ÍNDICE
El bando, de Sabinius
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Una deidad en el infierno, de Joe Chip
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Un náufrago en Castilla, de Roberto Calpes
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Atlantes profundos, de Prisciliano
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Volver, nunca quedarse, de Carmen Qué
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Llanto de huida, de T. Varea
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El hogar de la cultura, de Demián
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¿Solo un nombre?, de Mª de las Dolores
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Facebook: Otra dimensión fanzine 3
ESPAÑOLITO QUE VIENES AL MUNDO Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra España que bosteza. Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. una de las dos Españas ha de helarte el corazón.
Antonio Machado
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EL BANDO Sabinius
M
uchos años después aún puedo recordar aquel horizonte como una línea intensamente roja que desafiaba la oscuridad y proporcionaba al paisaje un siniestro y abrasador espectáculo. Mi sargento y yo fuimos los primeros en llegar al lugar tras el aviso del pastor de un pueblo cercano que vio el resplandor del fuego a lo lejos. El panorama era dantesco. Es difícil olvidar la imagen con la que nos encontramos al llegar al interior de Argonte, un pueblo recogido sobre sí mismo cuyas casas dormitaban recostadas en la ladera de un valle silencioso, aislado y perdido. La iglesia, menuda y delicada, ardía por los cuatro costados, en el centro de la plaza mayor. Calle abajo llegamos a otra plaza donde las llamas devoraban sin piedad un pequeño convento, oscuro y vulnerable, ahora más que nunca. Por el aspecto de los edificios, el fuego debía de haberse iniciado varias horas atrás. Apenas había gente en las calles. Las puertas y ventanas cerradas parecían ocultar el temor de los vecinos, cuyo impenetrable silencio no aparentaba mostrar demasiada solidaridad con la magnitud de la catástrofe y sus posibles víctimas. Visto en perspectiva y despojado de la intensa y engañosa emoción de aquel instante, lo que creo que percibí en aquel momento en los rostros de los habitantes de Argonte fue una expresión sombría e inquietante que tardamos bastante tiempo en identificar cabalmente; más adelante todo encajaría como un siniestro rompecabezas. Faltaba ya poco para el amanecer. La primavera acababa de debutar y la noche era clara y luminosa; la luna y el fuego proporcionaban una luz irreal y fantasmagórica a la población. Los edificios en llamas desprendían un calor tan intenso que el pueblo 7
entero parecía una sauna. Nos trasladamos al ayuntamiento. Preguntamos por el alcalde a un individuo asustado que parecía montar guardia al pie de la escalera del edificio. No supo darnos razón y el sargento decidió organizar las labores de extinción de lo poco que podía salvarse ya de ambas construcciones. Entretanto habían ido llegando más guardias civiles de lugares próximos y entre todos intentamos averiguar si los incendios habían provocado víctimas. Mientras tanto, lentamente amanecía. Los aldeanos permanecían en sus casas y apenas obtuvimos ayuda por su parte en nuestro trabajo. Un siniestro letargo parecía haberse apoderado de todos ellos. Aquello era muy extraño. ¿Cómo se produjo el fuego? ¿Fue provocado o accidental? ¿En dos edificios simultáneamente, separados entre sí unos 500 metros? Muy raro. En un pueblo de al menos 200 casas las dos edificaciones más sólidamente construidas eran las únicas que estaban ardiendo. Aun así fue casi milagroso que el fuego no se extendiera a las viviendas más próximas. Cuando las llamas se fueron debilitando arrojamos algunos cubos de agua del exhausto abrevador de la plaza. Varios guardias habían estado bajando hasta el río para llevar agua pero el exiguo hilo líquido que transcurría por el cauce hizo inútil todo esfuerzo. Nos aproximamos a la iglesia. El panorama era devastador. Lo mismo que en el convento. Salvo las paredes todo eran brasas. Tardamos varias horas en comprobar que la madera no había sido la única víctima de la catástrofe. Hallamos tres cadáveres en la sacristía de la iglesia y doce entre los restos del refectorio del convento. Más tarde averiguamos que se trataba de los dos sacerdotes y el capellán de la iglesia y de las monjas y novicias que habitaban el convento. El descubrimiento había resultado tétrico y para cuando estuvo cerrado el recuento de víctimas y nuestra labor forense había concluido, ya era mediodía del día siguiente. Ahora comenzaba una escabrosa investigación para lo cual no obtuvimos colaboración alguna. 8
Aquellos hechos sucedieron hace más de 50 años. Mi vista se esfuerza ahora para escribir estas letras pero mi memoria está intacta y mis recuerdos perforan implacables el tiempo y la niebla del pasado. A mis 22 años nunca había asistido a un espectáculo como el ocurrido en aquel maldito lugar. Maldito porque la muerte había invadido la paz del pueblo y maldito porque nadie parecía dispuesto a hablar, a contar una verdad que nadie se atrevía a desvelar. Nos trasladamos a las viviendas más próximas a los incendios y tratamos de interrogar a los posibles testigos. Campesinos rudos, mujeres enlutadas, almas atormentadas, entre irritados y resignados ante la dureza insoportable de sus vidas se resistían a contar lo que sabían y parecían estar degustando el sabor transitorio de la venganza. A duras penas conseguimos declaraciones de utilidad sobre lo ocurrido. Las únicas conclusiones medianamente objetivas a las que pudimos llegar fueron, por una parte, que el fuego se había iniciado al anochecer, a la vez en los dos edificios y por otra, que nadie había visto u oído nada, nadie sabía nada, nadie quería saber nada. —¿Cómo se llama usted? —Pedro, señor. Pedro Bello —Muy bien, Pedro. ¿Usted vive frente al convento? —Sí, señor —¿Cómo se enteró de que el convento estaba ardiendo? —Me desperté a media noche. Olía a quemado y hacía calor —¿No notó nada antes? —Señor guardia, salgo a los campos a trabajar de madrugada. Llego a casa agotado casi de noche. Ceno lo que puedo y me duermo nada más acostarme. No oí nada ni vi nada ni sé nada, señor guardia. 9
—¿Cree a alguien capaz en el pueblo de hacer esto? —Sí. A Dios Nuestro Señor. Hemos pasado un año sin una sola nube. Sólo cuatro gotas, dos aguaceros y ¿para qué? Para hundirnos más en la miseria y apenas tener agua para beber. Si el río bajara mediano podríamos haber intentado apagarlo y algo hubiéramos conseguido. Si no llevara un año sin llover esto no hubiera ocurrido. Dios no ha ayudado mucho, ¿no lo cree usted así, señor guardia? La mayor parte de las parcas y desafiantes declaraciones que conseguimos casi a la fuerza eran similares. «Dormíamos cuando pasó…». «Vivimos lejos de la iglesia…». «Cuando nos enteramos ya no se podía hacer nada…». «La sequía que sufrimos hace casi un año ha secado pozos, manantiales y aún el río baja seco…». «Ni para comer tenemos…». Los aldeanos, hombres y mujeres, con los que hablamos apenas aportaron información. Atemorizados, angustiados, tímidos, desconcertados, arrogantes algunos, la mayoría asustados. Todas las declaraciones variaban en la forma pero los contenidos eran similares. Todas menos una. Las palabras de aquella mujer nos llevarían finalmente a conocer el horrible espanto que asoló para siempre las vidas y las conciencias de los vecinos de Argonte aquella escalofriante noche de primavera de 1920. Encontramos a María escondida tras el toldo de la puerta de una de las casas más humildes a las afueras de la población después de haber recorrido prácticamente todas las viviendas. María no estaba angustiada, ni alarmada, ni desconcertada… estaba simplemente aterrorizada. —El bando, señores guardias. Ha sido el bando. —¿Qué quiere decir, María? ¿Qué bando? Apenas entendíamos lo que decía; tartamudeaba, sollozaba. —Es un canalla y los demás, todos unos cobardes 10
—¿Quién es un canalla? María, ¿quién? —Han arrancado todos los bandos —gritaba—. Los pusieron hace un mes por todo el pueblo: en las paredes, en los árboles, en las puertas, pero ayer los quitaron todos —dijo tapándose la cara con las manos—. ¡Todos! —No todos, abuela. —Una voz joven surgió del fondo de la habitación. La chica salió de la despensa hablando con frialdad y segura de sí misma—. No los arrancaron todos. Olvidaron uno, señores guardias. Detrás de esta casa, donde termina la cuesta, hay un roble grande, muy grande; clavaron en él dos bandos pero olvidaron quitar el que quedó en la parte de atrás. El bando, ¿qué misterio encerraba aquel enigmático bando que atormentaba a María y a su nieta? Salimos de la casa y subimos a toda prisa la cuesta hasta encontrar un magnífico ejemplar de roble; de frente no se veía nada en el tronco pero al rodearlo encontramos un papel clavado y a medio arrancar. AYUNTAMIENTO DE ARGONTE BANDO - 1 DE ABRIL DE 1920 Considerando que el Supremo Hacedor no se ha portado bien con este pueblo una vez que en todo el año anterior tan solo ha caído un aguacero y que en este invierno no ha llovido y, como consecuencia, se han perdido las cosechas de las que depende el pueblo, decreto lo siguiente: 1º.- Que si dentro de ocho días no lloviese abundantemente, nadie irá a misa ni rezará. 2º.- Si la sequía durase ocho días más, serán demolidas 11
las capillas y destruidos los misales y rosarios del pueblo. 3º.- Si tampoco lloviese la semana siguiente ni la posterior, se procederá al apaleamiento de beatas y santurrones. 4º.- Si después de esto tampoco ha llovido, se llevará a cabo la quema de las monjas y los curas del lugar. En cuanto al presente, se concede licencia para cometer toda clase de pecados para que así el Supremo Hacedor sepa y entienda de una vez con quién va a tener que vérselas en lo sucesivo. EL ALCALDE
De repente las nubes contuvieron el aliento. Miré al cielo y un relámpago ensordecedor atravesó el horizonte. Entonces, desesperadamente, despiadadamente, comenzó a llover.
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UNA DEIDAD EN EL INFIERNO Joe Chip
I
C
rearon una España fraternal, una España trabajadora donde vagos y maleantes no se encontrasen cómodos. Una España encadenada a la religión cristiana, a la moral más inmoral. Una nación sin marxismo, un estado como un pueblo, como una gran nación de ignorantes. En este tremebundo estado, en un pueblo cuyo nombre fue borrado por un cuidado desinterés, ocurrieron los hechos que a continuación os voy a relatar. Del año que corría nada se sabe, pues el tiempo en esta España siempre ha sido irrelevante, el día de mañana nunca llegó. Parecía como si hubiesen quedado atrapados en el tiempo, retroalimentándose unos a otros dentro de una paradoja temporal. Arsenio, que era un hombre de poco fuste pero de buen corazón, pasaba las tardes tomándose el carajillo en el bar de la plaza del Generalísimo. De joven tuvo sus inquietudes, como todos las tenemos a esas edades, pero poco a poco la vida se le echó encima. En el pueblo no había nada a lo que dedicar el tiempo. Por suerte, su madre, que en vida fue banquera y en su tiempo libre una mala pécora, tuvo a bien dejarle un ahorrillo; así el pobre muchacho no acabaría durmiendo en la puerta del banco donde había trabajado toda su vida. Ahora Arsenio, ya hecho un hombre, dedicaba sus esfuerzos al camino que había desde su casa al bar de la plaza del Generalísimo, una plaza escueta y recogida, rodeada de casas con sus pequeños recovecos, guardianes de un decadente encanto que, solo a ciertas horas y con específica iluminación, brillaban como un antiguo y modesto tesoro. Dentro, 13
en el bar, se encontraban los habituales pueblerinos. Arsenio, de vez en cuando, escuchaba cotilleos. A él no le interesaban esos asuntos, solo quería matar el tiempo, pero sus oídos no descansaban ni aunque así se les mandase. Últimamente corría el rumor de que un loco, quizás poderoso, estaba actuando de inquisidor en el pueblo. —¿Habéis escuchado? —comentaba jovialmente uno de los parroquianos—. Han encontrado a otro, en el mismo estado en el que encontraron a los demás. En el barranquillo. No me he enterado todavía de quien era, pero hace ya semanas que no se sabe nada «del Pelos». —Ese es listo, no se deja agarrar —musitó Arsenio sin convicción. Un sudor frío recorrió la frente de Arsenio. Él ya se lo olía; llevaba días sin ver a su amigo, Máximo Campos, también conocido como el Pelos. Un pobre hombre, con sus propias creencias políticas, que llevaba una vida disoluta. —Espero que lo hayan agarrado, es un peligro para la tranquilidad de nuestro pueblo. —No exageres, él solo hace su vida. —Eso no es manera de hacer vida, este es un pueblo decente, donde no tienen cabida estos sinvergüenzas. Arsenio, para sus adentros, pensó si habría sido por su culpa. Por su maldita culpa. Por su gran bocaza. II Corría por las callejuelas. Corría intentando no encontrarse con nadie. Pero eso no era suficiente. Se sentía observado. Se 14
notaba frágil, sabía que si alguien le veía, su propio semblante le delataría. No tenía fuerzas para mentir. Esa espesura que te impide pensar. Que impide mantenerte lúcido. Seguir el hilo. La mente estaba pidiendo un tiempo muerto. Una terrible preocupación le paralizaba. No sería capaz de llegar. ¿Adónde? ¿Adónde tenía que llegar? ¿Desde dónde venía corriendo? Cayó redondo al tropezar con un bordillo, con esfuerzo, se recompuso agarrándose a la áspera pared de piedra. Salió de entre las sombras. Una mano, raquítica pero fibrosa, le agarró del pescuezo. Él, temeroso, se dejó empujar hasta dar de espaldas contra la pared. No podía distinguir el rostro al que pertenecía la mano. Una voz femenina y afilada susurró: —¿Cuál es tu crimen? Un silencio reinaba en la estrecha calle. —Yo no he cometido ningún crimen. No sé a qué se refiere. Él retorcía el cuello intentando revelar la cara de su acusadora. —Todo el mundo es culpable. Los labios, enjutos, le arrojaban el vaho a la cara. Ella continuó diciendo: —No somos animales descerebrados, eres dueño de todos tus actos y pensamientos. Y hasta la mente más clara e iluminada, comete toda clase de fechorías. Ahora dime. ¿Cuál es tu crimen? —¡Estás loca! —sentenció con ira irracional. 15
—No te preocupes, confesarás. Es más divertido cuando os resistís. Él se zafó de la raquítica mano y empezó a correr. Ella reía, su voz retumbó por el estrecho pasillo. Su risa sonó dentro de su cabeza, empezó a pensar si estaba perdiendo el juicio. Cuanto más se alejaba, más cerca sonaba su voz: «Es inútil que huyas». Giró la cabeza hacía atrás y no vio a nadie, parecía que había conseguido escapar, pero al retornar la cabeza al frente, se encontró con otra mujer, no parecía ser ella. «No seas babieca, es tu única posibilidad de confesarte ante Dios». Maldita sea, pensó, es su voz, ¿cómo lo había hecho?, se había transmigrado. Él dio media vuelta y volvió a correr en dirección contraria. Al pasar cerca de una ventana, salió amenazante la mano de afilados dedos y piel blanquecina. La mano no le cogió, pero se dejó caer por el súbito terror que se apoderó de su alma. Sintió un fuerte golpe en el cráneo. III Al despertar estaba atado a una silla. Unas cintas de cuero le sujetaban cabeza y extremidades. En frente, un tipo alto y corpulento, vestido de monje, le observaba. Le acompañaban la mujer que le persiguió por el pueblo y dos mozos musculados. En rededor, una inimaginable colección de extraños artilugios llenaba la sala. Al fondo, un hombre encapuchado sostenía un libro llamado El santo oficio moderno. A su derecha, sentado, un secretario escribía absolutamente todo lo que se decía y acontecía en la mazmorra. —Bienvenido a tu juicio moral. Soy tu inquisidor, Torquemada II. Creo que ya tienes el placer de conocer a mi ayudante. Un honrado vecino de nuestro pueblo ha dado todo lujo de detalles sobre ti. Sabemos sobre todos tus crímenes. Esto puede ser fácil si quieres, solo tienes que confesar y tu muerte será rápida. Si no, mira alrededor tuyo. Hablarás de una manera u otra. 16
—No sé de qué me hablan, deben creerme. Soy inocente —dijo mientras se le desfiguraba la cara de pánico. —Está bien, si este es el camino que eliges, que empiece la ceremonia. El hombre encapuchado empezó a leer una plegaria del Santo Oficio moderno: Deus, et lucifer, Venite ad me, da mihi potestatem, Fac mihi vindicem, et dolore tradit, non ad mortem.
