Nueva Revista 131: 22 escritores españoles del siglo XXI

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22 e s c ritore s de l s iglo 21

131

Una publicación de la Universidad Internacional de La Rioja

Nueva Revista

DE P OL Í T IC A , C U LT U R A Y A RT E

Nº 131

Nueva Revista


POESÍA

RELATOS

2 4 8 14 22 28 34 40 44 50 56 58 64 72 76 80

POESÍA LUIS ALBERTO DE CUENCA AQUILINO DUQUE JOSÉ JULIO CABANILLAS MIGUEL D’ORS JULIO MARTÍNEZ MESANZA FERNANDO NOMBELA ARIADNA G. GARCÍA MIGUEL MULA VÍKTOR GÓMEZ RICARDO VIRTANEN ANA GORRÍA ENRIQUE ANDRÉS RUIZ PILAR BLANCO MIGUEL ÁNGEL CURIEL JAIME SILES

Nº 131

NR 131 SUMARIO

88 RELATOS 90 JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO La dignidad humana 98 JOSÉ MATEOS La voz de la sangre 108 LORENZO SILVA Vindicación del artista adolescente 122 ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ El espejito mágico 126 MANUEL GÓMEZ La máquina del tiempo 144 LUIS RAMONEDA Corren malos tiempos para la lírica 150 GABRIEL INSAUSTI Mutatis mutandis. Inspiración. El trato. Escila y Caribdis

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Recio, Javier Fernández del Moral, José Mª Fluxá Ceva, Manuel Fontán del

Diciembre 2010

Junco, Antonio Fontán Meana, Gregorio Fraile Bartolomé, Javier Gomá Lanzón, Rafael Gómez López-Egea, José Luis González Quirós, Guillermo Gortázar, Miguel Ángel Gozalo, Jesús Huerta de Soto, José-Vicente de Juan, Alfonso López Perona, Rafael Llano, Isabel Martínez-Cubells, Julio Martínez Mesanza, José Mª Michavila, Alberto Miguel Arruti, José Antonio Millán Alba, Diego MoraFigueroa, Arturo Moreno Garcerán, Eugenio Nasarre, Luis Núñez Ladevéze, Andrés Ollero Tassara, Julio Pascual, Alfredo Pérez de Armiñán, Rafael Puyol,

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Dámaso Rico, Emilio del Río, Jaime Rodríguez-Arana, Rafael Rubio de Urquía, Felipe Santos, Antxón Sarasqueta, Ángel Sierra de Cózar, Jaime Siles,

© Nueva Revista ISSN: 1130-0426 Depósito legal: M-1537-1990

Marqués de Tamarón, Jesús Trillo-Figueroa, José Mª Vázquez García-Peñuela, Ignacio Vicens y Hualde y Gustavo Villapalos. A D J U N TA A D I R E C C I Ó N

ILUSTRACIONES

TATI GALIANO

pp.40-44-58-72-98-122

VANESA CAROSIA

pp. 28-34-50-64-76-108-145-150

ALBERTO GUERRERO

pp. 8-14-22-56-80-90-126

LUIS CASTRO

p. 4

Pilar Soldevilla Fragero

Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año.


NR P O E S Í A y R E L AT O S 131

NUEVA REVISTA ofrece este número extraordinario en que agavilla 22 poemas y relatos de una extraordinaria calidad media. Nos los ofrecen poetas consagrados que son destacadas referencias de esta casa y también otros creadores de diversos estilos y generaciones. Hay estéticas diferentes y en ocasiones divergentes, pero representativas todas de la poesía (creación) actual en España. Hay textos más vinculados a la ocasión también los hay totalmente desvinculados de ella. No se trata de una antología, sino de una muestra. Encontramos compromiso social, aunque no en sentido de rancia preceptiva; realismo e irrealismo; lo racional y lo irracionalista; y la tradición mística; y la concepción de la poesía como diálogo de uno consigo mismo y con el otro. El viaje va desde la tradición clásica y el culturalismo a la ruptura y autoironía. La muestra discurre, en fin, por casi todos los registros posibles del combate del yo con el lenguaje.


POESÍA

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2

3 6

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4 1. Luis Alberto de Cuenca 2. Aquilino Duque 3. José Julio Cabanillas 4. Miguel d´Ors 5. Julio Martínez Mesanza 6. Fernando Nombela 7. Ariadna G. García 2

7 NUEVA REVISTA 131


8 9 11

10 13

12 15 8. Miguel Mula 9. Víktor Gómez 10. Ricardo Virtanen 14

11. Ana Gorría 12. Enrique Andrés Ruiz 13. Pilar Blanco 14. Miguel Ángel Curiel 15. Jaime Siles

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LUIS ALBERTO DE CUENCA

Empecé a escribir versos cuando tenía doce años, imitando a Juan Ramón Jiménez, en un cuaderno de tapas rojas que me regaló mi madre y que todavía conservo. Nunca me he considerado un profesional de la poesía, sino un enamorado de la misma. Gané un premio a los diecinueve años que me abrió las puertas de la publicación de mis versos, y desde entonces no he parado de publicarlos. Escribo porque no tengo más remedio: es una pulsión obligatoria, fruto de la mirada poética que, de manera innata, ejerzo sobre el mundo. 4


Fotografía de José del Río Mons

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LUIS ALBERTO DE CUENCA

TRES POEMAS MAGREBÍES

Campo florido Aquí se lucha a cambio de la gloria, si es que la gloria es algo. Aquí las flores del mundo se transforman en espadas. Aquí los caballeros se despiden de sus enamoradas para siempre y queman sus recuerdos en la hoguera de un combate infinito. Éste es el Campo de donde nadie vuelve, donde nadie tiene un nombre, un linaje, una familia, y la guerra es el padre y la madre de todos. Olvida tu pasado. Ven al juego de las hojas desnudas, de las lanzas rotas y los caballos sin jinete. Ven al fuego perpetuo de los héroes anónimos, al prado de los mitos que no explican el mundo. Y no te tardes, porque Campo Florido va a sumirse en la sombra de un sueño hecho pedazos. Briech (Marruecos), 10 agosto 2010

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Tres poemas magrebíes

La última perífrasis Te faltaba, mi vida, una perífrasis para redondear tu biografía: princesa del desierto. Palmerales, dátiles, dromedarios y un arroyo límpido y cristalino entre las dunas, como un milagro más de los que ha obrado Naturaleza en ti. (Vana retórica con que suplir cariño, pobre intento de fijar tu silueta en un poema.) Briech (Marruecos), 11 agosto 2010

Moisés Dame la mano. Hay que cruzar el río para llegar al otro lado, y siento que las fuerzas me faltan. Cógeme como si fuera un bulto abandonado en un cesto de mimbre que se mueve y que llora a las luces del crepúsculo. Cruza el río conmigo. Aunque sus aguas no replieguen su cauce ante nosotros esta vez. Aunque Dios no nos asista y una nube de flechas acribille nuestras espaldas. Aunque no haya río. Briech (Marruecos), 11 agosto 2010

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Aquilino Duque Nací en Sevilla y viví en Zufre hasta los diez años y en Higuera de la Sierra hasta los 15, con un par de temporadas en Portugalete (Vizcaya). Hice en Sevilla el Bachillerato (Colegio San Ramón) y la Licenciatura en Derecho, y amplié estudios jurídicos en Cambridge y Dallas (Tejas) gracias a sendas becas. Milicia Universitaria en la Marina (San Fernando, Canarias, Galicia). Empecé a los 13 años imitando a Espronceda, a los 14 pasé a Bécquer, a los 15 a Rubén Darío y a los 17 o 18 a Juan Ramón y Antonio Machado. Mi propósito literario fue empalmar con los poetas del centenario de Góngora en el verso y en la prosa con Valle-Inclán y Gabriel Miró, de ahí que tenga muy poco que ver con mis coetáneos y sin embargo amigos de la llamada por algunos «generación de los 50». Me gané la vida como funcionario internacional. Tuve suerte.

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AQUILINO DUQUE

SIETE VILLANCICOS 1. Oasis de las aguas vivas El que de estas aguas bebe no mezcla el mal con el bien. Si aquí apenas cae la nieve, aún menos cae en Belén. Palmera que el viento mueve sobre la arena en la duna, abanico de la luna caída en el agua y rota en espejitos de luz, y a la vera de la Cruz un pozo que no se agota.

2. Bulerías de Belén El camino de Belén lo van a sembrar de flores Aixa, Fátima y Marién. Y pasarán los pastores, y pasarán los tres reyes, y gallos quebrando albores en las carretas de bueyes. Hay un coche de caballos atorado en el badén. Quiebran albores los gallos, caminito de Belén.

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SIETE VILLANCICOS

3. Camino real Cada vez se alarga más la sombra que va detrás y son más cortos los días, las noches siempre más frías, pero el mundo aún gira en torno de la Noche de Belén. Ya está la masa en el horno y el aceite en la sartén y en un junco de ribera se ensartan roscos de vino. Tres reyes van en hilera ¡milagro! por buen camino.

4. Campanilleros, posadas, mañanas del rey David, cantan voces delicadas algo así como «Venid». Venid, venid y adoremos, alegres y triunfadores, marineros, a los remos, a las alas, aviadores. Pesa en las alas la escarcha, los remos rezuman sal, ¡y cuántas leguas de marcha hasta dar con el Portal!

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AQUILINO DUQUE

5. Pone el almendro la nieve y hay por allí un carpintero que simula con serrín los caminitos de albero. Los pastores, el rebaño, los tres reyes con su ofrenda y una estrella de leyenda hecha de papel de estaño. Hay además este año una red ferroviaria entre Belén y Samaria. San José se ríe, la Virgen también y el Niño se asusta cuando pasa el tren.

6. Noche clara de alegrías, que está naciendo el Mesías y al menos por esta vez medio mundo está a sus pies. Y los pastores le cantan, y las nubes se levantan, y vivir vale la pena que por algo es Nochebuena. ¡Y viva Dios! ¡Viva la Virgen que Lo parió! 12

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SIETE VILLANCICOS

7. Belén en El Escorial La niña risueña con cuatro ángeles sueña. Su hermanito, serio, entra al monasterio; lleva un violín a la escolanía de San Agustín. En la noche fría voces de cristal. ¡Belén en El Escorial! Se armó la de San Quintín en cuanto llegó al portal el niño del violín.

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JOSÉ JULIO CABANILLAS

Nací en Granada y me crié en un pueblo de Jaén.Hice una carrera y la mili por dar gusto a mis padres que querían verme de soldado y de licenciado. Di clases en la universidad y ahora en un instituto de pueblo, donde aguanto en mis carnes y nervios las doctrinas de los Protomandarines de la Reforma Pedagógica. Nunca he esperado gran cosa como no sea una vida digna, apoyada en la dignidad de cada hombre, en la virtud divina de la Poesía. He publicado algunos libros. En ellos sólo he ambicionado que estuviesen, al menos, bien escritos, sirvieran para todos los públicos y nos muestren que el mundo y el hombre son un Resplandor y no la máquina de leyes fisicas y neuronales propuesta por los sabios de la más negra observancia. Humor y amor, y que Dios nos pille confesados.

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Midnight dreams Vinieron esta noche a visitarme los sueños que yo tuve y nunca se han cumplido. El Cleriguito, duende de los ratones, que trastea en los aparadores, y las Botas del Gato para correr seis leguas por zancada, y la Reina infeliz, la luna fría, y mi ropa de niño en una silla, ya acostado en la cama, que podía ser mil hombres o ninguno. Sentado en esta silla me amanece mientras me sé un instante entre dos sueños. Sentado en esta silla, como ropa vacía, yo pude ser mil hombres. Soy ninguno. Vinieron de visita mis sueños esta noche y de pisar los hilos sedosos de la alfombra se han deshecho y son nada bajo mi traje gris.

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JOSÉ JULIO CABANILLAS

Los vivos y los muertos Sé que lejos, detrás de aquellas nubes, lucirá un sol que aquí parece estaño, desgastada moneda. Con los años se ha vuelto el mundo gris y cuanto tuve... Qué fue de todo aquello y qué de mí. Los vivos no acompañan y los muertos con sus hilos de llamas son más ciertos que la gente que pasa por aquí. He cerrado los ojos, muerte hermana, para entender qué dices a mi lado, que todo lo que miro se ha empañado. Siento mi mano fría... Es que me llevas de tu mano al sacarme de esta cueva y alcanzo con mis muertos la mañana.

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POESÍA

Soledad Campanita de san Pedro, cómo repicas a gloria un domingo de otro tiempo. Tan alta tu soledad. Con mis ojos de seis años ya no te puedo mirar. Y esto que digo es un doblar a muerto, tiempo perdido.

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JOSÉ JULIO CABANILLAS

Otro abril No volverán —por más que en mi recuerdo aún broten, de oro y polvo, tan menudas— las flores a las hojas anchas del nisporero. En un rincón, a solas, junto al muro encalado, con su música rubia de abejas que del polen hicieron blanca cera. Se consumió esa vela y, con ellas, mis ojos. Y por más que ahora miro, dónde aquel cuerpo blanco, y dónde aquel rumor que se llevó una nube.

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POESÍA

Un cromo El cromo de un león, un solo cromo, trajeron de Jaén, hasta la casa. En el despacho gris, de luz escasa, de mi mano se alzó, terrible, el lomo, la melena campante y un rugido. Por la sabana corre una gacela, mota de vida rubia, siempre en vela por si la zarpa llega sin ruido. Llora el niño al nacer. ¿Oyes esos pasos? De baobab bajo el sol es su moisés. Donde quiera que vaya o donde venga la garra está al acecho por si acaso. Un zarpazo y de pronto ya no ves. Vela en tu corazón, mientras lo tengas.

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JOSÉ JULIO CABANILLAS

Después de la noticia Esta calle parece, en realidad, un sueño. Nadie tuvo jamás unos dedos tan dulces como estos de la luz que va y descorre la nubes y se asoma. Con su varita de virtud da un toque y... Érase una vez en una calle, un hombre al que un pájaro verde le dijo: hay un tesoro. Ven conmigo y verás. Y caminaron juntos todo el día. Y tuve que cruzar mi vida entera para ser ese hombre hoy que me acabo.

Grillos ¿Y no será este grillo una caja de música sonando por la noche para que los luceros, de tanto andar a oscuras, no se pierdan?

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POESÍA

Mar Calabrús Mi prima Mar tenía los rizos en la frente, las manos regordetas y los dientes de leche. Mi prima Mar tenía cinco años y tres meses. Jugaba a las cocinas con mixtos y sartenes con las panzas más negras que Baltasar de Oriente. Él puso en sus zapatos un muñeco de peltre. En un camaranchón las tardes de setiembre jugábamos muy serios a cosas que aún me duelen. Una araña tejía su bordado silente. Dijeron una tarde: Hoy Mar no puede verte. Que esa araña labraba los hilos en sus sienes. Y fueron tantas tardes... Y aquella de diciembre pasó un ataúd blanco. Detrás lloraba gente.

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Miguel d’Ors Nací en 1946, en una familia de clase media que contaba ya con tres generaciones de universitarios y que nunca tuvo coche, pero sí muchos libros e ideas muy claras sobre lo que tiene verdadero valor y lo que no. Nací en Galicia, y viví allí hasta los catorce años. Soy el mayor de once hermanos. Me educaron en la Fe católica, el desprecio de los tópicos, la desconfianza ante la democracia y la desvergüenza intelectual; así que tengo todas las papeletas para ser un triunfador. Estudié en la Universidad de Navarra de los años sesenta. Mis grandes pasiones son, sin orden de prioridad, la Poesía y el Alpinismo. Soy millonario de amistad.

