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Las Ánimas Benditas
En una habitación fría, iluminada por la tenue llama de una veladora que amenaza con apagarse, de rodillas, frente a una mesa que apenas y sostiene un crucifijo, una viejecita termina su letanía y sus rezos elevando una última oración por aquellas almas que no tienen quién ruegue por ellas, es decir, que pide por las ánimas benditas del purgatorio. Una vez al año, cuando las densas tinieblas se apoderan del silencio de la noche, se escuchan murmullos y despacio, por las lajas de las calles, se ve andar a varias figuras blancas, que llevan un hábito de monje y pesados cirios en las manos. Van orando, pero es casi imposible descifrar lo que se escucha. Son las ánimas benditas que están buscando su eterno descanso al
arreglar lo que dejaron pendiente cuando vivía. Son almas buenas, milagrosas y muy agradecidas con todo aquél que rece por su redención. El día de Todos los Santos, a las seis de la tarde, se les concede a todas las ánimas una salida para que vayan cono sus familiares a recordarles que recen por ellas, y deben regresar el día de los Difuntos a las doce de la noche. Este día también pueden aparecerse en forma de palomillas o mariposas y su presencia no infunde temor, al contrario, mucha tranquilidad. Les atrae mucho el olor del ciprés. Todas las noches, antes de acostarte, reza por las ánimas benditas, no olvides que éstas protegen de todo peligro a quien ruega por ellas…
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Las Ánimas Benditas.
Aquella tarde del mes de octubre, Ambrosio Correa estaba sentado en un banco de pino, en el taller de sastrería de la casa de huérfanos de la Nueva Guatemala de la Asunción. Absorto, trabajaba con máquina, hilo, dedal y aguja, sorjeteando un pantalón. Las sombras empezaban a penetraren los rincones de las arcadas del corredor del hospicio. Las risas de los demás operarios de los talleres de carpintería, talabartería, panadería y tipografía llegaban hasta sus oídos amplificados por el cañón de la bóveda. Ambrosio se afanaba en su tarea. Ese pantalón sobre el que doblaba su espalda tenía que ser entregado al maestro Arcadio Carrillo, jefe del taller. Estaba preocupado, además, porque tenía que preparar su examen práctico para calificar como perito en el oficio y ser considerado maestro sastre. El examen, que era público, había sido solicitado ya al Ayuntamiento, el cual debía nombrar al tribunal examinador. Era lo único que le faltaba. Le inquietaba mucho esa prueba, porque de su aprobación dependía todo su futuro. Ambrosio levantó la mirada y se sonrió al oír las risas de las huérfanas que cuidaban y regaban las flores de los jardines del Hospicio, y que terminaban por desparramarse en la espuma cristalina del agua de la antigua pila. Ambrosio se llevó el hilo a la boca, lo alisó, enhebró la aguja y continuó el sorjeteado. Los pensamientos viajaban por su mente. A pesar de su incertidumbre, sentía una honda satisfacción, porque estaba justo al final de una etapa de su vida: alcanzaba la mayoría de edad -18 años-, y ello lo obligaba, según las ordenanzas que regían al Hospicio, a tener que abandonarlo. El oficio de sastre que había aprendido a dominar le permitiría, a partir de entonces, ganarse la vida con honradez. Además, podía leer y escribir con soltura, hacer cuentas con destreza y había aprendido igualmente música en la Escuela de Banda del Hospicio. Sabía que conseguir trabajo era difícil, y el solo hecho de intuirlo ponía en su mente un frío sabor a metal… pero, lo que más de estrujaba el alma era el pensar qué sería de su vida cuando dejara el Hospicio, si siempre, desde siempre, había vivido ahí. Su vida entera estaba ligada en forma indisoluble y entrañable a las paredes y estancias de aquel edifico. Se había acostumbrado a su ambiente casi conventual, monótono y sereno. Una estrecha fraternidad encontró siempre entre los huérfanos del Hospicio, a quienes consideraba su familia. La ternura y solicitud de las hermanas de la caridad hacían de aquella Casa de Huérfanos un lugar agradable para vivir. Terminó de sorjetear. Se levantó y se sentó frente a la máquina de coser para realizar los pespuntes preliminares. Mientras, recordó lo que le dijera un día sor Angélica, una anciana hermana de la caridad.