La repitió hasta que una extraña sensación se apoderó de Máximo, se sentía fuera de sí. Como si ya su cuerpo no le perteneciese, sentía sensaciones contrarias a lo que sus ojos veían. Entonces entró un hombre de mediana edad cubierto con una tela blanca, de la cual fue despojada enseguida, quedando su cuerpo al desnudo. —¿No notas algo extraño? —preguntó Torquemada II a Máximo—. Estás notando cómo tu percepción ya no te pertenece. Ahora nosotros somos sus dueños. —Éste propinó un puñetazo en el mentón del reo, Máximo tembló de dolor, sintió el puñetazo como propio—. Empecemos con un clásico, atadle a la garrucha. Los dos hombres musculosos cogieron al reo y le ataron las manos a la espalda. Él forcejeaba y gritaba presa del pánico. De seguido le anudaron un peso, de unos diez quilos a los pies. Finalmente, le ataron las manos a otra cuerda que enganchaba con 17
una polea que colgaba del techo. Los dos hombres tiraron de la cuerda, el reo se elevó y Máximo notó la tensión en sus brazos. Cuando el cuerpo del reo llegó al techo, fue soltado con violencia desde cinco metros de altura, la cuerda paró secamente antes de que el reo chocara contra el suelo. Un grito agónico de dolor salió a la vez de la boca de Máximo y del reo, los dos sintieron cómo se les desarticularon los brazos por los hombros hacia atrás. El cuerpo de Máximo quedó intacto, pero notó el horrible dolor de los brazos desencajándose. El reo se desmayó por el dolor. —Por favor, parad —dijo Máximo entre lágrimas de dolor y cara de espanto—. Confesaré lo que queráis, de verdad. —Me parece que no te enteras, mi pecaminoso amigo, traigan al siguiente. —No, no, no —gritaba Máximo—. Apiadaos de mí y de mi alma, no soy mala persona. Habré cometido muchos errores, pero me arrepiento de todos. —Nosotros —empezó a decir Torquemada II con aire misterioso—, no podemos hacer gala de la misericordia que solo Dios posee. Nosotros solo somos terrenales inquisidores y no debemos tener la pretensión de parecernos a él. Eso sería una terrible herejía. Sabes lo que has hecho y nosotros también, pero eres tú, quien debe confesar. —Hizo una pausa para mirar alrededor y decidir cuál sería la próxima tortura—. Que pase el siguiente reo, por favor, no le hagamos esperar. —¿De dónde los sacáis? ¿Qué han hecho ellos? —dijo Máximo que, a pesar de su dolor, no dejó de compadecerse por los reos—. Merecen un juicio justo. —No te preocupes, son ladrones, asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Esta vez entró un bello joven, de unos veinte años, igualmente 18
cubierto por una sábana blanca de la que fue despojado al entrar. Torquemada se repasó los labios con la lengua y se acercó a él. —Qué dulzura pecaminosa —dijo Torquemada, acariciando con suavidad la sedeña piel de su miembro viril—. Te gusta esto, ¿a que sí? No te emociones, la fiesta acaba de comenzar. Esta vez vamos a ser un poco más imaginativos, no quiero que nadie se aburra. Torquemada se acercó a una mesa y agarró un artefacto con forma de pera, de uno de sus extremos sobresalía un pincho afilado; del otro, una manivela abría la pera. —Os haré una pequeña confesión, para ver si os animáis a hablar de vuestros pecados: esta es mi tortura favorita. Este joven ha sido condenado por sodomita. —Hizo una pausa—. Gravísimo pecado. —Torquemada no paraba de sonreír malévolamente—. Utilizaremos la pera, que seguro, os gusta a los dos. Los sirvientes ataron al joven a una camilla en decúbito prono. Torquemada, sin dilación, introdujo la pera en el ano del joven y empezó a girar la manivela; la pera comenzó a abrirse dentro del recto del reo. Él y Máximo gritaron de dolor, pero solo al joven le brotó sangre del ano. A pesar de las graves hemorragias no desfalleció. —Como veo que os gusta, y que este reo es un ejemplar en plena forma, seguiremos con la pera. Torquemada, sacó la pera del ano y la introdujo en la boca del joven; ambos saborearon la mezcla de sangre y excrementos de los que la pera estaba rebozada. El inquisidor abrió la pera drásticamente. Un sonido sordo precedió al desprendimiento de la mandíbula dejándole la boca suelta. Esta vez solo se oyó un sollozo de Máximo, el joven reo se acababa de desmayar. —Qué pena que nuestro amigo nos haya dejado tirados, me hubiese gustado seguir jugando con él —dijo mientras le agarraba la 19
mandíbula—. Está bien, que pase el siguiente condenado. —Espera, confesaré. —Máximo tenía problemas para hablar, pues seguía sintiendo el profundo dolor en la mandíbula—. Reconozco tener ideas contrarias al estado y de predicar teorías procomunistas, así como heterodoxas en contra de la iglesia y su poder. Y sobre todo, de llevar una vida dedicada plenamente al vicio y a la inmoralidad. —Muy bien, hijo mío. Veo que empiezas a comprender tu error, pero sabes que no es suficiente. Debes delatar a tus cómplices y defensores —dijo decepcionado ante el rápido arrepentimiento—. Hemos terminado por hoy; ahora descansarás, y mañana escribirás y firmarás tu confesión. Luego dictaremos sentencia y continuaremos. IV El suelo de la covacha estaba helado. Máximo miraba al cielo, las estrellas se perdían entre la niebla y los barrotes de la pequeña ventana. A Dios rezaba, una y otra vez: «Por favor, mátame de frío. Mátame de hambre. Mátame. Mátame las veces que sean menester, pero mátame. Ese sádico es el mismo diablo, ha transformado la vida mundana en ritos y sufrimientos inconcebibles. Ha convertido la tierra en infierno y tú, Dios todo poderoso, no haces nada. Ríes igual que ellos desde tu privilegiado asiento. Pero sé que no les has concedido este milagroso poder por nada. Así, te imploro, que te apiades de mí, líbrame de este agonizante e infinito dolor, no quiero tener que acusar a nadie». Como última esperanza pensó en lanzar una carta por la ventana, quizá alguien pudiese leerla. Aunque era una remota posibilidad, tenía que intentarlo. Escribió así: No sé cómo he llegado hasta aquí, ni donde estoy. Un dolor intenso y persistente penetraba mi cabeza cuando desperté,
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debieron de golpearme en la sien. La mujer que me agarró resultó ser la ayudante de un excéntrico tipo que se hace llamar Torquemada II. Ese verriondo desgraciado se dedica a predicar la palabra de Dios, cuando él es un maldito degenerado que disfruta con el sadismo. Se le pone dura con los quebrantados cuerpos desnudos. Me culpan de haber cometido un crimen, pero no dicen cual. No sé qué más quieren que diga. Les regalaría mi muerte si me dejaran, pero no, ellos quieren disfrutar de mi desdicha. Les pone cachondos ver como sufro y jugar sádicamente con los otros cuerpos. Tienen poderes infernales. Realizan un ritual dantesco, el cual consiste en raptar hombres y mujeres, desprenderles de su ropa, de su dignidad y torturarles con las invenciones más sádicas que se les ocurren. Ellos mueren, siempre mueren, pero su dolor me lo transmiten a mí. Soy yo el que siente todo ese dolor, aunque solo de manera espiritual. En mí, no surgen las cicatrices, ni brota ni una sola gota de sangre. Leen un libro que les guía, y que se titula El santo oficio moderno. Tienen un secretario que apunta cada grito de dolor, cada eco que rebota en la mazmorra al separarse una articulación. El horror es inenarrable, nada de lo que pudiese contar sería suficiente. No sé cuál es mi crimen pero desde luego, sea lo que sea lo que se supone que he hecho, el castigo es desmesurado; incluso lo sería para ellos, cuando tengan que dar cuenta ante Dios por todas sus atrocidades. Escribo esto con la esperanza de que lanzando mi relato por la ventana alguien lea mis penurias. No tengo esperanza de que un valiente ser de noble corazón me ayude, sí, por lo menos, en que mi historia prevalezca y vea la luz. Solo deseo que, algún día, estos malnacidos paguen en vida por sus crímenes. Firmada por Máximo Campos, el Pelos.
La carta no llegó a nadie. Fin En España, donde acusar es divertimento nacional, siguió imperando el horror. Así parece haber continuado hasta nuestros 21
tiempos. Hoy, gracias a internet, todos nos dedicamos a señalar a personas al azar con nuestro puntiagudo dedo acusador, sin conocer a la persona, sin tener en cuenta la justicia. Una vez elegido el objetivo, ya podemos volcar toda nuestra ira en comunidad, ponerle un sambenito y lanzarle insultos y tomates. Juicios inmorales, irracionales, sentencias y condenas. Debemos revisar nuestros actos y nuestra conciencia, pensar si son útiles los juicios morales colectivos. Tu causa puede ser justa, o no, pero una deforme masa de borregos nunca tendrá legitimidad jurídica, solo serán poseedores de una irracional justicia medieval.
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UN NÁUFRAGO EN CASTILLA Roberto Calpes
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onocí a Dani en una fiesta universitaria. Ambos éramos de Madrid y estudiábamos Historia. Él era un tipo alegre, majo y con grandes habilidades sociales. Congeniamos bien desde muy pronto porque compartíamos dos grandes pasiones: el alcohol y el debate. Cualquier sitio era bueno para brindar juntos y compartir conversaciones. Así fuimos forjando una estrecha amistad: poco a poco, trago a trago. Detrás de sus acalorados parlamentos, descubrí que Dani albergaba un diamante en bruto en su cerebro. La disciplina que compartíamos era una de nuestras temáticas favoritas. En ella, ambos abrazábamos el enfoque de la «perspectiva micro». Nos inclinábamos hacia algo como el reportaje, menos académico y «oficial»; nos atraían los temas más prosaicos, los asuntos olvidados. Dani, en lugar de centrarse en los grandes relatos y las visiones de conjunto optaba por la Historia Social: colectivos o personalidades secundarias, lugares desatendidos, problemáticas cotidianas… Por poner algún ejemplo, entre los artículos que publicó de estudiante se podían encontrar: «De Calvino a Calvin Klein: Breve Historia de la ropa interior», «Brindis anarquista: el vino y la práctica revolucionaria en Andalucía (1875-1936)», «Marcos Aniano González: algunos apuntes biográficos del confesor de la Regente María Cristina» o «El resurgir de la práctica esotérica en la España liberal». El comienzo de una especie de tesina que escribió antes de licenciarse preguntaba: ¿Hasta dónde hunde sus raíces la semilla cainita, contradictoria y apasionada que ha jalonado el devenir de la Historia de España desde tiempos milenarios?
