Palabras nº 8

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Nยบ 8 / Abril 20130


Imagen de la portada tomada de la web: http://www.sxc.hu/

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Editorial ¡Bienvenidos al octavo número de la revista Palabras! En este nuevo número contamos con nuevas colaboraciones, y textos muy variados y de gran calidad. Como decimos mes a mes, nos alegra y enorgullece ver llegar a nuevos amigos escritores y lectores a la revista, y por ello siempre estamos pensando e ideando nuevas propuestas para promover sus trabajos y poder llegar a más personas. Con la llegada del otoño, estamos trabajando en una nueva plataforma pensada para la promoción de los autores que han colaborado con Palabras, y esperamos hablarles pronto de ella. De momento, los invitamos a seguirnos y leernos en los nuevos sitios webs que hemos creado recientemente: desde un principio hemos contado con página en Facebook, y ahora también agregamos cuenta en Twitter y también en Tumblr. Encontrarán enlaces a cada uno de estos sitios en la última página del presente número. Les recordamos que está abierta la recepción de nuevos textos hasta el 23 de mayo, por lo que pueden contactarnos mediante nuestro correo palabras.revistaliteraria@gmail.com

¡Hasta junio!

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Índice De Juglares Atrevidos y un poco Más, por Athena Rodríguez ……………......... pág. 4 Deseos, por Déborah F. Muñoz ……………………………………………...................... pág. 5 La Última Jazara, por Ann Grey Mayfair …………………………………….............. pág. 6 Mi Bodega, por Eva María Medina Moreno ……………………………………………... pág. 8 La Ausencia del Color, por Athena Rodríguez ………………………………………….. pág. 9 Una Capa de Irrealidad Cubre los Objetos, por Eva María Medina Moreno .. pág. 10 La Puerta de la Sala de Juegos, por Selín …………………………………………..……. pág. 11 Sonidos Fáciles, por Marcelo López Díez …………………………………………….…… pág. 15 El Silencio del Fuego – Tramo XIII, por Graciela Alfonso …………………………. pág. 16 El Silencio del Fuego– Tramo XX, por Graciela Alfonso ……………………….…... pág. 17 Ruidos Nocturnos, por Eva María Medina Moreno …………………………..………. pág. 18 Averígualo por ti misma, por Patricia K. Olivera …………………………….……….. pág. 19 La historia sin fin, por Eugenia Sánchez ………………………………………………….. pag. 22

Nuestros Colaboradores

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De Juglares Atrevidos y un poco Más Por Athena Rodríguez Imagina que eres un juglar. Sí, uno de esos joviales y mugrosos sabios que van de pueblo en pueblo contando historias. Ahora, imagina que Deridia es tu tierra, la más rica en mitos, leyendas y toda clase de cuentos; que la gloria siempre le ha pertenecido y que todo es tan maravilloso, que la gente, tan solo con mirar tu apariencia, sabe que eres digno de pisar sus posadas, de seducir a sus mujeres y hechizar a sus niños. Porque no es que la madre naturaleza te haya hecho agraciado, sino que, muy a pesar del descuido de tus ropas, la combinación de éstas y la insignia que portas en el pecho a un costado de la cinta del laúd (una extraña pieza de orfebrería que combina la letra “D” con una clave de sol), dicen que eres diferente a todos, que puedes cruzar una frontera y entrar y salir de un lugar a placer. En resumen, pequeñas cosas que testifican que tus ojos han visto cosas inimaginables y que lo que cuentas es apenas la punta visible de un gran iceberg. Imagina también que la dicha por todo lo anterior te colma el pecho, porque eres cínico pero inteligente, rebelde y osado por saber cómo utilizar las palabras y, sobre todo, que tienes bien presente que no debes guardar pleitesía a ningún reino. Recrea en tu mente la sensación que se desencadena de un encuentro en el centro del pueblo en turno: la muchedumbre que se congrega en tu honor con la firme intención de escuchar las buenas nuevas (pero mejor aún las malas), los tarros entrechocando y la cerveza derramándose, la música explotando a partir de tus dedos, las risas y las exclamaciones de placer… por revivir las historias veneradas y conocer la magia de la inclusión de innumerables tramas. Moldea así, y en tu memoria, la dicha que debe suponer sentirse amado allí a donde se va, extrañado ahí de donde se parte y anhelado ahí donde aún es tangible tu ausencia. Finalmente, piensa en que tu vida es muy similar a la de un árbol suspendido a un costado de la más bella de las estrellas: una existencia sin raíces verdaderas (aunque aparentes) y sin copas hasta las que haya que escalar; una vida horizontal, que se sigue construyendo a través de las memorias recogidas en cada feria, mercado, humareda y letanía. Y, una vez imaginado, podrás notar que no es difícil llevarlo a cabo.