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MIGUEL D’oRS

Cereza Los sabios seguirán diciendo que es el nombre de los frutos del prunus no sé cuántos. Nunca sospecharán que hay gente en cuyo idioma la palabra cereza significa, además de esa pequeña esfera de dulzura carnosa, una tarde de Hoyos del Espino, un huerto de guisantes, lechugas y cebollas, la selección de fútbol de Brasil, la ranchera titulada «La feria de las flores», la vara de San José, un nevero borrado por la niebla, los manuscritos de Santa Teresa, una felicidad diseñada en el Cielo, un Audi A—3 estúpido y todavía algunas cosas más. 21—VI—10

Gansos Escribiendo su V en la tarde de marzo, pasan, altos, los gansos hacia el Norte. Se van, se alejan mientras va rindiéndose el sol. Adiós, adiós. Aquí abajo nos quedamos, en el fondo del cielo, yo y mis cosas. Adiós. Y con vosotros se va también, se pierde para siempre este minuto hermoso de mi vida. 11—VI—10

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POESÍA

Flores de espino albar Entre las hoscas rocas desgajadas por los hielos tenaces y las ventiscas de estas inhóspitas alturas, flores de espino albar. Qué delicada constelación de tímida blancura, qué sorpresa de belleza. Flores de espino albar en el barranco. No necesito nada más; me colma la levedad purísima de estas estrellas vegetales. No hay que buscar en ellas ningún significado más allá de su presencia luminosa: flores de espino albar, un don por sí mismas. No enseñan nada, no simbolizan nada. Las ajaría usándolas para una moraleja. 16—XI—10

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MIGUEL D’oRS

Insectos Qué cerca cada instante, qué mezclados con nuestras vidas, y a la vez qué ajenos, los insectos. Las moscas machadianas, inoportunas, tercas, en los ojos, en la nariz del muerto; los mosquitos que también participan a su modo en las lunas de miel, las vacaciones, las rupturas de muchos de nosotros; las pulgas que en la ropa de Cervantes compartieron con él el cautiverio; la mariposa intrusa en un partido histórico de fútbol —a ella nunca la expulsarán del campo—; la carcoma que roía la mesa en que Galdós iba escribiendo su Misericordia; las chinches que en las pútridas trincheras del frente de Gandesa aquel agosto del año 38 recibían también el fuego de ametralladora; la momentánea avispa que atraviesa el caballete de Monet; el grillo que ahora mismo entreteje su compás con el compás humano de estos versos. Qué cerca cada instante, qué mezclados con nuestras vidas, y a la vez qué ajenos. 20—IX—10 26

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POESÍA

Revés «haciéndolo para siempre». (Juan Ramón Jiménez) Es el verano del 58. Con aquella raqueta de pesada madera, blancos camisa y pantalón, devuelves con perfecto revés, cruzando bien la pierna contraria por delante y sin perder la sonrisa de gentleman, una pelota malintencionada. Mis once años admiran desde un rincón tu estilo invencible, forjado en el césped krausista del Instituto-Escuela. Tú tienes —hoy lo sé— cuarenta y tres, y estás en el momento dorado de tu vida. Un halo heroico circunda tu figura. No sé qué dirán Newton y las leyes del Movimiento, el Tiempo y el Espacio, pero este revés irreprochable —tú de blanco radiante, tu sonrisa madura y bronceada y la pierna cruzada como mandan los cánones— está durando ya más de cincuenta años. 17/18—XI—10

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Julio Martínez

Mesanza

Escribo poemas porque, muy de vez en cuando, unas ideas, unas imágenes y un ritmo específico deciden presentárseme juntos, lo que me provoca cierto estado de ansiedad, durante el cual me obligo a dar una forma más o menos acabada a la inexplicable unión de esas ideas, esas imágenes y ese ritmo, aprovechando la exaltación que dicha ansiedad proporciona y esperando a la vez liberarme de ella.

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JULIO MaRTíNEZ MESANZA

El mar de mayo a Santiago y Bárbara La luz se separó de las tinieblas y la luz era hermosa y muy paciente: después del laberinto me esperaba la llama inmerecida de una rosa, la sonrisa de yago, el sol de plata y, al llegar a gammarth, el mar de mayo.

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POESĂ?A

Imagen y semejanza una madonna de van eyck y el niĂąo, que miran desde el tiempo de la gracia, ese claro en el tiempo incomprensible, que dice imagen, gloria y semejanza.

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JULIO MaRTíNEZ MESANZA

Del inicio a Crista No es igual el frufrú. Suenan distinto las hojas secas y las hojas vivas que ataca este lejano y largo viento, el que suena distinto cuando pasa entre las ramas sin vestir o sopla sobre la tierra en la que nadie vive. El viento es mediación, pero no siempre. Un ángel no podría mantenerse contra el viento furioso del inicio; ni ese que lleva la verdad al sueño, ni ese que ayuda a consumir el cáliz, ni ese que en cambio va a salvar al hijo.

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POESÍA

La hermosura para qué En el ala del miedo. En eso vienes pensando. En el extremo sin escudo. Porque siempre has pensado en cosas raras, y la tarde oscurece desvalida. En tres mujeres que no tienen hijos ni los tendrán jamás. En ellas vienes pensando. En el extremo sin escudo, porque la vida está desprotegida. La fiesta de la luces en las torres que nunca duermen. En las torres vienes pensando. En la tristeza de las torres. En el hermoso orgullo desvalido. En la hermosura para qué. En el ala del miedo. En el extremo sin escudo. Porque siempre has pensado en cosas tristes. Y son tan dulces y no tienen hijos.

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Fernando

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Nombela Fragmentos de un diario (notas para un posible autoretrato) Crecí en silencio y soledad, / y nunca hubo pobreza tan fastuosa como la mía, / nada más resplandeciente que mi corazón. Desde niño uno de mis sueños ha sido el de la desposesión y la renuncia: la desposesión vestida por el renunciamiento. Yo no quiero ser Kafka. Reúno notas, impresiones, datos irrelevantes de corazón. Procuro un orden cierto, cierta compostura: cada palabra en el lugar (único) de la palabra. Ordeno los datos enrevesados de la dicha. Mi poesía es una radiografía de la fiebre.

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FENANDO NOMBELA

Pasos A Vicente Montiel Moreno y Abdel Illah Fouad El primer paso es siempre el amor. Todos los pasos que damos después escalan la memoria saludando a los que pasan, estrechando la mano de los pasos que hemos dado. Nadie es forastero aquí, aquí nadie es extraño. Todos somos hermanos venidos para celebrar la pureza del agua, que fluye hacia el infinito entre nuestras manos; la de la tierra y el cielo. La pureza del alma, la pureza del fuego. (Después de una lectura de Mohammed Bennis. Assilah, Centro Cultural Andalussi, 2 de abril de 2010).

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POESÍA

Huida Trenes, aeropuertos. Mares, carreteras. Huyo —desde qué o quién; hacia dónde, hasta cuándo—, de mí, pero yo soy más rápido.

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FENANDO NOMBELA

No será para mí No será para mí la luz que baila en tus ojos, ardientes alacenas, como loca llamarada. No será para mí el oscuro río de tu pelo donde abrevan las estrellas y habita el sueño de las hadas. No será para mí el alto océano de tu boca donde renacen lunas moribundas y esta noche triste naufraga. No será para mí la levedad sin fin de tu pecho donde tanto abril en vilo sobre mellizas rosas se derrama. No será para mí la primavera tímida de tu vientre donde un manantial de fuego de agua pura me sacia y salva. No serán para mí la luz, tu pelo y las estrellas, la alta mar de tu sueño, el cielo de abril que desatas. Pero igual los canto. 38

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POESÍA

Noche Viene la noche con sus dedos de polvo estrellado y encantada ceniza a acariciarme el rostro. A besarme en la boca con sus labios de secreta pólvora y traición. Y yo no sé si esto es un don, presente luminoso o dádiva oscura. Si el amanecer no arrastrará mi rostro por sobre el arrasado fondo del rocío. Su regazo huele a violetas, a fresas salvajes el sabor de su vientre, pan de mar, caracola sumergida, y viene a enredarse en mi fiebre de caballo herido cuya blancura luciente gana en audacia al caer el día. Y yo no sé, no sé, no sé sino lo que me irán diciendo estas palabras aún calladas que ahora escribo, solitario vicio de ser nadie ante la nada.

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La tradición. Me interesa la tradición, pero no para copiarla, la adapto a mi tiempo y a las necesidades de mi época. La hibridación. La mayoría de los autores de mi generación no somos compartimentos estancos. Destacamos por nuestra versatilidad. Mi estilo, por tanto, no se aviene a un rótulo. Cada libro que escribo es distinto. Me gusta explorar distintos lenguajes y utilizar una sorprendente gama de recursos técnicos.

Por último, cito el compromiso con la transformación de nuestra realidad. Y precisamente para eso escribo, para denunciar y modificar el estado de las cosas.

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ARIADNA G. GARCÍA

I. Los objetos se juntan atraídos o por la gravedad o por la inercia; los hombres nos movemos al encuentro del otro por amor. Pueden mis pasos, como el caudal de un río, desplazarme con fuerza a donde estés. Pero de poco me valdría tener tu cuerpo al lado si sólo nuestras ropas se tocasen (por azar o descuido) y no pudiera con un dedo de luz rozarte el alma.

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POESÍA

II. Estas calles me importan porque un día tú pasaste por ellas. Tu recuerdo va estirando mis límites. Mi piel es esta plaza, un barrio, la ciudad. El mundo es parte ahora de mi vida; una articulación que me sostiene.

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M guel Mula Mis padres quisieron que naciera en Águilas, de donde son casi todos mis antepasados. La luz brillantísima de su mar, sus montañas calcinadas, su cielo absoluto, me acompañan por donde quiera que vaya y me hablan cada día, como el vértigo de haber nadado por lo hondo, lejos de la playa, o el de haber buceado entre las rocas a pleno pulmón y desnudo. Sin eso nada soy. Como nada soy sin el amor, que debí de descubrir allí, al mismo tiempo que la muerte, siendo muy niño, o sin el pasmo de mirar por la ventana al mundo, de hurgar en el corazón, de reconocer a los amigos, de conversar con uno mismo.

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MIGUEL MULA

Arboladura Para Santiago y Julio Contra ti mismo hicimos, contra la propia muerte, rasgando la nada, hijo, tu arboladura de ángel incandescente, endemoniado, flecha arrojada con su propia energía por eterna condena: y no hallarás más diana que el viento, tu mismo aire.

Frescura In memóriam, para Alfonso En tu viento ya estaba la sombra, todo el mar; la frescura fue el mal, hijo, que te hizo ser eternamente puro vacío recordado en cuerpo de tiniebla. No alcanzaste la luz. Misteriosa la vida que principia en la muerte, y poderosa, más que vientos, mares y sombras.

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POESÍA

El príncipe bastardo Porque también tú eres el animal que no existe en la guarida del ser, la amapola en el vaso y la rabia indecible del príncipe bastardo.

Querido corazón: Esclavo del olvido, siervo de la memoria, querido corazón, en esta noche inmensa, cubre tu cobardía, que ya apesta; no toques nuestro amor con esas manos, no seas cabronazo, no pudras el cristal que aún no ha sido, no escarbes donde nada hay, por si viene. Acaso la inminencia a ras del beso, el grito oblicuo, sea lo feliz, la deseante flor que al nacer muere y brota mariposa de recuerdos, por entre los olvidos, en suspenso.

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MIGUEL MULA

Como un jardín salvaje Un verso que no sea flor ni cosa alguna puesta en majestad sino el espejo mismo de la muerte florezca en su silencio, abra gozosamente la herida, perturbe sangre y túmulos secretos reventando por márgenes y pozos inflamados de vida desbordada, abrase las miradas… y florezca. Como un jardín salvaje, un solo verso pide, desflorado, un verso que se salga de sí mismo regalando azucenas a su paso. Un no rompido verso azogado florezca para que mil estrellas negras canten en todas las escalas de los ángeles la feroz disciplina del azar y del deseo.

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POESร A

Tu soledad y mis tinieblas Entre tu soledad y mis tinieblas agobiamos a dios con el desprecio, asfixiamos al mundo con olvido y cuando queremos nombrar las cosas ya todo estรก dicho y ya solo queda tu silencio y mi silencio mirรกndose.

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Víktor Gómez naufragó en 1967 en Madrid. Rescatado de la orfandad en 1971, reside desde entonces en Valencia. Ha lanzado al mar tres botellas con mensaje: Huérfanos aún (Ed. Baile del sol), Detrás de la casa en ruinas (Ed. Amargord) e Incompleto (Ed. 4 de agosto). Ocupa la mitad de su tiempo en desaprender y el resto en leer, escribir y preguntar. Su cotidianeidad es intrascendente. Persiste en naufragar, con A. Núñez, y en fracasar, con Beckett, pues sabe por E. Milán que la poesía es pérdida, ¿te atreves a perder? Cardiópata, bebe desde el desierto de la sed.

Víktor Gómez 50


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VÍKTOR GÓMEZ

1 de noviembre de 1975 Pier Paolo Passolini, + llegar tarde y decir con vosotros −ni esperando respuesta ni acordando un silencio− somos… besar al ausente beber de la llaga o temblorosa la boca que recita −con vosotros− desnudas las niñas del purgatorio

11 de noviembre de 2010 Carlos Edmundo de Ory, + ni abrasando la piedra ni bajo la nieve ocultar uñas hueso cartílagos y no pisar −los tiernísimos copos sobre las últimas huellas de− los incinerados

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POESÍA

27 de diciembre de 1938 Osip Mandelstam vacúnate con silencios que no auguren silencio oigamos el rumor de hojas revueltas por el cierzo observemos cómo la nieve inaugura otro no camino dejemos que la poesía tienda a la escucha ... ver más... antes que los manifiestos… sí… preguntar… que la poesía escuche pisadas de raposa sigilo de búho salto de rana temblor de pinos ¿la quietud de la piedra es el lento aprendizaje de los ciegos o…?

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VIKTOR GÓMEZ

26 de diciembre de 2009 Dennis Brutus, + ¿la incalculable proximidad de lo invisible la oxidación de las verjas el derrumbe de los muros la hiedra y los matorrales reinaugurando el paisaje? una casa en ruinas detrás: el ahí de tus padres la venganza de los ajusticiados una primavera sin hoces

es un exiliado es el extranjero habla en otra lengua tú eres su país el alma es el cuerpo arena y viento moldean su soñar de una lentitud antigua como oscura tienda de fieltro trazó sílabas o abrazos sólo le urge la vida —no su vasallaje— contigo

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POESÍA *

en la piedra encendida aún respiramos aún somos para la llama esa paja inútil que la estancia alimenta de cándida luz nocturna: ¿qué tiempo queda? ¿qué ceniza no tuvo forma de pez o curva de naranja o semblante de exiliado? entre los rescoldos humea −escasa− una palabra antigua y nuestra (*) ¿hemos perdido la capacidad de amar a quienes no perdonaron nuestra o su fragilidad?

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RICARDO VIRTANEN

Nacido en Madrid, pero de origen finlandés, estudié desde muy pequeño en el Conservatorio de Madrid las carreras de guitarra y percusión clásicas. Ser músico profesional desde la adolescencia no me ha privado de seguir estudiando hasta prácticamente día de hoy.


EPITAFIO DEL AUSENTE

Madre, mi desconsuelo, las alas altas de tu nombre sordo me están estrangulando. El aire viudo de tus ojos, mi lamento, tu encomio, aquella urdimbre de tus pasos secretos en mis días. Todo transita en la pestaña grave del orden. Quien te suplica sabe que el aire te ha secado el corazón. No te comprende quien sólo fermenta el óxido de excusas. Feliz de regresarte, qué oscura es la alegría del que espera. La memoria, su instantánea. Qué olvido malogrado.

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Ana Gorría

Cuando tenía diecisiete años, leí Con pólvora y magnolias de Méndez Ferrín. El temblor continúa. En el fondo, en cada poema que escribo quiero permanecer en ese temblor que nace para explorar los límites del propio decir, sorprenderlo en su eclosión corporal. El poema como un interior distraido que busca en las grietas del sentido, en la posibilidad de la transformación de la representación, un decir habitable.

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ANA GORRÍA

• ANTES DE LAS PALABRAS, qué suavidad su luz, volviendo a inaugurar cada barrote, anochecida apenas.

• SER incapaz de más profundidad que la mirada.

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POESÍA

Umbilical A José, bien venido. Si estación transparente resuelta en luz herida, lento espacio sin voz abriéndose a la tierra. Canción hasta el dolor, sueño de cal: ardiendo, qué hilo no nos separa de la nada.

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ANA GORRÍA

María Magdalena y el barro Casi sucia la nieve, va ungiendo de alquitrán el regazo del sueño. Le da forma la voz, que arrastra los escombros, lenta y torpe, como el cauce que arrastra su inquietud apenas cristalino, apenas escondido, La polución, la ruina en el regazo iluminado apenas.

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POESÍA

Golpes I Nombre tras nombre han ido las murallas dejándose caer. Abiertas las heridas, rotos los corazones transparentes, sí sol, sí voz, sí aire, rotos los corazones transparentes, arrojados al hielo, atrapados al vuelo, mariposas de bronce sorprendidas. Sí hubo un lugar de llanto tan fácil a las nubes, tan parecido al alba y a la noche, como una casa ardiente que amanece después en la colina, allí encontró fatiga la canción, descanso el vértigo, Como desvanecidas las murallas, sólo la soledad de los ojos abiertos ante palabras blancas, contra palabras blancas, ha herido de impaciencia este cansancio lento, esta aspereza hundida por el sol, donde un pájaro roto adelanta su vuelo en los espinos incapaz de salvarse. Aunque el abismo es ciego y no conoce. Aunque el abismo es ciego.

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Enrique AndrĂŠs Ruiz Cuando me han pedido que diera alguna razĂłn de escribir, siempre he recordado y lo vuelvo a hacer ahora, una frase de Hans Urs Von Baltasar en la que el gran teĂłlogo depositaba en los cristianos la responsabilidad ante la forma del mundo.

