con lo meramente cultural, y lo cultural con lo derivado y secundario, enarbolando en este proceso un materialismo anacrónico como estandarte de una nueva ortodoxia (…). El neoconservadurismo dentro de la izquierda que aspira a infravalorar lo cultural no es más que otra intervención cultural. Sin embargo, la manipulación táctica de la distinción entre lo cultural y lo económico destinada a volver a implantar la desacreditada noción de opresión secundaria lo único que provocará será una reacción de resistencia contra la imposición de la unidad, reforzando la sospecha de que la unidad solo se logra mediante una escisión violenta. De hecho, por mi parte añadiría que es la comprensión de esta violencia la que ha motivado la adhesión al posestructuralismo por parte de la izquierda; dicho en otras palabras, se trata de un modo de interpretar qué es lo que debemos dejar fuera de un concepto de unidad para que este adquiera la apariencia de necesidad y coherencia, e insistir en que la diferencia sigue siendo constitutiva de cualquier lucha. Este rechazo a subordinarse a una unidad que caricaturiza, desprecia y domestica la diferencia se convierte en la base a partir de la cual desarrollar un impulso político más expansivo y dinámico. Esta resistencia a la “unidad” encierra la promesa democrática para la izquierda»9. ¢ Germán Cano es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares.
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u n prisma para pensar el siglo xxi N O TA S
Rorty, R., Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo xx, Barcelona, Paidós, 1999.
1
Cfr. en Butler, J., Laclau, E., E., Žižek, S., S., Contingencia, hegemonía y universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda, Buenos Aires, FCE, 2000.
2
Íbid.
3
Anderson, P., Los orígenes de la posmodernidad, Madrid, Akal, 2016.
4
Eagleton, T., Después de la teoría, Barcelona, Paidós, 2005.
5
Hall, S., Sin garantías, Envión Editores, Bogotá, 2010.
6
Butler, J., «Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del “posmodernismo”» en Centro de Documentación sobre la Mujer, Buenos Aires, 2007.
7
Ibid.
8
Butler, J., «El marxismo y lo meramente cultural» en ¿Reconocimiento o distribución? Un debate entre el marxismo y el feminismo, Madrid, Traficantes de Sueños-New Left Review, 2016.
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Posmodernidad (Pros y contras)
La honestidad frente a las ideologías La defensa del hombre concreto en la obra de Albert Camus Enrique García-Máiquez En El hombre rebelde (1951) Albert Camus (1913-1960) rompe con el marxismo, que le había atraído desde joven, y pasa a defender de una forma cada vez más decidida la verdad y la libertad, al hombre concreto por encima de cualquier ideología totalitaria. En su obra se pueden encontrar argumentos, basados en la aceptación de realidad y en la lucha por los valores, que sirven de revulsivo contra el pensamiento débil y el nihilismo de la posmodernidad.
Albert Camus, premio Nobel de Literatura.
Foto: © Wiki Commons.
Las cada vez más numerosas posturas críticas frente a la posmodernidad, aunque muy heterogéneas, se aglutinan en torno a un común denominador: el retorno al realismo. Los llamamos «antiposmodernos» con un término creado a partir del libro Los antimodernos (Acantilado, 2007), de Antoine Compagnon (Bruselas, 1950). Los antiposmodernos serían, pues, quienes se oponen (en los campos más diversos, del arte a la zoología, pasando por la pedagogía) a pasar por alto la realidad. Frente al utópico sueño de lo mejor, enemigo de lo bueno, prefieren la vigilia esforzada de la vida real. Comenzamos por El hombre rebelde (1951), el libro donde Camus expone su rebelión en defensa del hombre común, por la libertad y mediante la acción cotidiana frente a los grandes sistemas, las ideologías totalizantes como n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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el marxismo y el nazismo, y contra las justificaciones políticas que pasan por encima de la realidad, de los derechos individuales y de la conciencia y la felicidad personal. Son indicios que permitirían incluir a Albert Camus entre los precursores de la antiposmodernidad. CONTRA EL NIHILISMO
Los más sistemáticos críticos de la posmodernidad denuncian que en su centro filosófico hay un vacío nihilista. Albert Camus había alertado ya de ese riesgo. En El hombre rebelde, el nihilismo es su verdadera bestia negra. «Tras el asesinato del rey, y de Dios, el hombre está solo en el mundo. Nada tiene sentido». Aparece entonces «la tentación del nihilismo», con «el terrorismo estatal, en el fascismo —que es terror irracional— o en el comunismo —terror racional—». Estas ideologías o sistemas filosóficos y políticos abocan al nihilismo a fuerza de alejar al hombre de su circunstancia concreta y, en consecuencia, de la verdad. O explicado por Camus refiriéndose al marxismo hegeliano: «El racionalismo más absoluto que la historia haya conocido termina, como es lógico, identificándose con el nihilismo más absoluto». No extraña, por tanto, que Camus aplauda la «amenaza» que Kierkegaard blandió ante Hegel: enviarle a un joven que le pidiera consejos. Significaba plantar la vida real frente al sistema. ¿Por qué este enfrentamiento frontal? Porque Camus comprende las consecuencias personales, políticas y civilizatorias del marxismo y también del nihilismo. Es el callejón sin salida en el que se encuentra el protagonista de Calígula: 22
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«No se puede destruir todo sin Atraído inicialmente destruirse a sí mismo». Idea que por el marxismo, Cadesarrolla en su libro Crónicas mus se sintió desen(1948-1952): «Todos compren- cantado y traicionado dimos entonces que cierto ni- por la deriva totalitaria hilismo, del cual éramos más del estalinismo o menos solidarios, nos dejaba sin defensas lógicas […] No hay un nihilismo bueno y otro malo, no hay sino una larga y feroz aventura de la cual todos somos solidarios. El valor consiste en decirlo con claridad y en reflexionar en este callejón para encontrarle una salida». Mientras tanto, habrá que hacerse fuerte en lo positivo que hay y no tratar de escurrir el bulto en un cinismo disolvente. En La peste (1947) lo subraya: «Decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». Su progresivo distanciamiento del marxismo se produce, además, de por estas razones intelectuales, por sus experiencias personales. En primer lugar, el desencanto del autor ante el Partido Comunista, al que se sintió atraído en su juventud —llegó a militar durante dos años en Argelia—. No entendía como el espíritu de partido podía evitar que todos repudiasen aquella ideología: el gulag o «el efecto concentracionario», como él lo llamaba, no dejó nunca de parecerle un escándalo insoslayable. Igual que otros intelectuales franceses inicialmente seducidos por el marxismo, como André Gide cuando viajó a la urss en los años treinta, Camus se sintió traicionado por la deriva totalitaria de regímenes como el soviético. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Ese desencanto quedó reflejado en una fase célebre, a raíz de la muerte de Andreu Nin, dirigente del poum, marxista disidente de la urss, asesinado y torturado por agentes soviéticos enviados a España, en 1937. «La muerte de Nin —señaló Camus— constituyó un viraje en la tragedia del siglo xx, que es el siglo de la revolución traicionada». El problema de fondo radica en la pérdida progresiva de sentido a la que aboca la obcecación en lo abstracto. «Si nada tiene sentido, todo está permitido», advierte en Calígula (1945). Y en las Crónicas (1944-1948): «La verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual. Provienen de que ya no conocemos las razones para luchar». LA REALIDAD ANTE LAS IDEOLOGÍAS
Para huir del nihilismo, hay que regresar a lo que existe, al realismo o, mejor dicho, a la realidad. En uno de sus últimos cuadernos el autor se propone: «Despolitizar por completo el espíritu para humanizar. […] Permanecer cerca de la realidad de los seres y cosas. Volver lo más a menudo posible a la felicidad personal. No negarse a reconocer lo que es verdad aun cuando lo verdadero parezca contrariar lo deseable». Es un planteamiento ontológicamente contrario a la posmodernidad, para la que nada deja de ser construido, social o político, metalingüístico, disuelto, líquido, vaporoso… Como un lema de la casa, escribe: «La abstracción es el mal». Y tampoco se permite la abstracción de hablar de la abstracción en abstracto, sino que la identifica con las teorías filosóficas y políticas que han perdido contacto 24
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con lo concreto: «Cuando se Para el humanismo quiere unificar el mundo ente- de Albert Camus la ro en nombre de una teoría, no medida de todas las queda otro camino sino lograr cosas (del arte y de que ese mundo sea tan des- todas las demás) es carnado, ciego y sordo como el hombre concreto la teoría misma. No les queda otro camino que cortar las raíces que unen al hombre con la vida y la naturaleza». Ello porta un germen de violencia, en principio, ideológica, aunque, en última instancia, policial. En la novela La caída (1956), el dictado actual de lo políticamente correcto resultó predicho con amarga ironía: «Nuestra vieja Europa filosofa por fin como es debido. Ya no decimos, como en épocas ingenuas: “Yo pienso así, ¿cuáles son sus objeciones?”. Ahora hemos adquirido lucidez; reemplazamos el diálogo por el comunicado. “Nosotros decimos que esta es la verdad. Vosotros siempre podréis discutirla. Eso no nos interesa”. Pero, dentro de algunos años, la policía os mostrará que yo tengo razón». Camus no necesitó conocer el ambiente intelectual de hoy para escribir en sus Crónicas: «El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendían y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio […] El miedo es una técnica. […] Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre […] no puede volverse hacia esa parte de sí mismo […] que reencuenn ue va r e v i s t a · 1 7 0
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tra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o con sus ideas». El escritor se hace fuerte en un activo antiintelectualismo estético, en perfecta consonancia con la tradición antimoderna. Se podría considerar que Camus fue precursor en esto: «¿Por qué soy un artista y no un filósofo? Porque pienso según las palabras y no según las ideas». Ni la literatura ni las otras artes han perdido el contacto con lo real. Junto con el amor, son para Camus el lugar donde la realidad se manifiesta. «La obra de arte, por el mero hecho de existir, niega las conquistas de la ideología», constata. Y si no lo hiciese, no sería auténtico arte, como puede pasarle a sus manifestaciones más metalingüísticas, líquidas y nihilistas: «Pero a fuerza de rechazarlo todo, incluso la tradición de su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la ilusión de crear sus propias reglas y acaba creyéndose Dios. Cree poder crear por sí mismo su realidad». Y Camus pone un ejemplo: «Wilde quiso poner el arte por encima de todo. Pero la grandeza del arte no reside en planear por encima de todo. Consiste, por el contrario, en que todo está mezclado. Wilde acabó entendiéndolo gracias al dolor. Pero es culpa de esta época el que siempre sea preciso el dolor y la servidumbre para vislumbrar una verdad 26
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que también se encuentra en la felicidad cuando el corazón es digno de ella». L A R E V O L U C I Ó N N O E S E L VA L O R M Á S A L T O
Para el humanismo de Camus la medida de todas las cosas (del arte y de las demás) es el hombre concreto. La revolución «puede ser juzgada, pues no es el valor más alto. Si acaba humillando lo que en el hombre está por encima de ella, debe ser condenada». Propugna la necesidad urgente de un socialismo distinto que «no plantea la cuestión fútil del progreso […] ni cree en las doctrinas absolutas e infalibles, sino en la mejora obstinada, caótica aunque incansable de la condición humana». Ante los reproches públicos porque sus libros «no ponían de relieve el aspecto político», replica en sus Carnets: «… quieren que ponga en escena a los partidos. Pero yo solo pongo en escena a individuos opuestos a la máquina del Estado, porque sé lo que digo». Sabía lo que decía. Como explica Jaime Antúnez en Crónica de las ideas (2001): «El pensamiento débil no es más que esa huida hacia delante del vacío existencial que recorre la cultura que ha olvidado el sentido, el para qué, y que ha fragmentado la realidad para convertirla en cosas que ocupen espacios y deseos, pero que no colman el anhelo más profundo del hombre». Albert Camus, aunque parte de una misma angustia ante el absurdo, corre en sentido contrario, en busca del sentido que colme al hombre. No veía solo la amenaza que implicaban las grandes ideologías, sino que también detectaba la debilidad inten ue va r e v i s t a · 1 7 0
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rior del hombre contemporáneo. La novela La caída levanta un testimonio sin ambages: «A veces pienso en lo que dirán de nosotros los historiadores futuros. Les bastará una frase para caracterizar al hombre moderno: fornicaban y leían periódicos». En Crónicas (1944-1948) ofrece remedios: «Si tuviera tiempo, también diría que esos hombres deberían tratar de preservar en su vida personal la porción de alegría que no pertenece a la historia. Quieren hacernos creer que el mundo actual necesita hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos mediante la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese tipo de hombres, en la situación en que está el mundo, es más dañino que benéfico. Pero admitiendo, lo que yo no creo, que acaben por conseguir el triunfo del bien al final de los tiempos, sí creo que es preciso que exista otro tipo de hombres, atentos a preservar el matiz delicado, el estilo de vida, la posibilidad de ser felices, el amor y, por último, el difícil equilibrio que los hijos de esos mismos hombres necesitarán al cabo, incluso si se realiza la sociedad perfecta». Comparte, en consecuencia, la posición de Tolstói, que advertía contra los revolucionarios ignorantes y orgullosos «que tratan de transformar el mundo sin saber dónde se encuentra la verdadera felicidad». Desengañado frente a las ideologías, Camus afirma: «No queda sino intentar una «Para que un pensamiento cambie al mundo, primero tiene que cambiar la vida de quien lo concibe», afirma. Y apostilla: «Prefiero los hombres comprometidos a las literaturas comprometidas»
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cosa, que es la vía intermedia y sencilla de una honradez desprovista de ilusiones, prudente lealtad y obstinación en reforzar solamente la dignidad humana». UNA RESISTENCIA INTERIOR
El hombre concreto que más cerca tiene Camus es él y no escatima exigencias personales, consciente de que incluso el eco de su obra depende de ello: «Para que un pensamiento cambie al mundo, primero tiene que cambiar la vida de quien lo concibe». Y apostilla: «Prefiero hombres comprometidos a literaturas comprometidas». Lo que no obsta para que reconozca sus incumplimientos o incoherencias. A la vista de los cuales, se pone unos mínimos morales, reconocidos solemnemente en el discurso de recepción del premio Nobel: «Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». No ignoraba el precio de su postura: «Para que un valor, o una virtud, arraigue en una sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por ellos siempre que se pueda». Con frecuencia, el precio será la soledad: «El único artista comprometido es el que, sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares, me refiero al francotirador», afirma, apuntando con bala a la intelligentsia francesa. Otras veces, el precio será más alto: tantos ataques y críticas acerbas como recibió. Resulta tan difícil mantenerse en esa postura de exigencia personal que, en la conferencia que siguió al premio n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Nobel, deducía: «Se explica que tengamos más periodistas que escritores, más boy-scouts de la pintura que cézannes y que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar de Guerra y paz o de La cartuja de Parma». En sus papeles privados, confiesa momentos de desaliento: «Desagrado profundo de toda sociedad. Tentación de huir y de aceptar la decadencia de la época. La soledad me hace feliz. Pero también la impresión de que la decadencia empieza a partir del momento en que se la acepta. Y uno permanece, para que el hombre permanezca a la altura que le corresponde. Exactamente para impedir que descienda de ella». L A L U C H A P O R L O S VA L O R E S
Camus encontró una herramienta imprescindible de búsqueda y de supervivencia: los valores. Esto podría entenderse como un rasgo de la antiposmodernidad: «El primer deber de nuestra vida pública estriba, pues, en servir a la esperanza de los valores […] y con la decisión de defenderlos, la voluntad al menos de definirlos». Su vocación como artista y creador es «servir desde mi puesto a unos cuantos valores sin los cuales un mundo, incluso transformado, no vale la pena de ser vivido, sin los cuales un hombre, incluso nuevo, no merecería ser respetado», tal y como escribe en Crónicas (1948-1953). Y añade: «Eso es lo que quiero decirle antes de despedirme: no puede usted prescindir de esos valores, y los volverá a encontrar creyendo recrearlos. No vivimos solo de lucha y de odio. No morimos siempre con las armas en la mano. Está la historia y están otras cosas, la simple felicidad, la pasión de los seres, la belleza natural. También ellas son 30
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raíces que la historia ignora, y En desafío explícito a Europa, por haberlas perdido, los marxistas, el escritor francés escoge es hoy un desierto». Albert Camus se adelanta la libertad frente a la así a la cuestión que plantea- justicia, porque sin lirá la posmodernidad y propo- bertad no hay justicia ne una contestación hecha de honestidad intelectual, aceptación de la realidad, amor a la belleza y esperanza en los valores. Incluso hay un instante en que parece que dirige la mirada, a través del tiempo, directamente a los más célebres posmodernos, y les pregunta, desde el Cuaderno V de sus Carnets: «¿No creen ustedes que todos somos responsables de la falta de valores? Y que si todos nosotros, que procedemos del nietzscheísmo, del nihilismo o del realismo histórico, confesáramos públicamente que nos hemos equivocado, que existen valores morales y que en lo sucesivo haremos lo que sea necesario para fundarlos e ilustrarlos, ¿esto podría ser el comienzo de una esperanza?» Él sí confesó públicamente sus equivocaciones. Y en la solemne ocasión de su discurso del Nobel, asume dos responsabilidades concretas que le obligaban: «El servicio de la verdad y el de la libertad». La sola mención de la verdad suena a provocación y disuelve el relativismo como un azucarillo. Camus la proclama con vigor en Crónicas (1944-1948): «Toda idea falsa termina en sangre, pero se trata siempre de la sangre de los otros. Eso explica que algunos de nuestros filósofos se sientan a sus anchas diciendo lo primero que se les pasa por la cabeza». n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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No sorprende, por tanto, que, a raíz de la publicación de El hombre rebelde, Camus sostuviese una polémica en la revista Les tempes modernes, con Jean-Paul Sartre. Camus aseguraba frente a Sartre —cercano al comunismo— que el marxismo deriva en la muerte de la libertad, y se remitía —de nuevo— a los crímenes del régimen estalinista. En paralelo y en sentido contrario, late su pasión por la libertad. No en vano lamenta que «la pasión más fuerte del siglo xx ha sido la servidumbre». Desafiando a los marxistas, escoge la libertad frente a la justicia, porque sin libertad no hay justicia: «Aunque la justicia no se cumpla, la libertad preserva el poder de protestar contra la injusticia y salva la comunicación. La justicia en un mundo silencioso, la justicia de los mudos destruye la complicidad, niega la rebelión y restituye el consentimiento, pero esta vez en su forma más baja. Aquí se ve la primacía que adquiere poco a poco el valor de la libertad». Ni por el precio de una sociedad ideal renunciaría a la libertad: «Incluso aunque la sociedad resultara transformada de súbito y se volviera decente y confortable para todos, si en ella no reinara la libertad seguiría siendo una barbarie. […] Si alguien os retira el pan, suprime al mismo tiempo vuestra libertad. Pero si alguien os arrebata vuestra libertad, tened la seguridad de que vuestro pan está amenazado, pues ya no depende de vosotros y de vuestra lucha, sino de la buena voluntad de un asno». Estas palabras nos colocan ante el clásico discurso antiutopía de los que en este artículo estamos llamando antimodernos y antiposmodernos. La obra de teatro Calígula podría leerse dentro de esa tradición. 32
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No es solo el futuro. Proclama Camus: «Sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos a la vez la justicia futura y la belleza antigua». Sin libertad, no hay presente, ni futuro, ni pasado. Pero a estas alturas ya sabemos que Albert Camus no se conforma con grandes y bonitas declaraciones de principios y advierte, con la honestidad del que no quiere engañarnos ni con la belleza de su discurso: «La libertad no está hecha en primer lugar de privilegios, está hecha sobre todo de deberes». ¢ Enrique García-Máiquez es poeta, crítico literario, traductor, columnista y editor.
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Posmodernidad (Pros y contras)
Acerca de lo leve y lo líquido Zygmunt Bauman El filósofo británico-polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) sostiene que lo líquido es una metáfora de la modernidad, porque no se fija en el espacio ni en el tiempo. Esta modernidad líquida o fluida ha cambiado la condición humana de modo radical y exige repensar los viejos conceptos que enmarcaban su discurso narrativo.
Extracto del prólogo de Modernidad líquida (Fondo de Cultura Económica, 2016).
Zygmunt Bauman.
Foto: © Shutterstock.
