Índice El hogar del refugiado
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Roberto Calpes
En el calor de la noche
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Santiago Mora
La delgada línea negra
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Señora Parca
Cuando el viejo matrimonio Hundorff entró en la casa
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T. Varea
En blanco
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Casi Merche
Haiku
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Carmen Qué
El mejor amigo del hombre
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Prisciliano
León
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L´Elvis & Cash
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El hogar del refugiado por Roberto Calpes
N
o. Creo que esto no es una pesadilla. Me pellizco, me froto los ojos, miro a todas partes: lo de siempre. El mundo parece el mismo, el mismo mundo real, tan familiar y lleno de penurias… Suspiro. Echo el cerrojo y me siento en el suelo agarrado a mis rodillas. Por fin en casa. ¿Qué me está pasando? Una tonalidad violeta cruza mi vista. Lágrimas violetas, ruidos violetas, temblores, flemas, olores violetas. ¿Cuánto tiempo llevo así? Aquí estaré bien, respira, respira… Llave, celda, carcelero… Tranquilízate y no pienses. Cuenta hasta... uno, dos, tres, cuatro, ¿qué ha sido eso? ¿De verdad ha sido un sobresalto? Nadie sabe lo que yo sé. Aquí no entrarán. Aquí no entrarán, ¡eh!… ¿Eh? ¿Verdad que no? ¿Verdad? Me arrastro hasta el sofá.
Y entonces está allí, sentada a mi lado… Es ella, pero no es la misma. Es una mujer, pero tiene una cabeza de pantera, unas alas angelicales y una larga cola de gata. Sus ojos son púrpuras, son púrpuras y muy grandes y brillan, como la luz de la luna sobre el lago helado de una montaña. Y es de noche, una noche negra, sin estrella alguna… Luminiscencia extraña: regueros blancos derramándose por la ciudad mientras la gente sigue a lo suyo, ajena a todo… Siento náuseas, ardor de estómago… Una maldita bacteria… extendiéndose por el caudal de mis venas, diseminándose, un ejército de termitas carcomiéndome… Vomito bilis y sangre roja; lloro gritando, chillando, clamando al cielo. Está en mi organismo y en mi ADN. Podría extenderse al resto de la pobla-
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ción o transmitirse a mis vástagos como una epidemia… ¿Qué es lo que me produce esta insoportable alergia? Picores, enormes ronchones rojos cubiertos de escamas y piel muerta, picores, granos, picores y más picores. ¡Quiero acabar con esto! ¡Necesito una cura! Pero, ¡¿cómo, cómo, cómo?! Medicina enferma; doctores trastornados, ¡científica estrechez de miras! No me pueden ayudar… Termómetros rotos, pulso quebrado, palpitaciones taquicárdicas… Pastillas de toda clase; nada surte efecto. Antibióticos y analgésicos, inútiles contra este dolor desconocido… Hay un fantasma que me ronda, no lo veo, lo intuyo, hay un espíritu escondido en alguna parte… Tranquilizantes y ansiolíticos; mi cabeza está ida; sus neurotransmisores son inmunes. Está ido, es inmune; mi cerebro está destruido. ¿Fueron las copas en días de desenfreno? ¿Una corriente, un estornudo? ¿El efecto de un veneno? Malvado, maldito, maligno
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filtro, me conduce, diluido en sutiles, silenciosas gotas, a esta neurosis sin salida. Mano blanca, guante de terciopelo, caricia jacobina y beso de Judas. ¿Tal vez una plaga, una enfermedad que amenaza a la humanidad, ignorante y frívola? ¡Habría que avisar a las autoridades, aunque jamás me creerían! ¡¿Y cómo?! ¿Salir a la calle y exponerme? Radares, cámaras, chivatos, fisgones… ¡Tampoco puedo llamar por teléfono y dar a conocer mi paradero! Espían, acechan, vigilan… ¡Oh, no! ¡Estoy atrapado y el tiempo se acaba! ¡Rápido, rápido! ¿Qué ha sido eso? ¡Aaaahhhh! Estamos frente a frente, ella está muy guapa, sostiene un dramático silencio, yo soy incapaz de articular palabra, ella me ofrece un ramo de irises, pero no dice nada. Yo lo cojo y la miro mientras se desvanece y, entonces, observo las flores: están mustias y marchitas. Están muertas. Como ella… La sed de todos los desier-
tos atraganta de arena mi garganta seca y me ahogo y bebo, y trago, y lleno mi vaso otra vez. Nada. Una hoguera debajo de mi lengua, un paladar cubierto por cenizas, ¿cómo calmar este anhelo? ¿En qué pozo, en qué cloaca se origina este afán? Nada saciará mi ansia; es imposible colmar el vacío. ¿Por qué me torturan ahora esos recuerdos? Es fruto de mi mente calenturienta y febril, solo una imaginación, no puede ser verdad… Pasaron los años, perdimos el contacto… ¿Por qué vuelve a mi memoria? ¿Qué hizo germinar las antiguas semillas? ¿Cómo se filtraron las lluvias hasta esas profundidades? ¿Quién invocó el sortilegio de la resurrección? ¿Cómo despertó del letargo la bestia hibernante? ¡Ya no tengo ninguna certeza! Sueños, visiones, pensamientos, fotografías… ¿Qué es lo que quiere de mí? De pie, estático ante la ventana abierta. Fumo. Observo el humo ascendiendo, buscando la Luna en la
ciudad capital. Siento que peso setecientas toneladas y no puedo moverme. Pero tampoco deseo moverme. El tiempo se ha detenido y no ha pasado nada… Todos caminan hacia la oscuridad… Los ausentes están entre nosotros. La humanidad es el espectro, los muertos han abierto los ojos, los muertos son libres mientras nosotros seguimos encadenados en enormes cárceles invisibles… Están hablándome, me susurran, me llaman, me tienden la mano, pero me intento acercar a ellos y huyen despavoridos. ¿Acaso me temen? ¡Soy un monstruo! ¡Cadáveres inmortales huyendo de mi pestilencia! Lo sabía… Es la marca de Caín… Tres cartas sobre la mesa: tres de espadas, el Mundo y la Emperatriz invertida. Las puñaladas, las muertes… Lo supe desde la noche que invocamos aquellas presencias, desde que pronunciamos las funestas palabras… ¿quién iba a pensar que acabaría así? ¿Qué sabía yo entonces? ¡Ahora todo va
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encajando! ¿Habrá redención para mí? ¿Es una revelación? ¿Es el cementerio lo que hay al otro lado? Ella me aterra: es una hechicera, es una diosa, es una madre, es una hermana, una amada y una maestra, pero… ¿quién es ella? La sentencia ya dictada, el verdugo preparado, el vulgo y el cadalso, la cuchilla ya afilada. Resuenan en mis oídos esas palabras: cuando uno de los pocos al que todavía consideraba mi amigo citó, sin saberlo, los versos de aquel poeta sentí un escalofrío que me hizo correr y huir no sé bien de qué, ¿del mal? ¿De mí? ¿Del mal que habita en mí mismo? Golpeo mi pecho, arranco mi cabellera, hundo la cabeza contra puertas de contrachapado. Ya es demasiado tarde y todo da igual... Desde mi ventana veo la suya. La ventana desde la que saltó al vacío. Desde mi ventana la imagino arrojándose o dejándose caer con un gesto que me hace chirriar los dientes y cerrar los ojos. ¿Qué demonio la
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arrastró a su infinita sima de tristeza? ¿Fue un ritual funesto el que me condujo a esta cadena de tragedias? Cociéndose a fuego lento y arremetiendo por todos los flancos hasta asestar la certera puñalada. ¡Llévame, llévame pronto, príncipe del mal, si eso es lo que persigues! El pensamiento se eleva, flota, se mece, navega, por momentos desaparece. El cuerpo queda atrás, ¿qué es? ¿Quién es? Un lastre, un desconocido, un amasijo de venas, tejidos, vísceras, huesos y fluidos. Desechos por todas partes, ceniceros llenos, libros desparramados… El espejo me devuelve un yo demacrado: ojeras y rojez, barba desordenada, canas, arrugas, ¿de verdad estoy así? El sudor baña todo mi cuerpo, me estremezco de escalofríos, ¿estoy hablando solo? ¿Acaso salen de mi boca los alaridos que me atenazan? En vano, intento distraerme. Por el rabillo del ojo busco amenazas, me doy la vuelta, alguien me roza, si-
ento unas pisadas, un aliento en la nunca y entonces… nadie. Mis espaldas están cubiertas, mi refugio es inexpugnable pero no consigo sentirme seguro. Los soldados enemigos excavan túneles, agujerean mis murallas con arietes de diamante afilados durante siglos, lanzan escalas que cuelgan en las almenas de los torreones; una aviación de torvos cuervos negros sobrevuela mi paz y arroja huevos con bombas exterminadoras. Intento cavar un refugio, protegerme, ponerme a salvo pero puertas, techos y paredes se convierten en las fronteras de un probable ataúd. Cierro los ojos, no quiero pensar. No existe escapatoria. Ha vuelto el maldito pitido. No lo soporto, taladra todas las cortezas de mi cerebro y penetra hasta mi alma, atravesándome el corazón, que cabalga desorbitado a ciento treinta pulsaciones. Pongo música a todo volumen para callar esta tortura. Incrementa sus decibelios y se convierte en un atronador ruido
cacofónico. Trompetas de apocalipsis, ladridos de Cerbero, lamentos agónicos de ajusticiados, cañones de guerra y licuadoras de huesos, dientes y uñas. Ahora es una letanía, un monótono murmullo, palabras ininteligibles desparramándose por mi conciencia. Una lengua que desconozco, ¿latín, arameo, copto, sánscrito? ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¿Cómo hallar un contrahechizo para ese conjuro ominoso? ¡Socorro! ¡A MÍ! ¡Qué alguien me ayude, por lo que más quiera! No aguanto más de dos minutos en la misma posición. Me retuerzo en el sofá y caigo al suelo donde doy vueltas hasta marearme y perder el poco equilibrio sobre el que torpemente intento hacer malabares. Toda gira a mi alrededor, todo se nubla, todo desaparece y caigo por un agujero igual de oscuro que el final de los tiempos, cuando el sol se apague y todo haya por fin terminado. Mis vísceras del revés y un miedo infinito, tanto como el abis-
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mo interminable por el que me hundo… La voz me llama, se dirige a mí, me ordena, me dice cosas, pero no entiendo y me aterra. Parece una voz cósmica, lo llena todo, parece en cólera y me impele, ¿qué quiere de mí? ¿Qué debo hacer? ¡Maldición, oh no, maldición! ¡NOOOOOOOOOOO! ¿Será ella? ¿Me quiere ayudar? ¡Ladrones, asesinos, monstruos, torturadores! ¡Manifiéstate! ¡Manifiéstate! Han de ser demonios, ángeles caídos o duendes malignos, torturándome, volviéndome loco. Veo solo sus sombras, oigo sus risas, percibo su olor a azufre… Herida, mordisco, picadura; vampiro de las esferas. Estoy mutando, degenerando, desapareciendo, muriendo. ¡Me arrepiento de todo! ¡Lo confieso! ¡Sí! ¡Dejadme en paz, por favor! ¡Dejadme en paz! ¡Me ahogo, el agua de la ducha cae sobre mi cara! Estoy tiritando, todo el baño está lleno de agua, los pelos de mi barba