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La forma del mundo: es decir, la carne de lo real, de lo encarnado, el recuerdo de aquella promesa que se le hizo frente al olvido de lo que es putrescente y mortal‌ Sentir, como decía otro poeta, que tenemos la experiencia de esa caducidad pero no tenemos su significado, y perseguir el significado de la experiencia, es lo que yo veo que, a grandes rasgos, me mueve a escribir.

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ENRRIQUE ANDRÉS RUIZ

DOS POEMAS DE INVIERNO

A la hora de encender las lámparas Pendent mobilibus lumina funibus Aurelio Prudencio

Esta es la hora de encender las lámparas, cuando en las tardes cortas —las más cortas del año— la noche aquí de pronto se echa encima, pese a que todavía, sobre las montañas, en las rocas más altas da el sol último. Y es la hora del alma. Igual que humo de fábricas, unas nubes que pasan con sus hilachas rojas, me recuerdan la exacta sincronía en que a esta hora ya estarán encendidas las radiantes luces de la ciudad. Pero quién iba a decir que en esta casa de la mitad del monte, la casa que ninguna luz eléctrica ha alumbrado jamás…, que aquí es donde ella se encuentra a gusto, en vela, solitaria y velando junto a la ventana, rodeada de sombras, en esta oscuridad. 66

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DOS POEMAS DE INVIERNO

Dulzona y desdichada, aquí es casi feliz, medio vencida por el sopor cercano de la muerte, hermana que se siente de las últimas ascuas apagándose en la chimenea. De animales hermana (el corzo y los topillos), de los árboles conformes cada invierno con morir sin haber llegado a conocer la sombra —¡Oh, Hija de Sión, alégrate!— que llega sobre el mundo, (sobre todo estas noches de diciembre) para encender la luz del mundo. Y así como se dice que las palabras justas, cuando llegue el momento vendrán a nuestros labios, ahora digo con estas, sin pensarlo: ¡Alza tus ojos hacia el techo y mira del fuego los reflejos que bailan en las vigas! ¡Mira a tu alrededor el firmamento, y cuenta las estrellas que titilan con destellos de loza, de cobre y de cristal! —La verdad está en ti, junto al deseo. Es una noche quieta. El alcázar del cielo está pintado con astros y planetas igual que en el comienzo del verano. ¡Cómo me acuerdo de la luz entera del verano, la gota de oro contra el sol, temblando en la aguja del pino, cuando ha acabado el riego de la tarde!

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ENRRIQUE ANDRÉS RUIZ

Me acuerdo de esas tardes, pero hoy no las puedo imaginar. Nunca he podido hablar del sol de agosto cuando en los negros charcos de diciembre se hielan los ocasos. Ni de este hondón del año cuando llegan esas tardes de mayo, en gloria de la luz. Feliz quien en la noche contempla la mañana. Pero esta voz y las palabras mías están hechas de tierra, y a la ley de la tierra, con sus estaciones, se rendirían siempre si no fuera por ti, raro animal que esperas —alma mía— no la celebración que se repite de un acontecimiento, sino algo que ha llegado para siempre y de una sola vez. Porque sólo de una inmensa aflicción pudo llegar una inmensa alegría, y sólo fue capaz de recibirla quien la deseaba con todo su corazón. Como en la Navidad y en los viejos días de fiesta.

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DOS POEMAS DE INVIERNO

La encina y el amigo Que promesa y memoria se parecen a un lejano país en el que espera justicia lo perdido, lo puedo comprender. Pero la vuelta un día de lo que ni siquiera ha llegado a ser nunca, eso ya, para mí, es patrimonio de lo inexplicable. Recuerdo el día frío. Proyectos y esperanzas intactos todavía. Y hasta me puedo ver, diciéndome a mí mismo: «Hoy tengo que salir para plantar la encina que voy a trasplantar con el amigo. Así que cuando sea la hora, allí estaré. Él con ella vendrá cargada en el remolque —y abrigada— desde el pueblo vecino. Envuelta en la arpillera de las ilusiones». Porque hace frío todavía en esas tardes hermosas de febrero, tardes con su color de rosa, pero de diente fino en cuanto escapa el sol entre las ramas a su gruta en poniente. (Y digo de aquel frío que es el suyo, —el que le corresponde quizá un poco tardío, pero en su tiempo aún. Ya habrá de venir luego ese otro que de pronto retorna en primavera y enciende las mejillas con aquel mismo fuego con que abrasa la flor). NUEVA REVISTA 131

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ENRRIQUE ANDRÉS RUIZ

En el terruño ajeno, al sol, dos días antes, en su paz la miraba. Me entraron ganas de decirle: «Mira, no muy lejos de aquí hay una linde con sus piedras doradas —te guardarán del viento— y ya baja la acequia cantando en el deshielo: a la vera del agua se engordarán tus ramas». Pequeña y escondida, así llegó a la tierra de mi vida, sin yo pensar siquiera ni el momento ni su sitio mejor para el tempero. Ojalá esté de Dios la buena hora —fue todo lo que dije. Pero para nosotros siempre es hora. Y nunca entenderemos que por igual requieren su sazón el fuego y el perdón, la amistad y los árboles. Ojalá que te sea mi ejido favorable —me despedí diciendo. Ahora, casi un año después, en lo que pienso luego de mi fracaso y de que en sitio tan seco como este —son las cosas— el pobre árbol se muriese ahogado por exceso de lluvia, en lo que pienso es en aquel país de nuestro sueño

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DOS POEMAS DE INVIERNO

donde es posible amar lo que no ha sido, lo que no ha ocupado ni siquiera un sitio en la realidad, amarlo como a carne de un recuerdo vaciado de tiempo —por ejemplo el de un niño que no llegó a nacer. Cuando lleguen los pájaros —pensaba— y salgan muchas hojas en las ramas, una tarde mi amigo se llegará diciendo: «Anda, si va la moza, que parece una dama». Y sólo una memoria con oídos para lo nunca dicho, guardará esas palabras. Y sólo una promesa tan grande como el mundo, y mucho más que el mundo, podrá cumplir un día los deseos que habitan en nuestro corazón —en nuestro corazón y nuestra gramática.

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Pilar Blanco

Lo que no sé

Soy Pilar, la que no. Soy solo la que vive bajo mi nombre. La de fuera de sí, la sin fronteras. La que presta al poema timbre y circunstancia. La que se aprende en él y le oye decir:

sapere aude.

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PILAR BLANCO

Mester antiguo Como tablillas de leproso que advierten de su paso, hago [sonar mis versos. Que los demás se escondan del gesto carcomido, de la [amenaza sucia con que alertan jirones de otras vidas. El dolor. Recuerdan la verdad, la eludida, la turbia, nos imponen su obscena compañía. Hago música informe con mis versos. Sé que nada [se espera de este canto de nadie, harapos y muñones de otros versos, ecos de enajenada propiedad. Este despojamiento de la carne que no es, de lo cierto [que hiere acompaña el sonido con que inserto en el mundo la conciencia del mal. Que no me calle nadie o no entienda mi lengua, soy mi propio enemigo que acecha en el espejo. Que no detenga nadie lo que no va a nacer.

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POESÍA

Al alba venid No me importa esperar cuando puedo entender lo cruel de la espera. Esperaría detrás de las cuencas de mis ojos, agazapada bajo las costuras de los párpados, aquietada la urgencia del afuera. Su ruido poderoso. Esperaría donde la larva que se encapsula, desde la lava que espesa su sueño de volcán, desde la reja donde languidece un romance, un no fue, un acorde que no pulsará la guitarra del agua alagrimándose. Cuando las pestañas no rozan gasa tierna, no son [el abanico que oscila y entreabre. Cuando son el barrote y golpean la mirada [que se asoma a no ver, la espera es la mortal aguja que atraviesa nuestro cuerpo sin alas. La espera es la película de polvo que cubre cada edad y la clausura.

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Siempre es difícil hablar de uno mismo. ¿Una poética ahora? Unos cuantos libros publicados, unas pocas palabras reunidas en torno a la cal de la hoja, sobre la nieve o la sal de las hojas de estos cuadernos. El silencio termina zumbando en el espacio y las palabras son heridas cerradas. Más que una poética una pospoética, quedar liberado, escribir para liberarse del peso del mundo, y no mucho más. Lee esto en alto, muchacho, reescribe esto, muchacho, con tu caligrafía absorta y tímida, y luego enseñamelo. La palabra no es virtual, es la realidad iluminada. Sonidos y trazos. Gracias.

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MIGUEL ÁNGEL CURIEL

LUMINARIAS (CUADERNO DE ROMA)

9. Mí casa debería estar vacía, y yo vacío. Casas vacías y hombres llenos. Al revés, casas llenas y hombres vacíos. Un espacio vacío para la vida. Grandes ventanas dando a espacios amplios y paisajes limpios. La poesía siempre se da a media altura. Allí donde suelen estar los pájaros es donde se dirimen los asuntos de la tierra y el cielo. Una casa vacía para que pueda entrar la luz de la poesía. Un hombre vacío.

13. ¿Cuánto tiempo hace que no escribes una carta a mano? Postales sí. Los viajes ya no se narran. No se hace de ellos una aventura única y personal. También desaparecen las postales y los viajes. Desaparecen las palabras, los sueños del hombre. Escribir para salvar a alguien. Un texto que salve, una carta dirigida al poder con el único fin de salvar a alguien, y casi nunca se obtiene resultado. Las palabras no querían chocar, querían ser resolutivas y más humanas que lo humano.

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LUMINARIAS

Después queda un largo silencio, una memoria de lo imposible. Veo cómo se desliza la oruga por su hilo. Sostenernos o caer nosotros de esa misma manera, con el hilo invisible de nuestras palabras, al momento de que las vamos disolviendo. Las palabras provocan en nosotros una sustancia de amor.

31. Buen tiempo. Le escribo al sol en una mesa de madera blanca a la sombra de la higuera. Escribo en la luz y la luz no permite que vea las palabras que estoy escribiendo. Escribir a ciegas. Cuando al rato lo vuelves a leer, favorecido por una ligera sombra, dices, me faltó claridad. Faltó expresarlo todo de manera más clara, y sabes que no lo puedes romper.

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Jaime Siles La biografía de un autor está en sus propios poemas que nunca son los mismos como tampoco lo es él. La variación derivada del tiempo constituye el yo que es un producto del lenguaje. Nunca he sabido si soy un poeta que filologiza cuando escribe o un filólogo que poetiza cuanto hace. Tal vez soy ambas cosas y ninguna a la vez.

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JAIME SILES

Escrito en el agua A Carlos Heusch Verde Saona azul Qué suerte verte Esmeralda en la luz Lisa del puente.

Estaba yo de pie Frente al poniente Y oí tu breve voz Dulce y doliente.

Resbalar al mismo Compás que la corriente Entre verdes espumas Y gris evanescente.

Sobre la piel del agua Veía yo el presente Fulgir sobre mi cuerpo, Fluir sobre mi mente.

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POESÍA

En verde y en azul En una gris rompiente Enroscada en sí misma Como una serpiente.

Donde fluido y voz Confluyen: son simiente Del río que renace De su misma corriente.

Verde Saona azul, Te pido solamente Que recuerdes mi son Cuando yo esté ausente,

Como escuché yo hoy De pie frente al poniente, Esmeralda en la luz, Tu voz dulce y doliente.

Que tus aguas me digan Al pasar bajo el puente E incorporen mi voz A tu eterna corriente.

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JAIME SILES

Bucólica Estuve aquí cuando esto era un prado Y no crecía en él ninguna rosa. Estuve aquí cuando iniciaba mayo Su más furtivo florecer de rosa. Estuve aquí cuando no había prado Ni mayo erguía sus colores rosa. Estuve aquí cuando no había mayo Ni prado que tuviera o no una rosa. Estuve aquí cuando en aquel prado Mayo pintaba su fulgor de rosa. Es tuve aquí cuando no había prado Y un mayo lento negaba toda rosa. Estuve aquí cuando en aquel mayo No quedó en el prado ni una rosa. Estuve aquí cuando en aquel prado Mayo pintaba una y otra vez la misma rosa. Estuve aquí cuando ya había prado Pero no había en él ninguna rosa. Estuve aquí cuando ya era mayo Y el prado era una y misma rosa. Estuve aquí cuando no era mayo Y ya el prado tenía color rosa. Estuve aquí cuando no había prado Ni mayo ni tampoco rosa. Todos hemos estado aquí, todos dejamos Un mismo mayo aquí la misma rosa. Todos perdimos el mismo mayo, El mismo prado y la misma rosa. Todos la perderán. Sólo nosotros Que estuvimos aquí sabemos 84

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POESÍA

El sentido de mayo , del prado, de la rosa. Sólo nosotros que no estaremos nunca más aquí Sabemos que hemos sido el mismo prado, El mismo mayo y la misma rosa. Sólo nosotros que ya no somos nada Sabemos el destino del prado, De mayo y de la rosa. Yo estuve aquí en un prado Que mayo hizo florecer en rosas Y todas las viví y las fui todas Y aún las soy y siento reflorecer en mí El prado y mayo en cada nueva rosa.

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RELATOS

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1. Jiménez Lozano 2. José Mateos 3. Lorenzo Silva 4. Enrique García-Máiquez 88

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5. Manuel Gรณmez 6. Luis Ramoneda 7. Gabriel Insausti

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José Jiménez Lozano

La biografía de un escribidor son sus libros, y en una autobiografía, si no se es un hombre de acción, como es mi caso, no hay nada relevante que contar, salvo el haber cumplido ochenta años, que es un don de Dios.

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LA DIGN I DAD H UMANA La prensa, la radio y la televisión dijeron y escribieron que ella era una mujer anciana, que vivía sola en un piso bastante grande, y que parecía un almacén de tanta cosa como en él había, y su dueña siempre iba muy compuesta, aunque usaba vestidos del tiempo de Maricastaña y sombreros que eran la irrisión verdaderamente, habían informado la portera y algunas vecinas. —Y es una vecina de las de buenos días, buenos días, y buenas noches, buenas noches. Y ni una palabra más— dijo otra vecina. Y nadie había cruzado más de dos palabras seguidas con ella, es de las de sí, sí, y no, no, y gracias, gracias.

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josé jiménez lozano

—O como si fuese forastera, salvo que preguntaba siempre si alguien estaba enfermo o pasaba algo, y si podía ella ayudar, —insistió dos o tres veces otra mujer de entre las vecinas que se agolpaban en torno a un equipo de la televisión que estaba allí. —Tampoco nadie de nosotras ha entrado jamás en su casa, como no sea doña Rosa, la vecina de pared con pared con ella, que también es de las silenciosas. O una servidora, un día que ella se mareó en la escalera, porque nunca cogía el ascensor ni para subir ni para bajar, y la subimos entre doña Rosa y yo. Y lo que la había extrañado a ella era que había allí más cachivaches que muebles, y que no tenía comedor o salón, ni vio una televisión por ninguna parte, explicó también a los de la televisión precisamente. Aunque luego lo que la locutora dijo fue que lo que había allí, en la casa y llamaba la atención, era un montón de muñecas, libros raros, un maniquí vestido con un uniforme militar antiguo, y una calavera de verdad con una corona de flores artificiales. Y luego pusieron también una vista del cuarto de los trastos, en el que, aparte de las fregonas y una lavadora antigua, había tantas otras cosas que parecía un tenderete del rastro, con veladores pequeños incluso, o máscaras rotas. Y dieron a entender en la tele, por la forma en que lo contaron, que no andaba ella muy bien de la cabeza. Pero el hecho, puro y simple, era que la vecina más vecina de ella, doña Rosa, que era viuda y también vivía sola, había llamado a la puerta de ella, aquel día, hacia las seis o seis y poco, como todas las mañanas, y no había respondido nadie, de manera que, tras insistir un buen rato, se asustó, y había llamado a la policía, para que con una ganzúa o llave maestra o especial descerrajase la cerradura, pero no hizo falta 92

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porque enseguida se dieron cuenta de que sólo estaba echado el pestillo. Entraron los dos policías y doña Rosa, y allí la encontraron durmiendo tan plácidamente, que a ella la daba pena despertarla, aunque los dos policías se salieron del dormitorio para que doña Rosa la despertase, y, desde luego, para que la durmiente no se asustase. Y, cuando se despertó, miró allí a su amiga al pie de la cama, se sonrió, y dijo: —¡Perdóneme, Rosa! Ya veo que he vuelto a olvidarme cerrar la puerta con llave; pero es que anoche me acosté muy tarde, porque estaba rendida. Voy a vestirme, si me permite. De manera que doña Rosa salió del dormitorio, cerrando la puerta, y les comunicó a los policías que doña Asun se había quedado dormida simplemente, y les pidió excusas por la molestia. —¿Está segura que no necesita nada esta señora que vive sola? —No. No necesita nada. Tiene una vida tranquila, y mucha salud, gracias a Dios. Yo soy mucho más joven, y, si voy andando con ella, a poco que me descuide, me deja atrás. Y, cuando la policía se fue, ella volvió al dormitorio de doña Asun sin hacer un ruido como pisando sobre almohadillas como los gatos, que era como se andaba en aquella casa, y doña Asun, la explicó a su amiga que, mirando la noche pasada el marco de plata de una fotografía de su madre, se dio cuenta de que la plata necesitaba un repaso, y no lo quiso dejar para el día siguiente; y lo que pasó fue que tardó lo suyo en encontrar el jabón de limpiar la plata, y luego se puso a restregar con todas sus fuerzas, hasta que la plata deslumbrase, y la llevó tiempo y se cansó también NUEVA REVISTA 131

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de veras, así que se había ido rendida a la cama, y había dormido de un tirón. Y luego ya charlaron de otras cosas, mientras doña Rosa la ayudaba a preparar su té y su tostada del desayuno. Y ya no pasó más. Pero, a los tres o cuatro días, fue cuando se presentaron los de los «Servicios de Atención a las Personas Mayores», que seguro que la policía tenía obligación de dar un parte de lo que hacían, y, al darlo se enteraron, y llegaron muy amables, pero muy preguntones, y la insinuaron que lo mejor para ella era irse a una residencia, de pago o no, eso ya se vería. —Pues ¡muchas gracias! —dijo doña Asun—; pero, cuando necesite ayuda ya la pediré, y lo que es mejor o peor para mí lo sé yo solita, y, desde luego, no las autoridades. —Ya vemos que no tiene televisión, ¿y qué hace usted por las noches, por ejemplo? —Pues hago muchas cosas. Entre otras, solitarios. Casi toda mi vida no he hecho otra cosa que solitarios, y no me ha ido mal. —¿Es que la gusta mucho jugar a las cartas?— preguntó la psicóloga que era uno de los dos miembros de los Servicios de Atención a las Personas Mayores que habían venido a visitarla. —¿Las cartas? Ni las conozco. Pero los solitarios no se hacen con las cartas. —¿No? ¡Qué curioso! ¡Diga, diga!¡A ver! ¡A ver! —No hay nada que ver, señora mía. ¡Hay que pensar! Los solitarios se hacen con ideas, pensares, y conversaciones.