La «fluidez» es la cualidad de los líquidos y los gases. Según nos informa la autoridad de la Encyclopaedia Britannica, lo que los distingue de los sólidos es que «en descanso, no pueden sostener una fuerza tangencial o cortante» y, por lo tanto, «sufren un continuo cambio de forma cuando se los somete a esa tensión» (…). Hasta aquí lo que dice la Encyclopaedia Britannica, en una entrada que apuesta a explicar la «fluidez» como una metáfora regente de la etapa actual de la era moderna (…). Acepto que esta proposición pueda hacer vacilar a cualquiera que esté familiarizado con el «discurso de la modernidad» y con el vocabulario empleado habitualmente para narrar la historia moderna. ¿Acaso la modernidad no fue desde el principio un «proceso de licuefacción»? ¿Acaso «derretir los sólidos» no fue siempre su principal n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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pasatiempo y su mayor logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido «fluida» desde el principio? Estas y otras objeciones son justificadas, y parecerán más justificadas aún cuando recordemos que la famosa expresión «derretir los sólidos», acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas estaban congeladas. Si el «espíritu» era «moderno», lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la «mano muerta» de su propia historia… y eso solo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la «profanación de lo sagrado»: la desautorización y la negación del pasado, y primordialmente de la «tradición» —es decir, el sedimento y el residuo del pasado en el presente—. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a los sólidos resistirse a la «licuefacción». Recordemos, sin embargo, que todo esto no debía llevarse a cabo para acabar con los sólidos definitivamente ni para liberar al nuevo mundo de ellos para siempre, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable. Al leer el Ancien Régime [El Antiguo Régimen y la Revolución] de Tocqueville, podríamos preguntarnos 36
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además hasta qué punto esos ¿Acaso la moderni«sólidos» no estaban de ante- dad no fue desde el mano resentidos, condenados principio un «proceso y destinados a la licuefacción, de licuefacción» (…) ya que se habían oxidado y en- «derretir los sólidos» mohecido, tornándose frágiles no fue siempre su may poco confiables. Los tiempos yor logro? modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya solidez fuera —por una vez— duradera, una solidez en la que se pudiera confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y controlable. Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos, obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa. Para encarar seriamente la tarea de construir un nuevo orden (¡verdaderamente sólido!), era necesario deshacerse del lastre que el viejo orden imponía a los constructores. I N S T I T U C I O N E S Z O M B I S : FA M I L I A , C L A S E , V E C I N D A R I O
(…) En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford el 3 de febrero de 1999, Ulrich Beck (quien hace pocos años acuñó el término «segunda modernidad» para connotar la fase en que la modernidad «volvió sobre sí misma», la época de la soi-disant «modernización de la modernidad») habla de «categorías zombis» y de «instituciones zombis», n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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que están «muertas y todavía vivas». Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno. La familia, por ejemplo: ¿Qué es una familia en la actualidad? ¿Qué significa? Por supuesto, hay niños, mis niños, nuestros niños. Pero hasta la progenitura, el núcleo de la vida familiar, ha empezado a desintegrarse con el divorcio […] Abuelas y abuelos son incluidos y excluidos sin recursos para participar en las decisiones de sus hijos e hijas. Desde el punto de vista de los nietos, el significado de los abuelos debe determinarse por medio de decisiones y elecciones individuales. Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución y una reasignación de los «poderes de disolución» de la modernidad. Al principio, esos poderes afectaban a las instituciones existentes, los marcos que circunscribían los campos de acciones y elecciones posibles, como los patrimonios heredados, con su asignación obligatoria, no por gusto. Las configuraciones, las constelaciones, las estructuras de dependencia e interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y después remodeladas: esa fue la fase de «romper el molde» en la historia de la transgresora, ilimitada, erosiva modernidad. No obstante, los individuos podían ser excusados por no haberlo advertido: tuvieron que enfrentarse a pautas y configuraciones que, aunque «nuevas y mejores», seguían siendo tan rígidas e inflexibles como antes (…). Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el advenimiento de la «modernidad fluida» ha impuesto a la condición humana. El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e inalcanzable, combinado con el estado 38
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fluido y desestructurado del en- La principal técnica de cuadre de la política de vida, ha poder es la capacidad cambiado la condición humana de evitar el rechazo de modo radical y exige repensar concreto de cualquier los viejos conceptos que solían confinamiento territorial enmarcar su discurso narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección —aun en una nueva forma o encarnación— es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y una sepultura decentes. (…) Michel Foucault usó el diseño del panóptico1 de Jeremy Bentham como archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de gruesos muros y murallas, custodiados, y atados a sus camas, celdas o bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían libertad de movimiento. La facilidad y la disponibilidad de movimiento de los guardias eran garantía de dominación; la «inmovilidad» de los internos era muy segura, la más difícil de romper entre todas las ataduras que condicionaban su subordinación. El dominio del tiempo era el secreto del poder de los jefes… y tanto la inmovilización de sus subordinados en el espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad, el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de movimientos (…). n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Lo que induce a tantos teóricos a hablar del «fin de la historia», de posmodernidad, de «segunda modernidad» y «sobremodernidad», o articular la intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha llegado ya a su «límite natural». El poder puede moverse con la velocidad de la señal electrónica; así, el tiempo requerido para el movimiento de sus ingredientes esenciales se ha reducido a la instantaneidad. En la práctica, el poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni siquiera detenido, por la resistencia del espacio (el advenimiento de los teléfonos celulares puede funcionar como el definitivo «golpe fatal» a la dependencia del espacio). (…) Este hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes: la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del poder. La etapa actual de la historia de la modernidad —sea lo que fuere por añadidura— es, sobre todo, pospanóptica. En el panóptico lo que importaba era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre «allí», cerca, en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier momento fuera de alcance… y volverse absolutamente inaccesible. El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo: entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y seguidores, ejércitos en guerra. La principal técni40
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ca de poder es ahora la huida, La guerra de hoy se el escurrimiento, la elisión, la parece cada vez más capacidad de evitar, el rechazo a «la promoción del liconcreto de cualquier confina- bre comercio mundial miento territorial y de sus en- por otros medios» gorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos. Esta nueva técnica de poder ha sido ilustrada vívidamente por las estrategias empleadas durante la Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. (…) La fuerza militar y su estrategia bélica de «golpear y huir» prefiguraron, anunciaron y encarnaron aquello que realmente estaba en juego en el nuevo tipo de guerra de la época de la modernidad líquida: ya no la conquista de un nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los nuevos poderes globales fluidos; sacarle de la cabeza al enemigo todo deseo de establecer sus propias reglas para abrir de ese modo un espacio —hasta entonces amurallado e inaccesible— para la operación de otras armas (no militares) del poder. Se podría decir —parafraseando la fórmula clásica de Clausewitz— que la guerra de hoy se parece cada vez más a «la promoción del libre comercio mundial por otros medios». (…) Aferrarse al suelo no es tan importante si ese suelo puede ser alcanzado y abandonado a voluntad, en poco o en casi ningún tiempo. Por otro lado, aferrarse demasiado, cargándose de compromisos mutuamente inquebrantables, puede resultar positivamente perjudicial, mientras las nuevas oportunidades aparecen en cualquier otra parte. Es comprensible que Rockefeller haya querido que sus n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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fábricas, ferrocarriles y pozos petroleros fueran grandes y robustos, para poseerlos durante mucho, mucho tiempo (para toda la eternidad, si medimos el tiempo según la duración de la vida humana o de la familia). Sin embargo, Bill Gates se separa sin pena de posesiones que ayer lo enorgullecían: hoy, lo que da ganancias es la desenfrenada velocidad de circulación, reciclado, envejecimiento, descarte y reemplazo —no la durabilidad ni la duradera confiabilidad del producto—. En una notable inversión de la tradición de más de un milenio, los encumbrados y poderosos de hoy son quienes rechazan y evitan lo durable y celebran lo efímero, mientras los que ocupan el lugar más bajo —contra todo lo esperable— luchan desesperadamente para lograr que sus frágiles, vulnerables y efímeras posesiones duren más y les rindan servicios duraderos. Los encumbrados y los menos favorecidos se encuentran hoy en lados opuestos de las grandes liquidaciones y en las ventas de autos usados. E L M U N D O D E B E E S TA R L I B R E D E T R A B A S
(…) Para que el poder fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier trama densa de nexos sociales, y particularmente una red estrecha con base territorial, implica un obstáculo que debe ser eliminado. Los poderes globales están abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la garantía de su invencibilidad. Y el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos permiten que esos poderes puedan actuar. 42
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Si estas tendencias mezcladas se desarrollaran sin obstáculos, hombres y mujeres serían remodelados siguiendo la estructura del mol electrónico, esa orgullosa invención de los primeros años de la cibernética que fue aclamada como un presagio de los años futuros: un enchufe portátil, moviéndose por todas partes, buscando desesperadamente toma de corriente donde conectarse. Pero en la época que auguran los teléfonos celulares, es probable que los enchufes sean declarados obsoletos y de mal gusto, y que tengan cada vez menos calidad y poca oferta. Ya ahora, muchos abastecedores de energía eléctrica enumeran las ventajas de conectarse a sus redes y rivalizan por el favor de los buscadores de enchufes. Pero a largo plazo (sea cual fuere el significado que «a largo plazo» pueda tener en la era de la instantaneidad) lo más probable es que los enchufes desa parezcan y sean reemplazados por baterías descartables que venderán los kioscos de todos los aeropuertos y todas las estaciones de servicio de autopistas y caminos rurales. Parece una diotopia hecha a la medida de la modernidad líquida (…) adecuada para reemplazar los temores consignados en las pesadillas al estilo Orwell y Huxley. ¢ Zigmunt Bauman (Polonia 1925-Reino Unido 2017), fue catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Varsovia. Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, junto a Alain Touraine, en 2010. Ha sido profesor en las Universidades de Leeds, Tel Aviv y en la London School of Economics, entre otras. Extracto del prólogo de Modernidad líquida (FCE, 2016). Permiso de reproducción solicitado a la editorial. N O TA 1
l panóptico era una arquitectura carcelaria ideada por el filósofo Jeremy BenE tham, que permitía al guardián observar, desde una torre central, a todos los prisioneros, sin que estos pudieran ser observados.
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Posmodernidad (Pros y contras)
La era del vacío Gilles Lipovetsky El filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky (París, 1944) identifica la posmodernidad con la pérdida del sentido y del criterio de lo verdadero; y a la sociedad posmoderna, con el culmen del individualismo, la hipertrofia del ego y la apoteosis del consumismo. Si la edad moderna estaba obsesionada por la producción y la revolución; la posmoderna lo está por la información y la expresión. Y concluye: esta es una sociedad narcisista, regida por la lógica del vacío.
Extracto del prefacio de La era del vacío (Anagrama, 2003). Texto cedido por la editorial.
Gilles Lipovetsky.
Foto: © Wiki Commons.
Sociedad posmoderna: dicho de otro modo, cambio de rumbo histórico de los objetivos y modalidades de la socialización, actualmente bajo la égida de dispositivos abiertos y plurales; dicho de otro modo, el individualismo hedonista y personalizado se ha vuelto legítimo y ya no encuentra oposición; dicho de otro modo, la era de la revolución, del escándalo, de la esperanza futurista, inseparable del modernismo, ha concluido. La sociedad posmoderna es aquella en que reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de rei teración y estancamiento, en que la autonomía privada no se discute, donde lo nuevo se acoge como lo antiguo, donde se banaliza la innovación, en la que el futuro no se asimila ya a un progreso ineluctable. La sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, se instituyó como ruptura con las jerarquías n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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de sangre y la soberanía sagrada, con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución. Esa época se está disipando a ojos vistas; en parte es contra esos principios futuristas que se establecen nuestras sociedades, por este hecho posmodernas, ávidas de identidad, de diferencia, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata; se disuelven la confianza y la fe en el futuro, ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso, la gente quiere vivir en seguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo. Sociedad posmoderna significa, en este sentido, retracción del tiempo social e individual, al mismo tiempo, que se impone más que nunca la necesidad de prever y organizar el tiempo colectivo, agotamiento del impulso modernista hacia el futuro, desencanto y monotonía de lo nuevo, cansancio de una sociedad que consiguió neutralizar en la apatía aquello en que se funda: el cambio. Los grandes ejes modernos, la revolución, las disciplinas, el laicismo, la vanguardia han sido abandonados a fuerza de personalización hedonista; murió el optimismo tecnológico y científico al ir acompañados los innumerables descubrimientos por el sobrearmamento de los bloques, la degradación del medio ambiente, el abandono acrecentado de los individuos; ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las masas, la sociedad posmoderna no tiene ni ídolo ni tabú, ni tan solo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis. 46
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(…) Eso es la sociedad pos- El individualismo hemoderna; no el más allá del donista y personalizaconsumo, sino su apoteosis, su do se ha vuelto legítiextensión hasta la esfera priva- mo y ya no encuentra da, hasta en la imagen y el de- oposición venir del ego llamado a conocer el destino de la obsolescencia acelerada, de la movilidad, de la desestabilización. Consumo de la propia existencia a través de la proliferación de los mass media, del ocio, de las técnicas relacionales, el proceso de personalización genera el vacío en tecnicolor, la imprecisión existencial en y por la abundancia de modelos, por más que estén amenizados a base de convivencialidad, de ecologismo, de psicologismo. Más exactamente estamos en la segunda fase de la sociedad de consumo, cool y ya no hot, consumo que ha digerido la crítica de la opulencia. N A D A D E B E I M P O N E R S E D E M O D O I M P E R AT I V O Y D U R A D E R O
(…) La cultura posmoderna representa el polo «superestructural» de una sociedad que emerge de un tipo de organización uniforme, dirigista y que, para ello, mezcla los últimos valores modernos, realza el pasado y la tradición, revaloriza lo local y la vida simple, disuelve la preeminencia de la centralidad, disemina los criterios de lo verdadero y del arte, legitima la afirmación de la identidad personal conforme a los valores de una sociedad personalizada en la que lo importante es ser uno mismo, en la que por lo tanto cualquiera tiene derecho a la ciudadanía y al reconocimiento social, en la que ya nada debe imponerse de un modo imperativo y duradero, en la que todas las opciones, todos los niveles pueden cohabitar sin contradicción ni postergación. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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La cultura posmoderna es descentrada y heteróclita, materialista y psi1, porno y discreta, renovadora y retro, consumista y ecologista, sofisticada y espontánea, espectacular y creativa; el futuro no tendrá que escoger una de esas tendencias sino que, por el contrario, desarrollará las lógicas duales, la correspondencia flexible de las antinomias. La función de semejante estallido no ofrece duda: paralelamente a los otros dispositivos personalizados, la cultura posmoderna es un vector de ampliación del individualismo; al diversificar las posibilidades de elección, al anular los puntos de referencia, al destruir los sentidos únicos y los valores superiores de la modernidad, pone en marcha una cultura personalizada o hecha a medida, que permite al átomo social emanciparse del balizaje disciplinario-revolucionario. Sin embargo, no es cierto que estemos sometidos a una carencia de sentido, a una deslegitimación total; en la era posmoderna perdura un valor cardinal, intangible, indiscutido a través de sus manifestaciones múltiples: el individuo y su cada vez más proclamado derecho de realizarse, de ser libre en la medida en que las técnicas de control social despliegan dispositivos cada vez más sofisticados y «humanos». De modo que si el proceso de personalización introduce efectivamente una discontinuidad en la trama histórica, también es cierto que persigue, por otros caminos, una obra secular, la de la modernidad democrática-individualista. Ruptura aquí, continuidad allá, la noción de sociedad posmoderna no expresa otra cosa: concluida una fase, aparece otra nueva, unida, por lazos más complejos Psicologista.
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de lo que parecen a primera Estamos ya regidos vista, a nuestros orígenes polí- por el vacío, un vacío que no comporta, sin ticos e ideológicos. Si es necesario recurrir al embargo, ni tragedia esquema del proceso de per- ni apocalipsis sonalización, no se debe únicamente a las nuevas tecnologías blandas de control sino a los efectos de ese proceso sobre el propio individuo. Con el proceso de personalización el individualismo sufre un aggiornamento que llamamos aquí, siguiendo a los sociólogos americanos, narcisista: el narcisismo, consecuencia y manifestación miniaturizada del proceso de personalización, símbolo del paso del individualismo «limitado» al individualismo «total», símbolo de la segunda revolución individualista. ¿Qué otra imagen podría retratar mejor la emergencia de esa forma de individualidad dotada de una sensibilidad psicológica, desestabilizada y tolerante, centrada en la realización emocional de uno mismo, ávida de juventud, de deporte, de ritmo, menos atada a triunfar en la vida que a realizarse continuamente en la esfera íntima? ¿Qué otra imagen podría sugerir con más fuerza el formidable empuje individualista inducido por el proceso de personalización? ¿Qué otra imagen podría ilustrar mejor nuestra situación presente en la que el fenómeno social crucial ya no es la pertenencia y antagonismo de clases sino la diseminación de lo social? En la actualidad son más esclarecedores los deseos individualistas que los intereses de clase, la privatización es más reveladora que las relaciones de producción, el hedonismo y psicologismo se imponen más que los programas y formas de acciones colectivas por nuevas que resulten n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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(lucha antinuclear, movimientos regionales, etcétera), el concepto de narcisismo tiene por objeto hacer de eco a esa culminación de la esfera privada. Permítasenos hacer algunas precisiones y prolongaciones respecto de un asunto que ha suscitado malentendidos. Contrariamente a lo que se haya escrito aquí o allá, el narcisismo no se identifica con la falta de compromiso político del momento; más ampliamente corresponde a la descrispación de las posturas políticas e ideológicas y a la sobrevaloración concomitante de las cuestiones subjetivas. Windsurf, skate, ala delta, la sociedad posmoderna es la edad del deslizamiento, imagen deportiva que ilustra con exactitud un tiempo en que la res publica ya no tiene una base sólida, un anclaje emocional estable. En la actualidad las cuestiones cruciales que conciernen a la vida colectiva conocen el mismo destino que los discos más vendidos de los hit-parades, todas las alturas se doblegan, todo se desliza en una indiferencia relajada. Es esa destitución y trivialización de lo que antaño fue superior lo que caracteriza el narcisismo, no la pretendida situación de un individuo totalmente desconectado de lo social y replegado en su intimidad solipsista. El narcisismo solo encuentra su verdadero sentido a escala histórica; en lo esencial coincide con el proceso tendencial que conduce a los individuos a reducir la carga emocional invertida en el espacio público o en las esferas trascendentales y correlativamente a aumentar las prioridades de la esfera privada. El narcisismo es indisociable de esa tendencia histórica a la transferencia emocional: igualación-declinación de las jerarquías supremas, hipertrofia del ego, todo 50
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eso por descontado puede ser En la actualidad son más o menos pronunciado se- más esclarecedores gún las circunstancias pero, a los deseos individuala larga, el movimiento parece listas que los interedel todo irreversible porque ses de clase corona el objetivo secular de las sociedades democráticas. Poderes cada vez más penetrantes, benévolos, invisibles, individuos cada vez más atentos a ellos mismos, «débiles», dicho de otro modo lábiles y sin convicción: la profecía de Tocqueville se cumple en el narcisismo posmoderno. Así como el narcisismo no puede asimilarse a una estricta despolitización, también es inseparable de un entusiasmo relacional particular, como lo demuestra la proliferación de asociaciones, grupos de asistencia y ayuda mutua. La última figura del individualismo no reside en una independencia soberana asocial sino en ramificaciones y conexiones en colectivos con intereses miniaturizados, hiperespecializados: agrupaciones de viudos, de padres de hijos homosexuales, de alcohólicos, de tartamudos, de madres lesbianas, bolínicos. Debemos devolver a Narciso al orden de los circuitos y redes integradas: solidaridad de microgrupo, participación y animación benévolas, «redes situacionales», todo eso no se contradice con la hipótesis del narcisismo sino que confirma su tendencia. Ya que lo más notable del fenómeno es, por una parte, la retracción de los objetivos universales si lo comparamos con la militancia ideológica y política de antaño, y por otra, el deseo de encontrarse en confianza, con seres que compartan las mismas preocupaciones inmediatas y circunscritas. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Narcisismo colectivo: nos juntamos porque nos parecemos, porque estamos directamente sensibilizados por los mismos objetivos existenciales. El narcisismo no solo se caracteriza por la autoabsorción hedonista sino también por la necesidad de reagruparse con seres «idénticos», sin duda para ser útiles y exigir nuevos derechos, pero también para liberarse, para solucionar los problemas íntimos por el «contacto», lo «vivido», el discurso en primera persona: la vida asociativa, instrumento psi. El narcisismo encuentra su modelo en la psicologización de lo social, de lo político, de la escena pública en general, en la subjetivización de todas las actividades antaño impersonales u objetivas. La familia y múltiples organizaciones son ya medios de expresión, tecnologías analíticas y terapéuticas, estamos lejos de la estética monadológica, el neonarcisismo es pop psi. NADIE ESTÁ INTERESADO POR ESA PROFUSIÓN DE EXPRESIÓN
La edad moderna estaba obsesionada por la producción y la revolución, la edad posmoderna lo está por la información y la expresión. Nos expresamos, se dice, en el trabajo, por los «contactos», el deporte, el ocio, de tal modo que pronto no habrá ni una sola actividad que no esté marcada con la etiqueta «cultural». Ni tan solo se trata de un discurso ideológico, es una aspiración de masa cuya última manifestación es la extraordinaria proliferación de las radios libres. Todos somos disc-jockeys, presentadores y animadores; ponga la fm, de inmediato le asalta una nube de música, de frases entrecortadas, entrevistas, confidencias, afirmaciones culturales, regionales, locales, de barrio, de escuela, de grupos restringidos. Democratización sin precedentes de la palabra: cada uno es incitado a telefonear a la centralita, cada uno quiere decir algo a partir de su experiencia íntima, todos 52
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podemos hacer de locutor y ser Eso es precisamente oídos. Pero es lo mismo que las el narcisismo, la exprepintadas en las paredes de la es- sión gratuita, la primacuela o los innumerables grupos cía del acto de comuniartísticos; cuanto mayores son cación sobre la naturalos medios de expresión, menos leza de lo comunicado cosas se tienen por decir; cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto. Paradoja reforzada aún más por el hecho de que nadie en el fondo está interesado por esa profusión de expresión, con una excepción importante: el emisor o el propio creador. Eso es precisamente el narcisismo, la expresión gratuita, la primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor. De ahí esa plétora de espectáculos, exposiciones, entrevistas, propuestas totalmente insignificantes para cualquiera y que ni siquiera crean ambiente: hay otra cosa en juego, la posibilidad y el deseo de expresarse sea cual fuere la naturaleza del «mensaje», el derecho y el placer narcisista a expresarse para nada, para sí mismo, pero con un registrado amplificado por un «médium». Comunicar por comunicar, expresarse sin otro objetivo que el mero expresar y ser grabado por un micropúblico, el narcisismo descubre aquí como en otras partes su convivencia con la desustancialización posmoderna, con la lógica del vacío. ¢ Gilles Lipovetsky es filósofo y sociólogo, nacido en París en 1944. Profesor de Filosofía en la Universidad de Grenoble, publicó en 1983 su obra principal La era del vacío. Es autor de numerosas obras traducidas a más de veinte lenguas, ensayista y conferenciante. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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El hombre en busca de sentido
Rémi Brague «Nada es más terrible que estar sometido a un poder arbitrario» José Manuel Grau Navarro «Las leyes que rigen la humanidad misma del hombre son de origen más que humano», afirma en esta entrevista el filósofo francés Rémi Brague. Sófocles en Antígona habla de normas que nunca han sido promulgadas porque son evidentes, explica el pensador. Pero hay que prestar mucha atención a lo que se entiende por «leyes divinas»: son las condiciones mínimas de supervivencia de la humanidad, todo lo contrario a estar «sometido a un poder arbitrario», en palabras del autor de ¿A dónde va la historia?
Rémi Brague, en Madrid, durante la entrevista.
Foto: © Josema Visiers.
Nacido
en París el 8 de septiembre de 1947, Rémi Brague se doctoró en Filosofía en 1976. Ha sido catedrático en la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne y desde 2002 hasta 2012 fue también titular de la cátedra Guardini en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich, además de profesor visitante en diversos ateneos europeos y americanos. Ha recibido numerosas distinciones, como el premio Josef Pieper en 2009 y el premio Joseph Ratzinger en 2012. Está casado y tiene cuatro hijos. El pasado mayo, Rémi Brague pronunció en Madrid, en la sede de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, ante un auditorio al completo, la conferencia titulada La fuerza del bien. Unas horas antes conversó con Nueva Revista. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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¿Sirve el estudio de la Edad Media para comprender los problemas de nuestro tiempo? ¿Por qué? ¿Qué «problemas de nuestro tiempo» nos ayuda a comprender el estudio de la Edad Media? Hay efectivamente un diálogo que concierne a todos los filósofos entre el pasado y el presente. El estudio del pasado nos ayuda a comprender que nuestra situación actual no es tan actual como parece. En cualquier caso «no somos moscas de un solo verano». Tenemos un pasado, una forma de pensar. Utilizamos palabras que han sido forjadas, fabricadas, hace siglos. La historia de la filosofía se interesa por lo que consideramos verdadero, mientras que la historia de las ideas lo comprende todo, incluidas las tonterías, incluidas las monstruosidades, con tal de que hayan influido. Cuando miramos más atentamente el pasado, nos damos cuenta de que ya ha habido algunas cuestiones que han recibido respuestas, a veces insatisfactorias, y que no merece la pena volver a ellas. Tengo la impresión de que algunos filósofos contemporáneos recogen ideas que son muy antiguas y que no se han mostrado verdaderas, que no eran muy sólidas. ¿De qué obra suya está más orgulloso y cuál recomendaría a un lector no muy avezado en su pensamiento? En principio debería decir que no estoy orgulloso de ninguna de mis obras, aplicando el principio de humildad, por lo que no me pronuncio sobre eso. El libro que mejor puede introducir a lo que intento explicar es el que publiqué hace ahora más de veinticinco años, en 1992, titulado Europa, la vía romana, que fue traducido al español por la editorial Gredos. Bastantes 56
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de las ideas que he desarrollado en otras obras se encuentran aquí en germen, por lo que recomendaría este para empezar. ¿En qué está trabajando usted ahora? Estoy trabajando en demasiadas cosas a la vez. Querría escribir un libro sobre el bien, que por otra parte es el tema de la conferencia que voy a impartir esta tarde en la Real «El libro que mejor Academia de Ciencias Mora- puede introducir a lo les y Políticas. Está costando que intento explicar que salga. Supone muchas lec- es Europa, la vía roturas previas. Espero, si Dios mana» quiere, que esté listo en 2020. Igualmente tengo un proyecto de un libro sobre el islam, del que ya he publicado algunos artículos, que ampliaré en los capítulos del libro. Tendré que desarrollar y profundizar en esos artículos. También llevo entre manos algo bastante peculiar sobre «¿Qué quiere decir estar presionado (tener prisa)?» (Qu’est-ce que c’est qu’être pressé), qué quiere decir que no tenemos tiempo, que hay que hacer más cosas de las que podemos. Eso supone una relación peculiar con el tiempo. Solo el hombre puede estar apremiado por el tiempo; los animales pueden ser muy rápidos pero nunca tienen prisa y me pregunto por qué. Estos son los tres proyectos que intento acabar. Espero que no sean obras póstumas. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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¿Cómo va su compromiso político y social tras la firma de la declaración de París Sobre la Europa en la que podemos creer? ¿Qué planes tiene en este campo de compromiso social y político? Acepto el adjetivo «social», no el adjetivo «político». Para mí, como para muchos de mis amigos, creo que para casi todos los que han firmado la declaración de París, y para todos los que conozco que forman parte de One of Us [una iniciativa ciudadana europea para exigir a las instituciones comunitarias que garanticen la protección de los seres humanos desde su concepción], se trata de situarse en un nivel prepolítico. Para nosotros, los problemas políticos se plantean de una forma determinada cuando se tiene una determinada concepción del hombre: que se pueda decir qué es el hombre, qué tiene que hacer, cómo debe vivir, cómo debe vivir en sociedad, cómo debe elegir sus metas; cómo debe dirigir su vida, en resumen. Todo esto supone una reflexión que es más profunda que la política. La política no tiene nada de despreciable, pero en cierto modo lo que hace es traducir, con decisiones de carácter jurídico, legislativo, una cierta concepción del hombre. Es en ese nivel en el que estamos trabajando. ¿Tiene propuestas para la reforma de la educación, algo que parece que le preocupa a usted, como muestra en sus obras? Puesto que he sido profesor —ahora estoy jubilado—, continúan interesándome las cuestiones de educación. Además tengo hijos y nietos. La educación es un tema candente. En un mundo ideal volvería a implantar la educación liberal, que consiste en confrontarse con lo 58
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que ha sido pensado, dicho, «El islam de personas pintado por los pintores, como el Estado islácompuesto por los músicos mico en Siria e Irak, o mejores del pasado. El resto el islam de Al Qaeda es una educación técnica. Se son un islam, no el isaprende o aprendemos cómo lam, pero es un islam resolver algunos problemas tan legítimo como los muy concretos, qué hacer en otros» determinados casos. Pienso en algunos aspectos de lo que hacen nuestros amigos y «enemigos» ingleses del otro lado del canal de la Mancha, del «lado malo» del canal de la Mancha. Muy a menudo, sus banqueros son reclutados entre personas que han estudiado lenguas clásicas. En otros términos: usted cursa cuatro años de lenguas clásicas, cuatro años de latín y griego, en Oxford o en Cambridge, y seguidamente la City de Londres le contrata y sobre la marcha se aprende el oficio, y uno se desenvuelve igual de bien que los que han pasado por escuelas de comercio. Mi hijo mayor, que por otra parte vive en Madrid —se ha casado con una española y tiene a su vez dos hijos totalmente bilingües—, empezó sus estudios de comercio pero antes pasó un año en la Universidad de St. Andrews en Escocia, donde cursó musicología, historia del arte y —lo que es inteligente estudiar en un país de lengua inglesa— literatura alemana. Es un ejemplo, estoy muy orgulloso de él por muchas razones, pero también por esta: ha apostado por profundizar primero en su cultura humanista y después ha aprendido, si se me permite decirlo, «la cocina de su oficio». n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Los Salmos ensalzan la ley y el cumplimento de la ley. Nuestra sociedad parece más bien que odia las normas, aunque no le quede más remedio que acatarlas. ¿A qué piensa que se debe este cambio de mentalidad: de la alabanza a la ley al odio a la norma? Usted piensa por supuesto en el salmo 118, el más largo de todos y que es un largo elogio de la ley. Ya no entendemos
Un humanista integral El profesor Rémi Brague (París, 1947) representa al «humanista en un sentido integral y en el mejor de todos los sentidos de la palabra humanista», afirmó el filósofo español Miguel García-Baró durante la presentación de Brague en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en Madrid, el pasado 23 de mayo. Posee «conocimientos oceánicos de lenguas», dijo [el árabe, el hebreo, el latín y el griego clásicos, y entre las lenguas modernas, además de su francés natal, el alemán, el inglés y el castellano]. Esas y otras sabidurías le han permitido entender a fondo y luego enseñar textos de primer orden, como ha puesto de manifiesto en su célebre trilogía La sabiduría del mundo, La ley de Dios y El reino del hombre. En esos tres volúmenes, afirma García-Baró, «la erudición se vierte en felicísima expresión». Consigue así Brague desmontar tópicos y descubrir a la vez matices decisivos, frente a «la manera habitual, escolar, de enseñar filosofía e historia de las ideas.» En La sabiduría del mundo, Brague examina desde una perspectiva histórica la relación entre la cosmología y la antropología. En La ley de Dios estudia las diferentes formas de reflexionar sobre ella. Véase lo que dice al respecto en esta entrevista. En El reino del hombre aborda «la emancipación» como proyecto de la modernidad.