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Deseos Por Déborah F. Muñoz El genio salió de la botella y observó al individuo que le había convocado con gesto hastiado. —Un deseo. Sólo uno, así que piénsatelo bien. —Deseo... deseos infinitos —dijo el tipo, con una sonrisilla de superioridad. Genio puso los ojos en blanco. No podían tocarle personas que quisieran la inmortalidad, riquezas infinitas, venganza o que tuvieran un objetivo, no. Tenía que haberle invocado otro listillo, y con ese iban tres seguidos. —Hecho. Inmediatamente infinidad de deseos acudieron a la mente del invocador, hasta el punto de verse abrumado y empezar a recitarlos lo más rápido que podía moverse su boca. —Poderorojoyasreinosprincesascomidagranosdearenabellezaamor. —Para el carro, amigo. Te dije que sólo un deseo. Intentando sobreponerse, el tipo hizo un esfuerzo por ignorar las utópicas necesidades que de repente le asaltaban. —Espera, tienes que concederme todos mis deseos. ¡Es lo que he pedido! —Estúpidos humanos. Sois tan avaros que ni siquiera formuláis bien vuestras peticiones. Has querido deseos infinitos y eso es lo que tienes. Si querías que te concediera deseos infinitos, lo hubieras dicho. —Dijeron que tú eras un genio bondadoso. —Bondadoso no quiere decir estúpido. ¿Quién querría pasar el resto de su existencia concediéndote todas las idioteces que se te ocurrieran? —preguntó finalmente, mientras se disolvía de nuevo y entraba en su vivienda. El hombre se quedó ahí plantado, asediado por los deseos. Pero aunque esos deseos aparecían y desaparecían en su mente en una secuencia infinita, había uno que permanecía inmutable: Deseo no desear.

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La Última Jazara Por Ann Grey Mayfair

Este no es un cuento común que empieza con el «había una vez en un majestuoso reino» ni con «hace mucho, pero mucho tiempo», no habla ni de dragones ni de príncipes acorazados peleando contra ellos para rescatar a la hermosa doncella, aunque, si me permiten decirlo, de hecho, sí existe una princesa, una preciosa niña llamada Lupita, que vivía en un pueblito mexicano no muy conocido al este del país. Sus padres no tenían riqueza pero sí un alma bondadosa y caritativa que en más de una ocasión los llevó a adquirir problemas a causa de su buen corazón. El señor y la señora Hernández, que a pesar de no contar con un gran patrimonio se tenían el uno al otro, además poseían algo que ahora, en estos días en el mundo globalizado es muy apreciado y pocas veces encontrado: esperanza. A Lupita, que era una niña de ocho años, se le daba muy bien aceptar la situación económica de sus padres, quienes no siempre podían comprarle las mejores muñecas, ni las mejores ropas, pero increíblemente nunca le hizo falta ni lo uno ni lo otro. A pesar de todo, ella siempre conseguía burlar a la pobreza con su inmensa creatividad e imaginación, que si construía una casita, que si jugaba a los piratas con su ratoncillo adivino; en fin, ella era feliz con lo poco o mucho que podía tener. Pues bien, una noche como muchas otras, Lupita estaba durmiendo, cuando, de la calle, una oscura sombra de pesadillas se abrió paso directamente a su cabeza, empresa nada fácil, la oscuridad debió pelear mucho contra la horda de conejillos que deambulaban por la intrincada rama de sueños que nuestra querida niña tejía. En su mundo onírico algo apareció, una mezcla de pájaros negros formaban una figura satánica que miraba fijamente a la niña. Todo fue cuestión de segundos porque ese algo comenzó a perseguirla. Nada pudo hacer el anciano del gran árbol, quien más de alguna vez la ayudara a cambiar de sueños mostrándole como a través de las enormes y antiguas ramas podía balancearse de un mundo a otro. Lupita, nada tonta y acordándose que al llegar a la última rama podía entrar al mundo donde deambulaban los sueños de los adultos trepó y trepó. Cuando la sombra oscura llegó a los pies del árbol, éste se retorció de manera tan estrepitosa que apenas si pudo cruzar la valerosa niña, quien cayó en un agujero oscuro atravesándolo. Podrás pensar que ésta es una historia loca y sin fundamentos pero yo estuve ahí, me encontraba de espectadora invisible, y lo que vi fue lo más asombroso de mi vida. 6


Cayó en una nave espacial, comandada por un hombre de más o menos cuarenta años de edad, de piel blanca y cabello cubierto de canas, así mismo, cerca de diez hombres más que rondaban entre los veinticinco y treinta años la observaban atónitos mientras ella se acomodaba el vestido azul que le había regalado su abuelo a quien quería muchísimo. Después de mucho observar, el mayor le preguntó quién era, de dónde venía y cómo es que había logrado llegar tan de repente. Ella les contó toda la historia y les explicó cómo es que podían ir de un lado a otro. Estaba preocupada por su abuelo que era quien cuidaba el árbol. Tal y como lo pensó no dudaron en ayudarla y cruzando de un mundo a otro, lograron espantar con su fuerza y valentía al hombre oscuro que salió con la cola entre las patas corriendo, despavorido, hacia las sombras en la calle, donde pertenecía. Lupita había demostrado que en sus sueños sólo ella podía mandar, y que aun existían personas buenas navegando por las nubes. Al despedirse, ellos le pidieron que cada vez que tuviera un problema, gritara hacia el cielo pidiendo ayuda y ellos aparecerían inmediatamente. Por muchos años lo hizo así, hasta que la edad llegó y se llevó todo sueño mágico de su cabeza para reemplazarlo por oscuridad. Jamás volvió a verlos, aunque gritara una y otra vez por ayuda, nadie intercedió. Ahora ella ya es toda una adulta que solo se contenta con contarle a sus hijos cómo fue que pudo pelear contra una pesadilla.

