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Los Tzipitíos y la caña de azúcar

Los tzipitíos son seres pequeños que desde tiempos inmemorables han aparecido entre los hombres que habitan el sur de Mesoamérica, y que se divierten a costa de ellos haciendo travesuras. Existen en toda Guatemala. En algunas regiones como las del Quiché, se les conoce como “tzitzimietes”. En la región del oriente, le dicen “Duende” o “Sombrerón”. Y en el norte de las Verapaces y el Petén, “Dieguito” y “Catrincito”. Están ligados esencialmente con la eternidad y la alegría. Sobre todo, como en toda leyenda, también enseñan algo –en este caso, que siempre se debe tener buen humor, aun en los tiempos más difíciles del hombre-. Estos seres mágicos coinciden con los ritos históricos del mundo prehispánico del grecolatino o mediterráneo y de la concepción de los pueblos afroamericanos. En la costa Sur de Guatemala está muy difundida la leyenda de “los tzipitíos de la caña de azúcar”. Quienes los han visto, aseguran que son pequeños y se aparecen en la época de la zafra, para jugar con los niños de los campesinos y con la caña. Se les ve “enamorados” en los carretones que halan tractores, conducidos a los ingenios y trapiches donde se ha de procesar la caña. Allí, los tzipitíos han sido vistos comiendo melcocha, haciendo trenzas a las colas de los caballos y jugando entre las albura del azúcar; pero en la zafra, cuando se comen las cañas, estas se pudren.

Hace ya varios años, en la Costa Sur, un acaudalado propietario, hablaba gozoso con su hija mayor, frente a sus inmensas tierras:

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Los Tzipitíos y la caña de azúcar

-Mira m’hijo, todo esto es para cuando vos y tus hermanos crezcan. Mi papá aquí sembraba algodón, pero ya no se vende, por eso lo dediqué a cañaverales. La próxima semana vamos a reunirnos varios finqueros para organizar la llegada de las maquinarias al ingenio. Ellos creen que no los quiero ayudar, pero no es eso, sino que les voy a cobrar por el proceso. -¿Y todo este terreno lo compró el abuelo? – quiso saber el niño, que apenas llegaba a los ocho años. -Una parte sí, El abuelo logró comprarlo cuando bajaron los precios porque los alemanes se fueron, pero a ellos se los había cedido el gobierno, así que siempre salió caro- dijo el propietario. -Me contó don Eusebio que, bajo los cañaverales, encontraron unas figuras extrañas hechas de piedrale contó el niño a su padre. -Estas son tonterías de la gente ignorante- le repuso él-, no tenés que estar platicando con los peones, ya te lo he prohibido. -Es que cuando jugamos con José, a veces platico con su papá- dijo el niño apenas, pues fue reprendido severamente por el padre. -Ya te dije que no jugués con los peones ni con sus hijos,

Que vos vas a ser el patrón un día. -Es que cuando estoy solo en la finca, no tengo con quien jugar. -Pues mejor jugá con los chuchos- repuso su padre, muy molesto. Así, el niño decidió que cuando jugara con José y sus amigos, no se lo contaría a su padre. El tiempo transcurrió y la época de cosecha llegó. La cantidad de caña fue abundante y don Luis prensó que valía la pena haber invertido en la maquinaria del ingenio, pues las utilidades serían cuantiosas y podría comprarle a su esposa un automóvil nuevo y el collar de perlas que le había pedido. Además, podría llevarla a ella y sus tres hijos de paseo a los Estados Unidos, como todos los años. Sus hijos aún eran pequeños. El mayor era Luis, quien tenía el mismo nombre del padre y del abuelo. Sin embargo, los planes de don Luis se vieron afectados por algo muy extraño. Fue el capataz quien llegó con la novedad, para informarle que no toda la caña estaba bien. Don Luis, molesto como siempre cuando las cosas no salían a su satisfacción, se dirigió muy enojado hacia las plantaciones. –Lo que pasa es que ustedes son unos haraganes- refunfuñaba contra don Evaristo-. ¿Qué voy a hacer con tanta gente incapaz? Los empleados, al escucharlo, también se molestaron, pues no era su culpa. Ellos habían cortado bien la caña y fue al amanecer que apreció descompuesta. Pero lo que más les dolía eran los comentarios injustos del patrón.

