No.16 Hombre malo, tiempos de mierda

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Editorial

NÚMERO 16. HOMBRE MALO, TIEMPOS DE MIERDA La verdad, no lo olvides nunca, mi pequeño Édichka, es que los hombres son unos cobardes, unos canallas, y que te matarán si no estás preparado para golpear primero.

Limonov Emmanuel Carrère

La sombra. Mr. Hyde. Tánathos. Satanás. Tiene muchos nombres, pero todos significan lo mismo, todos apelan a esa parte oscura del ser humano, cruenta y maléfica. Las guerras, masacres, el sadismo, la crueldad, el bestialismo. ¿Qué lo motiva? ¿De dónde nace nuestra potencia destructiva y aniquiladora? En 1942 el mundo está a punto de descubrir el horror, el banal horror de la destrucción fría, eficiente y calculada del hombre por el hombre. En esta fecha el Dr. Becker, un científico nazi, le escribe al Obersturmbannführer de la SS Walter Rauff con consejos respecto a la forma más eficiente para ejecutar prisioneros de guerra: El lugar de las ejecuciones se encuentra generalmente a diez o quince kilómetros de la carretera general y, por lo consiguiente, es un sitio de difícil acceso debido a su emplazamiento; en tiempo húmedo o lluvioso, es imposible llegar hasta allí. Si los individuos que hay que ejecutar son conducidos en camión u obligados a ir a pie, adivinan inmediatamente lo que va a sucederles y se alborotan, cosa que conviene evitar dentro de lo posible. En consecuencia, sólo queda un procedimiento: cargarles en los camiones en el lugar de reunión y llevarles directamente al lugar de las ejecuciones [...] Los hombres acuden a mí quejándose de dolores de cabeza… El gas no se emplea generalmente de un modo correcto. Para acabar lo más pronto posible, el conductor aprieta a fondo el acelera-

dor. Actuando de este modo, se hace morir a las personas por asfixia y no por progresivo amodorramiento, como está previsto. Mis observaciones han demostrado que, con un correcto ajuste de las palancas, la muerte es más rápida y los prisioneros se adormecen apaciblemente. No se ven rostros convulsos ni excreciones, como antes se notaban.

El 15 de mayo de 2014, dos jóvenes albañiles sin ningún antecedente penal consideraron que era tremendamente fácil entrar a la casa de sus empleadores, una pareja de viejos catedráticos de la universidad, para robar. Al ser descubiertos, sin pensarlo demasiado, les molieron la cabeza con la base de una lámpara de pie hasta que de los rostros solo quedó un par de charcos sanguinolentos. Cuando la policía los detuvo, sus familias, más que nada sorprendidas, apenas acertaron a decir que ambos eran buenos chicos, en suma, muy normales. En esta ocasión, Preferiría No Hacerlo invita a lectores y colaboradores a escribir sobre la característica principal que distingue al hombre del resto de animales, esa capacidad de ser malos y disfrutar con la maldad. Sirvan los ejemplos anteriores para identificar hacia dónde se orienta la veleta de este número; eso sí, cada cual trate el tema como le parezca y guste, somos una revista con amplitud de miras y nos vence la calidad de la prosa y del verso por delante de todo.

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Ilustradores

Laura Ige

Gianpaolo Rende

Me llamo Laura, soy artista plástica y vivo en Buenos Aires, Argentina. Me gusta mucho dibujar, escuchar música, leer poesía y mirar buenas películas. Me apasiona la figura humana, y por lo tanto trabajar con la fragilidad y lo vulnerable, relacionado con ella. Por lo general la motivación se desprende de poemas con poco anclaje, tan abstractos como breves, pero en este caso en particular el punto de partida fue una frase que me permitió abrir el concepto de maldad: “el avance de la maldad es el síntoma del vacío. Siempre que la maldad gana, es solo por ausencia de oposición”, de Ayn Rand. Por otro lado, Ernesto Sábato fue quien dijo que la tendencia a la maldad ha sido siempre uno de los atributos del hombre. Tanto es así, que las grandes religiones que resumen la sabiduría de pueblos antiguos siempre han ordenado hacer el bien: hay mandamientos y se amenaza con el infierno. Así es como trabajé junto a estos dos autores y sobre el concepto de vacío, como la ausencia total de material en los elementos (materia) en un determinado espacio o lugar, o la falta de contenido en el interior de un recipiente. Personas vacías, por oposición como dice Ayn Rand, de moral y sobre todo de amor, otro atributo propio del hombre. El pastel óleo también me define. Permite una plasticidad en el gesto generando aspereza y suciedad. Íntimo y, por momentos, visceral se desdibuja la línea para mutar en mancha, y ésta a la vez en textura. Así la posibilidad de desaparecer se relaciona con la mortalidad. Lo efímero y la fragilidad del cuerpo se traducen, de la mejor manera, en el trazo sensible. Actualmente estoy terminando la Licenciatura en Artes Plásticas en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata y, además concurro al taller de Diana Aisenberg.

Gianpaolo Rende estudió anatomía y técnica de ingeniería de la escultura en la Academia de Bellas Artes de Florencia en el 2004. Hoy en día investiga sobre las últimas propuestas del pensamiento estético del Art Digital del video.

Interiores

Portada y contraportada

Es experto en semiótica y semiología, actualmente vive en Barcelona, en donde investiga y trabaja como senior 3D Compositing, VFX, Videographer y Photographer, profesional tras haber conseguido en FX Animation School el título en composición y post producción profesional con Eyeon Fusion 64 bit, After Effects avanzado y Syntheyes pro. Conoce el lenguaje artístico y cinematográfico a varios niveles. Cuenta con más de 10 años de experiencias de CGI (generated computer imagery) y tres en 3D Artis compositing & Visual Effects Digital Film Design

www.nofictionart.com

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www.tumblr.com/blog/lauige www.domestika.org/es/lauraige


Índice

FICCIONES Cerdito, por Matías Castro Sahílices.........................................................................................................9 Parchado, por Gabriel S..............................................................................................................................11 Somme, por Cristian Rubio.......................................................................................................................18 El silbido, por Gabriel S...............................................................................................................................22

BESTIARIO ¡Estoy cruzando el jardín con tus bombones! por Andrés Ramírez Mejía.............................27 Crueldad, por Pablo Ferraioli...................................................................................................................32

INTERLUNIO Carrera, por Jesús Nieto.............................................................................................................................34 La nota roja de la poesía mexicana, por Óscar David López.......................................................35 Un charco de sangre, por Javier Lerena..............................................................................................37 De nuevo el halcón, por a.........................................................................................................................38

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Ficciones

CERDITO

por Matías Castro Sahílices

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api tiene encerrado a Cerdito. Doña María lo escondía en el galponcito que tiene en el fondo, pero le empezó a dar lástima y fue entonces que le preguntó a papi si yo lo quería tener en casa. Siempre quise uno de estos, aunque me hubiera gustado más tener uno con cabeza de toro y jugar con él entre los setos, pero papi me dijo que escuchó en las noticias que esos eran muy peligrosos, que si quería uno me tenía que conformar con éste. Pobre Cerdito, anda siempre desnudo y de rodillas. Papi dice que a veces Cerdito lo mira desde el rincón, de lejos, con bronca. Yo creo que en realidad nos está preguntando el motivo de su encierro. Confieso que me da un poco de lástima, como a Doña María, pero jamás se me pasó por la cabeza decirle a papi que lo regale de nuevo. Sé que el cuarto le queda chico; qué son dos por dos para un bicho como él, pero no podemos dejarlo libre en el parque; papi se pondría furioso si Cerdito jugara entre las flores que dejó mami, entre los helechos y enanos de jardín. Le dimos el cuarto que era del abuelo Aldo; antes de Cerdito era bastante lindo, antes de quitar el empapelado de barquitos, el piano y los libros para que el bicho pudiera jugar. Yo le digo “el bicho” cariñosamente. Papi le dice “el monstruo” pero yo creo que lo hace porque no lo entiende. La verdad es que Cerdito es bastante ordenado y no entiendo porqué papi se enoja y lo tiene a raya. Por ejemplo, en la esquina que está junto a la ventana, acumula sus desperdicios hasta que papi entra y los

saca en una bolsa negra, esas de consorcio. En cambio, se alimenta en la esquina opuesta, dejando siempre algo para mordisquear después. La esquina donde estaba el piano la usa para descansar, estirar las piernas apoyando la espalda en el piso y las patas sobre la pared. Antes de dormir, en la esquina restante, me pide siempre que le cuente alguna historia. Entonces se acurruca a mi lado y se queda escuchando. A papi no le gusta que le cuente cuentos; dice que le van a dar ideas. Cuando Cerdito se duerme, le pongo una manta encima, para que no pase frío. A veces le da por pararse en dos patas, pero entonces empieza a hacer remolinos con los brazos, pierde el equilibrio, cae hacia atrás y nos reímos juntos. Igual, me imita bastante bien, usando las manos para sostener los camotes y choclos cuando come, usando los dedos para quitar las semillas de las naranjas. Cuando papi no está, le enseño a pararse como un hombre, a poner la espalda recta. Él me invita a sentarme en canastitas y a mirarnos, a jugar a ver quién pestañea antes. En eso es bueno Cerdito, no pestañea nunca y siempre me gana. El viernes aproveché que papi se había ido al banco y fui a saludar a Cerdito. Me asusté mucho al verlo, porque de tanto practicar, aprendió a pararse y a mantener el equilibrio. Después me alegré mucho y lo felicité. Para festejar, fui a buscarle unas frutillas, pero al volver al cuarto del abuelo, Cerdito no estaba. Lo busqué en la cocina, en el jardín y nada. Entonces se me prendió la lamparita y corriendo entré al cuarto de

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Ficciones papi. Ahí estaba Cerdito, tratando de ponerse una de sus camisas. Me enfadé mucho y le grité que volviera a su cuarto, que papi podía llegar en cualquier momento y que se iba a armar una de película. Mientras lo regañaba, creí escuchar como un gruñido, una especie de protesta. Soñé que Cerdito golpeaba a papi, que lo arrastraba hacia el cuarto de abuelo y lo dejaba tirado. Más tarde le dejaba frutas y una botella de vino. En el sueño, Cerdito vestía un traje a rayas, usaba zapatos y llevaba puesto el sombrero de papi; debo admitir que parecía todo un caballero. Esta mañana llamó Doña María para preguntar qué íbamos a hacer con Cerdito, que seguramente no estábamos al tanto, que