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Mi Bodega Por Eva María Medina Moreno Descolocadas, algunas rotas, el líquido derramado y seco; botellas de muerte y olvido. Otras, con moho por fuera, cerradas con tapón de corcho y plástico duro. Selladas, bien selladas, el vino picado desde hace tantos años. Unas, llenas de horas vacías, de palabra afónica, embrutecida. Algunas, las limpio, las coloco en el mejor sitio, donde nada las dañe, para quitarles el tapón y oler; oler creyendo que volveré a enamorarme. Botellas, cada una con su etiqueta, cambiada o superpuesta; la del amor por la del hastío, encima la del odio. Las del dolor, tristeza y rabia, tumbadas boca abajo. Muchas, sin tapones, abiertas, y el líquido mezclándose: pena, miedo, placer.

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La ausencia de color Por Athena Rodríguez

Bajo el marco de la puerta de la entrada, Ian y yo nos removemos con angustia. ―Ya vienen ―dice él. ―Creo que sí ―tiembla mi voz. Y de pronto, algo estalla en el cielo; algo grande, pues lo ilumina por completo. Entonces Ian y yo nos giramos de forma que quedamos frente a frente, y enseguida puedo percatarme de dos cosas: la primera, parece que el tiempo corre más despacio... lo sé, suena absurdo, pero quizá debido a la explosión, la Tierra entera (y todo tipo de vida que alberga) ha comenzado a moverse a través de otras dimensiones; la segunda, en los ojos de mi hermano puedo leer que es la última vez que nos veremos. Seguramente él descubre lo mismo en los míos. Tal vez es una certeza que puede respirarse en el ambiente. Así que abalanzo mi cuerpo hacia Ian, cierro los ojos y, en un último gesto de amor y despedida, le doy un cálido beso en la boca. Milésimas de segundo después y como si el beso hubiera sido el detonador, una luz cegadora se expande a través de nuestros sentidos y colorea de negro todo lo que nos rodea: existiendo ya sólo, la ausencia de color.

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Una Capa de Irrealidad Cubre los Objetos Por Eva María Medina Moreno Miro un escaparate. Los objetos parecen desnudarse, darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas, puñales de acero oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de un cuerpo; atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas. Cierro los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta. Huyo. Ahora son los objetos de la calle los que mudan, atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros, cambiando de forma. La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al muro. El suelo se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para despegarlo de mis suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de la calle van entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega al muro como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y no puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared, suelo, presionan fuerte, aplastándome.

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La Puerta de la Sala de Juego Por Selin Había una puerta en aquella vivienda que, entre las personas que vivían allí, tan sólo la conocía una de ellas, el hijo de la familia, que recién había cumplido los cinco años de edad. Sentía una especial predilección por traspasar su umbral y raro era el día que no lo hacía y, en este caso, debía darse un motivo lo suficientemente importante. Por lo general, acostumbraba a cruzarlo varias veces, sin conformarse con sólo una, ya que era normal que así le apeteciese. Esta era una actividad cotidiana y que practicaba hacía mucho tiempo. Tanto que más le parecía que lo estuviese haciendo desde siempre, a que hubiese habido un principio. Realmente, ya no se acordaba de la primera vez; quedaba muy remota en su corta, pero intensa vida. Desde entonces, muchos recuerdos se habían superpuesto y cada nueva impresión difuminaba las anteriores a la vez que se iba mezclando poco a poco con todas ellas. Al igual que en todas las ocasiones que la seguirían, la puerta estaba completamente abierta. El espacio libre bajo el dintel parecía como si fuese una muda invitación a pasar; incluso le daba la impresión de que le estuviese esperando, a él precisamente. No se lo pensó demasiado. Ni tuvo tampoco intención de ello ya que algo más allá, en el interior de la estancia, se alcanzaba a ver ciertas cosas que le atraían sobremanera. Entró en la habitación, que era como una enorme y maravillosa sala de juegos. En su interior se encontraba todo lo que su imaginación le decía que existía o podía existir. Por si fuera poco, nada, de todo lo que había por doquier, presentaba ninguna variación, ni en forma ni en comportamiento, con respecto a lo que esperaba de cada una de aquellas cosas. El primer día su número era algo reducido; pero ya fueron suficientes para él y le dejaron plenamente satisfecho. Las visitas se fueron sucediendo; a cada una, la sala parecía agrandarse y el suelo se extendía más hacia lo lejos, ocupando una superficie mayor. Si había paredes, pronto habían quedado fuera de donde alcanzaba su vista. A medida que pasaba el tiempo, toda la superficie que abarcaba la espaciosa sala se iba haciendo cada vez más concurrida, albergando más y más cosas,... y seres. Sí, también; porque no sólo había objetos. Además había animales, casi todos fantásticos; algunos eran como los que aparecían en los cuentos que le narraban, aunque también había otros distintos. No estaban solos; junto con ellos, y manteniendo una completa armonía, estaban duendes, gnomos, hadas y una larga serie de tipos humanos, la mayor parte distintos a los que había fuera de la sala, en el resto de la casa y en el mundo exterior. 11