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la dignidad humana

—¿Y qué piensa usted?, si puede saberse. —¡Pues mire usted, hija! Unas veces en personas vivas o muertas, otras en cuando yo hacía de Ofelia, que lo hacía muy bien mientras yo estaba escuchando al príncipe Hamlet con la calavera de Yorick en sus manos; y casi siempre, o todas las noches, en mi salvación, por si le parece a usted poco asunto para hacer solitarios. —¡Qué interesante! —comentó la psicóloga. —¡Claro que es interesante! Y hubo, entonces un embarazoso momento de silencio, que uno de los tres visitantes rompió preguntando: —¿Y vive sola? —Sí, sí. —¿Y sale de casa? —¡A veces! Pero doña Rosa, su vecina amiga, dijo luego, que sin embargo, no dijo ni una sola palabra de sus salidas a lo que ella llamaba «la exposición», juntamente con su amiga Clara. Esto es, cuando iban bastantes días a una cafetería a tomarse su té y sus pastas, que lo pasaban muy bien con sus recuerdos y observando, pero mucho más cuando se enteraban, o hasta oían en un descuido los comentarios de los demás, que decían de ellas que eran dos loros, dos cacatúas, o dos momias. —Tú estás mejor momificada que yo, Asun. No tienes ni una arruga. —Y tú tienes pecas en la cara y reflejos más bonitos en el pelo, Clarita. —Cuando éramos jóvenes les parecíamos vacas de estazar, NUEVA REVISTA 131

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y oíamos continuamente hablar de piernas, y de glándulas —decía Clara. —Es la cultura, que se ha vuelto ahora egiptóloga y decorativa, Clarita. Y doña Rosa se acordaría siempre de aquel día en que sacaron a la calle unas pamelas eduardianas de un rojo muy vivo, con casi una frutería entera de adorno, y grandes como sombrillas, que en el café tenían que sentarse tan separadas que ocupaban dos mesas. O el día en que doña Asun llevaba puesta una casaca de seda blanca, que era la del maniquí vestido de militar que tenía en casa, o de «un teniente de Tolstói», como decía ella, aunque doña Rosa, no sabía muy bien lo que quería decir; u otro día en que ellas sacaron una muñeca bien grandecita que hacía punto, y toda la cafetería había quedado pasmada. Pero como los de los Servicios de Atención a las Personas Mayores vieron que, por muchas preguntas que hicieran, no contestaba más que síes, noes, o qué-sé-yos, ya se levantaron para irse, aunque dijeron que volverían dentro de algunas semanas, para que ella pensara durante todo ese tiempo lo que la proponían; y sobre todo en qué sería de ella si la daba algo. Y ella, entonces sonrió un instante, se dirigió a un armarito donde en el vasar de abajo, y encima de un libro, estaba la calavera con una corona de pequeñas flores azules de tela, se puso la corona en su cabeza, la calavera en sus manos, y declamó: —«Pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio: era un tipo muy divertido y de enorme fantasía. Más de mil veces me llevó a su espalda...Aquí están los labios que besé tantas veces. ¿Dónde están tus chanzas? ¿Dónde las piruetas y las tonadillas? ¿Dónde las salidas de tono que hacían dester96

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la dignidad humana

nillarse de risa a todos los comensales? ¿Ni un chiste ahora para reírte de tu propio aspecto? ¡Qué fúnebre pareces! ¡Vete ahora a la alcoba de mi dama, y dila que se ponga un dedo de afeites para acabar al fin lo mismo. ¡Díselo! Y que se ría». Los de los Servicios se quedaron helados, y también con las palmas de las manos dispuestas a aplaudir, pero ella se lo impidió. —¡Muchas gracias! Pero no es para aplaudir este parlamento. Es también para que se lo piensen ustedes. Y no hubo más, y se despidieron enseguida los de los Servicios de Atención; pero cuando doña Rosa contó todo esto al médico que ya iba a jubilarse y era muy amigo de doña Asun, éste la contestó. —¡Pues, ahora, si ha pasado todo eso que usted dice, y la televisión ha dicho lo que ha dicho: que la autoridad va a decidir ingresarla en una Residencia para que viva sus años con dignidad humana, ahora es cuando se la llevan sin remedio, doña Rosa! —¿Y adónde se la van a llevar con lo que es capaz de decir a la gente que la deja paralizada? Tenía que haberla visto él, cuando se ponía aquel vestido blanco, la corona de rosas en la cabeza, con la calavera en sus manos, y diciendo aquellas cosas que decía, tan temerosas, que hasta los de los Servicios de Atención se habían quedado como viendo visiones y sin saber qué hacer. Y esto sí que la parecía a doña Rosa la dignidad humana, dijo. I

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José Mateos José Mateos nació en 1963 en Jerez de la Frontera, ciudad donde reside y de donde apenas sale. Dice que escribe para tener que hablar menos y que, sin embargo, cada vez le hacen hablar más.

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LA VOZ DE LA SANGRE Estábamos camino de Tuzla, por una carretera de esas con pivotes a los lados, tan estrecha y sinuosa que, a veces tras una curva, la imprevista llegada de un camión casi nos mandaba a la cuneta. La carretera tenía varios tramos sin asfaltar y bajo el coche rebotaban las piedras. Papá protestaba mientras conducía con la cara pegada al cristal delantero, tratando de sortear los baches del camino. 99


josé mateos

Pasado el río Bosna, papá notó que se encendía una lucecita roja en el salpicadero del piloto. —Algo no va bien— dijo señalando a un termómetro pequeño e iluminado. Cuando nos echamos a un lado de la cuneta, el motor ya había dejado de funcionar y emitía un sonido entrecortado y descorazonador. —También es mala suerte… —¿Y ahora qué hacemos? Papá me dijo que saliera. Salí, y al rato yo empujaba el coche mientras él trataba de ponerlo de nuevo en marcha. Un olor a gasolina y cable chamuscado invadió el aire, que era frío y desapacible. —Nada, me parece a mí... Desde la ventanilla de atrás lo vi palpando una ranura que había debajo del salpicadero. Presionó una palanca y abrió el capó. Se levantó y ambos echamos un vistazo al motor. Al abrir, vimos el humo que salía de un agujero gelatinoso, lleno de grasa. —No toques nada que puede estar hirviendo— me dijo. Papá se limpió las manos en el pantalón y respiró con fuerza. —Lo mejor es esperar a que se enfríe y después ya veremos. Una vez dentro, traté de buscar en la radio una emisora de música y sólo conseguí alcanzar zumbidos y voces vacilantes. Me di por vencido y apagué la radio. —Si tenemos suerte puede que pase algún camión.

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—¿Cuánto crees que nos darán? —le pregunté. Íbamos a Tuzla para tratar de vender algunos objetos que se amontonaban en la parte de atrás: un casco de kevlar, una radio, un lote de libros, el cabezal de una cama y un fusil automático. No nos hubiera importado canjearlo por aspirinas o por un saco de sal para pasar el invierno. —¿Por todo? —No, por el fusil. —¿Sólo por el fusil? Ni idea. Me pasé la mano por el pelo e hice un amago de bostezo. —¿Lo usaste alguna vez? —Sí, alguna vez— dijo papá volviendo su rostro hacia mí. Luego se hurgó con un dedo en la oreja, como si no oyera bien, y miró hacia delante. —Mira, una liebre. —¿Dónde? —Por allí. ¿No la ves? —¿Dónde? —Ya nada. Se ha metido en aquellos matorrales. Hubo un momento de silencio. —Bueno, si crees que no es asunto mío...— insistí. —¿El qué? —Ya sabes…— y señalé hacia atrás con la cabeza. —No, no me importa. A un lado del coche se podía distinguir, allá abajo, el río, por donde ahora se levantaba una leve gasa de niebla, casi imperceptible; y ante nosotros, la cinta blanca del trayecto NUEVA REVISTA 131

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que aún nos quedaba por delante, una curva tras otra. A veces, por un instante, aparecía el sol entre dos nubarrones y entonces los charcos se iluminaban y resplandecían las franjas de hierba que había a los lados de la carretera. Papá miraba de vez en cuando hacia allí, hacia el confín de la carretera por si aparecía algún punto de color que delatara movimiento. Pero no se veía ningún coche. —Fue en Ahmici —dijo unos minutos después, cuando yo creía que había dado por zanjado el asunto. —¿El qué fue en Ahmici? Papá se lo pensó dos veces antes de contestar. —¿De verdad quieres saberlo?— preguntó incorporándose y plegando el mapa de carretera que tenía entre las manos. Yo no sabía si quería saberlo o no, pero afirmé con la cabeza. —Prométeme que será la última vez que hablemos de esto— dijo. Se lo prometí. —Fue en el 93. ¿Te acuerdas de que pasé una temporada fuera? Le dije que sí. —Pues fue entonces, en Ahmici. Mientras hablaba, papá miraba el horizonte y aparentemente seguía atento a alguna señal que viniera de lejos, del otro extremo. Tenía los labios agrietados y debía de hacer por lo menos una semana que no se afeitaba. Dijo: —Unos días antes habíamos descubierto un montón de cadáveres apilados. Eran vecinos nuestros, de cuando vivíamos en Vitez —recostó su cabeza sobre el asiento y 102

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continuó—. Estaba Kolia Kirasic, aquel con el que yo tomaba café casi todas las tardes. ¿No te acuerdas? Kolia Kirasic. Nos dijeron que habían sido los muyahides de Ahmici. Al día siguiente, me presenté donde las milicias, bebimos para quitarnos el miedo y me fui con los demás. Tomamos Ahmici sin ningún problema. Papá me contó entonces que las balas le silbaban en los oídos mientras atravesaba Ahmici, que los soldados sacaban a la gente de sus escondites para utilizarlas como escudos humanos, que había casas con los tejados en llamas y que él agachaba la cabeza y corría de un muro a otro, entre escombros y amasijos de hierro. Me contó que derribó una puerta y que descargó todas las balas apuntando a la oscuridad. Cuando alguien levantó las persianas y entró la luz, estaban todos muertos, menos una niña que gritaba y se agarraba el vientre. —¿Conoces a Jonás? —me preguntó al terminar. —¿A Jonás? —Sí, a Jonás, el que aparece en la Biblia. —Bueno, personalmente no lo conozco. —No te pongas a la defensiva, hombre. Torcí la boca y le dejé continuar. —Sólo quiero explicarte lo que hice —me dijo—. Ahora, ya sé que la justicia es mala consejera porque siempre acaba pidiendo muertes, pero entonces también yo me creía con derecho a ver cómo aquellos criminales eran borrados de la faz de la tierra. Es fácil de entender, ¿no? Papá esperó que yo dijera algo, pero callé. Tal como lo había visto hacer tiempo atrás, cuando nos NUEVA REVISTA 131

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daba clases en la escuela elemental y quería manifestar su disgusto, tosió levemente para aclararse la garganta. Después concluyó: —Matar es fácil, pero haber matado ya es otra cosa. Yo no sabía qué más añadir ni qué hacer para salir de aquella situación. Entonces lo vi tal como era en otra época, llegando a casa impecablemente vestido y hablándonos de Tolstói, de Antole France, de Ivo Andric. Recordé que por aquel entonces a mí todavía me daba miedo dormirme y tenía el convencimiento de que, una vez que lo hiciera, ya no volvería a abrir los ojos. Escuchaba los ladridos de los perros y el zumbido de la radio, que nos brindaba noticias cada vez más alarmantes. Él venía entonces a mi cama y me tranquilizaba, acariciándome. Ahora me parecía mentira que aquellas manos hubieran podido apretar un gatillo y acabar con alguien. No sé por qué me volví hacia él y le miré a la cara. —¿Y cómo lo has conseguido?— le pregunté. —¿El qué? —¿El qué? Olvidar todo eso. —¿Olvidar todo eso? Papá frunció el entrecejo y esperó antes de seguir. —Ya está bien, ¿no?— dijo. Lo pensó un momento y añadió —: Fue necesario. —¿Necesario? —Sí, necesario. Querían acabar con nosotros. No me mires así. —¿Así cómo? —Tú ya sabes. No me gusta que me mires así. 104

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Bajé la mirada y me di cuenta de que crispaba los dedos sobre la tela sucia de su asiento. De pronto su voz me sobresaltó. —Gracias a que hice eso, tú y tus hermanos habéis podido salir adelante. ¿O qué te crees? —protestó—. La mancha de la culpa no se acaba nunca. Inmediatamente, al terminar de decir eso, papá se apretó los ojos y sentí que se arrepentía de sus palabras. Un silencio denso e incómodo se interpuso entre los dos. Apoyó la frente contra el volante, tragó saliva y trató de relajarse. Al poco, sentí su mano sobre mi rodilla. —No pasa nada —le dije. —Lo siento. No quería… Entonces hizo girar la llave e intentó arrancar. Durante unos segundos el motor ronroneó. —Lo siento. —Vale ya. No pasa nada, de verdad— repetí. Dijo: —De acuerdo. Después, volvió a girar la llave y lo intentó de nuevo, esta vez con más insistencia, abriendo el botón del aire y pisando el embrague. Hasta que de alguna parte, del fondo del motor, llegaron unos sonidos intermitentes y desagradables. Al fin el coche comenzó a temblar y se puso en marcha. Papá me sacudió con el codo. —¿Qué te dije? Y me sonrió. NUEVA REVISTA 131

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—Venga, todo eso sucedió hace mucho tiempo. ¿Lo dejamos ya? Sí, todo eso —pensé— sucedió hace mucho tiempo. Cuando sus manos aún me acariciaban y las palabras todavía valían algo. Y sin embargo, sabía que todo eso seguía sucediendo ahora y que no dejaría de suceder nunca. —Sí, vamos— le dije. La tarde caía ya sobre los campos esfumados. Papá se concentró en la carretera y seguimos avanzando camino de Tuzla sin cambiar más palabras. I

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Nacido y criado en el Madrid de los sesenta y los setenta, donde tiene su patria, que es la juventud. Pero por suerte la vida le ha llevado a otros muchos días y lugares, distintos y distantes, que son los que componen el caleidoscopio de su sensibilidad ante el mundo. También agradece no haberse podido dedicar desde el principio a su pasión, que es buscar historias y contarlas, porque eso le forzó a perseverar en esa pasión de forma más intensa y cuando las circunstancias se conjuraron a su favor ya no había riesgo alguno de que pudiera perderla o malbaratarla. Igualmente agradece todas las cosas que ha hecho porque la coyuntura, unos jefes o la necesidad económica le obligaron a ello: a través de ellas descubrió parajes, situaciones y personas a los que no le habría llevado su propio capricho, y que enriquecieron en mucho su percepción. Finalmente, expresa también su gratitud a todas las adversidades sufridas y las personas que contribuyeron a ellas, porque le hicieron más fuerte y consciente. Vive con su familia, su cimiento, entre Getafe y Viladecans, pero su domicilio está al costado de su maleta. Que no es grande.

