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Redimidos de los leones de vergüenza

Redimidos leones

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Por Ray Tetz

Es probable que leer el libro de Jeremías no sea algo que uno recomendaría a una persona que enfrenta una situación desalentadora en la vida y una crisis de fe. Pero eso es exactamente lo que hizo el profeta Daniel. El resultado fue nada menos que milagroso.

Daniel fue un esclavo al servicio de la autoridad imperial desde su adolescencia hasta el final de su vida. El libro de Daniel nos lleva a través de su vida, episodio tras emocionante episodio. Para cuando aparece su oración en el capítulo 9, ya tiene ochenta años. Los capítulos anteriores nos dan algunas ideas inquietantes sobre la forma como su vida de servicio forzado a un poder conquistador impactó su estado de ánimo.

En el primer año del reinado de Belsasar: «Yo, Daniel, me quedé aterrorizado, y muy preocupado por las visiones que pasaban por mi mente» (Daniel 7:15, NVI).

En el tercer año de Belsasar: « Yo, Daniel, quedé exhausto, y durante varios días guardé cama. Luego me levanté para seguir atendiendo los asuntos del reino. Pero la visión me dejó pasmado, pues no lograba comprenderla» (Daniel 8:27, NVI).

De esos versículos, podemos ver que Daniel está profundamente preocupado por lo que ha visto en su vida. Eso lo ha agotado. Pero a pesar de eso, regresa a trabajar al servicio del rey. Sigue adelante. Es, después de todo, el hombre que enfrentó a los leones. Hace lo que se le exige que haga, pero no está en paz.

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Por Ray Tetz de vergüenza

No nos gusta pensar que Daniel está preocupado y deprimido. ¡Nuestro Daniel es valiente e incondicional! Bueno, no siempre. Parece que, después de un servicio fiel a Nabucodonosor y después a Belsasar, cuando otro rey supremo, Darío, se introduce en su vida, Daniel da de cabeza contra un muro emocional. Decide entonces leer sus libros.

Buscando encontrar sentido en un mundo donde ha estado atrapado desde que tiene memoria, vuelve a la fuente de su fe. Comienza a leer las profecías de Jeremías. Encuentra en ellas las palabras para describir lo que está impulsando su desaliento. Lo lleva a Dios en la oración que leemos en el capítulo 9.

En el primer año de Darío «Me puse a orar y a dirigir mis súplicas al Señor mi Dios. Además de orar, ayuné y me vestí de luto y me senté sobre cenizas» (Daniel 9:3, NVI).

Con el libro de las profecías de Jeremías en la mano, Daniel contempla el estado de su mundo a medida que se acerca el momento para el cumplimiento de la profecía de Jeremías de que después de un exilio de 70 años Israel sería devuelto a Jerusalén. Sin embargo, Daniel se da cuenta de que las razones dadas para el exilio en primer lugar son aún más ciertas de lo que eran cuando empezó el exilio y comienza a dudar si alguna vez serán liberados de la esclavitud.

Si el exilio está destinado a reformar la nación de Israel para que el pueblo sea perfecto ante Dios, ¡entonces nunca regresarían a casa! Están

condenados a vivir en la esclavitud para siempre. La situación es desesperanzada.

Esa perspectiva explica su ansiedad y depresión. Lo único que ha sido su fuente de esperanza, durante una larga vida de servicio forzado, parece estar escapándose de su alcance. Pero ahora su estudio de los escritos de Jeremías le ha dado claridad sobre lo que necesita hacer a continuación. No se trata de desesperanza; se trata de claridad y confrontación.

Con angustia expresa su gran dolor y vergüenza de que él y sus compatriotas sean responsables de la terrible situación en la que se encuentran. «Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro» (Daniel 9:7, RVR1960).

La confusión es un sinónimo de maldad en el Antiguo Testamento, y cuando Daniel nombra lo que está sintiendo como malo, no es el mundo que lo rodea, sino el mundo dentro de sí mismo lo que describe. Caos. Falta de sentido. Confusión. Maldad. No la situación en la que el pueblo judío se encuentra, sino lo que está dentro de los corazones y las vidas de su pueblo, incluso después de 70 años de cautiverio.

En esta epifanía de vergüenza, Daniel incluye a todos —desde el príncipe hasta el sacerdote, el profeta y el mendigo—. «Es nuestra», declara. Ni una palabra de actitud defensiva, sino de plena aceptación de la maldad que ha florecido entre ellos, que ahora le preocupa tanto que pueda interrumpir el plan de Dios. Que pueda cancelar la operación de rescate. Que pueda dar lugar a que la nación llegue a continuar esclavizada para siempre.

El hombre que una vez estuvo impasible ante las bestias salvajes en la guarida de los leones ahora reconoce a los leones internos, los leones de la vergüenza, que buscan destruir su espíritu, su esperanza y su fe en el plan de Dios.

En su oración, Daniel describe enérgicamente el pecado de Israel como rebelión, la descripción por excelencia de la maldad. Su apasionada oración, en la que describe a Israel como pecaminoso, usando seis palabras hebreas diferentes —expresadas de 21 maneras diferentes (ver recuadro)—, es tan honesta y de todo corazón que casi lo pone en su lecho de enfermo nuevamente.