Sus visitas se desarrollaban en medio de un juego continuo y gozaban de una ventaja añadida: podía irse cuando quisiese. Bueno, no siempre; a veces era reclamado por sus padres, u otra persona mayor, y no le quedaba más remedio que dejar de jugar y salir, aunque con el deseo de que sólo fuese por un rato y pudiese volver enseguida. Al irse, la puerta volvía a cerrar la sala de juegos. El niño apenas se fijaba en ella en ese momento. Por una parte, su atención estaba fijada en otro asunto; por otra, estaba acostumbrado a verla siempre retirada a un lado sobre sus goznes, dejándole el paso libre, siendo así, abierta, la imagen que se había formado en su interior. Por eso no se percataba de ciertas peculiaridades propias de ella, aunque tampoco le hubiesen importado demasiado. Estas, en cambio, habrían supuesto verdaderos problemas para cualquier otra persona, puesto que la hacían sumamente diferente de las demás que había en la casa. Estas diferencias no provenían de la sustancia en la que hubiese sido trabajada, ni de su uso en sí -que era tan normal como el de cualquier otra- sino que tenían otras causas. Por un lado, la licencia de paso, es decir, quien podía entrar y quien no, era otorgada a muy pocas personas. Aunque a lo largo del tiempo había habido alguna excepción, casi siempre eran niños; más bien pequeños como el que vivía ahora en la casa y tenía uso exclusivo sobre ella. Por otro, presentaba unas particularidades físicas muy poco comunes. Estas diferencias que empezaban con algunos detalles de su aspecto: carecía de cerradura, manubrio o pomo con los que se pudiese abrir, o que al menos sugiriesen la idea de que se podía intentar; tampoco era posible forzarla ya que podía resistir cualquier empujón, sin importar lo fuerte que fuera éste, sin inmutarse lo más mínimo. Sus medidas también eran singulares, pues eran variables. Cuando estaba abierta era suficientemente grande para pasar por el espacio que dejaba libre su vano sin ninguna apretura, hasta era más holgada que cualquier otra. Pero la situación era muy distinta cuando estaba cerrada: se reducían sus medidas, un poco al principio, y aún podía hacerlo más. Desde algo menos que quien quería pasar, hasta hacerse tan pequeña que podía pasar totalmente desapercibida; incluso aunque se sintiese que estaba por esa parte y se la buscaba a conciencia. Pero no es todo, aún quedaba algo más y esto era relativo a su ubicación. Consistía en que no había un lugar fijo donde se quedase a esperar que alguien, quien fuese, quisiese entrar por ella. Lo que tampoco significa que se moviese, sino que era ella misma que se presentaba ante la persona adecuada. Tal grupo de circunstancias no era excesivo, sino necesario para proteger el mundo especial que había dentro. Tenía que haber una barrera que mantuviese fuera la realidad, apartada del lugar. Pues ocurría que todo lo que se encontraba en el interior de aquel espacioso recinto participaba por igual de la fantasía y la realidad, formando un estado intermedio entre ambos, inencontrable al otro lado, en el que la mezcla de realidad y fantasía era completa y no permitía separación de ningún tipo. 12


La sala estaba más allá de cualquier lugar y también fuera de nuestro tiempo normal. Tan sólo había un único medio de acceso y era la puerta, que podía presentarse y franquear el paso de alguna persona determinada o, como en algunas ocasiones, limitarse a presentarse, pero cerrada. Así fue como ocurrió la última vez. Desde entonces, la puerta llevaba largo tiempo inactiva. Nadie había intentado pasar luego de aquel momento, pero aún permanecía el recuerdo de aquel día. Había sido un tanto triste y similar a otros que habían sucedido con anterioridad. Como tantas otras veces, el niño se acercó al lugar donde suponía que encontraría la puerta, pues allí la había dejado la vez anterior. Venía, como muchos días, alegre y con un ánimo bien dispuesto. No tuvo ninguna dificultad en encontrarla pues estaba donde había supuesto. Pero, al acercarse, observó que no aparecía abierta, tal como él esperaba. Aquel día estaba cerrada y no sólo eso, también se presentaba pequeña, más bien demasiado reducida para él. Nunca había sido así en su recuerdo y eso le produjo una ligera desazón. Llegó hasta ella y vio que continuaba sin abrirse. Era una situación extraña y no sabía lo que pasaría a continuación. La tocó, empujando ligeramente; pero pudo comprobar que estaba cerrada. Deseó fervientemente que se abriese, pensando que así se movería; se había dado cuenta de que su voluntad y sus pensamientos podían actuar con la sala. No obstante, tampoco resultó. No sabía si haría caso de sus palabras y probó diciendo: —¡Hola, puerta! ¿Me dejas entrar a jugar? La puerta se mantuvo sorda a su requerimiento, inmóvil en sus goznes. Empujó con más fuerza que al principio; pero no obtuvo ningún resultado positivo, parecía que estuviese empujando una pared. En vista de que sus intentos eran vanos, optó por pedírselo con más firmeza: —¡Ábrete! Quiero jugar. Pero no ocurría nada y empezó a impacientarse. —¡Déjame pasar! ¡Apártate! La inutilidad de sus esfuerzos hacía crecer en su interior la frustración y la ira. En el siguiente intento unió una patada a la voz, algo alterada ya: —¡Ábrete, puerta! Quiero entrar y no me dejas. La agresividad llegó hasta el rechazo y el odio. —Eres mala. Ya no eres mi amiga. 13