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el hecho de la que la ley es algo que libera. Los judíos, aun en nuestros días, tienen una fiesta dedicada al don, al regalo de la Torá, el regalo de la ley: saber lo que Dios quiere que hagamos es una liberación. Nada es más terrible que estar sometido a un poder del que desconocemos lo que nos pide, totalmente arbitrario. Tuve la ocasión de desarrollar
Brague es discípulo e hizo la tesis doctoral con Pierre Aubenque (1929), uno de los grandes comentaristas de Aristóteles; y de Étienne Gilson (1884-1978), eminente neoescolástico. Martin Heidegger le ha influido decisivamente. Pero la tendencia hermenéutica peculiar de Brague procede sobre todo de Leo Strauss (1899-1973), de quien aprendió a leer textos filosóficos con la necesidad de descubrir también la enseñanza indirecta de lo que se calla, de lo que hay entre líneas. Brague libera así, por ejemplo, al Medioevo del estereotipo de «edad oscura» y pone en su sitio las relaciones entre la cristiandad de aquel tiempo y el islam. Otros ejemplos: limpia el significado de la revolución científica de la época moderna y aclara las diferencias entre las religiones «monoteístas», porque no es lo mismo una que otra religión monoteísta. En Europa, la vía romana se halla en germen el pensamiento de Brague. Con palabras de García-Baró: «Lo esencial se encuentra en el capítulo segundo (La romanidad como modelo). Brague nos ha hecho comprender que no se trata de Atenas y Jerusalén, sino de una síntesis creativa muy especial que representa la romanidad». Esa romanidad se prefigura en la Eneida, en el relato fundacional de la Urbe: «La sorprendente revancha no violenta que Troya toma de sus vencedores griegos consiste fundamentalmente en hacer una novedad de lo viejo que se hereda. Uno es heredero: hay un futuro por hacer que necesita de los impulsos del pasado».
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esta idea, en Lisboa, anteayer: explicar nuestra concepción de la libertad. Es la concepción de libertad de los esclavos en la Antigüedad: tener la capacidad de hacer lo que se quiere, cuando se quiere, con quien se quiere, como se quiere, etc. Es exactamente la representación que se hace el esclavo de lo que realizará cuando el látigo del guardián se aleje. He reflexionado mucho sobre el pasaje de Aristóteles de la Metafísica en el que subraya que en un hogar —en una casa, pero entendido como se entendía una casa en la Antigüedad, que es mucho más que una pareja actual con sus hijos—, en una casa bien organizada, los hombres libres están mucho más atados por reglas que los animales y los esclavos. El hombre libre es el que está sujeto, pero a lo que está sujeto cambia dependiendo del entorno y las circunstancias: un código de honor, las reglas de los gentlemen, lo que se debe hacer y lo que no… Puede ser la conciencia la que le dicte la conducta. Si se es japonés será el bushido, el código de los samuráis. En cierto modo, los hombres libres, los verdaderamente libres, son los que están atados, mientras que nuestra libertad moderna muy a menudo es la libertad de los esclavos. Tengo otra imagen: un taxi libre es un taxi que está vacío, que no sabe dónde va, y que puede ser cogido al asalto por cualquiera que pueda pagarlo. Eso explica la forma en la que nuestros contemporáneos entienden la libertad: no saben dónde ir. Sus pasiones o sus intereses o la propaganda o la costumbre o la publicidad: cualquier influencia exterior lo tomará al abordaje como se toma al abordaje una nave, y lo llevará a cualquier lugar. ¿Es eso ser libre? Es ser libre en el sentido en que un taxi está libre, pero no en el sentido en el que me interesa. 62
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Las reglas que gobiernan a los «La nobleza de eshombres, ¿tienen un origen pu- píritu es saber que el hombre tiene un ramente humano? Es una idea antigua aquella origen, es aprobar a según la cual las leyes que ri- sus antepasados, tegen la humanidad misma del niendo en cuenta que hombre son de origen más que nuestros antepasados humano. Esto no tiene nada no son solo hombres» que ver con el cristianismo, ni siquiera con el judaísmo. Es una idea que ya se puede encontrar en Grecia. Piénsese en el célebre pasaje que todo el mundo cita de Sófocles en Antígona, en el que la heroína explica a su tío, el tirano del país, que existen reglas que nunca han sido promulgadas porque son evidentes, no tienen origen porque están por todas partes, son reglas casi divinas. Pero hay que prestar mucha atención a lo que son «leyes divinas». He escrito un volumen denso sobre el tema, que está en español, editado por Encuentro, y que se titula La ley de Dios. En el cristianismo las leyes divinas no son otra cosa que las condiciones mínimas de supervivencia de la humanidad. En otros términos, si Dios dice al hombre: «Haz esto», no es porque le agrade a él, no es porque se ofendería si le desobedecieran, es porque estas leyes, lo dice él mismo en el Éxodo, esas leyes son lo que le permiten al hombre ser humano. Finalmente, a Dios no solo le importa eso, a él lo que le interesa es que sus criaturas encuentren la plenitud de sus dimensiones, en el caso del hombre, que sea plenamente humano. En eso consiste que las leyes sean divinas.
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Rémi Brague, durante la entrevista.
Foto: © Josema Visiers.
«¿Podemos legar a nuestros hijos la certeza de que serán felices? Es claro que no. Si no estamos convencidos de que la vida vale, en toda hipótesis, más que su contrario, todo el que tiene hijos es un criminal.» Eso lo ha escrito usted. ¿Hay argumentos solo humanos para sustentar que en cualquier caso es mejor nacer? Creo que no. Creo que un ateo consecuente no puede decir que es mejor ser que no ser. Pero hay que tener en cuenta también que en cierto modo, la cuestión de Hamlet es una cuestión tonta: de todas formas Hamlet mismo es; nosotros de todas formas estamos vivos, estamos embarcados. No sabemos muy bien a dónde vamos, pero estamos a bordo. Por lo tanto, averiguar si la vida es un bien, no es una cuestión neutra para nosotros, porque estamos aquí de todas formas. Si no estamos contentos con nuestra vida —la respuesta es del cordobés Séneca—, la 64
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puerta de salida está por todas «En un mundo ideal partes: se puede saltar del bar- implantaría la educaco si se quiere. La verdadera ción liberal, que concuestión que yo planteo en ¿A siste en confrontarse dónde va la historia? y en otras con lo que ha sido obras es: ¿tenemos derecho a pensado, dicho, pintaasegurar la continuación de do, compuesto por los la especie humana? La úni- mejores del pasado. El resto es educación ca forma de saber que habrá técnica» más hombres es engendrarlos, la cigüeña que trae niños no existe, somos nosotros los que hemos de hacerlos. ¿Tenemos derecho a engendrarlos? Yo contesto, es una idea que he leído en otra obra: un ateo, alguien que no cree en la existencia de ninguna clase de trascendencia, un ateo que fuera padre de familia, es un criminal, según sus propias normas, según su sistema propio, puesto que los seres que llama a la vida, y a los que podría haber dejado muy tranquilos —en la nada, podría haberlos dejado dormir, si se me permite decirlo—, los lanza a la vida, como decía Chateaubriand, «les infligimos la vida», y en cualquier caso con la seguridad de que morirán. Por lo tanto, desde el punto de vista de un ateísmo radical tener hijos es criminal. Cuando apareció un libro mío en el que formulaba este asunto, un crítico de un periódico de referencia francés contestó que conocía ateos felices. La cuestión no es esa. Primero porque existen imbéciles felices, es incluso una fórmula proverbial, un imbécil feliz, ingenuo. La cuestión no es saber si las personas que ya existen son felices o no, la cuestión es saber si los que ya n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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existen tienen derecho a endosar, si se me permite decir, la existencia a alguien al que no se le puede pedir su opinión. En la medida en que no se responda esta pregunta, no se está abordando el problema. «La nobleza no es un adorno, sino casi una responsabilidad y, en todo caso, un deber», afirma usted. ¿Cómo definiría la «nobleza de espíritu»? ¿Por qué hay que ser «noble de espíritu»? La primera condición para ser nobles es tener antepasados. Es la definición más tonta, la más social. Es la más habitual, la más clásica, sobre todo entre los aristócratas. Un noble es alguien que ha tenido antepasados nobles. Esto es un círculo cerrado, la pescadilla que se muerde la cola. Yo diría que la nobleza de espíritu —solo existe esa ahora porque la nobleza social ha perdido mucha influencia— es saber que el hombre tiene un origen, es aprobar a sus antepasados, teniendo en cuenta que nuestros antepasados no son solo hombres. Nuestros antepasados son todo lo que ha precedido a nuestra existencia, desde que apareció la vida en la tierra y eventualmente desde el famoso Big Bang. Ser noble es aceptar ser el producto de todo un pasado y también es ser uno mismo el pasado de un futuro. Es aceptar que somos los antepasados de los que serán nuestros descendientes, situarse en una continuidad. Hay una fórmula de un autor francés totalmente olvidado hoy, que se llama Dupont-White, y que dice: «La continuidad es un derecho del hombre». Encontré esta cita en La rebelión de las masas. Un español, en este caso Ortega y Gasset, puede citar a un francés y despertar en un francés el interés por sus propios compatriotas. 66
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¿Qué le pareció el discurso del «La cuestión no es presidente Macron a los obis- saber si las personas pos franceses, que fue muy co- que ya existen son fementado en su día como gesto lices o no, la cuestión de acercamiento a la Iglesia es saber si los que ya existen tienen decatólica? Yo estaba presente en el lugar recho a «endosar» la en el que el presidente Ma- existencia a alguien al que no le puedes pecron habló a los obispos y a dir su opinión» los católicos de Francia. En ese momento pensé que era un bello discurso, bien hecho, bien redactado, con referencias precisas, un bonito discurso. Pero por lo que se refiere a sus intenciones, a lo que hay en su cabeza, eso es evidentemente otra cosa. No sé a dónde quiere llegar. No puedo leer en su cerebro. Es un signo que dio de simpatía hacia el pasado católico de Francia. Lo que sacará de ello, solo Dios lo sabe. ¿Qué pensó cuando el incendio de la catedral de Notre-Dame? Estaba triste, conmocionado, sorprendido, apenado… como todo el mundo. No soy diferente a los demás. Pero después, observando las reacciones, percibí que los franceses habían tomado conciencia de nuevo de la importancia que podía tener la religión católica en la constitución del país. Se despertaron católicos, por decirlo de alguna forma. Muchos de ellos eran agnósticos, ateos, incluso judíos. Me acuerdo de la reacción de un judío: confesó que en cierto modo se sentía católico en ese momento. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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¿Es verdad que el islam proporciona una legitimación intrínsecamente religiosa del poder? Lo que es verdad es que lo que se encuentra en los textos fundadores del islam, es decir, el Corán, los relatos sobre Mahoma y las declaraciones que se le atribuyen o historias que se cuentan de él, lo que se encuentra ahí es todo lo necesario para legitimar el uso de la violencia en la expansión de la religión. Eso evidentemente no quiere decir que todos los musulmanes son violentos. Tampoco se puede decir que en la historia del islam solo ha habido violencia. Quiere decir simplemente que el islam de personas como el Estado islámico en Siria e Irak, o el islam de Al Qaeda, son un islam, no el islam, pero es un islam tan legítimo como los otros. ¿Cuáles son los autores que más le han influido? Es una pregunta difícil porque no me intereso por mí mismo, yo no he escrito mi biografía y no la escribiré nunca, no me interesa. Usted me da la ocasión para pensar en esto. En filosofía serían sin duda Martin Heidegger y Leo Strauss, dos pensadores que no tienen tantos vínculos el uno con el otro. Para el resto de mi visión del mundo, es divertido porque hay tres autores que releo casi sin cesar, y que son los tres ingleses: C. S. Lewis, C. K. Chesterton y en otro orden P. G. Wodehouse, para reír. ¿Wodehouse me ha influido? No sé si se puede hablar de influencia; en el caso de Lewis y de Chesterton, por supuesto. ¢ José Manuel Grau Navarro es coordinador editorial de Nueva Revista. Doctor en Periodismo y licenciado en Ciencias Físicas, ha sido corresponsal y periodista de abc y director de Comunicación del Ministerio de Educación.
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rémi brague O B R A S D E S TA CA D A S D E R É M I B R A G U E
Europa, la vía romana (Gredos, 1995). (Versión original francesa: Europe, la voie romaine, 1992). La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo (Encuentro, 2011). (Versión original francesa: La Sagesse du monde. Histoire de l'expérience humaine de l’univers, 1999). La ley de Dios. Historia filosófica de una alianza (Encuentro, 2008). (Versión original francesa: La Loi de Dieu. Parcours médiéval d’une Alliance, 2005). En medio de la Edad Media. Filosofías medievales en la cristiandad, el judaísmo y el islam (Encuentro, 2013). (Versión original francesa: Au moyen du Moyen Âge: Philosophies médiévales en chrétienté, judaïsme et islam, 2006). Sobre el Dios de los cristianos y sobre uno o dos más (bac, 2014). (Versión original francesa: Du Dieu des chrétiens et d’un ou deux autres, 2008). Lo propio del hombre: una legitimidad amenazada (bac, 2014) (Versión original francesa: Le Propre de l'homme: Sur une légitimité menacée, 2013). Moderadamente moderno (bac, 2016). (Versión original francesa: Modérément moderne, 2014). ¿A dónde va la historia? Dilemas y esperanzas (Encuentro, 2016) (Versión original francesa: Où va l'histoire ? Entretiens avec Giulio Brotti, 2016). El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno (Encuentro, 2017). (Versión original francesa: Le Règne de l'homme: Genèse et échec du projet moderne, 2015).
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De la admiración al odio Buruma y Margalit exponen las raíces del sentimiento antioccidental Daniel Capó Si hasta mediados del siglo xx Occidente era el modelo de civilización y progreso para el resto del mundo, en las últimas décadas ha germinado el resentimiento contra aquel y los valores que representa: la ciencia y la libertad de mercado, los derechos y libertades individuales y los principios de la democracia; la modernidad, en una palabra, como explican Buruma y Margalit en su libro Occidentalismo. Breve historia del sentimiento antioccidental. Aunque, paradójicamente, ese odio no es ajeno al propio Occidente, si tenemos en cuenta el peligro del antiliberalismo, la pujanza de los nacionalismos o la tentación totalitaria.
Atentado contra las Torres Gemelas.
Foto: © Wiki Commons.
Los ensayistas Ian Buruma y Avishai Margalit persiguen en Occidentalismo. Breve historia del sentimiento antioccidental (Península) la historia de una mirada mutua que pasó de la fascinación inicial al odio contra la Modernidad: la misma que representa precisamente nuestra civilización, con sus logros pero también con sus fracasos. A lo largo del tiempo, los efectos de este juego especular resultan en ocasiones difíciles de percibir; sobre todo en un primer momento. Un interesante ejemplo nos lo proporciona el geógrafo chino-estadounidense de la Universidad de Wisconsin, Yi-Fu Tuan, al referirse —en su libro Dear Colleague— al etnocentrismo chino: «El pueblo chino se veía a sí mismo como la auténtica raza blanca (de un blanco jade) y al resto de pueblos como mucho más oscuros. […] ¿Qué sucedía entonces con los europeos? n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Bien, en ese caso los chinos no podían decir que no eran blancos, pero de un blanco ceniza (el color de la muerte), en lugar del blanco jade que la clase dirigente china se arrogaba para ella misma. En el siglo xix, las naciones europeas lograron con su músculo militar humillar a China en su propio país. Solo entonces empezaron los chinos a describirse a ellos mismos como amarillos—el color imperial— y a diferenciarse de forma aguda de los blancos europeos». La cita del geógrafo de Wisconsin no es gratuita, sino que sirve para iluminar uno de los temas centrales del libro de Buruma y Margalit: lo que pensamos sobre nosotros mismos y sobre los demás es tan importante, o más, que lo que somos en realidad. La superioridad tecnológica y militar que alcanzó Europa primero —y Estados Unidos después— gracias a la Revolución Industrial trajo consigo transformaciones notables en la imagen de los distintos pueblos. Si para la aristocracia y la burguesía europea, Oriente reflejaba un atractivo exotismo primitivo, en Asia el proceso era el inverso: admiración por los logros y temor a las consecuencias. LA DINÁMICA AMOR/ODIO DE JAPÓN
Buruma y Margalit observan, al poco de iniciar su libro, que seguramente en ningún otro lugar se produjo esta doble dinámica de amor/odio con la intensidad de Japón. «Ninguna otra gran nación —leemos en Occidentalismo— se ha embarcado en un programa de transformación tan radical como el que vivió Japón entre 1850 72
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y 1910. El principal eslogan del periodo Meiji (18681912) fue Bunnei Kaika, es decir, Civilización e Ilustración. Todo lo occidental fue asumido: de las ciencias naturales al realismo como estilo literario. El derecho constitucional prusiano, las estrategias navales de los británicos, la filosofía alemana, el cine americano, la arquitectura francesa…». Pero, al mismo tiempo que Lo que pensamos soJapón se modernizaba a una bre nosotros mismos velocidad de vértigo, surgían y sobre los demás es síntomas de un malestar cre- tan importante, o más, ciente que recorría la espina que lo que somos en dorsal de la sociedad nipona. realidad Que toda revolución trae consigo pérdidas y daños es algo sabido. Lo que para unos representaba la emancipación de un mundo ya periclitado, para otros suponía el sometimiento a unas reglas, o a unos poderes en el caso del colonialismo, ajenos a las costumbres del lugar. En la descripción que plantean Buruma y Margalit, el occidentalismo se define paradójicamente como la resistencia a todo lo que nosotros consideramos indiscutible: la ciencia y la libertad de mercado, las libertades individuales y los principios de la democracia. La modernidad, en suma. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Capítulo a capítulo, los autores de este libro se dedicarán a rastrear las distintas semillas del odio a Occidente: una pasión que no nos es ajena si tenemos en cuenta que el peligro del antiliberalismo, la pujanza de los nacionalismos o la tentación totalitaria también forman parte de nuestro particular adn político. Por supuesto, intentar comprender las razones de este rechazo no supone justificarlo, sino reconocer que el tratamiento de cualquier patología exige un buen diagnóstico. Y, una vez más, resulta crucial saber cómo se piensa y en qué se fija nuestra mirada al pensar. Trazar la genealogía del odio a Occidente equivale, por tanto, a buscar la ruta de sus ideas y sus símbolos.
La fascinación romántica de oriente sobre occidente Entre finales del siglo xviii y principios del siglo xx surgió en Europa la curiosa moda del orientalismo. Alimentada por el romanticismo, nuestro continente redescubría otras fuentes religiosas, artísticas y culturales no ligadas al canon clásico. Eran Antoine Galland y el capitán Burton traduciendo Las mil y una noches; era Goethe que, fascinado por el islam, escribía su Diván de Oriente y Occidente; era el pintor Gauguin alumbrando el arte contemporáneo en las islas Marquesas. Casi al unísono, rusos e ingleses extendían la pasión por el té, cada uno con sus particularidades: los ingleses lo cortan con leche, mientras que los rusos lo toman solo. La moda
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El primero de ellos —en el libro— es la ciudad y su destrucción: la imagen nítida de las Torres Gemelas, un 11 de septiembre, convertidas en la metáfora de una nueva torre de Babel. El ataque a los rascacielos neoyorquinos supuso, en este sentido, una agresión que iba más allá de lo físico para adentrarse también en el terreno de la metafísica. Consistió en «un acto deliberado de asesinato masivo diseñado como si se tratara de un mito antiguo —el mito de la destrucción de la ciudad pecadora—». La soberbia, el poder, la riqueza sin freno, el hedonismo o la prostitución constituyen los pretextos casi universales de la decadencia de las ciudades cuando han sido asoladas por el pecado. La pregunta crucial que plantean
victoriana del té de las cinco —sabrosamente acompañado con una dieta de scones y sándwiches— se originó a mediados del siglo xix gracias al impulso de la duquesa de Bedford. El café triunfaría antes, de la mano de Suleiman Aga, embajador otomano en París, quien lo introdujo en los círculos de la nobleza y de la alta burguesía francesa. Se diría que es el indicio de un primer embate de la globalización; aunque sería faltar a la verdad, porque no fue ni el primer caso ni sería tampoco el último. Lo cierto es que el gran salto industrial y el dominio de los mares facilitó la expansión del comercio y, consiguientemente, de las ideas y costumbres. El orientalismo además engarzaba con dos de las pasiones fundamentales de la modernidad europea, tal y como se desarrolla a partir del descubrimiento de América: la emancipación y el primitivismo.
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aquí los autores sería, sin embargo, la siguiente: «¿En qué momento se asoció de un modo definitivo con Occidente la idea de la ciudad como símbolo caído de la codicia, el ateísmo y el cosmopolitismo falto de raíces?» Y la respuesta que se nos ofrece en Occidentalismo no descarta en absoluto el peso de nuestra propia tradición crítica. De Marx a Dostoyevski, de T. S. Eliot a Voltaire, del estalinismo al nazismo, la condena de la ciudad forma parte integral de un discurso de la sospecha que pretende corroer por dentro la arquitectura institucional y moral de Occidente. Lo que se desprecia es el cosmopolitismo que identificamos con las libertades y la democracia. Lo que se teme es un mundo en movimiento que amenaza las
Al recordarnos que «Occidente ha sido la civilización mestiza por excelencia», el gran historiador de la cultura Jacques Barzun desarrolla estas dos ideas centrales en su monumental Del amanecer a la decadencia. Emancipación, porque ahí reside un anhelo de libertad que busca, en primera instancia, aproximar los derechos de la persona a los dictados de su conciencia por encima de cualquier otra atadura y que terminará desembocando en la democracia liberal. «Un tema paralelo —subraya Barzun— es el primitivismo. El deseo de despojarse de la compleja organización de una cultura avanzada reaparece una y otra vez. Es uno de los motivos primordiales de la Reforma protestante, y resurge como un culto al Buen Salvaje mucho antes de Rousseau, su presunto inventor. El salvaje, con sus sencillas creencias, es sano, profundamente moral, sereno y
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antiguas seguridades. Las raíces del odio se encuentran también entre nosotros. Porque, en realidad, otra de las lecciones esenciales del libro es la constatación de la universalidad de la cultura y de la condición humana. No hay ideas aisladas ni mundos cerrados a los vientos de la Historia. La imagen de una Europa decadente y terminal no es ajena a los cantos del cisne de autores como Oswald Spengler en el periodo de entreguerras. ¿Cuánto hay de nacionalismo alemán en el panarabismo o en la vocación imperial del Japón de la primera mitad del siglo xx? ¿Cuánto hay de marxismo en la retórica de la descolonización o en el rechazo al capitalismo?
más digno que el hombre civilizado, que ha de intrigar y engañar para prosperar». A ojos de los europeos, la moda del orientalismo reunía ambos componentes: por un lado, liberaba la cultura occidental del corsé grecorromano, del arte clásico y la religión cristiana; por el otro, su evidente exotismo dejaba traslucir el brillo de una cultura muy antigua, quizás más auténtica, previa a la civilización tal y como la concebimos. Esta fascinación tuvo lógicamente su episodio español, entre la ópera Carmen, los mantones de Manila y el esplendor nazarí de la Alhambra, que evocara en sus cuentos Washington Irving. Occidente miraba a Oriente y, como si se tratara de un espejo, también Oriente miraba a Occidente. A veces con mimética admiración, a veces con orgullo y, en muchas ocasiones, con un secreto resentimiento.