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ahora era ilegal tenerlos en casa. Papi se puso como loco y le preguntó si habían dejado algún número de teléfono para que la gente llame y sepa cómo ponerse en regla. Cuando cortó, papi me dijo que lo mejor era sacrificarlo, para evitar así las multas por tenerlo en casa, que eran altísimas y más que nada para evitar que algún vecino de la manzana nos delatara, que seguramente la vieja de la esquina ya estaba llamando a los de Fauna. Fue entonces que papi dijo que iba hasta lo del vasco a comprar unos cartuchos, que se había quedado sin balas después de la última vez que salió a cazar arpías con los Fernández Mateo. Así que esperé a que papi saliera, llamé a Cerdito y lo senté en la mesa. Le di direcciones de amigos, un mapa, dinero para el viaje y un libro de Salgari, cosa de que no se aburriera durante el viaje. Mientras le explicaba la situación, Cerdito parecía entenderlo todo. Después lo ayudé a cambiarse. Le di un traje, un par de zapatos de los nuevos y, aunque sabía que luego debería vérmelas con papi, le regalé su sombrero preferido. Debo admitir que no le quedaba todo como en el sueño, pero estaba bastante presentable. Además, le di unas gafas ahumadas del abuelo Aldo, para que pasara desapercibido en el ómnibus de larga distancia. Nos despedimos con un apretón de manos y le hice prometer que me escribiría una carta. En las noticias dicen que la cosa está jodida, que hubo que llamar al ejército. Papi dice que hay que matar a todos esos monstruos de una buena vez. Pobres bichos; sólo espero que Cerdito esté bien.

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PARCHADO

por Gabriel S.

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omenzó hace dos meses cuando vi que Miguel iba a casarse. ¿Miguel? Miguel Ortiz, ya sabes, el chico estrella de la facultad. Claro, de los días en que íbamos a la facultad. Recuerdo que en los primeros años solíamos escondernos en las canchas de fútbol fumando porros, como si todavía estuviéramos en la escuela. Ahí nos conocimos con Miguel, mucho antes de que tú aparecieras. ¿Ah? No, nunca pasó nada. Yo estaba babosa por él, no te creas, pero él… pues no sé, quizás me veía como una hermana, quizás no se daba cuenta, qué se yo. El asunto es que éramos casi niños, yo nada sabía del amor. No es que sepa demasiado ahora… ¿ah? Sí, sí, ya sé. Cállate y déjame contarte, ¿ok? Pues nada, estaba haciendo mi revisión obligada de cada 15 segundos en Facebook cuando de pronto vi uno de esos típicos avisos de “X va a hacer esto”. No me fijé mucho quién era el que se iba a casar, después de todo, todo el mundo se está casando ahora… ¿Hm? Sí, es una buena pregunta. En realidad no lo sé, no tengo idea por qué se casan todos al mismo tiempo. ¿Será presión social o algo así? ¿Cómo que si pasas los 30 sin un anillo en tu dedo te disuelves o algo? Pues he escuchado que en Europa… Ah, bueno, tú eres la europea, perdón. Pero bueno, no me distraigas, que ahora empieza lo mejor. ¿En qué estaba? Ah, sí, el aviso. Obviamente lo primero que hice fue ver a la novia. Cuando la vi me entró esa inseguridad de mierda de “¿Qué tiene ella que no tenga yo?”, típico, una no puede dejar

de compararse con cada zorra que aparece en el camino. Bueno, yo al menos. Sólo que en este caso salí perdiendo, mal, pero es que muy mal. Miguel nunca fue un tipo especialmente guapo ni nada, de hecho creo que lo que me gustaba de él era esa cosa media hippie-rasta… ¡Bueno, todos tenemos nuestro pasado oscuro! ¿¡Ok!? ¿O quieres que te recuerde a Ricardo, el Dios del Bongó? Ya va, eso creía. En fin, que la tipa esta parecía modelo o actriz, muy guapa. Y no parecía haber sido “retocada”, o no al menos de una forma que fuera notoria… ¡Sí! ¡Exactamente eso! Pero no era suerte, guarda, que cuando te enteres de su trabajo… ¡Gerente general! Debe tener una pasta… Claro, también lo dije. Recuerdo haber pensado: “Dios les da pan a los que tienen anorexia”. ¿Para qué tan guapa y con tanta pasta, ah? Y una aquí, trabajando como hormiga con complejo de inferioridad… Bueno, el asunto es que me entró una ansiedad de proporciones bíblicas. Te juro que estuve a punto de volver a fumar, pero no, hice lo que la psicóloga me dijo: “canaliza tu frustración en algo externo…”. No, bueno, la verdad es que sí intenté lo de los cojines, pero, uno, me quedaba sin cojines y, dos, no me sentía mejor después del destrozo. Lo que hago ahora es jugar un videojuego de simulación, ya sabes, de esos que te permiten simular a tu propia familia, construir tu casa y esas pavadas. Ha-ha, que simpática. Bueno, tú y tus cojines, yo y mi jueguito, ¿ok? ¿Ah? Sí, lo hago desde que se casó Amanda. La soledad,

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ya sabes. De hecho, eres la primera con la que hablo cara a cara desde hace meses… ¿Otro café? Venga. Bueno, déjame volver al tema, mujer, que me distraes. El asunto es que para poder mitigar la frustración mi psicóloga me dijo que creara situaciones ficticias donde yo tuviera el control, así que eso fue lo que hice. Primero creé dos personajes, uno como yo y otro como Miguel, ya sabes, en

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Ficciones plan “vivir la fantasía de estar juntos” o algo así. Al final no resultó. Me sentía más ansiosa porque veía la felicidad de esos pixeles. ¡Te lo juro! ¡Celosa de unos personajes de ordenador! Gracias, azúcar por favor. En fin, acabé borrando a esos personajes y decidí empezar con unos nuevos: Miguel y la Gerente. Sí, de verdad, le puse ese nombre. Bueno, pues, no sé, no la conozco, no me importa en realidad, ¿para qué voy a darle su nombre de verdad? El de Miguel sí, claro está. De hecho, te mueres la cantidad de tiempo que pasé diseñando los personajes… Me da un poco de vergüenza, pero fácilmente fue una semana entera. ¡Sí! ¡De verdad! Ay, qué horror, ahora que lo digo… Pero bueno, para mi orgullo puedo decir al menos que quedaron perfectos hasta en el más mínimo detalle. Por suerte el juego te permite diseñarlos completos, desde apariencia física hasta la ropa que usan. Me estudié todas las fotos que tenían juntos en el Facebook y los dejé indistinguibles de sus contrapartidas reales. Te lo juro niña, de verdad, hasta copié sus vidas. A Miguel obviamente lo puse en una banda. ¿No sabías? Claro, nunca terminó la carrera. Al sexto año se salió y decidió irse de gira con sus amigos por el mundo. Terminó en Alemania, el pobrecito, sin mucho éxito y bastante mal económicamente. Allá conoció a esta mujer, quién, supongo, lo estará manteniendo. Al personaje de ella la puse en un muy alto nivel corporativo y luego de construir su casa, obviamente una réplica perfecta de la que en realidad tienen, los lancé a la vida. No te miento que me produjo una satisfacción inmediata ver a esos personajes virtuales hablando su propio idioma, discutiendo por quién lavaba los platos o quién sacaba la basura. Había algo de mucha realidad en eso… Bueno, claro, no, nunca he vivido con un hombre pero… Sí, supongo que es como dices tú, “mucho más complejo”, ¿qué se yo? En fin, que me divertí esa primera noche moviendo a mis muñequi-

tos digitales de un lado para otro de la casa haciéndolos interactuar con los muebles y electrodomésticos. Era una vida normal, nada del otro mundo. El único evento significativo fue que mi Miguel se golpeó un dedo con el martillo al intentar arreglar una repisa. Después de unas horas me aburrí y me fui a duchar y después a dormir. Y ese habría sido el fin de esta historia si es que a la mañana siguiente, a eso de las 7 am cuando me preparaba para ir a trabajar, no hubiese visto en el muro de Facebook de Miguel un estado que decía algo como “me he aplastado el puto dedo con un martillo, joder que dolor” o algo así. ¡Sí, en serio, te lo juro! Creo que escupí el dentífrico por toda la pantalla cuando me di cuenta. Primero me dio risa, después, un poco de grima. Al final acabé de lavarme los dientes y me fui al trabajo, pero esa frase se me quedó clavada en la mente todo el santo día. ¿Cómo dices? Perdona, no te escucho por los malditos camiones. ¿Desde cuándo pasan camiones por esta calle? ¡Qué molestos son! Ah, bueno, claro, obvio que estuve atenta a la situación. Cuando volví del trabajo vi que el estado tenía varios comentarios, ya sabes: Miguel, el amigo de todos. También quise escribir pero cuando estaba a punto de hacerlo la mujer le puso algo como una carita triste o un corazón o alguna de esas cursilerías. ¿Por qué hacen eso las parejas que viven juntas? No lo entiendo, ¿no están viviendo juntos? ¿Acaso ella no lo vio golpearse el dedo ni lo escuchó putear? ¿Tú y Franco hacen eso, eso de mandarse besitos e idioteces por Facebook? ¿Sí? Wow, pues no, no lo entiendo. De hecho, fue justo eso lo que me llevó otra vez a mi casita de muñecas virtual. Lo encontré tan, no sé… ¿enrostrador? ¿Es esa una palabra? ¿Cómo que te echan en cara cuanto se quieren? ¡Ya, ya! Si tú lo haces, supongo que estará bien, Dios, relájate. Esa noche estaba cansada y cabreada, así que fui menos agradable con mis personajitos. Los hice discutir largo y tendido