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están esparcidos por todo el baño, salpicado de charcos y espuma. Vuelvo a asomarme al espejo. Hay un corte en la mejilla. Una imagen sospechosa; no soy yo, me aterra, es un extraño, es un doble, un impostor, sonríe con una mueca y espera el momento de cruzar el umbral y usurparme la vida. Golpeo enrabietado y destrozo el reflejo y entonces todo se apaga y me invade el dolor, la sangre manándome de las manos... Ahora tengo miedo… Un miedo horrible e infinito. No sé lo que es, no sé lo que tengo, no sé por qué, pero algo malo va a suceder. Lo sé y lo presiento y no me lo quito de la cabeza y cada vez que pienso en ello me aterra más y más. Cada golpe, cada pisada, cada quejido del viento es un vuelco en mi corazón. Las hormigas que habitan bajo mi suelo me rodean. Rojas, diminutas, infinitas, voraces, descontroladas. A continuación, se transforman en moscas, infinidad de ellas, negras, enormes,
enjambres que impiden la visión y emiten un zumbido sentencioso. Se posan en mis heridas, me chupan, me absorben la vida, noto sus asquerosas patas, sus membranas, sus filamentos. Se relamen y se frotan, conscientes, odiosos insectos carroñeros, de que pronto seré cadáver, pasto para su festín putrefacto. No paro de temblar. Tengo hambre, mis tripas rugen pero en mi estómago hay un nudo, en mi faringe un candado y en mi boca un castañeo que me impide comer. Estoy débil y enfermo, toso y moqueo. Un martirio atormenta mi cabeza y me duele, me duele, me duele tanto como el pecho, en busca de una maldición que mi boca, seca cual ciénaga recién drenada, no puede pronunciar y convierte en aullido animal. La monotonía del salón reverbera en ondas policromáticas y la familiaridad se cubre de extraños velos que la vuelven confusa y alterada. Tiemblan las estanterías y el suelo; los objetos caen y se rompen en
mil pedazos; es un terremoto culminado por truenos y rayos y una feroz lluvia que golpea los cristales impulsada por vientos huracanados y furiosos. Me estoy haciendo cada vez más pequeño; desaparezco o todo desaparece ante mí. Atisbo la nada, la nada blanca e inmensa, sin espacio, sin sonido, sin conciencia, sin alma, sin vida. Un humo se cuela por invisibles rendijas, grietas y oquedades. Espeso y blanco; cada vez más espeso. Me incorporo en un salto de espanto. ¡¡Llaman al timbre!! ¡Funestos golpes! ¿Quién es? ¿Quién será? ¿Quién puede ser? No me atrevo a abrir, me escondo bajo la cama, me cubro los oídos. Llaman otra vez, más fuerte, van a entrar, van a tirar la puerta, permanezco inmóvil y rezo. Me falta el aire, me ahogo, me mareo, persisten los porrazos, los ecos de los golpes, siento que desvanezco, me desmayo… ¿Estoy despierto, estoy dormido o estoy ya muerto? No distingo mis estados de
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conciencia. Una procesión de máscaras desfila ante mí. Son rostros vagamente familiares que no logro identificar… No son felices. No pueden verme. Soy transparente y estoy hecho de cristal. Siento el frío de las estatuas. Ya no quedan lágrimas en mí. Pronto acabará, pronto acabará y veré lo que hay en el lugar del que nunca se regresa o descansaré por siempre jamás. Pero si esta aguja de vudú que me atraviesa no me termina de desangrar entonces sabré que estoy loco. ¿La supervivencia o la enajenación? ¿Qué clase de broma macabra es esta? ¿Quién es el arquitecto de esta ruina? ¡Si existe un dios, que ponga fin a este calvario! Abro los ojos y me ciega la claridad. Una ninfa en el lago coronada de flores tañe la lira y canta… ¡Estoy muerto! ¡La dulzura del beso final! La quietud del paraíso, la paz, el rocío de sus campos floridos... Una suave brisa fresca me agita el pelo. Camino hacia el punto que irradia ese tor-
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rente de luz, ¿camino? Algo me impele, algo me atrae, como si yo fuera un metal irremediablemente arrastrado hacia un campo magnético. Es un astro que abrasa, lo siento cada vez más cerca, estoy dentro, está dentro de mí, nos fundimos en uno, hermoso desenlace para tan épica batalla. De pronto todo cambia: el calor se consume y me enfrío; la iridiscencia se apaga, una grisalla se esparce en derredor, no me deja percibir el entorno; finalmente la tiniebla total. ¿Dónde está la ninfa? ¿Dónde está el lago? ¿Cuál es la salida? Estoy frente a la ventana, otra vez. Solo un paso. Me encaramo. Salto. Caigo. ¡No! Esto no es una pesadilla.
En el calor de la noche por Santiago Mora
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o es de esperar que la mayoría de nuestros lectores habituales, ávidos por fantasear y no tanto por creer, acepten la veracidad del relato que les voy a exponer en este número del fanzine. La finalidad de mis palabras es la de dar a conocer los hechos que nos acontecieron al doctor Cornejo y a mí. Los allegados del doctor, que quieran más detalles de lo sucedido, pueden escribirme a la oficina de correos de Villaverde, Madrid. Mi nombre es Don Santiago Mora, y soy lo suficientemente conocido en la zona como para que me hagan llegar las cartas. La soledad, en mi caso, nunca ha sido forzada. La libertad de hacer lo que me plazca en cada momento sin interrupciones de otras personas me fascina. La mayor parte del tiempo
la paso arrastrándome de la cama a la silla del escritorio, de allí a la cocina y viceversa. Hubo un tiempo en el que compartí piso con dos personas, pero un desagradable alemán, sucio y descuidado, consiguió acabar con mi paciencia. Conseguí un nuevo trabajo con un buen sueldo, y como no sabía qué hacer con tanto dinero, me permití el lujo de vivir solo. El pasado verano el calor invitaba a quedarse en casa. Las noches entraban con toda su furia y las sombras iban colándose en el interior de mi piso: 2 habitaciones, salón, cocina y un cuarto de baño. Un día me tumbé en la antigua mecedora de mis abuelos, la cual me llevé a la fuerza de casa de mi madre, y encendí la lámpara. Su tenue y amarilla luz de tungsteno era la cantidad justa de energía lumínica
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que necesitaba para leer; el resto de la casa tenía instalada iluminación led, pero necesitaba el color del tungsteno para disfrutar de la lectura nocturna. Agarré el libro de ciencia ficción que compré en la cuesta de Moyano y abrí la página correspondiente. Aquel maravilloso relato sobre la conquista del fondo marino de H.G. Wells, llamado En las profundidades, me estaba poniendo los pelos de punta. Fue al pasar de página cuando escuché un fuerte golpe en la cocina, como si alguien le hubiese metido un puñetazo a la maciza encimera de mármol. El corazón me empezó a latir a mil pulsaciones por minuto. Como soy propenso a asustarme fácilmente y todas las luces de la casa, menos la lámpara, estaban apagadas, decidí que lo mejor era cerrar la puerta del salón y volver a mis asuntos sin darle demasiada importancia. Pensé que seguramente aquel violento impacto fue producido por algún objeto mal sujeto en la despensa.
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Terminado el relato de Wells, me levanté y la butaca emitió un chirriante sonido al balancearse, atravesé el pasillo en la oscuridad y encendí la luz de mi cuarto. Siempre evitaba mirar hacia la cortina desde que una amiga me avisó de que la mancha que portaba parecía una siniestra cara demoníaca, aunque esa noche miré. Quedé atrapado por el enigmático rostro hasta que volvió a sonar otro fuerte golpe proveniente de la cocina. Miré a través del pasillo, aunque solo vi oscuridad. Casi temblando cogí la navaja que guardo en mi habitación y avancé encendiendo las luces de todas las habitaciones tras de mí. Inspeccioné la cocina por completo, no había nada fuera de su sitio; ningún cambio en la despensa ni en los armarios. Abrí la nevera para comprobar que todo seguía en orden, y para coger una rodaja de maravilloso queso Emmental. Estaba disfrutando del queso cuando escuché cómo se abría la puerta de mi habitación.
Aquello era demasiado para mí, yo había dejado todas las puertas abiertas, y, aun en el caso de estar cerrada, ¿cómo era posible que se abriese de aquella manera? Volví corriendo a mi cuarto, me encerré en él; puse música a un ingente volumen y me encendí un cigarro. Tras horas de tranquilidad conseguí olvidarme del asunto, empezaba a estar cansado. Conseguí dormir a duras penas, una recurrente pesadilla me despertaba cada vez que alcanzaba el sueño. El rostro de la mancha me miraba con los ojos desorbitados mientras dormía, mis desgarradores gritos solo generaban un atronador eco dentro de mí. Intentaba moverme, pero mi alma, inerte, estaba desconectada de mi yo físico. Después pensaba que me despertaba, pero cuando me quería dar cuenta seguía dentro del mismo sueño y en la misma situación. Finalmente despertaba de verdad y la casa se me echaba encima, el terror me retenía bajo las
sábanas. Como si de un milagro de Dios se tratase, entraron los primeros rayos de sol por la ventana. Me levanté de un salto y salí de mi cuarto con la sensación de haber cumplido una larga condena en el purgatorio. Me vestí, salí a la calle y fui a un bar a desayunar. Desde allí planeé el día mientras me comía una tostada con aceite y tomate. Era sábado y si me pasaba otro día encerrado en casa me volvería loco. A las 10 de la mañana entré en el Museo del Ferrocarril, me encantaba admirar esas piezas de arte rodantes. Las locomotoras calmaron mis nervios y empecé a ver la noche anterior de manera cómica. Pensé en lo mucho que se reiría cualquiera que me hubiese visto. Cuando terminé la visita, y dado que me encontraba muy cerca, no pude evitar la tentación de dar un agradable paseo por la cuesta de Moyano. La única cuesta de Madrid que subía sin esfuerzo, la magia de aquellos puestos de libros
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de segunda mano me atrapaba y me hacía olvidarme incluso de mi existencia. Con una bolsa llena de libros viejos, que probablemente pasarían años hasta que los leyese, me acerqué a un restaurante de comida exótica oriental donde había quedado con un viejo amigo, el doctor Cornejo. Allí le hablé de la terrorífica escena que sufrí la noche anterior, mientras él se reía hasta descomponerse en una bola de contracciones involuntarias. Me pidió pasar la noche en mi casa. Él era un psiquiatra aficionado a todo lo relacionado con el mundo del misterio, me dijo que estaba interesado en comprobar el estado de enajenación transitorio que puede sufrir cualquiera ante hechos de natural racionalidad. Me pareció una magnífica idea, cualquier cosa menos pasar la noche solo. Estuvimos dando una vuelta por el Jardín Botánico y hablando de sus investigaciones en el campo de la psiquiatría. Llevaba meses investigando qué parte del
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cerebro se conecta cuando el miedo irracional se apoderaba de alguien; quería encontrar un tratamiento para transformar hombres temerosos como yo en valerosas criaturas inquebrantables. Antes de volver a mi casa, pasamos por su céntrico apartamento situado en frente del río Manzanares. Las grandes cristaleras del salón ofrecían unas vistas con las que deleitar a todo urbanita, he de reconocer que sentí una amarga envidia. Recogió el que decía ser su gran invento, el que revolucionaría el campo de la psiquiatría. Se trataba de un gorro, similar al de un jugador de waterpolo, que monitorizaba la actividad cerebral y estimulaba el sistema límbico —responsable de las emociones y motivaciones, en particular aquellas relacionadas con la supervivencia como son el miedo, la ira y las conductas sexuales—, siendo capaz de alterarlo significativamente. También cogió un detector de ectoplasmas y una grabadora analógica. «Para ju-
