Entrevista a Martín Kohan

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POR MATÍAS CLARO Y FRANCISCO GALLEGOS

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artín Kohan (Buenos Aires, 1967) nos cuenta, al principio de la conversación, que su padre se jactaba de haber leído mucho, sin embargo en su casa habían pocos libros. “Entonces, ¿dónde fue a parar esta biblioteca mitológica de papá?”, se pregunta.

incomoda a Kohan: tantas personas rondando, eligiendo libros y llevándoselos a sus casas. Parece no darse cuenta porque habla con soltura y pasión de las obras que su papá, se supone, leyó, de los escritores que lo han marcado y lo fascinante que es la experiencia de escribir y de intentar armar un artefacto estético perfecto.

Se sabe que Kohan es tímido. Él mismo lo ha declarado en entrevistas y reportajes. Le cuesta sentirse cómodo en un lugar desconocido, con gente que no le sea familiar. No es que sea un outsider. No, nada de eso: sólo se siente mejor, más tranquilo, en los lugares que acostumbra estar, con las personas que acostumbra ver. Por eso quiso que la entrevista fuera en la librería Eterna Cadencia, un espacio que él siente como propio. No sorprende, entonces, que la gente que trabaja acá lo salude con cariño, le pregunten por Boca y Defensores y por cómo van sus clases de Teoría Literaria. Kohan conversa de fútbol y de la universidad, se toma un café, pide agua mineral y se nota que está relajado.

Después de un buen rato la conversación termina. Apago la cámara y guardo las cosas en una mochila. Martín se para y va a mirar unos estantes, pasando la vista en los títulos, tomando uno, hojeándolo. La librería está casi llena. Kohan, que ahí se siente como en su casa, no lo nota. Debe estar pensando si ese libro que tiene en las manos es una de las novelas que, tal vez, su padre tenía en la biblioteca. KOHAN, EL LECTOR - En tu casa, ¿se leía? - Yo vengo de una casa en la que la literatura estaba muy prestigiada y nadie la practicaba. En mi casa estaba la idea de la lectura y el incentivo de la lectura. Había una retórica muy insistente alrededor de

La entrevista avanza y la gente entra y sale de la librería. Hay mucho movimiento de público. Pese a que nosotros estamos sentados al fondo, algo apartados de los clientes, por un momento pienso en si eso 1 1


lo que es leer, pero la escena completa, por ejemplo, de mis padres leyendo, era muy esporádica o completamente ausente. Yo decidí –digo “decidí”, porque es una palabra demasiado fuerte si uno piensa en los siete u ocho años de edad-, o más bien opté por creer en lo que decían y no en lo que hacían, sobre todo en el caso de la figura de mi papá. Tenía un discurso verdaderamente mítico respecto de un pasado suyo de grandes lecturas. Digo “mítico”, porque presiento que lo fundamental era completamente falso, pero que tenía el brillo del mito, de una gran biblioteca, de una gran vida en la que había sido un gran lector. Y eso, como puede pasar con los mitos, se había desvanecido –no se sabe muy bien cómo-; o sea, la caída de eso también era mítica. Habitualmente lo presentaba como el derrumbe de su vida (o uno de los derrumbes de su vida). “Adónde fue a parar esa gran biblioteca y su gran vida y adónde había ido a parar ese gran lector que había sido”. Yo nunca creí demasiado en eso. Nunca creí en la verdad de ese relato, pero siempre admiré la mitología de ese relato. Entonces, decidí responder a esa mitología, probablemente, porque desde muy chico me gustó leer.

una experiencia de absoluto placer. Desde el prestigio uno obedece, no lo sostiene. El asunto fue que una vez que yo me metí en eso, encontré un tipo de placer al que no estaba dispuesto a renunciar, al que no estoy dispuesto a renunciar. Y que en mi infancia se superpuso muchísimo con otra forma del placer que yo ya entonces cultivaba, que era el placer de estar solo. Incluso, no puedo discernir qué generó qué, o si una cosa generó la otra o, más bien, se fueron potenciando y constituyendo mutuamente, que era el gusto de ponerme a leer y el gusto de poner aparte lo demás y estar

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l discurso de mi papá, sobre el prestigio de la lectura, fue un impulso, pero no fue lo que lo sostuvo. Lo que sostuvo mi relación con la lectura fue encontrar ahí una experiencia de absoluto placer. Desde el prestigio uno obedece, no lo sostiene. Un placer al cual yo no estaba dispuesto a renunciar”.