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Ficciones respecto a quién había dejado la puerta del refrigerador abierta y destiné un charquito de agua afuera de la ducha que hizo que la Gerente se resbalara y golpeara la frente con el espejo del baño. ¡Hubieras escuchado mi risa! Creo que desperté a todos los perros del vecindario. En cuanto vi la animación del golpe me sentí tan bien… como cuando de niñas veíamos a Tom y Jerry y nos partíamos de risa cuando el ratón psicópata le dejaba la cara como plancha al pobre de Tom. Así, igualito. Todavía me seguía riendo cuando me fui a dormir. A la mañana siguiente, ¿a que no adivinas? Estado de Facebook de él: “que mierda de día ayer” y de ella: “un feo golpe para terminar un feo día”. Un escalofrío me recorrió la espalda, en serio, pero no tenía pruebas de nada, hasta que uno de sus amigos le preguntó dónde se había golpeado y ella subió una foto y pues, ¿te lo figuras? La frente. Tenía un feísimo golpe en la frente. Otro amigo le preguntó cómo se lo había hecho y ella le relató, exactamente, paso a paso, lo que yo había visto en el juego el día de ayer. Te lo juro por Dios que me escucha, de verdad que era exactamente igual, con el charco misterioso y todo. Pues claro que entré en pánico. Me cuestioné un buen tiempo si es que era posible o no, que quizás eran todas coincidencias, que la tecnología no podía hacer eso, que yo no podía hacer eso, que quizás eran los chinos, que quizás un programa de TV con cámaras ocultas, uf… Me lo imaginé todo. Fue un día eterno en el trabajo y no pude hacer nada. Estaba obsesionada con confirmar mis sospechas así que en cuanto llegué a casa lo primero que hice fue encender el ordenador y arrojarme directamente sobre el juego. Decidí comenzar a experimentar con cosas menores para ver qué sucedía. Lo primero fue sentar a Miguel frente al ordenador, para sentirlo más cerca, mientras su novia estaba en la cocina. De pronto comenzó a sonar el teléfono y le ordené a ella que lo atendiera. Lo hizo y una ventana

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Ficciones multicolor me avisó que la llamada era para ofrerle un ascenso en su empleo, algo que yo, como jugadora, podía decidir si es que sucedía o no. Obvio que puse que no. ¿Qué? ¿Para que tuviera más pasta? No me jodas, si ya tenían tres coches. Pues bien, en el juego esta decisión se tradujo en una llamada de trabajo negativa, llena de reprimendas y amenazas. La Gerente se puso a llorar y Miguel rápidamente habría ido a su rescate si es que yo no hubiera puesto la música a todo dar. Él no la escuchaba, así que después de unos buenos diez minutos de llorar a todo pulmón, la Gerente entró en el estudio y comenzó la peor de todas las peleas que les había visto tener hasta ese entonces. Te juro que me llegué a asustar de ver cómo agitaban los brazos con violencia y caminaban furiosos de un cuarto al otro sin mirarse. ¿Cómo pueden tratarse así dos personas que dicen que se quieren? ¿Esto pasa en las relaciones? ¿Franco alguna vez…? Ah, bueno, será como tú dices, pero yo creo que las mujeres también somos así. Había odio en la Gerente, odio de verdad. Esa noche, tras un portazo que remeció los cimientos de la casa, él durmió en el sofá y ella en el dormitorio. ¿Cómo? ¿Ah? ¡No escucho nada! Entremos mejor, aquí afuera no se puede estar con todos estos camiones y máquinas excavadoras. ¿Qué estarán construyendo en este barrio? Aquí sólo hay casas. En fin, bueno… Sí, aquí se está mejor. Bueno, déjame que termine de contarte. Al día siguiente, ¡bam!: “esto no está resultando”, él, “tengo mucho que pensar”, ella. Todos los comentarios posteriores indicaban una pelea de proporciones épicas entre la pareja, tal como la que yo había visto el día anterior. ¿Para qué te voy a mentir? ¡De verdad! Ese día no fui a trabajar, no podía, ¿cómo podía perder mi tiempo trabajando? ¿Te das cuenta lo que había logrado? Durante semanas me dediqué al juego. Quizás por un poco de compasión hacia el pobre Miguel que tan mal la había pasado,

fui haciendo que las cosas le salieran cada vez mejor. Hice que la banda se reuniera y que empezaran a tocar nuevamente. Primero fue en lugares pequeños, pero al cabo de poco tiempo su éxito ya estaba más que garantizado. Todo esto, por supuesto, fue largamente comentado en Facebook por parte de Miguel y sus amigos. Después de muchos años dedicado a la música, por fin le llovían las felicitaciones que se merecía. ¿Ah? Hm, bueno, ahora que me lo preguntas no lo sé, no recuerdo si es que tenía talento o no, pero en el juego al menos estaba al nivel de un virtuoso. Y bueno, mientras él avanzaba en la vida, la Gerente había pasado a Directora y luego a Empleada. Digamos que no fui tan benevolente con ella. ¿El matrimonio? Pues obviamente se pospuso: ¿qué se le iba a hacer? Hubo demasiadas fallas: los banqueteros no se organizaron, la iglesia estaba reservada, los parientes no podían coger los vuelos. Puse mucha dedicación en que ese matrimonio no sucediera, asumiendo que eso traería mucho sufrimiento en la vida de mis personajes. Pobre Miguelito, de verdad creo que la quería, o que al menos creía que la quería. Hace unos días me preocupé de cambiar eso. Ya, y aquí es cuando no quiero escuchar ni pío. ¡Nada! Sólo escucha y no me juzgues, ¿ok? Porque a mí no me ha ido bien en la vida ni he tenido suerte como tú o como Miguel. A mí nadie me ha querido ni me ha cuidado y los pocos hombres con los que he estado solo me han traído sufrimiento y mentiras. Pero peor ha sido la soledad. Mi hermana era lo único que tenía y ahora que se fue ya solo quedan sombras en el departamento. Nadie me habla, nadie me cuida, nadie me quiere. Es solo natural que hiciera lo que hice, ¿ok?  Creé a un tercer personaje. Le puse de nombre Juan, ya sabes, por Don Juan, e hice que fuera el jefe de la Empleada y que le coqueteara, fuerte y duro. A partir de ahí, el resto lo hizo ella, de verdad. Se encamaron en cosa de días. Decidí que dejaría pa-

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sar el tiempo, esperando que Miguel se diera cuenta por sí mismo, pero la verdad es que es tan inocente el pobrecito... Tuve que hacer que se toparan en la calle en medio de un beso. Hubo insultos, golpes, y todo lo que puedas imaginarte. Yo miraba todo esto en la pantalla del ordenador absorta, incapaz de creer cómo todo iba encajando tan perfectamente. Mentiría si te dijera que no lo estaba disfrutando. Sí, lo disfrutaba, pero mi plan no se limitaba a un mero disfrute pasajero. Yo quiero todo lo que ella tenía, todo lo que tienes tú con Franco. Yo quiero ser feliz. Así que hice eso. Prácticamente le empaqué las maletas a la Empleada y la envié a dormir a un motel. A Juan lo borré pues ya no lo necesitaba para nada. Solo entonces, cuando vi a mi pobre Miguelito sentado en las sombras de su casa (porque desde su repentino éxito, la casa había pasado a sus manos), lloriqueando confundido, sin entender qué estaba sucediendo, triste y miserable, es cuando decidí tomar el teléfono y llamarle. Claro que conocía su número, lo tenía en la agenda del juego. Nuestra primera conversación fue extra-

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ña pero agradable. No hablábamos hace muchos años y obvio que le tomó tiempo recordarme, ¿a quién no? Pero estuvo bien. Al cabo de unos minutos ya habíamos recuperado la confianza de los días de escuela y charlábamos como niños. Creo que esa noche hablamos como cuatro horas. A la siguiente fueron cuatro más y así siguió por varios días. A su personaje dejé de tocarlo, no sé, supongo que por algo ético, pero con ella no me contuve nada. Cada día le pasaban cosas más y más horribles a la Empleada, primero una infestación de ratones en su motel, después su coche dejó de funcionar, perdió su empleo… Te juro que la última semana me la pasé solamente hablando con Miguel y torturando a su exnovia. No hice otra cosa y, como ya no había estados de Facebook que me alertaran de lo que iba sucediendo, pues no podía detenerme. Es que no te imaginas la satisfacción, es algo… inhumano. En fin, que un día encendí el ordenador y me encontré con que la Desempleada había muerto, aparentemente de una sobredosis en uno de los virtuales callejones de la virtual ciudad. Me sentí tan mal. No por ella,

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obviamente, ¿a quién le importa ella? Sino por mí, por haber perdido mi hobby recién descubierto de una forma tan anticlimática. Me merecía más tiempo, era lo justo. ¿Ah? Sí, claro, obvio que no quería que se muriera. Obvio, claro, claro. En fin, me enteré de que, como todo hasta entonces, eso también se había hecho realidad. Miguel mismo me lo contó por teléfono, doblado de dolor y lágrimas. Me dio celos y rabia por no poder desquitarme con ella por cómo hacía llorar a mi Miguelito, pero procuré que no se me notara. Aprovechando su vulnerabilidad le propuse que nos reuniéramos y él aceptó. Me vestí con lo mejor que encontré y dejé la oscuridad de mi departamento por primera vez en no sé cuánto tiempo. El reencuentro fue hermoso, de cuento de hadas, tierno y fogoso al mismo tiempo,

aunque si te soy sincera, al palpar la carne de Miguel por primera vez, me pareció menos sólida y firme que la de su personaje. Su rostro, más arrugado, sus dientes más amarillos, sus manos más temblorosas… En fin, que nadie es tan perfecto como su avatar, supongo. Lo bueno es que conservo al personaje y cuando siento esa angustia por ver y sentir los pixeles de su cuerpo, puedo volver a él con solo un click. Así me la paso, entre mi Miguel de verdad y mi Miguel electrónico. Entre los dos hacen a un gran Miguel, a un hermoso y tierno ser con quién tengo absoluta seguridad de que podré ser feliz por siempre y que jamás me dará ningún problema mientras viva. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras con esa cara, niña? Apuesto que es lo que tú querrías, no me digas que no. ¿Ah sí? ¿Y quién eres tú para juzgarme? ¡Hipócrita! Todo porque Franco hace lo que quiere y te tiene sometida, sí, porque eso es lo que eres, una sometida incapaz de levantar la voz y decir que no lo quieres, que quieres dejarlo porque te hace sufrir, porque sabes que se mete con todas tus amigas. No, conmigo no se ha metido porque tengo mis principios. ¿Qué? ¿Qué me encuentra fea? Fea eres tú, fea son todas ustedes, feas y estúpidas y tontas y…. ¡No, tú no te vas, me voy yo! ¡Vete a la mierda! ¡Vete a la mier---! Miguel se levantó de la silla y fue hasta la cocina, abrió el refrigerador y sacó una lata de cerveza. Luego, tras estirar los brazos, regresó a la sala del ordenador y observó la pantalla mientras sorbía esporádicamente de la lata. Una ventana azul le indicaba que sus aspiraciones de construir un estadio olímpico en medio de un barrio residencial habían sido truncadas por un terrible accidente. Miles de dólares de indemnización podrían significarle el puesto de alcalde en las próximas elecciones. Mientras pensaba cómo recuperarse de su debacle virtual de imagen pública sonó el teléfono. Parecía urgente.