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En una serie de páginas memorables, Buruma y Margalit utilizan el ejemplo de los pilotos suicidas tokkotai que actuaban como kamikazes para iluminar esta profunda simbiosis entre la cultura de Occidente y el odio a nuestra civilización. «La mayoría de los voluntarios tokkotai —leemos— eran estudiantes de los departamentos de Humanidades en las mejores universidades. Sus cartas revelan que sabían leer, al menos, en tres idiomas. Sus escritores predilectos eran filósofos alemanes como Nietzsche, Hegel, Fichte y Kant. Leían a novelistas como Gide, Romain Rolland, Balzac, Maupassant, Thomas Mann, Schiller, Goethe… […] Sin duda, percibían el capitalismo occidental y el colonialismo como enemigos, pero su sacrificio último se articulaba y se justificaba a través de ideas occidentales». Se diría que el mundo moderno es indisociable de las categorías cognitivas desarrolladas en Europa. A favor o en contra, claro está. LA INTUICIÓN DE TOCQUEVILLE
Otro ejemplo es la tensión entre el enaltecimiento de la grandeza y el cultivo de la normalidad. «Ni el capitalismo ni la democracia liberal —leemos en Occidentalismo— pretenden ser un credo heroico. Los enemigos de la sociedad liberal creen incluso que el liberalismo celebra la mediocridad». Nosotros sabemos que no es así, aunque el foco de la democracia moderna subraye el valor de la letra pequeña —el orden institucional, el respeto a las leyes, la protección del débil que garantiza el Estado del bienestar— por encima de los grandes relatos. 78
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En cierto modo, Tocqueville ¿Cuánto hay de marya lo intuyó en su ensayo fun- xismo en la retórica dacional sobre la democracia en de la descolonización América: la libertad de los ciu- o en el rechazo al cadadanos es inseparable de su pitalismo? igualdad. Y, al mismo tiempo, se impone una profunda conciencia de la falibilidad humana, es decir, del peso y las consecuencias de nuestra imperfección. De ahí la prevención democrática en contra de la utopía y sus leyes. «Occidente, tal y como la definen sus enemigos —reflexionan Buruma y Margalit—, se percibe como una amenaza; no porque ofrezca un sistema alternativo de valores o una ruta distinta a la utopía. Puede parecer una amenaza porque sus promesas de bienestar material, libertades individuales y dignidad de todo ciudadano debilitan cualquier pretensión utópica. La naturaleza antiheroica y antiutópica del liberalismo occidental es el mayor enemigo de los radicales religiosos, los reyes sagrados y las empresas colectivas que persiguen la pureza y la salvación heroica». La mente occidental, en este sentido, es también mestiza. Y a pesar de su condición revolucionaria, tiene algo también de profundamente conservador: mucho más importante que la grandeza de un ideal es preservar el compromiso de la diferencia. El odio tiene un origen cultural pues, frente a lo que sostiene el determinismo materialista, las creencias definen nuestra interpretación de la realidad. «Las guerras contra Occidente —leemos en el libro— se han declarado en nombre del alma rusa, la raza alemana, el shinto, el comunismo y el islam». n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Occidentalismo dedica páginas reveladoras a la acusación de idolatría, que es otra de las formas del maniqueísmo. Un mundo dividido en dos: creyentes y blasfemos, pueblo y casta, buenos y malos. De nuevo, son palabras que resuenan en nuestras propias sociedades, amenazadas por el virus del populismo, pero que adquieren un tono particular cuando se aplican a conflictos religiosos como el islamismo radical. «La adoración que se da en Occidente de la vida material —comentan los autores— es el modo más radical y peligroso de idolatría, pues se dirige a un extraño dios que pretende reemplazar al único y verdadero Dios». L A E X PA N S I Ó N D E L A I D E O L O G Í A I S L A M I S TA
Como observó en su día el papa Benedicto XVI, el islam no ha pasado por la criba de la razón ilustrada, y la distinción entre lo político y lo religioso —habitual en el cristianismo— le resulta ajena; lo público y lo privado pertenecen al mismo orden de la existencia, dificultando así el camino para el modelo liberal de la democracia, que subraya con gran énfasis el respeto a los derechos de la conciencia individual de los ciudadanos. Con la expansión de la ideología islamista —uno de cuyos focos se sitúa en Arabia Saudí con la corriente wahabí—, alimentada por el uso de las redes sociales y las olas migratorias, Occidente se enfrenta a un nuevo reto de largo alcance y difícil solución. Hoy sabemos que, así como los procesos globalizadores han extendido los beneficios materiales en todas direcciones —y ninguna región se ha beneficiado más que Asia—, también se ha dado el camino inverso: el odio a Occiden80
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te se ha hecho global, ya sea Occidentalismo dedien forma de protesta contra el ca páginas reveladosistema, como antieuropeís- ras a la acusación de mo, ecologismo radical o te- idolatría, que es otra rrorismo islámico. Si en 1989 de las formas del maFukuyama podía predecir el niqueísmo final de la Historia con visos de verosimilitud, ahora China puede permitirse el lujo de vender su sistema autoritario como un modelo alternativo de progreso. Cuando Ian Buruma y Avishai Margalit publicaron Occidentalismo, en 2004, pocos años después del terrible atentado del 11 de septiembre, ignorábamos que el crack financiero de 2008 pondría en jaque los fundamentos políticos y económicos de nuestra civilización. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, Europa y Estados Unidos contemplaban atónitos la caída de muchas de nuestras certidumbres. Le siguió el debilitamiento de las clases medias, el retorno de los populismos, la ruptura de la ue —al aprobarse el Brexit—, la explosión de la deuda soberana, la irrupción de líderes fuertes como Vladimir Putin o Donald Trump, el caos político de los países árabes, el éxito apabullante de la economía china —convertida ahora sí en un nuevo imperio global—. Gran parte de eso no lo podían vislumbrar en aquel momento Buruma y Margalit, aunque sí intuir el largo recorrido que le esperaba a ese odio a la civilización cosmopolita y liberal, al parecer la principal característica del occidentalismo. Y la solución que propusieron hace quince años sigue siendo válida: no se puede combatir el totan ue va r e v i s t a · 1 7 0
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litarismo con otra forma de totalitarismo ni defendernos en la guerra cultural atrincherándonos en nuestras posiciones y dando la espalda al mundo. La resoberanización de los países representa una mala opción, precisamente porque damos la razón a nuestros adversarios. Lo cual, por supuesto, no significa abandonar la defensa de los valores democráticos, sino enriquecerlos para integrar y no para dividir. Las grandes derrotas son el resultado de los errores de la inteligencia, afirmó durante la segunda guerra mundial el historiador francés Marc Bloch. Esta es una verdad que ha alimentado el espíritu crítico de Occidente y que debe seguir iluminando el desarrollo de nuestro mundo. Está en juego el núcleo central de nuestras convicciones: el que ha hecho posible la defensa de los débiles y de los excluidos, la expansión de la ciencia y del saber, la separación de poderes, el parlamentarismo, la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos, la alfabetización universal y la protección del medio ambiente, la conciencia histórica, la filosofía griega y la ética judeocristiana… «El relato que hemos contado en este libro —sostienen Buruma y Margalit en las páginas finales del mismo— no es la historia maniquea de una civilización en contra de otra. Más bien es un relato de contaminaciones cruzadas y del contagio de ideas perniciosas. Esto es algo que también podría sucedernos a nosotros ahora si cayéramos en la tentación de combatir el fuego con el fuego, el islamismo
No se puede combatir el totalitarismo con otra forma de totalitarismo, ni defendernos en la guerra cultural atrincherándonos en nuestras posiciones
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con nuestras particulares formas de intolerancia. […] No podemos permitirnos el lujo de cerrar nuestras sociedades como defensa frente a aquellos que quieren cerrar las suyas. Porque entonces el odio a Occidente nos afectaría a todos y ya no nos quedaría nada que defender». No se trata de un camino fácil, entre otros motivos porque, como recuerda Jacques Barzun, asistimos al final de la Edad Moderna que ha sido la era de Europa. Al desplazarse el eje de poder hacia el Pacífico, también se impone un rostro geopolítico completamente nuevo para nosotros. Un ex ministro portugués tan crítico como Bruno Maçaes ha teorizado acerca de la urgencia de pensar la ue en clave asiática, como un único continente. Una nueva guerra fría parece planear entre Estados Unidos y China. En Japón cae el interés por aprender inglés o por practicar deportes anglosajones como el golf. El peligro de nuestro tiempo reside en que se difumine el prestigio de Occidente, ese poderoso soft power que ha reivindicado, desde su cátedra en Harvard, Joseph Samuel Nye. La tesis del libro de Buruma y Margalit pasa, en última instancia, por reivindicarnos a nosotros mismos en nuestros valores más excelsos. Cualquier otra solución —nos advierten— constituiría un grave error. ¢ Daniel Capó es columnista, crítico literario y asesor editorial.
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La contribución romana al humanismo García Gibert sintetiza su legado filosófico, jurídico y literario José Ramón Ayllón Javier García Gibert, profesor de Literatura clásica española en la Universidad de Valencia y estudioso de la tradición humanística, traza una panorámica de los autores y las obras que han forjado la cultura occidental desde Grecia hasta el siglo XX, en su libro Sobre el viejo humanismo. En el capítulo dedicado a La decantación romana, explica que la voluntad integradora de autores como Horacio, Cicerón, Séneca o Virgilio hizo cristalizar el legado grecolatino y que su huella se prolongó en la cultura occidental hasta Cervantes o Dostoyevski.
Cicerón, a quien García Gibert considera padre del humanismo.
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De Grecia vino el saber a los latinos «así como viene el arroyo de la fuente», escribió Alfonso X el Sabio en su General Estoria, tal como recoge Javier García Gibert en La decantación romana, segundo capítulo de Sobre el viejo humanismo. La admiración y el respeto habían presidido, de hecho, la conquista de Grecia. «Unos conocidos y hermosos versos de Horacio (…) certifican esta insólita seducción del conquistador por el conquistado, que acaso no tenga parangón en la Historia y que basta para hacer brotar nuestra admiración por ambos: la Grecia cautiva cautivó a su fiero vencedor e introdujo las artes en el agreste Lacio», subraya Gibert. Toda la cultura literaria y artística griega fue valorada y asimilada por los latinos hasta constituir la base de su personalidad. En la «orgullosa y omnipotente Roma» (en n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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cuyos teatros se representaban dramas griegos en la lengua de Homero), por primera vez en la Historia, una cultura exterior y anterior a la propia se tomó como estímulo y referente. Este fenómeno —sintetiza Gibert— «sería el modelo de la tradición humanística, la cual requiere, simultáneamente, admiración y distancia, adhesión y examen crítico, y un elevado patrimonio espiritual —acabado, coherente y complejo— sobre el que meditar. Los romanos hallaron todo eso en la cultura griega». Pero no bastaba con la devoción e imitación. «Hacía falta una voluntad integradora —afirma el autor—, una perspectiva dilatada, un proyecto educativo que decantara ese legado y lo armonizara con el nuevo espíritu romano. Esa fue la tarea impagable de Cicerón, que bien puede ser considerado como el verdadero padre del humanismo». C I C E R Ó N , PA D R E D E L H U M A N I S M O
Después de estudiar en Roma con los más ilustres maestros helénicos, Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) hizo su primer viaje de estudios a Grecia en el año 79 a.C. Su implicación emocional e intelectual con esa cultura quedaba sellada para siempre, y en carta a su amigo Ático se reconoce «más filoheleno que nadie». Desde entonces, su tarea fue lograr la perfecta hibridación entre la cultura griega y la civilización romana. Criterio, clarividencia y elegancia son las claves de su amplio legado, como explica Gibert. Apostará por la libertad de pensamiento, piedra angular del edificio humanista. Y desarrollará su gran proyecto a través de grandes obras, 86
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como Los deberes (De officiis), que será clave para definir los intereses del humanismo; y otras más breves, como sus tratados Sobre la vejez (De senectute) y Sobre la amistad (De amicitia). En Los deberes —dedicado a su hijo y dirigido a toda la juventud romana— aparece un presupuesto esencial del humanismo: la conciencia del deber por encima del placer, Petrarca confesó que la utilidad o los derechos. El le emocionaba el patratado es una reflexión sobre rentesco de espíritu la virtus clásica, donde cobra con Cicerón; se hizo especial importancia el deco- escritor gracias a él rum, antecedente de la cortesía renacentista o la discreción barroca, resumen de una sustancia ética amasada con prudencia, moderación, respeto y equilibrio. El primer deber del ser humano es cultivar su espíritu, y es mérito de Cicerón haber otorgado a la palabra cultura (del verbo colere, cultivar) el principal de sus significados actuales, trasladando su sentido de la agri-cultura a la cultura-animi (cultura del alma). En su Defensa del poeta Arquías hace Cicerón la primera laudatio (o elogio) de los estudios humanísticos. Por supuesto, no hay humanismo sin libros, pues las enseñanzas del pasado «yacerían en las tinieblas si no conn ue va r e v i s t a · 1 7 0
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curriera la luz de las letras», advierte Cicerón. Él mismo es hombre de letras en toda la extensión de la palabra, y como tal ha sido apreciado por los grandes humanistas del Renacimiento. Maquiavelo, Luis Vives, Moro, Erasmo o Castiglione imitaron su estilo, se nutrieron de su sabiduría y compartieron su respeto por la tradición. Petrarca confesó que le emocionaba el parentesco de espíritu con Cicerón… de hecho, se hizo escritor gracias al autor romano. El epistolario de Cicerón —más de ochocientas cartas conservadas— «y sus dos breves tratados Sobre la amistad y Sobre la vejez pueden explicar, mejor que ninguna otra obra, por qué el autor latino se instaló con tanta fuerza en el corazón de la tradición humanística», señala Gibert. En Sobre la amistad, Cicerón «manifestó en vida no solo un noble reconocimiento por sus maestros sino también una indiscutible lealtad por sus amigos», subraya el autor. Y llegará a afirmar, con Platón y Aristóteles, que la amistad consiste en «hacer de varias almas una sola», y que debe siempre fundarse en la «admiración» por la virtud ajena. ELOGIO DE LA VEJEZ, COMO PROCESO DE PURIFICACIÓN
La vejez era en Grecia «mucho peor que la espantosa muerte», y toda la admiración se reservaba para la juventud. Cicerón será el primero en escribir un tratado para dignificar esa última etapa de la vida: De senectute. Dirigido a su amigo Ático, defiende la idea de que «el entendimiento, la razón y la prudencia están en los viejos». Afirma que, si la vejez puede ser contemplada como un 88
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proceso de degradación física, Cicerón era un ensatambién puede ser un proceso yista, no un autor de de purificación interior, donde ficción. Virgilio será el se abandona todo lo que sobra primer autor que presy queda solamente la esencia te al humanismo un alto grado de concienhumana. El tratado —«espléndida y cia literaria estimulante reflexión», en palabras de Gibert— está salpicado de ejemplos históricos, frases célebres e ideas memorables. Por boca de Catón, Cicerón concluye con el apunte característico de un humanista: tras expresar su ausencia de temor a la muerte, manifiesta su impaciencia por reunirse con amigos y familiares ya fallecidos y, por supuesto, con los grandes hombres y escritores del pasado. Era uno de esos libros que Erasmo decía besar antes de leerlo, como recoge el autor de Sobre el viejo humanismo. Los viejos representan la acción fecundante del pasado sobre el presente, para alumbrar el futuro. Eso es lo que Cicerón representa para el humanismo. Finalmente, hay que subrayar que el autor romano concede gran importancia a la palabra, de suerte que la elocuencia es para él el arte supremo del humanismo. Y por eso concibe la retórica como una disciplina de carácter integral, con contenido ético y filosófico al servicio de la verdad. En sus obras sobre oratoria declara la inutilidad de la sabiduría sin elocuencia y el peligro de la elocuencia sin sabiduría. El escritor que, además de dominar la palabra, tiene formación filosófica y principios éticos, se convierte en un ciudadano valioso para la república. Por el contrario, la deserción de la palabra perjudica a la sociedad. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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«Los tratados oratorios de Cicerón son verdaderos programas culturales que tomaban a la retórica como núcleo de estudios humanísticos», explica Gibert. Estos concedían enorme importancia al conocimiento de la Historia, que para Cicerón es nada menos que «testigo verdadero de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera del pasado». Por eso, quien la desconoce «será siempre un niño», llega a decir. VIRGILIO, LA FICCIÓN AL SERVICIO DE LA GLORIA DE ROMA
Al impagable legado de Cicerón debía sumarse Virgilio (70-19 a.C.), el autor de la Eneida. Gracias a Dante, Virgilio también será «nexo estratégico entre el mundo pagano y el mundo cristiano, entre el rico tesoro de la sabiduría antigua y el nuevo mundo de referencias y aspiraciones inaugurado por Cristo», como resume el autor del libro. Cicerón era un ensayista, no un autor de ficción. Virgilio será el primer autor que preste al humanismo un alto grado de conciencia literaria. Su obra, según Gibert, «supone la entrada definitiva de la Literatura en el marco fundacional del humanismo de Roma». Se trata de un artista en toda la extensión de la palabra, pues convierte en materia estética todo lo que toca, con tal perfeccionismo que quiso quemar el manuscrito de la Eneida. A sus espaldas tiene una tradición cultural de muchos siglos, y exhibe sus influencias con orgullo. Toda su obra puede ser entendida como un homenaje a los maestros helenos: Homero, Hesíodo, los trágicos… 90
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Virgilio estaba llamado a Hijo de un liberto, Houna obra de enorme trascen- racio no elogia la nodencia. «Financiado por Me- bleza hereditaria, sino cenas, honrado y protegido la nobleza de espíritu por Augusto, estimulado por la selecta amistad de Horacio y admirado por el conjunto de sus compatriotas, que lo consideraban elegido de las Musas, Virgilio no podía por menos que corresponder con un poema a la altura de esas expectativas», como cuenta Gibert. Concibe entonces la historia del héroe troyano Eneas, un exiliado como Ulises, pero con un designio superior: no volver al hogar, sino fundar uno nuevo. Así escribe un poema para la gloria eterna de Roma, y al mismo tiempo un proyecto de acción civilizadora, «un dulce sueño de paz y de justicia perpetuas y universales», como apostilla Gibert, a la mayor gloria del emperador Augusto. La Eneida se aleja del acerado universo homérico, pues, como se explica en Sobre el viejo humanismo: «Introduce emoción y calidez en la tragedia épica e inaugura para el mundo clásico ese tono patético —ese pathos— que estaba presente en los relatos bíblicos (el episodio del sacrificio de Isaac o la visita de Saúl a la pitonisa de Endor, por poner dos casos célebres), pero que brillaba por su ausencia en la literatura griega». Virgilio sabe apelar al corazón y a la cabeza, evitando la carga morbosa, la grandilocuencia efectista y la sensiblería melodramática, apunta Gibert. La situación patética no vuelve lastimoso o miserable al personaje que la padece, sino que lo agranda y ennoblece. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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En ese registro, Virgilio es tan conmovedor, tan sostenido su tono emocional, que suele mover al llanto tanto al lector como al espectador. «Esa humanizadora tonalidad patética ha sido una de las mayores deudas virgilianas que ha contraído la literatura de Occidente». Precisamente por ese pathos emocional, tan próximo a los textos de la Biblia, así como por su estilo profético y su indudable sensibilidad religiosa, la incipiente Iglesia vio en Virgilio un anima naturaliter cristiana (una alma cristiana por naturaleza), señala Gibert. El autor subraya la huella de Virgilio en la literatura occidental, singularmente en lo que llama «los cultivadores de lo patético», desde Cervantes a Dostoyevski, pasando por Steinbeck «y el tremendo y conmovedor final de Las uvas de la ira». LA AUTENTICIDAD EXISTENCIAL DE HORACIO
Con toda su grandeza, el mundo de Virgilio se ciñó a lo pastoril, lo agrícola y lo épico. Tuvo que ser su amigo Horacio (65-8 a.C.) quien abriera las puertas y ventanas de la poesía a la vida misma, a lo cotidiano. Fue también Horacio un literato que reflexionó sobre su propia tarea, y que en su Epístola a los pisones o Arte poética nos regaló una teoría literaria, donde se dan la mano la sensatez, el buen gusto y la ironía. Su poesía —dirá— es leve, pacífica y humilde, inadecuada para cantar las glorias de los vencedores en la guerra, pero muy apta para «contar los combates de las muchachas contra los jóvenes». Pero la novedad de Horacio no reside tanto en los temas como en su peculiar registro emocional —cínico, irónico, confesional—, que le convierte en un poeta moderno. «Con92
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vencido de la degeneración de Nadie como Séneca los tiempos y de la culpable expuso de forma tan endeblez moral de sus contem- clara y contundente la poráneos», gusta de la indepen- épica y la estética de dencia y del retiro en su casa de la sabiduría campo, lejos de los poderosos. Estamos, sin duda, ante «el primer autor que crea una obra poética existencial», como afirma Gibert, en la que se transparenta un discreto epicureísmo que resume en comer con apetito, tener salud y envejecer con la cabeza lúcida. Sus conocidos tópicos —el aurea mediocritas, o «dorada medianía»; el beatus ille o «dichoso aquel que se retira a la vida sencilla del campo»; y el carpe diem o «disfruta el momento»— fluyen en sus versos con la naturalidad de una fuente de experiencia y sabiduría, no como cuñas filosóficas. Horacio consigue dar a esas ideas una formulación modélica, una fuerza y una humanitas especialísimas. Su Arte poética es, entre otras cosas, un tratado contra la mediocridad literaria, donde se muestra intolerante con el atrevimiento de los incompetentes. «Escribir malas obras es innecesario, y no hay razón para que el no dotado se deshonre a sí mismo, degrade el Arte y colme la paciencia de los demás». El acercamiento a lo cotidiano de Horacio no se confunde con la vulgaridad, sino todo lo contrario. El buen gusto (recte sapere), fundamental para escribir bien, debe ir acompañado de la rectitud de vida (recte agere, recte vivere). Pero Horacio es consciente de perseguir un ideal ajeno a la mayoría, y por eso se ve a sí mismo muy lejos n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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del vulgo (a vulgo longe). El vulgo es mezquino, pérfido, inconstante y profano, incapaz de valorar lo mejor de la vida: la virtud, la filosofía, la poesía. El término «vulgo» no designa a una clase social, sino al conjunto de personas frívolas y mediocres. En consecuencia, Horacio, hijo de un liberto, no elogia la nobleza hereditaria, sino la nobleza de espíritu, consciente de que ambas se encuentran en cualquier estrato social, sintetiza García Gibert. SÉNECA, LA RAZÓN VIRTUOSA UNIVERSAL
Junto a Cicerón, Virgilio y Horacio, Séneca (4-65 d.C.) se alza como la cuarta columna latina de la tradición humanística. De su actividad literaria nos quedan nueve tragedias, que siguen el modelo clásico de los griegos. En especial, Medea, cuya protagonista «no sabe frenar las iras ni los amores», donde se representa la contrafigura del sabio estoico y se cumple plenamente la catarsis. En Roma ejerció Séneca la abogacía con éxito, y desempeñó diversas funciones políticas. Fue preceptor del joven Nerón. Pasados los sesenta, se retiró a su villa y redactó sus grandes obras morales. Nerón, ya en el poder, dando crédito a una calumnia le ordenó quitarse la vida. En su retiro resumió su visión ética y existencial en ciento veinticuatro epístolas morales, algunas de ellas verdaderos tratados. Están dirigidas a su joven amigo Lucilio, que detentaba un cargo oficial en Siracusa. La prosa didáctica es de frase breve, con un ingenio conceptual y una retórica que no eliminan la impresión de viveza y naturalidad, comenta Gibert. 94
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El pensamiento de Séneca se encuadra en la tradición estoica del helenismo, consigna el autor. Reclama el derecho a buscar la sabiduría donde se encuentre, pues «no somos súbditos de un solo rey». Admira el carácter ennoblecedor de la doctrina platónica, que tiene la virtud de enaltecer la dignidad del ser humano y hacerle más fuerte ante las contingencias del mundo. En la quinta epístola situará la singularidad del humanista en el terreno moral, concretada «en la empresa única de ser mejor cada día», pero sin separarse de «las costumbres corrientes de los hombres». Séneca anima a vivir en el mundo sin ser mundano. Apela constantemente al retiro del sabio, a evitar en lo posible el trato con la turba, pues desafina el alma. Como en Horacio, su concepto de vulgo es interclasista, pues «el alma recta, buena y grande» puede alojarse indistintamente «en un caballero romano, en un liberto o en un esclavo». En Séneca encontramos, como telón de fondo, la realidad divina y la trascendencia del alma. «El genuino sentido religioso del humanismo viene encarnado por Séneca en todos sus puntos —explica García Gibert—: creencia en el misterio divino, que limita y al mismo tiempo dota de sentido las acciones humanas, rechazo a la concepción utilitaria y externa del culto, y tendencia a una interiorización efectiva de lo trascendente. Estos aspectos configuran por entero la breve y hermosa epístola XLI, que es la sensible manifestación del tan discreto pero tan profundo espíritu religioso que anidaba en Séneca». No hace falta —escribe Séneca— «alzar las manos al cielo», ni «hablar al oído de la estatua» del templo, pues «Dios se halla cerca de ti, está contigo, dentro de ti. Sí, n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Lucilio, un espíritu sagrado reside dentro de nosotros». Al final de la carta, ese espíritu divino se define como «la razón perfecta en el alma» (ratio in animo perfecta). El sabio es, por tanto, la máxima encarnación del hombre religioso, y la gran tarea que le propone Séneca será precisamente el reconocimiento de esa fuerza divina. Por eso, el filósofo fue rápidamente adoptado —como sus admirados Cicerón y Virgilio— por el cristianismo, hasta el punto de fabricarse la leyenda de una imaginaria correspondencia epistolar entre él y san Pablo. Su creencia en una razón virtuosa universal —común a romanos y bárbaros, libres y esclavos—; su concepción de la vida como una esforzada milicia orientada hacia el bien; su firme creencia en un espíritu divino en el alma del hombre; son —dice Gibert— algunas de las razones que explican esa cristianización. Nadie como Séneca expuso de forma tan clara y contundente la épica y la estética de la sabiduría. Compara al sabio con el médico, el soldado, el gladiador y el atleta, pues todos ellos viven la vida como un servicio a los demás y una lucha, cuyo triunfo es la victoria sobre uno mismo. E S T O I C I S M O N O S I E M P R E E Q U I VA L E A R I G O R I S M O
Al estoicismo se le reprocha cierto rigorismo ético. Consciente de esa crítica, Séneca responde que la ascética estoica busca la liberación de las esclavitudes pasionales, sin anular «aquello a lo que tienes inclinación y que juzgas necesario, útil y agradable para la vida». Parte de la base de que «nadie puede llevar una vida feliz sin aspirar a la sabiduría», y aconseja a Lucilio que nunca vaya escaso de alegría. 96
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Sabe lo que es dolerse y llorar la muerte de un ser querido, pero avisa que «también en las lágrimas puede haber necedad». Lección pertinente y muy actual, comenta García Gibert, dada la «propensión plañidera del individuo moderno». La reflexión sobre el deseo y la codicia como fuentes principales del sufrimiento no es exclusiva de la cultura romana. De hecho, «¿no relacionan su pensamiento con el budismo?», se pregunta Gibert. Su permanente hincapié en la intención de la acciones, no en el éxito, ¿no se emparenta con la esencia del hinduismo y con el Bagavaad Gita —«biblia espiritual del hinduismo»—? «Y es que el valor del viejo humanismo», concluye el autor, «radica también en que sus lecciones no solo han fundado la tradición de Occidente, sino que conectan —más y mejor que las enseñanzas modernas— con lo más alto y granado de la sabiduría universal». ¢ José Ramón Ayllón es profesor de Filosofía y escritor.