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Cuando estábamos terminando la carrera, perdimos un poco la relación: yo encontré pareja y salí del ámbito universitario mientras que él continuó con un máster y luego el doctorado. A pesar de todo, guardamos cierto contacto. Justo después de leer su tesis («El complejo de San Pedro en la Castilla de post-guerra: Testimonios orales sobre negacionismo republicano»), Dani entró en una especie de debacle y crisis existencial. Hasta entonces las becas le habían permitido ir tirando y dedicarse por entero al estudio. Paradojas de la vida, una vez que fue doctor, las rencillas y envidias de los departamentos y lo ecléctico de sus propuestas le fueron cerrando, una tras otra, todas las puertas. Yo le sugerí que probase en el extranjero pero los idiomas nunca fueron lo suyo. Tras encadenar una serie de empleos precarios, se decantó por dedicarse a su otra gran pasión: la bebida. Se desmejoró muchísimo. Quedamos una vez y estuvimos tomando chatos. Ya no tenía la elocuencia de antaño y sólo balbuceaba pedanterías incoherentes. Mientras tanto, yo había encontrado un empleo en la prensa, ese refugio de licenciados mercenarios que venden su labor a los voceros de una seudocultura subvencionada por algún tipo de poder. Un día, en la redacción, me enteré de que estaban planeando un reportaje sobre la vida en la España rural. Inmediatamente pensé en Dani. Más allá de lo meramente económico, la propuesta le entusiasmó. Arreglé una reunión con el redactor jefe y conseguí que le dieran el trabajo. Pronto partiría en una especie de gira por la submeseta norte. Simplemente tenía que enviarme una serie de artículos a lo gonzo sobre su peripecia en primera persona. Dani discrepaba de la visión de los grandes intelectuales de la Edad de Plata (Unamuno, Azorín, etc.). La esencia de España no era Castilla. Antaño una fuerza dinámica, sin duda forjó en gran medida el devenir de nuestra extraña nación. Sin embargo, España era mucho más que de la meseta. Pero de igual modo, España no se podía comprender sin mirar al campo castellano. Antes que 24
contentarse con una atomización regionalista contraria a cualquier concesión unitaria, él entendía «lo español» como un totum revolutum; un esquizofrénico orden dentro del caos. Y, siguiendo su malsano gusto decadentista, si el origen del Imperio había estado en esas tierras, era ese el mirador desde el que observar el ocaso, la muerte y la descomposición de nuestra centenaria cultura (al menos, tal y como se había conocido históricamente). Cada dos semanas, publicábamos parte de los extensísimos textos que me mandaba y de los que daré cuenta, parcialmente, en lo sucesivo: En cualquier lugar de Castilla, de cuyo nombre no merece la pena acordarse, la vida se estructura en torno a dos centros aparentemente opuestos que en el fondo son las dos caras de una misma moneda: la Iglesia y el bar. Intentar establecer la primacía del uno sobre el otro se torna pronto falaz. Ambos ámbitos poseen una función religiosa. Los feligreses, a menudo compatibilizan ambos cultos: primero la misa, luego el vermú. Al preguntar a una viejita enlutada sobre este respecto, me contestó con la brillante sencillez del saber campesino: “No pasa nada, majo; mi marido sólo pisa la parroquia el día de la patrona, en Navidad y el Domingo de Resurrección. Yo solo voy al bar los días que hay boda o bautizo porque invitan. Para compensarnos yo ya rezo por él y él se encarga de hacer el gasto que a mí me tocaría […].
Sobre la gastronomía campesina, Dani afirmaba: Estoy sentado en un restaurante típico de Toro. Decoración castiza (esto es: un sentido del gusto mal entendido y repleto de elementos arcaizantes como aperos de labranza, fotografías antiguas y azulejo ocre, con ciertas concesiones a la innovación estética de hace dos temporadas) y clientela 75% local, 25% turista. Apuro la última copa del crianza. Frente al creciente vegetarianismo progresista, la dieta castellana se sostiene sobre dos pilares: la ternera y el lechal. Mis venas se han ido saturando de proteína cárnica. En el plato de loza yace todavía un trozo de chuletón
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que no he podido terminar. El importe de la cuenta es ridículamente asequible. Pretender que esta hecatombe animal no ha implicado claudicar ante la salvaje y enferma ganadería intensiva es una ficción. No obstante, la calidad y el sabor del producto es innegablemente superior a cualquier sucedáneo ofertado en grandes superficies comerciales. Si la salvación ecológica del planeta pasa por cambiar el modelo alimenticio, Castilla representa la resistencia numantina de los paladares carnívoros: “¡Carne o muerte!.
No podía faltar una sección cultural en el trabajo de Dani. Para ello recorrió las rutas de iglesias románicas y catedrales góticas, visitó colegiatas y castillos, catalogó plazas mayores y monasterios. La conclusión principal sobre el arte castellano era su carácter eminentemente medieval (lo cual vinculaba una vez más su gloria al pretérito pasado) y se resumía con otro de los adjetivos más en uso actualmente: austero. ¿Simpleza o sencillez? Ese carácter espartano se trasladaba también a las casas y a las personas y parecía afirmar que las veleidades ornamentales no son más que afeminamiento. La validez de semejantes estándares se encarnaba en San Pedro de la Nave: allí estaba, muriente y muda, pero firme gracias a diversas restauraciones. Nada nuevo había surgido desde entonces, de modo que la identidad cultural castellana sobrevivía en una permanente mirada al pasado, revival eterno de un viejo álbum de recuerdos cada vez más huecos. Las asociaciones folclóricas de danzas, música y trajes mantenían viva la llama con admirable tozudez. En efecto, al contrario de lo que la cegadora capital afirma sin nombrar, Dani aseguraba que en Castilla existe una sólida masa lectora. Ésta se nutre en primer lugar de la prensa local, leída tanto en solitario como en voz alta. En ella, las noticias nacionales (que los paisanos siempre critican aunque luego apoyen generalmente a los partidos del turno ya que la población rural teme al cambio y prefiere el mal menor del inmovilismo) palidecen y dejan paso a realidades locales como ferias de ganado, festividades religiosas y 26
sucesos provinciales. De igual modo, la práctica deportiva ocupaba un lugar destacado en los pueblos de Castilla: Encuadrada en la realidad nacional, el deporte rey en Castilla es el fútbol. Cada región tiene su equipo propio, pero dado que generalmente nunca son de primera, la gente se alinea con el Real Madrid, el Barça, el Atleti o el Athletic de Bilbao. Todos los pueblos tienen su campo. Allí la hierba siempre está seca y las porterías no tienen red. Las líneas de juego no están delimitadas ni existen gradas. Especial mención merecen los torneos en los que cuatro o cinco localidades se enfrentan con energía y odio fanático, y los partidos de solteros contra casados. Además del fútbol, no hay que olvidar el frontón, ínclito espacio multiusos que suele acoger también las verbenas, los pregones y las danzas tradicionales. Y si bien todavía excluidos por el comité olímpico, los juegos de naipe cobran en la zona una categoría primordial. El mus sobre todo. Las mesas del bar, ataviadas con tapetes verdes moteados de sol y sombra, vino y carajillos, acogen campeonatos y partidas casi diarias. Finalmente, no pueden olvidarse los deportes autóctonos y/o tradicionales. Un ejemplo es la tajuela (denominada así en la zona de Zamora). Se asemeja a la petanca y consiste en lanzar unos tubos metálicos huecos desde una distancia de unos cinco metros, con el objetivo de acertar a un testigo en forma de L. Los ganadores son premiados con un jamón y una medalla, y en la celebración participan tanto vencedores como vencidos, en un ejemplo de deportividad y camaradería […].
Las aportaciones de Dani agradaron mucho tanto a los lectores como a la directiva del periódico. Lamentablemente, llegó un día en el que dejamos de recibir sus artículos. Dani no daba señales de vida y el jefe enfureció. La actualidad no tardó en ocupar su espacio con otros temas pero yo no podía olvidarme tan fácilmente de la extraña desaparición de mi amigo. Llegó el verano y decidí emplear mis vacaciones en encontrarle. Así que sin pensármelo mucho, me adentré en su búsqueda. 27
Empecé por el último pueblo desde el que había escrito, en la provincia de Zamora. A su entrada, una gasolinera al borde del abandono daba la bienvenida y anunciaba que se vendía hielo y leña. Entré y, mientras esperaba a que alguien apareciese por allí, me entretuve mirando la anacrónica oferta de cintas de casete. Tras algunas averiguaciones estériles, un cliente aparecido de la nada me dijo que sí, que había visto a un tipo raro con gafas y acento madrileño, hacía algunos meses. Le había intentado vender su coche pero él no se fiaba y le había aconsejado que preguntase en el taller de una población más grande. Aquel lugar (que era capital comarcal y tuvo cierta importancia en época de Fernando IV) era bastante más que una aldea. En la plaza había sucursales bancarias, tenía estanco, farmacia, varios restaurantes y hasta un pequeño supermercado. No sé por qué razón me sentí extremadamente solo y perdido en esas vulgares calles. Es más, mi latente paranoia se desató y se apoderó de mí un intenso pánico: tuve la certeza de que aquellos aldeanos vendrían de un momento a otro a por mí portando antorchas y tridentes. En realidad simplemente iban y venían vestidos como Dani describía: «ropa cómoda, de deporte o de montaña y cuando hay que ponerse elegante todo muy pomposo y algo pasado de moda». Superado el escalofrío de la primera inmersión, entré en una panadería. Una clienta hablaba sobre su cosecha de tomate —peor que la del año pasado por culpa de las heladas— mientras compraba una hogaza. En un impulso por mimetizarme, pedí yo también una hogaza y una bolsa de magdalenas y me informé sobre el taller mecánico. A las afueras del pueblo, un joven de mi edad tenía la cabeza dentro del motor de un todoterreno escacharrado. Tardó en hablarme y en ningún momento dejó de fumar un cigarrillo de liar que parecía interminable. Efectivamente, él le había comprado el coche a Dani. Según él, estaba claro que necesitaba pasta porque también buscaba trabajo. El mecánico se partía de risa pero yo 28
lo veía todo cada vez más preocupante. ¿Se había vuelto loco? Me quedaría más tranquilo si todo fuera porque había conocido a alguien… pero ¿por qué ocultarlo entonces? Paisajes de monte bajo y campos arados se desplegaban a la par que mis conjeturas cuando emprendí de nuevo la marcha hacia algunos potenciales centros laborales. Probé sin suerte un matadero, una cantera, un retén de incendios, numerosos bares, una fábrica de cementos y diversas cuadrillas de albañiles. Aunque sé que sería capaz de hacer esas tareas, no me molesté en buscarle en el ámbito de la agricultura y la ganadería porque no daba el perfil. Además, él mismo había comprobado que esas actividades apenas superaban el nivel de subsistencia, artificialmente protegidas a través de ayudas europeas y destinadas exclusivamente para el consumo familiar. Sería el matrimonio lo que volviera a unir nuestros caminos. Cuando ya estaba a punto de darme por vencido, entré en un pueblo a cuya entrada una muchedumbre se agrupaba en torno a un puente. Picado por la curiosidad bajé y vi cómo los mozos empujaban hacia el río un arcaico carro de vacas con unos recién casados encima. ¿Qué clase de ceremonia casi bárbara era aquélla? Pensé en Dani y supuse que probablemente a él le encantaría y la relacionase a algún rito de paso, de fecundidad o algo así. Una muestra de sincretismo entre prácticas prerromanas y culto católico. Cuando hubo terminado, seguí a la comitiva hacia el bar. Y entonces le vi. Estaba justo enfrente, metiendo listones de madera sin pulir en un pequeño negocio de carpintería. —¡Eh, Dani! —Pero qué… —Dani me miró como nunca antes lo había hecho, con una mezcla de extrañamiento y contrariedad. Dejó las tablas en el suelo pero no se acercó a saludarme, como yo habría esperado—. ¿Qué haces tú aquí, bribón? ¿Cómo me has encontrado? 29
—¿Qué cómo te he encontrado? ¿A qué viene eso? ¡Estaba preocupado por ti! —Me acerqué hasta él y le abracé, sin provocar ningún tipo de reacción por su parte—. ¿Por qué desapareciste así? Dani suspiró. Fue como si se rindiera un poco y en ese brevísimo silencio hiciéramos las paces. Indicándome con el brazo nos apartamos y empezamos a caminar. —Si vas a desaparecer… Si de verdad quieres desaparecer, tiene que ser así, ¿no te parece? —Pero… —repliqué yo, antes de que me interrumpiera. —¿Qué por qué quería desaparecer? ¿Es que tú nunca has sentido eso? Anda, nos conocemos bien, me extraña que me lo preguntes. —No me jodas, Dani, ¡ya estamos! A veces era muy difícil razonar con él. Me di cuenta de que había cambiado y que nunca más sería el mismo que yo conocí por algo que ninguno llegaba a comprender. —Simplemente no puedo volver. —Habíamos llegado a la sombra de un castaño y se sentó en una de sus raíces—. Ni ratón de campo ni de ciudad: ahora soy un lobo solitario. ¿A dónde voy a ir ya? —Tío, no me vengas con ese discursito…—Le miré a los ojos muy directamente, simultaneando súplica y amenaza—. Huir no es la solución ¡lo sabes de sobra! —No estoy huyendo de nada —repuso él, sin ira ni rabia, sonriente—. Si hubiera algo de lo que escapar podría al menos intentar luchar contra ello. No busco la salvación. No hay cielo ni infierno: todo es un limbo; un purgatorio en forma de montaña rusa. Ya no me apetece volver a Madrid. No quiero volver a ningún sitio: sólo 30
quiero caminar hacia adelante. No sabía qué decir. Dani parecía estar en paz consigo mismo y resuelto a mantener su palabra. —Dile a los lectores de tu periódico que si de verdad quieren conocer la vida castellana vengan aquí. No tienen nada que perder. No creo que vayan a quedarse tampoco. Detestan la ciudad y están deseando largarse de allí cada vez que sus vacaciones se lo permiten. «Desconectar», dicen. Pero siempre regresan. «Desertores del arao» los llaman aquí. Lo que nosotros estudiamos como «éxodo rural» para los resentidos que se quedaron fue una traición. Ese ejército de desertores dejó atrás tanto su infancia como su identidad. Y cada verano vuelve buscándolas para no encontrar más que espejismos. Demasiado rudos para la urbe, demasiado finos para el campo. En su largo parlamento Dani no me miró ni un solo momento. ¿Para quién hablaba? No lo sé. Si hablaba solo, yo escuché lo que decía con atención y como si estuviera dirigido a mí. El sol empezaba a desaparecer por el horizonte y una brisa refrescó el tórrido calor mesetario. En ese momento se volvió hacia mí y continuó: —En medio de esa encrucijada estoy. —¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a quedarte para siempre en tierra de nadie? —Quise saber—. ¡Si esto está muerto! No aguantas aquí ni un año, ya verás… Dani rio. Por primera vez parecía que éramos dos viejos amigos reencontrándonos. —¿Quién ha dicho para siempre? De momento he encontrado un curro y tengo algo de dinero del coche. Luego ya veremos. Pero no le des más vueltas. ¡Que estamos de boda! Todavía nos da tiempo a llegar a los bailes. Y aunque no estemos invitados, hay barra libre y podemos emborracharnos juntos. ¡Venga, va! ¡Vamos 31
a beber por los viejos tiempos! Podría haberle discutido con cien argumentos, podría haberle dicho millones de cosas pero no me salió ni una palabra. En cierto modo le entendía y le respetaba. Como siempre. Y su propuesta me resultaba atractiva. Ya habría rato para seguir hablando con una copita en la mano. Aquella noche nos lo bebimos todo y no recuerdo nada más de lo que sucedió. Desperté en mi coche, con el sol de mediodía en la cara y un horrible dolor de cabeza. Todavía tenía algunos días de vacaciones. No sabía si quedarme por la zona algún tiempo más, o irme ya a Madrid. No quería pensar más en Dani. Si algún día regresase, él sabría llegar hasta mí. O tal vez fuese yo el que saliera en su búsqueda otra vez. Sé que le encontraría. A la deriva por la extensa llanura, donde los desarraigados buscan consuelo: náufrago en algún lugar de Castilla.