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Contenido

SOMME por Cristian Rubio

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B

ebía solo, despacio, hundiendo los ojillos cerrados y líquidos en la clara opacidad de la copa; restregaba la mano rugosa, paciente sobre una pequeña y llamativa herida en el cuello, rozando la piel quemada con la punta de los dedos, dis-

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Ficciones frutando del tacto extremado y suave de piel distinta, ausente entre la barba permeable y negra. Y esa barba juntaba su color en el istmo de las patillas descuidadas, uniéndose desgreñada y sucia con el peinado incierto, contenido, sin coherencia, deshecho. Mantuvo dos dedos en la herida del cuello, los separó para hacer un gesto mínimo; el barman acercó el líquido de la botella vertiendo de nuevo, ahogando el fondo de cristal. Intercambiaron una rápida mirada de complicidad y volvió a sus fantasmas el hombre que desde ahora llamaremos Crupper. El camarero tras la barra (un corso grande y firme, de cabello rojo fuego), tranquilo y serio, limpiaba vasos bajo el chorrillo de agua, secándolos con un trapo, ordenando con disimulo. Respondía al nombre de Orabuena. Los hombres sorbían silenciosos llenando las sillas del bar. Solos o acompañados, sin mujeres, charlando en susurros, temiendo quebrar el aire. En una de las mesas había una pareja de hombres similares. Chaquetas almidonadas, corbatín blanco, bolsillos altos con pañuelo de seda. Uno, afeitado y con el cabello brillante, sostenía y ofrecía la taza de té al compañero, acercándosela a la boca, como una madre a su hijo. El otro, luciendo un bigote de mosca, fino y cuidado, chupaba la taza. No tenía brazos. Las mangas de la chaqueta le caían, plegándose, sobre las piernas. Crupper regresó a las ondas del güisqui frotándose la herida con el índice. De repente se abrió la puerta del local e hizo aparición un anciano empapado estrujando un sombrero entre las manos. Pocos desconocidos se acercaban al bar de la vieja carretera; esta permitía aún cruzar la colina de San Gabriel y llegar a la ciudad. Cerca de la taberna se hallaba el faro rojo desprendiendo desde lo alto de su cemento tintado una tenue y constante luz blanquecina, largamente triste, como un chillido de mujer en la inmensidad de la estepa yerma. La abrupta cabeza de piedra que era la colina se adentraba en la espuma. La montaña

negociaba con el mar desde sus murallas de roca y piedra, cediendo o ganando según la jornada. Esta noche de tormenta, enormes olas henchidas de lluvia glacial horadaban las primeras defensas introduciendo una masa desparramada de astillas marinas. Desorientado, cerrando lento pero con autoridad la puerta, el hombre avanzó hacia el camarero para pedir un trago de ginebra con agua. En el chaquetón destellaba la almilla de un frac blanco de botones diminutos y a través de la puerta recién cerrada había relampagueado furiosa, próxima, la tormenta. Crupper alzó la mano a modo de saludo. –Mi nombre es Foch –dijo el recién llegado, acomodándose. –Crupper –respondió el otro. Foch escaló el taburete, y mientras bebía ginebra sacó un cigarro de uno de los bolsillos del elegante traje con solapas y lo encendió. Las nubecillas blancas formaban espirales, anhelando besar el techo; Foch contoneaba los labios, fingiendo crear figuras, lamiendo la nicotina, vomitando círculos, remolinos, caracolas. –¿Gusta de uno? –Foch mostraba un pitillo, sonriendo–. Buen tabaco americano. Crupper bebió. Relucieron unos dientes blancos, marmóreos, bajo el labio superior. Masajeaba los tirabuzones de la barba cerrada, adentrando las uñas en la espesa mata de pelo moreno. –Gracias –dijo, y llevó el presente a los labios ligeramente encostrados. –Un tiempo de perros –dijo Foch desembarazándose, dando conversación. Tragó la ginebra y se impregnó el espeso bigote con gotitas nacidas del cuello de la copa. Crupper asintió, forzando una mueca tibia, y bebió. Envolvía el local el aullido de la tempestad: sus aires violentos debían estar manejando los postes telefónicos, las pequeñas ardillas y las ventanas acristaladas que encuadraban el bar. Rugía fuera. La clientela, sedentaria y fiel en sus asientos de madera claveteada, alcanzaba la barra, renovaba copas y ceniceros. Foch percibió, sin entender el motivo, las miradas cortas y re-

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traídas de los parroquianos; rápidos vistazos de temor y repulsa, breves indicaciones entre mesas. Foch vio también los ojos coñac de Orabuena que llevaban rato siguiéndolo, buscando interrumpir el juego simple del Foch bebedor. El barman habló: –Raro honor tenerle general Foch –quizá el anciano sintiese el silencio ahora, las conversaciones cortadas. Crupper dio tragos al calor del vaso; aventuraba los dedos en la copiosa barba negra destapando una sonrisa sutil, y advirtió al resto escuchando. –Aquí somos veteranos de la Gran Guerra. Combatimos en su ejército –culminó el camarero.

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Foch se puso rígido. ¿Conocer excombatientes? Y menos hombres ya usados. Rememoró las ofensivas del diecisiete, el tablero con mapas en la dependencia forrada de cobalto, las conversaciones de madrugada entre oficiales, las copas de bourbon y las plumas de tinta negra. (Bien sabía que en medio de sudores, en el ocaso de las linternas de aceite que aún gustaba consumir, las plumas sangraban caligrafía escarlata). –Ah, entiendo, muchachos míos –dijo, y sujetó fuerte la superficie helada del largo vaso de tubo. Los ojos del bar lo contemplaban. Orabuena recompensó ginebra con agua, y sonidos líquidos y blancos chapotearon en la violencia de los aires del temporal. Lenta y calma, la lengua del barman se impuso. –Yo no culpo a nadie general, usted no confunda, tan sólo hablar del Somme. ¿Le incomoda? Si pudiese saber porque nos

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Ficciones lanzó en oleadas contra los espinos. Un otoño tan bello, general, abedules, cerezos color nácar, señor, y en cambio… Foch, pétreo, se contuvo. –Ofensivas duras, tengo constancia, pero necesarias, amigo mío, vitales para la guerra –sus dedos un poco gordos mantenían la copa bien erguida a unos centímetros del plano de la barra. –Lo sé, señor, pero esas decisiones tomadas al calor de una taza de café, entre porcelanas… Nosotros barro y cráteres; cualquiera sabe, hay cosas que no pueden acometerse, en cambio, ofensivas gloriosas a costa de carnes ajenas; no le ofenda el tono general, cuando uno ha visto lo que ha visto... Crupper, consumiendo el güisqui, asentía cada palabra. El resto escuchaba. –Como soldados obedecen, la vida castrense tiene reglas desde el primer día y las conocen. Fue una guerra terrible, pero también duro para nosotros, los oficiales, de terminar –Foch, satisfecho, acercó el aroma fuerte de la copa de ginebra. El barman lo estudió admirado. Cogió una escudilla y empezó a lavarla, dándole vueltas con la mano, como si le estuviera dando forma. Cuando la tuvo reluciente prendió otra escudilla y la limpió. Alcanzó una tercera, más grasienta y manchada, e hizo lo mismo. Luego se detuvo. Crupper y el barman se miraron. Una mirada larga que incomodó a Foch. Orabuena había quedado con las manos vacías bajo el surtidor. El agua serpeaba entre los dedos, jugando, y se disparaba en las puntas unidas del índice y el anular de la diestra hasta confundirse con el material metalizado de la pileta. Y Foch, pastor de hombres, miembro del mando supremo del diecisiete al diecinueve, cerebro de las descomunales acometidas en la Picardía, se asustó por vez primera en esa lluviosa noche de tormenta. Después, Crupper volvió a beber y el camarero depositó toda una suerte de cuchillos sucios al fondo del lavadero. Les pasó el estropajo de forma lenta, y secó con cuidado,

depositándolos sobre el trapo absorbente que cubría el mármol lateral de la pileta. Con la inquietud del general cristalizando, las excusas para salir de ese antro tomaban forma en su mente, alargándose en frases de cortés retirada. El barman se sirvió ginebra en un pequeño vaso negruzco y planteó un brindis. Lo ofrecía a Crupper, al anciano, a los clientes. -¡Por la victoria obtenida con sangre y muerte! –tragó el líquido y golpeó la barra con el pequeño círculo de vidrio, Crupper apuró el güisqui y lo imitó de la misma forma que el resto: el bar tembló. Foch sintió, de forma fugaz, el acantilado, el bruno algodón ennegreciendo la oscuridad, el despeñadero y sus piedras, temblando de luz, el brutal oleaje arremolinado contra las rocas. –Ha sido un placer, jóvenes, prosigo mi viaje. Cuídense. Se levantó camino a la salida. –¡No se marche, general, la tormenta arrecia! –dijo Crupper sin girarse, sin mirar a Foch. Foch se volvió. Todo el local estaba observando. –Agradezco, pero esperan a mi persona. Me voy. El silencio hizo crujir una silla en un extremo del local. El general sostenía el pomo de la puerta con la mano izquierda. Era una puerta estrecha, una plancha de tabla parda de mala textura y peor calidad. Foch no llegó a comprobar si la habían cerrado. –Un convite le aguarda, sin embargo esperamos con más ansia y desde más tiempo. No se marche –. Perfilada, Crupper mantenía, culpable y serena, la sonrisa entre barbas y jugueteaba con la tersura del cuello herido. Foch dudó; fabuló nuevas mentiras, pero no las dijo. Retornó al taburete. –Siempre queda tiempo –recitó en apenas un susurro, ya sentado, regresando dócil al aroma envenenado de la ginebra, a la amabilidad acostumbrada y de reglamento, a la sutil sonrisa de aprobación, al gesto indolente de hombre entero.

