ÍNDICE 1.- Extraños en la noche....................................................5 2.- Bar Galdós...................................................................15 3.- ¡¡Viernes!!....................................................................21 4.- Incómodas derivas......................................................33 5.- Villaverde será nuestro................................................45 6.- Gatos pardos................................................................55 7.- Madrid mientras tanto................................................68 8.- Cementerio elevador...................................................71
EXTRAÑOS EN LA NOCHE Omaled Súsej
S
i realmente te interesa, lo primero que debes saber es que Madrid es una mierda. Podría enumerarte unos cuantos motivos de peso pero, desde luego, lo peor que tiene Madrid es la gente, como en la mayoría de sitios. En la época en la que estuve currando en el Penny, pude hacer un profundo análisis social. El Penny era un bar de punk situado en la cima de la calle Salitre, en Lavapiés. Por si no has estado nunca, Lavapiés es un barrio «multicultural» en plena gentrificación. Si te sirve de ejemplo, el Raval podría ser un espejo de Lavapiés. Todo parece muy viejo y underground, pero un piso de una habitación sin ventanas no baja de los ochocientos euros al mes. La gente tiene aires de superioridad y se pasean por ahí como si fuesen la ostia. Sinceramente, no sé qué cojones pintaba un bar de punk en un sitio como ese.
5
Una noche estaba currando, completamente asqueado, el caso es que era viernes, eran las doce de la noche y la calle y el bar estaban completamente desiertos. Hacía seis cigarros que no había pasado ni dios. Realmente no solía pasar mucha gente por allí, salvo en casos puntuales. Apuré la última calada y cogí otra cerveza. Con cada cerveza, si tenía tabaco, siempre echaba un piti; a fuerza de hacerlo se convirtió en una obligación. Salí a la puerta de nuevo para contemplar la calle vacía; teníamos una mesa desconchada donde apoyar las bebidas y fumar a la vez, un vacío legal del que nunca supe si era vacío o completamente ilegal, no obstante, nunca pasó nada. Por aquella época me pasaba el puto día pensando en las consecuencias legales de todo, era una obsesión que me gustaba alimentar. Lo cierto es que solo se estaba de puta madre. Esperaba que no viniese nadie nunca, aunque desperdiciase entre seis y diez horas de mi vida al día. Prefería estar solo, a mi aire, sin ningún borracho dándome la brasa. Estaba terminando el siguiente cigarro cuando Goyo y su perro se acercaron calle arriba. Menudo toca huevos. Solían tomarse una caña cada noche, a la misma hora, todos los putos días de la semana. Era un hombre de unos sesenta años, deprimido y con mala leche. No me caía mal ni nada, pero no le aguantaba. Siempre me montaba el mismo show: el perro entraba corriendo dentro de la barra, olisqueaba y desparramaba todo lo que había dentro de la basura. El olor a perro mojado invadía los 10 metros cuadrados de bar. Entonces Goyo me pedía una caña para él y otra para el perro: «Este cabrón bebe más que yo, el hijo puta siempre me roba las cañas». El perro era alcohólico, realmente lo era, se volvía loco si no le servías cerveza. Después me contaba que caña a caña me daba un montón de pasta al cabo del año. Una noche que el bar estaba lleno discutí con él por no sé qué mierda y ya no
6
vino más, de hecho me retiró el saludo. Había una regla no escrita que decía que el viernes y sábado había que beber el doble, pero no siempre era así, algunas veces también se bebía el doble entre semana. Luego estaba el putero romántico, joder, ese tío era la bomba. Era un tío medio gordo de unos cincuenta y muchos que siempre iba con la misma chica joven, guapa y simpática. Solo entraban cuando el bar estaba vacío, que era casi siempre. Él me solía explicar lo mucho que le gustaba el gin-tonic, yo les ponía canciones rollo Buzzcocks y cosas animadas. Joder, ese cabrón se lo pasaba en grande; bailaban y se enrollaban como si fuese la fiesta de su vida. De vez en cuando, ella me pedía alguna canción de los Ramones y cosas así. Un día, el pavo se emborrachó con dos copas y ella, pobre, se lo tuvo que llevar a rastras vete a saber dónde. Juro que no le eché nada raro en su bebida. De veras me caían bien, son de los mejores clientes que he tenido, eran divertidos, no molestaban, bailaban y se lo pasaban mejor que nadie. Las suecas entran en este reducido grupo de buenos clientes. Eran dos tías de Erasmus que vivían en el portal de enfrente del bar. Recuerdo que recién llegadas a España entraron un par de veces tímidamente, se tomaban una caña y se iban, pero a la tercera noche se pillaron una borrachera estilo guiri escandalosa. Jamás he visto a nadie beber tanto, comenzaron a formar parte de la escenografía del Penny. Yo no sabía ni ingles ni sueco y ellas no sabían español, pero nos llevábamos de puta madre. Fue un detalle cuando me regalaron un collage en el que dibujaron una representación de sus peores borracheras en el bar, el título decía «Jesús, perdónanos». Aquello era un show, los borrachos se acercaban a ellas todas las noches recreando las peores escenas de Pajares y Esteso; te lo puedes imaginar. Ellas también hacían por parecerse al arquetipo de suecas que tenemos los espa-
7
ñoles. Un fin de semana que vino a visitarlas una amiga, acabamos la noche los de siempre. Todos estábamos borrachos y la fiesta continuaba a puerta cerrada. Bailábamos sonara lo que sonara y hablábamos, si es que a eso se le puede llamar hablar. La amiga no paraba de decir que hacía calor y empezó a quitarse la ropa: primero la camiseta, luego los pantalones y cuando nos quisimos dar cuenta estaba en pelotas; la tía estaba buenísima. Nos dijo que nos tocaba a nosotros, así que entre bailes y risas nos comenzamos a desnudar. Joder, parecía una puta escena de Tres suecas para tres Rodríguez. Eran parte del Penny y cuando se fueron ya no fue lo mismo, creo que ahí comenzó la decadencia. Otro de los personajes más entrañables era Mirko, un colgado de Bosnia que vivió la guerra Croata. Parecía un Jesucristo gótico, barbudo y de tez pálida. Se pasaba el día metiéndose speed y fumando marihuana, pero el tío tenía un coco increíble. Era capaz de hablarte sobre tres o cuatro temas a la vez, aunque era imposible entenderle. Una noche le pidió matrimonio a una de las suecas, quería que le colmase de hijos. Apareció por primera vez en uno de los conciertos de Iago, un gallego de dos metros con el que forjé amistad después de que le dejase la novia. Iván era, sin duda, el líder de los borrachos que solían acabar por el Penny. Era un heavy de pelo largo, delgado y con cara de quinqui de los ochenta. Podría haber sido, tanto por personalidad como por físico, el protagonista de aquellas míticas películas como Perros callejeros y todas esas. Solo bebía whisky Dyc a palo seco sin hielo, todo el año. Comprábamos más botellas de Dyc que cualquier otra cosa. Al final, ya ni le cobrábamos, lo convertimos en un gasto más a tener en cuenta a fin de mes. A veces escupía a la gente y cuando estaba muy pedo se sacaba la polla de la bragueta, pero, sin duda, era uno de los mejores tíos que rondaba por allí.
8
Si algo me gustaba del curro, era poder obligar a la gente a escuchar buena música por una vez en su vida. Solo admitía peticiones de Iván y de Demi, el resto de personas estaban vetadas, a no ser que me pidiesen una buena canción, pero eso nunca pasaba. Había mucho gilipollas que me preguntaba por rock nacional, rollo Marea, Extremoduro, Accidente, mierdas por el estilo. Mira, si te gusta esa mierda de música, vete a tomar por culo. No quería gente así en el bar. Fido, era mi compañero de curro, siempre me decía que ponía los mismos temas. La verdad es que en parte era verdad, iba variando, pero había unas diez o veinte canciones que nunca faltaban a lo largo del fin de semana. Creo que las diez canciones más reproducidas en el Penny fueron: 9. 999 - Feeling alright with the crew. 8. Magazine – Song from under the floordboards. 7. The Stooges – 1969. 6. Los Nikis – Cualquiera de ellos. 5. Burning – Escríbelo con sangre. 4. Bit Of – Siembra el caos (aunque en este puesto también podrían estar Nunca gris, Loco de atar o Apalancado) 3. The Fools - Psycho Chicken. 2. Eddie & the Hot Rods - Do anything you wanna do. 1. The Rousers - Ain’t got no minute to loose. Siempre he sido bastante antisocial, pero si algo he aprendido de la época en el bar fue a odiar más a la gente. El top tres de los peores mamonazos con los que he tenido que tratar es, en orden ascendente: Los capullos de las rayas de Nochevieja. Eran las cinco o seis de la noche y la gente no tenía ningún
9
interés en regresar a sus respectivas casas. Estábamos haciendo un pastizal, mi compañero no se encontraba bien y se tuvo que ir a casa, así que me quedé solo ante una jauría de yonkis y borrachos. La disposición del Penny era una mierda porque cuando se llenaba de gente era imposible moverse ni un milímetro. De hecho, teníamos un aforo de nueve personas y llegaban a entrar unas cincuenta en las mejores noches, aunque el límite de aforo era ridículo, entraban veinticuatro cómodamente. El caso es que vi como al fondo del bar una panda de garrulos se estaban pintando rayas en una de esas mesas altas de bar, como si fuera el aperitivo. Salté por encima de la barra y me abalancé sobre ellos para tirarles la cocaína al suelo. Los tíos, alarmados, se metieron las rayas delante de mi cara en un visto y no visto, así que con las mismas les eché a la calle, lo cual no fue fácil. Por un lado, había más gente en el bar que eran amigos suyos, entre ellos algún conocido, y me intentaban convencer de que no les echase. Por otro, estos mamones no tenían ningún interés en irse y buscar otro bar; a esas horas les sería difícil encontrar otro sitio que estuviese a puerta cerrada y que garantizase horas de borrachera. Al principio intentaron dialogar, pero cuando ya se vieron en la puerta se liaron a puñetazos y unos colegas que habían pasado a verme intentaron salir a darse de ostias con ellos. Yo intentaba que no se montase una reyerta o de un momento a otro aparecería la policía. Después de llevarme una lluvia de ostias, conseguí cerrar la puerta y dejarles fuera. Estuvieron un rato dando golpes a la puerta y amenazando con llamar a los maderos, pero se acabaron yendo. Los gilipollas que aparcaban encima de la acera. La mayor putada que acarreaba esto era tener que llamar a la policía para ver si podían localizar al dueño del vehículo, pero nunca sabías por dónde te iban a salir: desde ayudarnos a mover el coche y dar las buenas noches hasta amenazarnos
10
con ponernos una multa a nosotros, a pesar de que el cabronazo del camión había aparcado tan cerca que llegaba a tocar la puerta del bar. Hay que aclarar que a lo sumo era una calle de unos diez metros de ancho. Una de las veces el policía decidió llamar a la grúa. Fue un gran espectáculo para los vecinos de la tercera edad, aunque al dueño del coche no le debió de hacer tanta gracia porque al día siguiente me encontré la cerradura completamente encolada. Acabé tan hasta la polla que, al final, dejaba la puerta hasta donde abriese, la gente tenía que pasar entre medias haciendo un esfuerzo, por supuesto los más gordos no podían pasar. El hijo de la gran puta que se cagó fuera de la taza. En cuanto la vi, fui directo a por un cacho de cartón, de esos con los que nos traían las bebidas, la recogí y fui paseándola por todo el bar, como si ofreciese un piscolabis a mis honorables invitados. Se la repasé por la cara al grupillo de borrachos que tenía al fondo de la barra, les pregunté quién de ellos era el culpable, pero no dijeron una mierda, obviamente. Eran los típicos farsantes del mundillo de los fanzines, que se creen artistas y se chupan las pollas admirando sus respectivas mierdas infumables. En serio, la mayoría de los fanzines son un crimen contra la naturaleza, es deleznable la cantidad de árboles que se habrán talado para ser ultrajados con pedanterías insulsas de revistillas de fotografía, copias de copias y fanzines cuquis superguays megacomprometidos. Si estás leyendo esto y eres fanzinero, date por aludido. Realmente había millones de desgraciados que me sería imposible recordar. El heroinómano que acabó amenazando a Fido a punta de navaja, los policías que no paraban de tocar las pelotas, farsantes de todo tipo haciéndose pasar por cualquier cosa, los putos pesados. Un consejo: si no tienes nada que decir, mantén la boca cerrada. En fin, acabé hasta la polla de la gente.