gar a los cazafantasmas» dijo con tono jocoso. Una vez tuvo todo lo necesario partimos hacia mi casa. Ya en mi vivienda me colocó el gorro estimulador en la cabeza y lo conectó mediante red inalámbrica a su ordenador. Colocó el detector de ectoplasma en el pasillo, por ser el lugar donde más movimiento pudiese captar, y enchufó la salida de la grabadora analógica a través de una tarjeta de sonido. Como me gusta ser un buen anfitrión, preparé sushi para cenar y le serví unas deliciosas cervezas checas. Mientras cenábamos le volví a relatar con exactitud todo lo ocurrido y en qué lugares de la casa había sucedido. Fuese lo que fuese nunca se manifestaba cuando había visitas, así que no tenía mucho optimismo sobre el éxito de la investigación. El doctor me estaba contando cómo funcionaba su gorro y los efectos que podía producir en mi ce-
rebro cuando oímos cómo un vaso, del derecho, se arrastró lentamente por la encimera de la cocina. Atónitos vimos cómo caía desde el borde del bloque de mármol. Chocó con su propio peso contra el suelo, reventando en miles de fragmentos. El doctor salió corriendo a por el detector de ectoplasmas y la grabadora, volvió a la cocina y me hizo un gesto con el dedo pidiendo silencio. Luego de esperar unos minutos la aguja del detector comenzó a indicar presencia espectral; aguardamos otros 15 minutos hasta que la aguja se detuvo. Fuimos directos a examinar todos los datos recogidos por el ordenador: el gorro estimulador desveló las zonas del cerebro activadas por mi miedo, y la grabadora analógica recogió espeluznantes audios, en los que se intuía una voz de fondo. Estas son las palabras que decía la voz, siempre la misma: «… (Ruido de fondo). No lo hagas. ¡NO! ¡NO! (Ruido de fondo) Eso será por la
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sangre… (Ruido) Si brota es que está preparado… (Ruido de fondo) En el cuarto… (Ininteligible) llegará… (Inteligible) (Movimientos del doctor y míos) Estoy dentro… (Ininteligible) estaría jugando (Grito de espanto. Ruidos de fondo y llantos) Ni aunque vengas te vas a librar (risas) ¡Aquí hace calor!» Después todo era un conglomerado de ruidos y frases incomprensibles. El doctor estaba pletórico, sudaba como si la casa estuviera a 200 grados. Era verano, pero tenía el aire acondicionado encendido. Hablaba aceleradamente y no le entendía mucho de lo que decía, dijo que iba a conectar el estimulador para bloquear el miedo de mi sistema límbico. Tras unos minutos, en los que no soltó el teclado del ordenador, una sensación de indiferencia se apoderó de mí. No estoy seguro del resto, me sentía confuso; a día de hoy no sé si la computadora había bloqueado mi miedo o si había sido poseído por
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la extraña entidad que habitaba mi casa. La sensación era de poder absoluto, me sentía fuerte, capaz de enfrentarme a Dios y aniquilarlo. Cuando escuché la voz del doctor, que me guiaba hasta mi cuarto, deseé matarlo. La empatía natural de nuestra especie, que nos hace más inteligentes que el resto, había desaparecido. No atendía a lo que me decía, solo recuerdo que agitaba el detector de ectoplasmas y que su cara estaba más roja y acalorada a cada minuto que pasaba. Le agarré por el cuello para intentar asesinarlo. Él me detuvo golpeándome en la cabeza con una herramienta metálica que se hallaba en mi mesa. Un dolor penetraba mi sien hasta lo más profundo de mi cabeza; había desaparecido la agresividad. Me quise levantar para ver cómo se encontraba el doctor, que gemía de dolor, pero cuando pude fijar bien la vista vi la aterradora imagen que acontecía ante mí. Sus ojos, agónicos, eran los de la cara de la corti-
na; tenía la cara hinchada y colorada; por toda la piel le brotaban quemaduras de color rosadas y bordes negruzcos. Un sonido animalesco, muy desagradable, brotaba de su garganta. Por un momento, me miró con un atisbo de cordura, probablemente fuese su último segundo de conciencia. Tembló de una manera siniestra y en un instante, con un fogonazo, se desvaneció en cenizas. Como si nunca hubiese existido. Me fijé en la cortina; lucía blanca, como si la acabase de comprar. Espero que, tanto vosotros como sus allegados, comprendáis el motivo por el que no he contado antes lo sucedido. Muchos me tacharéis de loco y probablemente esto de pie a una investigación policial de la que puedo salir mal parado, pero atesoraba una profunda amistad y admiración por el doctor Cornejo y me he decidido a escribir los hechos por lo mucho que están sufriendo sus familiares y amigos con
su desaparición. Murió en pos de la ciencia, como un héroe, siempre en busca de lo desconocido. Fin
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La delgada línea negra por Señora Parca
—¡
Ey! Qué pasa, tú. ¿Andas por casa? —Qué va, Asun. Me fui con mi vieja a la playa hace un par de días. Hasta la semana que viene nada. ¿Querías algo? —¡Aaah! Es verdad, no me acordaba de que andabas de vacaciones. Nada, tío, te escribía para ver si podía pillarle a Martina, pero si no estás, nada. —No te ralles. Ella sigue currando en la casa. Así que le escribo ahora y mañana te puedes pasar a recogerlo. ¿Cuánto quieres? —Na, veinte pavillos. —Vale, pues nada, mañana llama a mi casa y ya quedas con ella. —Genial. Gracias, tío. Pásalo debuti en las vacaciones. Ya me cuentas a la vuelta. ¡Un beso! —Venga. Un beso, Asun.
Hace un sol de justicia y un calor infernal. Voy de camino a casa de Jorge. De allí me separan más de trece estaciones y dos trasbordos. Al menos puedo disfrutar del aire acondicionado en el metro. Solo en el primer tren. Joder. Al salir de la estación, violentas olas de calor me golpean en la cara. Nunca me ha gustado el calor, no lo soporto. Siento una agobiante sensación de deshidratación y las altas temperaturas estrujan mi cerebro. Me mareo, siento una fuerte presión que aplasta todo mi cuerpo. No duele, pero pesa y desconcierta. Odio el verano. He quedado con Martina. Me dijo que tenía mis porros y que pasase a por ellos a la hora que quisiera. Es una tía rara, pero enrollada. Empezó a trabajar como asistente doméstica
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en casa de Jorge hace ya casi un año, poco después de que su padre falleciese. Me consta que Martina les hace buena compañía y, bueno, a nosotros nos viene bien un camello fácil. Estoy deseando llegar a casa de Jorge, necesito sombra y agua ya. Al llegar, Martina me recibe apaciblemente, con gestos atentos y su peculiar entonación, suave y pausada. Su voz es hipnotizante. Aunque, bien es cierto, quizá la tenga ya algo asociada al colocón que sin duda prosigue a nuestro intercambio. Señala el confortable sillón en el que siempre se sienta Jorge, me invita a acomodarme y desaparece silenciosamente. Llevo unos diez minutos sola, esperándola, pero parece una eternidad. Aparece súbitamente y deja la piedra sobre la mesa, inmaculadamente envuelta, como de costumbre. A continuación, saca otra más pequeña de su bolsillo y me propone fumarnos uno antes de irme. Me parece bien. Aún no he recuperado
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mi homeostasis y, quedarme allí tirada una hora, me parece un plan maravilloso para un martes cualquiera de agosto. Arranco un buen pedazo de su paki, ya que se me presenta la ocasión. Comienzo el ritual con mi habitual parsimonia mientras Martina se mantiene en silencio. Cinco minutos después, al levantar la cabeza para chupar la pega, me percato de la singular manera en que me está observando y, probablemente, me haya observado durante los minutos anteriores. Sentada en una silla, frente a mí y al otro extremo del salón, Martina aguarda quieta, muy estirada, con las manos sobre sus muslos. La penumbra producto de las persianas bajadas esboza un semblante imperturbable, lejano. Y su rostro, rasgado por la tenue luz interior, se me antoja momentáneamente perturbador. Me enciendo el porro. Tras la primera calada se me eriza el vello de los brazos. Otra calada. Martina sigue callada pero, esta vez,
se dibuja una media sonrisa en el extremo derecho de su boca. Otra calada. Error. Mi cerebro acaba de girar sobre sí mismo y un aturdimiento implacable inunda mi cabeza. Penumbra y tinieblas. No me encuentro bien, pero algo me dice que tengo que marcharme de allí cuanto antes. Martina, impávida, me ofrece un vaso de agua e insiste en que me quede. Me levanto como buenamente puedo y me marcho. El ascensor, destartalado y angosto, me oprime con sus luces de hospital. Me miro en el espejo: estoy pálida y algunas zonas de mi piel están adquiriendo tonos verdosos. Solo estás fumada —me repito—, sigue andando, no mires atrás. Salgo a la calle, pero no es el calor lo que ahora me altera. El peso de mis piernas me supera. Me agoto a los pocos metros y mi propia debilidad me condena. Sin apenas fuerzas acabo arrastrándome, reptando cual serpiente del desierto sobre el asfalto abrasador. Al borde del desmayo, con-
sigo alcanzar un banco. Me siento, me desparramo en él. La luz es demasiado intensa y el calor extremadamente abrasador. Instantáneamente, un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Un mal presagio, escasamente definido, me obliga a volver la vista atrás. Martina viene hacia mí con paso decidido. Me mira fijamente y pasa uno de mis brazos sobre sus hombros. Yo, inmóvil, me abandono a su deseo. Me levanta, me arrastra, me lleva... Mi vista clavada en el suelo me recuerda que ya he pasado por ahí antes. Me veo a mí misma recorriendo las mismas baldosas, movida por una fuerza externa a la que no puedo hacer frente. No quiero volver a esa casa. Tampoco puedo evitarlo. Martina consigue dejarme en el mismo sofá del que minutos antes me había levantado para marcharme. Mi cuello no es capaz de sostener el peso de mi cabeza y un hilo de baba blanquecina cuelga de mi labio inferior. Mis ojos se cierran.
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No sé cuánto tiempo llevo en casa de Jorge. Entreabro los ojos y, aun vislumbrando tan solo un fondo borroso, alcanzo a ver la silueta de Martina cerrando la puerta de la casa tras de sí. Acaba de marcharse. ¿Qué hago aquí? Me pongo en pie y, tambaleándome, comienzo a caminar hacia la puerta, ayudándome de diversos muebles como apoyos eventuales. Un paso. Dos pasos. Tres pasos. Un ruido extraño desvía mi atención. ¿Qué ha sido eso? No puede haber nadie más en la casa. Tras un instante de duda y con un esfuerzo sobrehumano, decido dirigirme hacia el extremo opuesto de la casa. Un paso. Dos pasos. Tres pasos. El mismo sonido titilante. Creo que proviene del antiguo taller del padre de Jorge. Me arrastro un poco más. Ya puedo ver la puerta del taller, casi cerrada. Una estrecha ranura deja escapar un haz de luz rojiza. Me acerco un poco más y vuelvo a escuchar el mismo ruido. Son… ¿cadenas?