- Entonces, ¿comenzaste a leer por “prestigio”? - Fue un inicial. Después se convirtió en otra cosa, que fue una experiencia de placer. Todas las huellas o las señales de prestigio aparecieron desde el discurso de mi papá, que mi mamá seguía con prudencia, con una especie de asentimiento. Yo lo recuerdo más a mi papá insistiendo. Digo, por fuera del mundo escolar, donde eso tiene otras características. Pero como en mí fue una práctica antes que una retórica –yo no andaba por la vida hablando de la lectura, pero sí me había puesto a leer-, eso cobró otro sentido para mí. Ese discurso del prestigio fue un impulso, pero no fue lo que lo sostuvo. Lo que sostuvo mi relación con la lectura fue encontrar ahí

un poco solo. Un poco bastante solo. Muchos de mis recuerdos y evocaciones de escenas de felicidad en la infancia eran irme un poco de todo, lo que implicaba irme también un poco de todos y, en el tesoro de mi soledad, estaba también el tesoro de la lectura. ¿Qué llevaba a qué? ¿Ponerme a leer para poder quedar un poco solo? ¿Lograr estar un poco solo para poder ponerme a leer? Quiero pensar que las dos cosas a la vez. Entonces, lo que afianzó el hábito en mí de la lectura fue, justamente, encontrar ahí, un placer que se volvió irrenunciable.

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- ¿Cómo fue tu desarrollo como lector?

sus libros a los dieciséis o diecisiete años, como La tregua, los Cuentos completos, los poemas. Pero hay algo, un tipo de cultura de izquierda bien pensante, que incorporé fuertemente en esos años. (Julio) Cortázar, por ejemplo, que además muere en el ’84, y que es el paradigma del intelectual comprometido. Fui para atrás, a sus primeros cuentos. O (Gabriel) García Márquez, a quien leo en esos años, porque a la vez en mi casa algunos libros suyos estaban. Cien años de soledad estaba. Flores robadas en los jardines de Quimes, de Jorge Asis, también estaba. Las tumbas, de Enrique Medina, prohibidísimo por ser un libro fuertísimo de un chico en un orfanato, estaba. Yo te diría que entre los trece y quince años pasé por esa combinación, de los libros de mi casa con el mundo de izquierda comprometida reivindicada en esos años y el policial.

- Ese relato mitológico -el de mi padre-, a la vez, hacía referencia de las que yo, evidentemente, tomé nota. Oscar Wilde, por ejemplo, era una referencia central de ese imaginario. (Aldous) Huxley también. De los que también recuerdo, José Ingenieros -un ensayista argentino- para un moralista como mi papá, uno no podía desenvolverse en la vida sin haber leído El hombre mediocre. Y un poco más adelante, a los quince o dieciséis años –yo soy del ’67, por lo que quince o dieciséis años suponen los años ’82 y ’83, es decir, en Argentina, los años del final de la dictadura y del retorno a la democracia- hubo una presencia muy fuerte, en esos años y en esa

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n mi infancia, la lectura se superpuso muchísimo con otra forma del placer que yo ya entonces cultivaba, que era el placer de estar solo. Incluso, no puedo discernir qué generó qué, o si una cosa generó la otra o, más bien, se fueron potenciando y constituyendo mutuamente, que era el gusto de ponerme a leer y el gusto de poner aparte lo demás y estar un poco solo”.

- ¿Qué autores te han impactado? - Hay ciertos autores que han hecho del castellano algo tan extraordinario que son los que leo con mayor deslumbramiento. Yo te diría que hay una vertiente de (Jorge Luis) Borges, obviamente. Con Borges descubrí la perfección en la literatura argentina, de que lo perfecto era posible. Era posible y, a la vez, imposible. O sea, lo perfecto es posible porque Borges lo hizo y ya es imposible porque ya lo hizo Borges. Ya no es perfecto: ya es borgiano. Y, después, una zona (Ricardo) Piglia – (Juan José) Saer, eso ya más adelante, ya en la universidad. Uno de los impactos más grandes en la literatura traducida que he leído es (William) Faulkner, obviamente y casi predeciblemente en niveles altísimos. Es decir: esto es narrar. E incluso cierta idea de la literatura, como contar una buena historia, a mí eso siempre me ha sonado demasiado ingenuo, blando, simple, pobre, porque mi idea de lo que es narrar, después de Faulkner, como calculo que le puede pasar a cualquiera, es

sociedad, de cierto tipo de autores e intelectuales ligados al exilio y la cultura de lo que ahora se llama “progresismo”. De ahí me fascinó Mario Benedetti. Leí mucho 3

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otra para siempre. En el comienzo de El sonido y la furia, cuando va desde el primer bloque hacia el segundo, cuando la continuidad de la novela resignifica las primeras cien páginas, yo, como pocas veces, paré. Mi relación de fascinación con los libros no consiste, como suele pasar, como muchas veces pasa, en devorarlos. Al revés, los libros que me fascinan, me ponen en una situación de esperar un poco. Me obligan a tomar aire. Cuando yo llegué a ese punto de El sonido y la furia, necesité reacomodar mi idea del relato, por decirlo más simple, y del mundo, por decirlo más amplio.