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ATLANTES PROFUNDOS Prisciliano
T
e gusta el tenis porque eres empático. Porque te gusta apoyar a jugadores arrogantes, orgullosos, impulsivos, a los odiados. Te gusta el tenis porque eres un parásito, porque no vales nada, porque tienes tiempo, mucho tiempo. Porque tienes 33 años y has tenido que volver a casa de tu madre. Porque estás cansado de trabajar por 5 euros la hora para supermercados, bares de barrio, caterings; cansado de vender mierda por teléfono, de cocinar mierda de bote en una franquicia, de vender botones a viejas que salieron de su mísero pueblo de Castilla para meterse en su mísero barrio de la capital. Decides gastar los últimos 10 euros que te quedan de tu prestación por desempleo en ir al bar de la esquina para ver una gran final de tenis... Judas es naipero. El único del pueblo, algo harto conveniente. El pueblo (Dios sabe su nombre) está en el máximo esplendor que haya conocido jamás. Casi el 20% de la población se dedica al sector artesanal. En los días de Judas había 26 panaderos, 22 carpinteros, 8 canteros, 31 sastres, 13 hiladores, 19 peleteros y Judas, «el naipero». Otro 12% se dedicaba al sector servicios. Había 14 notarios, 22 taberneros, 38 mercaderes y el clero, aproximadamente, se componía de 35 miembros. El otro 70% era el sector agropecuario, y a nadie le importaba. Es el año 1545 de Nuestro Señor Jesucristo y a Judas, «el naipero», le gustan las mujeres. Pero Satanás gobierna este mundo y él no puede evitar amar a una casada. 33
Nadie sabía lo que ocurría dentro de su taller cada vez que ella le encargaba una baraja nueva, hasta que el inquisidor real la arrestó acusada de herejía y libre interpretación de las escrituras y, bajo tortura en el potro, confesó su relación adúltera, su negación de los santos sacramentos y su condición de alumbrada por Dios. Judas acabó en la cárcel y ella exiliada del pueblo y despreciada por su esposo. Y, ¿por qué no? Hace un sol maravilloso y es domingo. Son las diez de la mañana y seguimos en pie. La borrachera ha sido varias borracheras. Fiestas del barrio. Quedamos a las diez de la noche, nos trasegamos unos «minis» en alguna caseta de comunistas hablando de nada. En algún momento nos encontramos con viejas amistades; unos se fueron por allí, otros por allá. Bailoteo con DJ Paquirrín. En algún momento la música se acaba. Alguien dice no sé qué de un bar. Sorprendentemente, sigo lúcido. Cierran el bar. Alguien dice de ir a su casa, alguien tiene ron. Surgen conversaciones, se crean lazos. Una chica te habla de su padre y de que es celosa; otro se quedó dormido; aquellos de allá se besan. Sale el sol. Alguien dice: «¿Nos tomamos el vermú?» Hace un sol maravilloso. Y, ¿por qué no? Malditos romanos. Malditos germanos. Malditos moros. Malditos franceses. Malditos… ¡Que vengan! La España profunda expulsa o corrompe todo lo que llega. 34
¡Que Dios nos perdone! Nadie nos odia más que nosotros mismos. ¿Nosotros? ¡Que nosotros! Nunca fuimos «nosotros», no somos nada, somos Legión. Somos la capital del mundo, la metrópoli, Felipe II, Lola Flores y Viriato. Somos vagos, somos el hazmerreír de los norteños ricos. ¡Te mato, puto guiri! Tierra de incultos, de Velázquez, Cervantes y Alfonso XIII produciendo pornografía. Pero no lo olvides, mi pueblo es el mejor y los de allende el río, unos hijos de Satanás. «Just like» en la antigua Grecia. No olvides que somos el fin del mundo, que somos los hijos de los atlantes. Que aquí el apóstol cumplió su promesa de llevar la buena nueva de Cristo hasta el fin del mundo y, como agradecimiento, exhumamos su cadáver para poner a nuestro Prisciliano, el mayor homenaje que se puede dar.
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VOLVER, NUNCA QUEDARSE Carmen Qué
«E
sta es la llave de la cancilla, esta es la de la cocina vieja, esta es la de la cocina nueva y esta, la de la puerta de atrás. Asegúrate de que dejas todo bien cerrado cuando salgas. Y mira a ver con la calefacción, que las de carbón no son como las de ahora. ¿Estás segura de que vas a saber cómo funciona? Si no, llama al tío o a José que ellos saben bien. Anina, ¿pero cómo vas a ir tú sola en invierno? Y tu chico, ¿no puede acompañarte? Ay, de los demonios…». Mi abuela no paraba de repetirme lo mismo, aunque ya lo habíamos discutido, mientras me daba las llaves de la casa el día antes de mi partida. A mi familia no le gustó la idea de que fuera a pasar unos días al pueblo yo sola en pleno invierno. Normalmente, vamos en verano mi abuela, mis padres, mis tíos, mi primo y yo. Se trata de un pueblo muy pequeño en la provincia de Lugo, en el que mis abuelos heredaron una casa de tres plantas con una huerta muy extensa. Tengo 27 años y he pasado allí todos los veranos de mi vida. No ha habido ni siquiera uno que no haya ido al menos una semana. Fuera del período estival, he estado solo dos veces: una semana santa y en la muerte de mi abuelo. Me encanta mi pueblo. Allí fui muy feliz durante mi infancia, disfruté mi adolescencia y, ahora, en mi posadolescencia (todavía no es madurez a todos los efectos) supone un retiro en el que relajarme durante unos días al año. Está rodeado de naturaleza, no hay ruidos, la comunicación con la gente del pueblo es limitada, la casa es cómoda, la huerta agradable. Hacía una semana que me había quedado sin trabajo. Durante 38
casi un año había estado trabajando con contratos temporales y de prácticas de una manera continua pero la «suerte» había llegado a su fin. No encontré otro trabajo con el que enlazar la cadena de precariedad laboral que tiene presos a tantos españoles. Tenía algo de dinero ahorrado, tiempo libre, pocas expectativas de una incorporación a un puesto de trabajo, algún delirio existencial y la idea de que dedicar un tiempo a estar sola sería lo que mejor me vendría. Pero no quería limitarme a la soledad de un par de días metida en casa sin ducharme. No. Quería ser como Henry David Thoreau en Walden y tener el valor de aislarme durante años en una cabaña construida por mí en un bosque; aunque en este caso serían dos semanas en la casa del pueblo que, bueno, tiene muchos campos y montañas alrededor. Y había pensado que, tal vez, podría finalmente empezar esa novela que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo. Total, que un 1 de febrero salí de Madrid, no sin dificultad, por la M-30 dirección La Coruña con un coche alquilado. Hacía meses que no conducía, pero me dije que era todo o nada, que las cosas cuando se hacen hay que hacerlas bien, que hay que coger el toro por los cuernos, que en el pueblo no hay supermercado y que necesitaría independencia, y que me había imaginado a mí misma yendo en coche y así era como quería ir. Lo cierto era que había perdido algo de práctica en la conducción y había olvidado las maneras de los seres humanos al volante; justo después de salir de la agencia donde alquilé el coche, y sin ningún motivo aparente, otro coche me adelantó a toda velocidad y un intenso “¡japuta!” llegó a mis oídos mientras se diluía la última sílaba en la distancia. Cuando llegué a mi pueblo ya estaba oscureciendo, el cielo estaba cubierto por unas nubes espesas y no vi a nadie por la calle. Mi tío vive en otro pueblo pero había ido a limpiar la casa y encender la calefacción, con lo cual la llegada me resultó muy acogedora, como cada verano. Me instalé en la mejor habitación, la de mis padres, deshice la maleta y eché un vistazo a la caldera 39
de carbón. «No debes dejar que las brasas se apaguen», me había advertido mi abuela. Eso es fácil. Eché un poco más de carbón. Me familiaricé durante unos segundos, como cada verano, con la disposición de los utensilios en la casa. Todo estaba en silencio. Solo el ruido de algún coche al pasar por la cancilla rompía esa calma. Pensé que eso estaba bien, pero era extraño no oír a mi familia de fondo. Planifiqué las actividades a las que quería dedicarme esos días mientras cenaba: leer, escribir, andar; antes de irme a la cama salí a la huerta para percibir el olor de mi pueblo en invierno. Cada lugar tiene un olor, y cada estación del año. Miré un rato el cielo. Allí se veían las estrellas. Me di cuenta de que casi había olvidado cómo era realmente el cielo por las noches. Justo antes de entrar en casa, vi que algo se movía cerca de la cancilla. No pude diferenciar si era dentro o fuera. Estuve unos instantes quieta y concentrada en percibir algún sonido pero no oí ni vi nada. Será algún gato. Por la mañana, me levanté temprano y desayuné con calma mirando por la ventana del salón que daba a la huerta. Hacía un frío glacial pero la casa permanecía caliente. Eché más carbón a la caldera, las brasas brillaban dentro con un naranja volcánico. Esto está chupado. Mola la vida rural, la vuelta a los orígenes sienta muy bien. Me abrigué para salir a pasear. Tal vez fuera hacia el pantano, o por la carretera vieja hacia el siguiente pueblo, o subiera al convento. Cuando me dirigía a la cancilla para salir, volví a vislumbrar el movimiento de la noche anterior. Esta vez, con la luz del día, distinguí a una persona. ¿Hola? Pero nadie contestó. Salí rápidamente. Una mujer se alejaba corriendo calle abajo. No reconocí quién era. Decidí subir al convento. Es la seña de identidad del pueblo. En lo alto de un monte está el santuario que se divisa a kilómetros de distancia y desde el cual se aprecia una vista extraordinaria de toda la comarca. Subir a pie es largo pero gratificante. Al caminar solo oyes el pisar de tus pies sobre la pizarra hecha añicos y el 40
viento frío te atiza la cara cada vez con más fuerza. Al llegar arriba, me quedé en el mirador un buen rato disfrutando del silencio y el paisaje verde y rocoso salpicado por centrales y postes eléctricos, elementos ya mimetizados con la naturaleza de una forma casi imperceptible. Cuando estaba llegando a casa, ella volvía a estar allí, asomada a la cancilla. ¡Me estaba espiando! Pero qué… Esperé a ver qué hacía al verme. Se irguió, se colocó el delantal y se fue. Llamé a mi madre para contarle lo que estaba ocurriendo. «Sí, hija, es la vecina que siempre hace lo mismo. Está loca. Pero ten cuidado que ya sabes lo que dicen. Que es una meiga. Todos con los que ha discutido han tenido desgracias después. Tú déjala. Ya sabes, el que no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas». Aquella noche me desperté encogida y con un dolor punzante en la espalda. Estaba aterida, tiritando de frío. Me había olvidado de alimentar la caldera por la tarde. Con un esfuerzo que me pareció sobrenatural, fui a echar más carbón. Las brasas ya no eran naranjas y brillantes sino grises y polvorientas. Se habían apagado por completo. Intenté azuzarlas, echar más carbón, poner cerillas, pero no había manera. ¡Mierda! Tendré que llamar a mi tío mañana. Me puse un jersey, el abrigo y eché un par de mantas por encima de la cama. Apenas dormí. Nunca había pasado tanto frío. Al día siguiente fui al único bar del pueblo, también lugar de encuentro, foco de discusiones y fuente de información. Me apetecía tomar un café, o tal vez un vino tinto, o un orujo, para quitarme el frío de la noche. Saludé a los cuatro o cinco que había. «¡Hombre! ¿Qué haces por aquí en invierno? ¿Y sola? ¿Tú no tenías novio?» Contesté lo más escueta pero educadamente que pude. Inevitablemente, entré a formar parte de la conversación que tenían en la barra. «Esa que no vuelva a pisar mi bar, ¡vamos hombre! ¿Qué se ha creído?» dijo Carmen, la camarera. «Pero, ¿qué se creían?, que no los iba a ver nadie, o qué. Esa es una pelandrusca. Y tu marido un descarao. Anda, home». 41
Dos ancianos curtidos pero frescos estaban tomando vino al otro extremo de la barra. «Carmen, ¿me rellenas y me echas la Quiniela, anda?» «Pero, ¿no habías aprendido ya a escribir, Venancio?» «Anda, monina, pero si tú lo haces mejor». En ese momento, una mujer con ropas de agricultora y paso acelerado entró al bar. «¿Os habéis enterao? Murió Castor, el del pozo, de repente». «¿No me digas? Manda carallo». «Bueno, si ahora está muerto es que antes estaba vivo». «Ay, qué repunante». Me había propuesto prescindir durante aquellos días de aparatos electrónicos que permitieran cualquier tipo de comunicación, como móviles, ordenadores, tabletas o smartphones con internet, así como de la televisión. Sin embargo, un día a la hora de comer, quise ver el telediario. «La oposición acorrala al Gobierno con los casos de corrupción y pide la dimisión del ministro Catalá. […] El Ministerio de Defensa finalmente reconoce que la tragedia del Yak-42 pudo evitarse. Los familiares de las víctimas dan por finalizada su lucha. El hermano de uno de los fallecidos, en rueda de prensa, se ha roto de dolor: “Nuestros familiares no dieron la vida por España, España se la quitó. La corrupción mata”». Mierda de país. «El derbi se calienta. El Real Madrid y el Atlético de Madrid juegan esta noche…». Apagué la televisión. ¡Qué asco! Volví a ir al bar, esta vez por la noche que está más animado. Así es en verano, sin embargo en invierno me di cuenta de que aquel pueblo no era lo mismo. Conté 6 personas, 4 de ellas ya estaban la mañana anterior. Me senté en la barra, pedí una caña a Carmen y me di cuenta de que a mi derecha estaba sentado Manuel. Salvo por los saludos, nunca habíamos hablado, pero me parecía la persona más discreta y amable del pueblo. Compartimos unas palabras y descubrí que, además, era sensible e inteligente. Me entristecí un poco al recordarlo siempre solo en la barra del bar o paseando por el pueblo. Media hora después, Manuel se marchó a su casa. Cometí la imprudencia de comentar con Carmen mi aprecio por Manuel. «Mmm, después de lo que le pasó». «De lo 42