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Me tiemblan las manos, así que dejo caer el peso de mi cuerpo sobre el quicio de la puerta y la abro con dificultad. La imagen que tengo frente a mí me paraliza. Cierro los ojos, los aprieto con fuerza y vuelvo a abrirlos. Nada ha cambiado. Un chico joven, de unos veinticinco años, cuerpo esculpido y cara angelical, está sentado en una silla, en medio de la habitación. En el cuarto hay diversas herramientas y medicamentos. El chico está desnudo. Desnudo y rodeado por pesadas cadenas que, sorprendentemente, no limitan sus movimientos. Está quieto y no reacciona al verme. Parece indefenso. Indefenso, pero tranquilo. En su cara, una extraña mueca de placer y olvido. No puedo apartar los ojos de él, estoy aterrada. Pienso que puedo ayudarle a salir de allí, o que él puede ayudarme a mí. Pero me asalta la certeza de que eso no sucederá. Me siento abandonada, abandonada por mí misma. Estoy completamente
separada de mi voluntad. Él parece haberla abandonado hace una eternidad. Mientras mi pulso se acelera y cada latido revienta mi caja torácica, me sobrecoge una neurótica sensación de angustia y desamparo. ¿Por qué está aquí? ¿Qué le han hecho? ¿Por qué no se va? ¡Nada se lo impide! Soy… ¿Soy yo la siguiente? Unas despiadadas náuseas me acuchillan súbitamente, me deslizo hacia el suelo y acabo acurrucada, enroscada sobre mi estómago. El chico se acerca y tan delicada como mecánicamente me echa sobre sus hombros. Me desmayo. Me despierto. Otra vez en el mismo sillón. El chico se ha sentado en el sofá. Sigue desnudo, rodeado de cadenas. Sus ojos miran fijamente al infinito y la expresión de su rostro refleja la cara más brutal de la felicidad vacía. Pienso que podría escapar. No estoy atada, nada me retiene. Pero espero. Podría salir corriendo, pero no lo hago. —Vaya, Asun, veo que ya conoces a Cupido. No
pensé que fueses a tener las agallas suficientes como para recorrer la casa tú sola y, mucho menos, las fuerzas necesarias. Pero ya veo que eres una chica muy valiente. »Habitualmente Cupido está en mi casa, haciéndome compañía y cuidando de mis gatos. Pero hoy me has brindado la ocasión perfecta para reclutar a una amiguita más. Formamos un club muy selecto, ¿sabes? Básicamente, yo soy la reina. Ya puedes imaginar cómo funciona esto. Yo doy órdenes y Cupido las cumple. En cuanto a ti, si te portas bien, podrás llegar a ser una chica muy obediente. Estoy segura de ello. Para no correr ningún riesgo, te informo de que pasarás por una pequeña intervención. Habrás comprobado que Cupido no es muy hablador. Cupido sonríe amablemente y, tras un sutil gesto de Martina señalando su boca, deja asomar lo poco que queda de su mutilada lengua. Sus hermosos la-
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bios pierden, súbitamente, gran parte de su esplendor ante la falta del principal órgano que les humedecía. Tras unos segundos de shock, me abandono al pánico. ¿Me va a cortar la lengua? ¿Me drogará? ¿Y después? ¿Seremos sus esclavos? ¿Sus juguetes sexuales? ¿Se divertirá viendo cómo nos torturamos? ¿Haré todo lo que me diga? ¿Y mi voluntad? ¿Perderé mi voluntad como Cupido ha perdido la suya? ¿Seré felizmente infeliz? ¿Será para siempre? Tras este torrente de dudas, la respuesta más obvia recae bruscamente sobre mi conciencia. Ni siquiera grito. No intento que recapacite. Estoy acabada. Sé con certeza que moriré en esta habitación. Ya no soy yo la que habla. Ya no soy yo. Ya no soy. Vuelve Martina con unas grandes tenazas en la mano. Cupido está tranquilo, a mi lado. Martina también está muy relajada y en el salón, a pesar de las circunstancias, se respira un misterioso aire de calma.
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Deseo que Martina me corte la lengua. Ya no la necesito, ¿para qué? Aceptar esta realidad me despoja de cualquier miedo, me libera. Martina se acerca, yo me preparo. Reclino la cabeza hacia atrás, abro la boca y saco la lengua. Martina se coloca, abre las tenazas y… Despierto aturdida. Otra vez en el mismo sillón. Algo ha cambiado, no obstante. Estoy en casa de Jorge pero hay luz, las persianas están levantadas. Me llevo rápidamente las manos a la boca. Mi lengua está a salvo. ¿Qué ha pasado? Vuelvo a sentirme sola, asustada, y una nueva oleada de náuseas me impide levantarme. —¿Asun? ¿Estás bien? —Jorge se acerca con cara de preocupación—. Menos mal que te has despertado. Estábamos a punto de llamar a urgencias. —¿Estabais...? ¿Qué...? ¿Qué ha pasado? —Pues… Nada, has llamado al telefonillo y te he abierto. Había dejado la puerta de casa entreabier-
ta para que pasases directamente, pero no has llegado a entrar. Al cabo de unos minutos, viendo que no venías, he salido a echar un ojo y te he encontrado tirada en el rellano. —¿Y Martina? ¿Y Cupido? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Bueno… no mucho. No te preocupes, tranquila. ¿Nos hacemos un porrito? A ver si te relajas… Ahora vengo. Miro a mi alrededor. Todo está como siempre. ¿Estaba soñando? Definitivamente el calor no me ha sentado nada bien. Comienzo a recomponer mis pensamientos. No he estado a punto de morir, no he conocido a ningún Cupido. Estoy a salvo, en casa de Jorge, con Jorge. De mi cuerpo empiezan a brotar alegres destellos de energía. Sí, joder. ¡Qué susto! Menuda pesadilla acabo de tener. El profundo desahogo que siento me invita a suspirar y suaviza la rigidez enfermiza de mis músculos. Me río, aliviada, de mí misma. Jorge regresa y, mientras
empieza a liarse un porro, me relata sus vacaciones. Aunque se ha ido con su madre, cuenta con un grupo de colegas en la playa, por lo que no han sido unas vacaciones esencialmente en familia. Tras fumar unas pocas caladas, me pasa el porro. Yo fumo. —Oye, y Martina, ¿no está hoy en casa? —Sí, creo que está haciendo la compra. Me dijo que hace unos días viniste a por los porros y que te notó algo extraña. Pero vamos, supongo que estarías fumada y ya está, ¿no? —Pues… lo cierto es que estoy un poco desubicada aún, Jorge. Cuando me he despertado en tu casa, en realidad, estaba teniendo una pesadilla de ese día que vine a por los porros. Martina tenía una especie de esclavo aquí en tu casa, encadenado en el taller de tu padre. Y ella, ella… me drogaba y yo perdía mi… voluntad. Ha sido una de las peores pesadillas de mi vida. Te lo juro. —Joder tía, estás zumba-
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da. Martina, ¿nuestra Martina? —Ya… bueno, ya sabes cómo son las pesadillas. Martina entra en el salón y saluda a Jorge. Me mira y, apresuradamente, coge las bolsas de la compra y se va a la cocina. —¿Has visto cómo me ha mirado? —¡Venga ya, tía! Estás paranoica. Oigo a Martina, con su voz dulce y suave, cantar una canción en latín. De la nada, unos sonidos de cadenas acompañan de forma acompasada la melodía. Chas… chas, chas chas… Miro a Jorge que, a su vez, me está mirando fijamente. Sonríe. La habitación se vuelve oscura de nuevo y la misma tenue luz rojiza de mi pesadilla aparece de nuevo al fondo del pasillo. Unos pasos sosegados y firmes recorren la casa, se acercan escoltados por el himno solemne de cientos de robustos eslabones. Mis manos se aletargan y un hormigueo adormecedor recorre mis cuatro extremi-
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dades. Estás fumada, Asun —me repito—, vuelves a estar fumada otra vez. Jorge se levanta y me deja sola. Yo no me muevo, no puedo hacerlo. Siento frío y calor a la vez, tiemblo, me cuesta respirar. Cupido aparece tras la puerta del pasillo. Bello, suave, angelical; casi etéreo. Se acerca con las mismas tenazas que Martina había sostenido anteriormente. Se para frente a mí, con sus ojos verdes fijos en el infinito. Martina sigue cantando mientras se aproxima, vestida con una larga túnica negra de seda. Jorge, escoltado por un halo vívidamente infernal y con un semblante serio y sádico, se sitúa entre los dos. ¿Quiénes son? ¿Por qué me hacen esto? ¿Por qué no puedo salir? Ya no veo, ya no siento. La oscuridad se cierne sobre mí. Ahora puedo ver lo que está pasando. Estoy ahí, en el mismo sofá, exhausta y blanca. Jorge no es Jorge. ¿Es un imitador? Él nunca me haría algo así. Martina me acaricia los brazos,
su rostro refleja placer. Y Cupido… Creo que Cupido se apiada de mí. Y de sí mismo, quizá también. No hace nada. Solo espera. Me levanto y me sitúo junto a ellos, al lado de Cupido. Me observo con fascinación, ahí, pálida, tirada en el sofá. ¿Sigo soñando? ¿Cuánto llevo durmiendo? ¿Cuándo voy a despertar? ¡¿CUÁNDO VOY A DESPERTAR?! Bip, bip, bip, bip, bip, bip, bip, biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii ip. Oigo voces en eco, lejanas. No puedo abrir los ojos, pero una intensa luz ciega mis ocultas pupilas. —La chiquilla lo ha intentado incansablemente, sin ninguna duda. —No se aflija. Han sido muchas intervenciones complejas seguidas. Ha hecho todo lo que ha podido. —¡Ey! ¡Un momento! ¡No se vayan! Sigo aquí. ¿Alguien me oye? —Es una pena. Era muy joven. Estas cosas no tendrían que pasar.
—¡Por favor! ¿Pueden oírme? Mírenme, sigo viva. Les estoy escuchando. Sigan intentándolo. Esas máquinas no saben lo que hacen. ¡¿HOLA?! He perdido toda voluntad. No puedo moverme. Tampoco sé si quiero. Pero podría… Sigo viva, puedo oírles. Siento un frío gélido y un calor abrasador. A la vez. ¡Sigo sintiendo! ¿Por qué no me oyen? ¿Por qué no puedo moverme? —Hora de la muerte: 18:36. —¿Muerte? ¿MUUEEERTEEEE? Un segundo. No, no, no, no. Espera, estoy soñando. Es una pesadilla, dentro de una pesadilla, dentro de… Trasladan mi camilla a una sala tranquila, con una luz más tenue. Me visten. Mueven mi cuerpo a… una caja de pino. Es preciosa. Y extrañamente cómoda. Las sedas que la forran internamente son muy suaves. Mi madre llora mi cadáver. No llores, madre. Estoy contigo, sigo aquí, puedo oírte. ¿Me oyes? La ansiedad me
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comprime el pecho. Quiero llorar, pero no derramo ni una lágrima. Quiero correr, pero mis músculos están rígidos. Quiero que me abracen, tengo frío. Cupido entra en la sala. Desnudo y enredado en cadenas, abraza a mi madre. Llora desconsolada. ¿Dónde estoy? ¿Por cuánto tiempo estaré así? No estoy muerta. No puedo ir a ninguna parte, pero sigo aquí. ¿Cuánto tiempo seguiré… viva?
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Cuando el viejo matrimonio Hundorff entró en la casa por T. Varea
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uando el viejo matrimonio Hundorff entró en la casa, la llave de la luz más cercana a la puerta no respondió iluminando la pequeña estancia anterior, próxima a la cocina, como era habitual. Esa era la entrada por la que solían acceder cuando regresaban de alguno de sus distinguidos eventos sociales una vez pasada la media noche. Tanto el mayordomo como el resto del servicio hacía ya algún tiempo que debían estar acostados, y ellos no eran de esos patrones mezquinos que obligaban a sus sirvientes a permanecer despiertos hasta su llegada. Se daban por satisfechos con que hubiesen dejado algunos emparedados junto a un termo lleno de té caliente sobre la mesa de la gran sala de banquetes.
