Entrevista a Daniel Alarcón

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POR MATÍAS CLARO Y FRANCISCO GALLEGOS

A

l abrir la puerta de uno de los salones de la Estación Mapocho, y descubrir tras ella a Daniel Alarcón (Lima, 1977), no se me puede sacar de la cabeza una foto suya que vi en un portal de internet. Ahí, quizá con algunos años menos, viste de terno oscuro, camisa blanca con colleras y una corbata con motivos de color morado. Daniel sonríe, como ahora, cuando nos abre la puerta.

nera, la literatura tiene algo de democracia: salvo unos pocos casos, los lectores no parecen estar muy al tanto de cómo son los autores que leen. No es importante ni tampoco interesa. Vistiendo de terno, a Daniel Alarcón me lo imaginaba más bajo y más moreno; pensaba que escucharía un acento raspado y grave, como suelen hablar los limeños. Por eso, en cuanto nos saluda, vestido con jeans y zapatillas, y descubro que es trigueño y más alto de lo que imaginaba, pienso en aquellos escritores cuyos libros guardo en casa y que no conozco ni conoceré porque muchos ya se han ido, y me los imagino en distintos momentos de su vida, en el calor del verano vistiendo shorts y polera, escribiendo sus libros y sintiendo la necesidad de un vaso de agua o una bebida a media mañana.

No sé por qué se me viene a la cabeza esa imagen. Tal vez porque con esa ropa me lo imaginaba diferente. Como si por vestir de esa forma hubiera adquirido una personalidad distinta. Pero es algo que le debe pasar a todo el mundo, como cuando conocemos a alguien sólo por el nombre, como con los escritores. Cuando miramos un libro en el mostrador de una librería, muchas veces no sabemos –ni nos preocupa- cómo es la cara del autor de la tapa, cuál es el color de sus ojos o el tamaño de su nariz y orejas, o si hace una mueca mientras habla. O si el tono de su voz es grave o agudo. Ni como viste un sábado por la tarde. Al contrario, es como si nos despojáramos de todo eso y sólo nos dejáramos llevar por la lectura, por lo que nos quiere entregar. Visto de esa ma1

Daniel Alarcón no es distinto a ellos. En la mano izquierda trae un vaso de plumavit con té en su interior. El tono de su voz es neutro y, en ocasiones, con un dejo gringo. Lo único que no cambia en él, con respecto a la fotografía, es que está despeinado. Después de todo, aunque las fotos no nos muestran sino el instante de alguien y no la realidad completa, hay algo que nos queda de ellas. La imaginación 1


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