Más sobre Cuéntame Occidente en www.nuevarevista.net – De Homero a Aristóteles, las raíces griegas de Occidente (José Ramón Ayllón). – El viejo humanismo, insospechado precursor de Freud y otros exploradores del alma humana (José Ramón Ayllón). – Renoir, Rohmer, Wajda: la Revolución francesa vista por el cine (Alfonso Basallo). – Steven Pinker: «En defensa de la Ilustración» (José Manuel Grau Navarro). – La construcción de nuestra civilización. A propósito de “Qué es Occidente” de Philippe Nemo (José Ramón Ayllón). – Elvira Roca: contra los tristes tópicos (Miguel Angel Garrido Gallardo).
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Fukuyama, ¿esta vez en el lado bueno? En «Identidad», analiza los nuevos desafíos para la democracia Manuel Cruz El politólogo norteamericano Francis Fukuyama (Chicago, 1952), autor del influyente libro El fin de la Historia, escribe en su nuevo ensayo, Identidad (La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento), acerca de los retos a los que se enfrenta la democracia en el siglo XXI, como los autoritarismos y los populismos.
©MANUEL CRUZ / EDICIONES EL PAÍS S. L. 2019
Francis Fukuyama.
Foto: © Shutterstock.
El polémico politólogo estadounidense alerta del auge de movimientos nacionalpopulistas y autoritarios entre las democracias consolidadas, pero lo atribuye a un problema de identidades humilladas. Cuando uno abre este libro de Francis Fukuyama y, nada más empezar a leer, lo primero con lo que se tropieza es con la afirmación literal de que el mismo «no se habría escrito si Donald J. Trump no hubiera sido elegido presidente en noviembre de 2016», no puede evitar que se establezca una inicial corriente de simpatía hacia el autor. Es posible que esta reacción desconcierte a algún lector que no se hubiera sacudido del todo la imagen que acompaña a Fukuyama desde que, a mediados de 1989, publicara su célebre trabajo sobre el fin de la historia. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Como muchos recordarán, en aquel momento fue objeto de innumerables críticas, buena parte de ellas inmisericordes, amén de desacertadas, en la medida en que se empeñaban en malinterpretar su escrito, haciéndole decir lo que no decía; esto es, que habíamos llegado al mejor de los mundos posibles y que en lo sucesivo nada nuevo podía ocurrir. En realidad, lo que Fukuyama afirmaba no era algo muy distinto de lo que a lo largo de aquella década —que fue, no se olvide, la de la imparable descomposición del imperio soviético— andaban afirmando un sinfín de autores, algunos de ellos inequívocamente progresistas; a saber: que la humanidad no había conseguido ir más allá de un modelo de organización de la vida social con dos caras: una era la economía de mercado, y la otra, la democracia liberal. Quizá el problema fue que algunos sectores de izquierda todavía no habían digerido la constatación del rotundo fracaso de la ambiciosa propuesta emancipatoria que había atravesado, hasta definir por completo sus límites, todo el siglo xx, fracaso que se visibilizó, justo el año en el que Fukuyama publicaba su escrito, con la caída del Muro de Berlín. Resumiendo la cosa de una forma tan breve como simplificadora: que tal vez durante un rato nuestro autor tuvo razón. Es cierto que luego dejó de tenerla, pero no porque la democracia liberal pasara a un estadio superior, sino porque su propia supervivencia se encuentra seriamente amenazada. El escenario mundial, sin duda, ha cambiado. Aquella oleada de democratización que multiplicó por tres 100
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(de 35 a casi 120) el número de democracias electorales en todo el mundo desde principios de los años setenta hasta 2000 ha derivado en lo que Larry Diamond ha calificado como recesión democrática. Y es que, en efecto, la dupla que se dibuja en el horizonte ya no es la fantaseada por los liberales más clásicos; esto es, una democracia liberal unida a una economía de mercado. La dupla que se dibuja Las amenazas a este moen el horizonte ya no delo le están llegando a la es la fantaseada por democracia desde diversos los liberales más cláfrentes. En primer lugar, el sicos; esto es, una defrente autoritario, que propo- mocracia liberal unida ne un modo de producción a una economía de capitalista de una extraordi- mercado naria productividad, merced precisamente a su desdén hacia los mínimos estándares democráticos. El nombre de esta nueva dupla capitalismo/ autoritarismo que nos amenaza es, a nadie se le escapa, China. Fukuyama no se sorprende por ello, ni tampoco por la deriva neoautoritaria de Rusia. Lo que de veras le sorprende y preocupa es, además de la caída del número total de democracias en el mundo, el auge de movimientos nacionalpopulistas y autoritarios en el seno de las propias democracias consolidadas. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Pero de nuevo Fukuyama tiene razón solo durante un rato. Porque es difícil continuar acompañándole durante toda la travesía de su discurso cuando saca de nuevo a pasear al hegeliano que lleva dentro y se abona a la tesis de que lo que desde siempre ha impulsado la historia humana ha sido la lucha por el reconocimiento. Más aún, en su opinión gran parte de lo que tendemos a creer que se produce por motivaciones económicas en realidad responde a una demanda de reconocimiento, razón por la cual no puede satisfacerse simplemente por medios económicos. Hábil e inteligente como es, Fukuyama no niega la existencia de determinados problemas materiales, pero rebaja su importancia, desactivándolos en gran medida. No deja de admitir que el orden mundial liberal no ha beneficiado a todos, así como que la economía de mercado presenta insuficiencias, pero esquiva el cuestionamiento de ambas a base de llevar los problemas al terreno de las identidades humilladas. Sin embargo, lo que se esfuerza por soslayar tal vez sea una cuestión de todo punto insoslayable; a saber: el carácter estructuralmente injusto, por desigual, del sistema en el que hoy viven todos los habitantes del planeta. No se trata, pues, de poner en duda la existencia de una serie de anhelos anclados en lo más profundo del alma humana. De lo que se trata es de puntualizar la extrapolación que lleva a cabo Fukuyama cuando subsume en lucha por el reconocimiento cualquier reivindicación, de cualquier orden, que se plantee. Porque de la misma manera que él puede decir que en muchas ocasiones reivindicaciones de apariencia económica esconden en realidad aspiraciones 102
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relacionadas, pongamos por caso, con la identidad nacional, no es menos cierto que en otras lo que se presenta como reivindicación nacional esconde un claro carácter de clase, y no creo que haga falta poner ejemplos porque bien cerca andamos sobrados de ellos. En consecuencia, tal vez no sea cuestión de enredarse en debatir cuáles son los auténticos anhelos que albergan los ciudadanos en el fondo de sus corazoncitos, sino de intentar elaborar políticas públicas eficaces contra la desigualdad y a favor del bienestar de la mayoría, asunto en el que se supone que todos deberíamos estar de acuerdo. Fukuyama incluido, claro está. ¢ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Presidente del Senado.
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Cómo se fabrica la propaganda Jason Stanley desvela sus técnicas de manipulación Alfonso Basallo Una afirmación propagandística no tiene por qué ser falsa. De hecho, el gran peligro que la propaganda supone para las democracias es que maneja verdades a medias, o datos reales sacados de contexto, a fin de manipular. Esta es una de las conclusiones más interesantes del libro Cómo funciona la propaganda (Princeton University Press, 2016), de Jason Stanley, profesor de Filosofía en Yale, experto en filosofía del lenguaje y colaborador de The Washington Post y de The New York Times.
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Una encuesta realizada por The Washington Post en 2003 concluía que casi el 70% de los estadounidenses creía que Sadam Hussein estaba personalmente involucrado en los ataques del 11-S. El Gobierno de eeuu había insinuado desde el principio que existía esa vinculación, generando así un clima de opinión para justificar la intervención en Irak. A pesar de que años después, el exsecretario de Defensa Donald Rumsfeld, proclamó que el Gobierno nunca había sugerido que Irak estuviera detrás de los atentados. El dato le sirve a Jason Stanley para preguntarse por «el poder de la propaganda» para convencer a la mayoría de una nación de algo falso. El autor cita la obra lti: La lengua del Tercer Reich, del judío alemán Victor Kemplerer, uno de los más importantes estudios monográficos sobre el tema. Explica que la n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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propaganda «explota y fortalece» lo que Stanley califica de «ideologías defectuosas» (flawed ideologies), como por ejemplo la nacionalsocialista, en la que «la deliberación racional se vuelve imposible». El problema —advierte— es que la propaganda también puede representar una amenaza para las democracias liberales, debido a su carácter insidioso. De suerte que para comprender la realidad política actual es preciso «comprender el mecanismo que hace eficaz a la propaganda». Ese mecanismo no es otro que el engaño, como ya anticipaba tempranamente Rousseau en el Contrato social, al decir que el pueblo puede verse influido no por la coacción, sino mediante el «engaño» de los demagogos. La esencia de la propaganda no consiste tanto en decir mentiras como en falsear datos verdaderos. Del mismo modo que no todos los mensajes propagandísticos carecen de sinceridad. Por ejemplo, lo que «Hitler opinaba sobre los judíos lo decía muy sinceramente». Los totalitarismos se dedican abiertamente a la propaganda: Hitler tenía un ministerio con ese título. El peligro de la propaganda en las democracias es distinto: en ellas pasa desapercibida. Siguiendo los estudios lingüísticos de Noam Chomsky, señala Stanley que la propaganda supone la «manipulación de la voluntad racional para cerrar el debate». Para ello puede contar con medias verdades o verdades sacadas de contexto. ¿Cómo conseguir una voluntad general común en torno a un mensaje propagandístico? En primer lugar, dando información parcial sobre un asunto o tergiversarla. Esos datos no son necesariamente falsos, pero 106
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depende mucho del contexto en el que difundan. Pone Stanley el ejemplo de las alusiones a las minorías étnicas. Si un político no musulmán dice en eeuu: «Hay musulmanes entre nosotros», la afirmación es indudablemente cierta. Pero —explica Stanley—, el propósito es demagógico, en el contexto del clima de prevención ante los atentados terroristas, ya que transmite que «los musulmanes son inherentemente peligrosos para los demás», lo cual es falso.
Para comprender la realidad política actual es preciso «comprender el mecanismo que hace eficaz a la propaganda»
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Un dato real es que la mayoría de los consumidores de crack (droga derivada de la cocaína) en Estados Unidos, son de raza negra, señala el autor. Basándose en ello, la opinión pública asocia a la población de color con la droga —y con la delincuencia—, a pesar de que el consumo de cocaína —en su versión menos degradada y por lo tanto más cara— es mayoritario entre los blancos. Tanto es así, que las leyes federales imponen una pena cien veces mayor a los consumidores de crack, en su mayoría negros, que a los de cocaína, por lo general blancos. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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El neurólogo Carl Hart —citado por Stanley— explica cómo ese distinto tratamiento penal tiene que ver con prejuicios raciales de científicos que han exagerado los riesgos de la versión barata de la cocaína para justificar las condenas judiciales draconianas contra los negros. Esta extrapolación de datos contribuye a reforzar los estereotipos endémicos que pesan sobre la población de color en eeuu, alimentados por «una narrativa científica supremacista», desde principios del siglo xx Stanley recoge el comentario de un médico publicado en The New York Times en 1914: «La mayoría de los negros son pobres, analfabetos y perezosos Una vez que el negro ha formado el hábito, es irrevocable. El único método para mantenerlo alejado de la droga es encarcelarlo». Así, mezclando datos reales con falsos y extrapolándolos, la propaganda ha estigmatizado a la población de color en eeuu, como explica Khalil Muhammad, en su libro The Condemnation of Blackness: Race, Crime, and the Making of Modern Urban America (La condena del negro: raza, delito y la construcción de un Estados Unidos urbano moderno), citado por Jason Stanley. Este libro cuenta cómo desde principios del siglo xx los investigadores sociales buscaron una justificación científica a los estereotipos que arrastraba la minoría negra desde la centuria anterior. Los caracterizaron como perezosos y propensos a la violencia y el crimen. Y así han quedado en el imaginario colectivo. En segundo lugar, la propaganda también puede jugar con los símbolos, que conducen a emociones, previamente separadas de las ideas que las causan. Puede tratarse, por 108
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ejemplo, de la bandera, para Los datos pueden ser identificarla con determinadas verdaderos pero su ideas, de clase o de raza. Y pone efecto puede ser proreforStanley el ejemplo del presi- pagandístico, dente yugoslavo durante las zando tesis supremaguerra balcánicas de los años cistas, como ocurre noventa, Slobodan Milosevic, en EEUU con la poque apeló a la derrota de los blación de color serbios a manos de los turcos en la batalla de Kosovo (siglo xiv) para inculcar un sentimiento de agravio histórico en los de la etnia serbia, frente a croatas y bosnios. ¿Cómo detectar los mensajes propagandísticos? Stanley afirma que es decisivo fijar los ideales normativos que deben regir el discurso político como «guías para identificar los casos de propaganda, y su especie más infame, la demagogia». Y singularmente el ideal de «razonabilidad», expuesto por John Rawls. Para preservar el carácter de la deliberación democrática, aquellos que deliberan en un debate sobre política «están sujetos a una norma de razonabilidad, que les exige tener en cuenta las perspectivas de los demás». El proceso de deliberación racional debe estar regido por «la fuerza no forzada del mejor argumento», según la expresión de Jürgen Habermas. Forzar las cosas y, en consecuencia, distorsionar la argumentación es recurrir a «expresiones de carácter emocional, que contaminan el debate público y atentan contra la racionalidad», como por ejemplo «superdepredador», término acuñado por una serie de académicos en eeuu para describir a los delincuenn ue va r e v i s t a · 1 7 0
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tes juveniles, O recurrir a estereotipos negativos sobre la población de color para criticar los programas de asistencia social. Según una investigación de la Universidad de Princeton, «la creencia (socialmente percibida) de que los negros son perezosos» lleva a la conclusión de que no se merecen las prestaciones sociales. Otra norma esencial en el proceso es el respeto a todos los ciudadanos representados, incluidas las minorías. El autor cita a Stephen Darwall, cuando dice que en una comunidad gobernada por «el ideal de razonabilidad» es necesaria «la empatía o la capacidad de ponerse en el lugar del otro». La atención a las minorías, que aborda Rawls en su Teoría de la Justicia, supone incluirlas como actores en el proceso deliberativo. Pero la propaganda puede enmascararse en «una propuesta que parece tener en cuenta la perspectiva de todos (por ejemplo, llamando la atención sobre una amenaza pública), al servicio de una meta que erosiona la razonabilidad». Stanley alude a las campañas de organizaciones israelíes para transmitir el mensaje a las «élites de opinión» estadounidenses de que Israel está realmente interesado en la paz y el bienestar de los palestinos. Pero, al mismo tiempo, ese mensaje incluía, de forma sutil, la idea de que líderes palestinos, como Mahmoud Abbas, no eran realmente dignos de confianza. Existe, no obstante, lo que Stanley llama «retórica cívica», siguiendo una tradición en filosofía política que se remonta a Aristóteles. Esa retórica es «políticamente necesaria para superar los obstáculos fundamentales para la realización de los ideales democráticos». Es la que 110
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utilizó Martin Luther King, «La creencia (socialcon la marcha desde Selma a mente percibida) de Montgomery (1965), durante que los negros son la lucha por los derechos de perezosos lleva a la voto en el Sur. Insistió en la conclusión de que no no violencia, sabiendo muy se merecen las presbien que los manifestantes taciones sociales» serían recibidos con extrema violencia. Y eso fue lo que contemplaron los televidentes. La marcha de Selma es —señala el autor— «un caso paradigmático de propaganda democráticamente aceptable: manipulación de los medios de comunicación para llamar la atención y empatía hacia un grupo que de otra manera sería invisible». E L C O N T R O L D E L A S PA L A B R A S
La democracia liberal tiene que rechazar a la propaganda política por tres razones: porque prima la racionabilidad en sus decisiones, porque prohíbe la discriminación de cualquier colectivo de ciudadanos y porque está abierta al debate. Pero la propaganda encuentra sus caminos para imponerse, mediante la herramienta de la palabra, como se detalla en un capítulo del libro, El lenguaje como mecanismo de control. El autor reconoce que mucha más fuerza que el lenguaje tienen la arquitectura, los pósters y las películas, pero considera importante estudiar el lenguaje porque hay más herramientas científicas y filosóficas. Así, sigue de cerca, por ejemplo, los estudios sobre la situación de la mujer en la pornografía (Langton, MacKinnon, Hornsby), que implica n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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su subordinación y anulación. Algo que cualquier propaganda pretende con cualquier grupo al que quiere manejar. Stanley enumera una serie de herramientas lingüísticas. Entre ellas, el juego de las generalizaciones; los llamados «significados sociales» de las palabras, que la comunidad adjudica a determinados conceptos; o el contenido peyorativo que puede ir implícito en palabras en apariencia neutrales. Dos ejemplos. Las televisiones en eeuu, apunta Stanley, asocian un significado social negativo a la palabra «bienestar» cuando el término aparece repetidamente con imágenes de negros urbanos. El término «bienestar» llega a tener, en esos casos, «el contenido no discutible de que los negros son vagos». El segundo ejemplo es el uso de términos despectivos, que jugó un importante clima psicológico para sentar las bases sociales del genocidio de los tutsi en Ruanda en 1994. El autor cita el artículo Genocidal language games, de Lynne Tirrell, para explicar que los extremistas hutus insultaban a los tutsis con la palaba inzoka (serpiente). Matar los ofidios es un rito de iniciación para los niños: les cortan la cabeza y los despedazan. Al describir a los tutsis como inzoka, la propaganda hutu estaba conectando ancestrales prácticas con instrucciones a las milicias hutus sobre cómo matar a sus víctimas. El significado social de llamar a alguien inzoka —señala Tirrell— fue que se convirtió en un acto legítimo y socialmente útil matar a esa persona como se mata a una serpiente. Y es que «el genocidio —concluye Stanley— suele ir precedido de la deshumanización expresada en forma lingüística». Como advirtió Carl Schmitt, las cuestiones terminológicas son de la máxima importancia política. Por eso la po112
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lítica actual implica una cons- En la base del protante búsqueda de palabras, yecto educativo de frases, asociaciones de ideas Woodrow Wilson se y contextos ideológicos favo- encuentra una ideolorables, para ganar la batalla de gía de superioridad de la propaganda ideológica. Un élite ejemplo curioso: el «Obamacare» empezó siendo un neologismo crítico y hasta peyorativo, cuenta Stanley, pero los demócratas pudieron darle la vuelta y convertirlo en un activo propagandístico. Lo que hace la propaganda es manejar viejas técnicas dialécticas, que llegan a remontarse a los antiguos sofistas, a fin de manipular el lenguaje y obtener determinados logros políticos, económicos y sociales. El ámbito lingüístico da mucho juego —explica el autor— para transformar la realidad a conveniencia, alterando los significados, como se desprende, entre otros, de un ensayo que cita, The Original Sin of Cognition de Sarah-Jane Leslie. Se pregunta Jason Stanley si hay posibilidad de revertir la enorme presión de tanta propaganda política en una herramienta tan delicada como el lenguaje. Lo ve muy difícil, pero su ensayo ofrece algunas claves para detectar ese tipo de trampas dialécticas de las palabras. Uno de los efectos de la propaganda, que el autor analiza en otro capítulo, es que esta condiciona la perspectiva de la gente sobre el mundo. Jason Stanley menciona la teoría de los estereotipos, expuesta por Walter Lippmann en Opinión pública: «Los estereotipos constituyen una imagen ordenada, más o menos coherente, del mundo a la que nuestros hábitos, gustos, capacidades, consuelos y esperanzas se han n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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adaptado». Y no debe sorprender —apostilla Lippmann— «que cualquier alteración de nuestros estereotipos nos parezca un ataque contra los mismos pilares del universo». En este sentido, una ideología defectuosa opera produciendo creencias erróneas insertadas en la identidad de grupo o clase, de suerte que estas resultan inasequibles a todo intento de refutación empírica. A Jason Stanley le interesa estudiar el mecanismo de los estereotipos, en la medida en que funcionan como un molde eficaz para difundir prejuicios o «ideas preconcebidas e inamovibles». La propaganda, señala, se fabrica no solo sacando datos de contexto, sino también soslayando los hechos objetivos y dando curso a impresiones subjetivas o visiones del mundo inexactas o incluso falsas, mediante sutiles argumentaciones. Como observaba Walter Lippmann, existe una clara diferencia entre las experiencias de primera mano que tenemos las personas y las que se reciben por otros medios, especialmente los medios de comunicación de masas. Las segundas pueden estar manipuladas y, sin embargo, el usuario no siempre es consciente de ello. La consecuencia de todo ello es que las opiniones, incluso en las sociedades democráticas, no siempre obedecen a procesos racionales, ni son fruto de debates contrastados, sino que responden a estereotipos y a deformaciones o manipulaciones de la realidad. Stanley sostiene que esas visiones del mundo tienden a crear y ahondar divisiones sociales. Cita un ejemplo de la filósofa Sally Haslanger: una familia que posee esclavos, y que basa sus expectativas y creencias en que los 114
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negros atenderán a sus míni- El mito de superiorimas necesidades, no ve una dad genética ha sido verdad incuestionable: que su sustituido actualmente fortuna en la vida nace de la por el de superioridad explotación de seres huma- cultural nos. Y si no ve esa realidad, se producirá en esa familia un efecto ideológico perverso: «Los negros necesitan el cuidado y el ser siervos para que no se destruyan entre sí», «tienen una mentalidad primitiva que, sin nosotros, les impediría sobrevivir», etc. Mediante la propaganda, los grupos dominantes tienden a autolegitimarse (self-legitimation), al apuntar que esas clases dominantes hacen pasar por algo natural a la especie humana desigualdades que, en realidad, tienen origen social. El autor busca la explicación en Max Weber, que afirma que cada grupo altamente privilegiado desarrolla «el mito de su superioridad natural». Este mito de superioridad genética ha sido sustituido actualmente por el de la superioridad cultural. Así lo pone de manifiesto «Jobbik, un partido húngaro antisemita y racista acérrimo, que considera a los gitanos como criminales por su cultura, no por su genética». ¿De qué mecanismos se vale la élite para conseguir que los grupos desfavorecidos acepten la ideología de su propia inferioridad? Además del control de los medios de comunicación, mediante el control de la educación. A esta dedica Stanley un capítulo del libro (La ideología de las élites: supuesto práctico). Y pone la reorganización de la educación secundaria en eeuu, en la segunda década del siglo n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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xx, como ejemplo histórico de control del poder por parte de las élites, a través de las aulas. SUPERIORIDAD DE ÉLITE
«La reforma de la enseñanza secundaria en eeuu a principios del siglo xx es paradigmática», explica Stanley. E. A. Ross defendía en el libro Control social que las aulas eran el «mecanismo ideal del control social de élites», ya que «aquellos que se distinguen por ideas y talento, son los líderes naturales de la sociedad’, y cuando ‘las poblaciones crecen, los intereses chocan y los difíciles problemas de ajuste mutuo se vuelven apremiantes, es absurdo y peligroso no seguir el liderazgo de los hombres superiores.» La educación, para Ross, es un medio para «domar el potro hasta el arnés». Y este ha sido «un tema persistente en las democracias liberales del siglo xx», apostilla Jason Stanley. La influencia de Ross se dejó sentir en Woodrow Wilson, que llegó a ser presidente de eeuu. Cuenta Stanley que en 1909, cuando Wilson era la máxima autoridad de la Universidad de Princeton, afirmó en su discurso El significado de la educación liberal: «Queremos que una clase de personas tenga una educación liberal, y queremos que la otra clase de personas, una clase mucho más grande, por necesidad, en cada sociedad, renuncie a los privilegios de una educación liberal y se ajuste a sí misma para realizar tareas manuales específicas difíciles». Los puntos de vista de Wilson sobre una «educación liberal» son parte del movimiento de «educación como control social» explícitamente declarado por Ross. «En su base se encuentra una ideología de superioridad de élite, 116
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incluida la superioridad de élite masculina blanca», subraya Stanley. Uno de los discípulos de Ross, David Snedden, fue el promotor de la reforma de la educación secundaria en eeuu, cuya referencia fueron Los principios cardinales de la educación secundaria, que Stanley califica como «uno de los documentos más influyentes en la historia educativa estadounidense del siglo veinte». El documento describe «la democracia no como un sistema que maximiza la libertad, sino como un sistema que maximiza la eficiencia». Su huella —sostiene el autor— se ha dejado sentir a lo largo del siglo xx, como una muestra del predominio de las élites, y del ideal de eficiencia como forma de control social promovida por esas élites. ¢ Alfonso Basallo es doctor en Comunicación, periodista y escritor. Coordinador editorial de Nueva Revista.