Mientras avanzaba a tientas por el corredor que conducía hasta la entrada principal, en busca del cuadro de luces, el valeroso señor Hundorff sintió un fino cable que cerraba una lazada alrededor su cuello ejerciendo una descomunal presión que en cuestión de segundos le cortó toda posibilidad de respirar, así como de gritar. Un estúpido gesto de incomprensión quedó grabado en sus ojos de muerto. A esas alturas, la señora Hundorff yacía ya sobre la pequeña escalera de la entrada con un profundo corte en su cara que discurría desde el ojo hasta la base del cuello, llevándose por delante carótica y yugular de una forma magistral, propia de un matarife bien experimentado. La sangre tibia caía en abundancia sobre
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su abrigo de pieles exóticas mientras la mujer intentaba inútilmente atrapar sus últimas bocanadas de aire. Una sombra, que apenas parecía tocar el suelo, abandonaba la propiedad del matrimonio sin posibilidad de llamar la atención de nadie, pues nadie había en las inmediaciones para ser testigo de este horrible crimen. No eran los primeros nobles ciudadanos, de la no menos noble villa de Austenberg, que habían encontrado una muerte violenta en mitad de la noche. Puede que fuesen los segundos, eso sí. Una pequeña señal de alarma empezaba a extenderse entre una población que, si bien no tenía la costumbre de valorar la vida de algunos de sus convecinos sobre la de otros, sí profesaba cierta simpatía por esos benefactores de la sociedad que, con su ayuda desinteresada, contribuían al progreso de la pequeña ciudad. Era evidente que se hacía necesaria una investigación que aclarara estos hechos y, sin embargo, na-
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die parecía tener la prisa suficiente como para iniciarla de inmediato. Un extraño sentimiento flotaba en el aire. Un presagio amargo no expresado en voz alta agarrotaba la voluntad de los responsables policiales. El temor ante la desconocida amezana que se cernía sobre ellos iba ganando peso con la aparición de cada nuevo cadáver furiosamente violentado. Y no fueron pocos los que aparecieron, allí mismo y en algunas de las poblaciones vecinas. Una fría tarde de otoño, la joven Virginia caminaba apresurada por la orilla del canal que rodeaba la pintoresca ciudad de Hallenfeld. Cuando acertó a divisar lo que parecía un cuerpo semihundido cercano a la orilla en la que ella se encontraba, no pudo reprimir un grito de espanto, llevándose las manos a la cara para no continuar viendo la terrible escena. A medida que se iba serenando y en vista de que nadie pasaba por allí para poder compartir su angustia, una cierta curiosidad empezó a
dominar su espíritu hasta el punto de acercarse con cautela a ese sujeto atrapado entre las raíces y las ramas de los árboles más próximos. Desde luego, era demasiado tarde para socorrerle. Tan solo el talle y la cabeza quedaban fuera del agua, pero era más que suficiente para comprobar que el hombre, a pesar del tono azulado natural que acompaña a cualquier fallecido por asfixia, había sido muy apuesto. También bastante celoso en el cuidado de su rostro. Sus facciones duras, pero muy afines al ideal de belleza de la antigüedad clásica, parecían sostener una estructura ósea de una pureza canónica. Ninguna característica de su pacífico semblante hubiera hecho sospechar las oscuras obras que ese hombre había llegado a ejecutar. El efecto hipnótico que ese rostro ejercía sobre la muchacha, le impidió ver lo cerca que estaba en realidad de la orilla. Cuando ya estaba casi sobre el agua, dio un traspiés y
consiguió esquivar la caída, pero al volver la vista al cadáver, el gesto de su cara había cambiado a una maléfica expresión, con unas cejas peludas y arqueadas en un ángulo imposible sobre los ojos enrojecidos, y unas afiladas fauces abiertas hasta el extremo. Al tiempo, una voz de ultratumba rugió desde algún lugar desconocido y profundo: «Virginia, ¿acaso no es mi rostro la cosa más bella de la que has disfrutado jamás?». La joven dio unos pasos hacia atrás mientras escuchaba esa risa demoníaca. Sin comprender, ni poder ver más con claridad, giró sobre sí misma y corrió con cierta descoordinación, como si sus miembros hubiesen sido descoyuntados tras una brutal conmoción. La zona fue más tarde inspeccionada con sumo cuidado por parte de los vecinos, pero nadie volvió a ver el cuerpo de ese hombre. La muchacha fue internada con premura en el hospital psiquiátrico del condado.
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Con dificultad, he abierto los ojos esta mañana, por primera vez desde el accidente. Dicen que llevo varios días dormido y que me encuentro demasiado débil aún como para levantarme. No distingo a ver nada, pero me sobresalta escuchar los susurros de gente que respira de manera entrecortada, tose agónicamente o regurgita sustancias que les resultan imposibles de tragar. Creo que la palabra técnica que se usa para definir todo este entorno es astenia vital. Una falta de esperanza que se abalanza sobre nosotros proyectando haces de luz mortecina, atravesando cortinas almidonadas y envolviéndonos con un abrazo firme que nos lleva a un estado de sedación amniótica. Lentamente mis ojos se van acostumbrando a esa semipenumbra de la estancia y, gracias a esto, veo aparecer a una enfermera, ya entrada en años,
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que viene a hacer su ronda. Camina con problemas, arrastrando el pie derecho. Mientras contempla a los enfermos y tullidos que allí nos reunimos, su gesto va tornándose en una mueca de repugnancia y disgusto. No habla, ni nos presta atención alguna. Es como un aparición que tan solo pasa su mano despacio por la barandilla de la cama, a nuestros pies. A veces, se detiene mirando a algún paciente unos segundos de más, abre su boca de una manera extraña y exhala hacia el techo unas bocanadas de un aliento palpable. Se diría que expulsa algún tipo de monstruo interior, para que acompañe a ese paciente hacia un lugar de descanso eterno. Pero bien pudiera también ser síntoma de un cansancio crónico ante tanta calamidad y miseria humana que le toca ver a diario. No parece que sea yo el que peor se encuentra de todos los que estamos aquí. Es cierto que mi cabeza sufre un intenso aturdimiento, mi visión es parcial
y tengo un agarrotamiento en el pecho que me impide incorporarme de la cama por completo pero, al menos, no tengo dolores que no pueda aguantar con la ligera ayuda de una inyección de morfina cada doce horas. Los tormentos de la mente, esas imágenes punzantes que me tienen en vilo durante las noches, son las que más amargan mi existencia. Me queda un espacio, imposible de rellenar, en el que los remordimientos y la mala ética se van enroscando como un nudo de serpientes podridas. Veo con claridad instantes dolorosos que me hacen convulsionar, y que me impiden retener las lágrimas. Mi cuerpo me lleva la delantera en una caída hacia el abismo, pero lo más insólito es que un miedo irracional me impide recordar las facciones de mi cara con nitidez. ¿Es posible que mi cara se haya fundido y solo quede de su presencia una lámina de huesos huecos? Noto los vendajes tirantes que me rodean la cabeza, pero no puedo tocarlos. Mis manos
también están vendadas. A ratos noto una palpitación que fluye bajo esas gasas malolientes, en los lugares donde deberían estar mis ojos y mi boca, y que me hace sentir como si mi cara estuviese hirviendo. Los días van pasando azotados por esta rutina insoportable. El doctor ha pasado hoy a dar su informe y a comunicarme que sigo sin poder levantarme, ni ir al aseo por mi cuenta, por riesgo de derrame cerebral. Las contusiones en mi cabeza aún no han sido superadas del todo y algunos coágulos podrían formarse con funestas consecuencias. He descubierto que hay un espejo en el cuarto de baño común que compartimos todos los pacientes de este pabellón, y daría la mitad de mi fortuna por poder asomarme y contemplar mi rostro por unos segundos. Aunque no sé si estoy preparado para lo que pueda encontrarme. En ciertos momentos, siento un mareo que me lleva a un estado de inconsciencia, sueño, divagación y te-
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mor. Diversas etapas que vivo como un avance imaginario que no me desplaza, pero sí me arrebata la orientación más elemental. Siento un vértigo espantoso. ¿Cómo afrontar el resto de mi vida sin rostro? ¿Qué es lo que me espera? Una vez superado el proceso de recuperación, ya libre de la máscara protectora que me han colocado, como si quisieran protegerme de un horror que no se puede enfrentar salvo con la certeza de una muerte temprana, solo quedaré yo mismo con el reflejo de la ignominia humana. No tengo idea de cómo podrá transformar esta nueva identidad corrupta a quienes me rodean. Mi reputación se verá hondamente afectada bajo las nefastas impresiones de un rostro tapado por las cicatrices y la erosión brutal contra las piedras de un río que me arrastró al desastre. No hay forma de convencer a nadie de tus buenas intenciones, cuando les presentas una cara así deformada. Puedo decir que ya veo
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claro mi destino. Estoy condenado a ser un elemento marginado de la sociedad. Recuperar mi posición de igual entre la elegante gente con la que siempre me he relacionado... ¡es una quimera! No podré trabajar, ni atender personalmente los asuntos familiares que requieran de mi presencia, y eso lo acusará nuestra economía, sin duda. Sin posibilidad de conseguir un sustento digno, me veré arrojado a la vía pública, donde las más duras condiciones, que siempre he visto desde la distancia, me empujarán a una vida carente de todo sentido. Seré terreno abonado para las más viles y depravadas conductas. En ese mismo momento, y no en otro, será cuando la transformación empezará a operarse en mi interior. Lo despreciable que alberga en la profundidad de nuestra psique y que todos luchamos por esconder; la bestia que se abre paso entre las vísceras y las secreciones derramadas por entre las cavidades latentes aflorará
ufana su cabeza negra y lacerante. Disfrutaré de una nueva vida de acecho y conjura contra aquellos que me volvieron la espalda. Un drástico castigo para los ciudadanos que pasan deprisa sin mirar a su alrededor. Seré una sombra paciente deseosa de abalanzarse sobre sus victimas. Pero ahora estoy muy cansado, y creo que me sostengo en un estado insoportable de delirio. ¿Qué estoy diciendo? Debo reposar y no turbar más mi conciencia. Escucho a alguien que se acerca arrastrando los pies, pero no puedo distinguirlo. Creo que ha pasado un nuevo día, pero me siento como si toda la noche me hubieran estado golpeando para impedir mi descanso. Tengo vagas imágenes de la enfermera rondando mi lecho e impidiéndome llegar hasta el aseo. Su voz cavernosa penetraba en mi cabeza. Su mano gélida sujetaba mis extremidades con fuerza animal. Me parece un abuso y una extralimitación en su trabajo del que tendré que dar queja
tarde o temprano, pero por mi parte no tenía el vigor necesario para protestar en ese momento, ni energía para conseguir recorrer en solitario los cinco metros que me separaban del baño. Espero que hoy venga el doctor a visitarme de nuevo con alguna noticia sobre cuánto tiempo más permaneceré aquí ingresado. Pero sobretodo, con novedades sobre el estado en el que se encuentra mi cara. Mi amada cara. Los malos pensamientos regresan. Vienen para arrastrarme a la locura. Si me queda algún tipo de secuela grave, no creo juntar el valor para encarar una vida en ese estado. Antes prefiero acabar con mi propia vida, que verme arrojado a ese pozo de marginalidad y bajeza moral. Ya llega el doctor. Veamos qué tiene que decirme. Siento pequeños tirones en las gasas que recubren mi cara y el sonido de la tijera cortar y cortar. Cabizbajo les dejo hacer. Me intento relajar para sobrellevar el muchísimo miedo que ten-
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go, aunque apenas puedo moverme por sus maniobras. Cuando han terminado, con cierta parsimonia, situan un espejo ante mĂ. Es un espejo que me resulta familiar, grande, con un marco de estaĂąo repujado y remaches fulgurantes a los lados. Voy levantando despacio la cabeza para encontrarme con la implacable realidad por fin, y la imagen que me devuelve el viejo cristal es sencillamente... conmovedora.