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EL SILBIDO por Gabriel S.

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ota es uno de esos lugares de los que sales y a los que jamás quieres regresar. Es oscuro, incluso a medio día, y siempre lo envuelve una neblina, especialmente en invierno, que parece subir por las callejuelas al mismo ritmo que las olas golpean las rocas de la costa. Las calles son estrechas y pobres, la gente triste, como si cargaran a sus muertos sobre los hombros todos los días del año. Los niños, escalofriantes, entiznados por el humo de las fábricas, sordos por el sonido de las máquinas que envuelven el pequeño núcleo urbano, viejo como el carbón, que amenaza con volverse ceniza en cualquier momento. Yo me fui hace más de treinta años. Me salvó un pariente en la capital que me recibió con los brazos abiertos. Encontré trabajo en correos, me casé con una buena mujer, tuve dos hijas, una abogada y una maestra, y tres perros. La casa es grande, el dinero no escasea y el trabajo sigue ahí, como siempre. Sólo yo estoy viejo. Los altos mandos no sabían qué hacer conmigo y, tras mucha falsa cortesía y pasitos de baile, decidieron jubilarme. Antes de la patada en el culo, sin embargo, me dieron un último trabajo. “Tú eres de Lota, ¿no?” me dijeron mientras ponían un paquete en mis manos. Mi última entrega a un tal Lillo. Será que me he vuelto sensible con los años que no lo rechacé. Había algo

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de poético en regresar allí con mi último paquete, como los elefantes que vuelven a su lugar de origen antes de morir. Llegué a eso de las once de la mañana. Estaba cansado, no había podido dormir bien y se me notaba. Con cierta renuencia dejé la estación de trenes y, no bien puse un pie en la calle me sorprendí de cómo todo había cambiado: asfalto, tiendas multicolores, semáforos y un nutrido coro de bocinas me hicieron creer que nunca había salido de la capital, pero me tomó sólo una bocanada de inmundo aire contaminado y un momento de silencio para recordar el omnipresente canto de las sucias olas de Lota. La casa de Lillo estaba al otro lado del pueblo. Lo vi en un mapa que no reconocí pero que mi hija me aseguró correspondía a la localidad. No quise tomar un taxi ni coger ninguno de esos sospechosos autobuses. Quería caminar, volver a pisar fuerte la tierra a la que había jurado nunca regresar. Pensé que había justicia en poner las suelas de mis zapatos italianos en donde antes sólo podía poner mis descalzos callos, pero ya no había lodo que me recibiera ni miradas perdidas cargadoras de muertos. Ahora todos llevaban traje, las mujeres faldas, caminares distraídos, anteojos colgados de las orejas y paso apurado. Yo era apenas una sombra proyectada por los faros de los autos.

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A medida que me alejaba del centro notaba que la ciudad empezaba a cambiar frente a mis ojos. Hacia la periferia los rascacielos se hacían pequeños y poco a poco volvían a tomar presencia los colores ocres de la tierra y el tizne. Las casitas minúsculas estaban manchadas de hollín. Antes de darme cuenta, mis zapatos ya pisaban el familiar lodo una vez más y las mujeres aparecían por los callejones con rostros preocupados y ceños cansados de tanto sufrimiento. Los niños llevaban los pantalones rotos y, sentados en centenarias sillas de mimbre, los ancianos me miraban a través de sus cataratas con ojos sospechosos. La casa de Lillo era una quimera surrealista construida en base a desperdicios: aquí lata, allí madera, concreto, piedra. Era una casa pobre de lotinos pobres. Podía haber sido mi casa de la infancia. Llamé a gritos un buen rato hasta que alguien salió a recibirme. Una mujer gorda, morena y de mal humor, que al ver mi paquete me apuntó en dirección hacia la costa. –Está en el cementerio –me dijo, con tono hastiado– junto a la mina. –Sé dónde está el cementerio –le respondí seco y emprendí el camino. Mi viejo corazón se estrujó contra mis costillas. Nunca me han gustado los cementerios, pero el de Lota, especialmente, lo aborrezco. Odio sus viejas tumbas agrietadas y detesto la hierba que lo devora todo, los claveles pudriéndose y la vista, esa espantosa vista sobre el negro mar infinito, sobre una mina invisible que se extiende bajo la tierra como un cáncer acechante. Me costaba caminar, jadeaba mucho, el barro me llegaba hasta la cintura en ciertos tramos y debía luchar, con todo el cuerpo,

para seguir avanzando. Cuesta arriba, siempre cuesta arriba, nunca bajes, no te metas en la oscuridad. Mamá me decía que no me acercara a la mina, pero la mina me silbaba, me seducía con sus secretos. “Vete cuesta arriba con los otros niños”, decía mamá, “sobre la mina, vete colina arriba, anda, llama a Cristina y váyanse juntos a jugar al cementerio. No se acerquen a la mina”. Tenía que parar. Estaba demasiado empinado, tanto que ya iba a rastras, aunque parecía que sólo yo tenía problemas. Las mujeres, todas de rigurosos negro, con pañuelos y encajes, caminaban en ángulos de casi 90 grados sin problema alguno. Iban ascendiendo hacia las nubes, hacia el sol negro que no iluminaba Lota. Yo las miraba mientras intentaba recuperar el aliento: un cortejo enorme, gigantesco, de mujeres pobres, morenas y pequeñas, de hombros anchos y piernas firmes. Llevan de la mano a sus críos, pequeñas cucarachas que nada entendían de la vida. Los padres, en ninguna parte. Las olas golpeaban las rocas con un silbido sugerente. Finalmente, casi al límite de mis fuerzas, llegué a la cima de la colina y pude ver el ce-

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menterio. Todo el cortejo se había reunido en torno a un grupo de tumbas cantando y llorando al mismo tiempo. Las olas golpeaban sobre las rocas con furia y el silbido se volvía cada vez más poderoso, casi hiriente. Mamá decía que era el Diablo el que silbaba, enojado con los mineros porque habían descubierto su casa al excavar la mina, por lo que, como castigo, les silbaba hasta volverlos locos, los separaba del grupo y los hacía ver mentiras en la oscuridad y el silencio sepulcral de la mina, de tal forma que caminaran hacia él, dieran un mal paso o un mal golpe con la picota y echaran todo abajo. Mamá decía que no me acercara a la mina, que al Diablo le gustan los niños pequeños, pero más aún las niñas. Caminé hacia el grupo de mujeres con el paquete en la mano. Intenté tragar saliva pero sólo encontré polvo, barro y carbón en mi boca. Mamá me abrazaba y yo lloraba, pero más lloraban los hombres que salían de la mina con sangre en sus pechos. Cerraban los ojos y se santiguaban, jurando nunca más volver adentro. Por lo menos cinco o seis, entre ellos mi padre y el de Cristina, pobre Cristina. Es que el Diablo silbó tan fuerte, mamá, que no pudimos evitarlo. Yo no quería ir a la mina, yo no quería ir a la mina. Los hombres salen con las picas manchadas de sangre y hollín. Mamá me cubre el rostro cuando por fin la logran sacar del agujero negro, pero igual alcanzo a ver su rostro descompuesto por los golpes, la sangre y las vísceras, todo manchado de cenizas. El llanto de las madres de Lota nunca dejó de oírse. Cuando llego al centro del grupo las mujeres guardan silencio y se giran hacia mí. En sus ojos no hay lágrimas, pues nadie llora al muerto de este funeral. Miro las tumbas y reconozco los nombres: allí están todos los hombres que la mina enterró, incluido papá y, un poco más allá, casi junto al acantilado que se levanta por sobre la

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mina, veo el nombre de ella, casi por completo devorado por las hiedras y los años. El paquete, hasta entonces increíblemente liviano, se hace de pronto muy pesado y escapa de mis manos. Algo metálico se golpea en el interior. Levanto la vista y veo cómo el grupo se cierra sobre mí. –¿Qué sucedió niño, dime qué sucedió? –me grita su madre, loca de dolor, pero yo no puedo hablar, me ahogo en las lágrimas. –¡Déjalo, por Dios, déjalo! –¡Habla niño, habla! Caí de rodillas. El silbido, les dije a las mujeres, fue todo por el silbido que vino de las profundidades, desde la oscuridad primordial. Al mirar hacia el túnel, oscuro e impenetrable, pude sentir el siseo y los susurros, algo que se movía, subía y bajaba por las paredes, como un fango viscoso, grande, eterno, inconmensurable. Irresistible. –Ve tú primero –le dije, fingiendo valentía– después de todo le gustan más las niñas. –Cristina… Cristi…. –¿Pero tú vendrás luego? –Cristina… Ven Cristi… Ven…. –Sí, claro, voy detrás de ti. Lo último que vi fue su vestidito desaparecer entre las sombras. Quise seguirla, de verdad, les digo a las mujeres, les juro que quise seguirla, pero no pude. Sentí miedo de las manos grandes manchadas de hollín y los ojos negros, de su aroma a cigarrillo y a suciedad; su sonrisa cortada en tragedia, sus pantaloncillos rotos, el pelo mugriento y el rostro lleno de cicatrices. Sentí terror de lo que se llevó a Cristina de la manita. No pude moverme ni siquiera cuando las risillas se ahogaron en un único agónico grito que clamó por mi nombre. Rompí en llanto y hui a casa, escuchando el silbido disolverse tras mis pasos. Le dije a mamá todo, se lo dije, de verdad, pero ya era muy tarde. Ella meció su cabeza con furia. Hay que llamar a los hombres, hay que llamar a los hombres. Ahora ha vuelto el último hombre de Lota.

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Las mujeres abrieron el paquete a mis pies y sacaron de él las mismas picotas con las que tuvieron que rescatar el cuerpo muerto y desfigurado de Cristina. Oxidadas y manchadas de sangre, todas las mujeres de Lota blandieron una y, sin ceremonia ni sermón de por medio, se acercaron a mí. Sé lo que ha de venir y lo recibo con los brazos abiertos mientras desde el fondo del mar un silbido muy humano se alza por sobre las olas y llama por mí.