11
No sentiría ninguna pena si la raza humana se extinguiese. El vecino facha nos confesó que tiró las pertenencias de los dos pobres okupas —dos extranjeros muertos de hambre— que vivían justo encima del Penny. Cuando la policía vino a desalojarlos ellos no estaban, dejaron sus cosas en la puerta y el hijo de puta, con todo el mal hacer de un «buen español» —de esos que sacan la bandera por la ventana— cogió las cuatro cosas que había y las desparramó por la calle. Según nos contó, en cuanto otros vagabundos vieron la escena se echaron como feroces leones sobre las cuatro cosas que tenían los dos hombres. Me consuela pensar que su vida será triste y amargada, que el mero hecho de existir es un castigo para él. Aunque se merecería un buen escarmiento. Con el tiempo, el bar se fue volviendo más decadente. La gente dejó de venir y los yonkis y borrachos de mediana edad ocuparon su lugar. Después de meses intentando quitarnos el muerto de encima, conseguimos traspasarlo por cuatro perras al mismo tío que nos lo vendió a precio de oro. En aquel momento sentí como si me hubiesen concedido un indulto, como si llevase años en la cárcel por un crimen que no había cometido. Quería correr, reír, volverme loco. A día de hoy, echo de menos el olor de la calle cuando salíamos de madrugada. La amistad entre degenerados, las borracheras interminables. El Penny fue uno de los últimos sitios de Madrid donde aún podías respirar libertad. Fueron años extraños, nos sudaba la polla el dinero y todo lo hacíamos mal. Lo único que queríamos era pasárnoslo bien.
12
BAR GALDÓS L. Raskolnikova
J
unto a la ventana que da a la calle de Espoz y Mina se sienta Paula. Joven, anémica, guapa, aunque no lo sabe, y sorda. Todas las mañanas desayuna un café con leche templada en vaso de cristal y tres porras. Según entra por la puerta, Amadeo, a eso de las 7:30 de la mañana, le tiene preparado un vaso de agua para que se tome su pastilla de Ferogradumet. Desayuna leyendo Fortunata y Jacinta, su libro preferido. Solo levanta la vista en dos ocasiones, una, cuando entra Faustino, Tino para los amigos; y dos, 5 minutos antes de irse. Entonces, y solo en ese instante, se atreve a dirigirle una fugaz mirada a Tino, sonrojada y desconcentrada cierra su libro y lo guarda en su bolso de macramé, regalo de su abuela Alfonsa, encargada de la sección de parches de tela de Pontejos. A las 8:05 sale por la puerta que da a la calle Cádiz, atraviesa Carretas, recorta por detrás del edificio de Correos de la Puerta del Sol hasta llegar a la plaza de Pontejos, donde se dedica a la, tediosa aunque importante, tarea de organizar los botones de la tienda. No puede evitar pensar a diario que trabaja en el mismo edificio donde residían Los de Santa Cruz, protagonistas indiscutibles de su novela preferida. Ese instante, junto con la entrada de Faustino al bar Galdós, es para Paula la mejor parte del día. Al fondo de la barra plateada, junto a los baños, en una silla alta, a la cual cada día que pasa le cuesta más encaramarse, se sienta Juan. Alto, imponente, elegante, de figura cansada, con personalidad, y de un pequeño pueblo de Extremadura ya casi portugués. Roza los ochenta y lleva desde los 40 en Madrid. Se vino siguiendo a sus hijas Asunción y Azucena y no ha vuelto a pisar el pueblo; él ya se siente madrileño. La
15
primera murió endeudada con El Corte Inglés y la segunda trabaja en una camisería de la plaza de Canalejas. Su mujer murió un día de agosto cuando iba a misa a la iglesia de San Ginés. Desayuna a diario un café solo, negro y fuerte, bien caliente, en taza pequeña, y unas tostadas con mermelada. Primero echa la mermelada y después la mantequilla. Cinco minutos antes de que Juan entre por la puerta, Amadeo le limpia su taburete, le pone un cojín azul y le prepara un vaso de agua para que Juan no se olvide de tomar su pastilla del colesterol. Juan no habla con nadie, solo con Amadeo, lee Misericordia y después del café matutino se dedica a beber chatos de vino peleón hasta que su hija Azucena, a media mañana, de vuelta de la camisería, le pasa a recoger. Amadeo está tremendamente enamorado de Azucena desde que tenía 30 años, pero Azucena, por aquel entonces, ya estaba casada con un guardia civil que se suicidó con su propia pistola, una soleada y bella mañana de invierno de Madrid, cuando leyó las cartas que Amadeo escribía a su mujer desde hacía años. Azucena, por su parte, decidió, en los tiempos libres, dedicarse a sus gatos, Benito y Emilia, y a escribir un libro ambientado en el Madrid galdosiano que tanto gusta a su progenitor. Azucena sueña con que su padre lea el resto de su vida un libro escrito por ella y abandone así, de una vez por todas, a don Benito Pérez Galdós. A las 8:00, puntual, entra Carmen, taquillera del metro de la parada de Sol. Pelirroja, divorciada, nerviosa rozando lo histérico y madre de una adolescente. Ella no es del centro, es de Moratalaz, un barrio del sureste de Madrid. Cansada de sus horarios y de su sueldo congelado de funcionaria se sienta junto a Juan y ojea entre sorbo y sorbo las líneas que él lee. Carmen siempre pide un café bien cargado, pero Amadeo se encarga de ponérselo descafeinado para que no vuelva a sufrir sus habituales ataques de ansiedad. En 20 minutos Carmen sale a fumar 3 veces, un total de 7 cigarrillos Pueblo
16
que comparte con Juan. Nunca se hablan, pero son cómplices, llevan unos cuatro años leyendo, una y otra vez, el mismo libro y compartiendo el mismo tabaco. Veinte minutos después, Carmen se despide de Amadeo con un: —Bueno me marcho, que sin mí esta ciudad no funciona. Mañana vengo a no ser que me haya tocado la lotería. Faustino, Tino para los amigos, viene siempre acompañado de Luis, un tipo de estatura media, pelo negro, marcadas ojeras, aficionado a la música y con una enfermedad rara que hace que se rasque el cuello sin parar. Ambos trabajan en mantenimiento en El Corte Inglés de la calle Preciados. A las 7:30 se toman un descanso que aprovechan para desayunar en el Bar Galdós. Cola Cao con dónuts azucarado para Luis y té negro con tostadas de tomate para Faustino. Antes de que Faustino y Luis entren por la puerta, Amadeo les deja sobre su mesa, junto a la puerta que da a la calle de Cádiz, el periódico. Los dos compañeros disfrutan haciendo el crucigrama cada mañana. Es su manera de desconectar. —Novela ambientada en Madrid escrita por Galdós de 8 letras —dice Faustino. —TORMENTO —responde Amadeo en alto. Tino es alto, con barba, buen porte y siempre sonriente; aficionado a las maquetas de trenes sueña con ahorrar dinero para poder formarse y ser conductor de trenes de larga distancia, ascender y ascender hasta que algún día logre conducir una locomotora que atraviese la India, su país preferido. Su otro sueño es sentarse algún día en la mesa de Paula y hacer juntos un crucigrama o leer su libro. Faustino está loco por Paula pero no se atreve a hablarle. Faustino piensa que Paula no le responde a sus saludos porque es un poco maleducada. No sabe que Paula es sorda ni que, aunque no
17
lo fuera, ella está tan enamorada de él que no es capaz ni de mirarle porque se muere de la vergüenza. Faustino, influenciado por Amadeo, ha decidido comprarse, en la papelería de El Corte Inglés, la novela que lee a diario Paula, y sentarse a su lado a ver si de esta manera la tímida joven le dedica unos minutos. Luis se ríe de él porque sabe que a Tino no le gusta nada leer, y menos novelas tan largas y con tantos personajes. Frente al Bar Galdós hay un ultramarinos especializado en alcachofas en vinagre y pescados sazonados. Sagrario, su dueña, se toma dos carajillos diarios en el Bar Galdós, uno a las 8:30 y otro a las 12:00. Amadeo y Sagrario se conocen desde el instituto. Sagrario es viuda y tiene un perro (Lenin) y una lora (Pasionaria). Se tiñe el pelo de rojo para hacer gala de su ideología. No tiene hijos ni aficiones pero es una feminista empedernida cuya autora favorita es doña Emilia Pardo Bazán. Cuando no hay jaleo y hace buen tiempo, se pasa las horas muertas hablando con Amadeo de puerta a puerta, que si Galdós en sus novelas deja patente sus problemas con las mujeres, que si era impotente, que si ponía voz, cuando nadie antes lo había hecho, a las mujeres del XIX, que si tal, que si cual... . Amadeo disfruta muchísimo de estas conversaciones con su amiga y cada mañana, antes de que Sagrario abra su ultramarinos, le deja en la puerta una flor con una nota en la que puede leerse: «Para la mujer más guapa de todo Madrid». Sagrario suele sentarse en la mesa más próxima a la cocina. Junto a esta mesa, en la barra, siempre de pie, siempre impoluto, Emiliano. Trabajador del Banco de España al que no le importa madrugar un poco más para poder pasear desde el banco, subiendo la calle Alcalá, hasta la calle Sevilla, parando en la plaza de Canalejas para comprar una caja de violetitas y el periódico, abrirlo por las páginas asalmonadas y entrar en
18
el Bar Galdós siempre con un titular en la boca: — ¡Estos independentistas van a terminar con el país! Emiliano desayuna un chocolate con tres churros. Amadeo, un minuto antes de que Emiliano haga su entrada triunfal por la puerta, le deja en la barra un vaso de agua templada con tres gotas de limón para que haga gárgaras, ya que en su trabajo, como en la vida en general, se dedica a aleccionar a los demás con su sabiduría conservadora: —Amadeo, ¿tú sabías que Galdós murió empobrecido por ser socialista y republicano?, ¿y que no le dieron el Premio Nobel por anticlerical? Menudo pieza era don Benito. Sagrario al oír semejante sarta de tonterías iniciaba un acalorado debate ideológico que alegraba la existencia a Sagrario, a Emiliano y a todos los parroquianos del Bar Galdós. Amadeo, había heredado el bar de su padre y este de su abuelo, el cual contaba que don Benito Pérez Galdós iba todas las mañanas a eso de las 12:00 a tomarse un caldito con vino, en invierno, y un vermú en verano. Se sentaba junto a la mesa que da a la calle de Espoz y Mina, la mesa de Paula, y se dedicaba a escuchar las conversaciones de los parroquianos y a apuntarlas en una libreta. El abuelo de Emiliano, don Julián, había sido durante años la fuente principal de don Benito ya que dominaba las historias que sucedían entre las calles de los alrededores de la Puerta del Sol. Amadeo siempre ha pensado que el Madrid de Galdós es un poco el Madrid de su abuelo. Amadeo I siempre había sido el Episodio Nacional favorito de su abuelo y de su padre, mientras que el suyo era La estafeta romántica. Amadeo era muy atractivo en su juventud, ahora, para su edad, es atractivo a secas. Es campechano, culto y siempre está preocupado por llevar el bigote perfecto y el delantal de un blanco impoluto. Su sueño
19
es irse una temporada a Gran Canaria para ver las tierras que vieron nacer a su escritor preferido. Los días pasan en Madrid casi como si no tuviesen sentido; no da tiempo a pararse, no da tiempo a mirar, no da tiempo a escribir novelas sobre Madrid… pero Amadeo había hecho de su Bar Galdós un rincón de sosiego para todos sus parroquianos. Una apacible mañana de domingo del mes de Junio, Roberto, un joven estudiante de Historia, nervioso, pelo rapado pero a la vez largo, pantalones pitillo y chupa de cuero, apasionado de la poesía de Rimbaud, se ve frente al Bar Galdós con su novela Miau en el bolsillo interior de su cazadora. Lleva toda la noche de fiesta celebrando el fin de exámenes, pero el destino le ha llevado hasta este pequeño rincón de la intrahistoria madrileña. Antes de volverse a su barrio decide pasar a desayunar un vaso de leche con tostadas (su desayuno habitual). Sin embargo, en la puerta un cartel reza: CERRADO HASTA NUEVO AVISO
FIN.
20
¡¡VIERNES!! Roberto Calpes «Una obra de arte nunca se termina, solo se abandona».
C
arlos sube por la avenida Monforte de Lemos a toda velocidad. Es viernes y está loco por salir. Podría coger el bule pero va justo de pasta. Se para en la plaza de Ribadeo para pillarse una lata de cerveza en el chino. A la entrada de La Vaguada, ve a Gloria y a Verónica esperando al lado del poste de la cartelera. Van vestidas a juego: grandes aros de oro, pintalabios y maquillaje, pantalones de campana y tops de los que dejan ver el piercing del ombligo. Se conocen del instituto, pero a Carlos le parecen un poco bobas y pretende pasar de ellas.