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En blanco por Casi Merche
S
e giró repentinamente hacia la ventana con la cara desencajada de sorpresa y se llevó las manos al pecho. Un resplandor lo había iluminado todo. No pudo contenerse y gritó: —¡Pero qué solazo hace hoy! Juana había subido las persianas y corrido las cortinas: la luz clara y radiante de la mañana soleada iluminaba toda la casa y, de repente, en medio de aquel octubre horrible, parecía otra vez agosto. En seguida se preparó para salir a la calle a disfrutar del día con sus amigos. Desde que se habían mudado a las afueras tenía muchas más opciones de estar en la naturaleza. La casa estaba rodeaba por un bosque en tres de sus lados y frente a la puerta de entrada había un caminito que conducía a la
carretera comarcal por la que se llegaba al pueblo. Al otro lado de la carretera había una gran pradera verde y al fondo una colina. ¡Se podían hacer tantas cosas!: indagar en el bosque, caminar, tumbarse y mirar el cielo, observar el anochecer desde lo alto de la colina… Esos motivos eran los que le habían empujado a mudarse a la casa nueva y a convencer a su madre para ello. Aunque, había otro motivo, que volvió a recordar cuando escuchó a su madre gritando: —¡Tácito! ¿Qué estás haciendo? ¿No pretenderás irte hoy también? Le prometiste a Carmelo Quebrija que tendrías la historia para finales de este mes y ni siquiera la has empezado. Llevas retrasando el tema cinco meses. ¿Te parece normal? También le había dicho a su madre que necesitaba
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un espacio tranquilo para escribir y que en esa casa, donde había vivido un escritor con éxito, seguro encontraría la motivación. —¡Venga, mamá, no seas aguafiestas! ¡Mira el día que hace hoy! Se dispuso a salir de casa, pero antes echó una rápida mirada a su escritorio, donde se encontraba su cuaderno de escritura, completamente en blanco. «Ya me vale», pensó, «ni siquiera he empezado. Pero mañana, sin falta, lo hago!». Salió de casa corriendo; sus amigos lo esperaban al final del camino. Aunque el día había sido radiante, cuando cayó la noche comenzó a llover. Tácito decidió volver a casa. Llovía fuerte, parecía granizo. Cuando estaba casi llegando notó un dolor en su cuello, algo le había cortado, pero ¿qué era? No había visto nada, aunque bueno, corría con los ojos casi cerrados por la lluvia. Llegó a casa y se miró en el espejo. Se trataba de un corte alargado y fino
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pero nada profundo. ¿Qué habría sido? Antes de acostarse pasó por delante de su despacho y volvió a mirar su cuaderno en blanco. Algo era diferente. Se acercó y pudo observar que la primera página estaba suelta y algo mojada. Habría entrado agua con la tormenta… «Bueno, mañana me pongo» se dijo. Se quedó dormido enseguida, estaba exhausto tras haber pasado todo el día en movimiento y al sol. Pero, a mitad de noche: «¡¡Ahhhhhhhhh!!», se despertó gritando. Alguien lo había agarrado y tirado de la cama. Cuando abrió los ojos estaba en el suelo, sudando y confundido. Se levantó rápidamente y encendió la luz. Estaba atemorizado. ¿Quién había ahí? ¿Quién lo había tirado al suelo? Juana entró en la habitación preocupada. —Cariño, ¿qué pasa? —Mamá, que estaba durmiendo y, de repente, he sentido que alguien me cogía y lanzaba al suelo, ¡y
me he despertado en el suelo! —¡Pero qué dices, corazón! Aquí no hay nadie, habrás tenido una pesadilla y te habrás caído de la cama… ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —No recuerdo estar soñando… —Ya, Tácito, es normal no acordarse de los sueños. Venga, hijo mío, intenta volver a dormir. — Justo cuando ya casi lo había tranquilizado, Juana vio un pequeño corte en el brazo derecho de Tácito—. ¿Y esto? ¿Te lo hiciste ayer jugando? —preguntó. —Eh… este no lo había visto… quizá, pero no lo recuerdo. Ayer me hice otro cuando volvía a casa, aquí en el cuello. —Le mostró. —Ay, mi niño. Anda, intenta dormir, ¿vale? —dijo Juana, acariciándole la cara. Y se fue a su habitación. Tácito se metió en la cama aunque esta vez dejó la luz de la mesilla encendida. Aún estaba nervioso y confundido, pero no quería
decírselo a su madre y que pensara que era un miedica a sus 25 años. Ya lo trataba demasiado como a un niño para su gusto. Pasó una noche malísima, no pudo relajarse del todo hasta que amaneció y entró luz natural por la ventana, que fue cuando por fin se durmió y pudo descansar. Y no despertó hasta la hora de comer, cuando su madre ya tenía la comida casi lista. La casa olía a ese arroz que hace ella tan bueno, su comida favorita. Comieron juntos en el salón viendo las noticias y, al terminar, Juana le dijo que ella iba a dormir la siesta y que él debería ponerse a escribir, que ya no había excusas. El día ya no era como el anterior, de hecho, no había cesado de llover. Entró en el despacho, decidido a trabajar, aunque realmente sin ninguna idea sobre lo que quería escribir. Se sentó en el sillón y miró la gran estantería llena de libros situada enfrente. Necesitaba inspiración, leería un rato. De pronto
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su mirada se clavó en uno de los libros, cuyo título le hizo recordar la mala noche que había pasado. En realidad, no recordaba haberlo visto antes, se titulaba Insomnia. No recordaba haber comprado literatura de Stephen King, ni tampoco que a su madre le gustara. Decidió hojearlo, pero en cuanto lo hizo un escalofrío le recorrió el cuerpo y en un acto reflejo tiró el libro al suelo. ¡No había nada, todas sus hojas estaban en blanco! Tras unos segundos mirando al libro y con la respiración agitada pensó que quizá se trataba de un cuaderno con tapas decorativas de la novela y se dispuso a cogerlo. Pero en ese momento oyó a Juana gritar: —¡¡Ahhhhhh!! ¡Tácito! ¡Tácito! Tácito salió corriendo hacia el salón, donde encontró a su madre completamente pálida y señalando algo en el suelo. —Dios mío, Tácito, ese es el libro que estaba leyendo antes de quedarme
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dormida, y yo lo había dejado aquí, aquí mismo en la mesa, lo recuerdo perfectamente. ¿Lo has tirado tú al suelo? —Mamá, claro que no. Yo estaba en mi despacho. — Su voz reflejaba lo nervioso que se sentía. Se acercó al libro, estaba abierto casi por el final y no pudo dar crédito de lo que vio. Las últimas páginas estaban en blanco.. —Mamá, ¿por qué página ibas? ¿Lo recuerdas? —Casi por el final, ¿por qué? —No importa —dijo él, atemorizado. Se agachó y recogió el libro del suelo y al hacerlo una de las páginas en blanco se cayó, estaba arrancada. También la recogió y cuando la fue a poner dentro del libro, observó que el filo de la hoja estaba manchado de sangre. Su corazón empezó a latir todavía más deprisa y, lentamente, se giró hacia su madre, ya intuyendo lo que podía encontrarse… No fue la todavía pálida cara de Juana lo
que le hizo estremecerse, sino el corte fino y alargado en su cuello y que ella aún no había percibido… Volvió corriendo a su despacho y miró su cuaderno, esta vez tenía dos hojas sueltas, las dos manchadas de sangre… Eran las hojas que lo habían cortado a él.. Las arrugó y tiró a la papelera. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué clase de maldición era esa? ¿Sería el espíritu del señor Preciado, el escritor que anteriormente había vivido allí, que, celoso de que hubiera otro escritor habitando la casa, les estaba robando la paz de su hogar? Regresó al salón y abrazó a su madre. Luego prepararon dos tilas y se sentaron frente al televisor para ver uno de los típicos programas estúpidos de media tarde e intentar olvidar lo que había pasado. Cayó la noche y los dos se quedaron dormidos en el sofá. Su descanso no duraría mucho tiempo… ¡Pum, pum, pum, pum! Unos golpes fuertes en el
suelo del piso de arriba los despertaron. —¡Ya está aquí otra vez! —dijo Tácito. —¿Qué dices? ¿Quién está aquí, hijo? —Creo que es el fantasma del señor Preciado, mamá. Que no quiere que vivamos aquí. ¡Pum, pum, pum, pum!! Y más golpes. —¡Ay, dios mío! Esto me da mucho miedo, Tácito. ¡Vámonos de aquí! —No podemos irnos, tenemos que subir y ver de dónde vienen esos ruidos. Acompáñame, mamá, no podemos separarnos. Cogieron un cuchillo de la cocina y subieron despacio las escaleras que conducían al piso de arriba, donde estaban sus dormitorios. Miraron primero en el dormitorio de Juana, donde todo estaba normal. Después fueron al de Tácito, encendieron la luz y vieron de dónde habían salido esos ruidos. Sus libros favoritos, que él tenía en un sitio especial en una
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estantería de su dormitorio, estaban repartidos por el suelo. Juana se apresuró a recogerlos todos y volvió a colocarlos en su sitio. Tácito no pudo evitar la curiosidad y miró uno de ellos. Efectivamente, sus sospechas se confirmaron, todas sus páginas estaban en blanco… —De acuerdo, mamá. Tenemos que irnos de aquí — dijo Tácito. Pero de repente, se fue la luz y se quedaron completamente a oscuras. ¡Pum, pum, pum, pum! Pudieron sentir que los libros salían volando de la estantería y golpeaban contra el suelo. Y entonces: —¡Ahhhhhh! ¡Mi cuello! —gritó Tácito. Había vuelto a sentir otro corte. Su madre lo agarró del brazo y salieron de la habitación a tientas, como pudieron. Bajaron a la cocina, encendieron algunas velas y buscaron sus linternas. —Cariño, ¿por qué has gritado «Mi cuello» ahí arriba? —He sentido un corte en
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el mismo lugar que el otro día, mamá —dijo Tácito, mostrándole su cuello—. Y tú también tienes uno — añadió. De pronto volvió la luz en toda la casa, sobresaltados se miraron el uno al otro. Ya daba igual. El miedo la había inundado y a ellos les estaba devorando, ya no podían seguir ahí dentro. —Vale, hijo mío, tenemos que irnos. Hagamos una mochila con lo imprescindible y vayámonos de aquí. —Sí, mamá —respondió Tácito. Entró en su despacho para ver si quería coger algo importante de allí, pero no, no quería nada, tampoco su cuaderno, que ahí seguía, encima de la mesa, pero cada vez con menos hojas. En cinco minutos estuvieron listos y se apresuraron a salir afuera. Estaba amaneciendo y seguía lloviendo a cántaros, pero se detuvieron al final del jardín, al lado del coche, y miraron hacia atrás, hacia su casa, la que no querían dejar. Nunca habrían ima-
ginado que un fantasma los fuera a echar de su hogar. Desde ahí, la casa se veía tan bonita… pero no, ¡estaba maldita, tenían que irse! Cargaron el coche y se subieron al él decididos. Tácito se subió en el asiento del copiloto y notó que se había sentado encima de algo... ¡No podía ser! ¡Eso no estaba pasando! ¡Era su cuaderno! ¿Qué hacía ahí su maldito cuaderno? Pero, entonces, en lugar de tirarlo por la ventanilla y decirle a su madre que arrancara, pensó en algo diferente. No había sido el espíritu del señor Preciado que estaba celoso, y los estaba fastidiando. Había sido la casa. La casa lo había estado castigando por no escribir y lo seguiría haciendo mientras su cuaderno continuara en blanco. Quizá solo sería una casa idílica mientras hubiera un escritor que la albergara. Tembloroso abrió la guantera y encontró un lápiz que difícilmente pudo asir. Juana lo miraba desconcertada. Tácito reunió todas sus fuerzas
y agarrando con firmeza su cuaderno, comenzó a escribir: Hacía un día espléndido, el sol iluminaba toda la casa y la llenaba de una luz cálida y acogedora….