Más en www.nuevarevista.net – Tom Wolfe: El reino del lenguaje o de cómo el mono desciende del hombre (Miguel Ángel Garrido Gallardo). – La postverdad, lo imaginario, lo falso y las redes sociales (José Manuel Grau Navarro). – El resurgir de las charlas (Alfonso Basallo). – “Homo rethoricus”. La retórica de moda. (Miguel Ángel Garrido Gallardo). – La actualidad, un presente exasperado (Manuel Cruz). – A favor y en contra: ¿libertad de expresión sin restricciones? (José Manuel Grau Navarro). – La desinformación, a juicio: los retos jurídicos que plantean las «noticias falsas» (Juan José Lavilla Rubira y Juan José Lavilla Ezquerra). – Escribir y hablar bien en la era digital (Alex Grijelmo).
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Corrección política (pros y contras)
Hacia una hipocresía sostenible Runciman analiza la mentira en la cosa pública Juan Claudio de Ramón David Runciman, ensayista político y profesor en Cambridge, analiza en su libro La hipocresía política (La máscara del poder, de Hobbes a nuestros días) la teoría de que el arte de la política incorpora de forma congénita cierto grado de mentira. Lo que, ante ello, debe hacer el ciudadano es tener un criterio para saber qué mentiras debe tolerar y cuáles no, cuáles engrasan el mecanismo y cuáles lo corrompen. Se trata, por tanto, de saber cuál es el nivel de hipocresía sostenible que no ponga en peligro los fundamentos de la democracia.
Artículo publicado originariamente en Revista de libros.
David Runciman.
Foto: © Kingsreview.
En su Visión sucinta de los derechos de la América británica, un pliego de 1774 con el que Thomas Jefferson inauguró su carrera política, el que fuera tercer presidente de Estados Unidos dejó escrito que «el arte de gobernar no es otra cosa que el arte de ser honesto». Andando el tiempo, sus rivales políticos le echarían en cara estas palabras suyas para reprocharle su conducta posterior, tan pródiga en astucias y marrullerías como la de cualquier otro púgil político de su generación. Eso, por no hablar de la más obscena hipocresía de todas, insoportable desde la sensibilidad contemporánea y ya de pesada digestión en la época: que la persona que había anunciado al mundo, como «verdad evidente», que «todos los hombres nacen iguales» fuera el orgulloso propietario de ciento setenta y cinco esclavos que dormían en los galn ue va r e v i s t a · 1 7 0
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pones de su mansión en Monticello y a los que no tenía ninguna intención de emancipar. En su libro La hipocresía política, David Runciman hace la maliciosa observación, sin embargo, de que la frase de Jefferson se descifra mejor si ponemos el énfasis no en la palabra «honesto», sino en la palabra «arte». Es decir, para los políticos, la honestidad sería no tanto una virtud o un deber, sino un arte, que incluiría también el recurso, sabiamente administrado, de no ser del todo honesto. Tal es una de las premisas de una investigación sobre la hipocresía política que lleva por subtítulo La máscara del poder, de Hobbes a nuestros días. La idea es que el arte de la política incorpora de forma congénita la mentira, y que lo que debemos hacer los ciudadanos es tener un criterio para saber qué mentiras debemos tolerar y cuáles no, cuáles engrasan el mecanismo y cuáles lo corrompen. Se trata de saber, por tanto, cuál es el nivel de hipocresía sostenible, quizás incluso beneficioso o deseable, en una democracia liberal. La pesquisa tiene un ilustre precedente en la obra de Judith Shklar, la eminente pensadora estadounidense de origen letón que, en su clásico libro Vicios ordinarios (trad. de Juan José Utrilla, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1990), abordó el problema de las malas conductas en democracia. Lo que interesaba a Shklar era qué debía pensar el liberalismo —si es que debía pensar algo— sobre las vilezas privadas de tipo rutinario que escapaban, por no revestir la suficiente gravedad, al reproche penal. Partía la catedrática de la Universidad de Harvard de la interesante observa120
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ción de que los filósofos de todos los tiempos han prestado una gran atención al tema de la virtud, pero rara vez se han ocupado del asunto del vicio, lo que mantiene el campo relativamente inexplorado. De modo que Shklar dejaba en su libro de lado el canon filosófico y optaba por seguir la pista de novelistas, historiadores y dramaturgos, quienes, al contrario que metafísicos e ideólogos, sí se han ocupado, Para los políticos, la de manera preferente, y, se honestidad sería no diría incluso que con delecta- tanto una virtud o un ción, de las pequeñas venali- deber, sino un arte, dades del ser humano en co- que incluiría también el recurso, sabiamenmunidad. Como es sabido, Shklar lle- te administrado, de no ser del todo honesto gaba a la conclusión de que, de todos los vicios ordinarios, solo hay uno, en puridad, intolerable, un summum malum que el liberalismo debe combatir: la crueldad. Los demás vicios examinados —entre los que se incluía la hipocresía— han de ser tolerados, rehuyendo cualquier clase de perfeccionismo moral guiado por el gobierno. Pues bien, el libro de Runciman puede leerse como una ampliación de las intuiciones de Shklar sobre la hipocresía y, al mismo tiempo, como su réplica matizada. Por n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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un lado, Runciman sí cree que el canon de la teoría liberal contiene, de Hobbes a esta parte, una corriente coherente de ideas sobre la sinceridad y la mentira en política. Por otro lado, el pensador británico sostiene que la cuestión no puede dejarse en el punto permisivo y ligeramente cínico en que lo dejaba Shklar: el hecho de que una cierta dosis de hipocresía en la vida política sea inevitable no significa que toda ella sea deseable, menos aún tolerable; existen, de hecho, «ciertas formas de hipocresía intrínsecamente destructivas del propio liberalismo» (p. 38); nuestra cábala debe orientarse, por ello, a averiguar qué tipo de hipocresías de nuestros gobernantes sí merecen nuestra preocupación, o, dicho de otro modo, a saber «qué clase de hipócritas queremos que sean los políticos» (p. 50). Tal es la fascinante premisa de un libro escrito en 2008 y traducido tardíamente al español el pasado año por Damián Salcedo Megales, profesor de Filosofía Moral en la Universidad Complutense. Ese desfase hace que su lectura parezca hoy ligeramente fuera de compás, al llegar, al menos al lector español, en un momento en que, de la conducta de los políticos, ya no preocupa tanto su estratégico cultivo de las apariencias como su aparente falta de interés por los hechos. Si la hipocresía es, como de manera memorable sentenció el duque de La Rochefoucauld, el tributo que el vicio rinde a la virtud, el mundo de la posverdad puede definirse como aquel en que la mentira ha decidido dejar de pagar impuesto alguno a la verdad, a la que ya no reconoce ninguna ascendencia. Dicho de otra manera: si no hay hipocresía sin disimulo, es difícil considerar hipócritas a políticos 122
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que, sencillamente, han dejado Si la insinceridad es de disimular sus verdaderas inextirpable de los opiniones. Desatada del yugo sistemas democrátide una verdad o de una virtud cos, dice Runciman, destronadas de su condición de es «porque la propia valores públicos, a la concien- democracia no es otra cia ya solo le queda la brutal ex- cosa que una ficción presión de una sinceridad indi- útil» vidual hostil a toda convención. Por ello hace bien Runciman en aclarar que hipocresía y mentira no son exactamente lo mismo. La mentira tiene que ver con un estado de cosas: se afirma algo que no se verifica en la realidad de los hechos. La hipocresía, subespecie de la mentira, tiene que ver con el carácter: se presume de creencias que no se profesan o se alardea de virtudes que no se practican. Existen, además, varios niveles: una hipocresía que Runciman llama «de primer orden», que es la rutinaria costumbre de ocultar el vicio tras una fachada de virtud, y una hipocresía «de segundo grado», que consistiría en engañarse sobre la naturaleza teatral de nuestras propias acciones. Se trata de una dualidad no del todo bien explicada, que Runciman mantiene a lo largo de todo el texto y que culmina en una distinción en las páginas conclusivas entre «políticos que son sinceros, aunque falsos, y políticos que son hipócritas, aunque honestos» (p. 332). (Runciman, que extrae sus ejemplos de la política anglosajona, personifica estos moldes ideales en las figuras de Benjamin Disraeli, Tony Blair y George W. Bush, por un lado, y William Gladstone, Gordon Brown y Hillary Clinton, por otro.) n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Aunque no siempre queda claro lo que quiere decir Runciman, cuya prosa incurre en algún exceso logomáquico, la conclusión parece ser que hay políticos que se creen sus ficciones —siendo la primera que sus motivos son altruistas— y otros que observan en todo momento sobre lo que dicen una reserva mental que los mantiene en contacto con la realidad. Dicho de otro modo: todos los políticos llevan máscara, pero algunos se olvidan de que la llevan puesta. Aunque Runciman cree que, a la postre, ambos son necesarios, nos invita a preferir a aquellos políticos que, aun pudiendo incurrir ocasionalmente en engaños a terceros, no parecen ser capaces de caer en el autoengaño. Aquellos que, por así decir, nunca olvidan que representan un papel y, precisamente por no olvidarlo, parecen menos naturales que sus rivales y son más vulnerables a la acusación de hipocresía. Aunque esto sea así, sugiere Runciman, también son los más conscientes de la necesidad de evitar tomar un curso de acción que haga arder el teatro. Si el afán por distinguir una hipocresía buena de una mala hace que Runciman se pierda a veces por bizantinos derroteros, hay otro aspecto en el que su libro no resulta del todo satisfactorio. Y es que el profesor de Cambridge falla en su propósito de mostrar que existe un hilo conductor que ensarte de forma coherente las ideas de Thomas Hobbes, Bernard Mandeville, Thomas Jefferson, Jeremy Bentham, Henry Sidgwick o George Orwell (los principales autores examinados), y menos todavía que pueda hacer de rodrigón de un sistema organizado de pensamiento en torno a la hipocresía política. Al final, lo que queda, y no es poco, son las valiosas intuiciones ofrecidas sobre por qué 124
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una cierta dosis de hipocresía La hipocresía, subeses inevitable en democracia. pecie de la mentira, Si la insinceridad es inextir- tiene que ver con el pable de los sistemas democrá- carácter: se presume ticos, propone Runciman, es de creencias que no «porque la propia democracia se profesan o se alarno es otra cosa que una ficción dea de virtudes que útil» (p. 241). Ficción, porque no se practican no es cierto que el pueblo sea soberano; útil, porque así creerlo sirve para poner límites al poder. Los representantes bien pueden tener una opinión distinta de la de sus representados —si es que esta fuera cognoscible—, pero se comportarán, al buscar su voto, como si ambas fuesen coincidentes. Los electores, que conocen las reglas del juego, confieren al gobernante un margen de incumplimiento de las promesas imposibles o absurdas que les fueron hechas en campaña. Para los partidos, en fin, exponer la hipocresía del otro se convierte en el arma política predilecta en la liza electoral y la democracia pluralista se vuelve, en definitiva, en palabras de Runciman inspiradas por Shklar, «un intricado baile entre hipócritas y antihipócritas, rondas permanentes de enmascaramiento y desenmascaramiento que da forma a nuestra existencia social» (p. 40). Un juego, cabe añadir, que será tanto más estridente cuanto más puritana la época. Como Molière sabía perfectamente, allí donde triunfan los predicadores menudean los tartufos: la distancia que inevitablemente se abre entre la prosaica conducta privada y la desaforada exigencia pública es el terreno donde florece la sátira. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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La pregunta inicial, sin embargo, sigue sin una respuesta clara. Si aceptamos como válida la idea de que los políticos se rigen por una deontología propia que les faculta, en determinadas ocasiones, a jugar la baza de la insinceridad —lección sabida, por otro lado, desde Maquiavelo—, ¿cómo saber cuándo esta se convierte en un peligro para los fundamentos mismos de la democracia? En su libro, Runciman rescata la iluminadora analogía que Henry Sidgwick establece entre el oficio del abogado y la profesión política. Es por todos sabido, y por todos aceptado, que la lex artis forense permite al abogado defender la inocencia de su cliente incluso si no la tiene por segura. Pero si al abogado le consentimos esta exhibición pública de hipocresía es porque un entero sistema judicial la delimita y controla, diseñado como está para que la verdad prevalezca. En cambio, la política democrática, dice Sidgwick, es como hacer un juicio con jurado, pero sin juez. El jurado, huelga decirlo, somos los ciudadanos con derecho a voto. Como el abogado altisonante que en el fondo descree de la inocencia de su cliente, el representante político no dudará en servirse de malos argumentos con aire resuelto para ganar una elección. Sin ayuda de una autoridad judicial que regule ecuánimemente la discusión, seremos nosotros quienes debamos creer o no en la veracidad del alegato. La historia, ay, abunda en ejemplos de cómo el político mendaz pero persuasivo suele salirse con la suya.
¿Cómo saber cuándo la insinceridad se convierte en un peligro para los fundamentos mismos de la democracia?
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La situación, por lo demás, es peor de lo que Sidgwick, eminente filósofo victoriano, creía. Porque, tras más de un siglo de experiencia democrática —y teniendo fresca en la memoria episodios como el Brexit, el triunfo de Donald Trump o el discurrir del proceso independentista en Cataluña—, es difícil sostener que a los electores les mueva el esclarecimiento de la verdad en cualquier debate público. Antes al contrario, la credulidad parece autoinducida por el deseo de afianzar asentados prejuicios sobre la propia identidad. La pregunta por la hipocresía de los políticos pierde así importancia ante la lóbrega sospecha de que, cuando los ciudadanos piden a los políticos que les cuenten la verdad, están siendo… unos hipócritas. Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Es autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña (Deusto, 2018) y Canadiana. Viaje al país de las segundas oportunidades (Debate, 2018).
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Universidad
Harvard, excelencia sin alma Antología de textos del profesor de Gates y Zuckerberg Harry R. Lewis Excellence Without a Soul fue publicado en 2006. Lo escribió el profesor Harry R. Lewis, antiguo decano de Harvard College, uno de los centros de enseñanza superior más prestigiosos del mundo. El texto de Lewis no es especialmente halagüeño hacia la famosa universidad. Es una autocrítica en la que afirma que «Harvard enseña a sus estudiantes pero no les hace sabios». Y plantea qué debería hacer un centro universitario para transformar a los jóvenes en adultos con los conocimientos y la sabiduría necesarias para ser responsables ante la sociedad. En esta antología de textos, el profesor Javier Aranguren selecciona y traduce algunos de los pasajes más significativos del libro de Harry R. Lewis.
Harry R. Lewis, Excellence Without a Soul. Does Liberal Education Have a Future?, Public Affairs, NY 2007, 305 pp.
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El exdecano Harry R. Lewis.
Foto: © The Harvard Crimson.
LA MISIÓN
He sido profesor en Harvard durante más de treinta años, empezando en 1974. En este tiempo he escuchado muchas discusiones académicas sobre enseñanza, el currículo, sobre cómo corregir, sobre atletismo y sobre cómo responder a la mala conducta de los alumnos. Casi nunca he escuchado conversaciones entre profesores sobre cómo hacer de los estudiantes mejores personas. Se anima a los profesores a identificar señales de malestar emocional en los estudiantes para dirigirles hacia los servicios de atención de salud mental. Pero lo que necesitan la mayoría de los estudiantes, antes que psiquiatras especializados, es ayuda para que den forma a esa vida en la que ellos, no sus padres, tendrán el papel principal (…). n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Educar no consiste en la enseñanza de fechas y fórmulas y leyes y nombres y lugares. De hecho, la educación no consiste solamente en la enseñanza que se da en el aula. Con frecuencia, la pedagogía de las universidades centradas en investigación es excelente, a veces no. Pero por mucho que los alumnos tengan buena o mala experiencia con la enseñanza en el aula, los graduados de una universidad que repasan sus apuntes en su reunión del veinticinco aniversario se dan cuenta de que casi ninguno de los hechos o números les llega al fondo. Prefieren recordar un profesor significativo que lo que el profesor les enseñó. No obstante, los antiguos alumnos aseguran que aprendieron mucho en la universidad. Usando palabras de James Bryant Constant: «La educación es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo que se ha aprendido» (…). Las universidades ya no comprenden que su misión educativa es la de transformar a los jóvenes, cuyas vidas hasta entonces han sido estructuradas por sus familias e institutos, en adultos con los conocimientos y la sabiduría necesarios para ser responsables ante sus propias vidas y ante la sociedad (Preface, pp. XVI-XVI). ¿ P R E O C U PA C I Ó N P O R L O S A L U M N O S ?
Las universidades de investigación1 nunca han aclarado de forma convincente cuál es la relación que deberían tener los profesores con los alumnos de grado2 (…). Se contrata a los profesores como investigadores y docentes, no como mentores en valores e ideales para aquellos que son jóvenes y andan confusos. En vez de confiar en que los profesores ayuden a los estudiantes, las universidades contratan 130
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orientadores y consejeros, y llegan a mostrarse orgullosas por descargar al profesorado de toda responsabilidad creando sistemas de orientación en los que otros alumnos hacen el trabajo que deberían hacer los profesores. Entre tanto, la retórica oficial sigue declarando que los profesores son la auténtica fuente de guía para el alumnado. Para una institución que se muestra orgullosa Educar no consiste de decir la verdad, esta hipo- en la enseñanza de cresía resulta muy embarazosa3 fechas y fórmulas y le(Introduction, p. 4). yes y nombres y lugaLa relación de los estudian- res, no consiste solo tes hacia la universidad cada vez en la enseñanza que se acerca más a la de un consu- se da en el aula midor con un vendedor de bienes y servicios caros. El alto precio de la compra se justifica en la mente del consumidor basándose en el futuro retorno de la inversión. Sin embargo, las universidades pueden tener, y tuvieron, una visión muy diferente de su papel con los estudiantes, que sería la de enseñarles a tratar de vivir según el honorable ideal de ser una persona íntegra. Este papel de educación moral se ha marchitado al entrar en conflicto con la obligación de dar a los estudiantes y a sus familias lo que ellos quieren a cambio del dinero que pagan. Presionados para hacer felices a los estudiantes de modo que las n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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importantísimas encuestas para los rankings sigan siendo altas, las universidades prefieren alimentar a sus alumnos con caramelos antes que con una comida más sólida capaz de fortalecer su esqueleto ético. Como resultado tratamos a los alumnos como polluelos en vez de empujarles fuera del nido. Dicho con sencillez, las universidades ya no hacen un buen trabajo en la tarea de ayudar a los estudiantes a crecer (…). Las universidades no actúan buscando lo que los estudiantes necesitan, sino lo que estos de modo miope afirman querer (…). Hay algo equivocado en nuestro sistema educativo cuando tantos de los graduados mayores de Harvard ven la consultoría y la banca de inversión como las mejores opciones para tener una vida productiva (Introduction, pp. 5-6). Las plazas fijas de catedrático4 se ofrecen sobre todo a causa de la investigación, solo en parte por docencia y en absoluto por el interés o la habilidad de esa persona en la tarea de ayudar a que los estudiantes se hagan adultos. Son muy pocos los profesores que hoy entienden la vida académica como una misión, como una vocación noble. Entre los que sí la entienden así muy pocos alcanzan la plaza fija en las universidades más prestigiosas (…). Cualquiera que analice los criterios de contratación y promoción de una universidad de investigación se maravillará no acerca de por qué los profesores se preocupan tan poco por sus estudiantes, sino sobre cómo es posible que haya tantos que todavía se preocupen de ellos a pesar de la falta de incentivos y recompensas (Introduction, p. 8). Muchos padres ven la educación liberal como la puerta de entrada a un futuro brillante en el mundo de las finanzas, la medicina o el derecho. Y muy pocos estudiantes, padres o profeso132
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res ven la educación liberal como Las universidades (…) un periodo en el que puede prefieren alimentar a liberarse a la gente joven de la sus alumnos con carapresunción y los prejuicios en los melos antes que con que fueron educados gracias al una comida más sólipoder de las ideas que les mue- da capaz de fortalecer ven a buscar su propio sendero su esqueleto ético en la vida (Introduction, p. 10). Las familias, creyendo erróneamente que hay una fórmula mágica para que les admitan, programan a sus hijos para acumular méritos y tratan de que todos los ámbitos de la vida de sus hijos sean inmaculados (…). Esta lucha, como cualquier otra, es meritoria —los alumnos llegan a la universidad con muchas habilidades y logros—. Pero en la medida en que han vivido su educación secundaria como una cacería para lograr la admisión más que como la ocasión de lograr un fundamento para su vida posterior, llegan muy mal preparados para la libertad que les ofrece la universidad (…). Son demasiados los estudiantes, quizá tras un año o dos haciendo uso de la universidad como camino rutinario hacia ningún lado, que se despiertan en crisis, sin poder entender por qué han trabajado tanto, o quizá dándose cuenta que no quieren el futuro al que les empujaron sus padres con tanto esfuerzo y sacrificando tanto (Introduction, p. 13). E L VA L O R D E L A S A S I G N A T U R A S
Una asignatura —un conjunto de clases que dura entre tres o cuatro meses— es una buena unidad de enseñanza, en parte porque el que la da puede empezar por los fundamentos y al final hablar de cómo están ahora las cosas. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Las asignaturas estructuran el conocimiento a la vez que lo enseñan. A veces la lección tiene mala reputación como vehículo de enseñanza porque se usa de maneras inadecuadas. Las clases son un medio terrible de comunicar largas secuencias de hechos indiferenciados. A veces los profesores tratan una asignatura como si fuera un tubo de pasta de dientes: ponen un poco de materia cada día, empezando diez minutos después de la hora y parando justo a en punto, sin importar si ese momento es el adecuado para la estructura de la materia que se explica, y tratan de asegurarse de que el tubo esté vacío al final del trimestre, apretándolo con ambas manos, si es necesario, la última semana (…). En el mejor de los casos las clases [son] algo parecido a los capítulos de un libro, cada una de ellas dando una dimensión nueva a lo que se trató con anterioridad. Al final de la asignatura el estudiante puede tener cierta sensación de integridad y satisfacción al experimentar el todo. Un buen curso no es solo una asignatura bien dada, del mismo modo en que un buen libro no es solo un capítulo bien escrito. Los buenos cursos tienen buenas ideas por debajo. Un alumno puede marcharse de una asignatura con nuevos conocimientos aun en el caso de que el modo de enseñar del profesor no fuera perfecto (…). Enseñar bien es más que hablar con la voz suave o hacer que la clase permanezca despierta, más que la capacidad de dar «lecciones claras y bien estructuradas» (…). Una encuesta de 1878 entre las universidades americanas concluía: «La mayoría de los profesores universitarios consiguen su prestigio como pensadores originales y autores. Pero las cualidades que alguien necesita para realizar una investigación original pueden no ser las adecuadas para la tarea de enseñar. 134
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Así, con frecuencia es verdad que La Escuela de Negoel gran académico de reputación cios de Harvard pone nacional es como mucho un pro- en un lugar muy alto fesor indiferente». Por el contra- dentro de la misión rio, la buena enseñanza puede institucional la capaciser vista en los círculos de la aca- dad pedagógica demia como una especie de arte de actuación, válido si eres capaz de ejercerlo, pero que despierta dudas sobre la seriedad como investigador de ese profesor. Con frecuencia, los nuevos miembros del profesorado preparan sus clases por su cuenta, probablemente imitando el estilo de quienes les enseñaron a ellos. Sus colegas no suelen animarles demasiado a dedicar tiempo a pensar cómo pueden ser mejores profesores, o a idear nuevas clases más imaginativas, porque no quieren dar la falsa impresión de que el tiempo que empleen aprendiendo a enseñar les vaya a servir para su carrera. Y sin embargo, el mismo Harvard tiene un ejemplo de lo que puede suceder cuando se cambian la estructura de incentivos y los criterios de contratación. A un cuarto de milla del claustro de Harvard, la Escuela de Negocios de Harvard pone en un lugar muy alto dentro de la misión institucional la capacidad pedagógica. Los estudiantes que pasan de la universidad a la Escuela de Negocios se quedan admirados por la mejora en la calidad de las clases (Contact, Competition, Cooperation, pp. 80-84). ¿ O R I E N TA C I Ó N ?