Viendo que, finalmente, sus deseos no se habían cumplido, optó por desistir de seguir intentándolo. A poco, empezó a pensar que todo aquel asunto no podía ser otra cosa que pura imaginación; provocada, lo más seguro, por un sueño que habría tenido la noche pasada. Estaba cada vez más convencido de que había soñado con extrañas puertas que cambiaban de tamaño y que aparecían en cualquier lugar de la casa, normal o insospechado. Eso debía haber sido y ahora la imaginación le jugaba malas pasadas, haciéndole creer que aquello podía ocurrir realmente. Mientras el niño pasaba por esas circunstancias, la puerta, aunque firme en su decisión, sentía un profundo malestar al darse cuenta de que aquel niño ya no podría entrar nunca más a la sala de juegos, que su tiempo había terminado. Había crecido y, mientras desarrollaba otras muchas aptitudes, había perdido la capacidad de pasar por aquella puerta. ...pero la situación no se mantuvo así indefinidamente, aunque sí pasó algún tiempo... Un día, por fin, un nuevo niño encontró la puerta, o tal vez fue ella que le encontró a él, y entró en la sala de juegos. La puerta a la fantasía volvió a abrirse con la secreta esperanza de que este niño no perdiese, al crecer, la capacidad de vivir saboreando el mundo... con todas sus complejidades y maravillas.

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Sonidos fáciles Por Marcelo López Diez Caminé sin reparos hasta la casa roja, una puerta de roble de tres metros de ancho me invitaba a preguntar si detrás los muebles estarían cubiertos por una tela blanca. Miré el reloj mental que llevo a todas partes y decidí caminar hasta las proximidades del jardín con verjas azules que separaba a la casa del resto del mundo. Las piernas que son más pensantes que muchos cerebros empezaron a contraerse y cuando llegué a estar a dos pasos de la verja dejaron de responderme, caí entonces sobre mis rodillas, aunque me parecía que ya no eran mías al no poder dominar mis extremidades bajas. De rodillas sobre la acera empecé a sentir una sequedad extrema en la garganta, era tan agrietada la sensación que no podía ni emitir sonido de queja. No vi ninguna cortina moverse a través de los ventanales quietos detrás de los barrotes de metal, la casa estaba viéndome, desprovista de humanidad y eso me paralizaba como el veneno de un ponzoñoso animal de psicoanalista. Empecé a sentir correr gotas saladas sobre los labios, el cielo había llorado alguna vez, esta sería la primera vez que lo hacía, me dije. El sabor de las nubes me dio energías suficientes como para gatear y llegar hasta la columna del alumbrado público. Ahora sabía que no volvería nunca más, solo guardaría la imagen final de ella y sus faldas blancas tejiendo durante horas, bajo el protector sonido de los gorriones. Empezó a llover y el gusto salado se remangó hasta desvanecerse, vislumbré un cubo de basura cruzando la calle y lo tuve que visitar para vomitar, era el final y nadie lo sabía, nadie preguntó, todos seguían caminando, respiraban blandos bajo los hilos gruesos de una lluvia impertinente. Unos niños jugaban dentro de una gran casa, ellos no me veían, tampoco los fantasmas. Esa calle desnudaba temor y mientras me hacía brisa por entre los caminos de la ciudad, las gotas de agua se confundían con mi cordón umbilical sagrado cayéndome de entre las sienes. Sobras de un vientre negro, elipses asentadas en imágenes ausentes, no podía sentir caricia alguna ya no veía la casa a lo lejos el aire me acompañaba. Gotas transparentes inundando mis emociones pasadas…

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El Silencio del Fuego Por Graciela Alfonso

TRAMO XIII

Vuelvo a las deserciones y al misterio, tras mi cárcel incorpórea, desarmaré los muertos del destino y hundiré las cruces olvidadas para renacer, con el hombre nuevo y morir, a espaldas de la indiferencia. Vuelvo al tiempo quieto, y estoy desnuda, casi agónica, resucitando en el silencio. El agua trae los pasos y el polvo amado, el viento lleva la espuma y la marea, para enseñarme a mudar de piel y no huir, enamorada hacia el miedo.

Nocturno, por Graciela Alfonso.