21
Demasiado tarde porque Verónica le ha visto y le pregunta si van a estar en el Norte. Carlos se detiene, disimula su reacción de incordio y contesta: —Claro que sí, señoritas, estaremos en las mesas, ya sabéis. Álvaro va a celebrar su cumple pero nos iremos pronto porque vamos a salir por el centro. * Más o menos a la misma hora, un adolescente sale de la gasolinera de Sangenjo cargado con dos bolsas. En una llevaba un paquete de hielos, en la otra una botella de Coca-Cola y dos cartones de Cumbre de Gredos. Su nombre es Álvaro: lleva camiseta gondolera y chupa vaquera con chapa de Eskorbuto, su grupo favorito. Pantalones de pitillo negro, gafas de sol y botas militares. Baja la calle y cruza la avenida de la Ilustración, la cabeza bien alta, el pelo rubio y enmarañado. Se detiene un instante y contempla la plaza de los Arcos, radiante bajo el sol de una cálida tarde de mayo. Acaba de cumplir diecisiete años y solo quiere divertirse. Va tarareando mentalmente la canción de Eddie Cochran que suena en su MP-3 mientras entra al parque Norte por Antonio López Aguado. Indiferente, deja atrás niños pequeños jugando y gentes que pasean al perro. Algo apartados de las zonas transitadas y resguardados por pinos y abetos, en unos bancos arrancados y puestos frente a frente, están Javi, el Moro y otros chicos de su edad. Hay uno que rapea; el resto comparte litros y canutos. Cumplidos los formalismos del saludo, Javi se saca de la entrepierna de sus pantalones caídos una china de pakistaní. Álvaro choca su mano dándole un billete de diez pavos. «Gástalos bien», dijeron sus abuelos. «¿Qué mejor manera?», piensa él. *
22
No muy lejos de las canchas de baloncesto, en torno a las mesas de metal diseñadas para que los viejos jueguen al ajedrez, la pandilla se divierte despilfarrando el único bien que les sobra: su juventud. Bromean, cantan, gritan, beben, fuman, se saludan, charlan, hacen tonterías, juegan… Son ajenos a que los jubilados a quienes están quitando el sitio, y los matrimonios que, mientras pasean, rezan por no reconocer a sus hijos entre ellos, les miran con gesto torcido, mezcla de temor, envidia y desaprobación. Cuando la oscura figura de Carlos se ve aparecer desde lo lejos, Álvaro ya está allí y empieza a mezclar el calimocho. —¡Ese Mirlo! —le grita Sofía, cuyo exquisito concepto de la belleza y el buen gusto no se contradice con la ropa deportiva—. Llegas justo a tiempo para el brindis y el cumpleaños feliz. Una precipitada ronda de besos y manos que chocan mientras los minis están ya preparados (excepto para Carlos, que prefiere su litro de cerveza Mahou bien fresquito). Melodía universal cantada a voz en grito, para que se entere todo el mundo, los vecinos también, de que se lo están pasando bien y que diecisiete años no se cumplen todos los días. No muy lejos, los cuatro rascacielos de la antigua Ciudad Deportiva coronan la ciudad como velas sobre una tarta. Al cabo de un par de horas, cuando empieza a caer la noche, la brillante mirada de Julio atiende a Nuria y a María, que discuten sobre el instituto. Él está repitiendo 4.º ESO y deseando sacarse el graduado para poder ponerse a currar. Intenta ser elocuente sin que se le trabe la lengua. Su asignatura favorita, asegura, es Filosofía, porque cuando está fumado en clase entiende mejor las ideas de Nietzsche. Entonces Carlos aprovecha para intervenir, cogiendo a Nuria por el hombro y sosteniendo su cigarro con la otra mano:
23
—Julito, solo la gente con poca imaginación tiene que fumar porros para entender la filosofía. En realidad, es una cosa muy seria: son matemáticas hechas con palabras. Purita lógica. Para eso es mejor tener la mente despejada. Si quieres dejar volar la imaginación con las alas de yerba yo te recomiendo la poesía. ¿A qué tú nunca has leído un poema? Julio se levanta y se encara con él: —Pues claro que sí, pipa. Y es un puto coñazo para cursis como tú. Venga, recítanos algo y así te luces delante de las niñas, ¿eh? ¡Que lo estás deseando! Nuria se suelta del brazo de Carlos y decide poner paz: —Anda, flipaos, dadme un cigarro y callaos ya, ¿vale? —Sin esperar su consentimiento empieza a rebuscar en los bolsillos de Carlos hasta que consigue lo que busca—. Venga, Mary, acompáñame a los arbustos a hacer pis. Entretanto, Álvaro trata de liar a más gente para salir mientras termina su mini. A pesar de lo atractivo del plan, la pandilla se muestra reacia. A las chicas no les gusta Malasaña, prefieren Moncloa y, si acaso, el Kapi; Julio y María han desaparecido sin que nadie se dé cuenta; a Luigi, Andrés, Marta y Juancar, los acérrimos del parque, les da pereza moverse y prefieren quedarse por el barrio. Rocío está vomitando agarrada a una farola y su novio Sergio, solo un pelín menos borracho que ella, la intenta ayudar torpemente. Obviamente, no están para ir a ninguna parte. Álvaro se raya: acaba de empezar el fin de semana y tiene ganas de darlo todo. —Carlos, solo me quedas tú, sé que puedo contar contigo, ¿no, tío? El amigo, tumbado en el césped y mirando la Luna, se le-
24
vanta de un brinco y alza sus brazos pegando un grito. Se acerca a Álvaro y exclama: —¡Claro que sí, tío! —y dirigiéndose a los demás, continúa—, solo una gentuza vulgar y sin espíritu es capaz de quedarse otro viernes más vegetando en el barrio. ¡Estoy hasta la polla, ahí os quedáis! —¡Vamos, Mirlo! ¡Ahí te he visto! —Álvaro se lanza a sus brazos y salvando la caída por los pelos se ponen en marcha. * Los dos amigos se dirigen juntos a la parada de metro Barrio del Pilar. Es mejor entrar por arriba porque no hay seguratas y es más fácil colarse. En los andenes hay un grupo de pijos que también salen de fiesta y con los que se intercambian miradas desafiantes. Chicas superarregladas y adultos que vuelven a casa. —Por fin una excusa para cambiar de aires —comenta Carlos pasándole la litrona a su amigo— ¡ya era hora! —Te va a molar, colega, hazme caso. Transbordo en Plaza Castilla y dejarse llevar por las escaleras automáticas hasta coger la línea diez. Un violinista toca el Chiquitita de Abba, justo antes de montarse al vagón, que está hasta el culo. —Parecemos judíos camino a Auschwitz, ¿eh? —bromea Álvaro. —Sí, —Carlos levanta las cejas y aprovecha para hacer un chiste malo— vamos de cabeza al «campo de desconcentración». Pero ¿qué es lo que nos espera allí, tronco? Antes de que Álvaro pueda contestar, les interrumpe un
25
cántico que proviene de la otra punta del vagón. Un grupo de chavales un poco más mayores hacen botellón y la están liando parda. Rulan los cubatas, cae alcohol por el suelo, fuman e increpan a los pijos de antes. La gente se aparta y comenta escandalizada, pero nadie hace nada. —Ya verás cuánto tardan en venir los seguratas —apunta Carlos. —Pues me da que no vamos a ver nada. Nos bajamos en la siguiente. Vamos, a ver si nos van a joder a nosotros por el litro. La boca de metro de Tribunal es un hervidero. Gente que espera, gente que va, gente que viene… En general, una galería de la juventud alternativa madrileña: modernos, punkis, siniestros, raperos, tatuados... Mientras se fuman un porro observando la escena, ignoran a un yonki que les pide tabaco y hablan de las chicas. A Carlos le parecen unas progres cosmopolitizadas, pero admite que son atractivas: —De esas en nuestro barrio no se ven muchas… —Son universitarias —explica Álvaro mientras echa el humo y le pasa la chusta—, seguro que hoy conocemos a alguna —finaliza guiñándole el ojo. —¿Seguro? —se pregunta Carlos, siempre más escéptico—. Pues como nos quedemos aquí apalancados, no creo. ¡Venga! Ambos enfilan hacia la calle Velarde esquivando bolardos, noctámbulos y coches. Entran en el Nueva cuando todavía no está muy petado. Los altavoces retumban con The KKK took my baby away. A Carlos le encanta el garito: la música, la decoración plagada de carteles, entradas y parafernalia punk, los bichos raros que lo frecuentan… se pone a bailar
26
como un epiléptico y tropieza cayendo al suelo adoquinado igual que la acera. Mientras él pide, Joe Strummer canta London’s burning y Álvaro vuelve del baño: —Joder, qué puto asco —chilla al oído de su amigo mientras se hace un hueco en la barra donde un borracho cuarentón parece convertirse en una parte más del mobiliario—, no quiero ni imaginar lo mal que lo tienen que pasar las tías ahí dentro. —Pues a mí me flipa toda esta mugre y esta decadencia — responde Carlos acercándole el mini—. Es como estar en familia. Me llama más que esos sitios de moda para gente guay. Además, aquí controlan el sonido anglosajón. La afirmación de Carlos desata el debate música nacional vs. internacional, y los ánimos se acaloran según los tragos van bajando. Que si las letras; que si la autoría y la copia; que si el inglés es el mejor idioma para la música; que si la colonización cultural anglosajona… Algunos parroquianos se posicionan y entran a la tertulia. La cuestión es irresoluble y se acaba al mismo tiempo que las bebidas. Los dos amigos deciden cambiar de aires y dejan el Nueva con los Dictators. Velarde abajo llegan a la plaza del Dos de Mayo. Los héroes de la lucha contra la invasión napoleónica acompañan hoy a cientos de jóvenes que se dan cita cada fin de semana para celebrar que están vivos. Una china latera aborda a los dos amigos que negocian para sacar cuatro latas por tres euros. El humo y el ruido de las conversaciones se extienden con el olor de los meados que llega de las esquinas. La policía vigila pero no interviene, al menos de momento. Al sentarse en un poyete, un tipo reconoce a Álvaro: —¡Qué pasa, chiquipanki!
27
—¡Coño! ¡Carmelo! En plena euforia etílica, se abrazan. Carmelo es el colega de Álvaro. Se conocen de un foro y quedan para ir a conciertos. Es unos cuantos años más mayor y se dedica a tareas de contable en una compañía de seguros. Carmelo es alto y muy delgado y lleva una gabardina beige que parece sacada de una película de cine negro. Vive en Lavapiés y todos los ahorros que no se le van en la noche los invierte en libros y vinilos. Carmelo les invita a sumarse a sus colegas, que han colonizado un banco un poco más allá. Panzer, camisa de cuadros y grandes ojeras, es el novio de Laura, que tiene pelo corto a lo garçon y los ojos negros. Les acompaña un tal Monchi, al que acaban de conocer, uno de tantos tirados que pululan por la zona. Cada uno cuenta su batalla. Carmelo y compañía hablan de lo que molaba la escena en el año 2000, antes de que empezara el moderneo, las tiendas de segunda mano y la masificación de internet. Monchi se tira el pisto con los años ochenta, la movida y su puta madre: —Cuando Madrid era un descontrol, te podías pasar por aquí a mediodía a pillar caballo, había peleas con los rockers al cruzar cada esquina… —El tío desvaría cada vez más y éstos le dan fuelle. Más tarde, cuando ya llevan un rato pasando revista a los proyectos más bizarros y degenerados (día del orgullo onanista, sabotajes con LSD al Canal de Isabel II, atentados terroristas contra los museos, publicidad y noticias trampa…), Carlos propone irse a otra parte: —Tío, tus colegas molan pero están muy colgados. Vamos a movernos, ¿no?
28
Álvaro está de acuerdo y quiere ir a otro sitio. Se despiden y tiran por San Andrés arriba. Giran a la derecha en San Vicente Ferrer y se dirigen al Nasti. Ya hay algo de cola y en la espera Álvaro traba conversación con las chicas que están delante de ellos. Entran juntos y ocupan un hueco de la pista cerca del altavoz derecho. Carlos acompaña a Silvia a la barra a pedir. Son todas de primero de Periodismo en la Complutense. Ella es de Jaén y está como loca por poder hablar con alguien de yeyé francés y nouvelle vague. Cuando vuelven con las bebidas, Álvaro está bailando con Bea y la agarra de la cintura. Beatriz es sin duda la guapa del grupo. Lleva gafas de pasta y constantemente se aparta su flequillo rubio de los ojos. —¿Ya estás triunfando, o qué, cabronazo? ¡No se te puede dejar solo! —le dice Carlos pasándole su tercio. —Tú tampoco vas mal, ¿no? Veo que te entiendes bien con la andaluza —responde él con un guiño. Los diálogos naufragan en el torbellino de la discoteca y los jóvenes se dejan llevar. Carlos a la deriva, intuyendo un naufragio y sin saber qué mensaje dejar en la botella. Álvaro surfeando en la cresta de la ola y deseando que la orilla no llegue nunca. Y de repente la luz. Sin darse cuenta, ya son las tres. Se para la música y se encienden las luces. —¿Y ahora qué? —pregunta Carlos a la comitiva, verdaderamente desconsolado. —Vamos a otro lado, ¿no? —sugiere Álvaro—. Yo no pienso volverme a casa ahora. —El Wurli abre hasta las seis —sentencia Silvia— y además la música está guay.