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Vindicación del artista adolescente ¿Quiénes éramos? Para dar respuesta a esa pregunta de griego malcriado sólo había tres posibles ideólogos en el grupo. De esos tres, dos, Néstor y yo, éramos en la práctica uno, porque nuestras ideas al respecto, más que coincidir, se confundían. El otro era —prefiero recordar aquí el seudónimo que él mismo se impuso— Sócrates P. Sin duda habría sido él quien más vocación habría tenido —o tuvo— de aceptar el reto. Sin embargo, no me parece que hubiera debido prestarse mucha atención a sus seguramente sentidos y rigurosos argumentos. Sócrates P. creía, a su manera, en la república de los sabios. En anteriores experiencias comunitarias había intentado votar leyes que definieran cuándo un miembro podía ser expulsado o reconvenido, sin arbitrariedades y en virtud de la más acendrada razón práctica —o acaso pura—. Aunque al topar con Néstor y conmigo comprendiera que en aquella negligente congregación proposiciones de esa laya habrían sido acogidas con una estruendosa carcajada, y se cuidara, en consecuencia, de exponerlas, cabe cuestionar que hubiera llegado a deshacerse de tan nobles aspiraciones en la medida suficiente para no desfigurar en un sentido ejemplarizante aquella reunión más o menos casual de extraviados en la que inopinadamente él había ido a caer.

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Ahora he olvidado las caras y los nombres exactos de muchos de aquellos compañeros de entonces. Recuerdo que casi todos eran generosos y leales, los seres de más limpio corazón que nunca encontré. Algunos no entendían o consideraban peligrosas las veleidades a que Néstor y yo nos prestábamos, y sin embargo continuaron a nuestro lado el tiempo necesario para tener sobrado derecho a irse luego sin que nadie pudiese acusarlos de desertores. Otros persiguieron sus propios fines, y debieron de alcanzarlos, porque no apuntaban demasiado alto. Todos nos divertíamos, y disfrutábamos de la dulce sensación de despreciar desde nuestras diversas inferioridades —casi todos éramos desgraciados con las chicas, por ejemplo— a aquellos que no podían hacernos sombra en los tres o cuatro asuntos que decidimos que tenían importancia. Hicimos pocas cosas, aparte de emborracharnos y de mofarnos de todo con oficio y sin él. O no hicimos nada, al fin y al cabo. Pero siempre supimos que podíamos hacer más que los otros, sin arrogancia, porque nos constaba que los otros también lo sabían. Optábamos por abstenernos con la calma de quien cumple con su conciencia, sin exigir tener razón para que ello nos consolara de no tener otra cosa. Nada nos obligaba a ser brillantes, ni siquiera útiles. Así obtuvimos algo semejante a la paz interior que luego tanto habría de faltarnos. Con todo, la separación de todos ellos fue aceptada, tanto por Néstor como por mí, con la naturalidad con que se recibe una noticia prevista. No hubo traumas en la ruptura, que fue bastante gradual, salvo excepciones. Una de ellas, la única auténticamente trascendente para mí, fue Sócrates P. Ya desde el comienzo de nuestra relación con él los términos fueron peculiares. Antes de trabar conocimiento NUEVA REVISTA 131

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directo le habíamos observado, y disponíamos además de referencias de algún ex miembro de la comunidad que a la sazón lideraba. Ninguna de nuestras impresiones era muy favorable, de manera que el encuentro con él, determinado, como tantos otros acontecimientos de aquel tiempo, por un ciego designio administrativo de la autoridad académica, resultó algo accidentado. De todos modos, no hubo derramamiento de sangre, porque las mutuas reticencias nos hacían ser precavidos. Transmutada la rivalidad en alianza, dadas las ventajas que ello nos reportaba a todos, Sócrates P. empezó a desplegar ante nosotros su ideario, su estilo de muchacho disfrazado de hombre —o viceversa—. En honor a la verdad he de admitir que la solidez de sus convicciones nos deslumbró algo en el primer momento e incluso después. Una vida algo más torturada de lo que a su edad otros habíamos tenido le confería esa superioridad, que no llegó a traducirse en predominio por diversas razones —entre otras: Néstor y yo éramos dos, y nos traíamos entre manos cosas que Sócrates P. envidiaba más de lo que nosotros llegamos a envidiarle nunca su aplomo—. Néstor acogió con mayor reserva a aquel nuevo aliado, debido a la intranquilidad que le produjo el preferente y concentrado acercamiento a mí a que se entregó casi desde el principio. Aunque Sócrates P. corrigió este error de aproximación más tarde, interesándose por mi amigo tanto o más que por mí, hubo de sufrir sin remedio en adelante los efectos de aquel recelo, que se fue volviendo más inflexible y sarcástico a medida que se veía conjurado el peligro de que aquella irrupción devaluase la unidad entre Néstor y yo. Así fue como comenzó la caída de Sócrates P., y quizá corresponda decir que hubo en ello cierta injusticia, por 112

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parte de Néstor en menor medida que por la mía —yo no había sido amenazado o postergado, y había escuchado las confesiones de Sócrates P. conquistando su confianza—. A partir de la ilimitada mordacidad de Néstor, en la que, no sin razones, pero haciendo gala de cierta desaprensión, me regocijé y participé tanto como me fue apeteciendo, las graves sentencias y los mayéuticos esfuerzos de Sócrates P. fueron transformándose en anécdotas grotescas, aludidas una y otra vez con creciente desprecio de la bonhomía que alentaba su eventual torpeza, sobre la que cabía dudar que nosotros, intocados por las variadas calamidades que Sócrates P. había debido ir superando, estuviésemos autorizados para juzgar. A este proceso contribuyó el propio Sócrates P., actuando en dos direcciones distintas y equivocadas al verse acosado —distaba de ser tan lerdo como para no percatarse— por aquella pérdida de prestigio. Ante Néstor, indudablemente quien más debilitaba su posición, pasó a ostentar a la desesperada una seguridad condescendiente, jactándose de haber averiguado lo más intrincado de las inclinaciones de ambos, en un patético intento de sobreponerse por la fuerza. Néstor no tenía más que darse la vuelta riendo, y eso fue lo que hizo, sin apiadarse. En cuanto a mí, su tentativa fue más comprometida, y más ilegítima también. Porque así como estoy seguro de que con Néstor, ante la insalvable dificultad que para el asalto se había ganado desde el principio, obró de forma precipitada, la táctica que empleó conmigo se basó en una certera determinación, cuyo grado de consciencia no puedo precisar, del flanco más desprotegido por el que podía atacarme. Sin embargo, le falló la suerte, y le falló el inadecuado cómplice que pretendió usar como cebo. Pero sobre todo, se falló a sí NUEVA REVISTA 131

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mismo, por no atreverse a hacerlo solo. Eso evitó que yo, desprevenido y vacilante, cayera en la trampa. A los fines que imagino que obedecía la emboscada, de nada le habría servido que ésta hubiera sido un éxito. Sócrates P. me habría ganado para perderme al poco tiempo, para perder por completo mi consideración y para perdérsela él mismo. Esto me hace meditar si su encerrona no fue en realidad un acto de autohumillación, un reconocimiento escandaloso de su derrota. Sócrates P. era tan capaz de embarcarse en estas penitencias como de creer en sus delirios de conocedor y liberador de los deseos ocultos que los demás nos empeñábamos en sofocar por indecisión o tibieza. Fuese lo uno o lo otro, Sócrates P. protagonizó después de este primer error un segundo y definitivo: el de asumir la hipótesis que había elaborado para prever mi reacción en el caso de que fallara su emboscada. Fue él quien me la reveló, entreverada con su propuesta, al sugerir que con aquel tipo de iniciativas se había ganado el rechazo de otras personas que le querían. Yo no pude condenarle entonces, ni meses después, cuando empecé a comprender lo que había ocurrido. Probablemente fuera alguna vez cierto que en recónditas profundidades de nuestro espíritu Néstor y yo deseáramos algo parecido a lo que Sócrates P. proponía. Son escasos los deseos —por perversos o absurdos que sean— que uno no deja surgir con mayor o menor intensidad, llegado el caso. Pero sólo un ser tan embotado y magnánimo como Sócrates P. podía echarse a la espalda el deber de atenderlos siempre, a costa de cualquier impedimento e ignorando las consecuencias de hacerlo en un mundo apático. Gracias a él, y a la fortuna que me libró de seguirle en su ocurrencia exaltada, aprendí a estar en guardia contra esa perniciosa actitud 114

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maximalista. Pero no llegué nunca a menospreciarle, como Néstor. Ni quise desprenderme de su amistad, porque simpatizaba con las causas de sus desatinos. Pero Sócrates P. estaba abocado a entender otra cosa, y lo que yo ya no tenía era el ánimo de retenerle. Se retiró y bien estuvo así. Le dejé alejarse como si hiciera una ofrenda a alguna de mis deidades oscuras, sin guardarle el menor desafecto. Le recordaba y le recuerdo todavía, grande y cálido, ofreciéndome su chaqueta para abrigarme en una noche fresca. En tantos sentidos era mejor que nosotros. El cadáver de Sócrates P. quedó para siempre en mi memoria señalando la frontera entre aquella época y todo lo que vino luego. Su desaparición coexistió en el tiempo —que a veces se lleva también el espacio—, con la trasposición por Néstor y por mí del último límite de Arcadia, la patria irrecobrable que, salvo para algunos alienados, siempre ha de ser la juventud. Ya desde que reunimos o se reunió a nuestro alrededor aquel grupo empezamos a abrigar secretamente el fatal presagio de que se nos estaba escapando. Algunos acontecimientos fútiles —el comienzo de la universidad, cada uno en un mausoleo de la inteligencia distinto— y otros más sensibles, como la erosión sufrida por Néstor con las primeras embestidas graves del abismo que encerraba su alma, cooperaron a hacernos inviable la restauración de lo que habíamos poseído. Nos entretuvimos lanzando cabos aquí y allá, dándonos la espalda de vez en cuando para no acabar de vernos las caras y no tener que saber lo que estaba sucediendo. Después yo me fui a vivir a otro sitio, y más tarde fue él quien debió abandonar la ciudad en la que manteníamos nuestro territorio común. Y en la distancia sobrevinieron las primeras desilusiones, las primeras escaramuzas serias, combatidas NUEVA REVISTA 131

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laboriosamente por ambos en extensas alegaciones postales. Defendimos lo que había sido nuestro pactando complejos equilibrios, vertiendo el corazón en aquel papel adverso sobre el que caía traducido en arriesgadas palabras. Salvamos nuestra hermandad contra todos los obstáculos, pero lo que ya no cabía negar, ni siquiera omitir, era que lo hacíamos en el destierro, expulsados de la madre que nos había dado el ser. La única conexión practicable con el paraíso perdido era un infierno que convertimos en nuestra vocación. Habíamos descubierto la literatura juntos, en las horas más favorables de la edad añorada. Habíamos aprendido los rudimentos y con ellos construido esqueletos dispersos que considerábamos inobjetables, pese a su impericia notoria, en tanto que daban fe de nuestra gloria extinguida. Y aunque nos habían arrebatado el impulso, la imaginación y el vigor de entonces, el culto que se nos exigía nos movió a darnos febrilmente a escribir. En los primeros años de exilio, en los que las asechanzas de nuestros enemigos aún no se habían extremado como lo harían luego, aprovechamos para amontonar relatos y novelas, de lamentable factura en su mayor parte, pero que en mi apreciación como en la de Néstor no pudieron ser alcanzadas por otras realizaciones posteriores de mayor y más frío cálculo. He sufrido tanto como pudiera merecer, ante la página en blanco menos que ante la ya malograda por las plasmaciones abortivas en que terminaban mis ideas. Todo para no sacar más que unas cuantas historias inhóspitas, irregulares, lastradas por su carácter extraño y turbio, no lo bastante decidido como para que me fuera lícito exhibirlas ante otros ojos que los de Néstor y ocasionalmente, los de otras personas más o menos desconocidas. Tanto dio que en una 116

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tarde alguna misteriosa fiebre me facultase para producir diez páginas, como que gastase un mes recolocando y desviando los adjetivos originales de medio folio de asunto puramente auxiliar. Al final mi novela era un edificio trémulo, con pasadizos cegados, inmensas salas vacías, y algunas pequeñas estancias de delicado acierto a las que casi no se podía llegar. Pero yo seguí, y Néstor, que a la sazón tropezaba con sus peculiares decepciones, también siguió; ambos amarrados a la certeza interior de que, de todas las cosas que acometíamos, aquella vergonzosa aberración infecunda era, en definitiva, la más importante. Desde aquí, como desde fuera de nuestros pellejos entonces, se antoja sencillo y admisible cuestionar por qué, ya que habíamos hecho la elección de la literatura, nos conformamos con asistir trabajosamente a su lento fracaso bajo las inclemencias exteriores. Descendiendo al detalle, parece poner en entredicho nuestra misma firmeza en la vocación el que ni siquiera tratáramos de dedicarnos a escribir de manera exclusiva, arriesgando cuanto hubiera que arriesgar y sin consentir que nuestro tiempo se perdiera en lo que convencionalmente se nos exigía para subsistir. Hubo razones, más o menos enojosas y discutibles, que nos forzaron tanto a Néstor como a mí, y en mayor medida según fueron pasando los años, a empeñar un gran pedazo de nuestra existencia en ocupaciones indeseadas. No todos disponen de la ocasión de eludir ciertas servidumbres. Por eso hubimos de buscar alguna profesión útil y segura que sin ser del todo indigna nos diese para comer, al margen de la literatura. No comprometimos en esa actividad perentoria más que un apego tenue, secundario, apenas el suficiente para no despreciarla, guardando nuestro amor NUEVA REVISTA 131

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para el arte. Pero no se aceptan impunemente, aunque sea a medias, las reglas de la vida. Porque ésta se vale del más estrecho resquicio para entrar a imponer la brutalidad de su ley en toda la extensión disponible y, cuando uno quiere oponerse, ya ha sido invadido y la belleza se ha vuelto inviable. A este combate, la vida, que es el reino de la renuncia, siempre sale con ventaja sobre el arte, que es el sueño de la voluntad infinita. En este sentido, es verdad que cada vez nos fue más difícil, que el sacrificio y el trastorno de sobrevivirnos como artistas llegó a inhabilitarnos para serlo adecuadamente. Si fue nuestra la culpa, si pudimos evitarlo o no, es cuestión que interesa menos que atestiguar aquí otra verdad, más oculta: pese al destino urdido paso a paso en nuestra contra, pese a pelear con las manos atadas, no salimos del todo derrotados. ¿Qué ha de pretender un artista? ¿En qué consiste el triunfo de quien se ha entregado a una vocación? Néstor estableció taxativamente en el testamento del que me hizo depositario la necesidad de incinerar todos y cada uno de sus manuscritos —muy mayoritariamente inéditos—. Yo, que sabía de la impecable oscuridad de sus páginas, que las habría guardado despejando para ellas a manotazos el mejor sitio en los cajones donde se amontonan mis recuerdos, obedecí, simplemente. No pensé que estaba robándole nada al mundo ni a mí, que había amado lo que quemaba; sólo atendí a destinar aquella obra al fin que había escogido el mismo impulso que la había creado. Que ese fin fuera lo inverso, la destrucción, suponía una simetría que contenía una palmaria enseñanza: lo que venía de la nada, a la nada volvía, tras un apasionado y momentáneo tránsito por la existencia. No importaba en sí el hecho de haber existido, y 118

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menos importaban el final o el origen, que eran la misma nada; sólo importaba la pasión, por breve, por delirante, por incongruente. Néstor y yo acatamos el deber de construir con tesón, con furia, y sobre todo, sin precisar de un objetivo más o menos resarcitorio para excusar todo lo que estropeábamos dentro y fuera de nosotros prestando oídos al reclamo de escribir. Triunfamos en tanto que comprendimos que lo único que cuenta es la limpieza del acto, según las normas que aquel francés tarado enunciara con metódica clarividencia: soportar la propia obra como una fatiga, aceptarla como una regla, levantarla como un templo, guardarla como un régimen, vencerla como un obstáculo, conquistarla como una amistad, cebarla como a un niño, crearla como un mundo, sin prescindir del misterio1. Cumplido esto, la vocación está realizada y el instinto que la alumbra colmado. Después puede venir el fuego, como vino para Néstor, o el olvido y el polvo que envuelven mis escritos. Ni siquiera debe preocupar que alguna coincidencia o flaqueza difunda la obra, precipitando sobre ella la tergiversación, los malentendidos, haciéndola finalmente inofensiva. Puestos a eliminar lo superfluo, tampoco la calidad objetiva o la oportunidad de la obra, como se deduce, tienen la menor relevancia. Existe un argumento lógico para inducir a reflexión a los adeptos a la estética del resultado extrínseco. Aun concediendo lo inconcedible, esto es, que los escritos de una persona puedan ser debidamente descifrados por otra que domine el idioma empleado por la primera, es muy improbable que dentro de una cantidad bastante corta de años, pongamos mil, nadie, por ejemplo, alcance a dominar el castellano que yo he utilizado. Si dejamos correr un par 1