Él había quedado huérfano después de la peste que asoló la ciudad en 1857. Fue encontrado en un palomar, cerca del Beaterio de Indias, en el Barrio de Santo Domingo, de donde fue recogido y entregado al Hospicio. Por ello, nunca supo nada de sus padres, por más que preguntó. Desde entonces, había permanecido en la casa de huérfanos. Creció junto con los árboles y las flores del patio. Aprendió las primeras letras y en su momento se decidió por el oficio de la sastrería. Pero lo que más le agradaba era tocar en la banda de música del hospicio. Largas horas pasó aprendiendo a ejecutar un instrumento de cobre. El maestro Mónico Moraga le asignó el corno francés y se dedicó con paciencia a escudriñar todas sus posibilidades sonoras, además del estudio del solfeo, que terminó por conocer a cabalidad. En la Semana Santa acompañaba las procesiones y, en las fiestas cívicas, participaba en los conciertos que la banda ofrecía en la Plaza de la Victoria. Además, asistía a los desfiles militares que recorrían la ciudad para conmemorar el triunfo de la Revolución Liberal. Su inclinación por la música lo impulsó a unirse a la estudiantina de don Felipe Echigoyen del Barrio de Belén. De esta manera, las pocas salidas que Ambrosio tenía permitidas en el Hospicio las dedicaba a brindar serenatas con esa estudiantina. Cinco músicos formaban el conjunto de guitarra, mandolina, y bandurria, la que él tocaba para cantar. Estas serenatas le permitían recorrer de vez en cuando
las oscuras y empedradas calles de la ciudad. Los alegres músicos cantaban hasta cerca de la media noche, recorrían la ciudad y saludaban a las bellas enamoradas de sus amigos en los distintos barrios de la ciudad, que furtivamente salían a escucharlos a los balcones de hierro forjado. A pesar de esas escapadas, Ambrosio era profundamente religioso. Su vida cotidiana, sencilla, pero intensa, y su fe en las ánimas benditas del purgatorio, a las que profesaba una profunda devoción, le permitían estar siempre en la línea del bien. El padre Vicente, un sacerdote paulino, le había repetido insistentemente que las ánimas “protegen de todo peligro a las personas que rezan por su redención todas las noches”. Ahora más que nunca, Ambrosio Correa necesitaba de todo su auxilio y toda su templanza para emprender con buen pie este nuevo camino de su existencia. Por eso, iba todos los lunes a la capilla de las ánimas a rezarles un rosario por su salvación, y a pedir por su vida y su incierto futuro. Aquel lunes del mes de octubre, después de haber rezado en la capilla de las Ánimas, Ambrosio regresaba al Hospicio. Caminaba cabizbajo. Ese día lo había emplead para recorrer varios talleres de sastrería en busca de colocación, pero no logró nada. Caminó por el Barrio de la Merced, fue a la Parroquia Vieja a la Candelaria, pero el trabajo escaseaba. Alguna esperanza le dieron en el taller de don Anselmo Pérez, en el Barrio de los tejedores, por San Sebastián.