no conmigo mismo. Conmigo ya estoy el resto del día y ya tengo bastante. La escritura, por suerte, me lleva a otro lado. La experiencia de escribir, la tremenda intensidad de la experiencia de escribir está absolutamente ligada a la relación con las propias palabras, con el texto, la trama, la forma y el lenguaje en un nivel de compenetración absolutamente alto donde no hay lugar para nadie más, ni siquiera para mí. El yo que está puesto ahí es el yo que está escribiendo. Esto no lleva a ninguna displicencia en el sentido de que yo escribo para mí mismo, porque tampoco escribo para mí mismo: escribo para el lenguaje, si vos querés. Escribo para la literatura. Escribo para escribir. Pero como es mentira que no me importa que me lean, y es men-

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i relación de f a s cin a ci ó n con los libros no consiste, como suele pasar, como muchas veces pasa, en devorarlos. Al revés, los libros que me fascinan, me ponen en una situación de esperar un poco. Me obligan a tomar aire. Cuando yo llegué a ese punto de El sonido y la furia (William Faulkner), necesité reacomodar mi idea del relato, por decirlo más simple, y del mundo, por decirlo más amplio”.

- En tus inicios como escritor, ¿qué autores te marcaron? - El cambio decisivo, en ese sentido, tiene que ver con el momento en que entro a la carrera de letras. Yo conocí en la carrera de letras mi mapa de lecturas, de valores literarios. Mi perspectiva de lector cambia decisivamente y aparece, en mi vida, David Viñas, Ricardo Piglia y Juan José Saer. Y esos son los autores que definitivamente me marcan. La literatura de David Viñas –que además fue mi profesor en el primer año de la carrera de letras-, su escritura crítica y su escritura ficcional tuvieron un peso y una influencia sobre mí enorme en esos años - cuando yo tenía diecinueve, veinte, veintiuno- en que yo ya sabía que me gustaba escribir, donde dedicarme a escribir era un hecho. Si de eso pudiera derivarse una relación más estable con la escritura, eso que se llama “ser escritor”, comenzó a aparecer como posibilidad e intriga en esos años.

tira que no pueda importarme cómo me lean. Si me leen bien, si yo siento que me leen mal, si me siento entendido, si siento que no era así cómo había que leer, si hay una valoración o un aprecio por lo que es-

- ¿Qué elementos son importantes en tu escritura? - Mi relación y el objeto de placer con la escritura es mi relación con el lenguaje, y 4

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cribí, o si hay rechazo, me afecta mucho. Pero todas esas son expectativas, reacciones, halagos o desdichas que corresponden a la esfera de la publicación. Es decir, en el momento que leo que está terminado, que lo corregí y que lo entregué, se cierra el ciclo de la escritura y ya ahí comienza – estoy ahora exactamente en ese punto- el ciclo de la publicación. El texto es ya lo que es, el ciclo del amor entre el texto y

uno se completó, ahí está el texto que va a salir solo. Porque el texto tampoco soy yo. Yo nunca he sentido que, supongamos, gané el Premio Herralde. Ciencias morales ganó el Premio Herralde. Porque es el texto el que va ahí y hace su recorrido. - Para ti, ¿qué sentido tiene escribir? - Hay varias corrientes que tienden a desestimar eso, o a defenestrarlo. Pero para mí, la idea de armar un artefacto estético perfecto es una ambición insuperable, como Borges. Pero hay, sin duda, concepciones de la literatura bien distintas; muchas de esas son, por ejemplo, concepciones vitalicias. A lo (Ernest) Hemingway: salir, vivir, narrar, más que escribir. Yo ni salgo, ni vivo y, si narro, no queda de otro modo. Mientras que mi fascinación del objeto estético perfecto, a mí me parece una ambición irreprochable. Y cuando se dice que eso es frío, geométrico –La vida instrucciones de uso, de (Georges) Perec, por ejemplo-, a mí esos armados perfectos me fascinan. Volviendo a la música también, la idea de poder recuperar algo del orden de la perfección de las formas. A mí me parece absolutamente legítimo y, en mí, es una ambición. Lo que no quiere decir que no haya ahí un relato, una historia, un sentido, que no haya ahí pasión. La vieja y equivocadísima discusión sobre Borges de una literatura abstracta y geométrica a una literatura de la vida y de la pasión como si la abstracción geométrica no pudiese ser apasionante.

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i relación y el objeto de placer con la escritura es mi relación con el lenguaje, y no conmigo mismo. (...) La experiencia de escribir, la tremenda intensidad de la experiencia de escribir está absolutamente ligada a la relación con las propias palabras, con el texto, la trama, la forma y el lenguaje en un nivel de compenetración absolutamente alto donde no hay lugar para nadie más, ni siquiera para mí”.

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