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de instantes más —concibamos diez mil, un millón de años, un chispazo en el cómputo de la eternidad—, cuesta postular que habrá siquiera hombres, hablen lo que hablen. Ahora recuerdo, sí, cómo Néstor y yo abandonamos sin despedirnos los dos o tres cenáculos literarios en que intentamos sin ninguna fortuna encontrar algo más que una ignominiosa impaciencia por ingresar en alguna categoría certificada de sublimidad; cómo nos apartábamos a algún rincón donde el aire fuera fresco a elaborar a medias nuestros proyectos, disfrutando más de esta fase, en la que aparecía desnudo el significado casi inasequible de las alegorías que compartíamos, que del momento en que lo teníamos todo hecho y ya no se veía más camino que la hipotética cesión a un lector extraño. Recuerdo la gloriosa quema de mi primera novela, de la que Néstor recogió las cenizas para convertirlas en una reliquia más valiosa de lo que la misma novela habría podido ser jamás. O las relecturas sentimentales a que a menudo nos entregábamos, en las que las viejas páginas volvían a cobrar en nuestras manos la vida huida. Recuerdo el placer, la potencia, la convicción de estar en lo cierto. A su lado, nada fue la sensación, que alguna vez nos fue otorgada, de verlo todo congelado y vaciado en letra impresa. Pero una media victoria es también un medio descalabro. No fue amargo, o no lo fue de un modo decisivo, que de todo nuestro esfuerzo no resultara siquiera algo ligeramente aproximado a los logros de los que habíamos designado como maestros. A fin de cuentas, eso sólo nos impedía dar a otros la utilidad que a nosotros nos habían dado, y eso importaba tan poco, soslayando necias vanidades, como a Kafka o a Dostoievski aliviaba nuestra admiración. Lo peor fue llegar a aquella tarde, cuando tanto Néstor como yo habíamos 120

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dejado ya de escribir. El ocaso adensaba ante nuestros ojos las siluetas de los edificios, que desfiguraban aquel paisaje que había albergado nuestras tardes juveniles. Estábamos repasando el censo de los personajes que habíamos engendrado y arrojado a crueles peripecias, llamando a algunos por su nombre, comprobando que habíamos olvidado el de muchos. De pronto sobrevino un silencio, endurecido por la oscuridad que se extendía. Fue Néstor quien tradujo: —Y todo para acabar dejándolos solos, tan indefensos como los hicimos. Hube de estar de acuerdo, ahogando la rabia, una rabia floja, ruin, mutilada. Aquella tarde vi llorar a Néstor por primera y última vez. También yo quise llorar, porque al final, mansamente, nos habíamos resignado a traicionar nuestro sufrimiento, lo único que de verdad nos había pertenecido en la vida y en el arte, reunidos ya para siempre en el remordimiento común de la memoria. I

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ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ

Nací en Murcia en 1969, aunque desde entonces vivo en El Puerto de Santa María. Escribo desde antes de saber, pues, hijo primogénito, mis padres apuntaban lo que fui diciendo en un cuaderno, que he leído hace poco y quién sabe si no es mi mejor obra. A pesar de los años, sigo empeñado en ponerle nombres a las cosas, el suyo y, a la vez, el mío. Con la intención de que sean, también, del lector.

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El espejito mágico Trueno Distante había cerrado un trato redondo. El rostro pálido aquel, a cambio de unas ridículas pepitas de oro, recogidas como quien no quiere la cosa, por entretenerse, mientras pescaba truchas en el río Colorado, le había dado una lámina de magia transparente. El rostro pálido no era John Wayne, todavía. Pertenecía a la compañía de Francisco de Ulloa, esto es, a la primera expedición europea a Ciguatán; era moreno, bajo, joven, fuerte, oriundo de Ayamonte, gran lector del Amadís de Gaula y algo poeta. De hecho, para convencer al indio de las ventajas del canje, le había estado explicando por señas que, si se llevaba el espejo, le regalaba el mundo. El mundo entero se reflejaba allí, y el español le mostraba cómo la pradera y los soñolientos rebaños de bisontes entraban, como por arte de birlibirloque, en el recuadro que sostenía en la mano. Todo lo reflejado, insistía, se irisaba de no sé qué y de misterio. Trueno Distante escuchaba como quien oye llover: no entendía una palabra de esos sonidos ceceantes. Quizá los compañeros de Andrés Vélez, que así se llamaba el rostro (relativamente) pálido, tampoco le habrían entendido la argumentación lírico—comercial. Y no 123


enrique gARCÍA-mÁiquez

sólo por su tendencia a expresarse en octavas más o menos reales, sino sobre todo por la sutileza del razonamiento. El mismo Vélez, que era poeta, pero no tonto, quedó perplejo cuando el indio, de golpe, aceptó el trato. Pensó que en el Nuevo Mundo había encontrado un público receptivo y lamentó que Trueno Distante no entendiese el cristiano para recitarle un soneto suyo o cinco. De todas maneras, dio por sentado que se llegó a un acuerdo gracias a la eficacia de su retórica. Siempre contó que aquel fue el primer oro que ganó con las letras. (También fue el último.) La realidad, como suele, era bien distinta. En un momento de su larga conversación en lenguas mutuamente ininteligibles, Trueno Distante atisbó su propio rostro en el espejo, pero vio a su difunto, a su querido, a su añorado padre, exactamente igual a cuando era un experimentado jefe indio, aunque con unos ojos que ahora brillaban encendidos por una ilusión. Aquel objeto era una ventana al más allá, pensó, y cerró el trato lo más rápido que pudo. Se fue con su espejo, mirándose entusiasmado o mirándole ensimismado, según se mire. La admiración de Trueno Distante por su padre no había dejado de crecer con los años. Añoraba mucho sus sabios consejos ahora que era él el jefe de la tribu, y a menudo rememoraba las reservas que el viejo Rayo Que No Cesa había mostrado a su matrimonio con Flauta Fina, aunque el jefe entendió —hombre de mundo al fin—los motivos del hijo: aquellos encantos que entonces saltaban (y caracoleaban) a la vista. Con el tiempo la delicada Flauta había ido perdiendo los evidentes encantos a la vez que se ganaba en la aldea el sobrenombre de Caña Cascante. No desperdiciaba ocasión 124

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el espejito mágico

de hacer caer sobre su marido su verbo rápido. El sufrido Trueno Distante estaba cada día más taciturno, pues reconocía la superioridad dialéctica, entre otras, de su señora. Ni siquiera se atrevió a contarle el fabuloso negocio que acaba de rematar. Ella encontraría una forma simple y a la vez contundente de dejarle en ridículo. Capaz era, incluso, de echarle en cara que esa historia era un reflejo de un lejano cuento zen. Escondió su espejito en su carcaj, junto al tabaco, y sólo le comentó la curiosa llegada en tres canoas inmensas de unos hombres tirando a pálidos y a peludos. Le dio un collar de cuentas de vidrio que le había comprado, porque en el fondo la seguía queriendo. El humor de Trueno Distante mejoró una barbaridad gracias a la presencia a placer de su padre. A cada rato se iba a una esquina y le echaba un vistazo al viejo y ambos celebraban, sonrientes, el reencuentro. O se reían de las cosas de Caña, recordando las prevenciones paternas, que no fueron lo suficientemente firmes, tal vez. Como es natural, la sagaz Caña Cascadora estaba mosca. A las primeras de cambio, cogió las vueltas a su marido y registró el misterioso carcaj en busca de la lámina de hielo que, por lo visto, tanto le gustaba. Al ver el espejo, la antigua Flauta Fina silbó. Se llevó una inmensa sorpresa, que la llenó de ternura hacia su marido. A partir de ahora sería para él la mejor mujer de la pradera. Se ganaría a pulso el sobrenombre de Flauta Dulce. Con qué emoción contempló ella que el vivo retrato de su madre, o sea, de la mismísima suegra de Trueno Distante, era lo que tanto emocionaba y consolaba al hombre. «Quién hubiera imaginado —se dijo— que Trueno Distante amase tanto a mi vieja madre añorada. Qué bueno es». I

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Manuel Gómez Tengo sangre valenciana y vasca pero no nací en ninguno de estos sitios y además me crié en Galicia. He tenido que abrir los ojos muchas veces. Fui educado, afortunadamente, en la creencia de que no hay mayor error que el sabio refrán español piensa mal y acertarás. Vida confiada que un par de chascos no consiguieron cambiar de rumbo. Y llegados aquí me dedico a cultivar amigos, amor y el íntimo deseo de no tener que empujar y correr tanto cada día.


LA Mร QUINA DEL TIEMPO He inventado una mรกquina para viajar en el tiempo. Por ahora sรณlo sirve para ir hacia delante, al futuro.

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manuel gómez

Todos los científicos coinciden en que lo verdaderamente difícil es viajar en el tiempo hacia atrás, viajar al pasado, y en mis investigaciones he visto que es así. Sin embargo, desplazarse en el tiempo hacia el futuro, aun siendo un problema de enorme complejidad, es posible. Mi máquina del tiempo presenta dos versiones. Una para hacer lo que llamo D.T.C. (Desplazamientos temporales cortos) y otra para hacer D.T.L. (Desplazamientos temporales largos) Tengo el orgullo de presentar mi máquina con la certeza de saber que soy el primer inventor de la historia de una máquina del tiempo. Esto no lo digo sólo porque no tengamos noticia de ningún hombre que la haya inventado antes, sino porque también podemos constatar que en el futuro tampoco ha existido nadie que la haya inventado. Digo esto ya que nunca hemos recibido la visita de ningún hombre del futuro, es decir que haya podido viajar del futuro hasta por lo menos nuestro tiempo presente. Aunque bien pensado, lo absolutamente cierto es que de lo que no tenemos noticia es de que en el futuro se haya inventado una máquina mejor que la mía para viajar en el tiempo; es decir, que sirva también para viajar hacia atrás. Dicho esto sigue siendo cierta mi afirmación de que soy realmente el inventor de la primera máquina del tiempo. Esto nos hace constatar dos cosas, la magnitud de los problemas a los que nos enfrentamos, y la enorme dificultad de viajar al pasado ya que habiendo una máquina del tiempo desde el año 2010, la mía, y por lo tanto pudiéndose apoyar alguien en mis investigaciones, no ha habido en el futuro nadie que, aún aprovechándose de mi invento, repito, haya conseguido incorporar el viaje al pasado. 128

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la máquina del tiempo

Como ya he dicho mi máquina del tiempo presenta dos versiones, las he llamado de la siguiente manera: 1ª.

«SI»

«SO»

La máquina SI es para los D.T.C., y la máquina SO para los D.T.L. Curiosamente el verdadero problema de una máquina del tiempo no es tecnológico sino conceptual. La tecnología de mi máquina del tiempo es muy básica y sencilla, no reside aquí el problema. Donde he tenido que invertir mucho esfuerzo es en las reflexiones sobre el concepto del tiempo. Desde mi punto de vista el tiempo es lineal. Esto ya es una declaración de intenciones, un auténtico punto de partida. Las frases del estilo de «la historia se repite» no hacen más que confundirnos. No estamos en ningún tipo de orden cíclico, o siquiera en espiral, donde las cosas vuelvan a suceder. No, el tiempo es lineal y siempre va hacia delante. Cada hombre es un ser histórico, dispone de un tiempo que le es propio y que vive con una fecha de inicio y otra de final, tal como vemos en los libros cada vez que se habla de algún hombre que ya ha muerto; por ejemplo: Juan Sebastián Bach (1685-1748). Es así de sencillo, cuando nacemos ya se puede poner una fecha junto a nuestro nombre; la otra no se puede poner hasta que morimos. Todos los que han reflexionado sobre el tiempo lo han hecho también sobre el espacio. Son dos conceptos que habitualmente se han manejado como estrechamente vinculados. Yo, de entrada, me veo obligado a hacer alguna reflexión en este sentido, aunque luego veremos que hay que ser muy precisos al tratar las relaciones de tiempo y espacio, NUEVA REVISTA 131

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manuel gómez

ya que si se manejan en paralelo, y con poco cuidado, se cometen algunos errores de bulto. Moverse en el espacio es algo natural y podemos comprobar en nuestra propia casa lo fácil que es desplazarse de un sitio a otro e incluso volver al primero. Vivir dentro del tiempo también es algo natural, tan natural que sólo en fechas señaladas, por ejemplo un cumpleaños, hacemos algún tipo de consideración sobre el paso del tiempo. Ahora bien, moverse en el tiempo regresando, como podemos hacer en el espacio, hasta el momento ha sido imposible. Así pues, repito, hasta la fecha, nadie ha podido «andar hacia atrás» en el tiempo. Pero lo interesante aquí es caer en la cuenta de que el tiempo es lineal. Nos «movemos» siempre hacia delante, del presente al futuro; este es el movimiento natural. Si queremos ver a alguien nos citamos con él: «quedamos mañana a las ocho y diez». Este simple hecho, que hacemos con tanta frecuencia, es de una temeridad enorme y a la vez manifiesta una gran confianza ya que ¡las ocho y diez de mañana todavía no existen! Los turolenses gritan: ¡Teruel existe! Y este grito, que les sale del alma, está cargado de razón: ¡Podemos quedar con alguien en Teruel e incluso podemos ir a Teruel! Teruel es un lugar que existe y quedar con alguien en Teruel es algo natural y, sobre todo, posible. (Aunque se haga en muy pocas ocasiones. Yo mismo nunca lo he hecho, pero este es un problema mío, no de Teruel.) Ahora bien, quedar con alguien en un sitio que no existe es sencillamente absurdo y, por lo tanto, cosa de locos. Sin embargo, quedar con alguien a una hora que no existe no sólo es lo normal sino que es lo que hay que hacer. 130

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la máquina del tiempo

Quedar en el tiempo no es como quedar en el espacio. Aunque solo existe el presente, y no el futuro, confiamos en que llegarán las ocho y diez de mañana. Estamos acostumbrados a ello y una sencilla demostración de este esperar con tranquilidad el futuro es que existen las neveras. Queremos disfrutar del momento presente, comer hoy, pero también estamos convencidos de que «mañana» es un tiempo real y por eso guardamos alimentos en la nevera. Es algo que todos consideramos un comportamiento normal. Permítanme una pequeña digresión: ¿Hasta qué punto hay que ser previsores con respecto al futuro? Difícil respuesta. Está claro que cuando vemos que alguien está muy condicionado para actuar en el momento presente por lo que pueda pasar en el futuro lo consideramos un problema. Cuando una persona cree más reales los hipotéticos problemas que puedan surgir en el futuro que las circunstancias del momento presente, esta persona entra en un estado de incapacidad de toma de decisiones que deriva en una incapacidad para disfrutar del momento que sí está viviendo. Así pues, repito la pregunta: ¿cuánto nos debe condicionar la previsible existencia del futuro? ¿Dónde está el límite? Una buena respuesta nos la han dado los fabricantes de neveras. Lo que cabe en una nevera es suficiente como previsión de futuro. Si vamos a casa de alguien y vemos que tiene cinco neveras llenas de alimentos entendemos rápidamente que esa persona tiene un problema. Todos los dueños de chalets que añaden a su nevera normal un frigorífico horizontal terminan olvidando cuántos y qué alimentos tienen. ¡Demasiada previsión de futuro! El tamaño de una nevera es una buena metáfora que sirve para medir si la influencia del futuro sobre el momento presente se mueve en unos parámetros admisibles. NUEVA REVISTA 131