-Siempre nos echa la culpa, como si nosotros lo hiciéramos a propósito- decían algunos. Mientras su padre se dirigía al campo, el pequeño Luis se quedó jugando en el casco de la finca. Era fin de semana y no tenía que estar en la casa de la capital para ir al colegio, como todos los días. Al irse don Luis, José se acercó a su amigo y le preguntó: -¿Por qué se fue tan enojado tu papá? -Porque se arruinó una parte de la cosecha de la caña- respondió el niño. -Esos fueron los tzipitíos- les dijo José-, y la culpa la tiene tu papá, porque no respetó los avisos que ellos le enviaron. -¿Qué es eso?- preguntó el pequeño Luis asombrado y curioso a la vez. -¿No sabés quiénes son los tzipitíos?- Lo interrogó José. -No, no sé- le respondió Luis. -Son como pequeño personajes que hacen cosas a la gente que no se porta bien. Pero no a los niños traviesos sino a la gente grande, no sé cómo decirte. Mejor vamos con mi papá. Los dos niños se dirigieron a la casa de don Eusebio, quien estaba reparando unas piezas de maquinaria cuando llegaron. -Papá, papá, explícale a Luisito quiénes son los tzipitíos, por favor- dijo José cuando llegaron corriendo. -Buenos días, niño Luis, qué gusto verlo por acá. ¿No se enoja su papá si viene a vernos?- le dijo don Eusebio. -No, no tenga pena. Mejor cuénteme qué son esos animalitos. -No son animalitos, niño Luis. Son como pequeños hombres que vienen del monte. Son poderosos y están enojados con su papá- repuso el señor. -¿Qué hizo mi papá contra esos pequeños hombres?- quiso saber el pequeño Luis. -Nosotros creemos que los hemos molestado. Mi abuelo contaba que hace muchos, muchos años, en este lugar, vivía gente muy sabia. ¿Ha visto las piedras que sacamos el año pasado y que su papá puso en el patio de su casa? Pues dicen los ancianos que los antiguos habían tallado esas piedras para sus dioses y que el sitio de donde las sacamos era sagrado. Una mi tía decía que era el andurrial de sus muertos, Parce que cuando sembraron la caña, molestaron el lugar de reposo de los antepasados y, por eso los tzipitíos están enojados. Antes, les pedían premiso para hacer sus cosas y los respetaban, Ahora, por el contrario, nadie lo hace, ni a ellos ni a los muertos, ni a las obras que dejaron los antiguos pobladores.

El pequeño Luis estaba asombrado. Y como siempre, cuando hablaba con don Eusebio, aprendía algo nuevo y certero. “Cuando regrese mi papá le voy a contar”,

-No me explico qué pasa- dijo en voz alta. Su hijo, que se hallaba detrás de la puerta del salón, le dijo: -Yo sé que pasa y cómo podés arreglar las cosas. -¿Qué vas a saber vos, patojo? Andate a tu cuarto o te castigo. -Le respondió don Luis. -No papá, ya sé que pasó con la caña: fueron los tzipitíos. -Respondió el niño. -Callate y a tu cuarto. El niño no insistió más. Espero hasta la cena y de nuevo le dijo a su padre quien, ante la imposibilidad de comprender lo que pasaba, escuchó al niño. La forma de arreglar las coas era devolver intacto todo lo que habían encontrado en el lugar de los ancestros a su lugar original, según la recomendación de don Eusebio. O bien entregarlo a alguien que no sacara provecho de lo que se había encontrado. Don Luis recordó cómo había vendido algunos objetos a unos amigos a una tienda, sin respetar la importancia que tenían para los antiguos pobladores. pensó el niño. Al volver don Luis, su hijo lo buscó para decirle que había encontrado la solución del problema en el cañaveral. Sin embargo, su padre seguía muy molesto en vez de atenderlo, cuando lo vio le dijo que se alejara. Don Luis

estaba muy preocupado porque la caña se había echado a perder ya a él le constaba que todo el proceso había empezado correctamente. -Busque los objetos que vendió- le indicó don Eusebio-, y luego, entréguelos al museo, allí nadie sacara beneficio y la gente ve con respeto lo que hicieron los antepasados. Don Luis no estaba muy convencido, pero los trabajadores llegaron contándole que otra vez había problemas con la caña. Esta vez las cortaron y, antes de llegar al lugar de destino, se secaron, como si les hubieran chupado el jugo. Así que don Luis decidió hacer varias llamadas por teléfono y, a los pocos días, logró reunir todas las piezas que había tomado del lugar sagrado y las entregó al museo, que había sido fundado por uno de sus vecinos. “Ahora ya sé por qué lo estableció”, pensó don Luis. Efectivamente, a los dos días de entregados los objetos, la caña cortada ya no se estropeó. Don Eusebio dijo que era porque los tzipitíos estaban tranquilos. A partir de entonces, don Luis aprendió a respetar a sus trabajadores y, en especial la sabiduría de los ancianos y los antepasados. Desde esa vez, cuando en el terreno de don Luis se descubría algo antiguo, él mandaba a llamar a uno de los investigadores de la capital y todos los objetos se conservaban en el museo, pues aprendió que los antepasados eran sabios y artistas, y su legado es una riqueza que se debe respetar.

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