29
Desde Espíritu Santo a Corredera Alta de San Pablo el grupo se disgrega: las otras dos amigas delante, Álvaro y Bea en medio, y Carlos, agarrado de la mano de Silvia y parando intermitentemente para darse el lote con ella, en la retaguardia. Atrás dejan la plaza de San Ildefonso donde hay cientos de personas en torno a un gran botellón: grupos sentados en círculos, uno que toca la guitarra, los inevitables chinos lateros, gente de pie, filas de chicos meando en la pared de la iglesia… Durante su paso por el gentío, un relaciones argentino les aborda: —¡Chicos! ¿Quieren pasar a La Ofrenda? ¡Rock hasta las seis! Ellos le ignoran y tras girar en Colón bajan por la calle Valverde. Por las aceras se cruzan con gente que va, gente que viene, intuyendo lo que buscan sin saber que están perdidos. Carlos apenas distingue nada; la noche desdibujada por los ruidos y las luces artificiales le desorienta. «¿Es que no vamos a llegar nunca?», piensa. Una mujer de unos cuarenta años aparece por un balcón y tira un cubo de agua: —¿Podéis hacer menos ruido, malditos gandules? ¡Qué hay un bebé durmiendo! Álvaro entra al trapo y le dice que se vaya a la mierda o a vivir al campo. Se descojona con sus propias bromas y habla con todo el mundo que pasa a su lado. Por fin desembocan en Gran Vía, la gran arteria del centro. Taxis y autobuses, turistas y más luz. Al cruzar por el paso de cebra, Carlos se fija en que el reloj del Edificio Telefónica marca ya casi las cuatro. Siente hambre al ver el Mc Donald’s
30
pero pasa porque siempre ha odiado ese tipo de establecimientos. Ya en Tres Cruces, la cola para entrar al Wurli llega casi a la esquina. Esperan. Fuman cigarrillos. La compañía es agradable. Álvaro y Carlos intercambian direcciones de Messenger con Beatriz y Silvia. Hay gente popular a la que se le abren las puertas sin esperar. Cuando finalmente llegan a la entrada, un enorme portero les para con brusquedad: —Carnés, por favor. Las chicas proceden y van pasando. Álvaro y Carlos se miran. —Mira, es que no lo hemos traído pero vamos, que somos del mismo curso que ellas… —inventa Álvaro. —A tomar por culo de aquí, chavales, no me montéis un atasco. Al maromo le falta tiempo para empujar a los chavales hacia fuera. —¡Oye! —grita Carlos a las chicas, que se asoman a la puerta extrañadas de no verlos entrar. Álvaro se pone de pie y le grita al portero. Carlos tiene que pararle porque va a por él. Un segundo portero sale, todavía más mazado y cabrón que el de la puerta. Los chicos tienen que huir corriendo hasta Fuencarral. El tipo sigue en la esquina, en actitud amenazante: —¡Como volváis a aparecer por aquí os reviento la cara, niñatos! Los chicos se sientan en las escaleras del metro. Un poco más abajo, un sintecho duerme ajeno a toda la fiesta.
31
—No van a salir por nosotros, Álvaro, asúmelo… —¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Y tampoco coge el móvil! —¡Qué le den por culo a todo, tío! Vámonos al barrio y pista. Carlos convence a su amigo, que se derrumba en sollozos y maldiciones. Empieza a hacer frío y en pleno bajón recorren Gran Vía hasta llegar a Cibeles bajando por Alcalá. Quince minutos de espera y otra larga cola para coger un búho lleno de trasnochadores que vuelven a casa como después de un armisticio. El busero conduce a toda hostia a lo largo de Recoletos, Génova y Bravo Murillo. Los amigos callan, hasta que por fin pillan un par de asientos libres. —Bueno, tronco, no te rayes. —Intenta terciar Carlos antes de bajarse—. Bien mirado, ha sido un cumpleaños memorable. Álvaro despierta bruscamente de su letargo y concluye: —¡Y el próximo viernes!
32
INCÓMODAS DERIVAS T. Varea
H
ay quien afirma que es una ciudad en la que nada se puede medir. No hay datos fiables sobre su número de habitantes, ni acerca de a qué se dedican las gentes que vagan a diario por unas calles que respiran al ritmo que marca el mercurio enloquecido. Contrastes y extremos que se desafían en un clima prebélico, donde cualquier sorpresa puede aguardarte a la vuelta de una esquina de piedra procedente de la sierra de Guadarrama. Un escaparate, repleto de negros maniquíes de costura, refleja la imagen de una mujer de mediana edad y cabello rubio. Su nombre es Eve y su mirada lánguida se pierde entre las sombras que habitan el establecimiento, manifestando un punzante sentimiento de amargura. Son tan solo torsos traídos de otra época lo que contempla, pero hay algo en la negrura que les rodea, que trae un sentimiento de tristeza hasta la realidad que ella habita. Las losas existenciales se recargan contra su cuerpo y ella es incapaz de moverlas. De pronto, alarmada por la hora que acaba de ver en su reloj de pulsera, parece despertar de su letargo dejándose invadir por la urgencia cotidiana de la ciudad. La calle de la Colegiata está semidesierta a esas horas y eso le permite acelerar el paso tomando la dirección que le llevará a ese lugar que ansía ver por última vez. Mañana se marchará, quién sabe si para no volver jamás. En el tramo que recorre los primeros números de la calle Toledo, sin embargo, la aglomeración de gente ociosa que agudiza el olfato en busca de la freiduría más económica, le hace distraer su caminar e iniciar una fantasiosa deriva. Ve a
33
esos eventuales habitantes del centro y no puede evitar cierta envidia, pues una vez también ella sintió la incertidumbre ante los misterios que ofrece una ciudad desconocida. Más tarde conoció las penurias que debe sufrir alguien que intenta construir una vida en esta ciudad áspera y hermética, como es habitual en las altas esferas burocráticas que han ido a concentrarse en ella y esa ilusión va desvaneciéndose sin remedio. Es mejor que siga su camino, el ocaso no tardará en llegar. La visión de las cruces que reposan sobre las torres de la Casa de la Panadería define, sin sutilezas, esa recia moral conservadora que domina el carácter castellano, muy a pesar de las explosiones de color que han estallado en su historia más reciente. Las controversias entre los ciudadanos de Madrid se manifiestan a cada paso. Su vía de escape llega por el callejón que desemboca frente a la calle de Las Hileras, pero en un quiebro inesperado, coge la de Las Fuentes para irse deslizando distraídamente hasta la plaza de Isabel II a través de Arenal. Es casi imposible escapar de las miradas de las personalidades que dominan mentes y cuerpos desde sus pétreos pedestales. Cada funesta memoria en un despacho, cada respuesta negativa y cada puerta que se ha cerrado en su cara se hace visible en estos momentos en que una etapa parece llegar a su final. Llegando a la plaza de la Encarnación, Eve no puede evitar volver a sentir el escalofrío que la visión de la sangre incorrupta de San Pantaleón produjo en su piel la primera vez que entró al Monasterio. Una ráfaga helada con aroma a sotana vieja parece oscurecer el ambiente mientras callejea hasta Bailén, donde se encuentra con la amplitud de campo visual que ofrecen los Jardines de Sabatini. Pero es mejor no distraerse ahora, ya que su marcha está próxima a su final. La bajada hasta el subterráneo, donde la cuesta de San Vi-
35
cente se convierte en la plaza de España, se vuelve innecesaria. Sería una afrenta evitar la contemplación de Sancho y Don Quijote, representantes de la libertad del espíritu nacional dispuesto siempre a una loca aventura con la que aflojar la presión de unas vidas ya delimitadas desde la cuna. Cruzando la calle Ferraz, deja de lado las estatuas de héroes populares y escritoras religiosas mientras asciende por el entramado de pasillos entre jardines hasta llegar a la explanada del Templo de Debod. Justo a tiempo para la contemplación de esa impresionante puesta de sol que devuelve la calma a Eve. Es momento de reconciliarse con sus vivencias más dolorosas en una ciudad que una vez le tendió la mano, para golpearla después, tras afrontar la realidad de ser extranjera en este país que no respeta ni las leyes laborales que se suponen asimiladas en el resto de Europa. * Las llaves del coche tintinean en el bolsillo de Cristian que, nervioso, baja deprisa las escaleras que llevan al segundo sótano del aparcamiento donde descansa su Ford Fiesta. A pesar de la hora que marca el reloj incrustado en el salpicadero, aún tiene tiempo de respirar profundamente varias veces antes de encender el motor. Es una rutina necesaria antes de cambiar la calma del garaje por el pesado tráfico que le espera tras avanzar unos metros en cualquier dirección que se le ocurra. Pero su ruta para hoy está bien definida por la necesidad de llegar a un sitio concreto. Allí le espera una nueva etapa laboral como guía turístico. Tras un leve callejeo por la parte más extrarradial del barrio del Pilar sembrada de torres de edificios rodeadas de jardines enrrejados, se incorpora a la M-30, donde el célebre anillo que circunda la ciudad corta con la calle Betanzos. Tiene por delante unos cuantos kilómetros
36
de carretera entubada por tuneles de poca longitud que se suceden en torbellinos veloces a medida que Cristian hunde su pie en el acelerador. Una sensación de alivio crece en su pecho cuando la aguja de su cuentarrevoluciones se desboca haciendo rugir el motor. No tiene claro que la frecuencia con la que ha cambiado de trabajo en los últimos años sea un aspecto positivo de vivir en la ciudad. Los desplazamientos en coche se hacen pesados y la visión, casi diaria, de accidentes y choques fortuitos entre conductores es terriblemente desoladora para él. Su trayecto avanza por barrios que Cristian no alcanza a ver debido al hundimiento de la carretera, que va dejando paso, a su vez, a zonas verdes que se entremezclan con los baluartes que forman urbanizaciones de pisos de menos de treinta años. Esos parques, ya casi urbanos, crecen en tamaño hasta que todo el flanco derecho de la carretera se torna en una inmensa masa forestal que esconde palacios, clubes deportivos y puertas de hierro sin demasiada historia. También tiene algo de hipnótica la visión del parque Sindical y su inmensa piscina, antaño la mayor de Europa al aire libre. Más tarde llega a vislumbrar desde su automóvil las universidades más alejadas del núcleo que forma la Complutense en las inmediaciones de Moncloa. Para entonces, una vez abandonada la fraudulenta libertad que transmite la M-30 y, mientras su mente se concentra en el discurso de bienvenida que dará a los clientes de la agencia de viajes que han contratado sus servicios, es cuando, tras una curva siniestra que le conduce a través de la parte más occidental del parque del Oeste, encuentra esa lacra que desmoraliza a los habitantes de una ciudad masificada: el colapso de coches atascados sin posibilidad alguna de escape. La muerte motorizada. El fin de la esperanza y el comienzo de la enajenación transitoria.