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¡ESTOY CRUZANDO EL JARDÍN CON TUS BOMBONES! por Andrés Ramírez Mejía

V

oy caminando como puedo: clac, clac, clac ¡Estoy cruzando el jardín con tus bombones! Y mis viejos zapatos de charol tan tristes como el invierno de Siberia. Desgastados por el uso, agrietados por el sol, con barro en las suelas. Y mis pies, que a medida que avanzo se van hinchando. Mis pies que han recorrido miles de kilómetros para verte. Y mis piernas que tiemblan como un flan. Y en el extremo norte al otro lado del jardín logro ver tu silueta. Clac, clac, clac. Y los animales que empiezan a ironizar con sus risas bufas. El león, el asno, el babuino y la serpiente con su silbido infernal. Y yo con mis viejos zapatos de charol, el pelo brillante como un bombillo y la ridícula pajarita naranja que he comprado para la ocasión. Clac, clac, clac. Y para hacer más patética la escena llevo un ramo de flores y un asfixiante traje blanco y tu caja de bombones que ya empiezan a derretirse. Y el miedo que se enquista en mi estómago y toma forma de ruido industrial. Y el babuino que se empieza a masturbar y se pone a chillar y se acerca al león con su polla rígida y el felino que lo recibe con un zarpazo que le destroza el hocico. Y el asno se echar a reír mientras la serpiente se enrosca en su cuello y trata de asfixiarlo y el cuadrúpedo le arranca la cabeza de un solo mordisco y la escupe en las rosas. Y entonces cierro los ojos y de la oscuridad emerge el hombre pájaro de mis pesadillas infantiles. Y en uno de los palcos del jardín están los archiduques que observan el espectáculo con sus monóculos, como quien ve la ópera y alistan su arsenal de fruta podrida y me arrojan

las centellas tropicales y ahora mi traje es tutti frutti. Y hasta me dan ganas de llorar pero te veo a lo lejos y me digo que debo conservar la compostura porque estoy cruzando el jardín con tus bombones. Clac, clac, clac. Y en un arrebato de sueño lúcido deduzco que habito una pesadilla y pellizco mi antebrazo y no despierto y tomo una vela para quemarme la cara y mi acción es infructuosa, no despierto, y entonces pienso que esto no es más que la realidad. Y me percato que aunque estemos lejos te puedo hablar. Entonces digo que soy tu caballero andante y que te voy a liberar de la torre en la que te encuentras cautiva pero no respondes, solo hueles tu manzana.Clac, clac, clac. Y al costado derecho están Silvio Berlusconi y Dominique Strauss-Kahn, que han atado a tres niñas polacas en un árbol. Las momias transpiran ginebra y se acercan al oído de las menores, les susurran palabras lascivas y entonces el picnic pedófilo empieza a retoñar. Mientras observo el pandemónium pienso que mis pasos siempre han sido accidentados, que el accidente siempre ha sido la inspiración y mis miedos crecen como la levadura. Clac, clac, clac. Y no sé cuál es la razón pero ignoro a las niñas y sigo caminando con tus bombones y no pueden faltar los representantes del Vaticano, que se unen al picnic y encienden la hoguera con niños que llevan atados a sus cuellos collares sadomasoquistas. Y el Enola Gay sobrevuela el jardín tripulado por el coronel Paul Tibbets mientras Franklin D. Roosevelt, Wiston Churchill, Charles de Gaulle, Albert Lebrun y Chiang Kai-shek entonan

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Bestiario al unísono un cantico que acentúa la frase: -¡Vuela iracundo Little Boy!-. Y cierro los ojos y me vienen a la mente el Guernica, las trincheras de la Primera Guerra Mundial y el Museo del Holocausto de Washington, DC. Y a pesar del conjuro de los ancianos y del sobrevuelo del bombardero, el cielo no oscurece, por el contrario, los rayos ultravioletas hacen mella en tus bombones. Y en una arrebato de locura tomo la nevera portátil donde Stalin mantiene su vodka frío e introduzco tus bombones en su interior. No sin antes tomar un trago que quema mi garganta. Y el dictador ruso no se percata de mi acto suicida ya que se encuentra increpando a Adolfo Hitler, le llama traidor a grito herido, pero el dictador alemán ni se inmuta porque está absorto viendo bailar a Francisco Franco, que viste un tutú rosado e interpreta con delicadeza a un cisne del cuento sonoro de Tchaikovski. Y debo admitir que la imagen me causa tanta gracia como al psicópata alemán y en ese instante me olvido de ti y de mi determinación patética de venir a buscarte y mí risa estridente se funde con la del nazi y hasta lo abrazo

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y señalamos a Franco con nuestros dedos índices y seguimos con las carcajadas. Y no vienen las famosas mariposas amarillas del realismo mágico a inyectar esperanza, todo lo contrario, ahora el cielo oscurece y empieza a llover mierda mientras Vladimir Putin se enfrenta a dentelladas contra un oso ucraniano. Y hay una pantalla gigante donde se encuentran reunidos y desmembrados todos los habitantes Ruanda y ven en alta definición la película Hotel Rwanda y me piden que les dé los bombones pero me niego y continúo mi camino no sin antes preguntarme de dónde he sacado tanta fuerza. Ahora mis pasos son ágiles, clac, clac, clac, seguros, clac, clac, clac y llenos de determinación porque me llevarán hasta el extremo norte del jardín. Y entonces me encuentro de frente con Benito Mussolini, que pregona desde un atril tallado con los huesos de sus opositores que el Imperio Romano volverá a regir el planeta, y les dirige unas palabras especiales a los etíopes, les dice que la luz de la Civilización Occidental pronto golpeara a sus puertas. Y de su boca emergen cascadas de saliva que se

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Bestiario estrellan contra las magnolias y sus pétalos y sus tallos se empiezan derretir. Y Álvaro Uribe y Augusto Pinochet aplauden a rabiar mientras unos guerrilleros accionan el mecanismo para que un petardo de mediano poder vuele todo en mil pedazos, y lo logran, las vísceras de los tres mesías van a parar a mi cara y vomito mientras sigo pensando que estoy cruzando el jardín con tus bombones. Y miro a la izquierda y me doy cuenta que dentro del grupo de rebeldes están Manuel Marulanda, Iván Márquez, Simón Trinidad, Marcos Calarcá, Fidel Castro y Hugo Chávez y un tal Maduro que no es más que la fotocopia de Stalin venida a menos. Y también está el Cura Pérez y Gabino y Pablo Beltrán y Antonio García. Y todos se encuentran arrodillados venerando El Manifiesto Comunista como si fuera un becerro dorado. Como en La Biblia pero esta vez sin la manifestación divina del implacable Yahvé. Y en su reemplazado retumba la voz del Rey Juan Carlos de España que le dice a Hugo Chávez: -¡Por qué no te callas!- y enfatiza que la verborrea del venezolano ahuyenta a los elefantes que piensa destrozar a punta de escopetazos. Y Chávez dice: -¡las semillas transgénicas de Monsanto son el demonio!- y los izquierdistas lo aplauden a rabiar y Manuel Marulanda toma el Manifiesto Comunista y lo guarda en un cofre de oro y en ese momento llega la limusina y van entrando y pienso en el chiste del pequeño coche atestado de payasos que van saliendo de su interior y Maduro le grita a Fidel Castro que no demore, que le ha costado un ojo de la cara encontrar una mesa en El Bulli y veo su rostro y le creo porque un ojo maltrecho cuelga de su cavidad orbitaria. Y un pelícano intenta volar pero la mancha de petróleo que aprisiona su cuerpo no se lo permite y una mujer afgana sin nariz intenta sonarse y una joven musulmana emite un grito sordo porque le han cercenado el clítoris. Y por supuesto hay espacio para la familia: -Los Manson- que lidera el bueno de Charles y entonces le ordena a su legión que desuelle sin contemplación

al molesto músico de Liverpool y que le lleven sus lentes como ofrenda. Y desde las ramas de un robusto eucalipto Mark Davis Chapman sonríe como hiena mientras lee The Catcher in the Rye. Y en un árbol contiguo, no sé muy bien el nombre de su especie, tal vez sea un Abeto, tal vez es un Almendro, hay un grupo de banqueros de diferentes nacionalidades y todos tienen cañas de pescar y en sus anzuelos hay billetes de baja denominación, y en vez de peces hay un grupo de harapientos que intentan atrapar lo billetes con sus bocas, y uno de ellos pica y entonces el banquero, tal vez sea francés o inglés, aunque cabe la posibilidad de que también sea norteamericano, suizo o alemán, da un grito de victoria y todos sus secuaces lo alientan con aplausos ensordecedores. Y justo en frente del árbol, en la otra orilla, la vera por donde camino separa los costados del jardín, hay un dragón sumido en un sueño profundo que cuida la central nuclear Vladímir llich Lenin. Y un encapuchado del Ku Klux Klan que lleva una antorcha en su mano grita: – ¡Chernobyl y Fukushima! –. Y pese a todo, un sentimiento de confort me envuelve porque con cada paso estoy más cerca de ti. Clac, clac, clac. Y entonces tengo que atravesar Wall Street, a mí alrededor hombres bien trajeados que observan pantallas hipnóticas, y en su interior los movimientos de las acciones que suben y bajan como la marea y uno de los hombres grita: -¡que viva el Dios Mercado!- Y algunos se frotan las manos y otros sacan sus revólveres y se vuelan la tapa de los sesos. Y el ambiente me trastorna y de nuevo mis piernas flaquean pero respiro profundo y me aferro a la nevera portátil porque estoy cruzando el jardín con tus bombones. Y al salir de la bolsa de valores te puedo ver y entonces acercas la mano a la boca y me mandas un beso que estrella mis labios. Y aparto los pedacitos de cerebro de mi mano y te respondo con otro beso volador. Y una orquesta sinfónica interpreta La cabalgata de las Valkirias de Richard Wagner mientras un pintor esboza

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Bestiario en su lienzo la efigie de King Jong-il y me dejo llevar por la intensidad del huracán sonoro mientras cruzo el jardín con tus bombones. Y al caminar un poco me encuentro con Barack Obama y Benjamin Netanyahu sentados en frente de una hoguera y ambos se levantan y toman la medalla del Premio Nobel de la Paz y la tiran al fuego y detrás de un arbusto un integrante de Hamás se prepara para inmolarse mientras George W. Bush y Saddām Husayn se baten en un ring vestidos con atuendos de luchadores mexicanos. Y una pequeña que observa los patos del lago corre hasta donde su madre, que construye una gran pompa de jabón con una soga mientras Ricardo Arjona tortura a un auditorio con sus chabacanerías. Y mis pasos se empiezan a hacer plomizos pero estás muy cerca, clac, clac, clac, ya te puedo acariciar con los ojos. Y cada paso hacia ti pesa más y más, clac, clac, clac y mis pies se convierten en lastres, en kilos, clac, clac, clac. Y tú vestida de blanco, con una sonrisa solar y con una corona de flores en el pelo. Y te digo que siempre había esperado este momento pero no respondes, solo muerdes tu manzana. Y ya estoy en frente