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El Silencio del Fuego Por Graciela Alfonso

TRAMO XX Bracean los fermentos de la banalidad, en los jirones de la última célula informe. Expulsan los vientres solitarios, a los ciegos habitantes del país de las ramas. Poblamos bosques sin pájaros y árboles sin fronda; tocamos música sin instrumento y ni aun así, oímos nuestro silencio. Somos la placenta sin madre, y el soma saturado de derrotas, en el postulado del pasado. Somos la frugalidad, en la tesis de existir; al borde de la idea.

Enigma, por Graciela Alfonso. 17


Ruidos Nocturnos Por Eva María Medina Moreno Me duermo. Los pensamientos flotando en una materia extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles salidas a nuevas ideas. La madera de los muebles se estira, se oye la carcoma, el cemento entre baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües, aplastan su cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que parece dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel se abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo. El ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más acuosa. Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila. Me levanto. Cierro grifos. Al acostarme, los ruidos cesan, hasta que ese papel que parecía desperezarse ahora cruje, liberándose de esa forma que le he dado.

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Averígualo por ti Misma Por Patricia Olivera La mujer, que lucía un vestido rojo ceñido al cuerpo, caminaba con paso seguro y sensual. Llevaba una carterita de cuero colgada del brazo, quizá tan cara como toda la indumentaria y las joyas que traía encima. Mientras ingresaba al lujoso hotel miraba a los lados con indiferencia. Los movimientos de su cuerpo, de curvas perfectas, atraían la atención de los presentes. Cuando llegó al mostrador de recepción se quitó los anteojos oscuros; sus ojos color miel remarcaban las facciones delicadas y atrayentes de su rostro y de su piel canela, y hacían juego con el tono castaño del cabello que llevaba recogido en un elaborado rodete, de donde escapaban algunos rizos rebeldes. En el hotel ya todos estaban enterados de su llegada. Lorenzo, el distinguido dueño, quien gozaba de una dudosa reputación que lo había llevado al estatus donde se encontraba, no se perdía un solo movimiento de la recién llegada. Desde su amplia oficina, ubicada en la planta alta, y mientras fumaba un habano, podía ver todo lo que sucedía en el prestigioso lugar gracias al ventanal disimulado tras uno de los espejos que adornaban la arquitectura. Lorein era su mejor cliente, una mujer muy apetecible y a la que siempre le había tenido ganas; pero a él le gustaba que las mujeres lo buscaran, y ella siempre fue muy difícil. Si bien Lorenzo ya tenía cincuenta años era un tipo muy bien parecido, con fama de ser muy complaciente en la cama, más allá de la influencia y los millones que poseía, además de la cadena de hoteles de la que era dueño. Tenía a todas las mujeres que quería, pero a él le gustaba ella, de la que ya se había encargado de averiguar todo. Sabía que acababa de cumplir veintisiete años y que era viuda. Al parecer, su marido había muerto un par de meses atrás en un trágico accidente automovilístico; ella, como única heredera, se hizo cargo de su puesto en una firma multinacional muy reconocida, en la cual ambos eran accionistas mayoritarios. En recepción, la mujer firmó el libro de ingresos y tomó su llave, pero no se retiró de inmediato; le dijo algo al recepcionista y enfiló hacía el restaurante del hotel. Lorenzo se mojó los labios con la lengua cuando la vio irse, moviendo su trasero de esa manera tan provocativa que sólo ella sabía. Levantó el teléfono y vio al empleado de recepción tomar la llamada. ―Quiero que me mantengas al tanto de todos los movimientos de la señora Bellis. El muchacho levantó la vista e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia la planta alta. 19


Ya era la hora del almuerzo. En la tarde tendría una importante reunión con un distinguido cliente, debía alistarse y salir. Se dirigió a su pent-house, ubicado en el último piso del hotel, sobre la suite presidencial; allí, volvió a servirse un trago y se fue quitando la ropa a medida que paseaba por el amplio apartamento. Cuando se terminó de desnudar, se paró frente al espejo y se contempló. La madurez lo había vuelto más atrayente e interesante; por naturaleza poseía un cuerpo atlético pero, aun así, hacía sus visitas diarias al gimnasio. Todo estaba en su lugar y bien distribuido. Se pasó la mano por el pecho, acariciando algunos vellos aun castaños sobre una piel bronceada, salpicada de pecas. Sus labios, expresivos y sensuales, se curvaron en una sonrisa atrevida, acompañado del brillo de sus ojos verdosos, que lo observaban desde el espejo con las cejas enarcadas en una expresión de aprobación. No podía quejarse, aún conservaba la misma cantidad de cabello que en la juventud, ahora salpicado por algunas hebras plateadas, especialmente en la zona de las sienes. El sonido insistente del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. ―¿Conoces a su acompañante? ―…… ―Muy bien. En unos minutos bajo. «Parece que la damita necesitaba un poco de diversión. No ha perdido el tiempo y ya se ha conseguido un gigoló», pensó, mientras se afeitaba, antes de tomar una ducha. ―Lorenzo ―le susurró a su imagen en el espejo―, ya va siendo hora de que pongas manos a la obra, si no quieres que venga otro y te saque del jugo. Se dedicó una sonrisa, que dejó ver una bien cuidada hilera de blancos dientes, y se metió bajo la regadera. A los pocos minutos entraba en el restaurante, con su impecable traje Armani en un tono blanco que resaltaba su bronceado y su atlético porte. Todas las miradas se volvieron hacia él, incluso la de Lorein, que lo miró por sobre el borde de la copa de vino que estaba degustando. Lorenzo, la recorrió de los pies a la cabeza y se detuvo en esas piernas cruzadas, que permitían imaginar el resto de su cuerpo como una visión muy prometedora. El acompañante de la mujer, un hombre de unos veintisiete años, atlético, enfundado en un traje negro de última moda, de piel bronceada y ojos azules intensos, le dijo algo al oído y ella le sonrió de forma provocativa. Al instante el hombre se levantó, abotonó su chaqueta y salió caminando con paso tranquilo. Ella quedó allí, saboreando el vino de su copa y sonriendo con satisfacción.