37
Cristian es optimista y encuentra vías de escape para no caer en la desesperación. Ha descubierto que lo mejor que se puede hacer en estos casos de inmovilidad, frecuentes a casi cualquier hora del día, es contemplar los edificios que se interponen en el camino, desde ángulos que serían imposibles bajo otras circunstancias. Incluso se pueden descubrir sorprendentes construcciones antiguas que nadie acertaría a ubicar en el tiempo, situadas entre los pliegues dislocados que forman las carreteras con la accidentada orografía madrileña. Entre caras congestionadas y sonidos estridentes, siempre hay un momento en que el tráfico parece diluirse y uno avanza, avanza hasta su destino, sin siquiera llegar a comprender el cómo. Tras la no menos ardua tarea de encontrar sitio para aparcar su coche, Cristian camina por la avenida del Pintor Rosales en dirección a los jardines que acogen el Templo de Debod. Allí ha decidido empezar la ruta por el Madrid que adora el ocultismo y lo secreto. Es todavía temprano. La mañana es clara y el sol golpea su espalda con una furia natural. Gira sobre sí mismo para detenerse frente a ese vestigio del pasado que ha sido escenario contemporáneo de cientos de historias de diversa índole. Las musicales y las artísticas han sido mayoría, por supuesto, pero otras truculentas y escalofriantes, que no aparecen en las secciones de sucesos de los principales periódicos, también tienen su espacio en el corazón de los madrileños más supersticiosos. Aquellos que aman lo sobrenatural y lo desconocido. Quienes frecuentan el lugar, siempre hablan de un gato negro que campa a sus anchas por entre las columnas frontales que protegen la entrada al recinto. Se dice que es el guardián de un culto misterioso que funciona en un ciclo ininterrumpido desde que el templo llegara a Madrid a principios de los años setenta del siglo pasado. Las corrientes de
38
fuerzas subterráneas que rodean el lugar señalan leyendas que hacen renacer a la ciudad día tras día. * La estación del tren de cercanías permanece poco transitada a esa tardía hora de la mañana. Los momentos de mayor afluencia ya han pasado, puesto que se situa en un barrio donde la mayor parte de sus habitantes son trabajadores que han salido desfilando ya hacia sus ocupaciones rutinarias. Los vaivenes del sistema económico imperante han dejado al resto de la población en una situación de precariedad laboral que, al mismo tiempo, les permite disponer de mucho tiempo libre para pensar en cómo sobrevivir a los años venideros. Y en eso mismo está Julio, ya perteneciente al grupo denominado como «parados de larga duración», mientras asciende por las escaleras mecánicas de la estación de Vallecas. Esperando al tren que le conducirá a Atocha, puede contemplar, según oriente su posición, la torre de un campanario semioculta tras un sin fin de viviendas humildes o grises edificios industriales. La oculta belleza del extrarradio. Él, que se ha criado en este barrio, ha sido testigo de cómo toda su apariencia ha ido transformandose con los años. Nuevos negocios se han ido aproximando hasta sus vecinos creándoles necesidades con las que nunca soñaron antes. Pero esto no solo ocurre en su barrio, sino en toda la ciudad. A diferentes escalas, eso sí. El trayecto que le lleva hasta Atocha se desenvuelve por entre los edificios de ladrillo de los barrios colindantes al suyo. Las imágenes que puede ver a través de la ventana del tren son una alegoría al urbanismo decadente y afeado de una ciudad que nunca para de crecer. Con frecuencia, se pregunta a sí mismo cómo es que el pragmatismo arquitectónico desemboca en esa falta de buen gusto. Las personas que están abocadas a vivir en estas zonas
39
Mava
no tienen por qué carecer de la sensibilidad necesaria para disfrutar de residencias menos monótonas y uniformes. Una vez en Atocha, toda acción entra en una coreografía sistematizada e invisible dirigida a salir de allí cuanto antes. Cientos de personas cruzándose, sin mirarse a las caras, ni percibir señal de vida alguna. Escaleras avanzando hacia un barranco de sentimientos que no hay tiempo de analizar. Un nuevo tunel engulle vagones para escupirlos en el corazón de la ciudad: la puerta del Sol. Las tiendas que conforman el llamativo escenario de fondo de la plaza están en un continuo movimiento inmobiliario. O eso le parece a él. Hasta el mítico cartel de Tio Pepe ha cambiado su ubicación original. ¿Quién puede decir cuántas veces habrá sucedido esto ya? Las únicas que no cambian son las multitudes que siempre le reciben en su salida a la superficie. Con premura, escapa por la calle del Carmen en dirección a la plaza de Callao. Sus sentidos no descansan ante escaparates despampanantes y música estridente saliendo de las tiendas atroces que va bordeando con indiferencia. La estética de su ciudad cambia al dictado de empresas emergentes en algún mercado imposible de alcanzar para la gente en su situación. El sentimiento de desapego ante lo que ve, le hace acelerar el paso. Su camino baja ya por la Gran Vía sin una modificación aparente de todo lo que le rodea. Quizá ahora se han abierto hueco los restaurantes exibicionistas y los teatros amontonados, pero en esencia, todo continúa con la misma ostentosidad de las calles aledañas. Un inmenso bazar que afila sus fauces ante el paso despistado de viandantes y turistas. Todo está dirigido a sacudir las monedas que bailan en bolsillos de distintas magnitudes. Al llegar a la plaza de España, le cuesta reconocer las referencias que guardaba de su anterior paso
42
por allí. La cruza, en un movimiento esquizofrénico, por una parte cualquiera, en una ruta ya conocida de antemano, para llegar cuanto antes al Templo de Debod, donde encuentra una paz extraña, pero reconfortante. Entre la gente que realiza despreocupados ejercicios orientales para centrar su postura vital se encuentra agusto. Como muchos otros, él acude a clases de yoga dos veces por semana. Son gratuitas para desempleados mayores de cincuenta años y las imparten a mediodía, cuando el sol despunta en su más alta posición. La atmósfera mística que rodea al templo simula una extraña liturgia. El ruido del tráfico y las molestias que provocan las mentes más cerradas en una ciudad bullente, como es Madrid, quedan lejos ante este monumental edificio egipcio que lleva ahí colocado algo menos del tiempo que el propio Julio lleva habitando el mundo. Y es así, a través de simples historias sin principio ni final, como se cumple el mito que dice que al menos tres personas sumidas en la aflicción cotidiana deben darse cita en las inmediaciones del Templo de Debod en un lapso de veinticuatro horas para que un nuevo día, cargado de esperanzas y sueños, ilumine el cielo de Madrid, alimentando nuevas historias y luchas titánicas contra los elementos sociales que aquilosan la vida de sus ciudadanos. Y se sabe que este relato nunca quedará anticuado porque las miserias de la ciudad no hacen más que ir en aumento. La debacle, silenciosa pero constante, ha sido imparable desde el momento en que un astuto árabe fijara su vista sobre las pendientes que nacen entorno al río Manzanares para establecer ahí su campamento. Quizá esta fuese la maldición que promulgase algún descendiente suyo cuando se vió obligado a abandonar el emplazamiento por el incesante hostigamiento cristiano en ese mismo lugar mucho mucho tiempo antes de que el Templo de Debod llegase a su actual ubicación.
43
VILLAVERDE SERÁ NUESTRO Prisciliano 1. EL SOBERANO REINO
«V
illaverde será nuestro. Más tarde o más temprano», pensaba con determinación don Alejandro, recién nombrado caballero de Su Majestad Guillermo II El Sabio, rey de reyes, luz de luces y brazo de Dios en la tierra del Soberano Reino Católico del Barrio del Pilar. Pese a su avanzada edad —23 años— aparentaba ser un adolescente, su pelo negro rizado e imposible de peinar y su falta de vello facial le daban un aspecto jovial que él rechazaba, pues quería mostrar dureza y carácter. Las mujeres del Reino, sin embargo, parecían deleitarse con su presencia y sus ojos azules como el cielo.
45
La ceremonia se había celebrado en la iglesia de San Prisciliano, construida sobre los cimientos de lo que fue una parroquia anterior al Castigo. Pocos supervivientes todavía viven de aquella debacle que acabó con la antigua civilización hace siete décadas y que supuso la destrucción de la mayor parte de la humanidad. Poco o nada saben los actuales habitantes del Reino de aquellos que vivieron antes del Castigo, solo rumores y leyendas, lo que sí tienen claro es que sus transgresiones y pecados trajeron la ira de Dios. El mismísimo arzobispo en persona, recién llegado de un viaje de varios meses desde el Vaticano, había bendecido al nuevo caballero. En una conversación informal tras la ceremonia, le había asegurado que había visto al papa en persona y que este era un anciano que había sobrevivido al Castigo. A don Alejandro todo esto le parecía milagroso, puesto que él nunca había salido del Barrio del Pilar y concebía el exterior como algo misterioso y peligroso. Don Alejandro sacudió estos pensamientos de su cabeza y se centró en sus tareas más inmediatas. Había recibido equipamiento completo y quería ponerlo a punto para lo que se avecinaba. Decidió examinar su armadura, compuesta por una malla anillada de alambre de los restos de la civilización anterior para el torso con el escudo del Reino cosido en el pecho. Era un trabajo excepcional. Para la cabeza le habían dado un casco Yamaha de cara descubierta al que habían adherido una placa de metal para proteger el rostro con un agujero rectangular para poder ver. La visión era reducida, pero proporcionaba protección total. El escudo circular era de madera robusta. Con la piel de gallina cogió la espada, en cuya parte inferior del mango, en letras grabadas se podía leer Círculo de Lectores. Sin duda alguna debió de ser una venerable orden de caballeros en tiempos anteriores al Castigo.
46
Don Alejandro se sentía lleno de espíritu santo y celoso de ejecutar la orden que el soberano Guillermo II había dado a todos los caballeros del reino. Explorar y conquistar para Dios y para el rey las tierras de Tetuán. Unas semanas después de su nombramiento, don Alejandro se encontraba en los límites surorientales del reino, en plaza de Castilla. Doscientos caballeros bajo el mando del general Duran Campano se habían reunido entre las ruinas de dos torres gigantescas, construidas con una inclinación imposible, ambas idénticas, ambas en los huesos de lo que fueron, ahora ejemplos de la avaricia del ser humano, como la Torre de Babel. Tras la celebración de la misa, el general habló a la tropa. Don Alejandro apenas contenía las ganas de llorar, impaciente por alcanzar la gloria para el reino y para Dios. —Valientes caballeros. Hoy nos adentramos en terreno desconocido. El general hablaba desde lo alto de unos escombros; su capa púrpura ondeaba al viento, su armadura de puro metal y su famoso martillo Ikea reflejaban el sol saliente. Los caballeros se apiñaron para oírle lo mejor posible. —Hoy entraremos en el barrio de Tetuán. Nuestros exploradores nos han informado de que allí viven extrañas gentes mulatas que veneran al dios Sol. Nuestro objetivo es conquistar su territorio rico en parques y zonas fértiles para el cultivo. Si son pacíficos les transmitiremos la buena nueva de Nuestro Señor Jesús y les trataremos como vasallos de nuestro amado rey, si se oponen... ¡les mostraremos el poder del soberano reino católico del Barrio del Pilar! ¡GLORIA A DIOS! ¡POR EL REY! El general dirigió sus pasos encabezando la expedición, de-
47
mostrando su valor, y, sin más dilación, comenzó a escalar la precaria muralla que décadas atrás construyeron los primeros habitantes del reino. Don Alejandro se dispuso a ser su sombra, adelantándose a sus compañeros de armas para escalar el muro. 2. TETUAN Y LOS ADORADORES DEL SOL Llevaban horas explorando alrededor de lo que fue Bravo Murillo, a juzgar por las numerosas placas anteriores al Castigo que habían encontrado. Ni rastro de los adoradores del Sol o —lo que era peor— de los supuestos parques fértiles que los exploradores juraban haberles oído hablar. Aquello era un mar de cemento y ruinas. El general decidió dar descanso a sus caballeros y les ordenó acampar en un claro entre las ruinas. Los ánimos eran buenos. Pese a no haber tenido gloriosas batallas que contar, habían explorado un gran territorio sin resistencia alguna y, probablemente, con muchos recursos valiosos que los Chatarreros (orden de recolectores del reino) sabrían aprovechar. Pero don Alejandro se sentía inquieto. Algo fallaba. Recordaba una noche, cuando no era más que un crío de unos 8 o 9 años, en la que se adentró en el parque de Rodríguez Sahagun en la frontera con Tetuán y escuchó una extraña música procedente de aquel extraño lugar que nunca logró olvidar... ¿Dónde se habían metido? Tenían que estar cerca. Superando su propio sentido del deber, se acercó con determinación al general. —Le ruego permiso para hablar, mi general —dijo con la voz más firme que pudo producir. El general de cerca se apreciaba más viejo, incluso con
48
arrugas en la cara. Se había quitado el casco y su calvicie se hacía evidente, pero sus pequeños ojos llenos de vida y una enorme nariz torcida le daban un aire de rudeza que don Alejandro envidió. —¿Qué cojones quiere, don Alejandro? —espetó el general mirándole de arriba a abajo. A Don Alejandro le sorprendió que recordara su nombre y se sintió avergonzado, pero su determinación seguía intacta. —General, le pido permiso para seguir explorando. Creo saber dónde nos encontramos y hace unos años escuché procedente de esta zona una extraña música... —dijo Don Alejandro —¡PUES EXPLORA, JODER! —le interrumpió el general mientras le tiraba una especie de cono de color naranja que utilizaban para amplificar la voz—. Si ves a esos adoradores del Sol grita usando el cono. ¡QUE NO TE MATEN, CABALLERO! Don Alejandro se dispuso a buen paso hacia donde creía haber escuchado la extraña música años atrás mientras el Sol iba dejando paso poco a poco a la Luna. Tras una hora sorteando ruinas y cemento, por fin empezó a atisbar el parque Rodríguez Sahagun a lo lejos, pero esta vez desde el otro lado. Sabía que encontraría a esos adoradores máss tarde o más temprano... y, antes de empezar siquiera a dudar de sus propios recuerdos, oyó algo, algo familiar... Corrió con toda su alma y se escondió entre las ruinas cuando pudo escuchar la extraña música con toda claridad... Dame más gasoliiiina… Y a ella le gusta la gasoliiiina… ¡Era la extraña música que había escuchado en su infancia! ¡El sonido era ensordecedor! Se asomó entre las ruinas con el
49
corazón a punto de reventarle el pecho y vio algo que jamás olvidaría: un grupo de unos 50 individuos (hombres y mujeres) se agitaban y contorsionaban en torno a una hoguera de varios metros de altura, mujeres y hombres semidesnudos se restregaban frenéticamente entre ellos de manera explícitamente obscena. Corrió como si el propio diablo le persiguiera en dirección al campamento y usó el cono. Esperó lo que parecía una eternidad. El general apareció seguido de todos los caballeros y sin mediar palabra le siguieron. Escondidos tras las ruinas rodearon a los adoradores y el general dio sus órdenes. —Don Alejandro y yo iremos a hablar con ellos. Si se muestran hostiles entrad a sangre y fuego. Las palabras del general se transmitieron de oreja a oreja entre los caballeros. Don Alejandro y el general irrumpieron en el ritual arma en mano, pero sin actitud hostil. Los sorprendidos adoradores les rodearon y don Alejandro sintió que la tensión casi le superaba. —¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hasen aquí? —preguntó uno de los adoradores con el torso desnudo y visiblemente hostil. —Somos enviados de Su Majestad Guillermo II del soberano reino católico del barrio del Pilar y queremos hablar con vuestro líder —contestó el general con una entereza que llenó de orgullo a don Alejandro. —Ustedes deben hablar con Shakira, nuestra ansiana y sabia regidora —respondió una mujer entre la multitud. —Llévennos ante ella —dijo el general con la cabeza erguida sin mirar a nadie en particular. Don Alejandro entendió por qué se le había concedido el honor de dirigir a los caballeros.