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manuel gómez

Si con frecuencia nos caducan alimentos y tenemos que tirarlos pensemos si no estamos en general viviendo de una manera un poco histérica. Pero volvamos al problema de la «no existencia todavía» del futuro. En el tiempo, al contrario que en el espacio, lo natural es quedar con alguien en un momento que todavía no existe. Lo natural es quedar a las ocho y diez de mañana. Cuando nos compramos una agenda nos aseguramos de que es para el año que viene y no del año pasado. ¡Nadie necesita anotarse cosas para los días que ya han pasado! Aquí, lo que es de locos es hacer planes para el tiempo pasado aunque tengamos la certeza de que este tiempo sí ha existido; lo natural es hacer planes para el futuro. El tiempo que no existe todavía se va creando segundo a segundo y a la vez va desapareciendo segundo a segundo. Así pues, el tiempo es lineal en un permanente acto de creación hacia delante. Por eso nuestra actitud ante el tiempo tiene una doble manifestación: como los enamorados queremos disfrutar del presente y no esperar a mañana; pero también nos compramos agendas del año que viene ya que es propio de los humanos hacer planes, y los planes se hacen pensando en el futuro. Einstein, para explicar un poco sus consideraciones sobre el tiempo, puso el ejemplo de qué pasaría con dos hermanos gemelos si uno viajase a la velocidad de la luz y otro se quedase en la Tierra. La consecuencia es que dejarían de ser gemelos. Al regresar uno de ellos de su viaje de un año a la velocidad de la luz encontraría a su hermano diez años mayor que él. Si sales de viaje este año 2010 llegar al 2020 te costará un año de tu tiempo a la velocidad de la luz. De aquí puedo deducir que para Einstein viajar en el 132

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la máquina del tiempo

tiempo es posible, pero viajar hacía atrás o incluso poder volver al punto temporal de partida es imposible. Por muy rápido que viajemos en el tiempo, según Einstein, nunca podremos volver al mismo instante temporal del que hayamos partido. Imagínense las dimensiones de las dificultades a las que nos enfrentamos. Y si el propio físico alemán no pudo solucionar este problema, no esperen que yo lo haga; si él no pudo yo tampoco, y no pasa nada. Que no aporte más luces al problema del viaje al pasado no dice nada en contra de mi inteligencia. (¡Me habría gustado tanto superar al propio Einstein! Me he estrujado la cabeza, se lo aseguro, pero no he podido, mi cerebro no es capaz de comprender el viaje al pasado. Porque si voy al pasado ¿adonde voy? Si admito que esto es posible estoy admitiendo que hay una forma especial de existir, ya que podría ir a «momentos» donde hay hombres que ya han desaparecido, que han muerto. Es decir, habría un «lugar» donde existen los hombres y las cosas pasadas. ¿Cuál es ese lugar? No existe. Y si lo admito, ese «lugar» no puede ser otro que el mismo tiempo. Una especie de Tiempo absoluto que existe independientemente de todo y en el que se anclarían las existencias, cada una en su duración. Existencias limitadas por dos fechas, ni repetitivas ni cíclicas sino, podríamos decir, mantenidas; de tal manera que cabría afirmar que cada uno en su propia duración existe siempre. La dificultad de pensar en el tiempo sin emplear palabras referidas al espacio es mayúscula y sólo lleva a confusiones, pero a la vez se me hace inevitable emplearlas. Así podría decir que todos nos movemos sobre el tiempo como si este fuese una regla que en vez de centímetros tiene segundos y horas. En esa «regla» estaríamos todos «quietos» cada uno en su duración. Viajar en el tiempo sería poder desplazarse NUEVA REVISTA 131

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por la regla atrás y adelante ajenos a la propia duración… pero como ven ya estoy hablando del tiempo como si fuese espacio. De nuevo la mezcla y la confusión. Mi cabeza se aturde y rechaza cualquier pensamiento sobre la posibilidad de viajar al pasado como si fuese un calambrazo contra la lógica. No puedo.) Para Einstein, ¡maldito genio!, según mis entendederas de hombre de letras, la clave del viaje en el tiempo es aumentar la velocidad de nuestro desplazamiento en el espacio. Cuanta más velocidad adquirimos mayor tiempo recorremos (en menos tiempo). Es decir, podemos llegar antes a un tiempo futuro. Claro está que hace falta mucha velocidad para conseguir esto. Einstein habla de viajar a la velocidad de la luz. Fabricar la máquina que consiga moverse a esta velocidad plantea unos problemas técnicos enormes y muy caros (en mi actual situación ni siquiera me he atrevido a empezar alguna gestión para conseguir inversores para construir semejante máquina). Mi invento, por ahora, tiene ambiciones más modestas. En las pruebas realizadas he comprobado una cosa sorprendente. La sensación de velocidad aumenta cuanto mayor es el desplazamiento. Así, para los D.T.C los viajes transmiten a mis «crononautas» una sensación de lentitud y hasta de gran lentitud; mientras que para los D.T.L. la sensación, incluso para un desplazamiento de varias décadas, es de una gran velocidad. ¿Por qué sucede esto? Es una interesante pregunta sobre la que reflexionaremos más adelante. Ahora les voy a pedir que dejen de pensar en el tiempo tal como se ve en los relojes; es decir, como unas manillas que van recorriendo una longitud, un espacio que, además, 134

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se representa de forma circular. Preguntémonos ¿qué es el tiempo? Curiosamente está pregunta sólo empieza a estar seriamente presente en la filosofía desde hace poco más de doscientos años. Kant afirmó que el tiempo pertenece a la subjetividad pura, es una forma donde alojo mi experiencia. Es decir, el tiempo es algo a priori, que no conozco por la experiencia, sino al contrario: es, junto con el espacio, la condición indispensable para que yo tenga experiencia. Para Kant el tiempo es una intuición pura que pertenece a la subjetividad pura. (Como ven a Kant le gusta el adjetivo «pura»; hasta tal punto que cuando habla del hombre me da la impresión de que también habla de un hombre «puro» y no del hombre real. Pero este no es el tema que estamos tratando.) A Schopenhauer la percepción del tiempo le hace sufrir. Kierkegaard ve al hombre como algo concreto, temporal, en devenir, situado en un modo de ser que llamamos existencia por un cruce de lo temporal y lo eterno, sumergido en la angustia (Kierkegaard, como ven, maneja muy bien las palabras importantes y gordas). Nietzsche, creo yo, se hace un lío con este tema; no es, en teoría, tan pesimista, ya que pone el acento en el valor del individuo y en la voluntad de vivir. Pero habla de un eterno retorno en el que el hombre se va superando, ¿qué quiso decir? No lo sabemos ya que se volvió loco. Pero bueno, lo interesante hasta el momento es ver que cada hombre dispone de un tiempo, una duración, y que esa duración tiene mucho de indefinible aunque nos podamos inventar sistemas rítmicos para medirla. Es más, para los filósofos nuestra capacidad de medir el tiempo no soluciona ninguna de las preguntas fundamentales sobre el tiempo. NUEVA REVISTA 131

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manuel gómez

Las sensaciones de mayor o menor velocidad cuando se viaja en el tiempo tienen su verdadero fundamento en la consideración del tiempo como algo vivo, representado ante la conciencia como una duración, una movilidad. Dice Bergson que lo que sí tiene el tiempo es una dirección, son momentos insustituibles e irreemplazables. El tiempo es algo sólo al alcance de la intuición. Así, el viajar en el tiempo nos da experiencias que de otra manera no se pueden tener. Todos los que han hecho satisfactorios viajes en el tiempo tienen dos sensaciones contrapuestas. Por un lado les gustaría explicar a los que todavía no han hecho un D.T.L. muchas de las cosas que su intuición ha percibido con certeza; pero por otro lado saben que no sirve de nada explicar estas intuiciones que da el tiempo como duración. Estas cosas solo se aprenden viajando y de nada sirve explicarlas. Cada vez que veo a alguien que después de utilizar el SO (viajes de D.T.L.) habla a gente sin experiencia en este tipo de viajes me da un poco de miedo. El problema es que estas personas no han sabido asimilar bien su viaje, y terminan diciendo vaguedades o cosas del estilo de «vive a tope», «aprovecha el momento», sin darse cuenta de que explican más su trauma que su experiencia y, sobre todo, no se dan cuenta de que los que les oyen no saben interpretar lo que dicen. En la literatura se han hecho muchas hipótesis con los viajes en el tiempo. Es curioso comprobar que abundan más los viajes al pasado que al futuro, pero especialmente es sorprendente ver que la gente, en los viajes al pasado, es mal recibida. El que viaja al pasado, según la imaginación de los escritores, y al llegar saluda diciendo «hola, vengo del futuro» recibe por respuesta una somanta de bofetadas. Por el contrario, tras hacer nuestro experimento, podemos afirmar 136

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que en el viaje al futuro no se plantea este inconveniente. Nadie recibe con sorpresa ni miedo a alguien que dice «hola, vengo del pasado». La sociedad del futuro, más avanzada que la nuestra, acepta sin problemas a la persona que llega a ella desde el pasado. Esto ya lo vi claro tras hacer mi primer viaje en el tiempo; me acerqué con cuidado a un grupo de personas y les saludé «hola, vengo del pasado», sólo recibí como respuesta una mirada displicente y unas educadas sonrisas. A continuación siguieron charlando de sus cosas; ninguna pregunta. Así pues, podemos afirmar, como ya he dicho, que no hay problemas de aceptación en los viajes al futuro; si bien se producen otro tipo de problemas, en especial el total desinterés por el crononauta. A falta de poder enseñar unos planos, ya que no he encontrado a ningún ingeniero que quiera colaborar, diré que la máquina SI (útil para los D.T.C.) tiene forma de silla, y que la máquina SO (para los D.T.L.) tiene forma de sofá. Gracias a ellas podemos viajar en el tiempo. Reconozco que no son muy rápidas, ni por asomo se acercan a la velocidad de la luz, pero lo fundamental es que funcionan. Mi máquina del tiempo, como toda máquina, necesita de parámetros medibles (en este caso un tiempo espacializado que se pueda contar) He optado por segundos, minutos, horas... La primera versión de mi máquina del tiempo funciona a tiempo real. Como ya me parece estar escuchando algunas criticas, diré que en el mundo de la informática se considera un enorme logro que los ordenadores hagan sus operaciones en lo que se llama tiempo real. Cada vez que sale un nuevo ordenador y consigue, por ejemplo, mover unos fotogramas sin retardos NUEVA REVISTA 131

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y sin atascarse se nos vende como un avance espectacular. Pues bien, ¡mi primera versión de la máquina del tiempo ya funciona a tiempo real! Las sensaciones de los que las han probado son las siguientes. En primer lugar aburrimiento. Viajar en el tiempo exige no hacer otra cosa que dejar pasar el tiempo, y eso es de una inactividad tan grande que los viajeros al poco de partir empiezan a poner caras raras y a rascarse a falta de poder hacer otra cosa. Es tan grande el aburrimiento que la mayoría de crononautas abandonan al poco de empezar (esto me recuerda que tengo que ser mucho más riguroso a la hora de aceptar viajeros y preparar un entrenamiento muy exigente para reducir el número de abandonos). Otra sensación es la ya aludida de la apreciación subjetiva de la velocidad del paso del tiempo. Los viajeros que han hecho un D.T.L., y aquí hablo de por lo menos cuatro o cinco décadas, afirman que el viaje se les ha pasado en un santiamén. Miran hacia atrás y no se creen el tiempo que ha pasado. «¡Cincuenta años! pero si parece que fue ayer cuando…» Esta opinión es unánime. Cuando alguien quiere viajar aconsejo no hacer D.T.L. de más de cinco años. Un lustro es tiempo suficiente para que todo cambie y más en la vida personal. Si no me cree compárese usted mismo cuando tenía cinco y diez años, ¿se parecía en algo? quince y veinte años, ¿pensaba y quería lo mismo? venticinco y treinta, ¿mismo sitio donde vivía, trabajo, amigos ¡hijos!? Parece mentira pero bastan cinco años para que todo sea distinto aun siendo nosotros la misma persona. El viaje en el tiempo es así de impresionante. Para comprender una vida no valen las descripciones, es preciso contarla, narrarla. Un paisaje se describe, aquí un lago, allí un bosque y al fondo una 138

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montaña; basta con esto para hacerse una idea bastante exacta. Pero para entender a una persona hay que ¡contar una historia! Y en cinco años pasan suficientes cosas. Es importante utilizar cada máquina para el desplazamiento para el cual está prevista, en caso contrario surgen problemas. Por ejemplo, a los adolescentes les gusta más utilizar la máquina SO que la máquina SI. El problema es que sólo están capacitados para hacer D.T.C. Utilizar la máquina SO para hacer un desplazamiento temporal corto está contraindicado y más si se hace en una postura incorrecta, como les ocurre a estos crononautas, que se colocan para hacer sus viajes repanchingados o directamente tumbados. El resultado de un viaje hecho en estas condiciones es terrible. Cuando termina el viaje, el adolescente sale de la máquina SO en un estado abúlico y ante cualquier pregunta que se le hace en ese momento sólo sabe responder «no sé» o simplemente «no». Los adolescentes, al no tener mucha práctica en el manejo del tiempo, cometen lo que podríamos llamar «patinazos temporales», llegando a confundir, por ejemplo, los D.T.C. con los D.T.L. Para ellos un año se puede convertir en una medida eterna; simplemente no son capaces de ver su final y se llega a contemplar cualquier acontecimiento que dure un año como si «toda la vida» fuese a ser siempre así. Sin embargo, los adolescentes, tienen a su favor un cierto impulso de apremio al hacer las cosas que hace que el rendimiento de su tiempo pueda ser inmenso. Un D.T.C. de dos meses, por ejemplo julio y agosto a los 14 o 15 años, puede ser un viaje temporal solo comparable al que una persona mayor hace en cinco años.

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Casi estamos terminando. Todo mi empeño nace a partir del interés por la realidad de la vida y, por tanto, de la historia. Todos vivimos en un tiempo histórico pero no lo solemos vivir como tal. No me refiero a que ahora estén pasando acontecimientos de los considerados importantes, sino a la percepción de que todo tiempo es nuevo e irreemplazable. La máquina del tiempo nos da un modo de ser, una conciencia histórica. Yo me puedo mover. Mi tiempo está destinado a pasar como los demás. Excluyo lo definitivo. Cada generación de viajeros tiene derecho a decir al principio de su viaje: ¡No hay derecho! Y también tiene derecho a decir al final de su viaje: ¡No sé a dónde vamos a llegar! Dice Simmel: la actualidad es un momento inextenso; no es tiempo, como el punto no es espacio (pasado y futuro sí son magnitudes temporales). El pasado ya no es pero es tiempo, el futuro no es todavía pero será tiempo; la realidad solo se da en el presente que es un momento inextenso. Todos nos movemos pensando que somos el culmen de algo, incluso pensando que el motivo de que haya existido tanto tiempo anterior a nosotros es para que existamos nosotros con nuestro contexto histórico. Es la vanidad a la que tiene derecho cada generación. La vida, vivida subjetivamente, sí se siente como algo real en una extensión temporal. Me muevo porque vivo y la vida siempre aparece referida hacia el futuro. Solo para la vida es real el tiempo. El tiempo —concluye Simmel— es la forma de conciencia de aquello que es la vida misma en su inmediata concreción que no se puede enunciar, sino sólo vivir; es la vida, prescindiendo de sus contenidos.

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la máquina del tiempo

El tiempo es la vida sin contenidos y sólo nosotros lo podemos llenar. Vivir, recorrer lo que nadie antes ha recorrido. Viajar. Hacer. El fin del viaje. Podemos afirmar que todos los hombres que empezaron este viaje también lo han terminado, todos los hombres anteriores a nosotros han muerto. No podemos afirmar todavía, por muy previsible que sea, que todos los hombres que nos van a suceder morirán. Dice Heidegger que tan pronto como un hombre nace es bastante viejo para morir; a la inversa, nadie es bastante viejo como para que no tenga aún porvenir abierto. Todos morimos y a cualquier edad, cada uno tiene su duración. La muerte es tan cierta como incomprensible. Mi máquina del tiempo, además de no poder viajar al pasado, también tiene, ¡por ahora!, otra deficiencia: tampoco ha conseguido un desplazamiento temporal superior al tiempo que va a vivir el viajero. Es decir, que alguien que va a morir en 2045 si comienza ahora el viaje no consigue llegar más allá del año 2045. No hay manera. Estoy estudiando el problema pero no le veo fácil solución. Porque la muerte es dejar de ser, y yo añado que es dejar de ser temporal. Ahora tengo que terminar este escrito y despedirme de todos ustedes. Mañana voy a comenzar un D.T.L. especialmente difícil y de consecuencias inesperadas. La semana pasada cumplí cuarenta años. Lo celebré por todo lo alto y estuve muy acompañado. Fue un día estupendo. Pero ahora, pasado el ruido de la celebración, es ineludible que comience ya este viaje tan importante y para el que por primera vez en mi vida, tengo que reconocerlo, no me siento preparado. Ya no soy el de antes, no tengo las mismas fuerzas ni la misma ilusión; me encuentro un poco cansado y noto que mi NUEVA REVISTA 131

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manuel gómez

mirada sobre las cosas está cambiando. Por momentos, no me importa reconocerlo, tengo miedo. Pero a la vez también tengo muchas ganas de hacer este viaje y de ser muy consciente de hacerlo. Esta vez no quiero que el tiempo pase sin que me dé cuenta, me gustaría tocar con las manos cada día y hasta cada hora. Esto es de las cosas que más me animan a emprender el viaje: antes sólo sabía que el tiempo existía pero ahora me empiezo a sentir un ser temporal. No sé en qué día, mes y año estarán leyendo este escrito. Espero que por lo menos hayan pasado cinco o mejor diez años, y que, por lo tanto, haya terminado el viaje que ahora comienzo. Si en este momento levantan la cabeza y me ven pasar, también espero que no se encuentren con una persona muy seria, porque mi temor principal es que tras este viaje aprecie el tiempo en más de lo que vale, y ya no admita bromas en este tema (ni en casi ninguno). Ya ven, hoy comienzo un viaje especialmente complicado. Por favor, recen por mí. Un beso, Matías. (Crononauta) I

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Luis Ramoneda

Soy lector y hombre andariego y elegíaco al que le gusta más escuchar que hablar. Los poemas y las narraciones que escribo suelen surgir de contemplar la naturaleza, fijarme en las personas con las que me topo y sus historias, observar alguna obra de arte...; y, con bastante frecuencia, a raíz de alguna audición musical. El asunto unas veces llega a puerto y otras se queda en silencioso naufragio. Hay periodos largos de silencio y momentos en que llega alguna luz, sobre todo en otoño (¡ah los hayedos!), invierno o primavera. Los veranos me anulan con tanto calor y zafiedad.