Y después, a pesar de que está agotado por su letanía de vergüenza, Daniel sabe que tiene

21 LEONES

de vergüenza

1. Todos hemos pecado 2. Hemos hecho lo incorrecto 3. Hemos hecho lo malo 4. Nos hemos rebelado 5. Rechazamos sus mandamientos 6. Rechazamos sus decretos 7. Hemos hecho oídos sordos 8. No hemos sido leales 9. Hemos pecado contra ti 10. Hemos sido rebeldes 11. No hemos obedecido 12. No nos hemos avenido 13. Todo Israel ha quebrantado tu ley 14. Rehusado obedecer tus mandamientos 15. Hemos pecado contra Dios 16. No hemos hecho nada para agradar a Dios 17. No nos hemos arrepentidos 18. Ni recordado que eres la verdad 19. Le hemos desobedecido 20. Todos hemos pecados 21. Hemos hecho maldad

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una cosa más que necesita decir, un conjunto más asombroso de declaraciones antes de que termine su oración. No había ido a las Escrituras para averiguar cuán malvado era el mundo o cuán depravados habían sido los pecados de Israel durante su largo exilio. En las Escrituras no había encontrado nada acerca de cuánto iba a necesitar cambiar el pueblo de Dios o cómo eso los sacaría del atolladero en el que estaban.

En Jeremías encontró lo más importante: Dios cumple sus promesas. Después de enumerar a los leones de la vergüenza, suplicó a Dios que fuese el Dios de los profetas y de sus mayores esperanzas: «no estamos presentando nuestros ruegos delante de ti, confiados en nuestras obras de justicia,

sino en tu gran misericordia. Escucha, oh Señor. Perdona, oh Señor. Atiende y actúa, oh Señor» (Daniel 9:18-19, RVC).

Dios escuchó y actuó. Daniel nos dice que mientras oraba, Gabriel se le apareció y le dijo: «Eres muy amado» (versículo 23). El fin del exilio —o el fin de lo que nos esclaviza— no se lleva a cabo centrándonos en los pecados del mundo que nos rodea o incluso en nuestros pecados. El fin del exilio vendrá porque Dios cumple sus promesas y recuerda que sólo Él puede liberarnos de los leones de la vergüenza.

Para Daniel, y en las profecías que se le dieron tanto a él como a Jeremías, Dios actúa como siempre ha tenido la intención de actuar. El plan de Dios no es disuadido por el pecado o la rebelión. Eso es lo que Daniel leyó en Jeremías: «Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes», declara el Señor, «planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una Esperanza» (Jeremías 29:11, NVI). El fin del pecado no se lleva a cabo por algo que hacemos, sino por algo que aceptamos: el reconocimiento de que la salvación viene de fuera de nosotros mismos. El reconocimiento de que no estamos, de hecho, solos. La aceptación gozosa de la redención —el fin del exilio— que Dios nos ofrece.

Al igual que Daniel, reconocemos que debemos vernos a nosotros mismos como parte de una sociedad marcada por la maldad, independientemente de lo mucho que hayamos tratado de evitarlo. Eso crea confusión y vergüenza. ¿Qué se puede hacer? La respuesta no está en esforzarse más por hacer algo por nosotros mismos o en crear etiquetas y categorías.

La respuesta, como la que Daniel encontró en Jeremías, es aceptar la ayuda esencial y transformadora que viene de Dios. Saber que la ayuda que la Providencia proporciona toma formas prácticas en aquellas personas y recursos que creen que el plan divino para su mundo es la redención y no las vidas arruinadas por la confusión de rostros.

La gran mentira que algunos teólogos nos dicen es que Dios está enojado con nosotros y Él ha estado enojado con nosotros desde el día en que nacimos. Si nos arrepentimos de nuestros pecados Él cambiará de opinión, nos perdonará y nos dará la vida eterna. Pero debemos tener cuidado porque si tropezamos Dios se volverá contra nosotros en cualquier momento.

Pero la gran verdad es que el amor de Dios por los seres humanos es incondicional. Dios no nos ama por algo que hemos hecho. Él no nos ama porque seamos virtuosos, obedientes o nobles. Tampoco deja de amarnos cuando fallamos al no amar como deberíamos o cuando desobedecemos sus mandamientos. Él no deja de amarnos incluso cuando hacemos el mal. El amor de Dios por nosotros es incondicional, inmerecido, no cualificado, sin reservas, absoluto, inmutable. No podemos ganárnoslo, por mucho que lo intentemos; no podemos perderlo, por mucho que lo intentemos. Dios no cambia de opinión. Él ama eternamente a las criaturas que hizo a su imagen.

Daniel sabe que Dios es misericordioso y lleno de gracia. Daniel estaba enfocado en la vergüenza: podía hacer una larga lista de pecados. Por lo que está orando es que Dios no lo deje en vergüenza, en el abismo entre la pecaminosidad de Israel y la misericordia de Dios. Daniel está desesperado por que Dios intervenga a través de ese abismo. Eso es lo que realmente significa el fin del exilio y la restauración a Jerusalén. Eso es lo que significa ser liberado de los leones de la vergüenza. Como los leones, la vergüenza es real. Puede disminuir, controlar y arruinar nuestras vidas, si eso es todo lo que hay. Pero no es todo lo que hay, ni mucho menos. «Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad» (1 Juan 1:9, NVI).

La verdad fundamental del evangelio es que el amor de Dios por los seres humanos es incondicional. No hay león más grande que el León de Judá. Dios no cambia de opinión y sus propósitos no son frustrados por los leones de la vergüenza. Somos muy amados por Aquel de quien la ayuda está en camino y que siempre cumplirá sus promesas.

_____________________________ Ray Tetz es el director de Communication and Community Engagement de la Pacific Union Conference.

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