50
Los adoradores les rodearon y les guiaron entre las ruinas a una cueva cercana con multitud de flores en la entrada. Los caballeros les seguían desde la distancia escondiéndose para no ser vistos. Don Alejandro y el general entraron en la cueva con la multitud apiñándose tras ellos en la entrada. Estaban completamente vendidos. Dentro de la cueva dos corpulentos hombres llenos de pinturas sobre sus torsos desnudos les invitaron a entregar sus armas. El general miró a don Alejandro e hizo un sutil gesto de negación. Su mirada transmitía de todo menos sumisión. Uno de los adoradores desenvainó un enorme cuchillo de carnicero y cuando los músculos se tensaron y la sangre parecía dispuesta a correr, se oyó un grito. —¡DETÉNGANSE! —Una voz surgió de la oscuridad y todos se quedaron paralizados—. ¡Todos somos hijitos de la diosa Madre Naturalesa! ¡Escuchémosles pues! Era una voz quebrada pero llena de determinación. Jamás don Alejandro había escuchado una voz como aquella. Los dos hombres de pinturas corporales les abrieron paso y don Alejandro y el general se adentraron en la oscuridad. Unos metros más adelante vislumbraron entre dos antorchas un trono forrado de plumas y una pequeña figura sentada con los pies colgando. Su cara y sus senos al descubierto estaban pintados de un color azul oscuro solo contrastado por su blanca melena cayendo sobre sus hombros. —Saludos. Venimos en nombre del rey de reyes Guillermo II y de Nuestro Señor Jesús. Conviértanse al dios verdadero y sean nuestros vasallos. Les trataremos con respeto y dignidad y les transmitiremos la Buena Nueva para gloria de Dios —La declaración del general a voz en grito retumbó por toda
51
la estancia. —¡JESÚS! ¡OTRA VES JESÚS! Déjenme desirles algo, mis queridos hermanos. ¡SU MALDITO DIOS ES UNA MENTIRA LLENA DE MUERTE! —La anciana se agitó en su trono. Fueron sus últimas palabras. Antes de que don Alejandro tuviera tiempo de procesar lo que la vieja acababa de decir, el famoso martillo Ikea del general reventaba el cráneo de la anciana salpicando sobre ambos sangre y restos. Don Alejandro tampoco tuvo tiempo de entender nada cuando un fuerte golpe sobre su casco Yamaha, propinado por uno de los guardias, casi le parte el cuello. Se levantó como pudo y desenvainó su espada cegado como estaba por la sangre de la anciana blasfema que se le había metido en la obertura de su casco y sin apenas luz en la estancia. —¡MORID, MALDITOS SALVAJES! —oyó vociferar al general. Los pelos se le erizaron. Era hora de demostrar su valor. Sin ver nada y habiendo perdido su escudo en la caída, se abalanzó espada en mano hacia ninguna parte. Sintió como su espada penetraba fácilmente sobre algo y cayó al suelo junto con su víctima. La luz llegó a las pequeñas oberturas de su placa metálica. Se encontraba tendido entre la multitud que se había apiñado a la entrada de la cueva. Una miríada de golpes cayeron sobre todo su cuerpo sin piedad, pero la coraza cumplió su función y se levantó blandiendo su espada ensangrentada. Asestó un par de tajos a sus enemigos y estos comenzaron a retroceder, pero estaba completamente rodeado. Uno de ellos se abalanzó sobre él hiriéndole con un cuchillo en el muslo, pero respondió rápidamente clavándole la espada en el cuello, sesgando su arteria y creando una
52
fuente de sangre que salpicó sobre sus compañeros. Cuando los adoradores, convencidos de su superioridad, empezaron a acorralarle contra la pared, emergió del interior de la cueva el general abalanzándose con furia contra la multitud, martillo Ikea en mano, reventando otro cráneo en el proceso. Don Alejandro, dándose por muerto, decidió morir matando y se abalanzó indiscriminadamente contra la turba de enemigos, imitando a su bravo general. Los adoradores, recuperados de la sorpresa inicial, se mantuvieron firmes. Pese a la falta de armas subyugaron a los atacantes a los que pateaban en el suelo. Pero en su furiosa venganza no repararon en los 198 caballeros que se abalanzaron contra ellos armados hasta los dientes. Fue una matanza inmisericorde. Espadas, cuchillos, mazas, martillos y lanzas se llenaron de sangre. Tetuán había sido conquistada. Los adoradores del Sol aniquilados. Don Alejandro y el general se convirtieron en héroes del reino católico del Barrio del Pilar. Días después, don Alejandro se encontraba recuperándose de sus heridas. En sus largas horas reposando sobre la esterilla pensaba: «Los demócratas del Retiro caerán. Los amantes de la Paz de Chamberí caerán. Villaverde será nuestro. Más tarde o más temprano, caerán».
53
54
GATOS PARDOS Gloria 20:10
N
adie en el Aguililla.
20:25 Haina y Evangelina llegan algo apuradas a la tasca, van tarde. Miran a su alrededor y la estampa les tranquiliza. Parroquianos habituales sostienen sus carajillos. En una mesa cercana al televisor, unos siete jóvenes emiten estrépitos infernales; el Barça acaba de fallar una oportunidad de gol. Una cuadrilla de chavales ríe a carcajada limpia y se lanza
55
vocablos ininteligibles mientras consumen sus «minis» de calimocho sin tregua. Otros cuantos aleatorios, menos ruidosos y con aspecto de otra época, o quizás, de otro planeta, rompen el equilibrio del castizo tugurio. Y, cómo no, unos pocos gatos solitarios arruinan sus horas en las tragaperras. Como en casa. Evangelina y Haina comienzan con ganas la velada. —Un par de licores café, por favor. Una pequeña mesa con sillas destartaladas les espera y, poco después de saborear la primera aceituna, aparecen el Josu, Jaco, Dominó y la Peinetas. 20:30 —¡Qué pasa chavales! —saluda Dominó, entusiasmado, mientras deja en una silla su pintoresca chaqueta de los sesenta, repleta de extraños artilugios, chapas y parches musicales. Tras los primeros saludos aterriza la primera ronda: cañas dobles para empezar. Un frenético ritmo de conversaciones banales, algunas inverosímiles, rellenan ese lapso entre el primer contacto y el inicio de la marcha nocturna. Todos aguardan, ansiosos, el regreso de uno de sus grupos de punk favoritos: Publicistas Muertos. Entrañables. 20:50 —¡Bueno! Ya era hora, ¿no? ¡Que llevamos una hora esperando! —espeta el Josu en tono de guasa cuando Línea y Wika abren la puerta del bar. —¡Anda ya, flipao! Que me han chivao que no lleváis aquí ni quince minutos —contesta Wika. Y, sin más, se van directas a la barra.
56
El Josu, Jaco y Dominó siguen con su discusión acerca de «todos esos desechos que se apropian del punk»: —¿El Beckam del punk? Ese es un gilipollas. ¡Pues no te jode! Cuando tocamos con Pitillos Sin Bolsillos la semana pasada, el payaso no tenía nada preparado para la prueba de sonido. Ni micros ni cableado ni na. Y no hacía más que meternos prisa y decir mierdas. El concierto sonó a culo de mono aquella noche— se queja el Josu. —Bueno tío, pero nos lo pasamos de puta madre. Yo me pillé un buen globo —responde Jaco con su habitual optimismo. —Claro, chavales —continúa Dominó—, montasteis un buen pollo. ¡Allí teníais a toda la chavalería dando brincos! Y por vuestra culpa yo me torcí el tobillo, cabrones. Para Haina, la Peinetas y Evangelina la noche cobraba un matiz distinto. Es una noche para divertirse, fustigarse, emborracharse y olvidar. Evangelina andaba detrás del Calilla, el batería de Publicistas Muertos. Habían estado enrollándose durante unas pocas semanas pero, inesperadamente, éste había dejado de contestar a sus mensajes. Tras unos cuantos lamentos y otros tantos improperios, la Peinetas, augurando un rápido declive de la noche, decide dar un brusco volantazo y pisar el acelerador. —Mmm… chicas, ¿nos echamos un piti? —propone aprovechando que sus copas están ya vacías. Salen y se guarecen bajo un soportal aledaño cuando la Peinetas, con gesto casi impasible y una pequeña mueca malévola, saca tres fantasmitas del monedero. —Me olía que esta noche los podríamos necesitar. ¿Medio por cabeza y recalculamos en unas horas? —Haina y Evan-
57
gelina, sin expectativa alguna hasta el momento, rompen en carcajadas mientras aplauden y se sacuden en medio de la carretera. Cada una traga su amarga mitad y, excitadas, se fuman el primer cigarrillo de la noche. 22:00 Keo, el cantante de Publicistas Muertos, entra en el Aguililla seguido del guitarra y el bajista. A Evangelina casi le da un patatús cuando les ve atravesando la puerta. Claro que, afortunadamente, falta el sujeto principal. —¡Qué pasa, gentuza! —grita Keo. —Venimos a por unos chupitos, que empezamos en diez minutos. Os animáis, ¿no? Tras una hora y media en el Aguililla, la mitad del grupo ya anda medio borracha y la otra mitad, con un pedo desquiciado. A Haina, la Peinetas y Evangelina se les va a salir el corazón por la boca. Necesitan movimiento y lo necesitan ya. Haina apremia a las otras dos para salir cuanto antes de aquel tugurio atrapante y queda con el resto en la sala del concierto. Echan a andar, pero una tienda de alimentación china capta inesperadamente su atención. El pequeño habitáculo se torna, instantáneamente, en un parque de atracciones: Haina se prueba una peluca estrafalaria y simula ser Alaska; Evangelina dibuja en sus mofletes dos gruesas rayas blancas verticales con pintura para niños; y la Peinetas… se dedica a menesteres más prácticos. —¿Cuántas yonkis, chicas? «¡Seis! ¡Una caja!», se oye desde el fondo. Cerveza, peluca y pintura en mano continúan su camino, entre risas histéricas, hacia la sala. Conscientes de las miradas ajenas, no pueden evitar regalar algunas esperpénticas
58
muecas a los transeúntes. Evangelina se tira al suelo simulando ser dramáticamente atropellada y Haina, llorando de la risa, se apoya sobre los hombros de la Peinetas que, con una sonrisa de oreja a oreja, grita: —¡Viva el punk! Buaaaaaaaaaag. Continúan su camino. Una lata. Un pitillo. Otra lata. Peluca, pintura, lata. Piti antes de entrar. 23:00 Entran en la sala y el primer grupo ya ha empezado. Se introducen en el pogo a saco. Entre empujones y gritos se unen a la pequeña masa de pintorescos personajes del Madrid más profundo. Jóvenes de unos cuarenta y cinco observan desde una posición de seguridad, inmóviles, a la banda. —Melodías rápidas al teclado y una guitarra estridente. Yo les bajaría un poco de velocidad, pero no se les da mal a las chavalas de Boda Nigeriana —comenta Mugenelli a un peculiar sujeto con pelos canos a lo Bisbal. 23:10 Acaba el primer grupo. En la sala no hay más de veinte personas; otras veinte esperan en la estrecha calle exterior, latas en mano, en grupos de tres o cuatro. —Me cago en to, tío. ¿Por qué tengo tan mala suerte? ¡Es que no consigo curro ni a tiros! A este paso me jubilo virgen y sin trabajo —se oye en la acera de enfrente. Unas quince personas salen de la sala en tropel a respirar el aire de algún cigarrillo y oxigenar sus agitados pulmones. Entendidos, novatos y expertos en punk comentan la primera jugada, estampa ya mítica tras cada concierto en familia.