Los profesores suelen ser expertos con una educación muy estrecha que han estado toda su vida profesional, o casi toda ella, en universidades. No habiendo tenin ue va r e v i s t a · 1 7 0
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do ellos mismos una gran cantidad de experiencias vitales, están pobremente equipados para ayudar a los estudiantes universitarios a resolver las suyas. La mayoría de los profesores no son capaces de hablar con demasiada competencia de materias académicas que se desvíen apenas un poco de los aspectos en los que han centrado su propia investigación. Nada del modo en que fueron educados o de las razones por las que se les dio un empleo les hace un ápice más sabios acerca de asuntos personales de lo que sería cualquier persona elegida al azar en una guía de teléfonos. Y sin embargo la imagen del profesor que orienta a los estudiantes, con sabiduría y habilidad, ha sido el ideal de cualquier universidad durante más de un siglo (The Eternal Enigma: Advising, p. 92). Hoy Harvard escapa de puntillas de la educación moral, pues está poco interesada en darla y le avergüenza decir que no quiere hacerlo (…). No hay consenso sobre qué supone tener un buen carácter, de modo que las distintas escuelas son reacias a ayudar a que los alumnos se conviertan en mejores personas (…). El deseo de excelencia pone el premio en la perfección. El deseo de perfección legitima la búsqueda de excusas, de forma que se borrarán las imperfecciones o se tratará de ocultarlas. Y buscando excusas para los fallos, ya sean unas décimas a la baja en la corrección de un trabajo o una pelea a puñetazos que al parecer empezaron otros, debilitan los esfuerzos que cada universidad debería hacer para enseñar a cada estudiante a tener responsabilidad personal (…). 136
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Dar consejo no solo requie- Si los profesores no re algunas intuiciones acerca son capaces de ver de la psicología del adolescen- más allá de las frontete; es también una responsabi- ras de sus disciplinas lidad moral y una carga. Si los cuando tienen que profesores no son capaces de contestar a una prever más allá de las fronteras de gunta de calado, los sus disciplinas cuando tienen estudiantes lo notarán que contestar a una pregunta de calado, los estudiantes lo notarán y probablemente no plantearán más cuestiones de fondo (…). Solo se puede esperar que los profesores sean buenos consejeros si la universidad presta alguna atención al carácter personal, a la probidad moral y a la sabiduría de aquellos que han sido elegidos como maestros (The Eternal Enigma: Advising, pp. 96-100). E S T U D I A N T E S S O B R E P R O T E G I D O S Y FA M I L I A S R O TA S
Nos esforzamos tanto en hacer felices a nuestros estudiantes, que no podemos decirles lo que hacen mal. Como la visión de los estudiantes está plagada de exigencias inmediatas que tratamos de satisfacer, no les animamos a levantar la vista hacia horizontes más altos. Como los estudiantes, y sus padres, luchan por ser perfectos, no les hacemos responsables de sus errores. En consecuencia, las universidades en la actualidad mantienen a los estudiantes en la infancia en vez de ayudarles a crecer (Independence, Responsibility, Rape, p. 147). Los padres que sobrevuelan5 son parte de un largo repliegue respecto a la liberación de los años sesenta. Este cambio de decorado ha sido inducido por la búsqueda n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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competitiva de la excelencia, el consumismo y por los cambios socioeconómicos en el modo de ser de los estudiantes de las grandes universidades (…). El antiguo decano Fox llamó la atención sobre «el crecimiento de las expectativas por las que la universidad debería tener un papel más intervencionista e incluso proteccionista hacia sus estudiantes». Se fue pidiendo a los consejeros de las universidades que impartieran ciertos consejos personales que una generación antes hubieran recibido en sus familias. En la medida en que subió la tasa de divorcios en América, las propias familias se fueron haciendo cada vez más complicadas. Cuando los padres se vuelven a casar
Maestro de varias generaciones de investigadores y emprendedores En 2002, Harry R. Lewis tuvo como alumno en la asignatura de Ciencia Computacional a un joven de 18 años, llamado Mark Zuckerberg. Dos años después, este le pidió permiso para usar su nombre en un sitio web que había creado. «Claro, parece inofensivo», respondió el profesor. El sitio se llamó: «Seis grados hacia Harry Lewis». Lo que el decano de Harvard no podía imaginar es que aquel era el germen de la mayor red social. Porque unos meses después Zuckerberg cambió el nombre del sitio a TheFacebook.com, dejó Harvard y se fue a Silicon Valley desde donde lanzó su negocio. Lewis también había dado clases de matemáticas a otro famoso alumno de Harvard, Bill Gates, creador de Microsoft. Nacido en Boston, en 1947, Harry R. Lewis estudió Matemáticas Aplicadas, en Harvard, se doctoró en 1974 y se especializó
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comienzan una serie de rivalidades complejas que atrapan a los alumnos, y estos acaban pensando que la universidad puede ser un campo neutral para recibir consejo. Algunos de los padres más exageradamente comprometidos son aquellos que tratan de mostrar a sus nuevas esposas todo lo que se preocupan por su recién adquirida descendencia (Independence, Responsibility, Rape, p. 150). Si se trata a un chico como si fuera perfecto, o al menos como alguien que tiene fallos de los que nadie debería enterarse, lo más que se podrá esperar de él en términos de desarrollo personal es que durante los cuatro años en Harvard no se le añada ningún tipo de defecto. Los alum-
en lógica computacional, formando como docente a varias generaciones de estudiantes, algunos tan relevantes como los mencionados Zuckerberg y Gates, y otros muchos que luego han destacado en la investigación y en el mundo de la innovación tecnológica y el emprendimiento. Decano de Harvard College, de 1995 a 2003, Lewis apostó por introducir algunas innovaciones, poniendo el acento no solo en la transmisión de conocimientos académicos sino también en la formación en valores, el fomento de la creatividad y la maduración humana de los alumnos. Su objetivo era «ayudarlos a crecer, a aprender quiénes son, a buscar un propósito más amplio para sus vidas, y para dejar la universidad como mejores seres humanos», como señaló en un artículo. Tiene publicadas numerosas obras de su especialidad, pero también acerca de las nuevas tecnologías, y otras sobre el papel de la universidad.
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nos de primero, en esta visión rousseauniana del desarrollo adolescente, son preadultos perfectos. Más todavía, ellos y sus padres saben con claridad qué aspecto deberán tener al graduarse. Su ontogenia (el desarrollo de un organismo) es determinista. Terminarán como estudiantes de primer año de la escuela de derecho o de medicina o como banqueros de inversión, dependiendo de los planes que ya tengan previstos. Pero no se acepta que un doctor en ciernes se convierta en un novelista maduro, por muy bueno que pudiera ser. La universidad no trata del autodescubrimiento, o de la apertura a volver a crear el yo desde los fundamentos. Trata sobre la ejecución de un plan perfectamente diseñado a priori (…). El fallo no se encuentra solo en la cultura consumista de las familias de Harvard. La universidad ha perdido, más aún, ha entregado voluntariamente, su autoridad moral de modelar el alma de sus estudiantes. Harvard quiere que sus estudiantes estén seguros y sanos, pero la seguridad y la terapia son los límites de su ambición. Harvard no tiene ninguna idea sobre lo que significa ser una persona buena (a good person), entendida como algo opuesto a una persona correcta (a well person) (Independence, Responsibility, Rape, p. 158-160). ¿Por qué no reconocer las cosas que claramente están mal hechas? ¿Por qué se prefiere la inteligencia antes que la integridad? (Independence, Responsibility, Rape, p. 163). ¿ N E C E S I TA M O S L A E D U CA C I Ó N L I B E R A L ?
Los líderes de Harvard han permitido que la misión de una facultad pase de la educación a la satisfacción del cliente. Para ellos Harvard ya no es una ciudad sobre una colina, sino 140
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el mero nombre de una marca Nos esforzamos tan(…). El viejo ideal de la edu- to en hacer felices a cación liberal ya solo reside en nuestros estudiantes, su nombre. Harvard no sigue que no podemos deenseñando las cosas que harán cirles lo que hacen libre a la mente y al espíritu hu- mal mano (Conclusion, p. 253). Harvard enseña a sus estudiantes pero no les hace sabios. Puede que logren una excelencia extraordinaria tanto en lo académico como en sus retos extracurriculares, pero la totalidad de la experiencia educativa no es coherente (…). Una buena universidad debería ayudar a que sus estudiantes entendieran la complejidad de la condición humana —o, por lo menos, lo que otros, hombres y mujeres de reconocida sabiduría, han pensado sobre lo difícil que resulta vivir una vida dedicada al propio examen6—. Una buena universidad propone a sus estudiantes el reto de preguntarse cuestiones que sean a la vez inquietantes y profundamente importantes. Parte del proceso de convertirse en un adulto responsable educado en la mejor tradición del pensamiento humano consiste en asumir con fuerza las cuestiones básicas de la vida. Alguien puede pensar que una universidad de investigación moderna, grande, en expansión, debería ser diferentes cosas para diferentes personas. Quizá, dada las exigencias de otros sobre sus profesores, lo más que cabría esperar es que presentara un menú en el que sus estudiantes de múltiples talentos, etnias, culturas y nacionalidades pudieran escoger. Esta teoría que entiende la educación como una cafetería evita el problema de valorar si algo es n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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superior a otras cosas, de juzgar si las especialidades de unos profesores son más importantes que las de otros en el intento de lograr ciudadanos formados. Sugiere que la personalidad y lo moral, categorías fundamentales a las que nos aferramos cuando las turbulencias descolocan las circunstancias de nuestras vidas, no son en absoluto asuntos que pertenezcan a la universidad (Conclusion, p. 255). Harvard necesita recuperar la voluntad y el deseo de pensar críticamente, de forma independiente y coherente (…). Harvard no es una democracia directa, ni siquiera una democracia representativa. Las decisiones en Harvard no pueden seguir la media del sentimiento mayoritario (…). Si Harvard se entiende como una universidad que sigue el modelo de los grandes almacenes seguirá perdiendo el talento de los genuinos profesionales de la educación (Conclusion, pp. 256). La enseñanza de textos que sean un reto, ya sean literarios o filosóficos, pueden despertar en el estudiante de hoy las mismas preguntas importantes y complejas que han despertado en otros lectores a lo largo de siglos, a condición de que no se les enseñe a dar las respuestas «correctas» que les permitirán conseguir las notas altas (Conclusion, p. 265). Los problemas que he analizado en estas páginas son solo ejemplos de cómo las cosas van mal cuando la universidad cae en la pereza. Cuando no reta a sus profesores a decidir qué es lo más importante que hay que enseñar, y no reta a sus estudiantes a tomar el camino arduo hacia la excelencia educativa. Las notas se convierten en un criterio externo que distrae del propósito de aprender. 142
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El currículo se convierte en un camino para mantener contentos y ocupados a estudiantes y profesores mientras la universidad desarrolla su agenda económica. Los estudiantes se convierten en clientes que deben ser apaciguados antes que seres completos a los que se anima a que actúen por sí mismos (Conclusion, p. 268). ¢ Selección y traducción de Javier Aranguren. N O TA S D E L T R A D U C T O R 1
esearch Universities, como Harvard, que se distinguen de aquellos colleges que R dedican toda su atención a la docencia.
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n la traducción utilizamos la nomenclatura típica en castellano. Lewis habla de E College (aquí universidad), para referirse a los undergraduate studies (aquí estudios de grado) que suelen realizarse entre los 18 y los 22 años y que abren la puerta para las graduate schools (escuela de grado, donde puede estudiarse Medicina, Derecho, un máster en Dirección de Empresas, etc.).
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La leyenda del escudo de Harvard dice: Veritas.
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enure en ee uu se refiere a los profesores que han sido contratados de forma vitaT licia, en parte para asegurar su libertad de expresión, una vez que se ha certificado su calidad como investigador o docente (n. del t.).
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Hoovering parents. Poco antes en el texto ha usado la expresión helicopter parents.
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eferencia a la última frase de Platón, Apología de Sócrates: «Una vida sin examen R no merece ser vivida».
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LECTURAS
Alain Corbin HISTORIA DEL SILENCIO. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DIAS El Acantilado, Barcelona, 2019, 143 págs., 14,00 euros
Alain
Corbin (Lonlay-l’Abbaye, 1936) es historiador, profesor emérito de la Sorbona y estudioso de lo que se conoce como historia de las sensibilidades. De los más de veinte títulos que, como autor o coautor, ha escrito, dos han sido traducidos al español: Historia del cuerpo (Taurus, 2005) e Historia del cristianismo (Ariel, 2007), del que fue coordinador. Ha abordado, entre otros temas, la virilidad, la prostitución, el paisaje, la playa, el cielo, el mar y, más recientemente, el árbol, desde esa historia de las sensibilidades, del modo de ver, mirar y pensar en distintas épocas a través del testimonio que literatura, ensayo y otros documentos revelan. Se publica ahora en español Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días, una aproximación sin pretensiones de exhaustividad o sistematización, sobre cómo algunos autores abordan el silencio a través de unas cuantas catas, una selección de resonancias o ecos, conexiones y evocacio144
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h i s t or ia d el sil enc io . d el renac imiento a nuestros dias
nes. Corbin asigna pasajes de novelas, personajes, situaciones o textos a ocho modos de mirar el silencio o considerarlo, que constituyen los capítulos del libro: el silencio y la intimidad de los lugares; el silencio de la naturaleza; las búsquedas del silencio; los aprendizajes y disciplinas del silencio; la palabra del silencio; las tácticas del silencio o el arte de callar; de los silencios del amor al silencio del odio; y, por último, lo trágico del silencio. Como interludio, un capítulo sobre José y Nazaret o el absoluto silencio, que es el más breve de todos, apenas página y media, con una referencia a Charles de Foucauld, padre de la llamada espiritualidad del desierto. El libro tiene mucho de pictórico ya desde su inicio, al evocar el silencio en el ámbito del hogar, esos silencios de los cuadros de Edward Hopper y tantos; pero también esos otros en textos de Rilke, Proust, Bernanos, Victor Hugo, Zola o Huysmans, por citar algunos. Hay un discurso silencioso de las cosas y silencios propios de algunas estancias —un salón, una buhardilla— o de las casas de campo. También, fuera del ámbito doméstico, hay silencios y silencio en las salas de mapas o, por ejemplo, en las iglesias y claustros, en las catedrales, auténticos monumentos del silencio. La naturaleza es otro ámbito para el silencio, ya sea el bosque de Henry Thoreau y Robert Walser o las montañas de John Muir, el desierto de Saint-Exupéry o el mar de Conrad y Camus. Hay silencio en la noche y otro silencio diferente tras la nevada. Paisajes también de resonancias silenciosas son el campo y las pequeñas ciudades de provincia, las ciudades episcopales de Balzac, las ruinas de Chateaubriand y, por supuesto, el desierto. n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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Las búsquedas de silencio impregnan toda la historia humana, son una necesidad que desborda la esfera de lo sagrado y religioso, según Corbin. El silencio es considerado condición necesaria de toda relación con Dios, y la lucha contra la distracción algo ligado directamente al silencio. En este ámbito, se cita La oración de silencio, de Baltasar Álvarez, y su «cuadro interior silencioso», al dominico Luis de Granada, a Carlos Borromeo, Ignacio de Loyola y Felipe Neri. Se detiene Corbin en el abate de Rancé, el reformador de la Trapa, y en Bossuet y ese triple silencio que predicaba: el de la regla, el de la prudencia y el de la paciencia. El silencio está relacionado con las vanidades, cuadros que expresan un duelo anticipado y también tema de meditación que, según el abate de Rancé, permite medir mejor cotidianamente el transcurso de los días, anticipa el silencio de la tumba y prepara para la eternidad. También el silencio es el desierto espiritual de san Juan de la Cruz y de los padres del desierto de la tradición ortodoxa. El silencio no es una obviedad, se debe aprender y ejercitar. «No podemos formarnos una idea exacta del que nunca calló», escribió Maeterlinck. El mandato de guardar silencio concierne a lugares como iglesias, colegios, ejército, también a determinadas circunstancias de cortesía. Diversos autores en el siglo xviii dedican tratados al arte de la conversación, del que forma parte, también, saber callar. Según Margaret Parry, otra estudiosa del silencio, «si queremos alcanzar una vida auténtica, es indispensable fundar un monasterio de silencio en nosotros mismos». 146
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Corbin recuerda que la palabra ha surgido de la plenitud del silencio y «esta le confiere su legitimidad», como escribe Gabriel Marcel. «No hablamos sino a las horas que no vivimos (…) y la vida verdadera, la única que deja alguna huella, no está hecha sino de silencio», dice Maeterlinck en El tesoro de los humildes. La lengua del alma es el silencio, concluye Corbin. El silencio no es la pérdida de la palabra, sino la retirada de esta a su lugar más original, más resonante, escribe Marc Fumaroli en L’école du silence. Le sentiment des images au xvii siècle. En el amor hay más silencio que palabra, afirma el suizo Max Picard, cuyo libro Die Welt des Schweigens (El mundo del silencio), escrito en 1948, es uno de los más citados en esta Historia del silencio. Sin embargo, hay amistades cuyo principal nexo de unión es no saber estar callados. Para Pascal Quignard, solo el silencio permite contemplar al otro. En todo caso, el silencio puede ser también signo de destrucción del amor, resultado de esos odios lentos alimentados de rencores y alejamientos de quienes conviven y algún día se amaron. Hay un silencio que anuncia la muerte, también otro antes de estallar la batalla o en la caza, y uno diferente en la enfermedad y los enfermos. «Parece que el silencio, expulsado de todas partes, haya ido a esconderse en los enfermos; vive en ellos como en las catacumbas», escribía Picard, y recoge Corbin. El libro de Corbin es como esos amigos buenos y amables que te presentan a sus propias amistades, amigos que pueden acabar siendo tuyos, algunos te eran desconocidos, con otros habías coincidido algún tiempo atrás. Más n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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allá de las lecturas clásicas que Corbin menciona a las que volver o ser presentados, este libro se nutre también de quienes han estudiado el silencio, entre los que cabe destacar a Picard o Fumaroli, así como el libro Le silence en littérature. De Mauriac à Houellebecq, y de textos reunidos por Françoise Hanus y Nina Nazarova, otra de las referencias habituales en esta Historia del silencio. ¢ Aurora Pimentel Igea (Crítica literaria y escritora)
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Natalia Ginzburg EL CAMINO QUE VA A LA CIUDAD Y OTROS RELATOS El Acantilado, Madrid, 2019, 128 págs. 13,20 euros (papel) / 6,64 euros (digital) Traducido por Andrés Barba
Magnífica novela breve de corte neorrealista, triste y por momentos de una gran dureza, sin contemplaciones, El camino que va a la ciudad sería el primer libro publicado por Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) y uno de los más bellos de toda su producción. Como cuenta en el prólogo la misma autora, comenzaría a escribirla en 1941, cuando ya hacía un año que ella y su marido, Leone Ginzburg (Odesa, 1919-Roma, Cárcel de Regina Coeli, 1944), conocido intelectual judío antifascista, habían sido desterrados, por motivos raciales y políticos, junto a sus dos hijos pequeños, a los Abruzzos, en la localidad de Pizzoli, donde estarían hasta 1943. Un lugar de exilio obligado que, lo mismo que sucedería con otros famosos artistas y escritores de aquella Italia mussoliniana, como es el caso de Carlo Levi, autor de un célebre y maravilloso libro de memorias, Cristo se paró en Éboli (1945), representaría para todos estos confinados una mezcla indisoluble de amor y odio. Así lo confesará esta gran escritora que fue Ginzburg, una de las n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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más grandes autoras italianas junto a Elsa Morante (mujer de Moravia), del pasado siglo: «Cuando terminé la novela descubrí que, si había en ella algo vivo, surgía de los lazos de amor y odio que me unían a aquel pueblo». La joven Natalia, hija de un famoso científico judío de Turín, Giuseppe Levi (retratado de forma inolvidable, junto a muchos otros, en su libro o gran clásico Léxico familiar), a causa de las leyes raciales vigentes entonces en Italia, se vería obligada a publicar su obra con el seudónimo de Alessandra Tornimparte. Una vez acabada la guerra sería reeditado ya con su propio nombre. En 1941, justo cuando se ponía a escribirlo, de forma algo abrupta, su gran amigo Cesare Pavese, plasmado también de forma magistral y emocionante en sus magníficos ensayos Las pequeñas virtudes, le diría en una carta: «Querida Natalia, deje ya de tener hijos y póngase a escribir un libro más bello que el mío». Pavese se refería a su primer reto narrativo y uno de los más míticos relatos del neorrealismo, corriente entonces ya asentada con la mayor de las energías, su novela Paesi tuoi (De tu tierra), escrita en 1939 pero publicada en 1941. Amparada en el melancólico y amargo regusto de las ilusiones perdidas de la primera juventud, la que lanza a los seres humanos a las líneas generales, muchas veces irrevocables, muchas veces caprichosas y misteriosas, de lo que será en el futuro su vida, El camino que va a la ciudad, con un estilo directo y simple, muchas veces coloquial, tenía las dotes concisas, ásperas, despojadas y recortadas de todo lo superfluo de autores muy queridos por ella como Chéjov. El volumen está acompañado por otros 150
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el c amino q u e va a l a c iu dad y otros relatos
tres de sus primeros relatos, Una ausencia, Una casa en la playa y el espléndido y desolador Mi marido (1941), girando todos ellos en torno al tema de la infelicidad conyugal. La historia de la adolescente Delia, que solo sueña con casarse como sea y escapar de su humilde familia que la avergüenza, cobraría más tarde para la joven Natalia una inusitada dimensión dramática. En 1943, tras la invasión de Sicilia por las tropas aliadas y la caída de Mussolini, Leone Ginzburg regresó a Roma, dejando a su familia en los Abruzzos. Cuando la Alemania nazi los ocupó en septiembre, Natalia y sus tres hijos abandonaron Pizzoli en un camión alemán, alegando que eran refugiados de guerra que habían perdido su documentación. En Roma, Natalia se reunió con su marido, Leone, uno de los jefes de la Resistencia en la capital, que vivía en la clandestinidad. Pero sería por muy poco tiempo, porque a los veinte días lo detendría la Gestapo y moriría poco después en la cárcel, a causa de las torturas. En su prólogo al libro, Natalia Ginzburg diría que tener a su madre lejos le había hecho sentir una gran nostalgia y le había obligado, en cierta manera, a escribir algo que le gustara a ella, algo que «no fuera demasiado largo y aburrido», ya que ese tipo de novelas le horrorizaban a su progenitora. Se proponía ser «lo más directa y esquemática posible y que cada una de mis frases fuese como un latigazo, una bofetada». Y desde luego lo logró. Contada con un lenguaje sencillo e ingenuo, esta obra que perfora de forma magistral en un interior femenino adolescente es la historia de una chica pobre que escoge, siguiendo el ejemplo único que tiene en la vida de su hern ue va r e v i s t a · 1 7 0