que hizo, dirás más bien. Cometió incesto». ¡¿Qué?! He aquí lo que ocurrió: Manuel nació en el pueblo hace 55 años. Sus padres eran agricultores, como la mayoría allí. Fue al colegio, al instituto y, aunque era listo y sus padres querían que fuera a la universidad, decidió heredar sus tierras y trabajar en el campo. A los 12 años, Águeda empezó a ir al pueblo unos días en verano. Su padre había nacido allí y quería mantener las raíces, aunque su residencia habitual era Granada. Manuel y Águeda se hicieron muy amigos verano tras verano hasta que esa amistad se convirtió en un amor profundo a los 18 años. Al principio, ocultaban las muestras de cariño pero más adelante dejaron de hacerlo. ¿Por qué?, pensaban, se querían, querían casarse y tener una vida en común. Cuando el verano llegaba a su fin, Águeda habló seriamente con su madre sobre ese tema. Manuel quería hablar con su padre para pedir la mano de su hija. La madre de Águeda había deseado que aquello solo fuera una aventurilla, un enamoramiento pasajero para no tener que enfrentarse a ese momento. «Mi amor, tienes que dejar de ver a Manuel». Águeda se negó rotundamente y exigió saber qué motivos tenía su madre para rechazar el enlace. «Marco es tu hermano. Tu padre y la madre de Manuel…». No pude contener mi sorpresa. ¿Hermanos? Pobres… «¿Pobre? ¡Ja! Si no lo sabría… Eso lo sabía todo mundo. Es un pecador». «Eso es lo que piensa ella» dijo Carmen, «la cosa es que Águeda se fue y nunca más volvió. Él se quedó destrozado y nunca se le ha conocido mujer ninguna». Esa fue la conversación de la noche. Las 5 personas que quedaban en el bar opinaron sobre el asunto, claro; yo no podía dejar de pensar en aquellos pobres jóvenes. Me fui y no volví a pasar por el bar hasta que regresé a Madrid. Los últimos días me dediqué a caminar y a estar en casa. Había alcanzado un estado en el que no necesitaba hablar con nadie y estaba bien. Llamaba a mi familia, a mi pareja e intercambiaba mensajes con algún amigo, pero la mayor parte del tiempo estaba callada, en silencio. Leí, empecé lo que parecía un proyecto de novela y trasteé por la casa. Abrí cajones, armarios, saqué cajas. 43
Descubrí una llena de fotos de mis abuelos. Allá por 1950. La España rural de entonces vivía en la Edad Media. Recordé una anécdota que me contó mi tía sobre mi abuelo: la vida en su casa era insufrible, el mayor de 7 hermanos, explotado en el campo, con un futuro igual de pobre que el presente. Estuvo ahorrando dinero durante un tiempo, lo escondía detrás de un ladrillo que estaba suelto en la pared. Un día fue a mirar, el dinero había desaparecido, se lo habían comido las ratas. Tuvo que volver a empezar, pero finalmente pudo escapar de aquella vida. El último día tuve que hacer venir a mi tío para dejar la caldera correctamente apagada y cerrar la cancilla cuando saliera con el coche. Me dio una caja llena de repollo, tomates, judías y almendras de su huerto. «Nos vemos este verano, tío». Cada año cuando me despedía, me asaltaban las mismas dudas: ¿y si el verano que viene no puedo venir? ¿Y si ya no vuelvo? Ellos ya son mayores. Todo esto va a desaparecer. Saqué la mano por la ventilla para despedirme y vi por el retrovisor a mi tío haciéndose cada vez más pequeño, moviendo la mano, no dejaría de hacerlo hasta que tomara la curva y nos perdiéramos de vista. Esa es la despedida de todos los veranos. Y todos los veranos no puedo evitar sentir una extraña tristeza y melancolía. Me voy de un sitio en el que nunca viviría pero del que me gusta formar parte.
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LLANTO DE HUIDA T. Varea
E
l automóvil se internaba en la pequeña localidad de Priego a través de sinuosas curvas que la carretera comarcal iba trazando y que, como ocurría en cualquier otro pueblo del país, lo dividía en dos mitades abruptas de naturaleza irreconciliable. Hacía rato que había pasado la hora de la comida y el día entraba en ese tiempo de languidez ibérica, en el que medio país se abandona a la pacífica inconsciencia de los despreocupados, mientras la otra mitad reflexiona sobre el sinsentido de una existencia mutilada, oprimida y silenciosa. Un manto quejumbroso se extendía por la sobremesa castellana dibujando un rostro seco y ávido de caricias. Las tiendas que iba dejando atrás permanecían cerradas a cal y canto. En realidad, algunas parecían llevar lustros abandonadas. Tan solo una ferretería parecía estar abierta. Algunos rústicos aperos, tales como hachas, hoces, horcas o guadañas, colgaban de una minúscula marquesina adosada a la fachada del edificio, justo sobre el sombrío escaparate. Aparqué delante de la tienda, bajé del coche y me dirigí hacia la entrada. No se veía ni un alma en las inmediaciones. En la puerta, un cartel pegado con esparadrapo rezaba «Parientes pobres, parientes lejanos». Como si algo dentro de mí me avisase de que no era una buena idea, me resistí a entrar. Dos pasos a la derecha, hacerme el despistado (en verdad lo estaba), y vuelta al punto de partida. En vista de la necesidad, me resigné y empujé la puerta, que emitió un agudo chirrido. —Valiente bienvenida, una puerta chirriando... ¡en una ferretería! —exclamé para el cuello de mi camisa. En el interior, apostado tras el mostrador y rígido como un 45
poste telegráfico, un hombre, que ya pasaba las siete décadas de edad, contemplaba mis movimientos con mirada bovina. Un olor ferruginoso se mezclaba con la característica acumulación de polvo que irrita nariz y garganta, provocándome molestia y desazón. La penumbra en que se hallaba sumergida la tienda invitaba a avanzar con cautela. Tras mirar varias veces sobre mi hombro como única medida de precaución, tragué saliva y, recuperando el hilo de mis pensamientos, me dirigí a aquel hombre de apariencia ruda: —Buenas tardes, caballero, ¿sabría usted indicarme dónde queda el hostal La Rosa del Norte? —pregunté, intentando disimular la inquietud que a mi impresionable mente le produce la contemplación de tanta herramienta filosa. Aquel señor me miró fijamente durante unos segundos, se echó unos imperceptibles milímetros hacia atrás y agitó su cabeza hacia los lados en un gesto contradictorio. Tras una inspiración profunda que denotaba un cansancio crónico, el hombre procedió a despegar sus labios arrugados: —Claro, mozo —dijo una voz sin emoción alguna, como extraída a la fuerza de entre sus sólidas costillas. —En dos calles, gire a la derecha y en la siguiente calle que encuentre, de nuevo a la derecha. Esta ahí mismo. No tiene pérdida. Tras esta sencilla y clara indicación, sin darme tiempo a dar la réplica y tras una pausa que aprovechó para humedecerse los labios con su ajada lengua, prosiguió en un tono más relajado: —Según va por aquí, por la variante, debe ver una carnicería con un cartel de «Se vende» en la puerta. Es la carnicería de la Demetria, que ya quiere jubilarse con sesenta y nueve años, ¡fíjese usted! Pues justo ahí, gire a la derecha. —Y repitió, lacónico—. No tiene pérdida. Pero esa no fue su última frase: 46
—Cuando gire la primera vez, tendrá frente a usted una fuente de la que ya hace tiempo que no sale agua, debido a la desviación del cauce que hicieron cuando construyeron la pista forestal para las bicicletas que solo usan los del turismo rural. En ese punto, debe girar de nuevo a su derecha y, siguiendo por esa calle, pasando la armería del tío Decoroso, encontrará usted el hotel, ¿se ha enterado bien? —Pues creo que sí, muchas gracias. Que tenga usted buena tarde —respondí de corrida, sin pausa para respirar, mientras me giraba preparado para abandonar la tienda. —Igualmente. Y no lo olvide: carnicería, fuente y armería —aún le dio tiempo a enumerar al abuelo cuando ya atravesaba yo el umbral de la puerta para marcharme. Una cierta sensación de alivio entró en mi cuerpo al subirme de nuevo al coche. Disfruto escapando al campo, no puedo negarlo, y hasta me resulta conveniente para airear mi espíritu, acostumbrado a permanecer ahogado entre sombras y paisajes verticales. Pero uno es propenso a que su imaginación se excite con los titulares escandalosos que bañan en sangre estas recónditas poblaciones de la geografía española. Las esperpénticas catástrofes que conforman el folclore campestre se cuelgan de mi espalda cuando pongo un pie fuera del asfalto y ejercen sobre mi cuello un torniquete asfixiante y continuado. En fin, que no puedo evitar respirar más tranquilo mientras se mantenga una prudente distancia con los lugareños de apariencia más ruda. Siguiendo al pie de la letra las esforzadas indicaciones del dueño de la ferretería, no tardé en llegar a mi hotel. El edificio donde se ubicaba La Rosa del Norte presentaba algunos elementos que rompían con la monotonía de los otros con los que colindaba. Era una construcción antigua, de tres plantas, a la que se accedía por una escalinata que servía para salvar un desnivel de la acera. La entrada era porticada y tenía cierto aire señorial. Las habitaciones 47
carecían de balcón, y el techo a dos aguas daba a entender que las estancias superiores eran buhardillas. Una de ellas estaba reservada para mí. La fachada en un deslavazado amarillo pastel contrastaba con el tupido verde del paisaje. En la modesta recepción, una muchacha con cara ausente registró mis datos y, con un ademán algo tosco para alguien que trabaja de cara al público, me indicó las escaleras que subían al último piso. —Mejor no espero al botones, ¿no? —dije con cierta sorna mientras empujaba con el pie mi pequeña maleta en dirección a los primeros peldaños. Al llegar a mi piso, como hipnotizado, me detuve a mirar hacia abajo por el hueco de la escalera. Una leve y pasajera sensación de mareo me recorrió el cuerpo al pensar en una posible caída accidental. Esos miedos profundos que me sorprendían repentinamente no los tenía cuando era más joven. Ni tampoco esos vértigos, ni los aturdimientos que producía el ímpetu de precipitarse al vacío. Giré sobre mí mismo y fui directo a mi habitación, la 307. La llave se atascó un poco en la cerradura pero, tras un breve forcejeo, conseguí abrir la puerta. Me dieron la bienvenida una cama doble en perfecto estado de revista, un austero escritorio con su silla estilo art decó de mercadillo y un estrecho armario abarrotado de perchas. Por algún motivo, también aquella hogareña estampa me resultó estremecedora entonces. Una atmósfera de inmovilidad flotaba en el aire. No parecía que por allí hubiese pasado el tiempo. Pero sí que había pasado. Cogí la silla por el respaldo, la desplacé hasta el centro de la habitación y me senté despacio, como si mis piernas pudiesen quebrarse en cualquier momento. Mientras escrutaba cada rincón, mis recuerdos iban creando espejos en los que veía escenas de un pasado en el que yo era una persona feliz. Ya no era así y, aunque reconocía mis debilidades, me veía incapaz de superar mi falta de apetito y mis mermadas energías. Años atrás, durante un sofocante verano, Irene y yo habíamos pasado unos apacibles días en esa misma habitación. 48
Rememoro con frecuencia aquellos días en su compañía jovial y distendida. Aprovechábamos las vacaciones estivales para conocer los pueblos que rodeaban el nacimiento del Río Cuervo, en la Serranía de Cuenca. Tomábamos fotos, observábamos los pájaros y nos perdíamos en conversaciones sobre lo variado de nuestras experiencias en la vida y nuestros particulares puntos de vista. Pasábamos horas en el coche recorriendo las angostas carreteras que apenas tenían señalización. Y respirábamos otro aire. El aire que te sacude al recorrer lo nuevo, lo inesperado, y que te insufla energía para seguir avanzando. —Tenemos que recorrer nuestro camino, siempre cuesta abajo, queramos o no. —Me acuerdo de que me dijo de una manera mitad enigmática, mitad evasiva. ¿Acaso ya presentía lo que vendría más tarde? Nuestro alejamiento había ocurrido de modo progresivo, sin escándalo. Un día me di cuenta de que ya no estaba a mi lado, y apenas sentí nada. Ahora, más consciente del vacío que crujía dentro de mis tripas, y en un arranque de melancolía, yo había querido volver a contemplar esta sosegada región como si pudiese alimentarme de aquellas nostalgias. Su ausencia había hecho palidecer los colores que me rodeaban. El aposento, que fue testigo de nuestra complicidad, había estrechado sus límites hasta formar un lazo sobre mi cuello. Me faltaba el aliento. Me levanté con un punto de locura en mi mirada y miré a mi alrededor intentando hallar pistas de nuestro paso por aquella estancia: arrugas en las sábanas, pelos en el desagüe de la ducha, algún calcetín olvidado bajo la cama. No encontré nada. La pulcritud y el celo del empleado de limpieza habían ganado sobre nuestra acción invasora. No había pasado tanto tiempo y sin embargo, el plural de nuestras noches había quebrado allí para siempre. Me senté en la cama para relajarme un poco, intentando dominar mi respiración, y pronto caí en un sueño profundo.