59
El Calilla, bajando la calle con paso decidido, se encamina directamente hacia Evangelina. —¿Qué pasa, rubia? —la saluda— ¿Cómo te tratan en el Fnac? —Pues ya sabes… cobros, presión y más cobros. Pero bueno, me tratan mejor que tú —responde Evangelina. Y acto seguido le empuja, a partes iguales, con desprecio y sorna. El Calilla sonríe tímidamente y le propone pillar unas latas, con intención de estar a solas con ella. —Será nuestra última cerveza. Lo sabes, ¿no? —le reta sin flaqueza. —Verás… rubia, yo… lo he pasado muy mal, pero no quiero ser ese tío débil para una mujer como tú. Sé que he sido un capullo y que la he cagado sin sentido. Pero si tú me dices ven… Y aunque Evangelina no se fía ni un pelo de aquel macarrilla, sabe que sus palabras suenan sinceras. Así que, una vez más, y bajo los efectos de una euforia desatada, le besa tan apasionada como agresivamente, marcando las líneas que él había desdibujado anteriormente. Introduce una mano bajo sus pantalones y nota su polla, dura y tibia, recibiendo agradecida su cercanía. 23:25 El segundo grupo, Espejos Nocturnos, empieza con retraso el día de su estreno. La reducida masa, expectante y alborotada, entra de nuevo en la sala. Tercios y cubatas se mueven a toda velocidad. Primeros chirridos de un amplificador conectado. Sonido de timbales, ritmos tribales. Una guitarra sucia emite sus
60
primeros quejidos respaldada por una línea de bajo potente y sombría. El tema de introducción genera un ambiente tenso pero pasivo entre el público, que se mece bajo la encapotada atmósfera. «¿Nos comeremos una mierda, o serán un bombazo?», se pregunta la mayoría. Afterpunk, oscuridad y descaro. El segundo tema comienza contundente y algo más acelerado. Una voz femenina, grave y rota perturba el silencio y genera un torbellino entre el público. Jóvenes de todas las edades, vibrantes y agitados, encuentran algo de luz en la oscuridad. Un estribillo fácilmente coreable se apodera de la multitud: «Nooooo me verás volver. ¡No volveréeeee, jamás!». 23:45 El repertorio de veinte minutos se da por terminado. La marabunta vuelve a salir a la calle. Más latas, más cigarros. «¿Otra mitad?». «Por qué no». La agitación y las vibraciones se extienden de sujeto en sujeto. —¿Una antes de empezar, Keo? —le pregunta el Josu, mostrándole una pequeña bolsa verde con «pichu». A ellos se unen Dominó, Capita y Rachu. Compartir es vivir. Una lata más, un cigarro más. —Chavales, ¿alguien sabe dónde está el Calilla? —pregunta Keo presa del pánico. 00:00 Todo preparado, pero falta el batería. Público expectante, aunque considerablemente borracho. El bajo, el guitarra y Keo esperan como pasmarotes sobre el escenario. Algunos empiezan a reclamar la entrada del concierto mofándose de la llamativa escena.
61
«¡Y una mierda, pa el Atleti!» se oye en la primera línea. «¡Y una mierda, pa el Madri!» se oye en la parte posterior. Inexplicablemente, se oye al unísono: «¡Campeón, chimpón! ¡Campeón, chim-pón! ¡Estudiantes, campeón, chimpon!». Como si de una película española de serie B se tratase, un personaje con una barriga ochemesina, sin camiseta y un mostacho al estilo Cantinflas grita súbitamente: —¡Chavales! Que el Calilla tiene novia, y ya viene ¡Que le he visto enrollándose! Las cincuenta personas, que se habían girado para atender al susodicho, siguieron a sus conversaciones y, unas cuantas, le saludaron con alegría. 00:10 «Solo en tu cuarto, no sabes qué hacer. Sales a la calle… No hay nada que perder». Los pequeños grupos de conocidos y desconocidos se fusionan y, bajo un halo de compadreo y emoción, corean el primer tema. Sin descanso, el segundo tema, más rápido y melódico, sigue al primero como la ráfaga de una metralleta. La excitación colma los corazones de todos y cada uno de los asistentes. Empujones feroces, caras llenas de alegría, saltos prominentes… El tercer tema, que comienza con el estribillo, despierta un impetuoso ciclón: el Josu levanta a la Peinetas, que ahora nada a espaldas sobre la muchedumbre. Mientras tanto, Evangelina se sube a la espalda de Haina, que da vueltas sin parar entre el gentío. Línea escupe al cantante de pura felicidad y en la esquina contraria, Rachu sale despedido de un empujón. Se repone con facilidad y vuelve al tumulto. Tras las seis primeras canciones, Publicistas Muertos realiza su primera parada. Cuarenta y cinco segundos son su-
62
ficientes para pegarle algún trago al cubata y comenzar la segunda tanda. El público, sin aliento, se viene arriba con las primeras notas de una línea de bajo tan pegadiza como elaborada. Brincos, pogo, gritos, gapos, vasos rotos. Conscientes del final, algunos espontáneos se suben al escenario, empujan al cantante, corean la letra junto a él. Otros se lanzan en plancha desde el escenario, confiando en ser recogidos. Brincos, pogo, gritos, gapos, vasos rotos. Hasta el final. —¡Viva el punk! —grita Jaco. —¡Manque pierda! —contesta el Josu. 00:45 El Calilla sale echando hostias del garito buscando a Evangelina, que anda haciendo piruetas aparentemente imposibles junto a sus dos compañeras. Sin mediar palabra se besan y sin pensárselo dos veces, se escabullen. Línea pota en una esquina, a unos diez metros del garito, mientras Wika le sujeta el pelo. Ambas llevan un morado fino. Dominó, Jaco, Rachu y Mugenelli comentan satisfechos la velada, no sin sacarle punta a aquella canción, aquesta melodía, a tal velocidad o cual guitarra. Gajes del oficio. Haina, la Peinetas, el Josu, Keo y unos cuantos adeptos inesperados planean el siguiente paso de la noche. Esto acaba de empezar. Se debaten entre el tugurio nocturno de turno, el Rarer, que aunque cierra a las 3:00 tiene buenos precios y una buena selección de punk. Y la Mansión Jarana, un pub espacioso que, si bien abre hasta las 6:00, sus precios son más caros y sus gentes demasiado modernas. Se decantan sin duda alguna por el Rarer para calentar un poco el hocico,
63
ya que de camino pueden pillar unas cuantas latas. Compran veinte latas. Reúnen a los diversos grupúsculos y parten... 8:30 —¿Dónde estoy? —se pregunta Gloria. Gloria es una de tantas descendientes de los hijos de la transición. Una de tantas ninis, que ni trabaja ni tiene esperanza en conseguir un trabajo decente. Gloria abre los ojos. Acaba de despertar en un sofá desconocido. Muchos lo considerarían motivo suficiente para merecer haber sido violada. Afortunadamente, y a pesar de la taladrante resaca que estruja su cerebro, se encuentra sana y salva. Más o menos. Unas repentinas náuseas le empujan a mirar a su alrededor en busca del cuarto de baño. Sin embargo, el peculiar ambiente atrapa su atención: techos altos, muros antiguos, el salón espacioso y colmado de cuadros centenarios. Tras el sofá, un hermoso ventanal deja atravesar algunos rayos de luz. Atraída por su calidez, se levanta con dificultad y se acerca al mismo. Se trata de un pequeño y viejo balcón, que abre sin esfuerzo. Se asoma. Un aire fresco, aún no muy contaminado, y la brisa de la mañana le despiertan un poco. A un lado, a otro, enfrente, una hilera de céntricas casas antiguas. La luz recorta las fachadas y las endulza con su filtro acervezado. A la izquierda, donde su vista casi no alcanza ver, Atocha. Unos pocos coches manchan la calzada, pero todavía se oye más el tenue soplar del viento que el rugir del tráfico. «¿Qué día es?», se pregunta. «Ha de ser sábado o domingo. Las calles están vacías». Absorta, salta de imagen en imagen y empieza a recordar
64
algunos detalles de la noche anterior: los conciertos, fantasmitas, el Aguililla, Evangelina, Haina y la Peinetas, el Rarer y la Mansión de la Jarana… «Espera, eso no fue ayer. Eso fue la semana pasada. O ¿la anterior?», piensa sobrecogida por su propia reflexión. «Vale, céntrate. La semana pasada tocaron Brown Bread y la anterior… ¿Flujo transparente? Y el miércoles… Fui al concierto de Marilyn Manos, sí, sin duda, estuvieron to guapos. Y luego, globo. Y el viernes, globo. ¿Y el resto de días, qué hice?». Presa de una extraña sensación, cercana al pánico pero teñida de cierto placer, se decide a encontrar el cuarto de baño. Se lava la cara, se despeja. Baja las escaleras, sale a la calle y echa a andar. La imagen de ese Madrid mañanero y despejado calienta sus pálidas mejillas. Por el paseo de las Delicias se dirige, tranquila, hacia Atocha. Cruza las dos obtusas calles que le separan del Museo Reina Sofía y lo rodea por su mano izquierda para alcanzar la calle Argumosa. Unos cuantos comercios preparan café y tostadas para lugareños, esporádicos y turistas. Más de seiscientos años le separan de los primeros asentamientos comerciantes de la zona, pero ello no parece alterar el ambiente. Sus pasos le llevan hasta El Rastro. La plaza de Cascorro está abarrotada. Puestos de camisetas con diseños extraños, ropa de estampados hippies, cordones, velas artesanales… Los días de sol son una locura. Así que decide bajar por el lateral de ribera de Curtidores, una larga y ancha calle que acaba en la Ronda de Toledo. En esta calle, hasta Embajadores, Gloria suele echar un vistazo en cada puesto. Desde puestos especializados en botones hasta puestos abarrotados de una miscelánea tan castiza como azarosa dibujan el
65
espacio. Algunos cuentan que compraron objetos por cinco, diez o veinte pavos y que, una vez restaurados, saldaron por trescientos. Otros, sin duda más pragmáticos, compraron un arco de madera tallada, flechas incluidas. Y aún algunos otros, los menos atrevidos, adquirieron pulseras o alguna chupa. 11:00 Llegando a Embajadores, Gloria recibe una llamada. —¿Sí? —Qué pasa, tía. ¿Dónde andas? —En Embajadores. Iba a pillar el metro. —¿Pero estás bien? Nos hemos rallado cuando no te hemos visto esta mañana. —Sí. No sabía de quién coño era la casa esa ni quién había. Y viendo que estaba en Atocha, me he ido a dar un pirulo. ¿De quién era esa casa, tía? —Jajajajaja. Luego te cuento. Vamos a ir a tomarnos un vermucito a La Elipa, al bar de Los Amigos. Hemos quedado con todos ahí a las 12:00. ¿Te vienes? 12:10 Nadie en el Los Amigos. 12:25 Haina y Evangelina llegan algo apuradas a la tasca, van tarde. Miran a su alrededor y la estampa les tranquiliza. Parroquianos habituales sostienen sus carajillos. En una mesa cercana al televisor, tres viejos emiten unos estrépitos infernales; están jugando al mus. Y, cómo no, en las máqui-
66
nas tragaperras, unos cuantos solitarios arruinan sus horas. Como en casa. Evangelina y Haina comienzan con ganas la maùana. —Un par de vermucitos, por favor.
67
MADRID MIENTRAS TANTO Carmen Qué
E
l silencio plomizo posterior a la despedida me hizo salir inmediatamente de mi casa. La angustia y la presión en la garganta me pedían andar y respirar, pensar, no en ti, aunque en el fondo tu ausencia me acompañaba siempre y era inevitable no ser consciente de ella. Entré en el Retiro por la puerta de Mariano de Cavia, respiré, caminé, y salí por la puerta del Ángel Caído dirección hacia uno de los pocos sitios en el que tu recuerdo no me apretaba con tal fuerza que apenas me dejaba respirar. Casi todos los puestos de Moyano estaban abiertos. Me dejé llevar cuesta abajo. 3 por 5 €. 1 €. Ya lo tengo. Debería leerlo. Este no lo vas a leer, pero bueno…
68
Los cuervos también huyen. Me paré. Un libro de aspecto completamente desgastado, con cubiertas de papel y lomos amarillentos con motas naranjas del sol, resaltaba entre ejemplares menos maltratados. La imagen de portada era una ilustración tétrica en la que una mano salía de la tierra. Lo cogí. ¿De qué año será? Ahí estaba, en la primera página, el mayor regalo en los libros de segunda mano. Escrita a bolígrafo una dedicatoria decía así: A mi amado, con todo mi afecto: A la espera de que vuelvas conmigo y a estas tus calles de Madrid. Las dos te anhelamos a nuestra manera, aquí no ha parado de llover y yo no he dejado de llorar. Siempre tuya, Margarita. Madrid, junio de 1959. En 1959 Madrid recibió a Eisenhower en una visita a Francisco Franco como un símbolo de apertura iniciada por el Plan de Estabilidad Nacional aprobado ese año. También en 1959 la ciudad recibió a Ernesto Che Guevara, quien hizo escala en el aeropuerto de camino a El Cairo. Ese año, el metro de Madrid contaba ya con seis líneas, las cuales sufrieron serias inundaciones. En 1969 el famoso scalextric ennegrecía las fachadas de los edificios en Atocha y el Teatro Real acogía por primera vez la gala de Eurovisión. La Constitución española entró en vigor dos días antes del inicio de 1979. Este año se formó el grupo musical Alaska y
69
los Pegamoides. Nací en 1989, aunque no en Madrid. Se acabaron los 80, la época de la que se dice que la gente era feliz, pero no lo sabía. Llegaste tarde, Madrid ya no te mataba, no de diversión. En 1999 en Madrid… En 2009 vine a Madrid, una chica de provincias. Madrid tenía más de 3 millones de habitantes y te conocí, un julio. En 2009 todavía no éramos conscientes de la crisis económica que nos sobrevolaba. En 2019 te has ido. No. En realidad no te has ido, pero es como si sí, para mí. En 2019 los precios de la vivienda han superado a los anteriores a la crisis, Gran Vía se declara totalmente peatonal y en mayo se celebran elecciones autonómicas. Madrid, mientras tanto.