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Lorenzo, que no se había perdido nada, hizo un imperceptible movimiento de cabeza a uno de los gorilas apostado a los lados de la barra del restaurante. Aquel salió sin despertar sospechas. Minutos después, él fue detrás. Cuando entró a la habitación destinada a Lorein, ya sus hombres se habían encargado de amordazar al gigoló, sorprendido mientras esperaba a su conquista, desnudo por completo y pronto para el asalto cuerpo a cuerpo. ―Muy bien, amiguito ―dijo, quitándole la venda de los ojos―. Tienes dos opciones, tú eliges ―Le señaló el fajo de billetes y el arma que descansaba sobre la mesa ratona―. ¿Y bien? ―El hombre miró los objetos y luego a él con una mueca de desprecio, sonrió con cinismo―. Te quiero fuera de mi hotel en menos de lo que canta un gallo ―ordenó, Lorenzo. Luego, giró sobre sus talones y se encaminó al restaurante con las manos metidas en los bolsillos de su elegante pantalón. ―¿Puedo?―se dirigió a Lorein, que lo miró con esos ojos almendrados que le prometían el cielo. Sin esperar respuesta se sentó frente a ella―. Luces tan hermosa como siempre ―susurró, con su mejor sonrisa, al tiempo que sus ojos la recorrían. Al instante, su expresión se tornó seria, se cruzó de piernas y encendió otro habano; allí no se podía fumar, pero él era el dueño―. Lamento informarte que tu joven pretendiente se vio en el apuro de tener que abandonar el hotel. Me pidió que te dejara sus saludos ―le informó, en tono burlón, sin abandonar su risa sarcástica. Lorein no pareció asombrarse, por el contrario, sonrió y se mordió el labio inferior. ―Vaya, hasta que por fin reaccionaste ―dijo, con voz melosa―. ¿Qué era lo que te detenía; mi edad o mi condición de viuda? ―preguntó, sin dejar de saborear el contenido de la copa que tenía en la mano. Lorenzo la observaba con deseo, sin responder, con una sonrisa en su atractivo rostro―. Prefiero pensar que fue por lo segundo, pues he oído por ahí de tu buen desempeño en la cama —. Su voz se oía sensual y provocativa. Sonrió y se pasó la lengua por sus voluptuosos labios. ―Puedes averiguarlo por ti misma, cuando gustes ―la invitó, mirándola con intensidad. Antes de retirarse, con un movimiento imperceptible, dejo sobre la mesa la tarjeta de acceso a su pent-house. Ella lo siguió con la mirada y luego jugueteó con la tarjeta. Una sonrisa se dibujó en sus labios y sus ojos brillaron. La noche prometía ser interesante.

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La historia sin fin Por Eugenia Sánchez Dejó el libro sobre la mesilla, se quitó los anteojos y apagó la lámpara. Se quedó sentado un momento escuchando la lluvia caer afuera, ahogando los incipientes sonidos de la noche de octubre. Luego se cubrió con las mantas y se dispuso al sueño. Pero los minutos pasaban y pasaban y éste lo eludía, como un pez listo que observa el anzuelo. El hombre giraba de un lado al otro sobre la vasta cama y de a ratos se quedaba inmóvil hasta ralentizar la respiración para engañar a Morfeo. Entonces ocurrió lo inevitable: fuertes voces comenzaron a alzarse en su cabeza. Algunas decían cosas como «en el tiempo del hombre lento se pensaban los motivos para desencadenar eventos», o «fue cuando el enemigo lo miró fijamente, obligándolo a claudicar», o «dejó el libro sobre la mesilla…» Cada voz buscaba imponerse, demandante, dando nombres, lugares, motivos. Recitaban acompasados versos que nunca llegarían al papel. El escritor, sintiendo que sus propios dedos lo traicionaban y fingían teclear sobre la almohada frases ocultas, apretó los ojos con fuerza negándose a encender la luz, volver a la sala, poner una hoja en blanco ante sí… Y es que estaba cansado de las horas y días enteros que pasaba con las palabras, intentando cumplir con los plazos de entrega, buscando la oportunidad esquiva para triunfar. Su mente le pedía un poco de paz, descanso que tampoco le vendría mal a su cuerpo consumido por las malas costumbres alimenticias, y las cajillas de cigarros consumidas mecánicamente. Suspiró al escuchar al niño llorando solo en la habitación a oscuras, ya sin poder evitar pensar en la guerra que se desataba fuera, entre los árboles y el barro. Le dio un golpe a la almohada y se volteó una vez más. Y se encontró con él, su más temido, él, su demandante vampiro. Estaba echado de lado en la cama, observándolo con sus ojos verdes, indiferentes. Su pelo corto al estilo militar ya no crecería más, y esos labios entreabiertos permanecerían por siempre pálidos. Dos años atrás había conocido a ese hombre mientras tomaba un café en un solitario bar. Se sabía de memoria las cosas que tenían en común, la cadencia de su voz y su manera de tratar a otras personas. Durante años fueron inseparables, pasaban días larguísimos que no tenían noches sentados a la mesa de la cocina, iban de compras, salían a buscar mujeres. La 22