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La temperatura había bajado unos cuantos grados cuando volvimos a salir a la calle. Ya había anochecido y un viento atroz se iba levantando, haciendo pequeños remolinos con las hojas y papeles que encontraba por el suelo. El parte meteorológico no había dado lluvia para estos días, pero pequeñas formaciones de nubes empezaban a conspirar sobre las cumbres de la cercana sierra. A pesar de ello, no sentimos la necesidad de apretar el paso. Resultaba evidente hacia donde nos dirigíamos, así como que llegaríamos allí, tarde o temprano. Si hay algo que no falta en un pueblo es una plaza donde la gente se reúna durante horas para animadas conversaciones y, frecuentemente, llenar el aire de murmuraciones y chismes sobre los ausentes. Queríamos disolvernos entre las calles y contemplar la ingravidez del tiempo. Observar las maneras de la gente con un alto grado de perversión voyeur y sin ser vistos, a ser posible. Pasamos ante dos bares abiertos situados en aceras opuestas. En uno de ellos, decorado con el exquisito gusto de un matarife, los parroquianos comentaban el partido de la jornada mientras comían aperitivos fritos y recalentados. Patatas, croquetas y empanadillas pasaban por manos crispadas de tensión. Un fanatismo apasionado estallaba en voces altisonantes anunciando la tragedia inminente. Seguimos nuestro camino, olvidando enseguida la fingida hostilidad de los vecinos malavenidos que escudan sus rencores tras banderines y escudos deslucidos en batallas por las que nadie da un real. Caminábamos cogidos de la mano por la mitad de la calle, despreocupados, mirando divertidos las ventanas que se iluminaban a nuestro paso esbozando figuras ansiosas por inquirir en lo desconocido, intentando romper el misterio de los ociosos merodeadores nocturnos. De pronto, dos pequeñas figuras aparecieron al fondo de la calle. La escasa iluminación de unos faroles muy distanciados entre sí, no daba pistas acerca de qué podía tratarse esa nebulosa aparición. A medida que avanzábamos, reconocimos la silueta de dos niñas casi idénticas. El silencio de la escena era solo interrumpido por los agitados latidos de nuestros 50
corazones. Un miedo animal estallaba en nuestros pechos. Sus movimientos eran apenas perceptibles, si no inexistentes. Carecían por completo de la gracia y el júbilo que se asocia a la tierna infancia y sus ojos reflejaban una tristeza profunda, como si en sus aún moldeables mentes se dibujasen los límites insalvables de su comarca con trazos obsesivos y circulares. Cuando estábamos a escasos dos metros de ellas, pudimos leer en su expresión corporal el deseo de que les reveláramos algunos de esos misterios que se extendían más allá de su conocimiento. No reunimos el valor necesario para hacerlo. Las rebasamos sin inmutarnos y seguimos caminando hacia nuestro destino. Nos consolamos pensando que es mejor no interferir en la supervivencia ajena. Cruzamos otras dos plazas antes de llegar a la que se había constituido como democrática asamblea de la vida popular. En la primera había una iglesia románica donde podían verse unas cruces enmarcadas en la fachada, que homenajeaban a los caídos de una lejana guerra. Tan lejana pero tan presente en ciertos corazones heridos por la memoria. Un torreón de planta rectangular se alzaba entre la edificación religiosa y las casas adyacentes. Su presencia, visible desde toda la región, era símbolo del férreo dominio mental y oscurantista sobre los resignados pobladores de la nueva Castilla. En la siguiente plaza había un largo abrevadero para que bestias y hombres calmasen su sed. Ambas plazas se complementaban con sus dos maneras de satisfacer la dualidad que forman el cuerpo y el alma. Los símbolos de la esencia vital mezclados por el adoquinado con el que está construido el pueblo. Al llegar a la Plaza Mayor, nuestro objetivo último, una turba de niños corriendo sin un rumbo definido salió a nuestro encuentro. Otros, subidos en bicicletas o revolcándose por el suelo, ignoraban nuestra forastera presencia. Un inmenso rectángulo nos rodeaba a su caótica manera. Las voces retumbaban y las bromas, chistes y maledicencias entrechocaban con estruendo. El recio carácter de los lugareños que a diario se enfrentan con la inclemencia de una tierra estéril, se distendía por unas horas en las cálidas noches 51
de un verano tardío. Nos acomodamos en una mesa en la terraza de uno de los bares menos concurridos, y nos dejamos intoxicar por el bullicio que creaba esa multitudinaria reunión. De nuevo, el letargo, como una melaza viscosa, se iba fundiendo sobre nosotros. Nunca llegó a llover. El salvaje ladrido de un perro que pasaba por el pasillo me despertó súbitamente. Afiné el oído para poder escuchar las voces que guiaban al animal, pero fue en vano. La puerta de una habitación cercana a la mía se cerró de golpe tras la comitiva nocturna, y la calma volvió a prevalecer. Era más de medianoche. La luna iluminaba la habitación casi en su totalidad a través de un ventanal situado en el techo frente a la cama. La soledad sacudía mi espíritu, adentrándose en las cavidades de mi cuerpo, inflándolas con recuerdos amargos que se desvanecían después, dejándome exhausto y desamparado. ¿Qué pretendo encontrar aquí? ¿Por qué he conducido hasta ninguna parte? No voy a recuperarla, no voy a serenarme aquí y no voy a encontrar el camino que me sitúe en el centro imaginario de mi vida. Esto es lo que me espera de aquí en adelante: un vagar errático, con la única visión de mis cadenas ante mí, y un gesto de torcida desesperación en la boca. Un no comprender, no descansar y no llenarme del oxígeno que me sostiene, cabalgando enloquecido hacia adelante. Siempre hacia delante, y hacia abajo, como ella dijo. A la mañana siguiente, todavía turbado por una noche de agonía y sudores destemplados, recogí las escasas pertenencias que había sacado de mi maleta y me preparé para marcharme. Antes de salir, me detuve para mirar una pequeña fotografía enmarcada que había al lado de la puerta. Representaba una escena de la vida en el campo: un hombre trabajaba la tierra con la ayuda de dos animales de carga que tiraban de un arcaico sistema de arado. Una imagen congelada sobre gelatina y plata que mostraba una simpleza de lo antiguo, de lo primario y vital, que ya no está al alcance de ninguno de nosotros. Una especie de burla contra la acción de regreso a la 52
ciudad que me disponía a emprender. Él sabe bien que el ruido de los motores no nos deja acomodarnos en nuestra época. Y con su esfuerzo y las transpiraciones de su entrepierna parece arrasar la civilización que algún día vendrá a destruirle. Él escupe en cada cerebro iluminado que desarrolla un nuevo mecanismo electrónico que nos «facilitará» la vida. Él manda al infierno la modernidad, el arte y la cultura. Mientras dejaba el pueblo de Priego atrás, sonreía pensando en una idea que no podía quitarme de la cabeza desde que llegué. Entre todos celebramos el apelativo de España profunda como sinónimo de lugar atrasado, sombrío, amenazador o salvaje. ¿Qué amenazas nos llegan desde ese entorno rural que estigmatizamos sin cuartel? ¿De qué tenemos miedo? La más rotunda característica que tiene la España profunda es que no pasa absolutamente nada. La gente fenece de aburrimiento. Y ese tedio letal es el mayor de sus tesoros. Es la antesala de esa calma necesaria para que la inspiración surja y explote creando un arte de la mejor especie. Pero eso ya todos lo sabemos, ¿no? Y, ¿por qué aún no hemos destruido las ciudades? Si lo pensamos bien, la vida florece entre bucólicas vegas y exuberantes montañas, no entre alcantarillas y riachuelos de excrementos. Allí, junto a una inmensa gama de colores naturales, está nuestro lugar. Allí está el mío, al menos. Pronto, muy pronto, acabaré con todo lo que me ata a la ciudad. Prenderé fuego a todo lo que dejo atrás y buscaré un recóndito paraje que cobije y alimente mi imaginación. Allí, alejado de las alarmas y las sirenas de policía que no cesan de atormentarme, recuperaré mi paz y lograré escribir relatos infinitamente mejores que este. Allí, ermitaño y esquivo, no recibiré noticias de nadie, ni mensajes que me cuenten las novedades. Mi imaginación volverá a ser la del niño que fui. Imparable, insolente e insobornable. Ahora corro de nuevo hacia el infierno, pero sé que algún día volveré aquí a respirar profundo y seguido. Esperadme.
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EL HOGAR DE LA CULTURA Demián
CAPÍTULO I: Viernes de lluvia, viernes de mierda.