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Bestiario tuyo y todo es tan confuso y te digo que crucé el estrecho de Gibraltar en una patera sólo para verte. Y por fin respondes y tu voz es tan dulce que dan ganas de aullar, tal como la había soñado y me dices que qué mierdas me creo puto negro, que tú eres la princesita madrileña que sale en los portadas de las revistas de estilo y que un marroquí mugroso jamás tendrá. Y te respondo que en realidad no sé donde nací y que tú no puedes ser esa princesita madrileña pija de la que tanto hablas porque me estás insultando con un exquisito acento porteño. Y entonces afirmas que sí intento confundirte. Y te respondo que no es así, y te empiezo a contar todos los planes que tenía contigo: salir de paseo tomados de la mano, construir una cabaña en el bosque, mirar el atardecer y te hechas a reír y me dices en un danés fluido que nunca habías tenido en frente a un negro tan cursi y te digo que no sé si soy negro, amarillo, café, blanco o rosa porque nunca he tenido un espejo. Y un especialista en teoría Postcolonial vocifera que todo se está poniendo muy maniqueo. Y pienso que tiene razón y me doy cuenta con tristeza que nuestro encuentro nunca ha tenido sentido pero me digo que cruce el jardín para darte tus bombones, así que los saco de la nevera stalinista y te los entrego y me respondes que qué me he creído, que estás haciendo la dieta de los trece días porque es verano y quieres verte como la princesa Postmoderna que eres y que te las arreglas sola con tu Mercedes Bens descapotable, con tu dildo y con tus gramos de cocaína colombiana, la mejor del mundo, enfatizas. Y agregas que tu dieta la estás haciendo para ser la Venus de La Riviera Maya. Y tus guardaespaldas empiezan a escupirme y disparan sus pistolas de electricidad y las agujas o como se llamen se clavan en mi pecho y los gorilas oprimen un botón y comienza el baile de los electroshocks y yo sólo digo con una voz eléctrica que he cruzado el jardín para darte tus putos bombones y vocifero que no se porqué demonios uso la ridícula palabra bom-

bones. Y tú respondes que las princesitas feministas no se compran con bombones y te digo que no quería comprarte, que no eres una mercancía y que las feministas también se enamoran, así sea de lesbianas con axilas amazónicas, y además te digo que los bombones son solo un símbolo y tú te hechas a reír y tomas el empaque de chocolates y los haces trizas con las suelas de tus Terry de Haviland de quinientos euros. Y entonces me digo que ya no tengo nada más que hacer en este muladar, que no tengo por qué aguantar tanta mierda y despliego mis alas y Hitler dice: -¡como vuela el murciélago!- y Borges desde una montaña contigua, sentado en un trono, con su ceguera vidente murmura que abomina los espejos porque multiplican a los seres humanos y la única que derrama una lágrima al verme partir es la chica triste de los lentes, que se despide moviendo su mano en el vacío y piensa en el relato: Un señor muy viejo con unas alas enormes de Gabriel García Márquez.

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Bestiario

CRUELDAD por Pablo Ferraioli

N

at había prendido todas las luces de su casa, que destacaban el blanco de las paredes y el amarillo de los almohadones, dispuestos en el suelo para que nos sentemos en ronda. Beatriz me busca, se me acerca por la izquierda y yo cierro conversación con Quique, a mi derecha. Llega Lu, “Lumía”. Unos días antes, habíamos vuelto a encontrarnos, después de mucho tiempo. ¿Un año? Creo que dos. ¡Dos años! ¿Y cómo estás? Bien. Sabés a qué me refiero. Sí, bien, estoy en pareja, ¿vos? Nada... te quiero, todavía. Yo también te quiero, no es ese el punto, Lucas. Supongo que no. Ahora, Nat pone música, algo de Diego Frenkel,

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Bestiario

y trae las pizzas. Beatriz me saca conversación y yo miro a Lu. Beatriz trata de tomarme del brazo. La miro como para matarla. ¿Qué marcás? No contesta. Lu no me dedica mirada. Se sienta cerca de Nat, le desea feliz cumpleaños y se pone a charlar con el Oso, que tie¬ne locuacidad cervezal. Se ríen. El Oso es inofensivo, pienso. La noche pasa. Decido irme y me despido de todos y de nadie, único beso para la anfitriona, que lo termines lindo, nos hablamos. Chau a todos. Yo también me voy, dice Beatriz, dando casi un salto. No sé cómo llegamos a siete y 57, caminando. No sé de qué pudimos hablar todas esas cuadras ni sé cómo es que Beatriz está llorando y yo me siento frío de frialdad absoluta. No quiero nada con vos. Pero bien que me cogiste. Pero no quiero nada con vos. ¿Es por Lu? No me jodas, ella está en pareja. Pero es por Lu. Por lo que sea: no quiero nada con vos. Me siento mal, creo que me voy a desmayar. No hagas teatro, es tarde y estoy cansado. Te digo que me siento mal. No vas a hacer que me quede con vos desmayándote. Te digo que me siento mal. Pasan varios taxis y no le paro ninguno. Al contrario, doy media vuelta y, frío de frialdad absoluta, empiezo a caminar. Sólo veo las luces de la avenida, el amarillo lúgubre y tembloroso, opaco haz insuficiente de las luminarias, los negocios y los autos. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy. No me putea, no grita, nada. Si no escuchara su sollozo pensaría que se ha desmayado en serio. Cuando paso por el frente del Ministerio, sólo veo el frío halógeno y ya no escucho a Beatriz. En un rato me voy a perder en la oscuridad de Plaza Rocha, habiendo consumado un acto de cobardía y pensando porqué, pudiendo evitarlo, pude ser tan cruel.

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Interlunio

CARRERA por Jesús Nieto

Tropel de polvo y piedra vuelo y arribo de pies ligeros saltos que no se escuchan desdén por el paisaje desprecio del jazmín e ignorancia del viento Correr un camino de sonrisas veladas carraspeos inconclusos y silencios perdidos Tomo el camino a zancadas me dejo llevar por el deseo tieso de alcanzar otro escalón, el otro y el que sigue piso flores, pájaros, hierbas, mujeres, canciones sin voltear a ver sin ensuciarme Tropiezo con minucias: roces, ruidos, ruegos y me levanto de un salto (Nunca debes mirar atrás) empujar jalonear patalear... siempre seguir Llego, miro en derredor solo un páramo finito evoco instantes de goce negado mangos, abriles, música y piel El camino ya no se puede desandar.

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Interlunio

LA NOTA ROJA DE LA POESÍA MEXICANA por Óscar David López

M

e han contado de varios poetas que en su tiempo de goce y fama de jóvenes llamaban a gritos “maricones” a los gays declarados de a pie. * Me han contado que esos varios poetas posteriormente leyeron a la Butler y fueron a sus conferencias… luego, hasta pidieron firma y foto. * Me han contado que esos varios poetas desprecian a “jotitos” de antro y tumban a mamadas a los queers de las letras. * Esos varios poetas tienen nombres como los de mi generación, la de los tíos, la de los abuelos, y la de los sobrinos. Están por todos lados. * Esos varios poetas no me causan gracia y no me causan pena, pero he leído sus versos y dicen cosas como “de la luna un polluelo amarillo”, “grandes manos del señor padre”, “la luna de la estampa del reino”, “las filigranas del corazón para mi amada”, “bailo en una esquina”, etc. * Esos varios poetas con su gran congoja como capita de Batman en carnaval dicen que hay que liberarse, y luego aniquilan en sus talleres literatura. * Esos varios poetas siguen siendo los chamacos que gritaban “maricones” a los gays de la colonia, ahora que seducen a las estrellas queers. * Esos varios poetas sin un poema que en verdad conmueva, haga reír o llorar, o lo que sea. Esos varios poetas sin poemas. *

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Interlunio Esos varios poetas, yo soy Agnes Torres Sulca. Ayer me enterraron y sigo viva. * Esos varios poetas me recuerdan porque me levantaba la blusa y enseñaba las siliconas. No recuerdan que me pedían mamadas, que me abofetearon. * Uno de esos poetas vino a mi consultorio y me obligó a esnifar de los ceniceros mientras me decía “qué interesante tu lista de perversiones”. * Lo primero que sentí fue un puñetazo en el rostro y pensé en mi maquillaje. Mi maquillaje ahora siendo un rostro en el puño del agresor. * Esos varios poetas miraron a mi agresor ahora súbitamente travestido con mi rostro, en su puño, en forma del clandestino usurero del terror. * Los puñetazos siguieron y mi maquillaje comenzó besándome el cuello mientras esos varios poetas pensaban en la incertidumbre, ajados. * Versos de esos varios poetas travestidos de señoritos diciendo que si amanecemos lopezvelardianos no nos damos cuenta de que te asesinamos. * Versos que no son versos realmente, sino la estafa de una marcha donde no hay igualdad y el despistado con pancarta de “Conacyt, bécame”. * Esos varios poetas silenciando los murmullos de una como yo tirada en la barranca Xaxocuapatle con grandes versos como “urbi et orbi”. * Esos varios poetas que pensaban que era monstruosa, con o sin vida, mientras mi rostro desaparecía bajo una vía llena de gente, indiferente. *

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Esos varios poetas que durante este año leerán sus poemas en París o Londres después de un breve discurso sobre la desigualdad mexicana. * Esos varios poetas que no conmoverán a la audiencia pero que pondrán cara de estropajo mientras rematan el verso final y dicen “Merci à tous”. * Esos varios poetas que son como yo y son lo peor, discriminadores cuando en la adolescencia me gritaban “maricón” y hoy lamentan este poema. * Esos varios poetas que dirán, “ay, pero si la muerte es tan mexicana”, ahora eres famosa, Agnes, vamos por unas chelas y luego al baño. * No, efectivamente, esos varios poetas me ofrecerán la verga aunque mi cara de cadáver o de ceniza incomode, yo soy la que les da lo mismo. * No, o sí, da lo mismo, cuando me daban una paliza, porque esos varios poetas y mi agresor se incorporaban y se iban a casa con la familia. * Me han contado que esos varios poetas tienen gatitos, van a cafés a ligar chicas, lavan su ropa en casas de los amigos, y amaban mi perfil. * Me han contado que esos varios poetas dicen ahora que eyaculaban sobre mí como perritos y yo no quitaba mi carota de Picasso. * Esos varios poetas no se enteraron de mi muerte porque ellos sólo fueron los autores intelectuales y fueron prudentes con el diccionario. * A esos varios poetas los llamábamos Kalimba o José José, por el sentimiento y la muerte del autor. Luego, nada. No disponible. Puro standby. * Vámonos, que ahí viene la Nota roja de la poesía mexicana.