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Corren malos tiempos para la lírica (una historia real)

Son las cinco y veinte de la tarde del martes santo, un hombre —rostro enjuto, pelo escaso y lacio— guarda cola en la dársena número 3 del intercambiador de Moncloa, que podría ser escenario de la Divina Comedia, de un cuadro del Bosco o quizá del juicio final. Al cabo de unos minutos, llega el autobús que cubre el trayecto entre Madrid y El Escorial por Galapagar. El hombre escuálido, que lee un libro encuadernado en tono marfil, deja una señal en una página, lo cierra y monta en el vehículo verde. —¿Ha subido el precio, verdad? ¿Cuánto es? —Uno con noventa. 145


luis ramoneda

El hombre entrega dos euros y el conductor le devuelve diez céntimos. —¡Muchas gracias! —¡A usted!— contesta el chófer. Mientras busca un asiento vacío, el hombre piensa que da gusto encontrarse con gente educada. Se acomoda en el lado por el que se verá mejor la sierra, abre el libro y vuelve a la lectura: Entro en templos sombríos, Oficio un pobre rito. En el centelleo de las rojas lamparillas Espero a la Bella Dama. En la penumbra, junto a una alta columna, El crujido de una puerta me hace temblar. La mera imagen, el sueño de Ella Me mira a la cara, llena de luz… El autobús se va llenando, faltan pocos minutos para las cinco y media de la tarde y quedan pocos asientos disponibles. En el que el hombre tiene delante, una mujer bastante joven saca el móvil. —¿Viky? Estoy en el autobús, hay mucha circulación, no sé qué pasa, llegaré hacia las seis, ten todo preparado. De uno de los asientos posteriores al suyo, le llega la voz de alguien, a quien el hombre del libro no ve, que habla también por un móvil; por sus expresiones, debe de ser bastante joven. El hombre intenta concentrarse en la lectura. El autobús ha arrancado y se dirige hacia la rampa de salida del intercambiador, al final de la calle de la Princesa. La voz del móvil sigue imperturbable. Al hombre del libro, le invaden ráfagas de la conversación: algo de horarios de 146

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corren malos tiempos para la lírica

trabajo, algo que al parecer el hablador ha compuesto... La mujer que tiene delante llama de nuevo. El autobús circula sin problemas por el «bus-bao» de la carretera de La Coruña. La Ciudad Universitaria está vacía, en algunos árboles se intuyen los primeros brotes y se presiente el brillo de las hojas nuevas. —¡Paula! Estoy en el autobús, es que tenemos atasco, habrá habido un accidente o algo así, por eso llegaré tarde. El hombre interrumpe la lectura, porque no da crédito a lo que oye: la circulación es de lo más fluida. El autobús se encamina veloz hacia la cuesta de las Perdices y el hombre del libro levanta los ojos y mira por la ventanilla hacia la sierra. Oscuros nubarrones la cubren, aunque no impiden ver unos brochazos de nieve entre la Bola del Mundo y las Cabezas de Hierro, como en un paisaje de Aureliano de Beruete. El hombre enjuto vuelve a la lectura: Nacida en la alta noche, Pálida compañera de la tierra, Envuelta en el manto terrestre. Tú brillabas argéntea en la lejanía. Yo me dirigía al norte inhóspito, Yo me dirigía al polvo helado, Oí tu voz misteriosa. Tú brillabas argéntea en la lejanía. Nacida en la alta noche, Tú brillabas argéntea en la lejanía. Y mi alma abatida devino El manto de la tierra helada… Al lector, le cuesta sustraerse de la voz del hombre del móvil, que sigue con la misma conversación. Parece que NUEVA REVISTA 131

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luis ramoneda

habla con una chica, intenta leerle algo de lo que ha compuesto, luego inicia otra historia sobre sus relaciones con una mujer rubia, al parecer muy rarita. El hombre del libro relee varias veces el mismo poema y maldice los móviles y la mala educación, que le impiden concentrarse en la lectura. La mujer del asiento delantero vuelve a la carga: —¿Eres Begoña? ¿Sabes si va a llover mañana? Estoy en un atasco, ha habido un accidente y esto no se mueve, llegaré hacia las seis. El autobús circula ya a la altura de Casa Quemada, no hay ningún problema con el tráfico, «¿por qué miente?», piensa el hombre del libro. Vuelve a los poemas, detrás sigue la voz del joven sin rostro, que ahora trata de justificar sus relaciones con la rubia rara y cuenta algo de cuando le ayudó a arreglarse las uñas. El hombre del libro ha estado a punto de levantarse para pedir al incansable hablador que se calle de una vez. Al llegar a Las Rozas, el autobús deja la autopista de La Coruña y toma la carretera del Escorial. El hombre del libro intenta concentrarse en la lectura. Se para ante unos versos de Alexander Blok, como si los degustara: …Desde las almenadas alturas del bosque Despunta un alba nupcial. El hombre del móvil sigue, «¿qué pensará su interlocutora? Tendrá más paciencia que Job, porque no hay diálogo, es un monólogo estúpido y sin fin». La mujer del asiento delantero vuelve a marcar: —¿Vicky? Dile a Rafa que ha habido un accidente, esto no se mueve, llegaré tarde. Me ha dicho Begoña que mañana no lloverá, por favor, que llame para que vayan sin falta a llevarse el contenedor. 148

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corren malos tiempos para la lírica

El hombre del libro interrumpe la lectura, «¿por qué miente?», vuelve a preguntarse. «Esto daría pie para un relato de intriga», piensa. El autobús se detiene junto a la entrada de una urbanización, se bajan dos mujeres, por sus rasgos deben de ser eslavas. El autobús reemprende la marcha. El chico del móvil sigue en sus trece y para colmo dice que tendría que hablar menos; sin embargo, sigue con la historia de la rubia rara sin parar un segundo, como si quisiera justificarse ante su interlocutora. El hombre del libro deja una señal en la página, lo cierra, se levanta y aprieta el botón de solicitud de parada. Varias personas se preparan también para apearse. El autobús frena al llegar a la rotonda de la entrada a Molino de la Hoz y se detiene. El hombre deja salir a los demás. La mujer joven está hablando con alguien y sigue con la mentira del atasco. Antes de apearse, el hombre del libro mira hacia atrás y ve agazapado a su enemigo del móvil, que sigue monologando, aunque dice que se le está acabando la batería. Es joven y larguirucho, y o tiene la barba más cerrada que un portugués o probablemente lleva varios días sin afeitarse. Siente deseos de estrangularlo, pero se baja. El autobús parte. «¡Dichosos móviles, menuda pandemia!», piensa el hombre del libro mientras anda hacia una residencia de ancianos en la que vive un viejo profesor suyo: «Hablad, hablad, mentid, contaos estupideces, yo me quedo con Alexander Blok y con esta indescriptible nube velazqueña que ahora cubre el cielo de los alrededores de Madrid y con la pincelada de Beruete en la sierra». I

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Gabriel Insausti: (San Sebastián, 1969) ha escrito sobre todo poesía, ensayo, crítica y traducción. También aforismos, cuentos, novelas y diarios, que empezarán a publicarse en los próximos dos años. Tal vez de ese modo averigüe al menos por qué escribe, aunque probablemente la pregunta sea más bien cómo vivir sin hacerlo.

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gabriel insausti

Mutatis mutandis Al despertar esa mañana, después de un tranquilo sueño, sintió una extraña pesadumbre en sus miembros. Se dio cuenta de que, no obstante, podía levantarse y caminar sin dificultad. Qué distinto se veía todo desde esa posición erguida: las ropas, los muebles, las escaleras de la casa por las que bajó hasta la calle, el tranvía que tomó hacia el centro, el regio desayuno que se propinó en el Ritz, los dulces ojos color miel de la señorita, sentada dos mesas más allá, con la que empezó a flirtear al tiempo que untaba un croissant en mantequilla… «Cuánto mejor», pensó mientras con el periódico aplastaba un coleóptero que se había posado sobre la mesa, «cuánto mejor ser un hombre llamado Gregorio Samsa que un miserable insecto». I

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Inspiración Luego de llegar a su casa de la ronda que daba siempre por las eras, comenzó a hacer memoria de la historia que le había venido a las mientes al cruzar frente a las bardas de la hacienda vecina, y que bien cierto estaba habría de cobrarle eterno honor y fama. Determinó escribirla prontamente antes que se la hurtara algún tunante, poeta atribulado o historiador arábigo, pues más vale salto de mata que ruego de hombres buenos. Pero no lograba recordarla: con gran contrariedad iba de aquí para allá por la alcoba, arrancábase las barbas y daba grandes pasos, que de vez en vez terminaban con un puntapié a una vieja adarga de su bisabuelo, olvidada allí años ha, que empleaba cuando se afanaba en la huerta. ¿Qué historia era aquella, cuál su busilis? ¿Era una fábula de asunto mitológico? No, pardiez. ¿Un libro de aventuras, de anchurosa peripecia y amenos episodios? Tampoco. ¿Acaso un ramillete de breves relatos, de acicalado aspecto unos y catadura más plebeya otros? No, no podía tratarse de nada semejante. «Igual da», se dijo, «comenzaré por cualquier frase y veremos adónde va a parar el sendero, que el abad de lo que canta, yanta», y escribió: «En un lugar de la Mancha…». I

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gabriel insausti

El trato Querida Marie: Mientras escribo estas palabras yace a mi lado, todavía dormida, la joven Françoise. Quisiera que pudieses verla: la larga espalda de odalisca, los muslos de insinuada morbidez, que el pliegue de la sábana apenas logra ocultar, y la ondulante cabellera extendida sobre la almohada como un mar rubio y encrespado. Ha sido presa fácil: nunca una de mis víctimas escondió dentro de sí, bajo tal aspecto de recato y modestia, un deseo tan intenso de ser seducida. Una sutil insinuación, una copa de borgoña, unas palabras que a cualquier corazón adularían, y se arrojó en mis brazos con la resolución de una mujerzuela del quai St Michel. Y qué volcán: piel sedienta de roce, labios hambrientos de placer, insaciable avidez de carne. Casi siento el orgullo de haber participado en la iniciación, en el descubrimiento, de tan prometedora fiera del amor. Mañana todo transcurrirá como acostumbra. Se verá primero obligada a sentir una digna vergüenza, y luego tal vez cierta leve aflicción por haber sufrido esa momentánea debilidad. A los pocos días será tan sólo una gota de remordimiento lo que turbe su ánimo, y muy pronto aprenderá a recordar esta noche en una vaga bruma, como el relato, oído en labios de una amiga, de algo que le sucedió a otra mujer. Has sido vengada, pues. Tu antiguo amante, Antoine, no encontrará ya ante el altar a una ingenua doncella. Pronto se percatará de la transformación obrada en su antaño angelical Françoise: sin duda, cada vez que tenga que 154

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ausentarse se preguntará si no debe vigilar la virtud de su esposa. Y, mientras tanto, ella conocerá los medios para saciar una sed que él no podrá aplacar nunca. Tu venganza es completa. Puedes ya cumplir tu parte del trato e iniciar la seducción del editor Legrain, para así mejor persuadirle de aceptar el manuscrito que conoces. Tuyo, Pierre Choderlos de Laclos I

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Escila y Caribdis Se detuvo en la puerta, palpándose los pantalones. No, no había olvidado la llave. Estaba en el bolsillo de la chaqueta, no en el del pantalón. La cogí justo al salir, ya recuerdo. En la alacena que hay al final del corredor, frente a la entrada. La llave plateada y grande. Como la de un portón siniestro de un castillo. Mejor, una fonda en Connemara o en Killarney. Niebla en la noche. Un viajero se acerca, el rostro inclinado, los hombros encogidos de frío, casi como un giboso. Buen principio para un cuento. Tendría que haber algún personaje femenino. Acaso la posadera, o su hija. El viajero podría ser el albacea de un pariente lejano que ha dejado una suculenta herencia. Veremos. Ahora. Sí que pesa. Cansancio, casi sensación de mareo. Demasiadas pintas en Doogan’s. Nunca más hacer caso del bueno de Barry. La última es la última. Acercó la llave a la cerradura. No acertaba a introducirla. Se inclinó para ver mejor en la penumbra. Traspiés. Maldición. Náusea. Se incorporó con trabajo, apoyó una mano en la puerta, descansando su peso sobre ella. Este Barry. Ahora sí. Como un cirujano enfrascado en su tarea, el rostro adelantado sobre la operación, logró ensartar la llave. Giró en el sentido de las agujas del reloj. Barry. La próxima vez me largo y lo dejo solo en la barra. Por fin. Entró. Dejó el abrigo sobre el diván. Frío. Las clases en Clongowes Wood, con el padre Arnall dando la tabarra. Que si san Atanasio, que si Orígenes. Dio unos pasos hacia la puerta del dormitorio. Aquí hace aún más frío que en aquellas clases. Cuidado con la mesilla del rincón. Casi no se ve en esta oscuridad. Podría despertar a Molly. Pero ojo 156

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también con el arcón del otro lado. Hay que pasar por en medio, con precisión, sin tocar nada. Se puso de lado. Por en medio, como entre Escila y Caribdis. Algún día, recorrer así las calles de la ciudad. Andar a ciegas e intentar orientarse entre los edificios. Sortear de memoria los quioscos, los buzones, los árboles. Quizá sentarse a descansar un rato en Stephen’s Green. Hacer burla a los clientes del Merrion, que me estarán mirando a través de la gran cristalera del bar. Continuar así, con los ojos cerrados, sintiendo el aire en la cara. Bosquejar en mi mente un mapa completo, exhaustivo, de la ciudad. Recorrerla de punta a cabo, acariciando las paredes sobre las que se apoyan los mendigos a la salida de misa de doce. Escuchar el sonido de los tranvías, los cascos de los caballos, el silbato del policía, los gritos de los vendedores. Llegar tal vez hasta el Trinity. Asquerosos lechuguinos. Aquella vez en que a uno se le cayó el birrete sobre el barro. Lechuguino asqueroso, ahí te jodas. Pasear entre los colleges con aire de desprecio. Seguir por O’Connell. Doblar por… Dios, la mesilla. La había olvidado. Ruido de cristales. La lámpara, maldita sea. Tras la puerta, Molly en camisón. Cara de cabreo. Pelo sobre el rostro, como una bruja. Si no la conociera, me daría miedo. Una bruja. Las historias de brujas que contaba MacDuff en el colegio. Ollas hirviendo. Conjuros. Cosas así. Diablos, qué haces. ¿Qué horas son éstas? Hola, cariño. ¿Pero tú qué te has creído? El autor es contigo, bendita tú entre todas las mujeres. Ya estoy harta de aguantar esto todas las noches. Y encima seguro que te has cepillado una corona en Doogan’s. Un cristal en la suela del zapato. Perdona. Un tropezón. No volverá a. Te lo juro. Ya. Al acostarse, las sábanas heladas. La espalda de Molly, echada de lado. Bufidos de enfado todavía. Y el caso es que NUEVA REVISTA 131

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no era mala idea. Andar por toda la ciudad. Como un Ulises moderno en una odisea trivial, urbana y sin sentido. Eso es: como un nuevo Ulises. Pero a quién va a interesarle nada de esta maldita isla. Y menos de esta maldita ciudad. Sueño. Demasiadas pintas. Ya veremos mañana. Quién sabe si. I

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