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m e r c e d e s m on m a n y
mana un año mayor, casarse para escapar «del aburrimiento» y de su miserable existencia. Por la calle, en la ciudad, adonde se dirige cada día desde su pequeño pueblo campesino de los alrededores, ve chicas que van a la escuela, que van a bañarse, que bromean entre ellas diciendo tonterías, que bailan y que parecen felices, en definitiva. «¿Por qué yo no soy una de ellas?», se pregunta Delia. «El camino que va a la ciudad» es para Delia el camino que lleva a la felicidad, hacia una nueva vida. Una nueva vida que, poco a poco, significará también el fin de todas sus ilusiones y pequeñas ambiciones. Una obra la de Ginzburg, de frases breves y fulminantes, sin adornos, que encadenan vertiginosamente encantamientos muy pronto defraudados. Con ella Natalia Ginzburg, como Balzac en Las ilusiones perdidas o Flaubert en La educación sentimental, quiso simbolizar el cruel ingreso en la vida y el sistema, la elección que no era tal elección, sino únicamente perpetuación del camino. La extrañeza, la rebeldía, la huida, el sentimiento de no pertenencia a nadie ni a nada de la joven recién salida de la adolescencia durará poco. Todo habrá sido un vano e inútil acto de pasiones muy pronto abortadas: el embarazo escandaloso casi inmediatamente se verá transmutado en norma ejemplar, en automático y expeditivo ingreso en una nueva cárcel, la del matrimonio burgués, esta vez sí tenazmente buscada y conseguida. Y varias constantes en estos relatos de búsquedas infructuosas, confusas, atropelladas, cruzadas, de la felicidad. Todos parecen amar a la persona inconveniente, como es el caso del joven obrero Nini, un huérfano que se 152
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ha criado en la pobre casa de Delia, o como el torturado doctor enamorado de una pequeña y andrajosa campesina que alimentó y salvó cuando era niña. A la vez, todos son incapaces de despertar el amor en las personas que de verdad les insuflan la vida, a veces de una forma salvaje, irracional, devoradora, que ellos mismos, en su desesperación, no llegan a explicarse. ¢ Mercedes Monmany (Escritora, editora y crítica literaria. Su última obra es Ya sabes que volveré, en Galaxia Gutenberg. Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald 2018)
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Michel de Montaigne DE LOS LIBROS Ed. Nórdica, Madrid, 2019, 64 págs., 14,25 euros
De los libros es un capítulo de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1599) que la editorial Nórdica publica en forma de libro exento. Esta edición, con ilustraciones de Max, se lee en un suspiro y deja un regusto amable, rúbrica habitual en los lectores del humanista de Burdeos. Comienza Montaigne quitándose importancia (y responsabilidad) al advertir de su condición de amateur en todas las disciplinas del conocimiento humano: «Quien busque ciencia, que vaya a sacarla de donde mora; de nada hago yo menos profesión». Echa la culpa de su ignorancia a la falta de memoria, hace una defensa desacomplejada del plagio y pide al lector que se fije más en la manera en que aborda los temas que en los contenidos que vaya exponiendo. Montaigne pasa de una idea a otra sin solución de continuidad, pero en la cabeza del lector la cadencia del discurso funciona y adquiere sentido: «No cuento con más sargento de línea que el azar para situar mis piezas: a medida que acuden mis cavilaciones, las voy apilando, ora se agolpan y ora van despacio y en fila». Es el fluir de la mente, la vida que en su movimiento constante se registra 154
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de los libros
en la escritura. Un espejo de la inteligencia que nos devuelve la imagen —ondulante, compleja— de la realidad. En De los libros podemos conocer a Montaigne a través de sus lecturas pues dice libremente lo que opina de todas las cosas (y si comparte comentarios, incluso, sobre aquellas cosas que están más allá de su conocimiento, lo hace para «manifestar hasta dónde alcanza mi capacidad y no hasta dónde alcanzan las cosas»). Su manera de enjuiciar libros y autores podría caracterizarse como «crítica ligera con gran carga de profundidad». Recluido en su castillo desde los treinta y ocho años para consagrarse por entero a la escritura de sus Ensayos, Montaigne se opone a la idea de la lectura como cilicio o tortura y declara abiertamente su visión hedonista de las letras, sin olvidar la dimensión ético-práctica del nosce te ipsum: «Solo busco en los libros el gusto que me proporcione un honrado entretenimiento; o, si estudio, solo busco la ciencia que trate del conocimiento de mí mismo y que me instruya en un bien morir y un bien vivir». Si un libro se le atraganta, no tiene mayor empacho en abandonar su lectura y reemplazarlo por otro: «Nada hago si no es con buen humor, y el empeño y la presión excesiva me ciegan el entendimiento, lo amohínan y lo cansan». Prefiere frecuentar a los autores antiguos que a los de su época, y de entre aquellos gusta más de los latinos que de los griegos. Reconoce haber perdido el interés por autores que en su juventud le entusiasmaban (como Ovidio y Ariosto), reivindica los múltiples significados de las fábulas de Esopo y proclama como a sus poetas predilectos a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio. Los clásicos de la Antigüedad son para Montaigne el modelo perfecto, tanto a nivel estilístico como en el orden moral: no quisieron ser afectados ni rebuscados; supieron siempre n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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e r n e s t o b a lt a r
acogerse a la mesura, el decoro y la contención; «les sobra con qué hacer reír, no necesitan las cosquillas». Este contraste queda ejemplificado mediante la Eneida de Virgilio, que consigue «hender los aires con vuelo alto y firme, sin perder el rumbo», frente al Orlando furioso de Ariosto, que «revolotea y brinca de cuento en cuento, como de rama en rama, por no fiarse de sus alas más que en trayectos breves y se posa cada dos por tres por temor a que le fallen el resuello y la fuerza». Este tipo de símiles dota a su escritura de un encanto singular. En el ámbito del conocimiento, las obras que más concuerdan con su natural variabilidad son los Opúsculos de Plutarco y las Epístolas de Séneca, pues se puede empezar y dejar la lectura donde uno quiera, ya que no tienen continuidad entre sí ni dependen unos discursos de otros. Además, ambos autores «coinciden en la mayoría de sus opiniones útiles y certeras» y enseñan los pensamientos de los mejores filósofos de forma «sencilla» y «pertinente». De Cicerón, aunque le produzca gran admiración su filosofía moral, confiesa que su forma de escribir le resulta aburrida y le cansan sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías con los que alarga las presentaciones de las cosas, en vez de ir al grano: «No necesito aderezo ni salsa; como de buen grado las viandas crudas; y esos aperitivos para abrir boca, en vez de despertarme el apetito, antes bien me lo cansan y asquean». Disfruta sobre todo con los libros de Historia, donde el ser humano se le presenta «de forma más viva y más completa que en ningún otro lugar, con la variedad y verdad de sus sentimientos íntimos, de bulto y en detalle». En especial le atraen las biografías de personajes históricos, pues se detienen «más en las opiniones que en los acontecimientos y más 156
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en lo que sale de dentro que en lo que acontece fuera». Diógenes Laercio, César, Salustio, Cicerón… son los referentes que menciona en este punto. En particular, las reflexiones de Montaigne sobre los libros de Historia, haciendo sutiles clasificaciones, dictámenes y matices, nos parecen las páginas más logradas del librito. Algo similar a lo que le gusta leer es lo que trata de llevar a cabo él mismo en sus Ensayos, inaugurando un nuevo género literario que representa el clasicismo en la modernidad y la modernidad en el clasicismo. Adquirió Montaigne la costumbre de añadir al final de cada libro que leía la fecha en que lo había terminado de leer y la opinión que le había merecido. Pues bien: en la parte final recoge algunas de esas anotaciones que resultan ser precisas semblanzas y juicios sumarios sobre autores como Guicciardini, Philippe de Commyne o Martin du Bellay; pequeñas obras maestras de penetración psicológica y estilística de un género, el de la crítica impresionista, al que también supo adelantarse en el tiempo. Al leer a Montaigne tiene uno la sensación de estar conversando con un amigo culto, irónico, refinado, agudo, nada pomposo ni afectado, ni pedante ni engreído. Tampoco cuando habla sobre libros cae Montaigne en la grandilocuencia, ni hace alardes de superávit de cultura. De los libros no es sino una muestra más del saber estar y decir de un espíritu perspicaz y lúcido que, sin darse importancia alguna, se derrama en reflexiones originales en torno a la escritura, los clásicos, el estilo literario o la fisonomía humana, para solaz de sus lectores. ¢ Ernesto Baltar (Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos)
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Joseph Loconte UN HOBBIT, UN ARMARIO Y UNA GRAN GUERRA Larrad Ediciones, Madrid, 2019, 319 págs., 22,60 euros
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R. R. Tolkien (1892-1973) y C. S. Lewis (1898-1963) son mundialmente conocidos por El señor de los anillos y Las crónicas de Narnia, que forman parte del acervo literario de carácter imaginario del siglo xx. Lo que quizá algunos lectores no sepan es que ambos, además de ser amigos, lucharon en la Primera Guerra Mundial, y que su experiencia influyó en su quehacer narrativo. Este es la perspectiva que adopta Joseph Loconte en Un hobbit, un armario y una gran guerra, que ha sido best seller en las listas de The New York Times. Loconte es profesor asociado de Historia en el Kings College de Nueva York. Y, detalle significativo, su abuelo intervino en la Gran Guerra. El libro recorre la trayectoria de los dos escritores, explora sus imaginarios literarios y ofrece una reflexión sobre cómo el arte es capaz de trascender el horror y crear belleza. En el verano de 1915, el joven Tolkien abandona Oxford, se despide de su esposa, Edith Mary Bratt, y se alista como subteniente en el ejército. Trasladado a la región de Somme (Francia), trabajó como mensajero, por su dominio de idiomas, y allí comenzó a tomar apuntes del 158
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horror que contemplaba. Cuando contrajo la llamada fiebre de trincheras fue desmovilizado. En octubre de 1916, durante su convalecencia y sumido en una depresión, escribió Los cuentos perdidos, que serían el origen de El Simarillon. En el primero de ellos, La caída de Goldolin, aparecen ya algunos elementos bélicos que desarrollaría posteriormente. «Todos muertos, todos putrefactos. Elfos y hombres y orcos. La ciénaga de los muertos… Fue una gran batalla. Hombres altos con largas espadas, y elfos terribles, y orcos que aullaban». Palabras que parecen evocar la batalla del Somme que causó en su primer día 57.740 bajas británicas. Por su parte, C. S. Lewis vivía refugiado en la literatura romántica. Pero en 1916 se alistó, con 19 años. Subteniente de la Infantería Ligera de Somerset, fue testigo de cruentas batallas que le llevaron a escribir poemas sobre la guerra. También fue víctima de la fiebre de las trincheras pero, restablecido, se reincorporó. En la ofensiva de Riez du Vinage fue herido por la metralla y volvió a Inglaterra. Loconte contextualiza la atmosfera histórica en la que se movieron los dos escritores (la Gran Guerra y luego la llegada de los fascismos y comunismos), y describe secuencias de trincheras para mostrar el posible foco de inspiración de sus aventuras. Pero los amargos recuerdos de la guerra y el pesimismo que vivió todo Occidente no ensombrecieron la esperanza de Tolkien y Lewis. Se valieron del conflicto para crear un legado imaginario de componente heroico en el que aparecen conceptos como la culpa, la valentía, la compasión, el honor, el ideal y también el perdón y el consuelo de las verdades eternas. En palabras de Loconte: «Tolkien y Lewis eligieron no recordar sus horron ue va r e v i s t a · 1 7 0
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res y penurias: querían recordar el coraje, el sacrificio y las amistades que hicieron que esta guerra fuera soportable». De las escenas que contempló Tolkien quizá nacerían los orcos y seguramente también sus impresionantes animales —los olifantes— que podían asemejarse a los tanques; y también, Saruman, Gandalf y los héroes de la Tierra Media. El hobbit comienza así: «En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango», que bien podría recordar a una trinchera. Y, probablemente, se inspiró en los numerosos soldados anónimos para crear los hobbits, «seres pequeños para mostrar mediante criaturas de muy escasa potencia física el asombroso e inesperado heroísmo de los hombres normales en casos de apuro». Sus héroes hacen todo lo que está en su mano y mantienen una gran fe. En El señor de los anillos Gandalf llama a batalla. «Y ahora dijo el mago volviéndose hacia Frodo: “La decisión depende de ti. Pero puedes contar siempre con mi ayuda”. Puso una mano sobre el hombro de Frodo. “Te ayudaré a llevar esta carga todo el tiempo que sea necesario. Pero tenemos que hacerlo rápido. El enemigo se mueve”». Análogamente en Lewis, es el león Aslan, de las Crónicas de Narnia, el que hace una llamada la niña Polly. «Aslan alzó su melenuda cabeza, abrió la boca, y emitió una única y prolongada nota: muy fuerte, pero llena de poder. El corazón de Polly dio un brinco al oírla. Estaba segura de que se trataba de una llamada, y de que cualquiera que oyera aquella llamada querría obedecerla y (lo que es más) sería capaz de obedecerla, sin importar cuántos mundos y épocas les separaran». 160
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Tolkien y Lewis no ahorran a sus personajes el tener que asumir decisiones difíciles. Como apunta Loconte, lo que les caracteriza no es el triunfalismo del guerrero sino la creencia en un orden moral como medio para defender la paz y la justicia y su experiencia bélica les sirvió para empatizar con aquellos que arriesgan su vida por una causa noble. Tolkien era católico, factor que le ayudó para valorar adecuadamente lo sufrido en la guerra, en tanto que Lewis era ateo aunque más tarde se convirtió, como recoge el libro. La clave de su conversión fue la amistad de Tolkien mientras ambos eran profesores en la Universidad de Oxford, y miembros de un informal grupo de debate literario conocido como los «Inklings». «Lo que confiere a las obras de Tolkien y Lewis su dignidad y poder es una creencia firme en el mal y en la responsabilidad de resistirse a él», subraya Loconte. Tolkien concibe el anillo como una fuerza que corrompe y domina al hombre y cuando Frodo posee el anillo siente cómo las fuerzas del mal le presionan. Lewis, al hablar de la Bruja Blanca en Las crónicas de Narnia, dice: «Es ella quien hace que siempre sea invierno. Siempre es invierno y nunca Navidad, ¡imagínate!» Sus obras son relatos épicos que enhebran las virtudes y carencias de unos personajes que luchan por la justicia y nos conducen a reinos misteriosos de gran belleza donde encarnan y recrean nuestras vivencias cotidianas. Realismo y fantasía unidos. Para Tolkien, «el escenario de mi historia es este mundo, la tierra en que ahora vivimos». n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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«El gran logro de Tolkien y Lewis —sintetiza Loconte— es la creación de figuras míticas y épicas que, sin embargo, reivindican nuestras vidas concretas y cotidianas» y «no importa cuán desesperadas que sean las circunstancias, los personajes de sus historias mantienen la capacidad de resistirse al mal y elegir el bien». Ambos dibujan la naturaleza humana como una mezcla de nobleza y tragedia, y logran transmitir un mensaje luminoso. ¢ Reyes Cáceres Molinero (Periodista, poeta y escritora)
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Giuseppe Tomasi di Lampedusa EL GATOPARDO Anagrama, Madrid, 2019, 328 págs. 19,85 euros (papel) / 9,49 euros (digital)
«Un gran animal salvaje se eleva sobre la literatura: El Gatopardo». Así tituló Louis Aragon un artículo, en Les Lettres Françaises, en diciembre de 1959, sobre la colosal novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada en 1958. La afirmación de Aragon fue profética. Han pasado los años y El Gatopardo sigue considerada por los críticos una de las más grandes y sutiles creaciones literarias de todos los tiempos. No siempre fue así. Su autor, el príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro (Palermo, 1896-Roma, 1957), murió con la amargura de no ver su novela publicada. En realidad, tuvo que soportar, antes de su muerte, el rechazo de dos grandes editoriales italianas: Mondadori y Einaudi. El alcance de la novela no fue comprendido por algunos editores, entonces afines al experimentalismo de finales de los años cincuenta. La nueva edición de El Gatopardo que presenta Anagrama, con revisión del hijo adoptivo de Lampedusa, Gioacchino Lanza Tomasi, y posfacio de Carlo Feltrinelli, viene a poner en claro el asunto de los distintos manusn ue va r e v i s t a · 1 7 0
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critos que se manejaron después de la muerte del autor. Gioacchino Lanza, siciliano y heredero literario de Lampedusa, muestra, con la correspondencia privada del autor de El Gatopardo, la seguridad del escritor sobre su obra y su insistencia para que fuera publicada tras su muerte. Un año después del fallecimiento de Lampedusa, el texto llegó, a través de la hija de Benedetto Croce, a la editorial Feltrinelli, donde el escritor Giorgio Bassani era editor y consejero. Convencido de estar ante una obra maestra, el libro se publicó en el otoño de 1958. Inmediatamente, se convirtió en un éxito de ventas en Italia y obtuvo el prestigioso Premio Strega en 1959. El Gatopardo fue, y sigue siendo, una isla aparte. Una novela suspendida en el tiempo y por tanto más allá del tiempo real, elevándose sobre todas las épocas. Vargas Llosa incluye a Lampedusa entre los narradores barrocos, como Lezama Lima y Proust, y considera que El Gatopardo tiene la sensualidad de Paradiso y la elegancia de Los pasos perdidos. La intención de Lampedusa, aunque todo quede envuelto en refinamiento estilístico, era mostrar desde dentro a un noble siciliano, Fabrizio, príncipe de Salina, en un momento de desintegración por los cambios políticos y sociales de 1860, y verificar la decadencia de su familia, hasta el declive total. El anacronismo estético de Giuseppe di Lampedusa, y el retrato de la Sicilia aristocrática del último tercio del siglo xix, no gustó a los medios literarios de izquierda; como escribe Vargas Llosa en La verdad de las mentiras, «mal educados por Gramsci y Sartre, creíamos que el genio era también una elección ideológica». El intelectual y editor de 164
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Einaudi, Elio Vittorini, que había rechazado la novela, la tachó de reaccionaria. Dijo que el libro era anticuado, vechiotto. Los detractores de El Gatopardo creyeron que su autor negaba el progreso y las posibilidades de cambios sociales en Sicilia, basándose en la famosa declaración de Tancredi, el seductor ambicioso, sobrino del protagonista: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Pero en la novela, el patriarca de los Salina, el príncipe Fabrizio, vislumbra con un distanciamiento penetrante y desengañado la llegada de Garibaldi y de los advenedizos que crecen por todas partes con los nuevos tiempos. Su propio sobrino, Tancredi, afiliado a la revolución garibaldina, sueña con prosperar, al igual que los terratenientes: la bella hija del alcalde oportunista, prometida de Tancredi; el fiel mayordomo de la casa Salina; los clérigos de la región y hasta el campanero cazador, amigo de don Fabrizio. El orden social se tambalea, y la decadencia de la aristocracia está narrada con una riqueza de detalles descriptivos, sensuales y emocionales que los detractores de Lampedusa no dudaron en creer que se trataba del canto del cisne de las clases poderosas de Sicilia. Una lectura más atenta nos hace ver que nadie se salva de ser desenmascarado en esta sinfonía donde ricos y pobres están dispuestos a sacar tajada. El asombro, en cierto modo admirativo, de Fabrizio de Salina al ver a su sobrino Tancredi, con títulos pero sin dinero, moverse como pez en el agua en la nueva sociedad, es un malabarismo del autor que está poniendo al público ante la perspectiva de aceptar o condenar el arribismo. El príncipe De Salina conoce la falta de escrúpulos de los seres humanos: en su larga n ue va r e v i s t a · 1 7 0
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vida ha visto ya demasiadas cosas, le asquean los nuevos tiempos, pero con un cinismo práctico ayuda a su sobrino a alcanzar sus metas, aunque ello suponga la desaparición inevitable de una nobleza ya bastante apolillada. Como afirma Carlo Feltrinelli en el posfacio, «conceptualmente, el príncipe está dispuesto a acoger las transformaciones, pero existencialmente no se adhiere a ellas». Es cierto que Giuseppe Tomasi di Lampedusa fue un escritor singular. Tan singular que escribió su única novela cerca ya de los sesenta años. Era sobre todo un gran lector, hombre cultísimo, profesor de literatura para un puñado de amigos, amante de las librerías y de los largos paseos; se casó con la psicoanalista Alessandra Wolf Somersee y no frecuentó los círculos literarios. El modelo para crear el personaje del príncipe De Salina de El Gatopardo, fue, punto por punto, un antepasado suyo, Giulio Maria Fabrizio, príncipe de Lampedusa, matemático y astrónomo, dedicado a descubrir estrellas, la misma afición que le servirá al Gatopardo para evadirse de las circunstancias terrenas que le interesan cada vez menos. Las críticas ideológicas negativas de El Gatopardo fueron superadas por la historia mucho antes que la propia novela, que sigue tan viva hoy como hace sesenta años, cuando se publicó. Como afirma Carlo Feltrinelli, la obra de Lampedusa es la novela más importante y más leída del siglo xx italiano. Sin duda, la película de Visconti, de 1963, contribuyó a que el público imaginase los paisajes sicilianos, la pereza de la isla requemada, los bailes en los palacios, los chispazos de la revolución y la reflexiva personalidad del príncipe. 166
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El final de El Gatopardo, con las hijas de don Fabrizio sumidas en una triste soledad, y el perro del príncipe, Bendicó, convertido en un guiñapo disecado y lleno de polvo, es una advertencia para recordar cómo el paso del tiempo vence y acaba con todas las vanidades de este mundo. Con esta admirable ficción el tiempo ha sido benévolo, porque todo lo que en ella sucede, esa colectividad siciliana sometida a los cambios, está lleno de la intensidad de la vida. ¢ Lourdes Ventura (Crítica, ensayista y novelista)
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Manuel Estrada
DOCTOR EN FILOSOFÍA
PREMIO NACIONAL DE DISEÑO
José Ramón Ayllón
Lourdes Fernández Ventura
PROFESOR DE FILOSOFÍA Y
CRÍTICA, ENSAYISTA Y NOVELISTA
ESCRITOR
Zygmunt Bauman FILÓSOFO Y SOCIÓLOGO (POLONIA 1925-REINO UNIDO 2017)
Ernesto Baltar DOCTOR EN FILOSOFÍA. PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
Alfonso Basallo
Enrique García-Máiquez POETA, CRÍTICO LITERARIO, TRADUCTOR, COLUMNISTA Y EDITOR
José Manuel Grau Navarro DOCTOR EN PERIODISMO Y LICENCIADO EN CIENCIAS FÍSICAS
Harry R. Lewis
DOCTOR EN COMUNICACIÓN,
PROFESOR DE MATEMÁTICAS
PERIODISTA Y ESCRITOR
APLICADAS, EX DECANO DE
Reyes Cáceres PERIODISTA, POETA Y ESCRITORA
Germán Cano PROFESOR TITULAR DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ DE HENARES
Daniel Capó
HARVARD COLLEGE
Gilles Lipovetsky FILÓSOFO Y SOCIÓLOGO. PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD DE GRENOBLE. CONSULTOR DE LA ASOCIACIÓN PROGRÈS DU MANAGEMENT
Mercedes Monmany
COLUMNISTA, CRÍTICO LITERARIO
ESCRITORA, EDITORA Y CRÍTICA
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Aurora Pimentel
CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA
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CONTEMPORÁNEA EN LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA.
Juan Claudio de Ramón
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Nueva Revista D E P OL Í T I C A , C U LT U R A Y A RT E
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