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Interlunio

UN CHARCO DE SANGRE por Javier Lerena

S贸lo es un charco de sangre, sucio, en un callej贸n, recordando de qu茅 estamos hechos: tambi茅n de violencia.

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Interlunio Contenido

E

l sonido de las costillas quebrándose como estrellas desprende un pequeño suspiro de esquirla: profundo, dulce.

EL NUEVO DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Autor Muros teñidos por la luminosa melodía percutida. Fluye la fe del talio: la pólvora gloriosa de la lagrima jnjkdnjkdnjqkd aguda.

jnjkdnjkdnjqkd

Gritos que tejen cobijo para los océanos de la soda nasal. Hermosos cuerpos eléctricos: cometas temblorosos erosionando el humo de la vida: erección. Fricción. Quemadura. Meconio horrorizado ante la alegría. El corazón de la mancuerda: droga fina. Elixir delirante de la garrucha. La flama del cuchillo delineando el cuello.

DE NUEVO EL HALCÓN a.

y el olor de la sangre mojaba el aire y el olor de la sangre mojaba el aire.

Jose Emilio Pacheco

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Los despojos forman sobre la seda el mapa del placer. Un atlántico barbárico y colosal surcado por el orgasmo. El arcoíris exhumado resplandece, abre la cavidad orbital, rocía las flores: perfuma. El señor todo poderoso, agente del bien y del orden, hermano de la verdad y la justicia, embriagado en dolor olvida las palabras. La confesión. El sentido.

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Convocatoria

LITERATURA IKEA

Preferiría No Hacerlo #17

Sentado en la imponente oscuridad y humedad de tu piso, te das cuenta de que tu vida necesita un cambio: el trabajo pesado y mal pagado, una relación endeble y sin rumbo, una mascota que te desprecia y una calvicie incipiente exigen que hagas algo al respecto. ¿Qué mejor que redecorar? ¿Qué mejor que transformar tu apagada vida en un vistoso catálogo de impecable perfección? Mejor aún: todo hecho por ti mismo, si es que eres capaz de entender las instrucciones de armado y salir del laberíntico recorrido de los sugerentes montajes de espacios modernos en un puñado de metros cuadrados, o las catedrales de cajas apiladas de los muebles sin armar. En esta nueva convocatoria de PNH llamamos a nuestros colaboradores a pensar en la Literatura Ikea: una literatura decorativa, una literatura para armar, una literatura sobre el consumismo de lo uniforme y estandarizado como un modo de salvar-

nos de nuestra singularidad incómoda. Una literatura de catálogos que ofrecen una ventana a una vida “lista para ensamblar”, sin mayores complicaciones que una llave Allen y un par de tornillos rebeldes. La consigna es “Hágalo usted mismo”, y abarca desde los cánones más clásicos del armado de mobiliario barato hasta la experimentación explorando el sinuoso recorrido de la exhibición de muebles, permutando desarmando y rearmando, hallando piezas perdidas, proponiendo modelos para armar y desarmar que satisfagan hasta al más autosuficiente consumidor de individualidad serializada. Somos hijos de la era de la reproducibilidad técnica; abofeteamos en la cara a las máquinas de ensamblado y nos emancipamos de la cadena de armado en serie de Ford: es la era de la individualidad, señores. Si no puedo armar un librero yo solo, ¿cómo pretendo poder alcanzar la plena independencia?Los límites están en los materiales disponibles y, por supuesto, en lo que diga en el manual de instrucciones. Nada como la literatura para amueblarnos la cabeza, como dicen los suecos.

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Colaboradores

a. (México, 1983) A veces escribe www.pintalodeplata.wordpress.com

Andrés Ramírez Mejía Andrés Ramírez Mejía estudió periodismo en Bogotá. Escribió de música, cine y humor en diferentes medios. Hizo Creación Literaria en Madrid y una maestría en Estudios Culturales y Literatura Comparada en Barcelona. Ha sido libretista y en la actualidad escribe para un nuevo portal musical y una novela llamada Freaks.

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Colaboradores Javier Lerena (Madrid, 1962) Licenciado en Filosofía, ha dedicado su vida profesional a al sector audiovisual. Actualmente trabaja como crítico de cine en una televisión pública española. Participó en la antología “Manos a la obra, dos” (Fuentetaja, 2011). Sus poemas han sido publicados en distintas revistas: “Buenos Aires Poetry”, “Letralia”, “Palabras diversas”, “Almiar”, etc. El próximo Septiembre poemas suyos aparecerán en la antología “24 poetas tímidos” (Amagord). En la actualidad ultima su primer poemario. www.javierlerenapoesia.blogspot.com.es/

Gabriel S. Mido un metro ochenta y uno, tengo un sillón azul en mi cuarto hay un baúl, y me gusta el almendrado me despierto alunado, mi madre es medio terca aunque nunca estuve preso anduve cerca Soy de Aries, pelo castaño algo tacaño y no colecciono nada, guardo la ropa ordenada, me aburro en nochebuena. Si estornudo no hago ruido y no hablo con la boca llena. Puedo decir que soy de pocos amigos pero de mis enemigos no sé cuántos cosecho, tengo el ojo derecho desviado, dicen que soy bueno aunque no sea bautizado. Nací a las tres de la mañana, me llevo bien con mi hermana, no creo en OVNIS ni en zombis y uso prendas talle M. Juego con fuego aunque el fuego me queme.

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Colaboradores

Cristian Rubio Villaró Cristian Rubio Villaró nació el ocho de junio de 1981 en Barcelona. Licenciado en Historia en 2009 por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha cursado, también, provechosos estudios de escritura creativa, relato y guión. Actualmente se ha comprado un traje en el Zara y se dedica a ir invitado a las bodas de sus amigos. Ha obtenido algunos premios por sus relatos como el Primer premio en el “XXI Certamen Literari de Nou Barris”, el premio al mejor autor menor de 25 años en el “XXV y el XXVI Concurso de Cuentos Villa de Errentería”, 1er premio en el “Certamen Literari Francesc Candel” (narrativa histórica), finalista en el XVI Concurso de relatos cortos “Juan Martín Sauras” y 1er premio de relato en el “II Certamen Literari Grup d´Opinió Âmfora”. Cristian Rubio Villaró habló una vez en público, vio a sus abuelos en platea y se emocionó. Cristian Rubio Villaró ha perdido el conocimiento cuatro veces en su vida recobrándolo no una, ni dos, ni tres sino cuatro veces.

Jesús Nieto Rueda Jesús Nieto Rueda(1983) es originario del Bajío guanajuatense y se instaló en la Ciudad de México a los 18 años. Estudió Sociología y Literatura Comparada. Se dedica a la docencia, prepara una tesis de Estudios Culturales y escribe poesía.

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Colaboradores

Óscar David Lopéz Nació en Monterrey, en 1982, pero escribe desde Monterreyna. Posee la beca vitalicia “doña Florencia” en el rubro de Eros. Autor de la novela “Nostalgia del lodo / La nostalgie de la boue” (2005), de los libros de poesía “Kitsch de cuarzo” (2012), “Roma” (2009), “Perro semihundido” (2008) y “Gangbang” (2007); junto a RZKXPX es coautor del EP “The Gangbang Show” (2008). Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2011, el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal 2009, y el Prix de la Jeune Littérature latino-américaine 2005-2006, MEET, Saint Nazaire, France. Ha sido becario del FONCA en la categoría de Jóvenes Creadores (2011-2012), de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint Nazaire, France (2006) y del Centro de Escritores de Nuevo León (2005). En el verano de 2010 lanzó “ROMAAMOR. CAJA DELUXE” que contiene tres libros: “Roma”, “Roma, etc.” y “Amor o de la putería”, además del juego de mesa “ROMAAMOR. Serpientes y escaleras”. Su más reciente libro es “Farmacotopía” (2014).

Pablo Ferraioli Pablo Ferraioli es argentino y vive en La Plata. Escritor, guitarrista aspirante, padre de tres (niños, se sobreentiende). Ha publicado cuentos en revistas de Argentina, España y Venezuela. Este relato está incluido en su libro Elephant Talk, de próxima aparición por Editorial Funesiana.

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Colaboradores

Matías Castro Sahilices Matías Castro Sahilices aparece en Rosario, en el 79. Escribidor, escapista, mosquero. Vivió acá y allá, pero basta con decir que extraña un pueblito llamado Cambrils y que sueña con otro llamado Meliquina. Cuando se acuerda, baila tregua y catala.

Enrique Betancourt Diseñador gráfico sin la habilidad de dibujar y con ataques de imaginación en los momentos menos apropiados. Castaño de nacimiento pero rubio de pensamiento. Dice que trabaja aunque nada se le ha comprobado todavía. En épocas de crisis, diseñará, bailará e incluso robará por comida. Para mentadas de madre favor de mandar un correo para agendar una cita: enrique.betancourt@outlook.com

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AÑO V NOVIEMBRE 2014 NÚMERO 16 DIRECTOR: ENRIQUE BARTLEBY CONSEJO DE REDACCIÓN: JOHN BILLY GABRIEL S. JULIO G. RICARDO KLEIN ALFREDO GUZMAN MATÍAS CASTRO SAHILICES CRISTIAN RUBIO ILUSTRACIONES: GIANPAOLO RENDE LAURA IGE DISEÑO: ENRIQUE BETANCOURT EDICIÓN WEB: ENRIQUE BARTLEBY


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