gente estaba tan habituada a ellos que ya no sabía diferenciar a uno del otro, les confundían los nombres, las vidas. Y entonces, una noche particularmente calurosa, el escritor se había sentado a la mesa pero el otro no llegó. Lo aguardó por horas, prestando atención a los signos que indicaran su llegada. Se fue a la cama después de reconocer que esa noche estaría solo, y una vez allí aquellas voces volvieron. Las ignoró todo lo que pudo hasta que una de ellas susurró: ― No vino porque ha muerto. Se sentó en la cama contendiendo la respiración, y la voz, al darse cuenta de que había ganado su atención, le contó toda la historia de la muerte del otro. Un gran vacío fue consumiendo el pecho del escritor, y pasó días intentando distraerse en las palabras de los grandes de verdad, los que habían venido al mundo a dejar hablar a sus propias voces. Las hojas en blanco se apilaban como antes lo hicieran las escritas. Ahora, mirándose uno al otro, escuchaban las voces morir antes de contar sus historias, como había muerto el personaje, de repente, sin haber llegado a escribir el final de la novela.

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Nuestros Colaboradores *Déborah

F. Muñoz

Autora de Atrapada en otra dimensión e Incursores de la noche, Déborah F. Muñoz combina sus numerosos proyectos de escritura, entre los que se encuentra su blog Escribolee, con sus estudios.

*Selin

Aficionado a la literatura, distribuye su tiempo entre las reseñas de los libros que le ofrecen y la escritura de relatos, mayoritariamente cortos, dentro de diversos géneros: negro, erótico, fantasía, terror o ciencia ficción. Algunas de esas historias han sido galardonadas o seleccionadas para antologías y otras las ofrece directamente en su blog Susurros.

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Nuestros Colaboradores *Graciela

Marta Alfonso

(Buenos Aires, Argentina). Profesora y Licenciada en Artes Visuales. Tesis: Poéticas del Libro de Artista y Libro Objeto. Obras Publicadas: El Silencio del Fuego y Antologías Literarias: Una Mirada al Sur y Pasión de Escritores. Pueden leerla aquí

*Athena

Rodríguez

Obstinada y nada constante, Athena Rodríguez es una escritora principiante; mexicana de 22 años, egresó en mayo del 2012 de la carrera de Pedagogía. Adora la literatura fantástica y romántica, pero suele escribir muy tirada al drama. Su Blog: Athena Rodríguez

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Nuestros Colaboradores

*Eva María Medina Moreno

nació y vive en

España. Licenciada en Filología Inglesa y Diplomada en Profesorado de E. G. B. Investigadora de la Literatura Inglesa del Siglo XX y Contemporánea. Sus relatos, premiados en diversos concursos, han sido publicados en libros y en revistas literarias. Actualmente escribe su primera novela http://evammedina.blogspot.com.es/

*Marcelo

López Diez Marcelo Oscar López Diez (1976, Montevideo, Uruguay), asume la trágica adicción a los libros y lamentablemente las palabras crecen en su cabeza como preludios de forzadas manchas sobre papeles en blanco, corrompe la pureza del silencio.

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Nuestros Colaboradores *Ann Grey Mayfair Lectora empedernida desde pequeña, nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco el 27 de Agosto de 1986, escritora tímida pero con mucha imaginación, estudia actualmente la maestría en derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México.

*Eugenia Sánchez También conocida en la red como Maga DeLin, es una escritora novel uruguaya de 28 años. Ha colaborado con diversas revistas digitales e integrado varias antologías en distintos formatos como Pasión de Navidad (de la web El club de Las escritoras), El escritor (certamen Mil Palabras) y Porciones literarias (de la web Diversidad Literaria), entre otros. Administra dos blogs literarios: Una vida de novela y Escribiendo la noche. Además participa del blog Eros Textual.

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Nuestros Colaboradores *Patricia Olivera

Vive en Montevideo-Uruguay. También escribe bajo el nombre de Patricia O. (Patokata). Colabora en varias revistas literarias de la red y ha compartido espacio con otros autores en antologías poéticas y de relatos. Pueden leer más de ella en Musas Cuenteras o aquí. También participa en el blog Eros Textual.

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Abril 2013, NĂşmero 8. http://palabrasrevistaliteraria.blogspot.com/

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