No obstante, el rosario que había rezado ene l templo lo reconfortó un tanto. Al llegar al hospicio se dirigió al taller y se puso a planchar el saco que había empezado a pespuntar. Concentrado en su labor, Ambrosio no se percató del avance de la noche. Muy cansado, dejó de trabajar a las once. Guardó sus materiales, apagó el fuego y, cubriéndose el cuello con una bufanda de lana, se dirigió a descansar al dormitorio de hombre. Sin embargo, vaciló: -No –se dijo-, antes de acostarme, voy a rezar a la capilla. Cuando entró a la iglesia, se sorprendió mucho al observar que al fondo resaltaban sobre la obscuridad unas figuras revestidas de blanco, que aparentemente rezaban en voz alta frente a un crucifijo. En las manos portaban candelas encendidas. Supuso que las hermanas de la caridad rezaban el oficio nocturno, por lo que en el mayor silencio posible se retiró aun rincón a rezar. Cuando terminó, el silencio de la capilla le sorprendió: -¡Qué raro! –se dijo- ¿Por dónde saldrían las hermanitas si la puerta que da al patio está cerrada? Abandonó la capilla por la misma puerta por donde había entrado, pero al instante se detuvo sorprendido. Al fondo del patio, creyó ver una especie de procesión de almas, vestidas con hábito blanco y con velas encendidas en las manos, que se perdían en las sombras de los arcos del claustro del Hospicio. Estupefacto, y sin dar crédito a lo que observaba, se
| 55 deslizó lo más rápido que pudo hacia el dormitorio. Sin pensarlo dos veces, aún con escalofrío en la espalad, se acurrucó en la cama y se durmió. Los días pasaron y Ambrosio Correa no lograba conseguir empleo. Además, por sus salidas, la tarea asignada en el taller quedaba constantemente sin terminar. Por eso, tenía que velar largas horas a la luz del candil. La congoja lo mantenía intranquilo. Una noche, el maestro Echigoyen lo llegó a buscar al Hospicio para ir con la estudiantina a dedicar una serenata a la niña Bella Ana Sibrián Letona, por el Barrio de la Parroquia Vieja. -Me hará bien salir, maestro -aseguró Ambrosio mientras arreglaba las cosas en su canasto de sastre-. He trabajado mucho en estos días y como no logro conseguir colocación, estoy muy desanimado. -Venite hombre. Respondió el maestro músico- esto te distraerá de tus penas. Los patojos y atrajeron los instrumentos, podemos irnos ya. Así, los cinco músicos caminaban por la Calle Real, rumbo a la Parroquia Vieja, con guitarra, mandolina y bandurria bajo el brazo hablando de mil asuntos. -Les quiero contar lo que me pasó hace unos días en el Hospicio –les dijo Ambrosio. –Fíjense que vi a unos monjes rezando en la capilla. Ya era muy tarde, estaban vestidos de blanco y llevaban candelas prendidas. Al principio no me asusté porque creí que eran las hermanas de la caridad, pero después, no se cómo, desaparecieron de repente. Pero lo más raro es que
56 | no me asusté, a contrario, una gran paz me confortó el corazón. -¡Ay, Ambrosio, sí que sos afortunado! –exclamó don Felipe- ¡esos monjes eran las ánimas benditas! De seguro estaban rezando por alguien que tiene una pena muy grande, y por eso llegaron a la capilla. -Sí –intervino uno de los jóvenes- las ánimas son milagrosas y muy agradecidas. Y como son espantos buenos, a uno no le da miedo. Recordate que cuando uno las mira, es cuando le conceden un favor. -Sí -aseguró el que llevaba la mandolina- mi papá me contaba que allá por Mixco, cuando tenía que pasar muy tarde por el Manzanillo, camino a La Antigua, le aconsejaban las gentes del barrio que se encomendara a las ánimas benditas. Dicen que las ánimas alejan lo malo con sus rezos. -Bueno muchá, dejemos de hablar de espantos porque no es hora, miren que ya vamos llegando al Cerrito. Los músicos de la estudiantina de don Felipe pisaban con cuidado las sendas de polvo, mientras la silueta del Cerro del Carmen se cincelaba en la noche y los árboles se atosigaban de sereno. Así, llegaron al Barrio de la Parroquia Vieja. Se adentraron por la calle de la Caballería y doblaron por el callejón del Cerro para fugarse luego por el callejón del Brillante. Al fin, se detuvieron frente a una casa de dos pisos. Afinaron los instrumentos e iniciaron la serenata: “Blanca luna, tu pálida lumbre llena mi alma de amor y tristeza”.