Dejó de llover y salió el sol. Un resplandor lo había iluminado todo.
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Haiku por Carmen Qué
S
us ojos se abren de repente. De una sola vez. En la medida en la que la mirada inerte, fija en un punto, cobra vida, los ojos se desplazan por la biblioteca identificando el lugar. —Helena. Helena. ¿Está bien? —le pregunto. —¿Por qué estoy en el suelo? ¿Qué…? ¿Me he desmayado? Martín y yo nos miramos con gesto cómplice y preocupados. —Helena, querida, ¿no se acuerda de nada? —le pregunta Martín. Helena mira a su alrededor. Los tres estamos sentados en el suelo de la biblioteca rodeados por un círculo de ardientes velas negras. —Pero… ¿qué está pasando aquí? Ante su amnesia total,
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decido contarle lo ocurrido en los anteriores días hasta hoy: No sé si recuerda, Helena, a mi amigo Mario. El chico con el que he venido muy a menudo a la biblioteca este verano a estudiar. Fue hace aproximadamente dos semanas cuando todo empezó a torcerse, cuando Mario me contó que cosas extrañas habían empezado a sucederle. —También coincide con la donación anónima de libros que recibimos en la biblioteca, ¿se acuerda? Eran casi todos libros de ocultismo —dice Martín. Yo no me creía todo lo que Mario me contaba, le pasaban incidentes que ponían los pelos de punta, sucesos paranormales; por eso yo me negaba a creer que fueran ciertos. Pero, por otra parte, Mario no era una persona que contara men-
tiras o hablara sobre estos temas. —¿Era? —pregunta Helena. Mario sabía que no sonaba convincente, pero aseguraba que los sucesos que le ocurrían empezaron con los libros que usted comenzó a recomendarle. Además juraba que esos incidentes, como oír voces o ruidos, ver objetos que se movían o caían solos, estaban directamente relacionados con el libro en concreto que se estaba leyendo en ese momento siempre recomendado por usted. Hace cuatro días, el último libro que le aconsejó fue Final de juego, de Julio Cortázar. Una noche me escribió un mensaje en el que me contaba que estaba muy asustado, que la situación estaba llegando demasiado lejos y que me lo explicaría todo al día siguiente. Cuando aquel día no apareció en la biblioteca, no pensé que algo tan horrible había sucedido. Su madre me dijo que de madrugada oyeron un ruido
de cristales y un grito. Acto seguido se encontraron a Mario, desarticulado, en la acera de la calle de su casa. Estaba muerto. La única explicación posible parecía ser el suicidio, pero ni su familia ni yo lo aceptamos. Yo no paraba de darle vueltas al mensaje que me envió la noche que murió y a si estaría relacionado con las experiencias paranormales que había tenido. Mario estaba convencido de que los libros que salían de esta biblioteca eran los responsables de lo que le pasaba. Yo debía seguir yendo a la biblioteca a estudiar, así que decidí preguntarles a ustedes, Helena y Martín, si, como bibliotecarios, habían observado algo o sabían a qué libros se refería Mario. Cuando les conté lo ocurrido, usted, Martín, reaccionó de la manera esperada en esos casos, pero usted, Helena, no pareció sentir nada, su gesto era frío e indiferente. Esto junto con lo que susurró justo después Martín («Helena lleva unos días muy rara»),
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reafirmaron mis sospechas de que Mario no se suicidó. Tracé un plan: seguiría los pasos de Mario, leería aquellos libros que Helena le recomendó. Así que acudí a usted y le pedí esos títulos con la excusa de que Mario me había hablado muy bien de ellos. Su cara expresó ante mi solicitud lo que me pareció fastidio a la vez que urgencia, aunque era difícil de describir. Sin embargo, no puso ningún problema y me dio uno de los cinco libros que llevaron a la muerte a Mario. Yo esperaba títulos excéntricos, ensayos retorcidos o temas extremos. Pero aquel era un libro de narrativa. Debajo de mi piel, de Olvido Gante. Lo leí inquieto, atento, expectante a que ocurriera aquello que Mario solo me llegó a perfilar. Pero no pasó nada. ¿Por qué a mí no me pasaba? ¿Por qué conmigo no funcionaba? Volví a acudir a usted, Helena, esta vez para pedirle los cuatro libros restantes. «Solo puedes coger cuatro libros, y ya tienes prestado uno» me dijo con indi-
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ferencia pero amenazante. Yo sabía que el último libro que Mario leyó, Final de juego, de alguna manera fue el culpable de su muerte. Me pareció prudente prescindir de él y estudiar detenidamente los otros. «¿Intentas jugar a los detectives y averiguar lo que le ocurrió a tu amigo?», me preguntó usted, Helena, con un tono de voz que me heló la sangre. «¿Cree usted que podría descubrirlo?», me atreví a decir. «Es posible. Todo está en los libros», me contestó usted enigmática. Ese mismo día todos los usuarios tuvimos que abandonar la biblioteca antes de lo acostumbrado. La tercera bibliotecaria, Sofía, tuvo un dramático accidente: se cayó de la estantería de libros más alta e, inexplicablemente, se partió el cuello. —Fue horrible —dice Martín consternado. Supe que debía seguir investigando cuando Martín me confesó en un descuido que el día que Sofía murió, esta le había dicho que a la
salida del trabajo le tenía que contar algo muy importante, pero que la biblioteca no era el lugar apropiado. Me afané en leer lo antes posible los tres libros que me marcaban el camino que anduvo Mario. Signatura 300, Quiero salir y En los infiernos. No lo entendía. ¿Mario se lo había inventado todo? A mí no me sucedía absolutamente nada, ningún hecho paranormal, ¡nada! Tampoco encontraba ninguna conexión entre el contenido de aquellos libros y Mario o la biblioteca. La confusión me llevó a pensar que Mario tuvo alucinaciones antes de suicidarse, que debido a alguna enfermedad sobrevenida había imaginado lo que me contó. Estaba desesperanzado y decepcionado, sin embargo, la mañana que iba a devolver los libros, me di cuenta, por casualidad. Los libros estaban colocados encima de mi mesa de manera que los lomos se veían. No sé por qué motivo los ordené de tal forma que se podía
leer:
Fui corriendo a la biblioteca y le pregunté a Martín si existía la signatura 300. «Sí, es la sección de ocultismo», me dijo. Entonces estuve seguro, aquello tenía que significar algo. Fui hacia allí, era una sección muy pequeña; recientemente había crecido gracias a la misteriosa donación anónima que la biblioteca había recibido. Allí encontré la signatura: 300 POS Anom. Saqué el libro y leí el título: Posesiones demoníacas: Casos reales y cómo combatirlos. No podía ser una coincidencia. Eso era un mensaje. Hojeé el libro, explicaba que durante
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las posesiones, el demonio o espíritus malignos se adueñan de tu cuerpo y se apoderan de tus actos. Controlan tus movimientos. Cuando la posesión no era muy avanzada, se podía invertir sin necesidad de exorcismo mediante una serie de conjuros. Estaba muy nervioso por el descubrimiento. Ni siquiera sabía si pensaba con claridad. Así que fui en busca de Martín para que me ayudara. Se lo expliqué todo: «[…] Lo que creo es que, de alguna manera, el demonio ha poseído a Helena y ella nos está mandando pistas para que la ayudemos a escapar. Debajo de mi piel, en los infiernos, quiero salir, signatura 300. Es un mensaje, ¡es un haiku! La signatura 300 es un libro que explica cómo liberar a alguien del demonio. ¿Qué más puede ser? Helena le estaba pidiendo ayuda a Mario. Pero el demonio se adelantó, Final de juego, y mató a Mario. Tenemos que intentarlo, pero necesito que me ayude», le supliqué a Martín. —Yo sospechaba que algo
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no iba bien contigo, Helena, así que aunque la idea era un poco descabellada e increíble, todo me pareció que encajaba —dice Martín. «La donación… todo esto empezó cuando llegó esta donación anónima con libros de ocultismo. No sabemos nada del donante ni de su procedencia. ¿Puede ser, no? Helena fue la encargada de examinarlos y colocarlos. Tal vez leyó algo o…», reflexionó Martín. Estábamos muy excitados. Estábamos ante algo totalmente inverosímil pero al parecer posible. Planeamos cómo hacerlo y cómo atraerla hacia nosotros. Estudiamos los conjuros y definimos los pasos. Sería aquí en la biblioteca. Cuando cerraran. Con cualquier excusa, Martín la convencería de que se quedara unos minutos más y empezaríamos con el ritual. Así lo hemos hecho. La hemos rodeado con velas negras y hemos seguido todos los pasos que indicaba el manual. La hemos atado de pies y manos antes de que usted o el demonio su-
pieran lo que estaba pasando. En un segundo su voz ha cambiado, sus ojos han cambiado, hasta su expresión ha cambiado. El diablo, o lo que sea que estuviera dentro de usted, ha gritado, nos ha maldecido y ha hablado en una lengua desconocida cuando nosotros estábamos leyendo los conjuros. De repente usted se ha desmayado, las velas se han apagado para volver a encenderse unos segundos después por ellas mismas. Ha sido entonces cando la hemos despertado. —¿Cómo se encuentra? —le pregunta Martín. —No lo sé. Me siento un poco desorientada. Todo lo que me habéis contado… —Ya lo sé, no es fácil de creer —le digo—, pero ya se ha pasado. —Bueno… —Helena me mira desconfiada—. Necesito caminar un poco. La ayudamos a levantarse y se dirige sola hacia el baño. —¿Tú crees que ya estará? ¿Que esa cosa que
estaba en ella se habrá ido? —le pregunto a Martín. —Es difícil de saber. — Martín parece tranquilo—. Habrá que echar un vistazo al resto de libros de ocultismo por si dicen algo más sobre este tema. Todo está en los libros.
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El mejor amigo del hombre por Prisciliano
¿Q
ué hora es? Tengo que ir a trabajar. Qué sueño… Una vuelta más en la cama y me despierto… No estoy tumbado. Pero ¿qué? ¿Y la cama? No estoy tumbado. No veo nada. Tengo que encender la luz. ¿Qué? ¿Dónde está la luz? No la encuentro. ¿!Amor!? ¿Hola? No veo nada, joder. Sí, sí, sí, estoy en mi casa. Ayer me acosté en mi cama, en mi casa. Pero ¿qué? No puedo ver nada. Tengo los ojos cerrados. Estaré durmiendo, es eso. Abre los ojos. ¡Ábrelos! Pero los tengo abiertos… Es que está oscuro, tranquilo. Es una pesadilla, solo eso… Relájate y vuelve a dormir. Volveré a mi cama. No hay cama. Dos pasos más. Sigue sin haber cama. Camina hasta la pared y de ahí me guiaré hasta la
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cama. Ya he caminado varios pasos. No hay pared. No hay cama. No hay nada. Los pies, el suelo…no es mi moqueta. No siento el suelo. Pero ¿qué? La mano, usa la mano. ¿Agua? Es agua, como en un charco. Tranquilo, es una pesadilla. Tranquilo, duérmete. Túmbate. ¡Claro! Túmbate y duerme. ¡Está frío! ¡No puedo dormir aquí! Me palpo. Estoy desnudo. ¿Y mi pijama? Ahora estoy mojado y desnudo. ¡Así no podré dormir! Camina. Corre. Tienes que entrar en calor. Corro. Sigo sin ver absolutamente nada. Es la oscuridad absoluta. Sigo corriendo, me voy a chocar con algo. ¡Corre! Si me caigo esto se acabará ¡Claro! Será el final de la pesadilla. Caerme. ¡Aprieta los dientes! ¡Sigue corriendo!