V
uelve a llover. ¡Vaya mierda de viernes! ¡Qué diantres! ¡Vaya mierda de año que llevo! Nada ejemplifica mejor la mierda de año que llevo que estos viernes. Es lo que tiene prepararse una oposición, todo desaparece, entras en un limbo, en otra dimensión, donde el poco tiempo libre que queda disponible hay que emplearlo en un seudotrabajo en el que se ganan tres duros, para luego ver que llega el fin de semana y más de lo mismo: trabajo, estudio, estudio y trabajo. Lo más jodido es ver las caras de felicidad de la gente en fin de semana, que además van en aumento a medida que se acerca la primavera: los niños juegan, las familias salen todas juntas a montar en bici armadas de trajes horteras, cascos aerodinámicos y gafas de sol espaciales. Los abuelos arreglan el mundo, ejercen de improvisados arquitectos y dan de comer a palomas, ratas y loros mutantes en los parques. Y los jóvenes… ay, ¡¡los jóvenes!! ¡¡Estos sí que me dan envidia!! Respondiendo a la llamada de los instintos más primarios, se arrejuntan en los parques, ayudados por diversos productos químicos y naturales que les ayudan a conseguir lo que Rousseau defendía como el «estado ideal del ser humano», volver al estado de naturaleza. Mientras todo esto sucede, mientras el ciclo de la vida llega a su temporada culminante, aquí estoy yo, espectador forzado del teatro de la vida cotidiana, armado con mi cuaderno de estudio y la ropa más cutre y cómoda que me ayude en mi labor de memorizar como un loco historias que se van a borrar de mi mente tras la primera resaca en la que incurra. 54
Pero, por lo menos, cuando hace buen tiempo puedo estar en la calle, en los parques y en los descampados. Puedo estudiar a la vez que me da un poco el aire y el sol, sentir que estoy vivo y que hay vida a mi alrededor; aunque sea molesta, tan molesta como un mosquito que te desvela una calurosa noche de julio en el barrio de Ascao de la ciudad de Madrid. Pero no es el caso de este viernes. ¿Por qué narices tiene siempre que llover en viernes? ¿Por qué no llueven los domingos?, cuando uno está tirado en el sillón con la resacaza brutal, viendo Gossip Girls o combates de Wrestling. Existe alguna razón científica que desconozco causante de que siempre llueva en viernes; o, simplemente, Dios me tiene manía. Pues a ver qué diantres hago. No me puedo quedar en casa. Así, seguro que pierdo la tarde. La culpa la tiene este mundo de ocio de usar y tirar, de información-comida-basura. ¡Maldita globalización y maldito progreso tecnológico y comunicativo! Vosotros tenéis la culpa de mi debilidad. Cualquier excusa será buena para no dar palo al agua: bien viendo porno (o algo que me empalme más), o leyendo a la gente perder su intimidad, al igual que el más chusco de los famosetes del «papel couche» pero al patético precio de 0 euros. Si no, siempre me queda el recurso de leer a personas anónimas y discutir vehementemente de cualquier chorrada intrascendente. ¡¡No!! Definitivamente, tengo que huir del hogar y salir rumbo al sitio que intentaba esquivar. No me queda otra, no hay más remedio. ¡Hay que ser fuerte! Además está cerca de casa, no me mojaré mucho. Paso de coger el paraguas. Seguro que lo pierdo, como las últimas diez veces que cogí paraguas. 55
CAPÍTULO II: El breve y largo camino No pasa nada, crucemos los dedos. Hace semanas que no voy por allí, pero la cosa no puedo haber ido a peor. Pensando y requetepensando en voz alta, me ha vuelto a dar un ataque de nostalgia (solo los locos hablan en pareado). Vaya mierda, que me entre nostalgia de mi época universitaria, periodo mediocre y gris de mi vida como pocos. Era más joven y mi futuro era prometedor, o eso es lo que quiero creer ahora. La verdad es que mi futuro pintaba tan gris como un nubarrón de tormenta de verano. Lo que pasa es que cuando se es joven es más fácil autoconvencerse de la veracidad de las propias fantasías. De hecho, eso es lo chungo de hacerse viejo, convertirse en un puto realista al comprobar empíricamente la imposibilidad de que los planes lleguen a hacerse realidad en algún momento. De hecho, ni tan mal. Una especie de maldición gitana me empujaba a la más absoluta de las apatías. Ahora sólo cuando estoy de resaca. ¿La clave será no salir de noche? Quizás no fueron tan buenos aquellos tiempos de la universidad. Pero no puedo parar de recordarlos. Siempre la nostalgia, cómo me gusta la nostalgia. Mientras camino viene a mi mente, como si lo tuviese justo en frente, aquel edificio blanco, austero, digno sucesor de la severidad del arte herreriano. Lo mismo fue inaugurado en la etapa más oscura del franquismo, nunca me paré a mirarlo. No me parece el diseño más adecuado para lo que pretende ser el refugio de la imaginación y la inspiración. A día de hoy me sigue recordando al siniestro edificio que servía de sala de juntas a los (empleados del Corte Inglés) Hombres Grises de Momo. 56
En la puerta siempre había una multitud de gente joven fumando y hablando de forma atropellada. ¡¡Qué diantres!! No paraban de hablar, hablar y hablar. Cuando bajaba a echar un cigarro y tenía que escuchar sus malditas conversaciones, estas me producían ansiedad: que si va a caer esto en el examen, que sí, qué agobio, tía, que si voy a hacer un máster, que si el doctorado, que sí, qué chungas las salidas laborales… nhrffdvfvgrgiovbvdfdi. ¡¡OSTIA, COÑO YA!! ¡¡Disfrutad un poco de la vida, que es primavera!! Seguro que hoy lo hacen, o, por lo menos, eso querrán creer. Tanta preocupación por el futuro me llamaba mucho la atención. Si el objetivo de ir allí era el de estudiar, ¿por qué todo el mundo se pasaba más tiempo de charleta que concentrado en el estudio? Y sobre todo, ¿por qué iban tan emperifollados y sexis si se supone que se iba a estudiar? ¿No se supone que es mejor ir cómodo? Yo no me enteraba de nada pero la gente de mi quinta esperaba encontrar al amor de su vida mientras estudiaba derecho penal. Gran video musical se perdió la Oreja de Van Gogh. Este edificio se ha convertido, para los empollones y para los que no lo son tanto, en la romería de los pueblos ahora que éstos cada vez se encuentran más vacíos. Será que los paleto-urbanitas, en el fondo, echan de menos el terruño. El edificio es la nueva iglesia. La iglesia de los universitarios, allí donde el confesionario se sustituye por la mesa de estudio. Allí, los cerebros del país cuchichean y cuchichean fórmulas, frases, fechas, leyes para aprendérselas de memoria, al igual que una viuda de avanzada edad recita el rosario. 57
Pero la iglesia, en su entrada no tiene guardianes, tiene pobres. Aquí sí los hay. En la entrada, si te sales de la norma, te fichan, te miran de reojo, te escrutan. En la iglesia no se habla, bueno sí, algo se habla, pero casi siempre lo hace el mismo tío que va de negro. Los demás asienten o berrean, pero lo que comparten es más trascendental que la temática fija que repiten esos androides que trabajan en el impersonal edificio. Interminables charlas sobre viajes culturales, vacaciones exóticas, maridos, mujeres, hijos díscolos a los que les cuesta entrar en vereda, mascotas y el Ikea… Sí, el impersonal edificio también ha sustituido al mercado de barrio. Uf, he vuelto a pecar de misántropo. Al fin y al cabo, la gente que pulula por el recinto no tiene la culpa de mis rarezas y mi asociabilidad. Es normal que no me guste el sitio, hay mucha gente y muy activa, siempre haciendo cosas y, al final, eso me distrae. Sin embargo, no hay más remedio, debo ir. Hay que cumplir con la rutina. Con la tontería de dejar volar mi truculenta mente, ya he llegado al impersonal edificio. No es el de siempre, las mudanzas es lo que tienen. Es de ladrillo rojo, más nuevo, con un diseño más acorde a la cultura del pelotazo de finales de los 80 y principios de los 90. Por lo demás, todo sigue más o menos igual. CAPÍTULO III: Dentro del recinto. En fin, voy a ser positivo: es temporada baja, no es temporada de exámenes. Joder, estaré en familia. Entonces… ¿qué hace todo ese montón de chavales cachas con chándales ajustados en la entrada, pegando gritos guturales, haciendo aspavientos y, sobre todo, mirando el móvil, mirando el 58
puto móvil y escribiendo todo el rato en el puto celular? Dentro de la sala, como si de una autopista se tratara, me topo con contingentes de chicas de muy buen ver. Proliferan las minifaldas y los maquillajes recargados. Por supuesto, también van con el móvil a todas partes. Los grupos o manadas entran, salen, se sientan, se levantan, coquetean y ante todo miran el puto móvil. Los móviles, músculos y minifaldas, he aquí los atuendos de los nuevos ilustrados. Ya está aquí otra vez mi misantropía. ¡¡Céntrate!! Tú a lo tuyo, a estudiar el puto arte de Dalí. Para ello no hay nada mejor que los dos sillones de la recepción en la sala de literatura juvenil, en la segunda planta. Solamente es frecuentada por la señora de la limpieza o por las bibliotecarias con pinta de coleccionistas de gatos. ¡¡Pues ala!! Después de mear, allá que voy. Por cierto, ¡hostia, cómo me gusta miccionar en el impersonal edificio! Junto con echar el pis al aire libre en un bosque de noche, es una de las experiencias más relajantes y saludables que conozco. Baños amplios, generalmente limpios y poco frecuentados. Lo malo es que de vez en cuando te encuentras con un olor a ñordo que pa qué. ¡¡Hostia!! ¡¡Acaban de tirar de la cadena!! Hoy no va a poder ser una meada relajadita, más bien una apresurada y sin mucho goteo final. Nuevamente, un señor mendigo ha aprovechado la coyuntura para acicalarse, lavarse y reflexionar un poco sobre la vida. Hace bien. De toda la fauna que transita por aquí son los que mejor me caen. Discretos, intentan pasar desapercibidos pero no lo consiguen. Intentan no llamar la atención pero lo hacen. Eso sí, directos al grano, hacen lo que han venido a hacer, ya sea leer el 59
periódico, hojear el Cosmopolitan o cagar y asearse. No dan la turra a nadie, no hablan con nadie y por lo tanto, no son como el resto del personal que por aquí deambula: ¡¡no son unos putos chinches cojoneros!! Empatizo tanto con los vagabundos que asusta. Definitivamente esa debería ser mi profesión. Lástima que esté tan mal pagada. Quién sabe, lo mismo aún estoy a tiempo. Pero bueno, tengo que dejar de pensar en voz alta, que me vuelvo loco, o peor, la gente va a pensar que soy un loco. Eso es algo que ni yo ni nadie podemos soportar aquí en el mundo occidental. Ha llegado el momento de subir las escaleras, a ver si puedo encontrar la tranquilidad y la intimidad necesarias para concentrarme y para hurgar en la nariz y hacer pelotillas con los mocos. ¡Mierda! ¡Se me han adelantado! Ahí están, un nuevo dúo de «pokeros» sacudiendo nerviosamente el puto celular. Para qué diantres salen juntos, ni siquiera se están mirando. Un rápido vistazo a través del cristal de la sala de estudio desaconseja la entrada. Está petado de chavales y las chavalas van todas pintarrajeadas con modelitos dignos de Kapital. Vamos, que están todas muy buenorras o parecen estarlo. Así va a ser imposible estudiar. ¡Me cago en todo lo que anda! ¡Tengo que estudiar como sea! No me queda más remedio, de nuevo voy a tener que bajar a la primera planta. ¡Qué mala fortuna la mía! Como era de esperar, la primera planta está como siempre: a rebosar de espectros procedentes de la Castilla profunda. Aquí está la mayoría silenciosa que da, elección tras elección, la victoria a Mariano Rajoy. 60
El impersonal edificio ha venido a convertirse en el hábitat natural del pensionista con pocos recursos. En los sillones y mesas se apelotonan, limpiándose las gafas continuamente y pegándose por el «ABC», «La Razón» y «Marca», por ese orden, ellos; y, el «Hola», el «ABC» y el «Pronto», ellas. El espectáculo tiene bastante de siniestro, pero los abueletes tienen una gran virtud: ese carácter censor y represivo consigue detener cualquier conato de conversación, mediante sonoros y estridentes «chiissssstttttttttsssssss» acompañados de alguna dura mirada a lo Clint Eastwood. No hay nada más chungo y perdonavidas que un jubileta que ve alterada su paz. Pero hoy no. El patio está revuelto. Mi mala suerte legendaria ha vuelto a aparecer. La portada de «La Razón» tiene la culpa. Un infiltrado en la organización terrorista ETA afirma la existencia de contactos de ISIS con el movimiento de liberación nacional vasco. Ya me extrañaba a mí la rápida conversión de toda la plana mayor del PNV al Islam. Así que la tercera edad no para de cuchichear, emitir juicios de valor y hacer corrillo. Creo que no se han enterado de que no era la Razón lo que leían, era «El Jueves». En fin…Si quiero estudiar ya solo me queda una única alternativa. Cruzar los dedos y subir a la flamante y renovada sala de ordenadores. Pegada a una de las ventanas y totalmente apartada del tránsito pero permitiendo una visión global de la sala para poder cotillear de tanto en tanto, esta silla es uno de los sitios más cotizados por otro grupo social que frecuenta el impersonal edificio: los rarunos de mediana edad. Sí, es el grupo al que pertenezco. Efectivamente, este colectivo compuesto de divorciados, solitarios e inadaptados de distinto pelaje acude a menudo al sagrado rincón de la tranquilidad y la cultura. Los menos a estudiar o investigar. Los más, a leer gratis, a salir de una atmósfera hogareña agobiante, a mirar culos de 61
jovencitas sin dar el cante o incluso, uf, a jugar a videojuegos desde el puto móvil, aprovechando el wifi. Pero sobre ellos no va a caer mi ira. Me parece mejor forma de aprovechar la vida que ir a hacer el canelo a brunchs, a musicales o al puto Xanadú. Además, no molestan a nadie y son amables y ¡qué coño!, tendré que ser solidario con los de mi clase. El problema es que de vez en cuando me hacen la puñeta quitándome mi sitio favorito del recinto. Se nota que soy uno de ellos. Pero por fin un poco de fortuna en esta aciaga tarde. ¡El sitio está vacío! Y al igual que una tarta en el mostrador, me está diciéndome que vaya hacia él ipso facto. Ah, qué sensación esa la de que de vez en cuando algo salga bien… Vaya mierda, se me acabaron las excusas para no estudiar. Pero vaya tostón que me ha tocado estudiar, ¡la madre de Dios!, esto es anestesiante. No queda otra más que cotillear a los del internet. Vaya, un abuelete con el internet. Je je je je, un señor de 80 años adaptado al mundo moderno. Bien por él. ¡La ostia! Si está utilizando el YouTube, ja ja ja ja ja pero ¡¡qué diantres!! El colega está viendo perros follando ja ja ja. Definitivamente, hoy no estudio. Desde caniches a rottweilers. Lo mismo está haciendo un tipo de estudio sobre los hábitos sexuales de los canes. Ja ja ja y el muy pillo cierra la ventana. El ordenador de al lado se ha estropeado y hay un trajín de trabajadores que no deja al anciano ejercer su afición con tranquilidad. Definitivamente, he dejado de estudiar y no tengo intención de hacerlo. Al final, el viernes ha resultado ser inolvidable y sin ser protagonista de nada. Es el momento, ahora sí, yo también he caído, soy uno de ellos: que le den por el ojete a Dalí y a su musa 62
del este. Voy a coger el celular para mandar «uasapes» hasta que el aparato eche chispas. Bien por el teatro de la vida, bien por la gente de aficiones extrañas y mal por mí que soy un maldito capullo que se regodea con el vouyerismo animalista de un miembro de la tercera edad. Qué le vamos a hacer, soy miembro de la España profunda, me encanta observar y juzgar a quienes tienen aficiones extrañas, al mismo tiempo que odio que condenen mis aficiones extrañas. País de cainitas, que narices, mundo de cainitas. Eso sí, ante todo y sobre todo: ¡¡QUE VIVAN PERO QUE VIVAN LAS BIBLIOTECAS!!!