Cuando terminaron su cantar, una joven morena, de profundos y negros ojos, dejó caer su mirada desde el balcón. -¡Te vio, Juan! –dijo Ambrosio a su compañero. ¡Te vio! ¡dichoso! Tan bonita que es Bella Ana ¿verdad? Mañana le venimos a cantar de nuevo, a ver si al fin te hacen caso. Y, entonces, los músicos se alejaron. Los cinco hombres tomaron la calle de la Corona. Caminaban despacio. De repente, al llegar al tanque de Candelaria, se detuvieron asombrados. En lo oscuro de la calle, vieron recortadas con toda precisión una columna de personas ataviadas de blanco, que en actitud de oración caminaban despacio con cirios en las manos. Y llegando a la capilla de la Virgen, ingresaron por la puerta cerrada. -¡Son las ánimas benditas! –gritó Ambrosio. Sin experimentar temor alguno, los jóvenes cayeron de rodillas sobre las lajas de piedra del tanque y empezaron a rezar. Los perros, como asustados, ladraban con insistencia. La penumbra se hizo fría y un fuerte viento arremolinaba el polvo de la calle. -¡Qué raro! –pensó el músico de la mandolina, no tengo miedo. Al contrario, siento una calma muy grande. Se levantaron y caminaron de prisa. Aun cuando no se lo confesaban entre sí, un temor huidizo los atrapó al pasar por el Cerro. No llegaban aún al callejón del Judío, cuando oyeron un murmullo indescifrable que parecía
bajar de la Ermita y que les penetró insistente en los oídos. Al azar la vista, de la cumbre del Cerro rodeando la iglesia, vieron bajar uno tras otro, espectros vestidos de blanco murmurando en voz alta. Muy despacio les veían transitar. La primera tranquilidad sentida los abandonó de inmediato. El pánico secó su paladar y corrieron hacia la calle de Santo Domingo. Luego, vieron cómo las almas blancas se escurrieron entre los gruesos muros del convento. Aterrorizados, los músicos se perdieron en los callejones de la ciudad. Ambrosio se echó a correr por la misma calle hasta llegar a la iglesia del Carmen. De golpe, se detuvo congelado de miedo. De las puertas de las catacumbas del templo vio salir la procesión de ánimas blancas, Quiso huir, pero los pies no le respondieron; su mente y sus labios no articulaban pensamiento alguno. La procesión de ánimas pasó a su lado y lo rodeó para seguir su marcha hacia la calle de la Universidad. De repente cayó al suelo sin sentido, y después de un tiempo, el grito del sereno que emergía de algún lado dela calle Real lo despertó: -¡La una en punto y sereeenooo! Casi no recordaba lo acontecido, pero una gran calma le sostenía el espíritu. Inmensamente tranquilo se dijo: -¡Claro, si hoy es 1 de noviembre!- ¡Es el día de las ánimas!, por eso es que las vimos salir de los cementerios y las catacumbas de las iglesias, y entrar a rezar a los templos, Las ánimas benditas –recordótienen permiso de Dios para salir el Día de Todos los Santos, a las 12 de la noche y no regresan sino hasta el Día de Difuntos, a la misma hora. Sólo una vez al año se les concede a las ánimas esta gracia, para que puedan volver al lado de sus familiares y amigos, para recordarles que deben rezar por ellas todo el año. Más seguro de sí mismo, Ambrosio aspiró el viento nocturno. Se metió sus manos en las bolsas del pantalón y se perdió en la obscuridad de la calle del Ángel. Los últimos días del mes de noviembre perlaban de frío los campanarios de las iglesias, el viento tonificante levantaba polvo en las plazas y los niños corrían elevando barriletes de papel de china con alma de vara de coyote. Mientras tanto, Ambrosio Correa recorría la calle de San Francisco rumbo a su primer día de trabajo. Recordaba cómo todas sus penas, sin proponérselo él del todo, habían entrado en un cauce favorable. Recién acababan de concluir las celebraciones del Día de Todos los Santos y de los Difuntos, cuando una tarde se presentó al Hospicio don Antonio Flores, dueño de una de las sastrerías más importantes de la ciudad, para solicitar un operario competente. Sin vacilar un instante, el maestro Arcadio Carrillo lo recomendó con amplitud. Ambrosio sabía en lo más íntimo de su corazón que el trabajo de maestro sastre, a cuál acudía aquella mañana, se lo habían otorgado las ánimas benditas. También sus amigos de la estudiantina, quienes
igualmente las había palpado aquella noche, recibieron muchos favores. Al cruzar la calle del callejón de la Flecha, se encontró de improviso con los hermosos y profundos ojos de Bella Ana Sibrián, que de prisa salía de una pulpería. Después de cruzarse con los suyos, destellaron candorosos y sonrientes. Entones comprendió que Bella Ana no suspiraba por Juan, sino por él. Fugaz como susurro, la joven mengala entró en e zaguán de una casa del callejón. Gozoso, Ambrosio continuó su camino, pero ahora con la ternura prendida en el espíritu y en la aurora de su existencia.