Mi asma me deja sin oxígeno. No puedo más. Quizá sea la solución, asfixiarme yo mismo. ¡Pega la cara al agua! No, no hay suficiente como para ahogarme. Así no puedo. Lo haré yo mismo, con mis propias manos. Agarra bien el cuello. ¡Aprieta! No puedo joder, no puedo hacerlo. No así. Sigue andando. No. Quédate quieto. Si me quedo quieto se acabará. Una pesadilla se acaba si no ocurre nada. Quieto. Eso es. Me quedaré aquí y no pasará nada. Me volveré a dormir… ¡Aghhh! ¿¡Qué ha sido eso!? ¡Duele! ¡Me ha pinchado algo! ¿Qué? ¡Mierda! ¡Joder! ¡Tengo sangre! ¿¡Qué era eso!? ¿Dónde está? ¡Corre, joder! ¡Corre! ¡Una casa! ¡Tiene luz! Las farolas le dan luz. Entra. ¡¿Hola?! ¿Hay alguien? ¡Necesito ayuda! Cristo nuestro, Señor, ten piedad de mí. Cristo nuestro, Señor, ten piedad de
mí. Señor, ten piedad de mí. Por favor, Señor. Duele, Señor. Ten piedad. Lo siento, Señor. No hay nadie. Sube al piso de arriba. Allí estará la cama. Podré dormir por fin. Y despertar de esta horrible pesadilla. Por favor, Señor. ¡Una cama! ¡Gracias, Señor! Eso es. Duérmete. Métete dentro. Sigo sangrando. La cama está bien. Duérmete. ¿¡Qué me ha tocado!? ¡Una mano! —¿Qué hace aquí? —¡Ayúdeme, por favor! ¡Estoy herido! ¡Me duele! —¡Llevo cuarenta y seis años viviendo aquí! ¡Váyase! —¡Señora ¡No! ¡Por favor! ¡Estoy herido! —¡Llevo cuarenta y seis años viviendo aquí! ¡Cuchillo! ¡Lleva un cuchillo! ¡Corre! —¡Esta es mi casa! Señor, ten piedad. Señor, ten piedad. Corre. Hace frío. Otra vez la os-
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curidad. No veo nada. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué? Ten piedad, Señor. ¿Cuándo acabará este suplicio? Ahora recuerdo que llevo en esta oscuridad interminables días. Ahora sé que volveré a olvidarlo y que sufriré el mismo suplicio. Ahora me arrepiento de todas mis miserias y bajezas. Solo el amor de Dios me sacará de aquí. ¡Ah! ¿Qué es eso? Otra vez no. ¡Por favor, Señor! No puedo más. ¡Una lengua! ¿Me está lamiendo? Me lame la herida. Pelaje. ¿Un perro? Está suave y me lame la herida. ¿¡ROVIN?! ¡Es Rovin! ¡Oh! Te echaba de menos. ¡Mi amado perro! Vamos, tú y yo nos vamos de aquí. Veremos el rostro de Dios. «Si la persona muriere ¿volverá a vivir? Todos los días de mi edad esperaré. Hasta que venga mi liberación». «Entonces llamarás, y yo te responderé. Tendrás
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afecto a la hechura de tus manos». Job capítulo 14, versículos 14 y 15. Nunca he creído en Dios. Mi padre no fue un mal hombre, aunque cometió muchos errores en su vida. Le odié durante mucho tiempo, pero ahora, cuando yo misma me enfrento a la muerte por este maldito cáncer, me acuerdo mucho de él. Recuerdo su absurda fe, su absoluto convencimiento en la vida después de la muerte. Recuerdo su profundo amor por nuestro perro. Yo elegí el nombre, Rovin. Aquel perro fue lo único que mantuvo nuestra familia unida, tras su muerte mi madre y yo nos separamos de él cansadas de sus constantes borracheras. Hoy el médico me ha informado de que tengo un cáncer terminal. Sin darme cuenta me he encontrado a mí misma entrando en una iglesia y rezando por mi padre y
aquel perro, pidiéndole con toda mi alma al Señor que se encuentren en esa otra vida en la que él tanto creía, rogando que me esperen.
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León por L´Elvis & Cash
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de abril de 2017 David llega a casa, la tragedia ha sido espantosa para todos, no me quiero imaginar cómo tiene que estar pasándolo él. No habla, no se expresa, no sé cómo hacer para que se comunique conmigo. Parece mentira que mi sobrino de 11 años sea un total desconocido para mí. La policía sigue investigando y todavía no sabemos cómo se produjo el incendio, pero parece que mi hermana y mi cuñado murieron intoxicados por el humo y no sufrieron. No puedo encenderme un cigarro ni cocinar cuando está él, sólo de ver las llamas entra en shock y se encierra más en sí mismo.
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de abril de 2017 Sigue sin hablar conmigo, aunque a veces le oigo hablar a través de
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la puerta de su cuarto. Supongo que necesita tiempo. Todo esto me supera. Nunca he sabido tratar con los niños, y con él es todo aún más complicado. Esa mirada vacía hace que me sienta incómoda. Parece que la falta de empatía y de habilidades sociales es común en las personas con autismo, pero necesito saber cómo se siente, qué se le pasa por la cabeza… ALGO.
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de mayo de 2017 Hoy ha sido el primer día de terapia con Noel después del incendio. Me tranquiliza que siga con él, ha sido su psicólogo desde que a David le diagnosticaron TEA. Noel y yo estuvimos muy unidos en el pasado, pero nos distanciamos tras la pérdida de nuestros amigos, aquella fatídica noche en el lago, en la que murió
Carlos, mi amor de adolescencia. Aquella experiencia marcó tremendamente a mi hermana, a Noel y a mí, que vimos cómo nuestro amigo se desvanecía en aquellas oscuras aguas. Espero que le ayude, porque si esto sigue así, creo que la que va a terminar necesitando terapia seré yo.
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de mayo de 2017 Esta noche he vuelto a soñar con el lago… En el sueño todo estaba muy oscuro y hacía mucho viento. Al salir de mi tienda de campaña, Carlos y una chica estaban abrazándose. Al acercarme a ellos se volvieron hacia mí y me dijeron que a mí me pasaría lo mismo que a ellos. Estaban completamente mojados, sus labios morados y los ojos en blanco. Me he despertado sobresaltada y he oído una puerta que se cerraba. Parece que el recuerdo siempre está al acecho y ataca en los momentos de mayor vulnerabilidad.
Noel dice que poco a poco David va abriéndose a él, y ha conseguido sacarle alguna palabra. Me alegro, obviamente, pero no puedo evitar preguntarme por qué, a pesar de todo mi esfuerzo, no consigo hacerme con él.
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de mayo de 2017 Otra vez me he despertado sobresaltada esta noche, y David estaba junto a mi cama, observándome. Se me han puesto los pelos de punta. No era la mirada de un niño, sino una terriblemente penetrante, pero a la vez ausente. ¿Estaba sonámbulo? No lo sé. Lo he acompañado a su cuarto y se ha quedado ahí. Después ha empezado a hablar, pero lo único que he entendido ha sido «león». No he podido pegar ojo desde entonces.
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de julio de 2017 Seguimos igual. Todas las noches la misma rutina. Viene a mi cuarto, le pregunto qué le pasa, si tiene miedo, si puedo ayudar-
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lo, y cuando volvemos a su cuarto me dice que hay alguien en la habitación con él. Pero no me deja entrar, se encierra y lo oigo hablar. Solo entiendo las palabras «león» y «fuego». He preguntado a Noel al respecto, y dice que es posible que esté sonámbulo, que es común en algunos niños que han pasado por situaciones traumáticas. También me ha dicho que David le ha contado que tiene un amigo imaginario que se llama León. Que es normal y que no me preocupe.
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de agosto de 2017
Informe policial 12:35 h Se presenta Verónica Barella en la comisaría para denunciar la desaparición de su compañera de trabajo, Ana Pina, en la compañía aérea Iberia, y del sobrino de la susodicha, David Gil. La denunciante afirma que la supuesta desaparecida lleva 15 días sin presentarse en su puesto de trabajo. Tras no lograr contactar
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con ella por vía telefónica, se ha personado varias veces en el domicilio y sus vecinos afirman no haber visto a ninguno de ellos en las últimas semanas. Procedemos a la investigación del caso.
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de agosto de 2017
Informe policial Nos presentamos en el domicilio de los supuestos desaparecidos. Después de proceder al registro de la vivienda no aparecen indicios de agresiones, pero encontramos una nota manuscrita sobre la mesa del salón, que se adjunta a continuación. No se pongan nerviosos al leer esta nota. También he pensado en las otras pérdidas. Los psicópatas no están locos, son perfectamente conscientes de lo que hacen y de las consecuencias. Éramos jóvenes, quizá inconscientes, aunque ella sabía muy bien lo que hacía dejándome de lado, me humilló y se decidió por él.
Aquella noche vi la luz y todo quedó claro, yo quería a Ana, me traicionó, lo hizo conscientemente. Quería matarlo, forcejeamos. Lo ahogué, no lo dudé, no hubo remordimientos. Hice que su cuerpo desapareciera, no hubo remordimientos. Nunca sospecharon de mí. Cubrí mis huellas. Le maté esa noche, en ese lago en el que tantas cosas habían pasado y una noche más quedó constatada su magia, aquél lugar… Pude sentir el chasquido de mis nervios, como en una montaña rusa antes de la inevitable caída. A los años me fui a estudiar la carrera a la ciudad, cuando terminé me abrí mi primera consulta. Adoro a los niños, son tan maleables.... puedes llegar a conseguir que hagan todo lo que te propongas. Le he cogido el gusto, sus mentes y sus actos son controlables, no protestan. Hacen todo lo que yo les digo. Si en medio de una terapia dejara una pistola cargada encima de la mesa y les planteara el hipotético cuentecillo de que su madre está siendo mutilada, correrían para protegerlas o se le-
vantarían en mitad de la noche para provocar un incendio y así poder hacer que la estúpida de su madre muriera, qué pena que no sufriera. Del grupo del incidente en el lago comentaré que ahora ya solo queda ella. Ana, la grandiosa Ana, tantas noches durmiendo en su casa, a su lado, sin que ella lo supiera… A ella le espera su final, un final que solo decidirá ella y su sobrino David. He estado trabajando con él, sabrá qué hacer. Poco a poco me he ido transformando, me siento otra persona, como un enfermo. No sé quién soy. No sé si me queda algo de mí en mí. León
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Florine Foro
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Amor. Verano de 2016
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Desamor. Otoño de 2016
3.
Odio. Primavera de 2017
4.
España profunda. Verano de 2017
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Este fanzine se imprimiรณ en Madrid en octubre de 2017.