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¿SOLO UN NOMBRE? Mª de las Dolores
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n un lugar de La Mancha, de cuyo nombre prefiero no acordarme, fue traída al mundo Dolores. Siempre he pensado que el significado de los nombres que nos ponen al nacer marcan, de alguna manera, el rumbo de nuestras vidas. Esta historia, por lo visto, no parece ser una excepción. La primera imagen que Dolores mostró al resto de mortales fue una oscura maraña negra. Después se pudo adivinar su piel ligeramente dorada. Sus ojos, de un azabache profundo, resplandecían destellos tostados al reflejarse en ellos el sol. Crecería sana en un pequeño pueblecito olvidado por las grandes gestiones de la administración. A los tres años, tras el nacimiento de su hermana pequeña, fue alegremente traspasada, como la licencia de un comercio, a la mayor de sus tías: la tía Orosia. Esta era una mujer especialmente tradicional para su época y su lugar, profundamente beata y desdichada. La crio mil pasos más allá del modelo de su tiempo, es decir, como en el 945. A mí me crio la tía Orosia. Claro, ella nunca había podido tener hijos. Mi madre, la María, se apiadó de ella, la pobrecica. Así que cuando nació la Mari, mi hermana, yo me fui a vivir con mis tíos. La Orosia no hablaba, pero entendía muy bien todo. Lo único que decía era: «Nena, nena, nena, aaa». A los cinco años comenzó a trabajar las tierras de la familia. Cultivaban patatas, trigo, tomates, calabacines, uvas y aceitunas. Todos los días andaba unos diez kilómetros y trabajaba unas siete 64
horas. Entretanto, sus tíos contaban con un pequeño establo en el que criaban unos cuantos cerdos y gallinas. Para haber crecido a mediados del siglo pasado no le fue nada mal, pues nunca le faltó de comer. A esa misma edad comenzó la escuela, donde le enseñaron todo lo necesario para llevar una vida intensamente devota. Durante aquellos escasos años de infancia aprendió algunas nociones básicas de álgebra, a leer y a escribir. Sin embargo, el uso de estas herramientas se redujo a su aplicación más práctica y elemental: la lectura diaria del Evangelio. ¡Uuuuh! Si tú vieras las tierras de padre. ¡Menudos patatales! Y qué tomates más hermosos sacábamos. Luego en casa, donde ahora está la cocina, teníamos a los cochinos. En el pueblo nunca nos faltó de na. ¡Y bueno, bueno, bueno! Yo era una de las más aventajadas de la clase. Aprendí hasta a leer y escribir. Luego el maestro, el Follaburras que le llamábamos nosotros, nos hacía aprendernos todos los ríos con sus afluentes: ¡El Tajo! Jarama, Guadarrama, Alberche, Tiétar, Alagón, (...). Eso sí, todos los días al llegar a la escuela todos rezábamos al Santísimo: un Padrenuestro y un Avemaría. Y nos santiguábamos. Dolores fue creciendo y debido al desconocimiento de la época, fue obligada a cortar su larga cabellera, habitualmente recogida en una bella y voluminosa trenza. Los médicos albergaban la creencia de que, tras su primer periodo, la longitud de su pelo podría retrasar su crecimiento. No obstante, y a pesar del insignificante contratiempo, con el paso de unos pocos años se convirtió en una atractiva a la vez que recatada adolescente. Sus esbeltas piernas, su cuerpo y estatura menudos y la gracia que se desprendía de su carácter fuerte y alegre no pasaron desapercibidos para los mozos del pueblo. En una de las festividades de la villa, durante la celebración de la Virgen de la Cabeza, uno de tantos zagales se acercó a ella y la invitó a ir al baile. Ella, llena de alborozo, aceptó sin pensarlo. Él era de una familia algo más pudiente que contaba con el doble de hectáreas que labrar y con un rebaño que el propio muchacho 65
pastoreaba. Feliciano era un buen hombre. Era dulce, trabajador, responsable y había caído locamente prendido de Dolores. Ella, con su carácter decidido, no tardó en presentárselo a sus padres putativos. En el pueblo pronto se corrió el rumor de que la Dolores y Feliciano se «hablaban». En un abrir y cerrar de ojos se casaron. Si tú vieras, hija, a los muchachos de pueblo y ¡cómo me miraban! Pero solo tu abuelo se atrevió a decirme algo. La noche que fuimos al baile me agarró de la mano y me acompañó a casa. Así que el día siguiente se lo presenté a la tía Orosia. Ella dijo: «Nano, nano, nano». Eso es porque le había encantado, ¿sabes?. Todo iba viento en popa. El tiempo «corría que se las pelaba» y ellos, en plena flor de la vida, tenían un largo camino de experiencias que vivir. Dolores y Feliciano se mudaron a la parte superior de la casa de sus tíos, que fue acomodada para brindarles la mayor de las intimidades que en aquel contexto se podría concebir. Dicho y hecho: María de las Dolores, su primera hija, no tardaría en llegar. Ochomesina nacida en un mayo caluroso, pero bajo el abrigo del lúgubre corral, «Lola» sería la promesa de una vida mejor. Fue criada con el amor infinito que recibe el primogénito, pero también con la severidad que a veces se deriva del miedo y el desconocimiento. Pasarían otros cinco años hasta que tuvieran a su segunda retoña. Definitivamente, aquel no era lugar para criar a unas mujeres de provecho. Correría el año 1970 y, como tantos otros, recorrieron tediosos kilómetros de secano, maleta y mochuelas en mano, hacia la gran ciudad. Se asentaron en un barrio humilde del extrarradio. Dolores trabajaría toda su vida como limpiadora, en casas ajenas y en un pequeño comercio, cobrando sus honorarios bajo el abrigo del desamparo. Feliciano se hizo con un buen puesto y un buen sueldo, trabajando en la recogida de basuras. Pronto pudieron comprarse un coche, pagarían su propia casa y se plantearían aumentar la familia. Tras un intento fallido, formaron un núcleo familiar de cinco miembros: serían cuatro mujeres y un hombre. 66
Nano y yo siempre quisimos tener un hijo. Aquella vez parecía que lo íbamos a conseguir, pero nada, a los cinco meses salió él solo. Estaba bastante formado y se le podía diferenciar su cosa. Pero Dios no quiso que fuese así, así que al tiempo vino la tercera. La vida pasa volando. En un abrir y cerrar de ojos la mayor de sus hijas, Lola, iría a la Universidad. De repente ya era una mujer. Se echó novio a la tierna edad de 18 años pero, como si de sí misma se tratase, Dolores no le permitió salir con él hasta tarde ni compartir lecho hasta después del matrimonio. Fueron duros golpes para la joven, coletazos de un pasado rancio aún muy presente en la España de los 80 que marcarían su desarrollo como adulta. No obstante, con ellos, una nueva generación y la primera nieta de esta pequeña gran familia emigrada vendría a término al rozar el nuevo milenio. La rueda volvía a girar, mismo eje y misma dirección: los aprendizajes de una vida adulta que viene para quedarse, felicidad y desesperación en un camino empedrado; nuevos trabajos, enlaces y amores, nuevos hogares… más nietos. El tiempo no perdona y el inicial quinteto familiar se convierte en una docena compuesta de tres matrimonios con su respectiva prole. El orgullo y la alegría podían leerse fácilmente en los rostros de Dolores y Feliciano. Se habían procurado un buen futuro con el sudor de su frente. Nadie les había regalado nada. Habían criado y educado a tres hijas a las que brindaron las mejores oportunidades que se pudieron permitir. Uuuuuh… La mayor de mis nenas ya se ha casado y todo. Con Raúl, el de Eloy y la Flori, ya sabes, los de la cuesta del Renchón. Es muy buen chico y muy trabajador. Y mi Gema casi ha encontrado trabajo de lo suyo, es que es ingeniera, ¿sabe usted?”. “Bueno, bueno, ¡si vieras a la mayor de mi Lola! Es mu lista, no veas qué dibujos más bonitos hace, es mu apañá ella. Pero todo no podían ser alegrías y jolgorios. Una crisis 67
desconocida hasta el momento haría temblar los cimientos del seno familiar. La dicha propia de su nombre fue lentamente sustraída y Feliciano cayó gravemente enfermo. La enfermedad tardaría más de dos años en llevárselo, a través de un camino largo, doloroso y agónico. Dolores pasaría largas noches de hospital a su lado. Su hija Lola, también. Una nublada mañana de primavera les dieron la noticia. Los niños fueron al colegio, como cada mañana. Mientras tanto, la familia gestionaría toda la dichosa burocracia, especialmente detestable en momentos como este. ¿Y después? Después… La nada. Solo desesperanza y vacío. La gran familia ya no era familia: faltaba el cofundador. La vida ya no era vida para Dolores. Vistió de negro su cuerpo durante ocho largos años, en invierno y en verano. Vistió de negro sus ojos y se recluyó en la pequeña morada que habían compartido durante más de treinta años. Dejó cada objeto en el lugar en que se encontraba antes de su marcha, no quiso revestir su dormitorio de negro, pues aquello le permitía mantener su cálida presencia viva. Vistió de negro su mente para no ver nada en el presente, para no tener futuro en su ausencia. Por lo menos vosotros os tenéis el uno al otro. Dios decidió llevárselo y aquí estoy, sola. Con lo que yo le quería… Ojalá Dios me lleve pronto y así pueda estar otra vez con él. Que me lleve, que me lleve pronto. Dolores se refugió en su dolor y se dejaría morir en vida. La expresión de su rostro cambiaría para siempre, redibujando incluso las arrugas de su piel y confiriéndole una nueva y permanente expresión de angustia y desesperanza. La permanente alegría que irradiaba cuando Feliciano estaba a su lado murió con él y ella olvidó para siempre el significado de la dicha. Pocos años después fue diagnosticada de Alzheimer. La nueva etapa desterraría parte de la desesperanza o, más bien, la enterraría bajo la capa del olvido. Confusión, estrés, destellos de alegría y pesar inconscientes, idas y venidas incoherentes. Odio, frustración 68
y amor incontenidos. ¿Adónde vamos? ¿Quién es ese que va conduciendo? Ay, hija, cómo echo de menos a tu abuelo. Si tan solo estuviera aquí conmigo… Qué guapa estás hoy, ¿eh? Ay, mi nena, menuda mujerona estás hecha. Dile a tu madre que no me mire así y a tu sobrino que no haga tanto ruido. ¿Qué hora es? Pues sí que va rápido este coche, a mí me da un poco de miedo ¿Dónde vamos? Aún recuerdo cuando recogía patatas con la tía Orosia… ¡Cómo me quería! Y tu abuelo… era tan bueno, cómo me quería. ¡Ay! Quita, leñe, que no me dejas espacio. Tengo sed, ¿llevas una botella de agua o algo, hija? ¿Qué hora es? La que está sentada ahí delante es tu tía, ¿no?. Y hasta aquí podemos leer. No hay nada más escrito, queda todo por venir. Una historia cualquiera, una historia más, una historia sin importancia o una historia de lo que somos pero, sin duda, es una historia de esta nuestra España. Esperanza, desesperanza y desconocimiento. ¿Y a ti? ¿A qué te suena España a ti? ¿Y a un extranjero? ¿Cómo suena su nombre y qué matices le imprime a su propia historia de vida? Gloriosa en tiempos pasados, próspera y mixta en tiempos remotos. Bella, variopinta, rica en tonalidades, alegre, festiva, decidida y aventurera, cálida, seca, húmeda, fresca. Morena, rubia, menuda y exuberante…Pero también desdichada, ciega, cazurra, pobre, vapuleada, vieja y cansada, cateta, rancia. Renegada, autoreprimida. Perdida y cansada. Y, sobre todo, olvidada. Olvidada de sí misma.
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NÚMEROS ANTERIORES
1.
Amor. Verano de 2016
2.
Desamor. Otoño de 2016
3.
Odio. Primavera de 2017
Otra dimensión es un fanzine literario creado en Madrid.
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Este fanzine se imprimiรณ en Madrid en junio de 2017.