70
CEMENTERIO ELEVADOR Gabriele Geiss
E
mpezaba otra vez a picarme todo el cuerpo. Me pasaba desde no hacía mucho tiempo, pero lo suficiente como para darme cuenta de que sucedía habitualmente en mí, como una nueva rutina en forma de tic. Aunque no era del todo un tic, ya que en su gesto había demasiada consciencia del picor y en mí la respuesta de rascarme. Lo diferenciaba la intensidad. De camino a una estación de grúas, iba con la curiosidad de un cualquiera que acababa de terminar sus objetivos académicos enlazados con sus estudios intuitivos de carácter público. Fascinada por aquellas máquinas apartadas por lo común que resultan en la metrópoli, sentía que aquellos objetos se encontraban fuera de tiempo, en un limbo patriótico de representación de su lugar. Además, el aire infantiloide que estéticamente les dotaba hacía más propicio un encuentro con un artilugio del futuro visionado en una época pasada que motivaba aún más su querer ir. Era mi siguiente misión; sin embargo, el ensimismamiento que producía en mí el picor me autogeneró una imagen distorsionada y esto dio paso a un periodo corto de ansiedad, de ver frustrada la potencialidad de la situación. La hipocondría ahora acrecentaba la sensación violenta y de agresividad hacia mi propia forma corporal. Fue ahí cuando decidí sacar un rotulador y empezar a pensar con él, sin un papel sobre el que plasmar una posible luz embriagante de una fugaz idea. Me gustaba pensar eso muchas veces, que la falta de un soporte me impediría de alguna manera recordar una creación propia, como si fuera algo tan superficial que dependiera de la memoria. Pese al reto, decidí observar todo a mi alrededor de camino
71
al garaje de grúas y encontrar algo que me detuviera en mi misión. Entonces miré la hora y daban las cuatro menos diez, llevaba quince horas y cincuenta minutos de vuelta de Tierra y todavía me quedaba otro cuarto para llegar. Al final conseguí un atajo que me llevaría por un descampado con fondo industrial, humos y nubes negras. Para los cinco minutos que me ahorré por el camino corto, veía cómo de aquí a esa distancia el espacio que nos sobrevolaba cambiaba con su toque imperceptible de gama colorida de ocaso. Una fina capa de luz gris brillante atravesaba el cielo. Con tan hegemónico paisaje de fondo, costó hacer reconocible el parque de grúas como un lugar que tuviera una pizca mínima de interés, ya que su disincronía era más que reprochable a la empresa responsable, embargada y arrebatada a la naturaleza, el fondo industrial era un desastre natural cedido a un espacio de riqueza1 obsoleta. Tardé en convencer al encargado de mantenimiento de estos aparatos para que me dejase subir con elegancia al interior del cuadriculado espacio de ascenso. Le conté una milonga sobre los reportajes DIY, juventud emprendedora y palabras de un sueño con mensaje simbólico-constructivo. Pensé que debería hacerme dueña del espacio, generando una seguridad que permitiera inmiscuir a todo ser de mi alrededor, pudiendo evitar así que mi tapadera se desmoronase. Así continué hasta subirme a la cabina. Pero cuanto más tiempo pasaba, más me impacientaba con ese instinto ani1 Riqueza es un término abstracto, definido por el momento histórico como el producto con el cual se crean dogmas sobre la persona y/o entidades que lo poseen. Riqueza es un poder cuyos factores determinantes están sujetos al tiempo que los sostiene. En este caso, el campo de grúas era rico en número de grúas por metro cuadrado, sin embargo, el espacio que las reunía parecía haberse reducido.
72
mal humano. Bufé un poco y continué fingiendo un escenario de documental alternativo con una cámara sin carrete en la mano. Pregunté a un empleado si podría subirme y hacer una prueba de cómo funciona el elevamiento y descenso de la maquinaria, como si yo fuera un material pesado. Tras una ligera tensión entre las líneas invisibles que separaban nuestras palabras, el responsable accedió a subirme en el interior del dispositivo. Con una ráfaga alternativa a lo que estaba sucediendo mientras ascendía, en mi mente sentí la elevación inmediatamente debajo de mis pies. Esa fue la primera instintiva reacción, un plano eléctrico condenado a sumirse a la conexión con una plataforma que irremediablemente debía hacerme ascender, siendo yo quien delinquiera su acción basal, de reposo. Cuando llegué a la zona donde no subía más, sentí que todo mi poder se había acabado. Mi mentira piadosa, mis ojos de asombro, mi fascinante intriga del día. Sin embargo, en un intento desesperado de rascar algo que me incitase en ese instante, me percaté de una grúa entre muchas, sobresaliente en aquel campo de concentración. Era vieja, con una serie de extremidades más protuberantes y concomitantes entre ellas y con el resto. Su gesto era burdo, pero también provocativo. El instante que mi vista se prendió de ella duró poco, pues habiendo cumplido mi objetivo, creí preciso acabar correctamente con mi mentira y no levantar sospechas. Entonces comencé a descender lentamente gracias a un botón pulsado en continuo. Yo no caí en la desajustada expresión facial que había provocado en mí esa maldita protogrúa. El momento de despiadada desconexión entre mi acotada presencia y la vigorosa grúa finalizó cuando comenzaba la hora establecida para almorzar y, dado que la rutina en estos lugares (y en también otros) es lo que define el tiempo y, por tanto, la vida de los trabajadores, no me entrometieron con ningún cuestionario al respecto.
73
Antes de irme, decidí que sería adecuado ir al servicio, mi vejiga no podría aguantar un camino de vuelta bajo el sol abrasador que cae en la ciudad madrileña durante la época del solsticio de verano. Seco y destructor, quizá volvería a filtrar mi orina, pero quizá no. De camino en su búsqueda, me topé con lo que se podría llamar mecánico o técnico de mantenimiento del lugar. Iba vestido con un mono estilo cyberpunk de color gris metalizado con destellos negros en forma abstracta, producto de la grasa que posiblemente le salpicase curando a sus pequeñas con piezas de formas antigeométricas, pero muy funcionales. Al salir del baño, nos volvimos a cruzar por el mismo camino y decidí iniciar conversación. Aprovechándome de mi situación de mentirosa profesional, le pregunté si aquella grúa tenía algo de especial y, contestándome a dicha pregunta, afirmó que era una «pieza de coleccionista». Sin entender muy bien a qué se refería exactamente, comencé un interrogatorio hacia el señor que sabía. «Una pieza de coleccionista, ¿en torno a qué?», me pregunté, y él seguidamente me contestó: —Verás… esta grúa, esta antiquísima grúa, destaca por ser la especialista en la construcción de edificios suicidas. No entendía muy bien a qué se refería, mi cara ahora con la expresividad de la sinceridad hizo al señor contestarme a mis cuestiones mentales. —Parece un trasto de poca monta, ¿verdad? Pues tiene la capacidad de aguantar el peso de 300 toneladas como si nada. Hay que darle las gracias a Lee Van Ja, él mismo dio paso a su propia historia. Debido a mi falta de predicción de la situación que se había generado, no pude preguntar más. Regresé al lugar que había elegido para probar las maqui-
74
narias y, antes de irme, me despedí de la desdichada grúa creada por el señor Lee. Con cierto toque alemán de técnica brutalista, apreciaba que aquel monumento de exposición necesitaba ser más explotado en su propia historia. Cuando ya tenía todo listo en mi mochila gris tópica del gremio, el mismo servidor de mantenimiento que se había dirigido a mí después del primer cruce de miradas en el baño, me quiso realizar una pregunta: —Señorita. —Sí, ¿qué pasa? —Creo que debemos hablar unos minutos antes de que se marche a montar todo su trabajo. —De acuerdo, ¿es sobre la grúa gris? —¿Por qué creería que sería ese el debate? Acompáñeme a esta sala, si no le importa. Caminamos hasta un punto intermedio entre la sala amplia y los correderos que bifurcaban a la misma. Al entrar, el lugar parecía oscuro, pero con ráfagas de luz que moteaban como polvo sobre los armarios y vitrinas viejas de cristal. Un expositor destacaba con varias fotografías antiguas en las que solo se veían ventanas abiertas de edificios tristes. —Tendremos un rato largo para hablar sobre cómo y por qué de esa grúa —me dijo. —Le escucho, ya que de momento solo me está soltando titulares de difícil abstracción — contesté, sin tener una reflexión demasiado larga. —Lo sé, pero es mejor así. Poco a poco lo entenderás mejor. El caso es que llevaba una decena de años sin soltar mi discurso interior sobre por qué llevo trabajando en este taller
75
toda mi vida teniendo títulos profesionales mejor pagados en vida que este oficio. Cuando iba al instituto pensé que mi oficio jamás sería ser astronauta. Los piratas son malos. Eso siempre lo pensé, descabellados, asaltadores de codicia utilizando medios perturbadores. Terroristas. Y los astronautas, que era la novedad en aquellos tiempos, me parecían lo mismo, pero cambiados de moda. Pero lo que sí sabía es que jamás desempeñaría ningún oficio que exigiera el deterioro físico de una parte de mi cuerpo. Sobre todo las manos, quería tener unas manos no propias de mi época, ya que la mayoría de oficios para una familia de clase media como la mía tenía que pasar sufridas penas para poder llevar a un único miembro de la familia numerosa a estudios superiores. Todos acababan siendo constructores de lo que fuera y yo al final fui de grúas. Algo bastante nuevo para los años 30 en España. —¿Y a dónde quiere llegar? —Este trabajo me ofreció la oportunidad de conocer a la grúa gris, como la llamas tú. Pues no sabrías qué de juegos de engranajes tiene en sus intestinos. Es todo un jeroglífico con pasadizos y delicadas correcciones que la hacen la más compleja de todas. Sé que nunca veré ninguna igual. Pero también tiene una historia detrás que la hace única. Estoy seguro de que cuando Lee la diseñó no tuvo destello alguno de pensar en qué se convertiría su paso. El primer encuentro mediático con esta famosa grúa fue durante la construcción del Seràphine, un edificio de 20 metros de altura durante la época seca, en Nueva York. Al año siguiente, durante la celebración del aniversario, se registraron seis suicidios. En los periódicos se culpó a la situación económica del país como causa primaria del origen de estos suicidios. Después vino la construcción del conjunto asimétrico de los palacios y casas reina en un antiguo paraje frecuentado solo por la aristocracia cercana a la corte alemana, a quien pertenecían dichas
76
tierras. En este caso, la grúa gris intervino en la construcción de los caminos que unían todas las casas exteriores con el jardín central del palacio residencial de la reina. De aquí se pudieron registrar nueve suicidios, todos componentes de la misma familia, y dos muertes accidentales. Como podrás ya pensar, estas dos personas, a pesar de su temprana edad, también decidieron suicidarse. Pero no interesaba contar esto al pueblo alemán unido. Por último, esta grúa acabó por desterrarse a España, en específico, a San Fernando, mi ciudad natal y en donde me voy a morir. Tras rescatarla de un desguace, decidí darle otra vez funcionamiento sin apenas conocer nada de grúas y, por supuesto, sin intuir la tragedia que acarreaba. Sin embargo, cuando decidí usarla por primera vez para arreglar el tejado de mi terraza, lo noté. Era ella quien lo decía. Decía: «Te vas a suicidar». Con sus movimientos esbeltos, no podías dejar de observarla. Era la pura belleza quien hipnotizaba en sus engranajes, sus ampliaciones y reducciones de ángulo a velocidad constante y periódica. Quería ser ella. Pero no sabía cómo. Cómo estar en el mundo con esa forma de pose. Deseaba formar parte de ella, y el suicidio me parecía algo demasiado inmaterial, un acto superficial para alcanzar la meta hacia lo bello. Así que elegí una segunda opción, algo que me atase a ella, privándome de mi forma vital, a través de mi sometimiento. El obedecimiento a cederle mi voluntad, agregándola más y más vida. Era lo más cercano a perpetuar su Naturaleza en mí. Al cabo de estas reflexiones, no quedé insatisfecha y comencé a rascarme sin ceder un solo instante a mi forma corporal.
77
Este fanzine se imprimiรณ en Madrid en junio de 2018.
78